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ArribaAbajoLa bolsa


    «Toujours triste ou fougueux, pestant contre lejeu,
Ou d'avoir perda trop, ou bien gagné trop peu».


REGNARD.                



    «Ora frenético y loco,
Ora triste y abatido;
Ya porque mucho ha perdido,
Ya porque ha ganado poco».

Cuando Madrid se llamaba capital de dos mundos, y cuando las minas de Potosí desagüaban en su recinto, entonces no teníamos Bolsa; ahora tenemos Bolsa; pero en cambio hemos perdido los mundos, las minas y el Potosí.

En aquellos felices tiempos, todo el sistema de hacienda estaba reducido a necesitar dos y gastar cuatro (porque había estos cuatro); en el día, por el contrario, todo el chiste está en necesitar cuatro y componerse con dos... y gracias si se puede contar con estos dos.

Es verdad que todo se halla equilibrado por el feliz sistema de las compensaciones; y de este modo, si perdimos nuestra superioridad metálica, nos hallamos, Dios sea bendito, con que hemos adquirido la científica; si no tenemos dinero, tenemos libros y cátedras en que instruirnos sobre la teoría del crédito, y podemos convencernos por ellos de que el pedir prestado es un signo favorable de riqueza (sobre todo cuando el que pide se propone no pagarlo nunca). -Tenemos también Caja de Amortización, donde todo se amortiza, capital, intereses y acreedores; tenemos una grata variedad de documentos de crédito de todas formas y de diverso primor artístico: Inscripciones, certificaciones, transferibles, no negociables, títulos al portador, residuos, cupones, acciones, dividendos y billetes del Tesoro; todo de muy entretenida vista por la multitud de sellos, cifras y contraseñas, además del notable ahorro de canastillos de paja y talegos de arpillera.Tenemos, en fin, Bolsa de Comercio, en donde poder usar de aquella baraja, y tratar de despojarnos cordialmente unos a otros por medio de atrevidas apuestas y demás lances que constituyen el entretenido juego de fondos públicos.

Otros eran, en verdad, aquellos tiempos en que el honrado comerciante dirigía desde su bufete las más grandiosas empresas; expedía sus buques cargados de nuestros deliciosos frutos al Callao o a la Vera-Cruz; ora recibía los ingeniosos artefactos de Manila, el cacao de Caracas o el azúcar de las Antillas; ora, contentándose con más moderada y segura ganancia, limitaba sus operaciones al descuento de letras, y cambio de fondos con las diversas plazas mercantiles.

En el día, tal clase de negocios sólo queda para gentes apocadas de suyo y que carecen de la inteligencia y el valor necesario para lo que en el lenguaje técnico llamamos meterse en la Bolsa; y a la verdad, ¿cómo la perspectiva de un mezquino interés de diez a doce por ciento al año podría lisonjear al atrevido especulador que lanzándose en el juego público sueña en el mismo espacio de tiempo cuadruplicar su capital?

Verdad es que, como dice un adagio vulgar, «no todo lo que reluce es oro», y que tales suelen ser los resultados de estas gigantescas operaciones, que destruyen en breves momentos las fortunas más sólidas y acreditadas. Pero los hombres, en sus proyectos de amibicion, acostumbran generalmente a mirarlos sólo por el lado favorable, y el resplandor que difunde uno solo que alcance a conseguir un buen resultado ofusca y hace olvidar la multitud inmensa de los que quedaron arruinados por levantarle. -Semejantes al atrevido navegante, que, fija la imaginación en las delicias del puerto, no reflexiona que su bajel marcha sobre los restos de otros infinitos a quienes animaba la misma esperanza.

En vano los escritores moralistas y concienzudos han intentado probar los inconvenientes de tales empresas; en vano han dicho y repetido que destruyen el comercio, que atacan a la moralidad de las familias, que ponen en continuo peligro a los Gobiernos y a las naciones. Los hombres del día no han querido escuchar tales plegarias; y no contentos con seguir su inclinación, la han reducido a sistema; han compuesto libros en su elogio, y la teoría del crédito ha encontrado aduladores, como los encontraría la peste, si la peste tuviera dinero para pagarlos. -Inútiles, pues, cuanto se declame; la experiencia acredita que cuando se abre una puerta en el templo del interés, cierran las suyas la filosofía y la razón.

