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ArribaAbajoEl amor y el río Piedra


Poema en tres cantos

Al Sr. D. Raimundo Fernández Villaverde y Rivero. Recuerdo de cariño de


Campoamor                





ArribaAbajoCanto primero


El edén



I

   ¿Queréis amar a Dios? ¡Pues id a Piedra;
a aquel edén que con verdor eterno
alegra hasta lo triste del invierno
con sus musgos, sus mirtos y su hiedra;
pues siendo un fiel traslado
de un sueño de Virgilio mejorado,
no hay mortal que lo vea
que, como yo, encantado,
no admire, piense en Dios, se postre y crea!


II

   Así, creyendo y admirando, un día
por este paraíso de inocencia
van dos hijos de Dios, que todavía
no encontraron el árbol de la ciencia.
Él por ella en un día de batalla
desertó frente a frente al enemigo;
ella por él, al frente de su amigo,
se escapó de un molino de Cimballa.
Mas, como dice en Aragón la gente,
desertar por los ojos de una moza,
es cosa que perdona fácilmente
la Virgen del Pilar de Zaragoza.


III

   Juntos los dos, siguiendo su destino,
bajaron por el río, hacia el camino
que a Piedra viene a dar desde Tortuera,
después que con amor la molinera
le dio un beso a la rueda del molino.


IV

   ¡Qué felices serán dos desertores
que tienen libertad en sus amores,
calor de día y por la noche frío,
en la tierra placeres y dolores,
aire y luz en la esfera,
para poderse ahogar sitio en el río,
pan caro y agua gratis donde quiera!


V

   Es Jaime, más que un quinto, un veterano
que puesto en guardia y con fusil en mano,
le echa el ¿quién vive? a un pájaro que vuela,
tanto que, el muy tirano,
hallándose una vez de centinela
vio a la Reina y la dijo: «¡atrás, paisano!»


VI

   Mas dejo de hablar de él, por decir de ella,
que en Daroca una vez la llamó bella,
silbando como un mirlo, un lord muy rico;
y otra vez, extasiado,
le echó una flor, pasando por su lado,
un Azlor de Aragón, casi un Rey chico.
Lleva un traje ceñido a las caderas,
y anillos en los dedos de las manos
como una valenciana con ojeras,
que come arroz y vive entre pantanos.
Cruza enhiesta el pañuelo por delante
para dejar al aire la cintura,
mostrando el tallo erguido y ondulante
de la flor sin abrir se su hermosura.
Siempre lleva de andar por las praderas
alpargatas de cáñamo olorosas,
pues, según las nociones verdaderas
de los sabios que estudian estas cosas,
cuando son tan hermosas
todas las molineras,
sabiendo a pan de flor, huelen a rosas.


VII

   Y, en medio del amor que los obceca,
¿adónde van huídos
Jaime Cortés y Candelaria Ateca?
Llevados y traídos
en el mismo columpio de un deseo,
se proponen morir los atrevidos
lo mismo que Julieta y que Romeo.
Su plan de amor y horror era el siguiente:
desertar, verse un día solamente,
darse un adiós eterno,
y hallar luego en el fondo de un torrente
la muerte y la esperanza del infierno.
¡Hay cabezas tan locas
que, con formal empeño,
no encontrando harto duras a las rocas,
se rompen la cabeza contra un sueño!


VIII

   Ya hacia el final de la primer jornada
buscando algún descanso
en la margen del Vado (una cascada
que nace y que concluye en un remanso)
miraban extasiados las corrientes
claras en los arranques,
blancas en las rompientes,
y azuladas después en los estanques,
cuando al llegar la hora,
de echarse entrambos de cabeza al río,
poniéndose de pie, «ven, Jaime mío,»
le dijo al desertor la desertora;
y hacia un salto mortal ella camina
enseñando al soldado a ser valiente.
¡Feliz pasión la que en morir se obstina!
¡El preferir la muerte a estar ausente
es del amor la plenitud divina!


IX

   Ya en pie los dos medían el abismo
de la gran Requijada,
otra hermosa cascada
que parece caer del cielo mismo,
cuando al mirar pintados en las ondas
de ella, el rostro y gentil desembarazo,
sintió el alma de Jaime aquel flechazo
que pasó el corazón de Epaminondas;
y volviendo a mirar en la cascada
aquel talle que imita
la ondulación del cisne cuando nada,
y el pecho de opulencia regulada
que a amar las cosas de la tierra incita,
en ese atontamiento en que la mente
no se encuentra despierta ni dormida,
asiendo de repente
el brazo de la hermosa molinera,
perdiendo el sentimiento de la vida,
la dijo con afán:- «¡espera, espera!»


X

   Y, después de esperar, con pies ligeros
bajan corriendo la empinada cuesta
los dos pobres viajeros
que no llevan más ropa que la puesta;
y llenos de pasión, aunque mojados,
uno de otro en el talle
muellemente apoyados,
a lo largo del valle
se alejan poco menos que abrazados.


XI

   Y, siguiendo del Piedra la corriente,
sus almas encantadas
ven el amor tan casto como ardiente
de las cosas creadas
que imantadas, y al fin desimantadas,
se casan y descasan buenamente;
pues era la estación que entre gorjeos,
alumbrando los gérmenes que encierra,
la gran hembra del sol, la madre tierra,
da los frutos de antiguos himeneos.


XII

   Y andando poco a poco, se olvidaron
de la parte febril de su aventura,
y al fin no se mataron:
¡quién no hace en este mundo una locura!
Luego, a la sombra de un nogal, notando
que empieza el tiempo a parecerles breve,
se comen unas nueces, enseñando
unos dientes más blancos que la nieve.
Pero, ¡oh esperanzas vanas!
al sentir un amor inextinguible
ellos creen que es posible
vivir sólo de nueces y avellanas;
sin saber los sencillos desertores
que beber en el Piedra y comer nueces
es hacer que se olviden los amores,
y aborten las más bellas redondeces;
porque es sabido que el amor y el río
tienen suertes iguales,
pues así como el Piedra, se endurece
al romperse en las rocas sus cristales,
perdiendo ciertos óxidos
al moverse el amor se desvanece,
y es que el amor y el río, andando, andando
por sus cauces los dos marchan dejando
el río cal y la pasión olvido,
y así es como se van petrificando
el agua andada y el amor movido.


XIII

   Y al llegar estos míseros mortales,
que alimentan su amor de vegetales,
a un monte empenachado de cascadas,
miraron en los altos vericuetos
las tranquilas moradas
del abuelo, los hijos y los nietos,
de la raza feliz de los Muntadas.


XIV

   Y al ver el Monasterio frente a frente,
con misterio inocente,
se llenaron sus almas de emociones
pensando en las virtudes de un convento,
y él se entregó a juiciosas reflexiones
y ella a un casto y profundo sentimiento.
Y hasta en aquel momento
se despertó de Jaime en la memoria,
de San Benito, el fundador, la historia,
que amando a una mujer, que era un portento,
y por la cual su corazón ardía
como un carbón que lo encendiese el viento
en vez de acariciar como un profano
las torpezas divinas
que envidia el cielo al lodazal humano,
se echó sobre un zarzal, cuyas espinas
destrozaron sus carnes virginales:
y añade en sus anales
un cierto Padre Yepes, a quien creo,
renunciando a probarlo en los zarzales,
que en San Benito por heridas tales
el fuego se exhaló de su deseo.


