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ArribaAbajoHablemos de mi pleito

«Beatus ille qui procul negotiis».


HORAT.                


«Dichoso el que, de pleitos alejado...».

Cuando la imaginación se halla afectada de una idea dominante, es en vano el pretender reducirla a ocuparse en otro objeto, pues la menor coincidencia, la más insignificante expresión, suelen ser causas suficientes para hacer inútiles nuestros esfuerzos, y volvernos a lanzar de nuevo en el agitado círculo de aquella misma idea de que pretendíamos huir.

Hablo por experiencia propia; y si ya de antemano no estuviera convencido de ello, el suceso presente bastaría a probármelo con rigorosa exactitud.

Después de haber pasado una noche bien larga y agitada, soñando con lo que suele soñar un litigante, es decir, con mi pleito, me preparaba a disipar aquellas tumultuosas ideas, borrajeando un artículo crítico-burlesco que ofrecer a mis benévolos lectores; pero el diablo (que no duerme) había extravasado entre mis papeles uno, que por el sello real, sus anchas márgenes, y las tres iniciales «M. P. S»., que le encabezaban, reconocí muy luego por uno de los alegatos, el alegato número 62 de mi derecho en el pleito consabido. -Y no fue menester más para que mi imaginación, rebelada de nuevo y dispuesta a no transigir con otra idea, me arrancase violentamente a mis propósitos, lanzándome, sin voluntad mía, desde el palacio de Momo al santuario de Thémis; desde mis libros favoritos a la Guía de Forasteros y al Febrero adicionado; desde la festiva máscara de Talía a la indigesta faz de un escribano.

El compromiso era grande: de un lado el cajista de la imprenta esperando el artículo de costumbres; por otro mi pluma negándose por aquel momento a trazar otras frases que no fuesen las consabidas del otro-si y del y por qué; Adisson y Labruyère huyendo a todo correr de mi cabeza; la pieza corriente de los autos brindándome con trescientas cincuenta fojas de entretenida lectura; mi memoria llena de trámites judiciales; mi voluntad buscando en vano lances cómicos y observaciones festivas; -¿qué recurso, pues, me quedaba? ¿recurso de apelación o de injusticia notoria? -Mi escaso entendimiento no halló otro alguno que el de amalgamar, si fuese posible, aquellas dos ideas; y supuesto que el público reclamaba costumbres, y que mi imaginación se encastillaba en el foro, probar a escribir un artículo de costumbres del foro, con lo cual tranquilamente, y como por la mano, encontraba la salida de tan grave e compromiso. Tomada, en fin, esta resolución, falta saber si los lectores aceptan el partido... ¿Dicen VV. que sí? Vaya, pues hablemos de mi pleito; casualmente aquí tengo los papeles.

Ante todas cosas, conviene advertir que yo no soy de aquellos litigantes infatigables, que en llegando a agarrar por su cuenta un tantico de auditorio, no están contentos si no le embocan la historia de su litis, tomando su principio, cuando no desde el pecado de Adán, por lo menos y en gracia de la brevedad, desde la mismísima arca de Noé. -No, señor; nada menos que eso; -me hago cargo de la razón; y a decir verdad, ¿qué les importa a los lectores el que yo haya heredado un pleito por parte de un tío materno, el cual tío lo recibió directamente de su padre, y éste se hizo cargo de él por vía de dote con la blanca mano de mi bisabuela, la cual es fama que ya venía representando en el tal embrollo el derecho y acción de tres generaciones anteriores? -¿Qué falta les hace enterarse de que este tal pleito sea sobre propiedad de unas, en otro tiempo viñas, en tierra de Jerez, ni que empezara su sustanciación (la del pleito, no la de las viñas), en dicha ciudad, y que siguiera en Granada, y que luego viniera a Madrid, y pasara por todos los juzgados posibles (incluso el de Mostrencos), y subdividido en incidentes, como un drama romántico, o en artículos, como las Escenas Matritenses, abrace, en fin, bajo una misma cuerda las capacidades acumuladas de cuatro alcaldes mayores, dos Audiencias, una Chancillería y un Supremo Consejo? -¿Qué les importa, digo, saber que el dicho proceso, entre interlocutorios y definitivas, entre confirmaciones y reformas, cuenta ya en su seno hasta catorce sentencias, de las cuales cinco a favor de la contraria, y cinco al mío, amén de otras cuatro a guisa de oráculo u logogrifo que nadie ha acertado a descifrar? -¿Que adelantará, en fin, con saber que mientras los autos se robustecen de un modo asombroso con el fecundo raudal de la sabiduría de jueces y abogados, las viñas desaparecieron hace siglo y medio, y que hoy día la tradición se esfuerza vanamente a conjeturar hacia qué parte, legua más o menos, estuvieron plantadas?

Todo esto, a decir la verdad, de poco o nada aprovecha al lector, y de lo que si únicamente le conviene enterarse, es de que yo tengo justicia; y esto se lo aseguro yo bajo la fe de mi abogado, el cual me lo asegura a mí bajo la fe de la Novísima Recopilación; fe, sin embargo, tan voluntariosa y coqueta, que suele no pocas veces hacerme rabiar, empeñándose en favorecer a mi contrario.

Satisfechos ya los oyentes de que uno y otro somos litigantes de buena fe, aunque de poca caridad, resta decir que nuestra obstinación respectiva heredada y adquirida es tal, que ni que fuéramos partidos políticos, y antes consentiríamos en perder ambos la existencia que acercarnos al menor término de transacción y de acomodo. -Nada de eso. -«Perezcan las viñas (dice la contraria) antes que mi derecho». -«Perezcan las tierras (digo yo) antes que el derecho de mi abuela».

Y nuestros abogados respectivos, dignos intérpretes de aquellos sentimientos, aplauden y encomian nuestro valor, y nos convencen más y más de nuestra justicia (todo, por supuesto, con su cuenta y razón), y nos explayan y formulan nuestros derechos, a tanto la hoja; y nos ajustan un memorial cargado de razón, y nos aflojan el bolsillo descargado por ellos de pesetas. Así que lo menos curioso del tal pleito somos las partes, quiero decir, mi contraria y yo, porque sólo aparecemos en relación, y nuestro nombre sólo sirve de pretexto para hacer resaltar la elocuencia de nuestros respectivos defensores.

El encargado de pensar por mí y de reducir a fórmula lo que dice que yo deseo, es un veterano del foro, formado en las aulas Salmanticenses, curado en Chancillerías y Audiencias, cocido luego en concursos y abintestatos por todas las escribanías de número de esta heroica villa, y servido después en menestra de tanteos, moratorias y despojos, en todas las salas de los antiguos consejos y de los modernos tribunales. -Déjase, por lo dicho, inferir lo sabroso que será el manjar de su forense erudición, y si habrá causa, por menguada que sea, que no adquiera en manos de Don Simeón Pandectas todos los colores del iris.

