Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoSegunda parte




ArribaAbajoLa historia de muchas cartas


Poema en dos cantos

A mi querida sobrina la Sra. Doña Elvira Yrulegui de García Caballero.

Te dedico este poemita, escrito a la memoria de A...., porque habrás observado que hace tiempo que acostumbro a poner al frente de muchas composiciones el nombre de alguna persona amada, y es porque, desde que me voy haciendo viejo, sólo sé vivir rodeado de los seres que, como tú, me quieren entrañablemente.






ArribaAbajoCanto primero


Escribiré mañana



I

   Del mar junto a la orilla
está Vega, lugar que, aunque pequeño
para ser una villa,
casi es un Londres para ser aldea;
y allí vive, en el punto más risueño,
tejiendo y destejiendo Dorotea
la tela de Penélope de un sueño.
    ¡Pobre niña que aún vive
con la fe de esas almas tan honradas
que creen que las promesas son sagradas,
y un ángel en el cielo las escribe!


II

   ¡No lo extrañéis, espíritus amantes,
si veis que el autor llora
al recordar ahora
memorias que no tienen semejantes!
   ¡Nos, dicen ¡ay! que el tiempo y la distancia
sofocan los recuerdos de la infancia!...;
¡Yo, al restañar esta mortal herida,
me olvido de treinta años de mi vida!
   Y es tan cierto, lector, lo que te digo,
que lloro, aguardo, me sereno y sigo.


III

   Nuestra, bella heroína
cumplía quince Abriles aquel año,
y, lo que es increíble por lo extraño,
se murió sin saber que era divina.
   Es la sola mujer que he conocido,
aunque ya soy tan viejo,
que con aire modesto y distraído
se peinase de espaldas al espejo;
y eso que era envidiada
por todas las muchachas casaderas,
cuando, admirablemente despeinada,
llevaba, entre ondas de oro sepultada,
cubiertas con el pelo las caderas.


IV

   Creía mucho en Dios, y hasta creía,
como todas las almas candorosas,
que Dios suele matar por muchas cosas
por las cuales yo vivo todavía.
   Severa, cuanto afable,
honraba de sus padres la nobleza,
teniendo una belleza incomparable,
y un alma superior a su belleza;
y pura, como el día
que recibió las aguas del bautismo,
no entendía el misterio de los nombres
de esas cosas de que habla el catecismo
que una joven llamó «pecados de hombres».


V

   Nuestra hermosa de Vega
a Justo amó; pero le amó tan ciega,
que ajena de dobleces y de engaños,
en todos sus quince años
no pensó ni un momento
que es una gran locura,
que nunca tiene en las mujeres cura,
eso de amar a un hombre de talento.
   Sin poner la virtud en ejercicio,
todos, todos, de Justo aseguraban
que ya empezaba a aborrecer el vicio.
Prudente, aunque no siempre, en sus acciones,
amaba la moral que profesaban,
como buenos y cómodos varones,
los Horacios, los Riojas y Leones.
   Iba por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;
y seguía las huellas
de esos nobles bribones,
que hablan mal y desprecian sus pasiones,
que mueren por fin víctimas de ellas.


VI

   Pero Justo ¿qué hacía
que prometió escribir a Dorotea,
y la carta aguardada no venía?
¿Qué hacía?- Ni si lo sé, ni él lo sabía.
Teniendo siempre de escribir la idea,
se iba el tiempo marchando y no volvía,
y de este modo Justo y Dorotea
mientras ella esperaba, él no escribía;
pues aunque en ansia de escribir ardía,
en su alma, entre española y mahometana,
«Pudo más la pereza que la gana,
y así pasaba un día, y otro día
diciendo siempre:- escribiré mañana.-


VII

   Y ¿qué hombre, menos él, no hubiera escrito
a aquel ser adorable y no adorado,
viendo en sus ojos el color sagrado
del vïoleta azul de lo infinito?...


VIII

   ¡Gracias a Dios! Con alegría suma
tomó un día la pluma...
y después de tomada...
decidido a hacer algo, no hizo nada.
Y oíd, tristes cual yo, de qué manera
se fue pasando una semana entera:
Lunes; me siento enfermo.
Martes; ¡es tan mal día!
Ya es miércoles. ¡Qué sol! La tarde es fría.
Jueves. ¿Escribo? Escribiré. Me duermo.
El escribir en viernes me da susto;
será mucho mejor, a fe, de Justo,
que mañana que es sábado la escriba,
y el domingo, que es fiesta, la reciba.
Y al fin de la semana,
cuando el domingo llega,
mientras él con la calma que tenía,
- mañana escribiré,- se repetía,
en el puerto de Vega,
ya presa de mortal melancolía,
ella decía:- ¡escribirá mañana!-


IX

   Ya un día entusiasmado
al papel y al tintero se abalanza,
mostrando en su semblante alborozado
la alegre animación de la esperanza;
y- ¡oh Dios, cuánto la adoro!-
decía enamorado...
Y ¿escribió? No señor. ¿por qué? Lo ignoro;
mas no falta quien crea,
que no escribió a la pobre Dorotea
la carta deseada
porque ¡oh maldad del corazón humano!
el día aquel se lo estorbó la mano
de una cierta coqueta retirada.


X

   Otra vez que, exaltado y medio loco,
quiso escribir (pero ¿escribió?; tampoco:)
como un niño pequeño
se echó enfadado y se durmió tranquilo;
que es el cansancio material un hilo
que tira de nosotros hacia el sueño;
y como a los veinte años que tenía,
el dormir bien no es una cosa rara,
ya a más de la mitad del otro día
dijo, brillando en su apacible cara
la risa del candor que en Dios confía:
- Por voluntad del cielo soberana
mañana podré estar o muerto, o vivo;
pero, lo que es mañana,
lo juro por mi honor, o muero, o escribo.-


XI

   ¡Siempre igual! Esperando la venida
del mañana maldito,
¡cuántas cartas, Dios mío, en esta vida
debiéndose escribir, no su han escrito!
¡Son tantas!... pero ¡tantas!...
las cartas ¡ay! que sin nacer murieron!
Y al mismo tiempo ¡cuántas
sin deber ser escritas, se escribieron!



ArribaAbajoCanto segundo


Mañana escribirá



I

   Mientras él en Madrid, que es donde vive,
piensa sólo en la carta que no escribe,
ella, encerrada en Vega,
sólo espera la carta que no llega.


II

   Tan eterna tardanza,
ya la inquieta de modo
que siente intermitencias de esperanza;
y cual la pobre gente
que es muy poco feliz y es inocente,
ya cree que el cielo se entromete en todo,
y que, probablemente,
en castigo tal vez de algún deseo,
la mano del Señor secretamente
le va a sacar las cartas del correo.
¿Y hacía muchos votos? ¡Ya lo creo!
En materia de afectos y deberes,
¿qué cosa habrá, por frívola que sea,
por la cual, imitando a Dorotea,
no hagan votos secretos las mujeres?
   Por eso, uniendo a la bondad que tiene
la natural superstición del que ama,
si canta un gallo en el jardín, exclama:
- Esa es señal de que mañana viene.-
   Para todas las luces y los ruidos,
sus ojos multiplica y sus oídos.
Oye un rumor y dice:- es el cartero;
y llega a ser éste héroe callejero
la más dulce tal vez de sus manías,
pues firme en el balcón como una roca,
abre, al verle llegar todos los días,
el corazón, los ojos y la boca.


III

   Tanto era lo que amaba,
que daba por muy justas y muy buenas
sus muchísimas penas
si la carta llegaba:
y darle prometió, si casaba,
a San Antonio un ramo de azucenas.
¡Ay! La pobre ignoraba
que en materias de amor y matrimonio,
por muy triste que sea,
puede más que los santos el demonio...
Por eso no veía Dorotea
lo mal que se portaba San Antonio.


IV

   Era tal la inocencia
que a su amorosa obcecación se unía,
que, haciendo penitencia,
de rodillas y en cruz, pasaba el día;
y acabando su historia
en la esperanza y la virtud cerrada,
más que en el mundo al fin pensó en la gloria;
siendo su fe tan pura y tan ardiente,
que se puso a pan y agua solamente
como una pensionista castigada.
Feliz con sus manías
y dispuesta a hacer frente a los reveses
de tantos desengaños,
como dio fin un mes de treinta días,
un año se pasó de doce meses,
y pasaría un siglo de cien años;
siendo ya tan completo
su triste estado de ascetismo inerte,
que, para ser de veras esqueleto,
ya no faltaba allí más que la muerte.