No por eso conviene que queden abandonados los argumentos de éstas, y el hombre inexperto sin otra brújula para caminar en el mundo que su propia reflexión. Carga es, pues, noble del escritor filósofo el trazarle un fiel espejo en que mire sus deberes y los peligros a que le expone la ambición; si después de ello gusta lanzarse en tan funesta vía, por lo menos no será por ignorancia de los escollos; algunos podrá evitar teniendo presente aquella pauta, y siquiera no sirviese ella más que para precaver a un individuo solo, ese solo individuo será una noble conquista de la virtud sobre el vicio; esa sola conquista será un nuevo laurel para la frente del escritor.




- II -

Don Honorato Buenafé, rico comerciante de una de nuestras primeras capitales, había llegado a una edad avanzada, disfrutando, por su probidad, de una reputación honrosa, y en posesión de la inmensa fortuna que le habían proporcionado sus negocios mercantiles. Satisfecha ya su noble ambición de legar a su familia un buen nombre y un puesto distinguido en la sociedad, trató de dar grato reposo a su imaginación en los últimos años de su vida, y al efecto liquidó sus negocios; y dividiendo en dos su casa-comercio, puso al frente de cada una de ellas a uno de sus hijos, a quienes había de antemano educado convenientemente para la carrera a que pensaba destinarles.

Ambos jóvenes, por fortuna, manifestaban a ella la mayor inclinación, al paso que, ayudados de los conocimientos adquiridos, prometían aplicar a su giro toda aquella inteligencia que es necesaria. El carácter, sin embargo, de los dos disentía notablemente, y prometía imprimir a sus negociaciones respectivas un sello peculiar.

Benigno (que así se llamaba el mayor) se distinguía por su espiritu metódico y reflexivo; pensaba mucho y obraba lentamente; pero su constancia y regularidad le aseguraban hasta cierto punto un éxito seguro, aunque tardío. El cambio de frutos coloniales, el giro de letras, las anticipaciones a un premio moderado; tales eran sus negocios favoritos, y el tiempo un necesario elemento, que combinaba en ellos con su interés y su inteligencia. La más pequeña comisión, el negocio de menor cuantía, eran por él mirados con la misma atencion, con igual celo que aquellos de primer orden. La exactitud de sus libros de caja podía servir de modelo, y el estilo de su correspondencia llevaba todo el sello de la honradez y de la formalidad. -Con este sistema, si se quiere rutinario y apocado, es verdad que no duplicó en poco tiempo su capital, ni ofuscó con su brillo el nombre paterno; pero al cabo de cada año resultaba de su balance un progreso cierto, al paso que su reputación se aseguraba más y más. Para colmo de su felicidad, había escogido una esposa que le amaba tiernamente, y que participando en un todo de su buen juicio, cuidaba de dirigir noblemente aquella economía interior que los hombres solemos despreciar, y cuya falta viene a ser la lima que consume lentamente las más sólidas fortunas.

Enrique, el hermano menor, estaba dotado, según se dice en el mundo, de más elevadas miras, de más brillantes cualidades. Su educación también había sido distinta de la de su hermano; éste jamás había salido de su país, y acostumbrado toda su vida a aquel sistema uniforme y a aquellos mismos objetos, gozaba tranquilamente de ellos. Enrique, por el contrario, había viajado mucho; había visitado las capitales extranjeras y las más famosas plazas mercantiles; se preciaba de sabio economista, y, como él decía, gran financiero; tenía una selecta librería; gustaba de hablar y disputar largamente y obraba en todo con precipitacion, que él apellidaba valor y energía.

Desde el instante en que, a vueltas de cien consejos saludables, recibió la emancipación paternal y se vio al frente de su casa, trató de disponerla en un todo diversa de la de su hermano, dándola aquel estilo que había observado en várias extranjeras, y que él llamaba sabor europeo. Para ello dejó a su hermano los viejos muebles, los antiguos dependientes, los inmenloriales correspondientes de la casa; y pareciéndole una capital de provincía estrecho recinto a sus gigantescas disposiciones, se trasladó a la corte, y se estableció en ella con toda la brillantez que le sugería su exaltada imaginación.