«El estilo (dice Montaigne) es el hombre»; y si esta observación es exacta, como yo creo muy bien, pueden echarse a discurrir qué hombrecito será el que escribe por este estilo. -Y por cuanto los supradichos argumentos bastarían a pulverizar y reducir al silencio cualquiera erizada batería de sofísticas almenas tras de la que pretenda encastillarse la contraria; y porque las pruebas en que hoy nos revolcamos, combinadas y puestas en infusión en el lucífero crisol de la sabiduría de V. A., no podrán menos de hacer patente a todas luces del día y de la noche, de presentes, y venituros, el indubitable derecho de mis partes, en formidable contraste con la simulación y mendacioso artificio dispuesto por su mal aconsejado contrincante; y toda vez, en fin, que en los ciento sesenta y dos años que ha que acudió mi cliente o sus causantes al templo de la justicia en denuncia de la detentación de que era víctima por parte del precitado N.; y atendiendo a que después del sostenido combate con que demandantes y demandados, tirios y troyanos, han venido sosteniendo el argumento respectivo en el magnífico palenque de las cincuenta y dos piezas de los autos que hoy desentrañamos, aparece, en fin, satisfactoriamente dilucidada la cuestión, y disipadas las densas nieblas, refulgente penetrando el sol de la verdad en las mentes más aceradas y obtusas; -A. V. A. suplico se sirva por méritos de lo expuesto proveer, resolver y de terminar, conforme y en los términos que en el ingreso de este escrito dejo impetrado, y anular y reformar las ilegalidades (hablo con la venia) del inferior, como así es de justicia que pido, juro, costas, etc. -Otro, sí digo: que por cuanto en el alegato contrario a que contesto, se sientan expresiones a su folio 14 vuelto, líneas 16, por maneras injuriosas al defensor que suscribe, apellidándole retrógrado y añejo, y a su estilo exótico y gerundense, con otras varias demasías que ponen de manifiesto la juvenil arrogancia y la falta de práctica del letrado contendente; -A. V. A. suplico se sirva mandar que se tilden, borren y tachen supradichas palabras, con los apercibimientos y declaraciones y aditamentos que V. A. en la balanza de su ilustración tenga a bien ordenar, como también así procede en términos legales, etc., etc. -Licenciado, Don Simeón Pandectas. -Honorario por reconocimiento, extracto y alegato, cien ducados.

El defensor de la contraria es, en efecto, un joven de ventiocho, recientemente laureado por la Universidad de Alcalá, y tan diferente en genio y en estilo de mi vetusto don Simeón, como se infiere de todos sus escritos, en que todavía respira el sabor declamatorio del aula, y el hiperbólico estilo tribunicio. A las indigestas disertaciones de mi letrado suele responder él con trozos tan oportunos como el siguiente: -¿Hasta cuándo, señor, hasta cuándo, la contraria abusará de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo el error ocupará el lugar de la verdad, la debilidad o la ignorancia el de la justicia y la sana razón? ¡Alma virtud! ¡Tú, que desde el cielo riges el destino de los mortales que te imploran, rasga ya, rasga el misterioso velo que encubre el derecho de mi defendido, y dinos que a él pertenecen las viñas en cuestión! Ábranse, señor, las páginas de la Historia, y desde las más remotas edades veremos el sagrado derecho de propiedad combatido por los sofísticos argumentos de la envidia; empero las leyes venerandas vuelan por doquier a su socorro. Y para no engolfarnos en los siglos más remotos, escuchemos únicamente al grande orador del foro explayar con este motivo las reflexiones siguientes. (Aquí trascribía un buen trozo de la oración Pro domo sua, y continuaba.) Ni se diga, señor, que para huir del caso presente me remonto a los tiempos heroicos y a las legislaciones extrañas, no; para dar la robustez necesaria a mis argumentos, la justicia patria me servirá de apoyo suficiente; ábranse esas Partidas, código venerando de la sabiduría de un gran pueblo; recórranse esos Fueros y Recopilaciones y en los tiempos modernos esas copiosas colecciones de decretos y Reales órdenes, y se concluirá, etcétera, etc». -Y por aquí iba discurriendo hasta que probaba con los discursos de Mirabeau y las coplas de Juan de Mena que las tierras no me pertenecían, y que se me debía imponer perpetuo silencio en materia de viñas.

Pero no son únicamente los dos abogados los personajes que figuran en primer término en el interesante cuadro de mi pleito. Agrúpanse en torno de ellos, a la sombra de sus respectivas banderas, dos numerosas cohortes de figuras simbólicas, cada una de las cuales representa una jerarquía determinada en el inmenso campo curialense. Los procuradores y agentes; los escribanos de cámara, de número y diligencias; los relatores y agentes fiscales, los pajes de bolsa, alguaciles y porteros; y otra porción de aves menores de esta gran familia plumática, forman vistosa y distinguida comparsa a los dos mantenedores del torneo, o sea combate, en que mi contrario y yo somos las bellezas rivales, y algunas doradas monedas el noble galardón del vencedor. -Allá en el fondo, último término del cuadro, alumbrados por escasa luz, y cobijados bajo magnífico dosel, los jueces del campo dejan adivinar las plateadas frentes, y con voz providencial y fatídica pronuncian el fallo, e interpretan al caso particular las disposiciones generales de la ley.

¡Oh dichosa edad, y siglos dichosos aquéllos en que un sexagenario patriarca, sentado en el humilde escaño ala sombra de un olmo, escuchaba las quejas sencillamente expresadas de los demandantes y las contestaciones francas y categóricas de los demandados, y con arreglo a entrambas, y sin más código que el de la verdad y la sana razón, pronunciaba una palabra de paz y de justicia, y luego los hombres se apresuraban a respetarla, y dar a cada uno lo que suyo era! -Empero, por desgracia, aquellos siglos pasaron, y vinieron otros de petulancia y de falsía, y las nubes de la ignorancia se agruparon sobre el templo de la ley, y la estatua de la Justicia se vio a veces cubierta con el velo del error, y la sofistería o la mala fe pugnaron por extender su dominio en el santuario de la verdad y de la sabiduría. Desde entonces, cual en templo profanado y en ruinas suelen aparecer por entre las anchas grietas de sus murallas los malignos insectos o las silvestres plantas, viéronse hormiguear en el foro los abusos y los errores, y nacer y alimentarse variedad de alimañas, que hicieron temer al hombre justo el acercarse atan peligroso recinto.