V

   Y como ella sabía
que se suele morir cuando amanece,
(suspirando una tarde, en que parece
que da un adiós al sol, padre del día),
en su cara preciosa
más bien que iluminada, luminosa,
mostrando la expresión de un grande espanto,
sacó del pecho, humedecido en llanto,
aquella llavecita sigilosa
que todas las mujeres guardan tanto;
llave de honor, bajo la cual había
dejado, a no dudarlo, bien cerradas,
las cien contestaciones que tenía
a la carta, no escrita, preparadas.


VI

   ¡Cuántas madamas Sevignés habría
si saliesen a luz los borradores
de las cartas de amores
que en el seno del alma se conciben,
y se escriben después, o no se escriben!
¡Yo creo que los muchos desengaños
que dan los hombres de malicia llenos,
matan todos los años
un millón de Eloísas por lo menos!


VII

   Pues, como antes decía,
entre risueña y grave,
así le habló a una amiga que tenía:
- Sí mañana me muero,
me esconderás aquí, junto a esta llave,
una carta que espero.-
Y ya cumplido este deber postrero,
el mas caro tal vez de sus deberes,
vuelve a guardar la llave
(que solo Dios lo que encerraba sabe)
en aquel pecho hermoso,
ese rincón de cielo misterioso
donde todo lo esconden las mujeres.
Y al ver que su esperanza era ilusoria,
y la carta esperada no venía,
- ¡cuánto siento- añadía,
- morir sin aprenderla de memoria!
Y acabada esta frase,
sintiendo ya acercarse su agonía,
la carta que pensaba que llegase
la estrujó entre sus manos todo el día.


VIII

   Mientras su alma enervando
se iba al calor de su divino fuego,
fue su cuerpo acabando
primero el hambre y la tristeza luego;
y de tal penitencia aniquilada,
como ni ver ni articular podía,
su voz en el silencio se perdía,
al perderse en la sombra su mirada.
Presa ya de una angustia intermitente,
de una manera lúgubre tosía,
y como lentamente
se iba haciendo su tez más transparente,
su espíritu divino parecía
que alumbraba su cuerpo interiormente.


IX

   Hasta que al fin un día, un triste día,
la cabeza inclinando,
que una gorra de encajes envolvía
sujeta por debajo de la barba,
se oye un tartamudeo de agonía:
con los dedos las sábanas escarba;
distribuye unos éxtasis mirando;
se cubre de una sombra su semblante;
y en su lucha tenaz de agonizante
vuelve a caer y a alzarse, y titubea;
la muerte se va y viene y serpentea;
y hundiéndose de pronto su martirio
en la inmersión de un celestial delirio,
en el último instante de su vida
ve en un fondo de luz desconocida
lo que al morir, como al vivir, desea,
y es una carta, en su ilusión fingida,
en cuyo sobre dice: «A Dorotea».


X

   ¡Ay! Cuando a Justo le anunció el correo
el triste fin de la que fue su encanto,
sentía como Dante aquel deseo
de suspirar y de morir de llanto.
- ¿Ha muerto?- el pobre Justo preguntaba
en el tono más alto del lirismo,
- ¡qué desgracia!- exclamaba,
- ¡yo que la iba a escribir mañana mismo!-


XI

   Nunca escribió la carta deseada,
pero, en cuanto a escribirla, ya lo he dicho,
ni ha sido más predicho,
ni Cristo fue tal vez más deseado.
Por eso estaba loco, o casi loco,
mas ¿qué culpa tenía el inocente
si siempre, como a mí, le faltó un poco
para ser diligente?
   El caso es, que lloraba sin consuelo,
porque era bueno, bueno, y, lo repito,
aunque nunca escribió, ni hubiera escrito,
¡oh, fiel imagen de las cartas mías!
tan cierto es como Dios está en el cielo,
que, amándola infinito,
él pensaba escribir todos los días.


XII

   Y era su pena tanta,
que ahogaban los sollozos su garganta.
Mira al cielo con aire reverente;
después se echa a llorar amargamente;
e implorando el auxilio de este modo
del Ser que en todas partes lo ve todo,
pidiéndole perdón por sus agravios,
en oración mental mueve los labios;
y hasta en medio de un bíblico arrebato,
casi escribir promete el insensato
aquella carta que quedó en idea,
cuando mira entre luz a Dorotea,
que desde el cielo le decía:- ¡ingrato!-

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoEl quinto no matar


Poema en un canto

Carta escrita a la niña Pepita Sandoval y Krus, con motivo de la muerte de mi ahijada Guillermina.





I

   Conque ¿imperiosamente
me mandas en tu carta peregrina
que te diga a ti cosas y te cuente
la historia de mi ahijada Guillermina?
   En cuanto a ti, a quien amo tiernamente,
te diré, ¡qué se yo! que eres divina;
y con respecto al ángel de pureza
de unos ojos tan grandes y tan bellos
que se veía en ellos
cuanto más grandes eran, más tristeza,
te contaré que es tan fatal mi suerte,
que soy como aquel bardo de la historia
que, mientras tuvo voz, arpa y memoria,
cantó a una niña ausente por la muerte.


II

   Con un mirar muy dulce y concentrado,
la pobre ahijada mía,
como el tuyo, tenía
un aire serio, encantador y honrado.
Tú sola eres tan bella;
tú eres como ella el sol más hechicero;
y tú también, como ella,
eres un ser que con el alma quiero.
   Sus pestañas llevaban
el pudor y la sombra cobijados,
y, con serena majestad, sombreaban
sus ojos, por modestia algo asustados;
y como, en torno de ellos, se sentía
la seducción que viene desde adentro,
donde quiera que estaba, ella era el centro
de un grande remolino de alegría.
   Mórbida y gruesa con igual encanto,
era airosa aún cubierta con un manto;
y de salud y de bondad modelo
se parecía al serafín de un cielo;
pues, cual si un ángel de Murillo fuera,
a la luz de un candor inextinguible,
aquella niña buena y hechicera
parece que podría, si quisiera,
ser impalpable, es más, ser invisible.


III

   Un dí aquella niña candorosa,
avezada a las tiernas efusiones,
con cierta ortografía caprichosa
me escribió estos renglones,
(Que los copió, dictándoselos ella,
otra Licurga grande y menos bella),
cuyas letras cual notas musicales,
en fantásticas formas dibujadas,
recordaban, en grupos desiguales,
los dedos misteriosos de las hadas:
- «Padrino, ven o moriré de espanto:
de veras te lo digo.
Como en un mes he padecido tanto,
tengo un hambre voraz de hablar contigo.
   ¡Cuánto recuerdo, de ternura llena,
que mi madre, formando mis delicias,
me solía probar que yo era buena
con razones de abrazos y caricias!
   ¡Qué diferencia de hoy, padrino mío!
¿Recuerdas que, al traerme a este convento,
porque hacía en el coche mucho frío,
los pies me calentabas con tu aliento?
   Ven pronto a que te cuente
la causa que mis males ocasiona;
y después, francamente,
me dirá si una tórtola es persona.
   ¡Lo que está aquí pasando es hasta impío.
Me tratan de manera
como si yo, a mi edad, ya no supiera
que el quinto es no matar, padrino mío!»


IV

   ¿El quinto es no matar? ¡Virgen María!
En mi interior decía.
¿Si aquel coro adorable
de angelitos de Dios, allí metido,
habrá por inocencia cometido
alguna atrocidad inconfesable
   Pero luego pensé, Pepita amable,
que el ser mala, a tu edad, es ser divina;
y abrigué la esperanza inapreciable
de que la gran culpable
lo fuese mi adorada Guillermina,
porque, lo mismo a mí que a todo viejo,
en materias de gracia femenina
me hace feliz el género diablejo.
   Y al convento marché sin mucha pena,
pues fuí compadeciendo
a la niñez que, de inocencia llena,
va de un grano de arena
una montaña haciendo;
hasta que, al tiempo andando,
por un gentil error de óptica extraña,
su tamaño achicando
llega por fin, bajando,
a ser grano de arena la montaña.


V

   Llegué y reinaba en el asilo santo
un silencio profundo,
hijo sin duda del terrible espanto
que he de contar, aunque se asombre el mundo.
   Es el caso que, un día
las pensionistas con horror supieron
que, cuanto ellas pensaban, se sabía;
y, además, advirtieron
que cuando alguna averiguar quería
quién era la habladora,
que a las niñas vendía,
- todo, todo- la anciana directora,
- me lo cuenta a mí un pájaro- decía.
E irritadas, al pájaro buscando
con febril movimiento,
las niñas conspirando
un plácido rumor iban formando
de hojas de flor movidas por el viento;
hasta que, al fin, llegando
el terrible momento,
una niña valiente
- ¡esa es!- gritó con varonil acento,
señalando a una tórtola inocente
que amaba con pasión la directora;
y luego otra oradora
todavía más fiera y elocuente,
aseguró que, decididamente,
la tórtola era mala y habladora.
Y juzgándolo autora de sus males,
a morir a la tórtola condena
aquella reunión de criminales
que imitaba, afilando sus puñales,
el ronco despertar de una colmena;
y siguiendo a la vaga teoría
la insurrección armada,
al ave calumniada
que en el convento había,
(y que por viuda y tórtola tenía
la desdicha de ser dos veces triste),
aquella desalmada compañía,
con la gracia a que nada se resiste,
no la volvió ya a echar, desde aquel día,
migas de pan revueltas con alpiste.