XV

   Y en tal instante, aunque con gran frecuencia
no hay más Guardia Civil que la conciencia,
ya del día los últimos fulgores
los dos enamorados desertores
creyeron ver, o en realidad miraron,
dos parejas de guardias que pasaron,
y apresuradamente
encontrando un zarzal junto a una fuente,
con natural espanto,
no se echaron encima como el Santo,
se escondieron debajo santamente.


XVI

   Y gracias al Señor, libres de sustos,
Jaime Cortés y Candelaria Ateca
se durmieron después como dos justos
sobre un lecho de amor de hierba seca.


XVII

   Pero ¿y qué más?- ¿Qué más? Con amor puro
él una vez al tropezar con ellos
besó de Candelaria los cabellos...
- Y ¿nada más?- Y nada más: ¡lo juro!



ArribaAbajoCanto segundo


La tentación



I

   Ya el sol emblanquecía las estrellas,
y Jaime, aún no despierto,
ni soñaba siquiera con aquellas
tentaciones tan bellas
que tuvo San Benito en el desierto;
pues, como todavía,
al alborear la lumbre de aquel día
le hacía poco peso a la conciencia,
fue su sueño profundo, muy profundo.
¡Qué dicha tan inmensa es en el mundo
amar, en pleno amor, con inocencia!


II

   Cuando ya los llamaban a la vida
los sones halagüeños
que la tierra aún dormida,
murmura electrizada como en sueños,
a Jaime despertó la molinera;
y abriendo un gran portillo en el ramaje
para ver la primera
el teatral aspecto del paisaje,
vio a la luz color gris de la mañana
los huecos de las celdas del convento;
y elevando hacia Dios su pensamiento
se santiguó con gracia la aldeana,
pues hija fiel de otro cristiano viejo,
ella es una cristiana
tan católica a un tiempo y tan galana
que reza y se santigua con gracejo.


III

   Aunque es un bello nido
de inextintos amores
el Parque, sobre un monte suspendido,
los tiernos desertores,
después que el sol vino a borrar la aurora,
dejaron una estancia peregrina
que reúne en su flora
el África, la América y la China;
y hacia el Vergel bajaron
y al límite en que el Parque terminaba,
un bello semicírculo encontraron
que el tocador de Venus imitaba,
y quedó admirado él y ella embebida
al ver la Caprichosa, una cascada
que parece tendida
el velo de una reina desposada;
y a su influjo, sintiendo
una feliz y casta soñolencia,
porque el agua, al caer, baja moviendo
las brisas de las playas de Valencia,
en torno de los tímidos amantes
trazan al sol un círculo divino,
saltando, como un polvo blanquecino,
molidos en las peñas los diamantes.


IV

   Y entran luego en la Gruta del Artista
por ver estalactitas agrupadas,
que alegraban la vista
como labores de cristal colgadas;
sigue admirando él y ella embebida,
y pasa el tiempo... y tiempo... y de esta suerte
se fueron olvidando de la muerte
y acordándose un poco de la vida.
Mas ¿cómo de los fieros desertores
ya, el que menos, olvida
su deber de arrojarse en un abismo?
Porque en cosas de amores
puede más que el deber el magnetismo.
No lo extrañéis, lectores,
según Platón, ya en Grecia era lo mismo.


V

   Entrambos luego, de la mano asidos,
bajando más y más, miran, pasando,
que en el estanque del Vergel, nadando
ya se atusan los patos aburridos,
después de ver y oír como, formando
borbotones, cual pechos de Sirena,
corriendo a unirse al río,
bajo un dosel sombrío,
el dulce Arroyo de los Mirlos suena.


VI

   Y a la sombra de un álamo sentados
para admirar el Baño de Diana,
poco después el quinto y la aldeana
miraban los cristales azulados
de un río trasparente
que sería maldito en el Oriente
por sacar los contornos redondeados.


VII

   Se alzan después y apresuradamente
viendo una cueva enfrente
llamada la Carmela, él en pos de ella,
como quien huye de la luz del cielo,
se entraron en la gruta, que es más bella
que la gruta de Elías del Carmelo.
   Mas si viese a los dos en compañía
despacio, y sin pensar que el tiempo vuela,
Jesús! ¡que colorada se pondría
la Carmen que dio nombre a la Carmela!
Y con razón, porque al seguir su ruta
salieron pálido él y ella encarnada,
aunque, en aquella gruta
¡admírate, lector! no pasó nada.


VIII

   Y ven después, entre el espeso ambiente
de perlas en las rocas machacadas,
los Fresnos que, cortando una corriente
imitan dulcemente
un salterío formado por cascadas.
Y al ver que con su escala de colores
la Cascada del Iris sus primores
sepulta en un estanque luminoso
al pie de una vertiente encajonado,
Jaime exclama admirado
como un viajero estúpido:- «¡qué hermoso!»


IX

   Y, al fin del largo estanque,
miraron en su arranque
la Cola de caballo, otra cascada
que, en la cumbre entre rocas apretada,
se para, se acumula, se desborda:
el valle todo asorda,
cae, y después se echa a dormir cansada.
Pero al caer arqueada y ondulante,
es tal su gallardía
que no tiene una cola semejante
el caballo mejor de Andalucía.
Al ver la gran cascada
brillando tan gentil y refulgente
casi duda la mente
si, al caer despeñada,
rompiéndose en las rocas, irritada
lanza el agua una luz fosforescente.
Yo sé de un navegante, amigo mío,
que viviendo en el mar constantemente,
nunca vio el agua hasta que halló este río
que, lanzando impetuoso su corriente
de pendiente en pendiente,
recorre el cielo hasta el abismo,
haciendo de esta tromba a un tiempo mismo
chubasco, borbotón, racha y rompiente!


X

   Y ¡gloria a Dios! Merced a la certera
habilidad del dueño
que abrió a pico en la roca una escalera,
bajaron a la Gruta, que supera
en hermosura real al mismo sueño;
gruta en la que es el día
una noche de otoño húmeda y clara,
que mezcla a una luz rara,
unas sombras más raras todavía;
y cuando de repente
entre tanto y tan mágico espejismo
lleva el sol al morir en Occidente,
la esplendencia del cielo a aquel abismo,
se ve allí claramente
aquel Dios misterioso que el ateo
nunca ve en su nublada fantasía;
a quien vio por detrás Moisés un día;
a quien vio de perfil el gran Linneo;
al que ve con su tierna idolatría
la esposa fiel por cuyos ojos veo,
y al que la madre de mi amor veía
con el santo candor del buen deseo!


XI

   Las aguas por las rocas exhudadas,
forman allí variadas
obras de arte, a la bóveda sujetas
un primor tan gentil que sus labores
afrentan a escultores,
a arquitectos, pintores y poetas.
¡Qué prodigio, gran Dios! Ninguno sabe
si aquel templo escondido y soterrado
es de una grande catedral la nave,
o algún horno ciclópeo ya apagado;
si habrá formado un hada
sus bellos arabescos de mezquita;
si es gruta de Sibila exonerada,
o de un Titán la cueva troglodita;
pues la gruta hechicera,
que a todo ingenio humilla,
si como arte es la octava maravilla
como arte natural es la primera;
y acaso en tan extraña arquitectura
Dios tuvo por objeto
juntar en su hermosura
los prodigios del orbe en miniatura,
formando tan completo
Pandemonium de cosas celestiales,
que al rededor se ven hombres y brutos,
y dioses vegetales y animales,
y fetiches de ritos naturales,
flores, peces, pájaros y frutos;
ídolos despreciados
que, del mundo barridos,
y en la cueva de Piedra, emparedados,
fueron, después de ser amontonados,
por el desdén primero confundidos,
y por el tiempo al fin petrificados!


