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Asomo

José Balza





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La vio en el filo de luz que la puerta creaba. El cuerpo quemado y hermoso estaba afuera, próximo a él, tan cercano que la intensidad de su presencia lo perturbó. Quiso creer que la felicidad no es sólo súbita e interminable en sí misma; tomó el jabón que la mujer acababa de entregarle y abrió el grifo. Bañándose, irguiéndose bajo esta agua tibia que entraba más acá de su piel, trató de discernir la situación. Magda reía, afuera, en el jardín; un momento antes se había levantado, olvidando el periódico que revisaba, y había acudido hasta la puerta del baño para escrutar el cuerpo desnudo del hombre bajo el agua. Él sonrió un instante y advirtió cómo la luz y los arbustos, tras de la mujer, penetraban en su pensamiento con incontenible seguridad. Cualquier significado que tuviere más tarde la imagen de Magda más allá de la puerta, envuelta en amarillos y verdes de cristal, en nada habría de alterar la huella de esa aguda pérdida de identidad: la alegría viril. En algún lugar de la casa otro invitado colocaba canciones francesas en el tocadiscos. Algo de ellas era ajeno a ese sol que escande la sensibilidad y el pensamiento de quienes lo perciben. No había viento y la inmovilidad desintegraba todo, menos la exultante apreciación del hombre y de Magda.

Aflojó aún más el chorro; no podría estar seguro. Por un momento se propuso a sí mismo descender con el agua, volver, admitir que su cuerpo se disolvía ante el acercamiento de la mujer. Pero había llegado el momento de repasar los acontecimientos: media hora después, otra vez juntos, habrían de estar en el aeropuerto.

El riesgo de ser primordialmente un estético, explicaba el viaje a esta población porteña. Invitado por una universidad, había venido a examinar dibujos encontrados entre los planos de un viejo colegio. Apenas recibió la citación estructuró el proyecto: en   —64→   la ciudad de procedencia excluyó de una vez la compañía de los otros miembros del equipo; avisó que viajaría un día antes y que aguardaría a los demás en la oficina del rector, sobre el puerto rojizo que los esperaba. Junio imponía claridades en la ciudad; y sus noches, de nutritivas luminosidades, lo impulsaron a invitar a Magda. Había estado amándola durante un año, después de encontrarla, al azar, en la reunión de unos amigos que escuchaban discos con música de Victoria y de Mahler. Aquel coro que superponía el tiempo y arrojaba suaves cenizas en la piel, lo atormentaría siempre. Cantos en latín y la aparición de Magda, hallada como en un falso engranaje, después de diez años sin verse; todo ingresa a este esfuerzo por estibar los hechos mientras el agua toca sus músculos y cruje, envolviéndolo con la imagen de Magda que espera afuera.

Ha intuido que Magda únicamente buscó en él, durante ese año, la seguridad de su inteligencia, sus frases cortantes y su erudición. Nunca habló ella de algo que él no conociera. Descubría tras el bello rostro de la mujer la rasgadura que las apreciaciones del hombre -fugaces, precisas- convertían en inusitado deleite. También ella es aguda; marcha paralela con el arte. Alguna vez hubo las caricias y penetrantes palabras, justamente al amanecer, cuando abandonaban las fiestas. Después Magda desaparecía.

Ella aceptó; vinieron por dos días a la ígnea ciudad del puerto, adivinada ésta a través de los cristales de la Universidad, hasta que las noches les permitían coincidir y recorrer las calles desiertas o acercarse al río en cuyos bordes los árboles imprimían tejidos y espectros. Durante la tercera noche, él la dejó con los demás y acudió al río. Le dijo en voz baja: «Voy al puente, como Hamlet», y ella sonrió. Estuvo sentado en la tierra, oliendo claridades musgosas. Magda vino, dulcísima. No hablaron y el hombre alteró la disposición de los pequeños detalles, impelido por la felicidad.

De esa noche regresaron hace poco; el grupo los espera en el salón de la casa que la Universidad dispuso. Desde allí llegan las canciones francesas y en el pequeño cuarto que da al jardín, el hombre se baña lentamente, adivinando la presencia de Magda, quien acaba de asomarse y fijar el cuerpo delgado del amante en   —65→   su pensamiento. Ahora los elementos se han integrado, inexplicables de nuevo, pero justos para coincidir con la alegría del hombre.

Aún sale embriagado y sensitivo y casi no vuelve a pensar hasta que aborda el avión y comparte la silueta de Magda, de perfil, que centellea entre la luz de la ventanilla. De pronto no se atreve a hablar. Ni un signo, nada delata el cambio en ella. Pero el hombre comprende y queda aturdido; de esa ambigüedad del amor nada ha adquirido: estos días no han sido el comienzo, sino un éxtasis final.





(1963)



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