Y porque dejemos el estilo metafórico, y vengamos al material y positivo, figúrate tú, caro lector, que una mañanita temprano te encuentras con la novedad de que mi señora la Discordia se ha entrado de rondón por tus puertas, y que sin parte activa tuya, has sido víctima de algún entuerto, que en pro de tu interés o de tu buena fama te conviene enmendar o desfacer. -Tú quisieras ¡ya se ve! acabar, si fuese posible, en un minuto con tu competidor (o sea, si te place, competidora); y cuando esto no fuera dable, acudir a quien breve y sumariamente te diese la razón, si la tenías, y a tu contrario obligase a dártela también. Cosa es todo esto muy natural y sencilla en teoría; pero el interés (principal móvil que dirige esta máquina mundana) ha llegado a poner en la práctica tales trabas entre la demanda y la sentencia, entre el agravio y el desagravio, que muchas veces la muerte suele encontrar en el camino a los contrincantes y arrebatarles a su torbellino antes de llegar al término deseado.

Y a tal punto llegan las cosas, y tal ha venido a parar la señora Justicia en manos de los hombres de letras, que no es para todos el entenderla, y sólo a los iniciados en sus misterios (¡los misterios de la verdad!) es dado el penetrar en su oráculo y promover e interpretar sus decisiones, para darlas luego a conocer a los profanos a quienes obliga su cumplimiento. -Porque los abogados dividen el mundo en dos clases de gentes, a saber: -abogados, y no abogados; -a la primera regalan la inteligencia; en la segunda suponen el vacío.

Y volviendo al v. gr. de tu pleito, lector amigo, has de saber que desde el primer momento que le entables, aparece claramente aquella nulidad de tu persona, sin que te valga para evitarla el ir acompañado de tus respectivos padrinos forenses, porque ellos te harán quedar a la entrada del palenque, y sólo ellos penetrarán en el interior, y allí te dejarán el único consuelo de verlos batirse con tus municiones.

Y así es que para presentarte a usar de tu derecho, lo primero que tienes que hacer es llamar a un escribano Real, notario de los reinos, para que use de él por ti; porque nada serviría que tú dijeses: -«Yo, Fulano de Tal, quiero esto, y digo lo otro, y otorgo lo de más allá», -si un escribano no da fe de que tú eres tú, y que quieres otorgar o decir lo que quieres decir y otorgar; que es decirte que si quieres ser creído en juicio y fuera de él, tienes que hablar por su boca, como pudieras hacerlo por boca de ganso, y dar un poder amplio, general y bastante, cual de derecho se requiere y es necesario a Fulano o Mengano para que te defienda en el supuesto pleito, etc., con otra multitud de fórmulas todas tan rotundas y eufónicas como éstas... «Pida, ejecuciones, prisiones, soltaras, embargos, desembargos, ventas, trances y remates de bienes...». «Tache y contradiga, recuse, jure y se aparte...». «Oiga autos y sentencias, interlocutorios y definitivas, consienta lo favorable, y de lo adverso apele y suplique, etc., etc...». Todo esto te hace decir tu escribano, por supuesto, en el papel del sello correspondiente, porque también desde aquel momento has renunciado a tu papel, por muy bueno que lo gastes, habiendo de trocarle por otro bastante malo; pero que no por eso dejará de costarte a razón de cuarenta maravedís por hoja, y advierte que éstas tampoco serán economizadas por los amanuenses, que con sus anchas márgenes y letras gordas, parecen tener convenio tácito con la Hacienda nacional.

Luego que hayas otorgado el poder y ejecutado la misteriosa incubación de tu persona en la persona de tu apoderado, desaparecerá aquélla, y únicamente quedarás bajo la forma de tu agente de negocios, o tu alter ego, al cual cuidarás de continuar influyendo la vitalidad, suministrándole los correspondientes fondos e instrucciones; pero sobre todo los fondos, porque sin ello te expones a verle convertido en autómata descompuesto, y sólo quiero recordarte lo que con este motivo dice el ingenioso D. Ramón de la Cruz:


    «Los agentes y relojes
Son máquinas delicadas,
Que si- no se les da cuerda,
Luego al instante se paran».

Y ya en los tiempos antiguos el mordaz Góngora (que sin duda había tenido un pleito) se anticipó a expresar una idea semejante en los siguientes versos:


    «Cualquiera que pleitos trata
Aunque sea sin razón,
Deje el río Marañón
Y éntrese en el de la Plata,
Que hallará corriente grata
Y puerto de claridad,
Verdad».

Mas volviendo al agente, éste tampoco se presentará ostensiblemente en representación de tu derecho, sino que oculto entre telones dirigirá desde allí los movimientos de los actores, regulará su acción, y aplicando a la máquina el necesario combustible, él la hará marchar con rapidez conveniente, tocando con oportunidad los resortes que se descompongan o entorpezcan. Por lo demás, aparentemente y para dar la cara en la cuestión, él sustituirá tu poder en uno de los procuradores del número, que encabezará y firmará tus peticiones y te hará saber su resultado, y correrá del tribunal a la escribanía, y apremiará al contrario, y será apremiado por él, y en tomas y recibos (tomando y recibiendo), y en apremios y términos, y rebeldías y avisos te regalará al cabo del año con una minutita de vara y media que habrás de aceptar a la vista.

