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Mariano Picón Salas, la pasión final

Miguel Ángel Campos





Cuando en 1920 Picón Salas se ausenta de Mérida, ya tocado por la pesadumbre, el cuadro que luego describirá equivale al primer acto de un proyecto de retirada en el que no faltan las insignias no ya de la derrota sino de un vigilado armisticio. Dice que incluye en los pertrechos del viaje un oxidado revólver, y pareciera así estarse previniendo más que contra los bandoleros de camino frente a la nostalgia, se arma contra la barbarie y la califica para no volver en los tiempos inmediatos. El panorama de Caracas tampoco es risueño y el hombre que viene armado de la cordillera consigna un juicio misereado sobre la ciudad que algunos veían como el reducto de la esperanza de todo aquel acosado por la orfandad del campo. «... esa Caracas del año 20 que más que capital de la República parecía del desengaño venezolano» (Regresará al hogar para ver por última vez el paisaje, pero en realidad ya se ha despedido, el espectáculo de la ruina familiar solo remata su espanto del país devorador que ponía «entre el joven que había sido y el triste hombre que comenzaba a ser, su negra frontera enmarañada») Era como si el que se va quisiera enfatizar el oprobio que lo hacía huir y se apresura a hacer su retrato, se detiene luego en la enumeración de las calamidades de una vida atrofiada, algo nos dice del espectral Caño Amarillo y refuerza la escena con los bebedores de berrito y caña blanca que «daba a los hospitales su buena cuota de tísicos».

El resto es pura escenografía de una pobreza degradada, la suciedad que acumula todo lo promiscuo, y aquel «Arco de la Federación es argamasa pintarrajeada para que entraran los generales victoriosos», que es como el símbolo de todas las calamidades del pasado.

En una carta a Rómulo Betancourt, 1931, enlazará en una síntesis inapelable las posibilidades del hombre recortado contra ese paisaje, habla allí de crear el hombre nuevo como una necesidad casi terapéutica, va a buscar la incidencia del mal en expresiones no inmediatas pero que se ve sincronía con todo el desarrollo: «El morenito romántico con música de Andrés Mata y de Santaella, lunático y bebedor de caña, es un ser sin defensa alguna contra el imperialismo». Interesa reparar en los alcances de este diagnóstico puesto que allí aparecen en consonancia dos determinantes que serán proverbiales en el análisis psiconsaliano: el ser reflejando la cultura. Desgajado de aquellos que él mismo ha modelado, el venezolano de los enfoques oportunistas, tanto de la política demagógica como de una intelectualidad dada al halago de la estructura de poder, aparece eximido de responsabilidades, heredero impávido no debe sino tomar discrecionalmente un haber del que no se siente factor. Hoy parece ser el día central de ese vicio cuando asistimos a la entronización del pueblo como sujeto pasivo mediante la afirmación de su condición de víctima, se le exalta como el portador de una nobleza que está más allá del bien y del mal, y se le enseña que su caída reside en la meta expoliación, que todo se reduce a la mala fe de las clases dirigentes.

El corresponsal está ilustrando al futuro tutor de la sociedad y más que ilustrado lo previene de los errores del populismo, ya pone al servicio del esclarecimiento venezolano sus lecturas de la crítica de la Revolución Francesa, si la vanguardia del 28 ha leído a Andreiev y su Sakcha Yegulev, santificación del rebelde romántico, él interroga a los mismos sociólogos que han servido para acorazar las tesis vellenillianas, pero desde la perspectiva del reflujo de una cultura que ya no puede explicarse desde lo puramente político. Los resultados debían ser previsibles, el rebelde mezcla de bandido y vengador será recibido en el reino con un sarao, para el futuro será Juan Bimba y entorno a él se afanarán los nuevos proyectistas como junto a un Juan Peña hecho tótem, por su parte las lecturas de Harold Lamb (la marcha de los bárbaros) le recordarán a Picón Salas que la civilización tuvo su estación en las fogatas del descampado, y aun así no dejara de sobresaltarse cada vez que irrumpe aquello que viene del acuerdo de los taciturnos.