XII

   Mientras hacen las brumes condensadas
en lo hondo de la Gruta acumuladas
un estanque sombrío
donde al caer, medidas y contadas,
van formando las gotas de rocío
un joyero de perlas agitadas,
de tanta sombra y humedad mezclados
el perfume, el color y los sonidos,
parece que también petrificados
abruman con su peso los sentidos;
y en tal caos de ruidos y fulgores,
al ver y oír los brillos y rumores,
cambiando de ilusión ojos y oídos,
encuentran siempre allí nuestros sentidos
voz en la luz, y luz en la armonía,
siendo así de la humana fantasía
quiméricos antojos
ya el hallar armonía en los colores,
ya el ver como parece a nuestros ojos
que saltan de los ruidos resplandores!


XIII

   Saliendo de su asombro sobrehumano
ven luego que, a sortear acostumbradas
el furor de las aguas despeñadas,
por la derecha y por la izquierda mano
entraron asustadas
dos palomas seguidas de un milano;
y el milano no entró, porque imprudente
a las aves de frente
les fue astuto a cortar la retirada,
y el rápido turbión de la cascada
lo echó muerto en el fondo del torrente.
Y luego la pareja arrulladora
tranquila y entregada a sus amores,
de aquellos infelices desertores
vino a ser la serpiente tentadora;
pues en tanto que extáticos seguían
por los picos los pájaros unidos,
ellos desvanecidos
los miraban a un tiempo y los oían
poniéndose en los ojos los oídos.
   Y cuando aquella escena
de peligrosos incentivos llena,
convirtiendo en edén la hermosa cueva
les trajo a la memoria
el amor de Adán y de Eva,
los grandes pecadores de la historia,
en ideal mutismo
nuestros dos desertores
sondeaban el abismo
del vértigo feliz de los amores,
y como es natural, naturalmente
escena tan sencilla,
puso fuego a su amor adolescente,
y empezó a arder en ellos de repente
la sangre de Isabel y de Marsilla.
   Y como suele a veces
un ejemplo liviano
hacer hervir las heces
del fondo vil del animal humano,
mientras casta, apelando a sus deberes,
ella devora en abstracción sublime
ese instante en que incuban la mujeres
la idea que las pierde o las redime,
él miró a Candelaria de hito en hito
para beber amor en sus miradas,
pero ella, dando un grito,
que hizo huir a las aves asustadas,
salió de aquel lugar de incontinencia
para ella maldecido,
y- «¡jamás!»- murmuraba con frecuencia,
respondiendo sin duda a un repetido
misterioso argumento de conciencia.
   Así la fugitiva
salió rápidamente,
como un ave cautiva
cuya jaula se abriese de repente,
mientras Jaime Cortés, desvanecido,
ni a ver, ni a oír, ni a respirar se atreve,
y sigue detrás de ella, convertido
en fría estalagmita que se mueve.
   Y, gracias al buen Dios, de esta manera
el idilio empezado en aquel día,
por huir con pudor la molinera
se quedó siendo idilio todavía.


XIV

   Y, después de unas horas,
ya con planta segura
siguiendo a las palomas tentadoras
por sendas seductoras
trazadas con ingenio a la ventura,
llegaron a Fuente del Olvido
y a un Lago entre montañas detenido,
con la Peña del Diablo por un lado,
y al otro el Monte Piedra, en donde alzada
con restos de una antigua fortaleza
aún se ve una Capilla abandonada,
con santos que no sirven para nada
pues ni unos tienen pies ni otros cabeza.


XV

   ¡Oh, Fuente del Olvido misteriosa!
¡Lola, Asunción, Eugenia, María Rosa!
¡Coro de alegres Musas!
¡Recuerdo entre memorias ya confusas
que después de saltar con planta airosa
los arroyos cortados por exclusas,
para hallar el reposo apetecido
prestó a vuestro cansancio y mis pesares
el húmedo verdín de sus sillares
la inolvidable fuente del Olvido!
¡Isabel, Carmen, Juana!
¿A que ninguna de las tres olvida
lo que en el Lago del Silencio hablamos?
¿Olvidaréis jamás que allí pasamos
tres horas las más dulces de la vida?


XVI

   Mas nos llaman de nuevo otros amores
porque Jaime, sintiendo trasudores,
de improviso gritó:- «¡Guardias civiles!»
pues para un desertor, en la apariencia,
no hay más hombres que guardias y alguaciles,
¡que es gran pintor de espectros la conciencia!
Y buscando un refugio, mira en torno,
y alcanzando en el fondo del paisaje
una cueva que sirve de hospedaje
a todas las palomas del contorno,
uno y otro con ánimo esforzado,
metiendo el pie en las grietas de las peñas
subieron a la Cueva del Soldado,
que allá arriba y oculta entre unas breñas,
el mismo Dios que la hizo la ha olvidado.
Y en tanto que los pobres desertores
quedan solos, pensando en sus amores,
mas sin faltar a la moral cristiana,
por la altura del monte vigilando
va la Guardia Civil representando
lo perspicaz de la justicia humana.


XVII

   ¡Que Dios os dé fortuna,
oh jóvenes amantes,
que aún podéis comulgar sin duda alguna
sin precisión de confesaros antes!
Yo espero que aún podrá vuestra inocencia
la hora retardar de la caída,
creyendo lo que dice la experiencia
que es muy malo abusar de nuestra vida!
Desechad con empeño
cuanto hay de realidad en las pasiones,
dándolo todo, como yo, al ensueño.
Imitad mis fugaces ilusiones,
pues en giro halagüeño,
desenterrando y enterrando historias,
ya saco una memoria para sueño,
ya echo un sueño al rincón de mis memorias.
Y aunque en mis rasgos de virtud no imito
lo que hizo en el desierto San Benito,
procuro realizar en mis ternezas
un amor superior a las flaquezas,
porque sé en mi constante desconsuelo
que si une de algún modo
un hilo solo nuestro amor al suelo,
sopla el viento una vez, se nubla el cielo,
rompe un céfiro el hilo... Y ¡adiós todo!



ArribaAbajoCanto tercero


El castigo



I

   «El amor se cree eterno y dura un día».
Así a Jaime Cortés con grave acento
un Cura le decía,
si es Cura el Capellán de un regimiento.
- «Vamos con calma, vamos,»-
el Capellán seguía,
- «confiésate despacio, que esperamos
una dicha imprevista,
pues sé que, siendo un ángel en la tierra,
pidió ayer tu perdón una bañista
que es algo del ministro de la Guerra.
Háblame, pues, sin remontar el vuelo,
y cuenta sólo la verdad humana.
Cuando se halla por medio un aldeana
todos sabéis cómo se pierde el cielo,
aunque nunca estudiáis cómo se gana».


II

   «¿Habrá una criatura,-
preguntó el desertor,- que la ventura
encuentre en las pasiones tormentosas?»
Y el confesor le dijo:- Ten cordura,
tú al hablarme te olvidas que soy Cura,
y sólo sé por relación las cosas.
Piensa bien que nos dice la doctrina
que es el hurto un pecado,
y la Ordenanza a declarar se inclina
que, al robar una moza, es un soldado
tan vil como al robar una gallina.
Confiesa que ese amor desventurado
de la Ordenanza el código destroza
mostrando el espectáculo adorado
de un quinto que secuestra a una real moza.
¡Si fueras oficial, pero un soldado!...»