Desdeñando, como era de esperar, los negocios comunes, vio en las operaciones bursátiles el ancho campo adonde podría lucir los grandes recursos de su fantasía. -Era precisamente la época en que, recién establecida la Bolsa de Madrid, se convertían a ella todos los conatos de los grandes capitalistas, y cada día servían de objeto a la conversación general las inmensas fortunas realizadas en breves horas por especuladores atrevidos. -Enrique, que había sido testigo de tales portentos en otras capitales, y en cuya imaginación estaba siempre fija la idea de un Rothschild; que contaba con grandes conocimientos en el juego de fondos públicos, y que además podía emprenderle desde luego con un mediano capital, no se descuidó un punto en ello, y desde los principios, sus numerosas y osadas operaciones llamaron a su casa a todos los agentes de cambio, y su firma o endoso fue señal obligada en todos los créditos en circulación. En vano su experimentado padre y su prudente hermano, temerosos de tanta fortuna, le exhortaban continuamente en sus cartas a la prudencia, describiéndole este último con los más vivos colores disfrutaba en su medianía, la tranquilidad de su imaginación, las dulzuras de su vida doméstica, el respeto y cariño de sus amigos y convecinos. Enrique se contentaba con responderles el resultado de sus operaciones; que su capital se hallaba cuadruplicado, y que al vencimiento de ciertos plazos esperaba realizar diez tantos más.

Y era así en efecto la verdad; lisonjeado por la pérfida fortuna, que, cual mujer coqueta, se complace en aturdir y sujetar con sus favores a aquel amante a quien cuenta luego sacrificar, se diría que una estrella favorable presidía a todas sus operaciones, a todos sus empeños. Los sucesos públicos, que tanto influyen en el alza o la baja de los fondos, parecía que se modelaban y desenvolvían a medida de su necesidad y de su deseo; si compraba al contado, luego inmediatamente subía el papel; si vendía a plazo, bajaba de precio para que él pudiese cumplir con menos sacrificio. De este modo, en pocos meses llegó a realizar un capital inmenso, capital suficiente a satisfacer otra ambición que no fuera la suya.

Su lujo y sus necesidades crecían, sin embargo, en razón directa de su fortuna; y deseoso de asociar a ella otra por lo menos correspondiente, contrajo matrimonio con una rica heredera, y brilló por un momento con todo. el esplendor que él había imaginado en sus sueños orientales.

Si va a decir la verdad, en este estado, al parecer tan dichoso, era el hombre menos feliz que puede imaginarse. Devorado constantemente por deseos superiores a la realidad; entregado día ynoche a combinaciones y cálculos complicados; contando las horas que le acercaban a los términos de sus contratos; pendiente de la ruina o de la fortuna de sus co-negociantes; acosado por la multitud de propuestas de nuevos empeños; lanzado en los círculos políticos para calcular más acertadamente los sucesos futuros; agitado, en fin, con el peso de mil compromisos, de mil responsabilidades, de que pendía continuamente su completa fortuna o su desgracia irreparable, su vida era una continuada fiebre, un perpetuo delirio, que ni el sueño podía interrumpir, ni el ruido de los festines alcanzaba a templar. -¡Miserable riqueza la que se compra a costa de la vida, y miserable el mortal que no reconoce término a su ambición!

Pero cuando la prosperidad hubo llegado al suyo; cuando la caprichosa fortuna, dando la vuelta a su rueda, dijo a su protegido: -«Hasta aquí llegarás»; -cuando todos los medios de su elevación se convirtieron rápidamente en agentes de caída, ¿cómo parar el torrente asolador de mil desgracias, causadas unas por imprudencia, otras por misteriosa fatalidad? Ni ¿cómo pintar el frenesi de un hombre que, mecido hasta allí apaciblemente por las olas, mira estrellarse su bajel a la entrada del puerto, y caer una a una todas las ilusiones de su fantasía?

La situación de Enrique en tales momentos entra en el número de aquellas inexplicables y a que la pluma parece rehusarse. Baste decir que aquella brillante llama de su fortuna se apagó aun más rápidamente que fue encendida; que llegó un tiempo en que los cálculos más bien dirigidos le fallaron, que las operaciones más sencillas se volvieron en contra suya. Ni sus inmensos bienes, ni los de su esposa, ni el poderoso auxilio de su hermano (de aquel hermano a quien él despreciaba por metódico y apocado) bastaron a hacer frente a sus responsabilidades, hasta que, acosado por ellas, perseguido por sus acreedores, y conservando en su corazón un sentimiento de orgullo, desapareció de su casa y de su país, corriendo a ocultar su vergüenza al otro lado de los mares.