En esa misma carta ofrece su formación como profesor para adelantar un programa educativo socialista, y no es poco admirable que el materialismo dialéctico de quien no será marxista deje como en un celaje los datos para una sociología actualísima, ¿por qué otra cosa es sino la visión del habitante desvalido, víctima de un proyecto extraviado y que estará «sin defensa frente al imperialismo»? Todavía la animosa teoría de la dependencia no escudriña con mejor certeza este dilema, pero no es frase de un militante informado esa precisión perdurable para unos usos que no se eligieron, hacia mediados de los años treinta escribe una impresión del movimiento obrero para el mismo Betancourt y consigna como profecía lo que intelectualmente es una impresión: «El marxismo va en este momento en retroceso. Su exceso de racionalismo, su materialismo mecanicista han producido como por contragolpe un resurgimiento de la vida instintiva...». Justamente en esos años ocurre la disidencia de Roger Caillois que lo enfrenta al culto surrealista de lo no intervenido, los frijoles saltarines mexicanos de Breton son como el cuerpo del delito en una pugna donde Caillois pide coherencia ante la concesión de lo irracional. Picón Salas luce así informado para la reforma cuando se aspiraba estarlo en el mejor de los casos para el dogma: exceso de racionalismo y vida instintiva, son salidas para una discusión que no parece estar en el programa venezolano de esos años, pero que enseña hacia donde están viendo aquellos que decidieron arriesgar juicios menos urgentes.

Los efectos de haber tomado distancia quedan claros en su aptitud para ver el conjunto, en el dictamen a placer cuando señala tendencias, pensemos por ejemplo en el uso que hace de personajes paradigmáticos como madame Bovary, descubre en ella lo que llama novelería, el afán por agotar la vida sin procesarla, el Babbit de Lewis se convierte en sus manos en agudo instrumento para ceñir las pulsiones de la cultura del consumo. Ha visto lo suficiente para dudar de la eficacia pública en un país que denomina «tierra de doctorcitos» y llama la atención que en los años previos a la ejecución de sus ensayos de análisis cultural se nos muestra sobre todo como alguien obsesionado por la redención material. Un espectador de la conversación chilena de Picón Salas tendría la impresión de estar frente a un constructor cívico debidamente pragmático, pues no otra cosa pudiera sugerir el aluvión de conceptos en torno a cooperativas, industrialización, obras públicas, latifundio, etc., que se esparcen en su correspondencia con Betancourt, y sin embargo hasta su proclamada vocación de pedagogo llegará sólo hasta los compromisos adquiridos con los hombres de acción. Es como si lo faústico se fuera imponiendo frente al desencanto de la civilidad, no deja de crear en las posibilidades de la gestión civilizatoria pero el país se le antoja quizás como un fatalismo del que hay que estar prevenido, como se está ante el aturdido que aún no sale de su conmoción, de su extravío. Informe de la cautela es por otro lado aquel «Mayo 1940», es como un balance prematuro de la epopeya del siglo XX, prevalece en esa impresión de una madrugada el gusto por la formas señoriales y la herencia absoluta de lo clásico frente a las posibilidades de la democracia de la abundancia, de «las más colmadas tazas de café con leche que se sirven en el mundo», ese texto parece el réquiem de una era mecánica y destila desconfianza por los estilos de la eficacia cibernética.

El alejamiento de la visión de Adrini y su sanitarismo económico era previsible, éste, imbuido de las ideas del blanqueamiento de tierra y hombres, no podía entusiasmarlo más allá del acuerdo de la técnica y la racionalidad administrativa, pues sabe que el conflicto venezolano excede la explicación del caudillismo y el peculado. En este punto, en esta fase de la interrogación, es probable que engendre su recelo del pueblo, sabe que ya no es un niño desaseado al que solo basta con corregir en la práctica sus malos hábitos, que es la conclusión optimista de Adriani, sabe que ella deja fuera valoración de más largo alcance, que presionan desde dimensiones que no son físicas, que no reposan en los hábitos, no cree en la buena fe de los sacrificados, como Briceño Iragorry que es ni más ni menos su contravoz en el examen de las raíces gregarias de la venezolanidad. «El aguante fue entonces la única capacidad del pueblo venezolano. El aguante hizo posible todo lo empírico y lo arbitrario...»