Ya tienes un representante jurado en el tribunal; ya ha presentado el poder que le autoriza, y el Juzgado ha dicho: «Hásele por parte»; -ya tiene que probar tu demanda; pero hasta esto no alcanza su juicio material ni sus escasas letras; con que tienes precisión de valerte de un abogado (y si no lo has por enojo, te recomiendo al mío, que ya habrás conocido por el estilo que es hombre de calibre y de brocha gorda), el cual formulará tu petición en unos cuantos pliegos de argumentos, y luego la pasará al procurador, y éste al escribano, el cual la hará presente al tribunal,.y el tribunal dirá: «Traslado a la otra parte»; -y la otra parte no querrá acudir a responderte, y tendrás que acusarle tres rebeldías con otros tantos autos, y por último, se presentará, y luego pedirá tres términos para contestar, y al cabo de ellos lo verificará; y vendrá de nuevo el proceso a manos de tu defensor, que volverá a reproducir lo dicho, y luego al otro, y después a ti; y más adelante serás recibido a prueba, y se te concederán los ochenta días de la ley, y ambas partes buscaréis testigos, y haréis largas informaciones; y después, cuando el escribano dé cuenta al tribunal, éste dirá que lo haga el relator, y éste hará nuevo extracto y apuntamiento y relación, y dirá el tribunal: «Pase al fiscal»; -y éste mandará a su agente fiscal que le diga lo que ha de responder, y luego vuelta a la rueda; y a lo mejor el contrario formará un artículo de no contestar -el cual es otro pleito aparte (como si dijéramos un episodio del drama); -y después de bien sustanciado se reunirá todo a lo principal; y por último, se llamará a estrados, y acudirán los abogados a esforzar sus pulmones, y el presidente tocará la campanilla, y dirá: «Vistos»; -y os retiraréis; y aquella noche no dormirás, y a la mañana siguiente vendrá el paje del relator con una providencia que no entenderás, y tu agente tampoco, y la pasarás al abogado, y éste no se conformará, y apelara a la otra sala, y vuelta a la rueda; y después será confirmada la sentencia, y suplicarás de ella; digo, suplicarán tus nietos, porque tú supongo que ya estarás hace años en el otro mundo, y por último, tal vez ganarás el pleito; pero será cuando ya tu derecho se haya convertido en derechos de todos aquellos señores que han trabajado por tu cuenta y sin su riesgo, y hallarás que tus viñas (si pleiteas por viñas como yo) se han trasformado en pedimentos, autos, apremios, tiras, juntas, pases, encomiendas, tomas, llevadas y traídas, firmas, notas, entregas, propinas y papel sellado; pero en cambio te encontrarás con una ejecutoria para tomar posesión de lo que ya no existe, y un proceso en variedad de letras por donde puedan aprender a leer tus biznietos; esto es si ganas el pleito; mas si lo perdieres y te quedaras sin todo aquello, más sin la ejecutoria, y sólo podrás usar de la cuerda de los autos, si acaso te viniese gana de acabar dramáticamente tu existencia.

Perdona, caro lector, si la agitación de mi mente me ha conducido adonde no pensaba; tú por fortuna acaso te hallas libre de este temor, mas para lo sustancial, que es desahogarme contigo, y enterarte de lo que yo debo sufrir como litigante, tanto da que hablemos de mi pleito como del tuyo ¿Que no le tienes? (me dices) -¡tanto mejor! ¡Dichoso tú, que te habrás fastidiado con la lectura de mi artículo, y podrás arrojarle repitiendo con Horacio: ¡Beatus ille qui procul negotiis!

(Setiembre de 1837)




ArribaAbajoLa almoneda


    «Venus, la diosa de Chipre,
Ya es matrona genovesa,
Guarismo sabe su niño,
Multiplica, suma y resta».


GÓNGORA.                


En la pintoresca galería de caracteres originales que se pasean por el mundo, merecen una honorífica, mención don Policarpo de la Transfiguración Omnibus de los Santos, sujeto singular en quien parecen haberse reunido todas las circunstancias sustanciales de los dos siglos pasado y presente, formando, por decirlo así, un verdadero mosaico de cualidades tan varias y heterogéneas que causarían la desesperación del químico que intentara analizarle.

Allá en sus juventudes fue estudiante, y metió mucho ruido en la Universidad, no tanto con la brillantez de sus conclusiones, como con las cuerdas de su guitarra. -Andando el tiempo vino ti ordenarse de abate, cosa indispensable en aquel entonces para cortejar y bailar el bolero, hasta que, cansado de los estudios, renegó del latín y se hizo poeta. -Luego vino la patria a requerir su espada, y combatió valerosamente en todas las acciones que se perdieron, y después, no pudiendo acostumbrarse a la paz, se abrazó de nuevo con sus antiguos Bártulos, y guerreó en los tribunales con cañones de cisne y balas de papel sellado. -Más adelante, aficionado a los viajes, se hizo comerciante, y quebró, y entonces echó, coche para evitar que le persiguiesen los acreedores. -Por último, se metió a pretendiente, y fue mueble obligado de todas las antesalas, y luego que consiguió, hizo que otros frecuentasen la suya. -Y en todas estas andanzas fue tres veces casado, y otras tantas acertó a enviudar, heredando, por supuesto, a sus respectivas consortes; y después de serio todo, llegó por fin a no ser nada, que es lo que hay que ser en este inundo, si es que nada sea el hallarse un hombre a los cincuenta de su edad con cara fresca, y humor alegre, y bolsa llena, y salud cumplida, y ninguna obligación, más que la de todo fiel cristiano.

Ya, en fin, que se vio dueño absoluto de su persona, de sus cuantiosas rentas y de sus veinte y cuatro horas diarias, se consideró por el pronto en aquel extremo de felicidad a que siempre había aspirado. Pero muy luego empezó a fastidiarse de aquella inacción, y acostumbrado, como lo estaba su vida, a una ocupación continua, a un agitado movimiento, llegó a mirar su reposo como una parálisis moral, como una muerte prematura. Su inclinación y su genio natural triunfaron al fin de su conveniencia, renunciando voluntariamente a ésta y dando rienda suelta a aquéllos, en términos que hoy día es el hombre más ocupado que conozco, sin embargo de que nadie tenga derecho a ocuparle.

Porque él corre las calles desde que amanece Dios hasta las altas horas de la noche, y tan pronto se le ve disputando políticamente en un corrillo de la Puerta del Sol, como pidiendo para los pobres del barrio a la puerta de una iglesia; -ya sirviendo de testigo en un tribunal; ya defendiendo proyectos en una sociedad literaria; -ora poniendo cataplasmas o dando caldos a un enfermo; -ora acompañando a unas señoras en un palco de la ópera. No hay boda desde la calle de San Antón hasta la de Carretas, desde Afligidos a las Vistillas, en que él no sea el padrino, o corra con los contratos, o componga los versos, o coma los dulces. Si es entierro y él por fuerza ha de ser el albacea, o dirigir el inventario, o presidir el funeral; si bautizo, alquilará los coches, e imprimirá las esquelas, o tendrá en la pila al recién nacido. -Todos los ministros que se nombren han de ser por fuerza amigos suyos, y los habrá de felicitar, y les hará recomendaciones, y desde la casa del entrante irá a la del que cayó, y consolará a la señora, y declamará con el señor sobre la injusticia de los hombres. -A nadie se puede prender que él no vaya a visitar en el calabozo; si hay junta de acreedores, él quedará nombrado síndico; si demanda de divorcio, él será el juez arbitro entre ambos consortes, y si juicio de conciliación, por fuerza una de las dos partes le ha de escoger por hombre bueno. -Ni puede haber ruptura de amantes que él no componga, ni mudanza de habitación que él no dirija, ni cofradía en que él no sea mayordomo o tesorero, ni carga concejil que no le encaje. ¿Se habla del fuego? -sucedió casualmente enfrente de su casa: ¿se cuenta un asesinato o una quimera? -allí precisamente estaba él. -En el patio de las diligencias acude a recibir y despedir a todos los que entran y salen; en la Bolsa es el alma de todas las operaciones; en el Prado está al corriente de todas las intrigas amorosas; en la Plaza de Toros lleva cuenta de los puyazos y de los volapiés; en la Alameda o la Moncloa dirige todas las comidas de campo; en los desafíos arregla el almuerzo; en el teatro es presidente nato de toda comisión de aplausos; en las exposiciones de pinturas habla de formas y coloridos; en el mercado de caballos a todos los pone su pero, y en las partidas de caza dirige los ojeos, o cuida de que los perros no se escapen.