III

   Bostezando en memoria de su amada,
Jaime exclamó con voz entrecortada:
- «¡Oh, qué cuarto de luna tan eterno!
Ocho días de dicha continuada
hacen dulce la idea del infierno.
Amé en la gruta a Candelaria Ateca
con todas mis potencias y sentidos.
¿Qué habíamos de hacer, allí metidos,
sin tener yo un fusil, ni ella una rueca?
Duraron nuestras verdes alegrías
tres días y tres noches... pero luego...»
- «Sí, dijo el cura, al cabo de esos días,
la hablabas tú en latín, y ella a ti en griego.
El que sepa la esencia de las cosas,
sabrá que las mujeres siempre entienden
la ciencia de agradar, si son hermosas,
pero hermosas o feas, nunca aprenden
el arte de no hacerse fastidiosas.
Bien, y después ¿qué hiciste?»
- «¿Qué hice después? Jaime pregunta. ¡Ay, triste!
Después me acobardé como un paisano.
¡Ningún héroe resiste
a un amor de ocho días mano a mano!
Mas ¿qué habrá sido de ella, padre mío?
¿Se habrá arrojado al río?»
- «Déjate de locuras,
contestó el Capellán, ¿de qué te apuras?
Con respecto a cariños y placeres,
sabemos bien los Curas
que se suelen cansar de sus ternuras
tanto o más que los hombres, las mujeres.
Pero tú, ¿no sabías, inocente,
que el río el corazón solidifica,
así como al tocarlas petrifica
las ramas que detienen su corriente?
¿No oíste en Piedra hablar de dos inglesas
que amando con pasión y siendo obesas,
por beber en estío,
los óxidos metálicos del río,
dejaron de querer y de ser gruesas?»
- «Yo sólo sé, Jaime siguió, que, iguales
los astros desde el cielo,
siguieron alumbrando mi fortuna
cuatro días cabales;
pero ya al quinto día de la luna
noté con desconsuelo
que me enseñaba el pie sin gracia alguna,
mientras necias por valles y por lomas
con sus eternos besos,
aquella fiel pareja de palomas
me llevaba el fastidio hasta los huesos».


IV

   «¿Y qué fue de esas aves, que os mostraron
el árbol de la ciencia?
preguntó el Capellán- «Nos las pagaron,
Jaime exclamó, pues si ellas me enseñaron
la primera lección de la experiencia,
como es ley natural que el hombre coma,
una tarde de amor nos las cominos,
y el par nos repartimos,
comiendo ella el pichón, yo la paloma».
- «Pues ¿no teníais nueces?
preguntó el Capellán.- «Sí, pero a veces,
respondió el desertor, que sollozaba,
tanto el hambre apretaba
que, además de las aves, padre mío,
cuando hallaba cangrejos en el río
encendía un tomillo y los asaba».-
- «¿Asar a su maestra? Eso da espanto,»
replicó el Capellán.-«Tú, en amar tanto
fuiste, hijo mío, un verdadero loco,
y te lo digo yo, que soy un santo,
por más que alguna vez lo olvide un poco».


V

   - «Dormida un día, aproveché el momento»
siguió Jaime- «y con nuevas ilusiones
me volví al regimiento,
prefiriendo el fragor del campamento
al amor siempre igual de los pichones;
mas queriendo atajar, dejé el camino,
y andando en línea recta y con premura
para llegar más pronto a mi destino,
la guardia me prendió cerca de Alhama.
- «Es verdad»- siguió el Cura,
- «y el idilio acabó y empezó el drama;
pues la Guardia Civil es tan amiga
de pensar siempre el mal, que con trabajo
cree que ninguno siga
la senda del deber por el atajo.
Por desertor cogido y sentenciado
preferiste al amor ser fusilado.
Lo comprendo, hijo mío,
fuiste el ciervo asustado
que teme ser cogido y se echa al río.


VI

   -«Mas ¡ay! ya está el piquete en movimiento.
Y, pues llegó el momento,»
continuó el Capellán,- «vamos andando».
Y después de decirle- «acaba, acaba,»-
masculló una oración como implorando
la clemencia de un Dios, de quien dudaba.
Luego siguió- «ya quedan conmutados
en gracia de tu hastío, tus pecados;
el Papa actual es un señor muy bueno,
que cree que son los malos desgraciados,
y que el mundo está lleno
de santas y de santos ignorados».-
Volvió a rezar un poco, a su manera,
le echó después la bendición postrera,
y te- «perdono,» dijo,
«en el nombre del Padre; y quiera el Hijo
que te perdone a ti la molinera».-
   Mas Jaime, horrorizado
de pensar si podría
viviendo más, de Candelaria al lado
pasar un día solo, un solo día,
poniéndose de pie con el objeto
de ser en el instante fusilado
por no quedar sujeto
a los trabajos del amor forzado,
se preparó a la muerte, y en tal hora
el rostro se cubrió con las dos manos,
diciendo con ternura encantadora:
- «¡Cuánto me aflige ahora
el dolor de mi madre y mis hermanos!»


VII

   ¿Cuál sería de Jaime la sorpresa
cuando vio frente a sí la aragonesa
que, vestida de quinto, le miraba
con la cara tranquila,
que debía poner cuando jugaba
con los cabellos de Sansón, Dalila!
Jaime Cortés, de confusiones lleno,
no quería creer lo que veía,
mas la mujer con ánimo sereno
mirándole, parece que decía:
«Caerá entre sangre el que me hundió en el cieno».


VIII

   Mas ¿cómo la terrible molinera
llegó a la ejecución? De esta manera:
   Fue a Nuévalos un día,
en casa de una tía, audaz se puso
un traje de aldeano, que allí había,
de un paño sin color, a fuerza de uso;
y hecho ya aragonés, la aragonesa,
al salir de la casa de su tía
con el pelo cortado a la escocesa,
más bien que un aldeano, parecía,
el paje más gentil de una princesa;
y anduvo muchas horas, y aunque en vano
de Jaime preguntó por el destino,
a todos los rumores y los ecos;
le dio noticias de él por el camino,
un vendedor de miel y de higos secos;
y de matar a Jaime haciendo voto,
marchó a Alhama, a cumplir su triste suerte.
- ¡Lechera con el cántaro ya roto,
no halló más esperanza que la muerte!
Llega en fin: sienta plaza de soldado;
pide ser del piquete fratricida;
y así en vengarse, y en matar se empeña,
al verse sin amor y envilecida;
venganza, vive Dios, que nos enseña
que el corazón a veces desempeña
un papel importante en nuestra vida.


IX

   Jaime observa el piquete con espanto,
y Candelaria en tanto
como le ama a pesar de los pesares,
lo mira con furor, mientras su llanto
por dentro de sus ojos corre a mares.
Y cuando vio que a Jaime le vendaron,
unas nubes de sangre la cegaron;
y, en el postrer momento,
al consumar su intento,
que se creyó casualidad horrible,
mirando Candelaria al miserable,
echa sobre él un odio irresistible,
o más bien un amor interminable:
junta a su sien de su fusil la boca;
el gatillo después con el pie toca,
suena de pronto un tiro,
reza un- ¡piedad, Señor!- dando un suspiro,
y cae con el cráneo destrozado,
un momento antes que él, y de esta suerte,
si por verlo matar se hizo soldado,
por no verlo morir se dio la muerte.


X

   Y un instante después, lleno de celo,
hizo alguien la señal con un pañuelo,
y el ángel del amor tendió sus alas
y se escondió en el cielo,
por no ver que de Jaime sin consuelo,
el pecho atravesaron cuatro balas.