Retomar este lado oscuro de la indagación, volver sobre aquello desechado en el curso de las pasiones justicieras y el inmediatismo demagógico del poder ayudaría tal vez a identificar las tensiones ocultas que impiden descifrar el futuro. La noción herderiana del pueblo movilizador no le produce mayores simpatías e insiste en someter a prueba la verdad revelada de una tradición que identifica sabiduría con aguante y otras disposiciones que encubren la evasión de responsabilidades de la sociedad y en la que esta parece reducida a la representación del pueblo aletargado y un Estado siempre urgente. Entendió que ya había pasado la hora de educar y tal vez de reeducar, con su insistencia del hombre nuevo de los años socialistas, que se cuela con legitimidad en su liberalismo de maneras, pareciera concluir en que ya no es posible sino deseducar, no es, en ningún caso, la negación ni del pasado doméstico ni del proceso orgánico de las instituciones, es el juicio desolado de quien puede ver la recurrente incapacidad de construir a partir de la herencia de una nacionalidad puramente forense.

Deslinda como desde una velada crítica del Positivismo las funciones de la educación y cuando llama a este hecho configurador enigma hacer su mejor valoración en instantes en que la sociedad venezolana se apresta a adquirirlo todo como quien va a un almacén a aprovisionar una casa «Pero el enigma de una cuestión como la educativa es que actuando sobre elementos mucho más diversificados y complejos, está más allá de la técnica, o la técnica es en ella solamente un procedimiento y de ninguna manera un fin exclusivo». Sabe que no hay proyecto para la riqueza, con el agravante de que ella no ha surgido de proceso alguno, carece de genealogía. Si en el pasado el café y el cacao reflejaban la estabilidad o crisis de un estamento ligado orgánicamente a esa actividad, el aluvión petrolero encontraba una sociedad tan solo expectante, cuyo único proyecto era el expediente del igualitarismo, el resto era simplemente la ausencia de hombre preparados para conducir las novedades. Y si la educación no es técnica y si actúa sobre lo diverso, lo potencial sin fin inmediato, entonces había el riesgo de educar o para el ventajismo de los arribistas o para el mercado, posiblemente al menos una de estas dos cosas ocurrió puntualmente.

«No se trata de mejorar órganos enfermos sino de llegar a la profundidad y la integridad de nuestro organismo», pareciera hablar como el redentor que con una mano señala y en la otra trae el fuego, pero es el mítico año del 1941, casi una frontera en el mapa de las decisiones sibilinas de nuestra vida política. Él, sin embargo procura ver a fondo para mejor desencantarse o para advertir esa política del peso muerto que significan las estrategias del día. Casi con desesperación vuelve sobre la necesidad de modificar los tipos sociales y denuncia la frágil modernidad material y de usos que se avecina tras la fase de reorganización del país en la que él es actor no desdeñable, «fábrica de profesionales» llama a las universidades y no es por cierto la queja de un humanismo retórico escandalizado con la actualización, es la voz de alerta ante la euforia del cambio protocolar, de quien sabe con certeza que el gomecismo, por ejemplo, no ha sido un largo occidente. A su manera él hará suya aquella «fría desilución» que lo sorprende en Vallenilla Lanz a quien refuta en una línea pero elogia en una página entera, en el fondo se parecen pues ambos son dos renegados, escépticos que anhelan verificar la realidad tosca para mejor desmantelarla. No cree que haya instituciones naturales y menos que la democracia haya salido de «las patas de los caballos», admira el esfuerzo de formulación intelectual de Vallenilla y no hemos reparado lo suficiente como se parecen sus manera vehementes y casi geométricas de razonar, ver esto con atención podría significar el más armonioso homenaje al autor de Cesarismo democrático. El pueblo observado con lupa por el uno reaparece en su dramática evidencia en el otro, si en aquel servía para constar la segregación por inercia en este es modelo que permite profetizar el desconcierto de la segunda mitad del siglo, el colapso del proyecto modernizador que nace nuevamente al amparo de las solas expectativas del estado tutor. El insumo resulta útil para el discurrir elegante del ensayista, y si nadie reivindica el magisterio del fundador es porque aquella «carga opulenta de fría desilución» proviene de un viejo descubrimiento que es preciso negar para encarar las tareas del porvenir. El pesimismo del patólogo quizás haga sonreír a los que observan la lección, unos querrán ver razones de circunstancia en la imposibilidad cíclica, otros, mientras tanto, eligen la prudencia estimulada por el deslumbramiento de la exposición, desde allí regresará Picón Salas cuando le toque a su vez el tiempo de las admoniciones. Ese tiempo llegará sin espectáculo, como la impávida constatación de unas posibilidades y sólo con la emoción de quien ya ha previsto lo que ocurrirá y aun vivirá lo necesario para ser testigo de un trecho de esas confirmaciones. Si la revista que funda en 1938 es como un espejismo, pues los lectores estaban por hacerse y la publicación misma contiene una definición de lo que deberían ser aquellos lectores, no cuesta mucho entender que no se quería hacer el elogio de lo real, exceso de realismo y acuerdos precarios, se dirá han producido un exceso de demagogia. El recelo vuelve a ser su mejor guía y recaerá con estruendo sobre el factor que como un deus exmachina monopolizará la esperanza.