VI

   Poco después el pájaro inocente
murió; mas claramente
adivinar se deja
que, por otras cuidada, dulcemente
la tórtola feliz murió de vieja.
   Mas ¡oh qué crueldad, Pepita mía!
en términos fatídicos y oscuros,
la anciana directora, que creía
que es digna de castigo la alegría,
a aquellos seres puros
los acusó de corazones duros;
pues creen algunas, de ternura ajenas,
que a las muchachas, ángeles sin alas,
aunque les cause penas,
para que sean buenas
es forzoso decirles que son malas;
y por eso, con aire pensativo,
ya no alegraron el retiro santo
con el candor nativo
de aquellas risotadas sin motivo
que de las niñas son la voz y el canto;
y era tal el espanto
que de noche sentían,
por si en la sombra aparecer veían
el espectro del pájaro ofendido,
que, despiertas, de miedo que tenían,
se hacían compañía haciendo ruido.


VII

   Mas tú preguntarás: y, ya pasadas
esas tristes jornadas
que de un hombre honrarían el denuedo,
¿qué hacían las terribles conjuradas?
Como siempre, espantadas,
rezar juntas, llorar y tener miedo:
y más cuando la niña tan valiente
acobardada ahora,
se atrevió a preguntar tímidamente:
- ¿Las tórtolas, señora,
tienen lo mismo que nosotras, alma?
y, admirando el candor, la directora
- ¡Vaya si tienen!- respondió con calma.
Y al oír tal sentencia,
lo mismo que unas pobres golondrinas
temblarían de un buitre en la presencia,
aquella sociedad de Catilinas
sintió remordimientos de conciencia.


VIII

   Y hasta aquella preciosa criatura
que, objeto de mis ansias más constantes,
llegué a abrazar, poco antes
de empezar su postrera calentura,
al hallarme a su lado, tiernamente
suspiró, más que dijo, lo siguiente:
- Soy muy mala, es verdad, mas no me riñas-
y continuó mirándome de frente,
con unos ojos grandes, todo niñas:
- Porque apurada ya nuestra paciencia
dejamos morir de hambre
a una tórtola bruja y habladora,
la madre directora
a todos asegura
que somos un enjambre
de niñas sin conciencia,
sin más Dios que el placer y la hermosura.
- Cuenta, cuenta, hija mía,
lo que de ti la tórtola decía,-
dije a la pecadora
que confesaba, trémula y sumisa,
la muerte de la tórtola habladora
con una turbación que daba risa;
y poniendo en su voz el tono amante
que hace divina la palabra humana,
sigue así, mientras brilla su semblante
con toda la hermosura del mañana:
y ¡oh, qué grato es oír cómo nos cuenta
sus muchos desengaños
una boca de miel de pocos años
a unos torpes oídos de cincuenta!
- Cuando yo me dormía,
la niña proseguía,
- la tórtola, mirándome a la frente,
todo cuanto soñaba me veía,
por más que, con cuidado
al dormirme, acostándome de lado,
con el brazo hasta el pelo me cubría.
   Por aquella habladora,
cuya muerte hoy a todas nos aqueja,
supo la directora
que por ser, cual mi madre, una señora,
tengo yo mucha prisa de ser vieja:
y no falta quien jura
que le dijo que yo, por no ser buena,
la lectura amo más que la costura,
y que cualquiera música que suena
me gusta mucho más que la lectura;
que soy tan vanidosa,
que, si cojo una luz, de amor avara,
me la acerco a la cara
para que vean bien que soy hermosa:
que tengo sentimientos inhumanos,
porque a veces, muy pocas, se me olvida
besar el pan que, estando distraída,
se me suele caer de las manos:
que el semblante risueño
acostumbro a poner por cualquier cosa,
y los dientes enseño
porque, estando resuelta a ser graciosa,
nunca sé desistir de tal empeño:
que el ser pobre me pesa:
y que tal fe la vanidad me inspira,
que sueño que soy reina, y es mentira,
porque suelo soñar que soy princesa:
y en fin, que soy tan loca,
que sólo pienso en cosas imposibles...-
y diciendo otras gracias indecibles
con un beso después cerré su boca.
   Y mientras yo estrechaba,
sus manos con las mías,
y ella en seguir contando se empeñaba
su serie de preciosas niñerías,
ya a perturbar su clara inteligencia
la fiebre comenzaba,
y exaltada la niña, en su inocencia,
a intervalos, serena, prorrumpía:
- Si escuchase estas cosas, ¿qué diría
mi padre, que es tan bueno, y me enseñaba
la piedad, el perdón y la paciencia?-


IX

   Como a la estancia aquella
un extenso jardín la circundaba,
junto a la niña enferma se aspiraba
un perfume de flor que se ignoraba
si procedía del jardín o de ella.
   Crecía con el mal la calentura:
y, ya oraba la pobre criatura,
ya uniendo las ideas con trabajo
me acariciaba hablándome muy bajo;
y cuando, ya inconexos, terminaban
los rezos que sus labios dedicaban
a su padre, su madre y sus hermanos,
poniéndolos en cruz, se acariciaba
cual dos palomas sus redondas manos.
   Y en el postrer momento
fue la tórtola viuda
su gran remordimiento,
pues eran tal su horror y sentimiento,
que el alma de aquel pájaro sin duda
inquietaba al morir su pensamiento.
¡Así, niña querida,
a aquella criatura,
cuya memoria pura
tendrá fin con mi vida,
después de tan horrible calentura,
llegó la muerte y la llevó dormida,
mientras yo, inconsolable,
cuando su almita desplegaba el vuelo,
por la parte del cielo
oía cierta música inefable!...


X

   De este modo llegó, como jugando,
el más largo y más hondo de mis duelos.
¡Conforme sopla el viento, va arrastrando
sueños del hombre y nubes de los cielos!
Y ¿nunca más, alma del alma mía,
he de volver a verte?
¡Cuánta razón tenía
la antigua poesía
que puso al lado del placer la muerte!
¡Adiós, días serenos,
que, hundiéndoos de la noche en el abismo,
dejáis mis ojos de tinieblas llenos!
¡Murió! ¡Cómo ha de ser! ¡Siempre lo mismo!
¡Una tristeza más, y un sueño menos!


XI

   ¡Llora por mí, Pepita encantadora:
y hoy que el pesar mi corazón traspasa,
ven, por piedad, a reemplazar ahora
a aquella ave cantora
que ahuyentaba el dolor de nuestra casa!
   Tu mano compasiva
cierre mi herida para siempre abierta,
porque es muy justo que la niña viva
me alivie de la pena de la muerta.
Y evitando el atroz remordimiento
de no ser fiel al quinto mandamiento,
te ruego, por lo mucho que me quieres,
hada, como ella, buena y hechicera,
que, mientras seas niña, como hoy eres,
no ofendas a una tórtola siquiera:
y teniendo presente la experiencia
de aquella criatura
de quien fue el torcedor de su conciencia
un pájaro, que es sólo en la escritura
emblema del candor y la inocencia,
cuando llegues a ser en adelante
más amada que amante,
como una mujer bella es tan terrible,
¡honor de Portugal, gloria de España!
al poner esos ojos en campaña
no mates a ninguno, si es posible.


XII

   ¡Santo Dios! ¡Quién creería
que, antes que yo, a la tumba bajaría
la que, templando de mi edad las penas,
junto a la mar un día y otro día,
rebosando alegría,
después de coger conchas y azucenas
mecida en mis rodillas se dormía!
¡Adelante, ansias mías, adelante!
Muramos con la niña idolatrada.
Mas ¡ay! si para el pobre caminante
es larga todavía la jornada,
¿no habrá un recuerdo amante
de mi vida pasada
que a aligerar constante
venga el dolor de mi alma destrozada?...
¡Gracias, gracias, espíritu radiante
de mi madre adorada,
porque al verme llorar, desconsolada,
has venido a abrazarme en este instante!

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoLa calumnia


Poema en dos cantos

Dedicado a mi querido amigo y paisano, el Sr. D. Cayetano Sánchez y Bustillo.






ArribaAbajoCanto primero


Dicen que dicen...