XI

   Y como a ver morir a aquel soldado,
de emociones sediento,
subió con gran contento
al Castillo Romano, hoy arruinado,
ese invariable público, formado
de mil inteligencias sin talento,
cuando vio de dolor desvanecido
que, pasando un segundo,
de una campana eléctrica el sonido
trajo el perdón pedido,
que llegó como todo en este mundo;
en un mismo dolor el pueblo unido
lanzó fatal, desolador, profundo,
un ay ¡que más un ay! fue un alarido.


XII

   ¡Altos juicios de Dios!- En aquel duelo
un claro sol derrama
tanta luz sobre el suelo
de la Vega de Alhama,
que parece que el cielo
le dice al pueblo absorto:- ¡vive y ama!
¡Y hasta alegres, del Piedra los ambientes,
llegando a confundirse sonrientes
del Jalón con las ondas sonorosas,
lo convidan a oír en lontananza
ese canto inmortal de la esperanza
que murmura el concierto de las cosas!


XIII

   Y ¿qué dirán del fin de estos amores
los que hablan de lo real sin poesía?
Qué mañana ocultando estos horrores,
el viejo sol que nace cada día
alumbrando a leales y traidores,
sobre tanta agonía
un velo vendrá a echar de resplandores;
y dirán además que aunque hoy sentimos
estas y otras tragedias espantosas,
sucediendo unas cosas a otras cosas,
pronto han de ver cómo de nuevo oímos
los himnos del Otoño a los racimos,
del Abril las canciones a las rosas.


XIV

   Y afrontando, por fin, de estos amores
el problema profundo,
me preguntáis, lectores
- «¿qué debemos hacer cuando, iracundo
el destino consienta estos horrores,
y entre ser y no ser medie un segundo?»-
¡Echar en paz sobre las tumbas flores:
verlo, sufrir, y despreciar un mundo
tan lleno de Doloras y dolores!

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoLos buenos y los sabios


Poema en varios cantos

A mi idolatrado hermano Leandro.






ArribaAbajoCanto primero


El buen Juan



I

   Tocó a Pedro la suerte de soldado;
pero hombre sabio y sin ningún denuedo,
todo desconcertado,
la sentencia escuchó verde de miedo.
Y como en casa había
otro hermano mas joven que tenía,
como buen labrador, gustos sencillos,
gran corazón, gran pie, grandes carrillos,
y unos puños más grandes todavía,
el padre, por la madre aleccionado,
- «si a Pedro le ha tocado ser soldado
y tanto el traje militar le asusta,»-
pregunta a todos de inocencia lleno:
- «¿Hay cosa más sencilla ni más justa
que vaya por él Juan siendo tan bueno?»-
Y nadie, por temor o hipocresía,
contra esta vil sustitución reclama.
Y, pensándolo bien, Juan ¿qué valía,
comparado con Pedro, que tenía
la ambición del saber y de la fama?
Y el cura, el alguacil y el cirujano,
todo el género humano
encuentra natural, que Juan, gozoso,
sacrifique a la ciencia de su hermano
su fortuna, su amor y su reposo.
Y a ninguno subleva esta injusticia
hecha a un ser sin malicia
de aspecto agreste y de carácter tierno.
¡Oh bondad! Tú despiertas la codicia
de todos los demonios del infierno!


II

   Mientras de Pedro el párroco asegura
que será en religión un alma pura,
y un genio sin rival en medicina,
se burla él ya de la moral del cura
amando sin virtud a su sobrina.
Es Pedro un hombre silencioso y grave,
y, aunque ya tiene vicios,
¿qué importan en un joven que ya sabe
que fundaron a Cádiz los Fenicios?
Finge bien la modestia el petulante;
y con genio y carácter volteriano,
es un mal estudiante
que estudia bien el corazón humano;
y, aunque escaso de ciencia,
como nació de escrúpulos ajeno,
le enseñó desde niño su conciencia
que ser sabio es más útil que ser bueno.
Dice él, que no ama el oro, y no lo creo;
y blanco de ira y por envidia flaco,
material por placer, de instinto ateo,
de rostro afable y de intención bellaco,
vive con la manía
de maldecir de su feliz estrella,
y cual buen pesimista en teoría
le va en la vida bien y habla mal de ella.


III

   Pero Juan, que era el bueno, y trabajaba,
¿qué puesto entre sus deudos ocupaba?
Un puesto tal que, al repartir la madre
los dulces que a los hijos les feriaba,
- «¿No das a Juan?»- le preguntaba el padre,
y ella decía:- «es cierto, lo olvidaba».-
Por cortedad huraño,
sólo habla con las mulas y el rebaño
que hacia los campos guía,
sin saber qué hora es en ningún día,
ni el día, ni aun el mes, en ningún año.
Siendo tan sobrio Juan, a falta de olla,
con cebolla y con pan se desayuna,
y ya alto el sol, sin diferencia alguna,
se come por variar pan y cebolla.
Como es todo mortal falto de trato,
según San Agustín, o santo o bestia,
por su gran castidad y su modestia
es Juan un Escipión y un Cincinato.
Para qué sirve el tenedor ignora,
y coge con los dedos las tajadas,
y ríe, cuando ríe, a carcajadas;
y aúlla como un lobo, cuando llora.
Aunque tiene cierto aire de limpieza,
dice Pedro su hermano
que, al tiempo en que se rasca la cabeza,
se peina con los dedos de la mano.
Prescinde en esta vida del deseo,
de la ilusión, del oro y de la gloria,
y evita, dando vueltas a la noria,
vendándose los ojos, el mareo.
Y este ser tan benigno ¿es destinado,
sin tocarle la suerte, al heroísmo?
La bondad es el suelo preparado
en que siempre los sabios han criado
el pan con que se nutre el egoísmo;
y por eso ya el vulgo ha sospechado
que han de ser y que fueron un ser mismo,
Juan Lanas, el buen Juan y Juan soldado.


IV

   Juan tiene por amante
a una joven de carnes excedentes,
que echa mano a la oreja a cada instante
para ver si están firmes los pendientes;
pendientes de cerezas que él recoge
en el campo de amor ciego,
y que ella fiel, con bíblicas ternezas,
antes los luce y se los come luego.
Es María, o Maruja, una aldeana
que, cual base de un sueño delicioso,
tiene un tío riquísimo en la Habana,
bonachón, algo verde y ya gotoso.
Tiene además los ojos como soles,
y en las sienes, tocando a las mejillas,
dos rizos, sostenidos por horquillas,
llamados en Triana caracoles.
Responde a los requiebros con cachetes,
y, no estando de risa amoratada,
parecen sus mofletes
un compuesto de leche y de granada.
Ama Juan a Maruja tan de veras
que si algo la pedía
aunque ella le decía:- «lo que quieras,»-
no sabía él tomar lo que quería.
Mas será para mí gran maravilla
si le es fiel a Juan Crespo la aldeana,
porque, más que a una doble cortesana,
tengo yo miedo a una mujer sencilla;
que el candor con sus honradeces,
tendiéndonos la red de sus patrañas,
enreda al cortesano con sus dobleces
lo mismo que a las moscas las arañas;
y la fe campesina es muy paciente,
pero, después de todo,
muy candorosamente
en el campo la gente
acomoda el amor a su acomodo.