De este modo pasó aquel astro brillante; de este modo se apagó su fantástico resplandor. Sintiéronlo sus acreedores y comensales; sus amigos miraron su caída con indiferencia; sus enemigos, con alegría; los demás hombres se complacieron en ignorarla, y unos y otros continuaron por el mismo camino peligroso, como si tal no hubiese acontecido; y si alguna vez la imaginación les recordaba a su pesar la desgracia de Enrique, achacábanla a imprudencias y ligerezas, de que todos se creían siempre dispensados.




- III -

El reloj de la Puerta del Sol acaba de dar las doce... ¡hora fatal, que va a decidir la suerte de cien familias, que va a lanzar a unas en la miseria por crecer y aumentar la opulencia de las otras! Hora que es preciso aprovechar, porque los minutos corren, y la ley previene que dentro de los sesenta que medían de doce a una22 se traten y cierren todos los negocios, todos los contratos de fondos públicos...¡Qué agitación, qué movimiento en todas las avenidas del templo de la fortuna!... Ved al magnífico comerciante, a aquel que preside y gobierna a un centenar de dependientes, dejar entregados a éstos sus libros y su correspondencia, y vestirse precipitado, y correr en la mayor agitación, consultando el reloj cada minuto, y sin quererse detener con la multitud de importunos que vienen a saludarle... Observad al prosaico mercader, que fía la vara a su consocio y marcha por medio de la callo registrando cuidadosamente su abultada cartera... Dejad paso al birlocho del agente de cambios, a la carretela del político financiero, al inevitable paraguas del viejo prestamista, al agitado movimiento del bastón del elegante jugador.

Todos vienen a refluir a un mismo punto; todos dirigen el rumbo a las Filipinas de la calle de Carretas... Entrad, si podéis, en aquel angustioso recinto allí nada se paga a la entrada; ¡lo que se paga es la salida!...

Un elegante patio, cerrado de cristales y circundado por una galería, sirve de escena a aquel interesante drama... Varios atributos y pinturas simbólicas en la pared, y sendos tableros en los frentes, con los artículos correspondientes de la ley, os hacen ver que ella autoriza todas aquellas operaciones; repartidos en distintos sitios los nombres de las plazas mercantiles, Amsterdam, Génova, Lisboa, Londres, Nápoles, París, Petersburgo y Viena, como que quieren dar a entender que tenemos comercio con ellas; y cuatro estatuas colosales, que representan la España y la Paz, Mercurio y Neptuno, están allí en buena compañía y de toda etiqueta, como gentes que apenas se conocen entre sí.

En el centro del salón, y dentro de una elegante baranda circular, el anunciador oficial de los cambios recibe las notas de los agentes, y las publica en alta y desapacible voz; y en derredor de la verja que cierra el estrado se agitan y agrupan los celosos concurrentes con una prolongada oscilación, con un monótono zumbido, semejante al que suele formar un enjambre de abejas; movimiento y ruido que cesan instantáneamente cada vez que la máquina parlante del estrado prorrumpe en esta expresión:

«Se han hecho... dos millones de reales, en certificaciones sin interés... al cinco y tres octavos por ciento... a sesenta días o voluntad del comprador...».

Y vuelve inmediatamente el murmullo, y el removerse en distintas direcciones, y el correr unos tras otros, y el hablarse al oído, y el hacerse señas de inteligencia, y el rascarse la frente, y el ahuecarse el corbatín, y el abrir y cerrar carteras, y el humedecer con la lengua los lapiceros, y el alzar los ojos al cielo como para recibir inspiraciones, y el leer cartas, y el formar corrillos, y el adelantarse y volver atrás, y el escudriñar respectivamente los semblantes, para adivinar en ellos por qué lado se pueden sorprender.