I

   Es Marcela una esposa honrada y bella;
pero Jorge, su esposo,
o por falta de juicio, o por celoso,
ve con despecho gravitar sobre ella
el peso de un enigma misterioso.
   Aunque Marcela ignora,
como alma casi exenta de pecado,
qué causa le ha robado
el corazón del hombre a quien adora,
esa innoble y común maledicencia
que añade a lo entrevisto lo inventado,
con reticencias viles
va trazando, trazando, de ella en torno
los siniestros perfiles
de unas vagas sospechas sin contorno;
y siendo una beldad tan candorosa,
y de pureza tanta,
que apostar se podría cualquier cosa
a que, más que mujer, es una santa,
ya siente una tristeza sin objeto,
pues sabe que en la vida
se hace verdad mentira repetida;
y, aunque lleva en sí misma su respeto,
para arrancar del corazón humano
la dicha y el reposo,
basta el aire sutil de un dicho vano,
como basta un gusano
para perder el fruto más hermoso.


II

   Lo cierto es que Marcela, que era buena,
llegó a saber con pena
que su nombre llevaba
el sello de un destino misterioso,
y a creer comenzaba
que una fuerza invisible la arrastraba
envuelta en un torrente cenagoso,
pues una vez que con su airoso talle
de algunos hombres la atención se atrajo,
dijo uno de ellos, al volver la calle:
- Tiene esa joven...- y se hablaron bajo.


III

   Y en sitios y ocasiones diferentes,
escuchando a esas gentes
que de todo maldicen,
con terror este diálogo oyó un día:
- Dicen que dicen...- una voz decía;
- Pero ¿qué dicen?- ¿Qué? Dicen que dicen...-
Así era su virtud inmaculada
poco a poco empañada,
con ese vago modo
con que acostumbra a suponerlo todo
el que no sabe nada;
pues es cosa probada
que la calumnia astuta,
crece también entre la gente honrada
como en un bosque virgen la cicuta.


IV

   Mas ¿por qué Jorge, que a sentir comienza
un malestar no exento de vergüenza,
sabiendo que Marcela es inocente
y siendo él además tan buen marido,
de noble y de galán se ha convertido
en un hombre vulgar e inconveniente?
¿Por qué? Porque en calumnia convertida
cualquier maligna chanza,
la más serena vida
llega a ser un infierno sin salida,
sin amparo, sin luz, sin esperanza.
   Y como de ella al corazón herido
cada vez más la duda la exaspera,
ya mira a su marido
con un poco de lástima altanera;
y el desdichado esposo,
con rostro enjuto y aire desdeñoso,
teniendo al qué dirán un miedo horrible
duda, observa, medita, y meditando
si alguna acción perjura
es posible en Marcela, o no es posible,
consigo mismo a intervalos hablando
a media voz monólogos murmura,
que esta es la presunción inevitable
de una lógica impura:
mujer posible, es tentación probable;
mujer probable, es tentación segura.


V

   Pero ¿qué causa había
para dudar de honor tan acendrado?
No sé por qué sería:
mas debo confesar, como hombre honrado,
que todo el mundo en el lugar sabía
que Marcela tenía
un precioso lunar en un costado:
lunar que, oculto, era una hermosa gloria,
pero que, ya sabido y comentado,
fue el principio terrible de una historia;
historia que fue en cuento convertida,
y hecho el cuento después noticia grave,
siempre a Marcela unida
la siguió todo el resto de su vida,
¿adrede o sin querer? Nadie lo sabe.
    Sólo es cosa sabida
que, en el flujo y reflujo de la vida,
para cualquier galán, aún siendo hidalgo,
saber que hay un lunar, ya es saber algo;
y al contarlo, del modo más sencillo,
la noticia primero corre y corre...
y después sube y sube...
y así sobre el lunar se alza un castillo,
y sobre éste después se alza una torre...
la torre se circunda de una nube,
y, deshecha en torrentes,
la nube arrastra un nombre por el lodo,
nombre que infaman las odiosas gentes,
que, siempre maldicientes,
encuentran algo que decir de todo.
   Por eso Jorge, con el alma herida,
siente un tósigo arder en sus arterias;
pues, mas que en desengaños, en la vida
consisten en las dudas las miserias;
y siempre receloso,
el desdichado esposo
tornando a su dolor no halla la calma,
pues vuelve al fin, cuando se esta celoso,
como a la playa el mar, la pena al alma.


VI

   Teniendo ya Marcela, casi loca,
una arruga imborrable entre las cejas,
y pálida, además, aquella boca
que engañaba en el campo a las abejas,
en una idea fijo
su, hasta entonces, espíritu perplejo,
- Entre la muerte y la deshonra- dijo,
- ¡morir!- y del gran trágico al consejo,
más de virtud que de arrogancia llena,
a la muerte después marchó serena;
porque ninguno sabe
la abnegación magnánima que cabe
en un alma sencilla, honrada y buena.


VII

   A Marcela, el esposo enamorado
sin quererla matar como un malvado,
la deja que se muera poco a poco.
Pero, Jorge ¿es un loco?
Es que la ama tan mal el desdichado,
que, hablándola una noche de ese modo
con que habla siempre el que no sabe nada,
le dijo de improviso:- ¡Lo sé todo!-
pero ella, hasta los ojos colorada,
le replicó con sencillez honrada:
- ¡Mientes! ¡mientes! y ¡mentes!...-
y al decirlo en tres tonos diferentes,
se elevó a la expresión de una inspirada.


VIII

   Llora un día Marcela... y de repente,
con ceño entre las cejas permanente,
coge un vaso con mano temblorosa,
aparta cierta nube tenebrosa
pasándose otra mano por la frente,
y, después de beber no sé qué cosa,
con un aire sublime de paciencia,
mirando a su marido,
que matarse la ve con indolencia
como un juez por el opio adormecido,
- ¡Adiós!- le dice,- ¡Adiós! Como no puedo
dejar de amar lo que olvidar quisiera,
en prueba del perdón que te concedo
dame un beso en la frente cuando muera!-
Y, hablando de esta suerte,
por el mortal licor desvanecida,
sintiendo la agonía de la muerte
después de los tormentos de la vida,
ya fría y con los labios azulados
fue adquiriendo por uno de sus lados
su boca esa angustiosa curvatura
que toma en los enfermos desahuciados.
Y sin alzar más queja,
y en secreto llorando,
su voz se fue apagando
cual la voz de un viajero que se aleja:
los grandes ojos, que abre enajenada,
algo invisible en contemplar se aferran:
su sien deja caer sobre la almohada,
y sus manos que se abren y se cierran,
crispándose por fin, cogen la nada.


IX

   Marcela, virtuosa y sin consuelo,
murió así; pero Dios está en el cielo:
y Jorge, tan celoso como amante,
no templando la muerte sus enojos,
el cabello apartó de aquel semblante:
no la dio el beso, la cerró los ojos;
y mientras en tal día,
con mezcla de pesar y de alegría,
de su deshonra, que juzgaba cierta,
el término veía,
¡una lágrima fría
corrió por el semblante de la muerta!


X

    Por vergüenza, y por orden del esposo,
en la fosa común después fue echada.
¡De este modo el celoso,
perder hizo en la sombra ilimitada,
el cuerpo más hermoso
de la mujer más buena que, muriendo,
olvidó sus agravios,
y noble, a su verdugo bendiciendo,
como las santas espiró, teniendo
el perdón en el alma y en los labios!



ArribaAbajoCanto segundo


Era mentira



I

   No hay en la vida modo
de guardar un secreto;
que el tiempo, ese grandísimo indiscreto,
acaba al fin por revelarlo todo;
y por eso hoy, sin discreción, revela
que, cuando era Marcela
la pequeña mimada de la casa
su cuerpo entero hizo pintar su abuela
cubierto con el velo de una gasa;
pero Jorge el esposo
nada de esto sabía,
hasta que el triste, de la abuela un día
recibió aquel retrato misterioso
envuelto en un papel que así decía:
- Por si esto te consuela-
la abuela le escribía,
- te remito el retrato de Marcela
de cuando era muy niña todavía.-
Mira Jorge el retrato, y ve un querube
que a través de una tela trasparente
se destaca gentil y sonriente
como el amor que sale de una nube;
y a Marcela contempla que, hechicera,
un pintor de la escuela sevillana
la retrató con luz de la mañana,
lo mismo exactamente que si fuera
la aurora que tomase forma humana:
y entre la luz sombría
de burbujas de gasa como espuma
que a la niña cubría,
en un lado un lunar se traslucía
en lo interior de una sagrada bruma;
bello lunar, fatal para Marcela,
pues fue a propios y extraños,
urbi et orbi, enseñado por su abuela,
candorosa mujer de sesenta años.