V

   En conclusión: Pedro obligó a su hermano
a que fuese a cumplir su mala suerte
como aquel espartano
que en nombre de su honor y lanza en mano,
mandó a su esclavo a combatir a muerte.
Y al ponerle en camino,
así Pedro habló a Juan:- «Pues que el destino
suele hacer de un jayán un caballero,
y un héroe de un furriel adocenado,
no olvides, Juan, que para ser soldado
el despreciar la vida es lo primero».
Después el cura, de latín henchido,
en vez de unos doblones,
le echó, con un sermón, dos bendiciones;
y el padre, algo afligido,
como el cura, le dio buenas razones.
Total: muchos sermones;
un sermón muchas veces repetido.
Sólo un viejo pastor, ex-guerrillero,
sacó, rompiendo en llanto,
dos monedas gastadas por el canto,
de un bolsillo de cuero;
y,- «toma, Juan, le dijo,
no te doy más porque ya sabes, hijo,
que es cobarde un soldado con dinero».
Y Juan, casi ofendido en su ternura,
se alejó más que a prisa,
porque a nadie afligió su desventura:
y es que, según el cura,
era tan bueno Juan, que daba risa.
Víctima, en fin, de una implacable ciencia,
partió Juan con magnánima paciencia.
¡Admira el ver de lo que son capaces
esos hombres de bien que, pertinaces,
nunca pierden la fe ni la inocencia!


VI

   Mas cuando ya muy lejos, se extinguía
de un sol de otoño la postrera lumbre,
oye Juan, o cree oír, desde una cumbre
que es su casa un delirio de alegría.
Y se esforzó en seguir. Pero, notando
que al llegar de su hacienda a los linderos
el perro con ladridos lastimeros
le solía llamar de cuando en cuando,
como al fin se reduce nuestra vida
al humilde rincón en que nos aman,
quiere ver, con el alma enternecida,
si en su mansión querida
hay seres que le lloran y le llaman;
y, por la sombra nuestro Juan velado,
se volvió hacia su casa apresurado;
porque es nuestro destino
que pase el porvenir, como el pasado,
la mitad en andar por un camino,
y otra mitad en desandar lo andado.


VII

   Al llegar, mira, Juan por el postigo
lo que en la choza pasa,
mas se apoya en la esquina de la casa,
lo mismo que en el hombro de un amigo,
al ver desde la esquina
que, alrededor del fuego que brillaba
el gato de la casa ya ocupaba
el rincón que él llenaba en la cocina.
Y al notar con tristeza
que, olvidándose de él, muchos reían,
mientras pudo observar con extrañeza
que en la cuadra las mulas no comían
por volver, para verle, la cabeza,
el triste, en actitud desesperada,
a su dolor se entrega
con la frente apoyada
sobre el tronco del árbol de la entrada
que da sombra a la casa solariega.
Luego el rostro volviendo hacia la puerta,
en tanto que su cuerpo sostenía
el árbol que en verano parecía
una jaula de pájaros abierta,
vio que algunos reían y cantaban;
y al mirar que sus deudos lo olvidaban,
buscando en su dolor un compañero,
abrazó con encanto verdadero
el árbol cariñoso en que sesteaban
seis gallinas, un gallo y un cordero:
y hasta creyó que, respirando amores,
le daba un tierno «¡adiós!» por vez postrera,
aquel árbol, tan lleno en primavera,
de perfumes, de ruidos y de flores;
y entonces conoció su alma encantada
¡cuánto al bueno alboroza
esa canción, sin nombre, susurrada
por el sauce llorón que está a la entrada
de la puerta sin puerta de una choza!


VIII

   Y, en fin, viendo afligido
que el mundo de los Crespo, divertido
por festejar a aquel que se quedaba,
al desdichado Juan, que se marchaba,
dejaban de nombrarle por olvido,
humilde y humillado,
lo mismo que un cachorro castigado,
de dolor traspasadas sus entrañas,
se marchó a ser soldado,
al alborear de un día en que, aplomado,
el cielo se apoyaba en las montañas;
y huyó, y huyendo se mesó el cabello.
¡Ay del mortal que a conocer empieza
por la primera vez lo que es tristeza!
¡Ay del que es bueno y se arrepiente de ello!
Y solo, y de sí mismo frente a frente,
empezó a conocer, aunque con pena,
que es la propia bondad cosa excelente
para escabel de la ventura ajena.
Y al ver su porvenir desvanecido,
maldijo.... Pero luego, arrepentido,
echó mano al bolsillo en que tenía,
una estampa de un santo desollado,
lo besó con furiosa idolatría,
y después, alejándose de lado,
para ver bien la casa de María,
los ojos se enjugaba, y resignado,
- «¡Cómo ha de ser! ¡cómo ha de ser!»- decía.


IX

   De este modo, obediente y con tristeza,
vendido siempre Juan por su ternura,
fue a abismar su cabeza
en esa bruma de la vida oscura,
formada de altivez y de bajeza,
de injusticia, de envidia y de impostura.


X

   Y ahora que sabemos
que lleva la bondad a esos extremos,
ya escucho esta pregunta en vuestros labios:
- ¿Quién sabe más, los buenos o los sabios?
¡En el día del juicio lo veremos!

 
 
FIN
 
 






ArribaÍndice

Con el extracto de las advertencias de primeras ediciones



Prólogo

En este prólogo el autor hace una defensa de su sistema literario; pero parece más bien un ataque hecho al pasado. En él encarece la necesidad de prescindir en la lírica de las escuelas italiana y francesa, y fundar una escuela nacional poética, basada en el estilo y formas genuinamente españolas.

Nuestros lectores probablemente opinarán como nosotros, que en este prólogo hay más ideas de demolición que de reconstrucción.




I

El tren expreso


El tren expreso, poema descriptivo, término medio entre lo real y lo fantástico, historia de amor de dos seres desgraciados que se ven una hora para llorarse después toda la vida, es una poesía sencilla y grandilocuente, que unas veces toca en lo bucólico y que raya otras en lo épico; pero en la que siempre se hace gala de un lirismo y de una variedad inagotables.




II

La novia y el nido


La novia y el nido es una composición de esas que la filosofía moderna llama subjetivas, cuya acción pasa dentro de un corazón inocente, en ese instante supremo en que el primer rayo de luz empieza a disipar las tinieblas que envuelven santamente el pensamiento de un alma virgen.




III

Los grandes problemas


Los grandes problemas es la historia de una mujer que se confiesa a los diez años, a los veinte y a los treinta, y cuyas tres confesiones, reducidas a tres dudas o preguntas, abarcan los grandes problemas hacia los cuales convergen todos los demás problemas de la vida humana. Más que la historia de una mujer, es la historia de todas las mujeres. ¡Cuántas, al leerle, irán recordando las inocentes dudas y las tiernas emociones de su infancia! Y ¡cuántas, también, sumidas en ese mar de dudas que lleva siempre consigo la lucha entre los afectos del alma y los consejos de la razón, sentirán desfallecer su ánimo al contemplar el trágico fin de la heroína de este poema! Está desarrollado su asunto con una delicadeza tal de sentimiento, y es tan distinta la forma en que sus tres cantos se hallan escritos, que parece empezado por Samaniego, seguido por Byron y terminado por Goethe.




IV

Dulces cadenas


Es un idilio encantador y profundo el poemita que lleva por título Dulces cadenas. Da libertad a un canario una joven en el mismo día en que ella se casa: el pájaro, cansado de una libertad inútil, vuelve a buscar la prisión en que había vivido feliz; pero sorprendido por una tempestad, muere ametrallado por el granizo en la misma ventana de la alcoba nupcial de su libertadora. El asunto es dramático, el estilo tierno y el fondo elegíaco.