Por lo demás, resulta muy razonable el desdén por el petróleo que cruza con escándalo la hermenéutica venezolana de Picón Salas, su desprecio del tema (lo encierra como en un conjuro en una frase: «el diabólico negocio del petróleo») tiene una traducción cuyo texto cifrado pudiera estar en los días finales de la experiencia cordillerana. Si hay una página emocionada en una obra nada escueta como la suya es ese momento cuando abandona la estancia paterna y se despide de una naturaleza que creía a resguardo de los avatares de la sentimientalidad: pájaros, árboles, riachuelos y el puente que cruza a diario -«mi pedacito de patria entrañable»- todo eso ha sido barrido por lo que llama la especulación financiera que se incuba en las grandes ciudades y su tentación de oficinas para la molicie- por lo demás sus retratos de la ciudad venezolana tienen la asepsia del que detalla el bullir y juzga el futuro de unas gentes, pero no hay en ellos ni el afecto ni la cercanía de cuando habla de la geografía abierta, aquí parece casi un naturalista amoroso, mientras que la ciudad es para él como el espacio de crisis de lo nacional.

La ejecución de la heredad familiar por los bancos representa la intromisión grosera de las nuevas relaciones impersonales, que se asientan con la economía de los especuladores asociada al nuevo riquismo petromero, ya la autosuficiencia de la barbarie anuncia este proceder cuando Gómez compensa a unos campesinos cafeteros arruinados, seguramente por los manejos bodegueros del propio gamonal, y estos debían agradecerle con un telegrama público, «cuyo modelo y cuya retórica les imponen los jefes civiles». El dinero fiscal no es entonces ni siquiera el cuerpo del delito tal y como han insistido los urdidores de la tesis del petróleo demonizado, la explicación tal vez quede ya para la persuasión en charlas del transporte público, pero hoy asistimos a la inusitada fortuna de la angelización de las masas y el nuevo reduccionismo que hace descansar nuestra infelicidad en los malos procederes de las clases dirigentes y la ineficacia de la inversión social en el solo peculado. Varias veces huirá espantado y en cada oportunidad esgrime razones, al principio es el encuentro con los seres modélicos de la literatura- «¿Dónde hallaría entre las personas tranquilas que me rodeaban una humanidad comparable? Para ser fiel a mi vocación era necesario correr tierras y conocer nuevas gentes». Más tarde el desengaño es ante la escasa capacidad del orden para retener los logros de su propia inercia, país de conspiraciones, de «intrigas cuarteleras», será sin más a uno donde cualquiera puede interpretar el llamado sentir popular.

Cuando a raíz de la aparición de Regreso de tres mundos, un grupo representativo de la juventud militante le exige respuestas que ya están en su obra casi cerrada hablará con cierto fastidio y desde el desenfado, lo que no era habitual en él, es como una ruptura con quienes habían convertido la hora actual en sino absoluto de los tiempos. Se le reprochaba su alejamiento del pueblo y esto ha debido sonarle como una vieja música al que había buscado largamente las convicciones de ese pueblo a lo largo de un esfuerzo de análisis e integración. «Necesitamos un regreso hacia la realidad venezolana, necesitamos examinamos la conciencia para saber quienes somos...», se le pedía ser útil y tal utilidad suponía de alguna manera la subestimación, sino omisión, de un acontecer que para él no era sólo historia sino teoría de la historia. Este era el centro de la requisitoria que intentaba poner en el banquillo al más atento monitor de nuestro proceso, el fruto de ese examen tal vez no entraba en aquel balance, o simplemente no era bien conocido. Un reproche adicional era el de la gramática, lamentaban que el libro estuviera tan bien escrito, pues sin duda eso era muestra de ausencia de fervor por el país trémulo y esperanzado, curiosamente esta objeción era el mismo tenor de la que se le había hecho a Camus en la política que marcó el rompimiento con Sartre, aquel escribió en esa carta final que apenas había reparado con sorpresa que el buen estilo parecía ser entonces patrimonio de la derecha y que los revolucionarios debían escribir mal. «Revolucionarismo de primeras aguas», llama a aquello Picón Salas y como volviendo atrás, desde los argumentos de la «tentación de la literatura», invita al polemista a hacerse de un buen método de alfabetización. De todos modos era una conclusión ya adelantada, pues en el mismo libro había ventilado el asunto al consignar que no está interesado en el favor de la juventud, la experiencia debe ser vivida y repetida y que cada quien enfrente los hechos desde sus maneras, emparejar a fuerza de concesiones no estaba en su ánimo y menos «aplaudir demagógicamente lo que hacen los jóvenes y pretender alcanzarlos con el corazón acezante».