II

   Cuando Jorge, aterrado,
vio esta ventana abierta de repente
que arrojaba una luz tan refulgente
sobre el cuerpo de un ser idolatrado,
ante el lunar fatídico, suspira,
pensando en su injusticia del pasado;
y los ojos con saña,
como buscando un arma, en torno gira;
pues claro ya por el retrato mira
que es más vil la calumnia que con maña
ingerta en la verdad una mentira,
y ve cómo la ruin maledicencia,
dibujando en lo noble lo execrable,
de Marcela adorable
tendió sobre la cándida inocencia
esa niebla sutil de lo probable,
niebla que, ora subiendo, ora bajando,
se espesa poco a poco, y, desplegando
el imperio terrible de la sombra,
por su interior impuros circulando,
de la humilde virtud hacen alfombra
para verter sobre ella su veneno
los monstruos de las sombras y del cieno!


III

   ¡Sí! ¡Sí! Cuando contempla de Marcela
aquel bello lunar en el costado,
maldice, enamorado,
el funesto capricho de su abuela:
pues ve ya claro que en la humana vida
ya la calumnia a la virtud asida
como al olmo la hiedra,
que crece luego al viento, y desprendida,
con savia, en los alientos recogida,
se alimenta, se agranda, crece, medra,
y el aire en hondas repetidas hiende,
como el agua en que cae alguna piedra
en círculos concéntricos se extiende!


IV

   Y esta vez, por lo menos, razonable
reconoce sus dudas recordando,
que un celoso es un ser insoportable;
y de pronto, soltando
de su dolor el dique,
con inmensa ternura contemplando
aquella atroz calumnia echada a pique,
besa con arrebato
de Marcela el retrato,
con la fe de un alma visionaria
mira al cielo un gran rato,
como el que hace a una santa una plegaria;
y piadoso una vez y otra irascible,
pide perdón con humildad terrible
a la esposa inocente,
aquella a quien rodeó constantemente
la vaga hostilidad de algo invisible;
a aquella esposa, de honradez modelo,
que, si él tal vez la asesinó celoso,
seguro está que a cuantos van al cielo
pregunta con afán si es muy dichoso.


V

   Al volver Jorge en sí, no ve siquiera
que había encanecido en una hora,
y mira en derredor como una fiera
y al verse solo, se maldice y llora;
se retuerce las manos, y con ellas
se cubre una y mil veces el semblante.
¡Oh tú, Marcela amante,
que con divinos pies los astros huellas,
bien vengada estarás, si en este instante
desde lo alto le ves de las estrellas!


VI

   Y va de rabia y de amargura lleno,
volviendo a ser tenaz, conciso y frío,
miró a la sociedad, y no fue bueno;
pensó en la Providencia, y se hizo impío;
pues desde el día aquel, siempre que advierte
que algún impuro aliento
suelta una chanza al viento
que ni encanta, ni ilustra, ni divierte,
y que la chanza en dicho se convierte,
se trasforma después el dicho en cuento,
éste en calumnia y la calumnia en muerte,
mirando al cielo, exclama inconsolable:
- ¡Señor! ¿En dónde está tu Providencia?-
¡Es, por Dios, una cosa abominable
lo que el cielo consiente en la apariencia!


VII

   El desdichado esposo
pide el olvido al sueño, pero en vano;
y como el buen celoso
coge cizaña, aunque se siembre grano,
cruzando el cementerio eternamente
tras el cuerpo inocente
de una mujer tan buena,
inquiere, busca... pero inútilmente
de tumba en tumba va como alma en pena,
porque aquella calumnia tenebrosa
de ella pesó también sobre la losa;
pues Marcela, ya muerta y deshonrada,
en la fosa común siendo lanzada
como una mala esposa,
fue por siempre perdida,
tan infeliz en muerte como en vida.
¿Hubo en la tierra un ser más desdichado?
¡Después que fue su nombre calumniado,
siguiéndola hasta el fin su mala suerte,
su cuerpo fue perdido y nunca hallado!...
¡El rayo a la calumnia comparado,
es comparar al sueño con la muerte!

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoDon Juan


Poema en dos cantos

Al más constante de mis amigos, D. Ecequiel Ordóñez.






ArribaAbajoCanto primero


Las mujeres en la tierra



I

   Cuando el Don Juan de Byron se hizo viejo,
pasó una vida de aprensiones llena
mirándose la lengua en un espejo,
prisionero del reuma en Cartagena.
   Este gran desertor de las orgías
conoce, al fin de sus postreros días,
que, conforme envejece,
sin ser más respetable, es más risible,
porque es lo más alegre, en lo terrible,
ver un antiguo Adonis que encanece;
y, aunque viejo, es un viejo tan amable,
que, hablando sin rebozo,
aun después que acabó de ser buen mozo,
todavía es un tonto razonable;
y si tomando del placer consejo,
la juventud de su vejez prorroga,
y cree como de joven, siendo viejo,
que tiene la virtud algo que ahoga,
este hombre, libertino a sangre fría,
que jamás se mató por sus pasiones,
soporta con más pena cada día
el miedo que le dan las sensaciones:
y, ansiando bienes y esquivando males,
se parapeta solo en su egoísmo
y se hace el más feliz de los mortales,
perdiendo por lo mismo
de condenarse por amor las ganas,
pues, después que se extinguen las pasiones,
yo he visto sorprendentes conversiones
a la verdad y a la virtud cristianas.


II

   Como era el caballero
franco por genio y por carácter doble,
aunque era, en mi opinión, un bandolero,
solía ser un bandolero noble:
y, como hombre colmado
de cien felicidades por lo menos,
siendo, cual buen galán afortunado,
falaz despreciador que dice amores,
por quedar como bueno entre los buenos,
se quiso despedir con cuatro flores
de algunas, cuyos nombres no ha olvidado;
e hilvanando recuerdos mal cosidos,
con poca fe y escaso sentimiento,
(porque aquel gran rival de los maridos
cultivó demasiado sus sentidos
para ser muy sensible al pensamiento),
un borrador trazó con mil ternuras,
y escribió cinco cartas
a otras cinco hermosuras,
todas bellas, ardientes y maduras,
nunca de amor aunque de amantes hartas:
- «Deja (aquí el nombre) que en mi triste estancia
recordándote llore;
que te vea a mil leguas de distancia;
que me postre a tus pies y que te adore.
   El recuerdo feliz de tu inocencia
ennoblece el martirio
del que está repartiendo su existencia
entre la tos, la fiebre y el delirio.
   Además de lo mucho que te quiero
(aquí el nombre) ¡oh, querida!
déjame que te diga, cuando muero,
que era tu amor el centro de mi vida.
   No me mata el dolor que me ha postrado;
quien me mata es tu ausencia:
pues, sin tu amor, de mí se ha apoderado
un horror increíble a la existencia.
   ¡Es la pena mayor que estoy sintiendo
el dolor de no verte!
¡Te juro que por esto voy teniendo
más miedo a la locura que a la muerte!
   ¡Fuente de amor! ¡Tú fuiste en mis dolores
el único consuelo!
¡Sí! ¡Tú echarás sobre mi tumba flores!
¡Tengo en ti tanta fe como en el cielo!
   ¡El ser que más te ha amado y que más te ama,
te dice, adiós, querida!
¡No puedo más! ¡Adiós! ¡Caigo en la cama,
que he de dejar tan solo con la vida!»


III

   Y escribe cinco copias, y galante
remite la primera
a Catalina Arioso, que, radiante,
lleva en sus ojos de su patria el cielo,
y tiene una mirada más brillante
que el lustroso azabache de su pelo.
   Por ingenio pagana,
sigue amando los ídolos caídos,
y aunque es, como italiana,
católica apostólica romana,
es su culto el amor de los sentidos,
mas, de pureza y santidad modelo,
como es al acostarse un poco atea,
envuelve a la Madona con un velo
por devoción y porque no la vea.
   Esta hermosa italiana
que en Venecia algún día
a espaldas de otro necio y su marido
con mucha gracia con don Juan vivía,
suele tener desde su amor primero
un sistema nervioso tan somero,
que el sol de Italia con furor reseca,
y que ¡ay! aunque es para el placer de acero
como un cristal lo rompe la jaqueca.
   Por eso, aunque anhelante,
no dirige suspiros a la luna,
es capaz, en un caso interesante,
de abandonar su casa y su fortuna
por seguir a los montes a un amante.