V

Historia de muchas cartas


Un joven que abandona su aldea por venir a la corte; que deja el cielo en que sintió latir su corazón acariciado por el fuego de un amor puro, para entrar en el infierno de las grandes ciudades, ese mar inmenso de malas pasiones; que se acuerda a cada momento de su amada, y que a cada momento se promete escribirle, dejándolo siempre para mañana, mañana que no llega nunca: he aquí el primer canto.- Una pobre niña amante y confiada siempre, y siempre aguardando la carta que no llega; buscando también el mañana en que ha de recibirla, ese mañana que constantemente se renueva y que poco a poco acaba al fin con su vida sin ver realizado su deseo: he aquí el segundo canto.

¡Ay! ¡Cuán verdad es, por desgracia, que esa historia se repite con frecuencia! Esa carta que indefectiblemente dejamos todos de escribir para mañana, es acaso el asunto más profundamente humano tratado en Los pequeños poemas. Si viviese aquel D. Benito- decía un amigo nuestro- aquel tipo perfecto del antiguo dómine que con dos pinceladas maestras nos describió el Sr. Campoamor en el Personalismo, y pudiese leer esta composición del que fue su discípulo de latinidad en el Puerto de Vega, sin duda hallaría en él más sentimiento, más gracia y más filosofía, que en todas las obras juntas de ese maldecido Horacio, que, a pesar de su aticismo, ha sido y seguirá siendo el tormento obligado de nuestros primeros años.




VI

El quinto no matar


El quinto no matar.-Idilio inimitable. Unas cuantas niñas encerradas en un colegio, se enteran de que un pájaro cuenta a la directora todo cuanto hacen y piensan; creen que ese pájaro fantástico es una tórtola que hay en el convento, y, para castigar tan chismoso e inoportuno testigo, deciden matarla de hambre, no echándole ya más desde aquel día

Migas de pan revueltas con alpiste.



Algún tiempo después, la tórtola muere de vieja, y las niñas entran en remordimientos, que dan lástima y risa, por la muerte que no han causado. El plan, el desarrollo y las ideas, puestas en boca de la niña que muere con el pesar de haber contribuido a la muerte del pájaro, son de una ternura y de una inocencia encantadoras. La idea de hacer morir con remordimientos por un crimen que no se ha cometido a una criatura que aún no puede tener ninguna idea del mal, es un pensamiento precioso. Esta exageración de virtud, esta purificación de lo que hay más puro, que es la inocencia, excede en ternura y en santidad a todos los pensamientos de todos los autores que hasta ahora se han ocupado en describir paraísos.




VII

La calumnia


La calumnia.- Antes y después de la célebre aria de Don Basilio en El Barbero de Sevilla, hay y ha habido varios cuentos, escritos en diferentes idiomas, que tienden todos a pintar con colores desastrosos los efectos de la calumnia. Este poemita, es de seguro lo más nuevo y mejor escrito de cuanto se ha publicado sobre este asunto.

Nace una niña

con un bello lunar en un costado,



niña que llega a ser una mujer de la más perfecta virtud. La memoria de aquel lunar, encomiado entre unos por amor, y publicado por otros con indiferencia, llega a ser por último, objeto de maliciosas sospechas para todos; y aquella pobre mujer se da la muerte, desesperada, al verse constantemente blanco de una hostilidad que se siente y no se ve. Arrojada por su marido, después de muerta, en la fosa común, para evitar la vergüenza de su recuerdo, cuando llega la hora de la rehabilitación, ni siquiera sus restos mortales pueden encontrarse para ser honrados, pues la calumnia siguió a la infortunada esposa hasta más allá de la tumba.

Por lo mismo que la causa de la tragedia es tan ligera como la existencia de un lunar, resalta más la filosofía de este poemita, cuyo plan, admirablemente pensado, está desarrollado con una energía y una delicadeza de pincel, que no puede menos de sorprender y encantar al que lo lee.




VIII

Don Juan


El Don Juan, es uno de los poemas más originales, y acaso el que está escrito con más desenfado por su autor. Alguna extrañeza, y lo hacemos notar de propósito, producirá tal vez el sitio elegido para la acción del segundo canto, que se desarrolla, no en el cielo, sino en el vestíbulo del cielo: pero, a los que así piensen, les diremos que, respetando la moral, en materias de arte, el arte es lo primero.

No se ha podido hacer una sátira más descarada contra el sentido moral del género humano, que el D. Juan de Byron; ni se puede ridiculizar a este personaje con más originalidad que lo hace el Sr. Campoamor.

Nuestro poeta coge a D. Juan ya viejo, lo mata ignominiosamente de puro amado, y le hace entrar en el cielo, por desprecio, redimido por una de aquellas mujeres a quienes siempre había burlado. La intención y el chiste con que está desarrollado el pensamiento de este poema, es de un alcance sin ejemplo. Si el gran vate inglés pudiese leer este irónico castigo lanzado contra la escandalosa celebridad de su héroe favorito, es posible que no quisiera cambiar la brillantez de su estilo por la inimitable gracia y morbidez del poeta español, pero seguramente envidiaría la originalidad y el arte de dramatizar un asunto, cualidades de que Byron carecía totalmente, y en las cuales el señor Campoamor es maestro consumado.




IX

Las tres rosas


Las tres rosas, en cuyo desarrollo el Sr. Campoamor hace gala de una forma nueva y sorprendente, es un poema dividido en jornadas, y éstas en escenas, cada una de las cuales encierra un verdadero poemita, el que, aislado, resulta tan completo como unido al todo de que forma parte.

El lector deducirá al través de la fría realidad que se advierte en casi todo el poema, la enseñanza moral que se desprende de una obra en que un mismo personaje, adorado primero por una mujer de más edad, a quien abandona infielmente, llega en su edad adulta a ser castigado por la indiferencia de otra de sus sucesoras.

Aunque no es nuestro objeto señalar aquí una por una todas las bellezas de Las tres rosas, creemos deber llamar la atención de nuestros lectores sobre algunos detalles que en ésta, acaso más que en ninguna de sus otras obras, demuestran que no es una hipérbole caprichosa el aserto de un crítico cuando dice que nuestro autor suele hablar de las mujeres más apasionadas, con el mismo, a veces con más pudor, que lo hacen nuestros místicos al ocuparse de las vírgenes en algunas de sus descripciones extáticas.

Citaremos únicamente, en apoyo de lo que decimos, el siguiente terceto:


Al llegar el instante de la hora
en que se hunde aquel puente que separa
a Eva inocente de Eva pecadora...






X

Dichas sin nombre


Es un idilio precioso: descripción de una escena campestre, en la cual un joven tuvo la dicha de jugar en una quinta de Pombal, en Lisboa, con una inglesita muy bella y cuyo nombre no recuerda.

Seguramente que de este poemita no se podría decir lo que Enrique Heine, con algo de desenfado, decía del gran Víctor Hugo, afirmando que a éste, para ser buen escritor francés, le faltaban tres cosas: la naturalidad, la gracia, y el buen gusto. ¡Qué ironía tan natural! ¡Qué gracia de estilo! ¡qué riqueza de imágenes! y ¡qué variedad de tonos!




XI

Las flores vuelan


Las flores vuelan, capricho literario que no se sabe si es comedia o poema, está fundado sobre un pensamiento tan profundo como agudo. Nada hay más gracioso ni más filosófico que esa flor que, saliendo de manos de un pobre poeta pasa a las de una dama rica y plebeya; de ésta a un conde, del conde a la doncella de la señora, de la doncella al ayuda de cámara del conde, del ayuda de cámara del conde a la planchadora de la dama, y desde las manos de la planchadora vuelve a las del poeta pobre, que fue el primero que echó a volar la flor, a la cual Calderón, con más propiedad que a un ave, la hubiera llamado ramillete con alas.