El cargo era contra el hombre pero parecía volverse contra la literatura pues hacía de su presa al único que eligió alejarse para aquilatarse y regresar a construir sobre las ruinas, y que además había explicado sin ambigüedades esa retirada -«Porque me llamarían cruel y egoísta, entro, entonces, en la literatura para conquistar con mayor belleza, pasión y libertad lo que me niega el mundo cotidiano». No estaría fuera de lugar recordar que esta fue la gran culpa señalada en los sesenta contra los intelectuales de la República de Weimar: haberle dado la espalda a la política y encerarse en el arte y la filosofía, en el caso de Picón Salas habría que decir que nunca esperó mucho de lo que consideraba una consecuencia y no un punto de partida, si fue fin, el de la política, era la «ordenación y descubrimiento del destino nacional» es porque ella es la expresión práctica de una visión de una filosofía. El que quiera hacer el balance de aquellos sosiegos que intente entender la contracultura de los sesenta sin los aportes teóricos del optimismo de los años veinte weimericanos, de nuestro autor fijemos solo su profecía no escrita sobre el petróleo.

De todos modos la necesidad de emparejar tiene su expediente en un libro como Los malos salvajes, es la escritura de alguien que se impone a los temas desde unas coordenadas previas, ciñe la novedad desde lo establece y no la discute, antes la reinterpreta con un instrumental que se ha revelado eficaz. Así su revisión que titula «América Latina: vecindad y frontera» es como un pedazo puesto al día de De la Conquista a la Independencia; asimismo apela a su conocido eclecticismo de método para calar la realidad del momento, interpreta al Turgueniev de la novela Las tierras vírgenes para salir del paso ante los cambios que se anhelan en el tercer mundo: «Y ocurre que mientras más primitivo es el medio social, más impacto catastrófico producen las ideas y las hipótesis de la moda o la ideología prestadas», y no ha respondido por adelantado, simplemente es consecuente con aquella certeza suya de que los borrachicos no son aptos para resistir el imperialismo. Si se adentra en la década es más como prolongación que exploración y de manera táctica reúne a Brigitte Bardot con Emma Bovary o arrima a Teilhard de Chardin hasta las antiguas atómicas. Pero alguien como Óscar Rodríguez Ortiz ha reparado en este desgano por los ruidos de la cultura de masas y en un limpio ensayo, «Picón Salas y la imaginación del presente», descubre que no es tanto la charla de los jóvenes lo que le fastidia como las ontologías sin fondo: «De ahí tal vez por qué no lo seduje el apocalipsis, que es siempre una elección metafísica». Acoso o desconfianza, el interrogatorio no era el elemento de quien estaba habituado a construir sus respuestas sondeando a la esfinge, fatalmente debía encarar la extrañeza de los que se quedaron, sufrir el legado de los que decidieron amargarse y mostrar como divisa el alma estragada, el aguante inmóvil; la causa de las muchedumbres dolidas, su reclame filisteo se interponía nuevamente entre él y el país nunca recobrado. La misma fuerza del año veinte reaparecía, allá como carencia, vacío inficionado, ahora como altanería de lo que se autodefine justo, pero igualmente intolerante y siempre provisto de «sus candidatos a verdugos», la muerte es el tercer exilio y tal vez ya no la injurie como lo hace al pensar en los que se fueron en plenitud: «la torpe muerte segadora no comprendió que para el equilibrio del mundo convenía llevarse primero a los ruines y los tontos...», la muerte es sólo un dato, lo que desea recordarnos es que un mundo sin jerarquías es un escándalo, porque aquel pertenece a los mejores y esta certidumbre en el fondo tal vez sea su verdadera pasión, su pasión final.





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