IV

   Y decidido a despachar de prisa,
con la perfidia en sus amores propia,
mandó don Juan, después de cierta risa,
a Fanny Moore la segunda copia.
   Fanny, una inglesa de afecciones tiernas,
que no quiso marido
después que por don Juan hubo sabido
que las lunas de miel no son eternas;
que es para amar más dura que los bronces,
pues, aunque fue sensible,
menos cuando se quema, como entonces,
se juzga una mujer incombustible;
que sólo enamorada
de una cosa sin nombre,
después que por un hombre fu e engañada
ya, más que amar a un hombre, amaba al hombre.
   Fanny Moore, ya tarde arrepentida,
después de conocer muchos ingratos,
sacó por consecuencia que en la vida
valen más que el amor unos zapatos.
   Mujer a los quince años Byroniana,
y a los treinta rabiosa luterana,
se fue haciendo devota
al ver su juventud algo remota.
   Con cierto aire de cisne fatigado
un ropón, muy estrecho y mal cortado,
suele colgar de sí cuando se viste,
y, después que don Juan la hubo olvidado,
como único recurso se hizo triste.
   Alta, seca, angulosa de estructura,
glacial y de linfática blancura,
con tono doctoral y algo altanera,
aspirando a ser cuákera en lo austera,
una infanta de España parecía,
pues, sin ser una reina, se aburría
con el mismo interés que si lo fuera.
   Mas la grave doctora
si se hubiese casado, hubiera sido
casta, firme y leal a su marido,
inmutable en su hogar y, pensadora;
pues, recatada ahora,
siempre mira a las Venus de soslayo
en gracia a su pudor intransigente,
y, con ver un Cupido solamente,
se pone azul, se irrita hasta el desmayo,
y entre otras muchas cosas
después que Miss a envejecer empieza,
la virtud se le sube a la cabeza
y siente congestiones religiosas.


V

   El ingenio después don Juan aguza
para escribir con letra más galana
a Julia Calderón, que era andaluza,
y allá va lo más grave, sevillana;
que, de sus quince en los primeros meses,
ya amó para al fin del año,
y, lo que es más extraño,
que encantó a los catorce a dos ingleses.
   Julia, mujer amable
de corazón ardiente,
que al amor y a la iglesia juntamente
se consagra con celo infatigable,
sintiendo en la expansión de algún sentido
no sé que de resuelto y atrevido,
despreciando el amor de cierto conde
por irse con don Juan, yo no sé dónde,
dejó de ser mujer de su marido.
   A esta alma tan sensible,
caprichosa y amante,
a veces le acomete un imposible,
que es el dejar de ser interesante.
   Sin ser mala, tenía distracciones,
y como todos, todos, la encontraban
muy leal a sus nuevas afecciones,
todos, todos, después la perdonaban
la insigne buena fe de sus traiciones.
   Con flores de naranjo en la cabeza,
la produce el azahar vértigos tales,
que, enemiga de amores ideales,
habla en ella esa gran naturaleza
que impele a hacer mil cosas naturales.


VI

   A Margarita Goethe escribió luego;
una alemana hermosa
muy sabia y muy curiosa,
repleta de latín, llena de griego:
un serafín de Rubens colorado,
de ojos azules, que el candor agranda,
que muestra en su conjunto redondeado,
con un aire indolente y ocupado,
bajo un rostro que duerme, un cuerpo que anda.
   Es, en lo humano, esta mujer divina
con espalda de cisne, blanca y gruesa,
una hermosa princesa palatina
que hace sudar al verla tan obesa;
y haciendo vulgarmente esta princesa
ciertas exploraciones
en un viaje ideal de sensaciones,
a Don Juan vio una vez desde un convento,
y, como era su guía el sentimiento,
llegó a lo real por medio de ilusiones.
   Hija octava, pero hija interesante,
de una flamenca agricultora y bella,
que echó tierra en la boca de un amante
para criar un tulipán en ella,
mas de amor tan sincero y tan profundo
que, a pesar de caprichos tan extraños,
llegó a tener diez hijos en ocho años
con la mayor serenidad del mundo.


VII

   Rïendo con los labios solamente
don Juan, la quinta copia, impertinente,
manda a Luisa Chenier, mujer amante
que pone seductora
en relación lo bello y lo elegante,
que, aunque algo chafada por delante,
es, vista de perfil, encantadora.
   Aunque Luisa encanece,
es por eso tal vez menos coqueta,
pues, cual vieja veleta,
se fija más conforme se enmohece.
Ninguna otra mujer como ella sabe
modular el acento,
para que suene en el mejor momento
entre voz de mujer y canto de ave.
Sólo ella acierta de agradar los modos,
pues con gracia, y graciosa para todos,
va causando un motín por donde pasa.
Baila con arte, y charla por los codos.
Vivaracha y afable,
y ubicua y perspicaz, hace en su casa
los honores con gracia inimitable.
   Pérfida y melindrosa,
a disgustos matando a su marido,
ama viuda al esposo que ha perdido;
y, deliciosamente,
hasta por ser donosa,
se la echa de inocente
lo mismo que una Lady vaporosa.
   Para todo ligera,
no siempre hace pensar, mas siempre encanta,
y aunque algo aprisa y de cualquier manera,
caza, pinta, enamora, ríe y canta;
y artista de placer, de ingenio llena,
con astucia discurre
que, mayor que el infierno en que se pena,
debe ser el infierno en que se aburre.


VIII

   Y después que don Juan remitió artero
las cinco copias a las cinco bellas,
exclamó placentero:
- Ya he cumplido con ellas.-
Y a su oficio volvió de caballero,
que era hace tiempo el de vaciar botellas.
   A impulso del Montilla que le inflama,
cayó cual un cadáver en el hoyo,
y al fin del mes se despertó en la cama
como un Baco en el medio del arroyo;
y con ojos que apenas se entreabrían,
miró cinco respuestas
en la mesa revuelta en que yacían,
y después de exclamar:- ¿qué dirán éstas?-
abrió las cinco cartas, que decían:
- Voy- contestó la inglesa;
y- voy- le contestaba la italiana;
y sus ojos atónitos miraron
que, en pos de la española y la francesa,
también se lo decía la alemana,
y, maldiciendo la ternura humana,
aquellos cinco «voy» le consternaron.
   Al contemplar el trasnochado amante
aquella muestra general de aprecio,
quedó don Juan en tan supremo instante
con todo el aire necio
de un poeta que busca un consonante;
pues decir de don Juan se me olvidaba,
que el amor que a las cinco profesaba
es cómo cierto cuento que una abuela
me solía contar con sentimiento,
y que, aunque el crimen confesar me duela,
no me acuerdo ya de ella ni del cuento.


IX

   Afortunadamente
la inglesa, y la italiana,
la francesa después y la alemana,
tardaron en llegar por lo siguiente:
   Aunque fuese más casta que Diana,
como era el corazón de la italiana
mezcla del genio griego y del latino,
todo el mundo asegura que,
en un lugar a Castellón vecino,
se detuvo a mirar a un campesino
que era igual a un Apolo en la figura;
y yo lo creo así, porque no ignoro
que ella hacía las cosas más extrañas
por religión, por arte, por decoro,
por buscar en las ruinas un tesoro,
por huir del mal de ojo a las montañas,
por bondad natural de sus entrañas
y por lucir sus arracadas de oro.


X

   Y la inglesa ¿que hacía?
La inglesa, a quien un Lord la llamaría,
«mujer de distinción y de modales»,
aunque ya no es muy joven, todavía
quiere tener encuentros infernales.
   Y los tiene; si bien en ocasiones
le gusta mucho parecer bisoña,
como toda mujer de pretensiones
que necesita amar y es muy gazmoña;
y ama, como quien siente
haber sido una vez condescendiente,
pues con respecto a amores
ya ha visto, con perdón de sus deberes,
las cadenas de flores
que los hombres traidores
enlazan a los pies de las mujeres.
   Como su honor es joya
que guarda, con dos vueltas, bajo llave,
lo que ama en Dios lo apoya,
que el abandono por mayor no cabe
en la instrucción de una mujer que sabe
que fue el amor la perdición de Troya.
   Mas como al fin su pecho es pecho humano,
con la Biblia en la mano
(que la suele entender sabe Dios cómo)
camina cual un plomo,
porque a un joven e incrédulo marino
que encontró en el camino,
silbando inglés le enseña a ser cristiano;
y Fanny de esta suerte,
volviendo al cuerpo de un papista el alma,
caminando con calma,
como es tan desgraciada, se divierte.


XI

   Su paso la francesa deteniendo,
como quien va con ansia descubriendo
en el azul del cielo un millonario,
.se encontró con el caso extraordinario
de que hirió a un oficial un bandolero,
y ella al bandido desarmó primero,
y al oficial después curó la herida,
porque Luisa Chenier, como ya he dicho,
beneficencia, amor, gracia, capricho,
ligereza y amor: tal es su vida.


XII

   Muy detrás de la inglesa y la italiana
camina la alemana
leyendo un gran latino, y hasta creo
que estudiando botánica en Linneo,
(porque entre otras rarezas que tenía,
criar la rosa azul fue su manía)
y al llegar a Valencia,
la ciudad de más ciencia,
en materia de rosas y de amores,
se detuvo a estudiar filosofía,
con un joven muy docto, que sabía
que un musgo es una pléyade de flores:
mas la dejó estudiar, porque aseguro
que no hará más acciones decorosas
su tierno corazón que salió puro
de diez o doce intrigas amorosas.