Esta multiplicidad de aspectos, esta vitalidad asombrosa, unidas a su carácter determinado, a su ninguna aprensión, a su edad respetable, y más principalmente ala consideración de su fortuna, han vinculado en él una autoridad tal que no hay cosa sobre que no se atreva a decidir ex catedra; ni hay reunión que no someta fácilmente a sus opiniones. Si un abogado quiere acreditarse, si una prima donna va a hacer su salida al teatro, si un autor va a publicar una obra, bien pueden encomendarse a mi hombre, si no quieren pasar incógnitos o criticados; porque su opinión es la opinión normal de un sinnúmero de admiradores, que si él dice: -«¿Fulano, el médico? ¡Valiente majadero! ¡Fue la causa de la muerte de un amigo mio!», todos repetirán en coro que el médico Tal es un asesino; si él asegura que tal comedia es buena, todos se pasmarán aunque no la entiendan; si afirma que tal o cual noticia la sabe de buena tinta, la harán pasar por más de oficio que si estuviese estampada en la Gaceta; y si le diese gana de decir que un libro es malo, huirán de la librería como pudieran hacerlo de un lazareto.

Él, en fin, se reproduce en términos que es imposible dar un paso atrás o adelante sin encontrarle; y si toma uno el partido de estarse en casa, allí le ha de ir a buscar, y aun saliendo de Madrid a viajar, él es el primero que nos hemos de hallar en la diligencia. -Y es tan cierto esto, que días pasados, habiendo subido a la torre de Santa Cruz, me pareció desde allí que le veía a un mismo tiempo en la calle de la Montera, y en el Prado, y en la Plaza de Oriente, y en el Canal, y en la puerta de Toledo, y allí mismo en la torre conmigo, que me asediaba y me perseguía como una aparición fantástica, inevitable, impasible, semejante a una obstinada pesadilla o al ruido sempiterno y monótono de una cascada.

Entre los diversos placeres que (digan lo que quieran) proporciona esta pícara farsa que llamamos vida, uno de los mayores para mí es la lectura del Diario, operación obligada que verifico constantemente entre siete y ocho de la mañana con más escrupulosidad y saboreo que un catador de vinos en los diques de Londres o en las bodegas afamadas de Jerez. Y si no fuera por los filosóficos Mementos de la Intendencia de rentas, que cuida de recordarnos a cada paso que nos hemos de convertir en cartas de pago o billetes del Tesoro, se pudiera decir muy bien que mi placer era inefable y sin punta alguna de sinsabor. -Perdonen los periódicos políticos; pero no puedo menos de decirles que, según mi opinión, ninguno puede competir en sustancia con aquel sustancioso papel, y aun, si me apuran, no dudaría en asegurar que los más de los lectores darían de buena gana seis de los artículos que aquéllos llaman de fondo, por cualquiera de los de fonda que amenizan el Diario los domingos.

Todo esto lo digo, no porque venga muy a cuento, sino por tomar ocasión de introducir el mío; y era, para servir a VV., que aquella mañana (una mañana, la que VV. gusten), caminando viento en popa por el Diario arriba, acerté a tropezar a su página tercera con el anuncio de una almoneda... y para mí el segundo placer de esta vida es una almoneda, es decir, una casa adonde sin disfraz de ninguna especie se dice: «Aquí todo se reduce a maravedís».

Verdad es que no teniendo que mudar de habitación, ni abrir tienda, ni recibir huésped, en rigor nada tenía que comprar; mas, sin embargo, ¿quién resiste a la tentación de una almoneda? Un libro curioso, un mueble raro, una tela barata... ¿qué no suele encontrarse allí? Yo, por lo menos, no soy dueño de dominar mi curiosidad; así que no dejo pasar ocasión; de suerte que todos los prenderos y revendedores de libros viejos me conocen ya, porque ellos y yo somos los primeros que tomamos posesión de todas las almonedas de Madrid.

Y aquel día tampoco me descuidé, sino que a las nueve en punto, hora marcada en el anuncio, ya estaba yo en la casa de la venta, pugnando por adelantarme a preguntar precios y a apartar todos los objetos que me llamaban la atención. Y era tal mi entusiasmo, que ilusionado con la rebaja de la tercera parte del precio (uso general en toda almoneda), no reparaba que aquellos mismos objetos los hallaría nuevos en cualquiera tienda, aun con mayor equidad, y que además me salían doblemente caros, supuesto que no me eran absolutamente necesarios. -Yo, en fin, que no sé de música, compré un piano porque me le dieron en un precio arreglado; sin tener caballo, me hice, por lo que yo creía poco dinero, con unas ricas guarniciones; compré cigarros sin fumar, y vino de Arganda embotellado en frascos de Lafitte, y barriles de Madera con vino de Chinchón; compré algunos tomos sueltos de varias obras, esperando la casualidad de encontrar en otra almoneda los que me faltaban; y sin reparar que no me cabían en toda la casa, compré unos armarios que ni los de la sacristía del Escorial.

De todos estos arrojos míos tuvo la culpa un maldito prendero tuerto, que siempre me acosaba con la siguiente interpelación: -«Caballero, ¿lleva V. eso, u no?». -Con lo cual, temiendo vérmelo arrebatar de las manos, parecía que me faltaba el tiempo para decir que sí.

Todo se me volvía ojear y cotejar los inventarios puestos sobre la mesa, y correr de la sala al gabinete, y de éste a la antesala, y probar anteojos, y mirar cuadros, y abrir y cerrar libros, y dar cuerda a los relojes, y desplegar mapas, y alcanzar muebles, y agruparlos en un rincón, y tomar notas en mi cartera, y...

Estando en esta afanosa ocupación, siento una palmadita en el hombro, alzo la cabeza, ¿y a quién dirán VV. que vi? -Pues era nada menos que al mismo D. Policarpo Omnibus en persona... ¡Si era preciso!... Allí estaba también él.

-¿Qué traes por aquí, señor Curioso? (porque el amigo tiene también esta gracia, que es de los que tutean a todo el mundo).

-No traigo, sino llevo, señor D. Policarpo.