Herida la imaginación del poeta por aquella serie de perfidias, por efecto de las cuales vuelve a ser dueño de la prenda de su amor, pide la flor a la dama, ésta al conde, el conde a la doncella, la doncella al ayuda de cámara, el ayuda de cámara a la planchadora, y la planchadora al poeta, quien se la entrega, para poder seguir con la vista el vuelo de aquella flor, símbolo de la inconstancia humana. Pero siéndole imposible al poeta ver los subterráneos sociales por donde la flor vuelve a desandar el camino recorrido, se encuentra de pronto sorprendido con la flor que le devuelve la dama, y entonces cae en el desencanto de que aquella prenda de su afecto ha recorrido todo el círculo social, desde la gran dama hasta la pupilera, sacando por consecuencia que los afectos, o lo que es lo mismo, las flores que los representan, vuelan como los pájaros, no a la luz del día, sino a favor de las tinieblas de los antros de la vida humana.




XII

El trompo y la muñeca


Los hombres debían guardar un trompo, y las mujeres una muñeca, para que en vista de estos símbolos de inocencia, pudiesen recordar en la vejez, las delicias de la infancia.

Unir los dos extremos de la vida por medio del recuerdo de la ignorancia del mal, es un pensamiento que está aquí desarrollado con una novedad y una gracia que encantan.




XIII

La gloria de los Austrias


Cuentan las crónicas que un labrador del pueblo de Cuacos, hizo bajar a pedradas de la cima de un árbol, al cual se había subido a hurtar fruta, a un niño, que después fue D. Juan de Austria, vencedor de Lepanto.

Este es el asunto del poema. D. Juan es corrido a pedradas por el labrador. El emperador interviene con algo de mal humor en favor del niño. El labrador detiene a aquel desconocido, en nombre de la ley ultrajada. Un pordiosero garantiza al Emperador detenido, en agradecimiento de haber recibido de él algún mendrugo de pan. Pone en libertad el rústico al Emperador, a ruego del leproso, y al dirigirse al convento el gran Carlos V, en la región donde era conocido


    - ¡Buen viaje, Majestad!- dice la gente.
- ¡Gracias, gracias! don Carlos repetía;
y,- ¡buena está mi majestad!- decía.



La versificación, a pesar de la indocilidad del metro, parece un trozo de un canto del Ariosto. La anécdota es graciosa, y la más propia para escribir este dramita, en el cual la gloria y la grandeza del hombre están reducidas a ser unas nadas miserables, ante la majestad impersonal de la razón y de la virtud.




XIV

Los amores en la luna


Algunas veces hemos oído al ilustre orador, el Sr. Don Alejandro Pidal y Mon, que Campoamor no idealizaba lo real, sino que sensualizaba lo ideal. No comprendemos bien la diferencia de estos dos idealismos, establecida por el señor Pidal. Este amor de San Francisco de Borja a la esposa de Carlos V, es de una verdad histórica incontestable.

Nuestro autor, al trasladar esta pasión de la tierra a la luna, en vez de sensualizar lo ideal, idealiza lo real, y he aquí probado que la aserción del Sr. Pidal, aunque parece ingeniosa, no establece ninguna diferencia entre los dos idealismos.

Este pequeño poema, tan original, tan fantástico, tan misterioso y vago que, según la expresión de una mujer, parece escrito con luz de luna, es a pesar de su idealismo lo más profundamente humano que ha salido nunca de la pluma de un poeta.




XV

La música


Como entendemos poco de música, dudamos si este poema es una aria coreada o un cuarteto lírico-poético que ejecuta, trasportada a uno de los sitios más deliciosos del Parnaso, la ilustre familia del primer marqués de Molins.

Problema: el arte divino de música ¿dice lo que quiere, o más bien, suponemos que nos dice lo que nosotros queremos?

Un pájaro que canta ¿ríe o llora?

¿Por qué la misma música que alegra a unos, entristece a otros? Cuestión importante de psicología. El mundo exterior no es como parece, sino como queremos que sea.




XVI

La lira rota


Ginés el Sevillano, al cual una niña le rompe la guitarra por arrojarle una moneda, es el tipo eterno de esos talentos desconocidos que aspirando a la gloria, se encuentran detenidos en su camino, lo mismo por una dicha que por una mala ventura de la suerte.




XVII

Los caminos de la dicha


Un tío paterno aconseja al autor que busque la dicha por la izquierda del camino de la vida, porque él la ha buscado por la derecha, y no la ha encontrado. Otro tío materno le amonesta lo contrario, aconsejándole que tome por la derecha, porque, según su experiencia, por el lado izquierdo no se encuentra jamás la dicha deseada.

El autor vacila entre estos dos extremos, y tomando un término medio, unas veces encuentra por la derecha el hastío del placer no alcanzado, y otra vez halla por la izquierda el hastío del goce ya agotado. Resumen: que en la tierra no hay camino posible para ir a la dicha.




XVIII

Por donde viene la muerte


La eterna cuestión: la lucha entro lo real y lo ideal.

Creemos con el Sr. Revilla que esta es una obra de arte perfecta.




XIV

El amor y el río Piedra


Dos amantes no pueden soportar el dolor de la ausencia. Ella huye del hogar doméstico; y él, que es soldado, deserta de su regimiento. Se van a arrojar al río Piedra, y al verse en las aguas, un sentimiento de amor los llama a la vida. Se cansan del amor y él se vuelve a las filas, abandonando a su amada. Han delinquido por amor, y el amor primero los castiga por locos, y después la justicia los castiga por delincuentes.

Esta historia se conoce que es el pretexto para describir las maravillas del Monasterio de Piedra, donde dicen los que las han visto que allí la poesía nunca llega a la realidad.




XV

Los buenos y los sabios


Juan es el bueno y Pedro es el sabio. El bueno trabaja y sufre, para que el sabio ni sufra ni trabaje. Los hombres todos son, o Juanes o Pedros. La humanidad se divide en dos partes: en explotadores y en explotados.


Terminemos ya esta larga reseña con dos palabras. El género literario de Los pequeños poemas es tan sencillo y tan filosófico al mismo tiempo, que, a los jóvenes, nos hace pensar con seriedad; y a los hombres de edad madura, les inspira frases como las siguientes, escritas por el célebre poeta portugués D. A. Feliciano del Castillo, en una carta que nosotros hemos visto dirigida al ilustrado embajador de España en Lisboa, el Sr. D. Ángel Fernández de los Ríos: Cuando leo LOS PEQUEÑOS POEMAS, a pesar de mis setenta años cumplidos, siento renacer en mi corazón todos los ardores y todas las alegrías de la primera edad de mi vida.

De los veinte poemas de que consta nuestra publicación, se debe asegurar lo que decía un ilustre escritor definiendo la poesía: «No se puede sentir más hondo, pensar más alto ni hablar más claro».

Concluiremos esta corta reseña con una afirmación absoluta, aun a riesgo de desafiar a la crítica más severa y más preocupada de lo extranjero y de lo antiguo.

Una colección de poemas cortos, escritos con la naturalidad, la elevación y la filosofía de éstos, es un fenómeno literario, del cual no hay ejemplo en ninguna literatura del mundo, ni antigua, ni moderna.

Los editores