XIII

   Al «voy» de aquellas fieles hermosuras,
infiel, don Juan, premeditó una huida,
pues la mucha tensión de sus venturas
ya ha roto los resortes de su vida;
y lo mismo que el que huye de una hiena,
abandona, don Juan a Cartagena
con la esperanza vana
de que ninguna en su excursión le siga;
pero Julia, ardorosa y sevillana,
era española, y la nobleza obliga:
y le sigue, y le sigue, y entretanto
que ella corre eficaz tras del amante,
escapando de ella con espanto,
mientras mira hacia atrás, sigue adelante
y a su edad, bien comprendo
que por andar huyendo
del fulgor de unos ojos españoles,
fuese don Juan capaz de andar corriendo
diversas tierras y diversos soles.


XIV

   Caminando don Juan sin rumbo cierto,
vio a la derecha el sol, y ya orientado,
de Torrevieja hacia el estéril puerto
por el terror llevado,
corrió como escapado
lo mismo que Mazeppa hacia el desierto;
mas, como es la mujer un torbellino
de tul, de terciopelos y de encajes,
oyó don Juan tras sí por el camino
el rumor peregrino
que harían al moverse unos ramajes;
y con la prisa y el terror de un ciervo,
cruzó del Pinatar la antigua aldea,
y al llegar, por la Rambla de la Glea
a la Peña del cuervo,
don Juan, ya fatigado,
respira, toma aliento,
y después apoyado
contra el tronco de un árbol corpulento,
digno de ser por Títiro cantado,
no lejos del edén de Matamoros,
vio, en el sitio de que hablo,
una cueva escogida por el diablo
para enterrar en ella sus tesoros;
y al verla tan oculta entre dos cerros,
huyendo del amor, que ya le aterra,
en ella se escondió bajo de tierra,
cual liebre que se escapa de los perros.


XV

   Cuando oculto don Juan (más divertido
que al lado de la joven más risueña),
se encontraba metido
como un sapo en el hueco de una peña,
Julia a la cueva se asomó entretanto
por cima de una loma,
como aquella paloma
que trajo a Clodoveo el óleo santo;
y antes, mucho antes, que don Juan la viese,
con furia le da abrazos y le besa
con la gracia del tigre que extendiese
las garras por encima de su presa;
y al mirar que no hay medio
de evadir su existencia del asedio
de una mujer tan bella,
don Juan siente junto a ella
la angustia complicada con el tedio:
y es, que habiendo querido con vehemencia,
su corazón gastado, estaba frío.
Vuelve el amor del odio y de la ausencia,
pero no del desprecio y del hastío.


XVI

   Al ver amor tan tierno,
don Juan contiene por vergüenza el lloro
y con dolor- ¡misericordia!- exclama,
cuyo gemir sonoro
tan sólo encontró un eco en el infierno
y Julia repitiéndole- ¡te adoro!-
le envuelve de sus ojos en la llama,
y con piedad inmensa
con los labios cubriéndole la boca,
su último aliento aspira, y le sofoca;
y don Juan sofocado
dirige al cielo una mirada extensa,
y por Julia, al morir, acariciado,
de su amor le dedica en recompensa
una lúgubre risa de forzado.


XVII

   La pobre Julia luego
por un impulso de cariño extraño,
le dio un beso de fuego
que matándole al fin le hizo un gran daño:
y viajó después mucho, hasta que un día,
pensando en sus amores,
brotó de su tristeza la alegría
como se crían en las tumbas flores.
   Con respecto a don Juan no pasó nada.
Sólo se habló del tétrico homicidio
de un cierto inglés a quien mató el fastidio
de un barranco a la entrada;
y, como por las señas,
era, más bien que un loco,
un bribón escapado de presidio,
ninguno fue a llorarle, ni tampoco
su cadáver sacó de entre las breñas,
al cual se lo comieron poco a poco
las aves que habitaban en las peñas.
   Muerto el gran amador, de puro amado,
fue por su mala suerte
comido por los cuervos y olvidado...
Como todo buen mozo jubilado,
su vida hizo más ruido que su muerte.



ArribaAbajoCanto segundo


Las mujeres en el cielo


I


   Muerto don Juan por fin, y muertas ellas,
el linde al trasponer del otro mundo,
(según refiere un teólogo profundo
que sabe lo que pasa en las estrellas),
conforme iban entrando,
un ángel grave, de equidad modelo,
fue sus almas pesando
en medio del vestíbulo del cielo.
   Y mientras con delicia
ve el ángel de la gracia y la justicia
que, por su grande amor y su esperanza,
pesaban de ellas más en la balanza
los días buenos que las malas horas,
y con risa inefable
el ángel a las cinco pecadoras
les promete la gloria perdurable,
ve don Juan con espanto
que sus muchos pecados pesan tanto
que lo pintan, como es, abominable.
   Pero él, el fallo del Señor, sumiso
aguarda esperanzado, porque sabe
que aquellas cinco hermosas
que él quiso, o mejor dicho, que él no quiso,
aunque sea robando alguna llave
a espaldas de San Pedro, generosas
las puertas le abrirán del paraíso.


II

   Y la fe que tenía
en sus pobres amantes, ya gloriosas,
era justa, a fe mía,
porque ¿quién lo creería?
aquellas cinco víctimas piadosas
que don Juan tantas veces ha vendido,
al cielo le han pedido
que salve del bribón el alma impía,
y Dios, por excepción, ha permitido
que don Juan pueda ser en aquel día
por los méritos de ellas redimido.
   ¡Oh encantadores seres
del alma humana incomprensible abismo!
¡Si el hombre sabe poco de sí mismo,
sabe menos quizás de las mujeres!
   ¡Por eso yo, que indago su destino,
y el alma humana en estudiar me afano,
veo en el hombre el corazón humano
y en la mujer el corazón divino!
   ¡Y por eso por ellas,
en mis locos amores,
del mundo entero devasté las flores,
y descolgué del cielo las estrellas;
y por eso jamás el alma mía,
pintándolas un día y otro día,
pudo agotar sus gracias por escrito,
porque pintar una mujer sería
verter lo inagotable en lo infinito!


III

   La entusiasta italiana que veía
perder un alma que salvar quería;
que, siempre seductora,
a aquella luz de un alba sin aurora,
como era tan morena,
parecía una flor colonial encantadora,
viva, arrebatadora,
sobre el platillo que don Juan vencía
este mérito echó que le sobraba,
y es la alta acción de que jamás cantaba
una canción de frases muy picantes
que aprendió siendo joven, y mucho antes
de saber la malicia que encerraba.
   Mas con tristeza viendo
la poca gravedad de tal presente,
fue echando en el platillo lentamente
todas las penas que sufrió, teniendo
una jaqueca, a ratos, persistente;
y viendo que tampoco estos dolores
alcanzaban para él el paraíso,
echó después sus méritos mejores,
que son los de hacer caso a sus mayores
en tanto que quisieron lo que quiso.


IV

   Vio este inútil afán, y en el momento
la alemana, radiante de contento,
alza su cara roja
y en el platillo
arroja el caso peregrino
de que, odiando el alcohol, siempre aguó el vino.
   Y viendo que no alcanza
a inclinar del platillo la balanza
por más que echó a montones
las muchas ocasiones
en que, quieta y pastosa su belleza
sacrificó el placer a la pereza,
también, con vano intento,
echó por fin el bello sentimiento
de que fue muy honrada
el tiempo en que encerrada
estuvo tras las rejas de un convento.


V

   Pero, de pronto, lleno
el corazón de Luisa de esperanza,
al ver que no se inclina la balanza
ni un ápice hacia el lado de lo bueno,
miró a don Juan con tierno coquetismo
y en el platillo del opuesto lado
echa el inmenso afán que le ha costado
el raspar su partida de bautismo.
   Después, enternecida,
el mérito arrojó de que en su vida,
atenta al bien de su razón tan sólo,
prefirió el dios millón al dios Apolo,
y méritos y méritos echando
(siempre a don Juan mirando),
lanzó en el fondo del platillo Luisa
la acción dudosa de venir amando
los huesos de su esposo a la Artemisa.


VI

   Como eterna rival de la francesa
Fanny Moore, la inglesa,
que, entre muchas acciones honorables,
siempre había tenido
el dolor de haber sido
víctima de perfidias adorables,
el mérito mayor que le sobraba
lánguida echó sobre el rebelde plato,
y era el tierno relato
de un antiguo amador que ella no amaba,
al que oyó tan arisca como un gato;
añadiendo un tratado de exorcismos
que ella escribió, repleto de aforismos.
   Mas viendo que era inútil su cuidado,
en el platillo echó de la balanza
las horas de fastidio en que no ha amado
y aquellas en que amó sin esperanza;
y hasta con aire altivo y pudibundo,
volviendo al ciclo de extrañeza loco,
echó después el mérito profundo
de que, estando en el mundo,
solamente en la edad mentía un poco.