-Veamos qué. -Y me sujetó a un escrupuloso examen de todas mis mercancías, probándome hasta la evidencia que había dado por ellas el doble de su valor. No contento con esta inhumanidad, me empezó a encajar la historia de aquella casa; y puesto que nada me interesaba, tuve que saber que la causa de la tal almoneda era el haber separado del empleo que tenía al amo de aquellos muebles, habiéndole dado otro en una provincia, a virtud del trasiego general de funcionarios tan frecuente en estos tiempos. -Era muy amigo mío, añadió, y a decir la verdad del caso, yo sólo vengo aquí para averiguar una dudilla... -Y al decir esto, todo se le volvía, entreabrirlas cortinillas de la alcoba y lanzar por entre los cristales algunas miradas indiscretas.

Entre tanto que él averiguaba su dudilla, la casa se iba llenando de nuevos compradores, y D. Policarpo, flechándolesuno a uno sus lentes, se agarró de mi brazo y no hubo ya forma de verme libre de él...

-A tus piés, Mariquita.

-Hola, perillán, ¿tú por aquí?... -¿Y también el condesito? -Vaya, ya veo que estamos en tierra de amigos(Como si hubiera alguna tierra incógnita para él.) Mira, Curioso, tú, que todo lo cuentas, ¿ves aquella pareja exigua y acaramelada que todo lo tienta y nada compra, y se mira a todos los espejos, y él lleva la sombrilla y ella la bolsa, y él la derecha y ella la izquierda? -Pues esos son Fulanito y Menganita, esposos de quince días, que están poniendo casa, y advierte con qué tierna solicitud el recién marido hace que ella se siente de vez en cuando, sin duda para que no se malogre algún proyecto de paternidad; mira cómo repara en sus ojos, esforzándose a leer en ellos algún antojo, para luego satisfacerlo, de miedo que el muchacho salga con una cornucopia en la frente o un mapamundi en el envés... Vuelve la cabeza a estotro lado, y repara; en ese viejo alto de los anteojos, cómo hojea ese libro para que creamos que entiende el griego; pues ya habrás advertido que no mira más que las láminas... Observa aquel otro martirizando las telas y vestidos... Ese es un sastre del teatro, que las está convirtiendo ya en su imaginación en galas de Semíramis y de Tancredo. ¿Ves aquella dama que ajusta unas espuelas de plata? pues su marido es gotoso de ambos pies. ¿No reparas aquel abogado que carga con la Novísima? Pues ya hace veinte años que ejerce sin ella. Pero dejemos esto y vamos a mi negocio... ¿Quieres que veamos el cuarto? porque me parece muy bien para alquilarle para mí...

Y sin darme lugar a responder, me arrastró por las piezas interiores, hasta que, llegando a un gabinetito cerrado, miró por la ventana, y apartándome un poco, me dijo al oído: -Aquí está mi dudilla... -Dio dos golpecitos a la puerta... -¿Quién va? -Señora, a los pies de usted. -¿Da V. permiso para que veamos la habitación? -No hay inconveniente.

Y se abrió la puerta y nos dejó ver un precioso retrete, ocupado decorosamente por una matrona de treinta y dos, de figura heroica y magnífico continente.

-¡Oh Fulanita! (exclamó al verla D. Policarpo), no me engañaba el corazón; ¿cómo? ¿pues no ha acompañado V. a su esposo a su nuevo destino? -Y me apretaba el brazo, y como que se sonreía el maldito a reparar la imprevista turbación que tal pregunta había causado a la señora.

-No, señor hay tantas cosas que arreglar ¡y luego los caminos están tan malos para las damas!...

-Y sobre todo, si las damas son del talle de V., no extrañaría yo que acudieran al reclamo todos los salteadores de quince leguas a la redonda. -Usted siempre de tan buen humor. -Y usted siempre de tan bella cara...

A decir la verdad, yo estaba un poco empachado observando mi inutilidad en aquella escena, y por miedo de que los otros dos interlocutores no cayesen también en ella, tomé el partido de salirme por los corredores a silbar a los canarios o coger flores de las macetas; cuando de allí a pocos minutos sale mi D. Policarpo a buscarme, en un estado radiante de alegría... Aquel hombre era otro enteramente; antes todo lo miraba con desdén, ahora todo lo compraba por su precio.

-Y no te admires de esto (me decía), me quedo con el cuarto, me quedo con los muebles, y en cuanto a la señora(porque has de saber que aunque le pregunté por su esposo, bien sabía yo que no lo era, porque hace años que le serví de padrino cuando se casó con una viuda en Guatemala) y...

-¿Con que, es decir que se queda V. con la dama también? ¿Y dígame V.: en esa adquisición ha tenido usted presente la rebaja de la tercera parte de la tasa, a estilo de almoneda?

-Anda, socarrón -me replicó D. Policarpo entre mohíno y risueño-... Nada tengo que añadirte, sino que vuelvas mañana por tus muebles, y yo me quedaré con los míos; en cuanto a los demás, «señores (añadió alzando la voz), excusan VV. de molestarse más, porque todos los enseres de la casa los he comprado yo». -

Volví, en efecto, al siguiente día, y me le encontré ya instalado en su nuevo estudio, que era el mismo gabinete del día anterior: como tiene confianza conmigo, me hizo sabedor de todas las condiciones de aquel traspaso, y aun me añadió que para que la mistificación fuese completa, tenía ya solicitado el mismo empleo que dejó su antecesor, cosa que no le podía negar el ministro, por ser, como era de pensar, amigo suyo; por lo demás, en la casa nada se había mudado, si no era un retrato en el tocador de la señora, y un original en su corazón.

(Octubre de 1837)