VII

   Mirando Julia el invencible peso
que el alma inicua de don Juan hacía
se sintió acometida de un acceso
de antigua y renovada idolatría:
y como ama con fe todo lo que ama,
y siempre, amando, hasta el delirio toca,
(cual una indiana cuerda que está loca
y se quema al morir su viejo Brahama),
al mirar a su amante condenado,
pensando en su ternura del pasado,
calcula resignada
que ir por él condenada
al infierno es preciso...
mas ¿qué importa? para ella el paraíso
es el ser bella, amar y ser amada.
   Julia por ver al punto rescatado
aquel bribón dichoso,
nunca cautivo y siempre enamorado,
ya el semblante de cólera amarillo,
juntando con lo altivo lo gracioso,
en cuerpo y alma se arrojó al platillo
y así, perdiendo su alma la española,
el alma redimió del caballero
con tal valor, que el peso de ella sola
hubiera redimido al mundo entero.


VIII

   Y es esto tan verdad, que el cielo siente
una ternura a nada comparable
mirando tristemente
caer desde el empíreo a la inocente
en el abismo del amor culpable,
y al ver que, tan resuelta como bella,
la española, esa caña inquebrantable,
el noble fin de sus amores sella
salvando del infierno a un miserable.
¡Oh! ¡Cuán cierto es que en pechos como el de ella
el amor imposible es el probable!
Mas ¿por qué, cielo santo,
esa hermosa a don Juan ha de amar tanto
que él se lleve el honor, y ella el castigo,
siendo ella la virtud, y él el infame?...
Dice San Agustín:- Dadme uno que ame
y veréis cómo entiende lo que digo.-


IX

   Viendo el amante celo
de esta especie de Cristo,
de amor terreno y redención modelo,
resonó en el vestíbulo del cielo
cuanto tiene el asombro de imprevisto:
y, cuando Julia, altiva,
al sacrificio su locura eleva,
a sus rivales maliciosa y viva
les echa una mirada de hija de Eva;
y al ver a tan sublime visionaria,
quedando como heridas por el rayo,
la contemplan las otras de soslayo
con cierta estimación involuntaria:
rápida la francesa
con ojos la miró de envidia llenos;
y prorrumpió la inglesa
- veriwell, veriwell!- que son dos buenos;
y, callando humillada la italiana,
se admiró en una frase la alemana
de treinta consonantes por lo menos:
pues era en aquel día
del cielo el entusiasmo tan ardiente,
que hasta don Juan gritó:- ¡Perfectamente!
¡Si yo fuera mujer lo mismo haría!-


X

   Julia, en momentos tales,
se encuentra tan divina,
que perdonar no quieren sus rivales
la grande admiración que las domina;
y las cuatro, frenéticas de celos,
ven que cuanto ella mira se alboroza,
(pues lo mismo en la tierra que en los cielos
era técnicamente buena moza);
y, a pesar de la augusta
caridad de San Pablo,
como nunca a la envidia le disgusta
ver cómo a un alma se la lleva el diablo,
como es la más genial y peregrina
imagen de la raza femenina,
celosa la italiana en tal momento
unos hondos suspiros lanza al viento;
después la inglesa, con sonrisa amarga,
echa hacia arriba una mirada larga;
y con faz tan divina, como humana,
sin repetir su interminable frase,
paciente la alemana
parecía una estatua que llorase;
y la francesa que con ojos mira
de un color, entre blanco y azulado,
que daba a su mirada un aire frío,
hasta llegó a decir, siendo mentira,
que en Sevilla una vez mató con ira
a otra cierta mujer en desafío;
y las cuatro rivales
no notaron jamás, hasta aquel día,
que la española, al parecer, tenía
los ojos un poquito desiguales:
y aunque eran, como Julia, todas bellas,
por su belleza era la envidia tanta
que, bajando la voz, dijo una de ellas,
- Se va al infierno por fingirse santa.-


XI

   Pero ¿qué vil conjuración es esta
contra un ser tan paciente?
Es la mujer tortuosa que detesta
por celos del oficio a la serpiente.
Ser rival es odiar y ser odiada.
Hasta la misma sombra condenada
cuando, al andar, con cadencioso talle,
y al ver el no se qué de su mirada
las almas al pasar le abrían calle,
sin respeto tal vez al lugar santo
humilla a sus rivales con encanto,
porque estos bellos seres
aunque se ocupan de los hombres tanto,
se ocupan mucho más de las mujeres.


XII

   Y ¿qué era de don Juan? Don Juan tranquilo
dos lágrimas soltó de cocodrilo:
y porque al cielo su elegancia asombre,
mira en torno con plácido cinismo
con aquel aire de un hombre
que tiene una alta idea de sí mismo;
y cuando entra en los cielos insensible,
su pobre redentora despreciada
con ojos de limpieza irresistible
le acaricia al pasar con la mirada;
pero él, exagerando pretencioso
la parte teatral de su manera,
volviéndole la espalda, ni siquiera
dejándose adorar fue generoso;
y en tanto que los buenos serafines
ancho paso le abrían,
sus miradas decían:
- Vedme bien; soy don Juan. ¡Sonad clarines!-
   Y la española, aunque contiene el llanto
de mirar tal desprecio, casi loca,
a juzgar por los ayes que sofoca
nunca mártir alguno sufrió tanto;
porque ¡oh, Dios! ¿quién creyera
que aquel hombre galán y degradado
dejase a Julia, sin mirar siquiera
a una mujer tan noble y hechicera,
que, si volviese a verle desgraciado,
su propia sangre a su salud bebiera?
   Pero aquella alma vana
probando que era cierta
la expresión italiana
de- pensamiento oculto en cara abierta-,
deja a Julia, sabiendo
que queda su ex-querida
de alma y cuerpo perdida;
y en el cielo entró como diciendo:
- Que Dios os dé salud y larga vida.-
Y dolor afectando,
las rivales le siguen, ocultando
su rabia y sus enojos;
y entran con él las pérfidas mostrando
rabia en el corazón, llanto en los ojos.


XIII

   Cuando Julia después ya no veía
al león que la había fascinado,
y en su aire consternado
revelaba el martirio que sufría,
la madre Eva, saliendo de repente
del fondo de la gloria,
le dijo a Julia cariñosamente:
- Aún vive en ti el honor de mi memoria-
y, abrazando a la sombra despreciada,
- ¡hija mía! ¡hija mía!-
nuestra madre primera le decía,
y cien veces, teniéndola abrazada,
- ¡eres tan hija mía...!- entusiasmada
Eva le repetía:
y contemplando en Julia al tipo eterno
de esas almas benditas
que tornan por lo que aman el infierno
en un sueño de dichas infinitas,
la madre universal de las naciones
cuando deja del cielo las regiones,
más que por propios, por ajenos vicios,
llena a Julia de santas bendiciones
en nombre de los buenos corazones
que comprenden los grandes sacrificios.
   ¡Ay! ¡Aunque os jure la estulticia humana,
que una mujer es todas las mujeres,
yo os juro por el padre de los seres
que aquella alma infeliz no tiene hermana!


XIV

   Viendo a Julia que marcha resignada,
del cielo azul hacia las puertas de oro,
todo el celeste coro
suspira por la sombra desterrada,
y de Julia las huellas
sigue con paso incierto
por las regiones bellas,
donde se ven, como en un libro abierto,
poemas cuyas letras son estrellas.
   Y cuando Eva doliente,
al volverla a decir:- ¡pobre hija mía!-
la atrajo hacia su pecho dulcemente,
de Julia un gran torrente
de luz apocalíptica salía,
y cuando Eva así exclama,
y aquellas almas buenas
ven ir hacia el infierno, por el que ama,
a la noble mujer por cuyas venas
no circulaba sangre sino llama,
por algunos momentos
reinó por las regiones bonancibles
uno de esos terribles
silencios que rebosan pensamientos.


XV

   Julia después, con altivez suprema,
con el velo arrollado
por la frente, a manera de diadema,
lo mismo que una reina que ha abdicado,
para seguir con paso reverente
de su Calvario la desierta vía,
su vestido de luz graciosamente
como un ave sus alas, recogía;
y un serafín que de los cielos vino,
y que, admirado, a su pesar lloraba,
de la sombra el camino
con su espada de fuego le mostraba;
y al ir andando la heroína aquella
que al coro de los ángeles asombra,
la luz dio fin en palidez de estrella,
y quedándose fueron ellos y ella
los unos en la luz y ella en la sombra!

 
 
FIN