ArribaAbajoEl coche simón




- I -

    Hay en Madrid un simón
Que se alquila... no sé dónde,
Y tiene más aventuras
Que Gil Blas o don Quijote.
    Su figura es de caldera,
Verde y negro sus colores,
No tiene muelles de Ce,
Ni persianas ni faroles;
    Ni menos en sus costados
Se ostentan empresas nobles,
Ni guarnecido pescante
Con dobles cifras de bronce.
    Modesto en su sencillez,
Holgado en sus dimensiones,
Tan cerca está de cajón
Como distante de coche;
    Y a no ser por cuatro ruedas,
Que se mueven, si no corren,
Tomáranle por sepulcro
O babilónica torre.
    Arrastran con harta pena
Esta máquina deforme
Dos mulas que fueron bravas
En mil ochocientos doce.
    De la historia de estas mulas
Pudiera decir primores;
Mas dejarelo esta vez
Para contar la del coche.
    Fue primero de un marqués
Que vino de no sé dónde,
A pretender... ¡feliz siglo!
Una venera en la corte.
    Esto prueba que las cruces
Tan caras eran entonces
Como baratas se dan
En estos tiempos que corren.
    Llegado que hubo a Madrid,
Quiso ostentar sus doblones;
Que no hay, para pretender
Como pretender en coche.
    Y a falta de los talleres
De Bruselas o de Londres,
Un ambulante artificio
Buscó por toda la corte,
    A tiempo que un gran maestro
(No le nombran los autores)
Daba el último barniz
Al recién nacido coche.
    Sacole el Marqués de pila,
Luego sus armas le pone,
Campo de plata y dos zorras
Trepantes a un alcornoque.
    Ufano con tal conquista,
Por las calles de la corte
Salió a lucir y ostentar
Su bolsa y prosapia nobles.
    ¡Cielos, a cuántas envidias,
A qué ingratos sinsabores
Dio lugar la tal carroza
En nuestro Prado de entonces!
    ¿Quién dirá las aventuras,
Las intrigas, los honores
Que valieron al marqués
Estos cuatro tablajones?
    Por ellos venció a las diosas,
Por ellos mandó a los hombres,
Por ellos adquirió gota,
Ciencia, orgullo y acreedores;
    Hasta que en ellos cruzado,
Y entre estolas y blandones,
Le llevaron a enterrar,
Y pasó al concurso el coche.


- II -

    En virtud de providencia
Del señor D. Juan Quirós,
De esta coronada villa
Teniente corregidor;
    En los autos del concurso
Del marqués de... que finó
Por óbito abintestato
Y han radicado ante nos
    El infrascrito escribano,
Que firma esta relación,
Ordena su señoría
Que por cuanto el acreedor
    Ha probado su derecho
Y la hipotecaria acción
Que tiene por mil ducados
Al coche que aquél dejó,
    Se le endone y adjudique,
En íntegra posesión
La referida carroza
Tasada en igual valor.
    Mandolo su señoría
En Madrid, y lo firmó
A veinte y cuatro de agosto
De mil ochocientos dos.
    Ya tenemos a mi coche
Con nuevo dueño y señor,
Un viejo capitalista
Bien cuidado y solterón,
    Que en las campañas de Venus
Altos lauros alcanzó;
Azote de los maridos,
De las mujeres patrón.
    Dedicaba por entonces
Su sexagenario amor
A una viuda de cuarenta,
Doña Tecla de Albornoz,
    Bella tinaja con piernas,
Hermoso guardacantón.
¿Qué don pudiera ofrecerla
Un apasionado amor
    Como una máquina amiga,
Que a influjo de bestias dos
Imprimiese movimiento
A volumen tan atroz?
    No sabré decir el cómo;
Pero ello se celebró
Cuádruple alianza entre aquéllas,
La señora y el señor.
    Y riéndose del mundo,
Libres de vientos y sol,
Vivieron encadenados
En íntima relación,
    Como una parte del coche,
Como en su celda el castor,
El gusano en su capullo,
O en su concha el caracol.
    La muerte que se complace
En destruir con furor
Todas las dichas del hombre,
Por este tiempo alcanzó
    A aquella dulce pareja,
Y... ¡cielos, en qué ocasión!
Cuando no cabiendo ya
Dentro del coche su ardor,
    Acababan de adornarle
Con emblemas de pasión;
Dos corazones flechados,
Y riéndose el Amor.
    -¡Jesús! qué extraños emblemas;
Llámenme pronto a un pintor
Que borre esas herejías
Y ponga el santo cordón,
El báculo y el capelo,
Y la cruz del Redentor. -
    Esto decía el obispo
Que aquel coche remató,
E hisopo y agua bendita
Aplicaba al interior
Para purgar los pecados
Que supuso con razón.
    Ya que fue purificado,
El muy ilustre señor,
Subió con sus familiares
A tomar la posesión.
    ¡Qué vida la que mi coche
Por aquel tiempo pasó!
Ni un capellán de las Huelgas
Puede contarla mejor.
    Una novena a San Gil,
Y luego a tomar el sol
Al paseo de la Ronda
O al camino de Alcorcón;
    O un viajecito hasta Atocha
A visitar al prior,
Y luego volverse a casa
Al toque de la oración.
    ¡Qué vida! vuelvo a decir;
Pero aquel tiempo pasó,
Y vino otro de cuidados,
De sustos y agitación.
    Un ministro... ¡ay que no es nada!
Al obispo sucedió
De aquel histórico coche
En la grata posesión.
    Nuevo impulso y movimiento
A sus ejes imprimió,
Que estaban entumecidos
Por el reposo anterior.
    De Palacio al Ministerio,
Desde el Consejo al salón,
Desde la Audiencia al teatro,
Desde el dominio al favor.
    ¡Pobre coche, qué agitado
Por el mar de la ambición
Caminas a todos vientos,
Tras un fantástico honor!
    ¡Qué se hiciera aquel reposo
Que un día te permitió
Saborear de la existencia
El progreso bienhechor?
    ¿Qué, mísero, has alcanzado
En premio de tu ambición,
Sino llegar más aprisa
Al término del favor?
    Que mucho brillas, me dices,
Que escuchas de tu patrón
Altos secretos de Estado,
Reservados a los dos.
    Que todos te reverencian,
Como a tan alto señor,
Y escuchas del que suplica
En torno tuyo la voz.
    ¡Ay cuitado! ¿no reparas
En el cielo del favor,
Miserable nubecilla
Que ve con desprecio el sol?
    Pues mírala cuál, creciendo,
El firmamento ocupó,
Y roba al astro del día
Su fúlgido resplandor.
    Y mira al mortal gusano
Que a su lumbre se ensalzó,
Cuál vacila, tiembla, y cae
De la tormenta al furor.
    ¡Pobre coche! tu menguada
Nulidad te defendió,
Quedando para testigo
De tu infamia y tu baldón;
    Y vino un hombre sin nombre,
Que tus favores vendió,
Y en pago a tus demasías
Y ridícula ambición,
    Riéndose a un pueblo entero
Por escarnio te entregó,
Para que puedas decir
En sentida exclamación:
¡Aprended, coches, de mí,
Lo que va de ayer a hoy!


- III -

    De un anchuroso corral
Sobre la menguada puerta
Que asienta en el interior
De una sucia callejuela,
    En letras greco-romanas
Y ortografía caldea,
Dice: «Aquí se alquilan coches».
Una envejecida muestra.
    Yacen en el interior,
Sin guardas y a la inclemencia
Cien carrozas, que otro tiempo
Ornaron la corte regia.
    Y ora tristes, abatidas
Por el tiempo y la miseria,
En un lupanar de coches
Lloran su pública afrenta.
    Míranse en él confundidos,
Sin jerarquía y sin regla,
Cien románticas carrozas,
Cien clásicas diligencias.
    Allí el almagrado coche
Que arrastraron seis colleras,
Está llorando festines
Y soñando en la Alameda.
    Allí el bombé vacilante,
Que dejó el doctor Postema,
Reza y murmura aforismos
Y latines de receta.
    Mas allá hay una berlina
Con cifras y otros emblemas,
De uno que fue al hospital
Sin zapatos ni calcetas.
    Aquí un sucio faetón,
Allí una gran carretela,
Que fue premio en otro tiempo
De una virtud de Lucrecia.
    Y agrupadas a un rincón
Se miran cuatro calesas,
Que a queso y a vino puro
Trascienden a media legua.
    En tan sucia compañía,
Y en situación tan adversa,
Un coche también... ¡Dios mío!
(Casi no acierta la lengua)
    Un coche... ¿si será él?
Un coche... sí, el mismo era,
El del Marqués, del Obispo
Del Ministro y doña Tecla.
    ¡Ay! quién fuera Garcilaso
Para exclamar: «Dulces Prendas,
Aquí por mi mal halladas»,
Con lo demás que se deja.
    ¿Y habrá después, ¡oh fortuna!
Quien fíe en tu faz risueña,
Y no te vuelva la espalda
Antes que tú se la vuelvas?
    Mas tornemos a mi coche
Y dejemos las sentencias,
Que dicen bien en un libro,
Con tal de que no se lean.
    En hábito verdinegro,
Como ya descrito queda,
Ha trasformado sus galas,
Sus timbres y sus preseas;
    Y los caballos normandos
En dos mulas peli-negras,
Que corrieron ha veinte años,
A todas las ferias manchegas.
    Piloto de aquel timón,
Sentado en su delantera,
Un infanzón de Cantabria
Tiene en sus manos las riendas.
    Un capote franciscano
Su tosca persona encierra,
Y un sombrero desalado
Metido hasta las orejas.
    Cantando está a media voz,
Mientras que las ocho suenan,
Las glorias de Covadonga
Por el son de la muñeira;
    Y en tanto las pobres mulas
Pensando están en qué piensan,
Y de este pienso mental
Se sostienen y alimentan.
    Otro animal de dos pies,
Como el que en la proa asienta,
Sube con pena a la popa
Y a los tirantes se cuelga.
    Con que la tripulación
Queda del todo completa,
Dos mulas y dos rocines,
Y sumadas, cuatro bestias.
    Las ocho suena el reloj,
Se abre del corral la puerta,
Y en oblicuo movimiento,
Y en marcha angustiosa y lenta,
    Tiran torcidas las mulas
A impulsos de la correa,
Y anunciando un fin cercano
Crujen girando las ruedas.
    Por las calles de la corte,
Y a riesgo de las aceras,
La máquina informe arrastra,
Dando a quien la mira pena;
    Y entre silbos y reniegos,
En menos de una hora llega
A la puerta del letrado
Que va a charlar a la Audiencia.
    Embarca en él su persona
Medio cura y medio enferma,
Y saca las doctas mangas
Por entrambas portezuelas
    Luego que llega al Consejo,
Mientras su derecho alega,
Cochero y mozo liquidan
La propina en la taberna;
    Con que añaden a su celo
De Yepes azumbre y media,
Para hacer más llevadero
El trabajo de la vuelta.
    Después del pleito a visitas
Con la letrada y su suegra,
Cinco chiquillos y una ama,
Dos pasantes y una perra.
    Vuelta después al corral;
Ya don Timoteo espera
Para ir a misa de dos
Del Buen Suceso a la... puerta.
    La misa ya se ha acabado;
Más por cuanto la Marquesa,
Al ver a don Timoteo,
Se siente un poco indispuesta.
    Él, a fuer de hombre gentil,
La ofrece su carretela,
Y a fin de tomar el aire,
Van camino de la Venta.
    En vano el pobre Simón
Les grita que den la vuelta,
Que hace falta en un bautizo
Antes de las cuatro y media.
    Suéltanle a las cinco, en fin,
Toma el paso a media rienda,
Y en casa de la parida
A oír maldiciones llega.
    Suben en él la madrina,
El padrino, la pasiega,
Los hermanos, el autor,
Y el chico con falda nueva.
    Cien pillos de todo el barrio,
Que ha vomitado una escuela
Van corriendo tras el coche;
Ya suben a la trasera;
    Ya trepan a los estribos;
Ya se agarran de las ruedas;
Ya gritan: «Señor padrino,
¿cuándo baja la moneda?».
    Ya hacen gestos al Simón;
Ya al lacayo desesperan,
Apoyando sus razones
En alguna que otra piedra.
    En tal día, es de cajón,
Ya la gente a la comedia,
Y el coche hasta media noche
Embargan y saborean.
    Y en tanto las tristes mulas
Guardando siempre la dieta,
Y cuando dan vuelta a casa
Hasta en su sombra tropiezan.
    Otro día... pero ¿acaso
Pretendo que sea eterna
Esta triste relación,
Y que en crónica se vuelva?
    ¿No ha de acabarse jamás?
Ni ¿cómo narrar pudiera
Uno a uno los sucesos
Que en sus páginas encierra?
    Baste decir que en enero
Hay un San Antón, y hay vueltas;
Que hay máscaras en febrero,
Y en marzo hay Pepes y Pepas.
    Que abril encierra una Pascua;
Mayo a San Isidro fiesta;
Junio noche de San Juan,
Con fandango y con vihuelas;
    Julio ostenta de sus toros
Las entretenidas fiestas,
Y en agosto Manzanares
Brinda con húmeda arena.
    Viene setiembre después,
Con sus históricas ferias,
Y sus fiestas de Pozuelo,
Carabanchel y Vallecas.
    Y octubre empieza a mostrar
Sus fríos y calles puercas;
Y noviembre sus difuntos,
Diciembre su Noche-buena.
    Y en todos meses del año
Hay cortejos y hay cortejas,
Y hay revistas, besamanos,
Y hay visitas, y audiencias;
    Y hay tontas, a quien se engaña
Con una máquina de éstas,
Y hay jugadores que ganan,
Y hay empleados que medran,
    Y hay indianos de Sanlúcar
Y hay sin condados condesas,
Y hay nobleza que ostentar,
Y hay que encubrir la miseria.
    De todos estos primores
Puede este coche dar cuenta;
Más por desgracia no sabe,
Porque carece de lengua.
    Yo, viéndole sordo-mudo,
En descargo de su pena,
Quise atreverme a formar
(Puesto que no soy poeta)
    En estos clásicos versos
Esta clásica leyenda,
A riesgo de que el lector
Clásicamente se duerma.

(Octubre de 1837)