Los unos, más inexpertos o más arriesgados, andan de aquí para allí proponiendo sus negociaciones; los otros, veteranos, permanecen inmóviles, escuchando con aparente frialdad las propuestas de los corredores; cuáles disputan sobre las probabilidades de alza y los lances de la guerra, y las elecciones, y los fondos extranjeros; cuáles afectan desdeñosamente ocuparse en hablar de los toros, de la ópera y de las grisetas de París. La más agitada expresión brilla en la fisonomía de aquéllos; en éstos la calma y la sonrisa burladora, y no pocos, simplemente curiosos, revelan en su semblante una admiración estúpida, y abren un palmo de boca a cada operación que oyen pregonar. Los agentes de número, verdaderos impulsantes de aquella máquina, reinas de aquella colmena, corren de un lado a otro con una prodigiosa actividad, se introducen en los grupos, dan palmaditas en el hombro de aquél, llaman aparte a éste, dicen dos palabras al oído del otro, o reciben con un movimiento de cabeza una señal del de más allá...

-¿Medio millón de cuatros al 20 ½, a sesenta días? -No. -¿Prima de uno? -Vaya. -¿Dos millones al 5 al contado? -Los tomaré si hay plazo. -¿Firma segura? -La de... (Aquí fruncimiento de labios, y se separan sin hablarse más.)

-Señor agente, aquí tengo esos 200000 reales del 5. -Pues todos a vender... no puede ser; nadie toma nada, no se encuentra dinero... -¡Eh!... -¡Allá voy! -Palabra: ¿puede V. proporcionarme un pico de 200000 reales al 5? -Difícil será... yo no sé en qué consiste... hoy el papel está muy buscado; aguarde V. un momento.

-Eh, caballerito, ¿a cómo daba V. su papel? -Al precio corriente, al 20. -Imposible. -Vaya, al 19 3/4. -¿Acomoda al medio? -Sea. -

(Y la voz pública pregona:) Se ha hecho un millón de reales, títulos del 5 por ciento al 20 ½, al contado.

-¿Lo ve V.? ¿No lo decía yo? -Ya, pero eso es una operación hecha a primera hora, y luego lo de V. es un pico y...

Mas volvamos la cabeza a ese otro corrillo ruidoso y agitado... Son políticos que impolíticamente disputan sobre los sucesos públicos, y hablan de congresos y notas diplomáticas, y citan testigos y correos que acaban de llegar; y el más condecorado dice con solemnidad que la Inglaterra acaba de pasar a cuchillo a los Dardanelos, y que el Zar de Rusia ha mandado tapiar la Puerta Otomana; y mil que le escuchan con los ojos espantados empiezan a temblar como azogados y se apresuran a ofrecer su papel a menos precio; y el cambio baja, y el político se da prisa a comprar; y luego vuelve a reunir el corro, y les dice que no pasen cuidado, que ya el Gran Señor tiene preparadas para este caso las escalas de Levante, y Meternich ha improvisado un congreso en las islas del Polo; con lo cual se restablece la calma, y el precio vuelve a subir, y mi especulador geógrafo realiza su papel con beneficio.

Esta agitación va creciendo sucesivamente por minutos a medida que va acercándose la hora de conclusión, y ya en los últimos momentos es inexplicable el movimiento, la indecisión y el estado febril de la mayor parte de los concurrentes.

Uno entre ellos, agitado por la ambición, impulsado por la esperanza, duda, recapacita, vuelve, torna, mira el reloj, mira los semblantes, quisiera preguntar a las estatuas lo que debe hacer... ¡Miserable, detente; la suerte de tu esposa y de tus hijos penden de esa tu resolución!... El vendedor le asedia, la hora se acerca, la campana fatal va a sonar...

-¿Conque toma V. o no esos dos millones? -Hombre -Pronto, que tengo ya comprador. -¿Qué hora es? -Mire V., un minuto falta nada más. -Pero... -Que va a cerrarse, que da la hora... -Venga acá. -Enhorabuena.

Se han hecho dos millones de reales, títulos del 5 al 21 por ciento, al contado.

LA UNA; suena la campana; el anunciador prosigue...

Concluye la negociación de fondos públicos, y continúa la de las demás operaciones comerciales.

No bien dice estas palabras, todos los concurrentes se apresuran a recoger sus bastones y paraguas y abandonar aquel recinto. De allí a pocos minutos todo queda en silencio; y el que por casualidad entrase después, sólo encontraría en él cinco figuras, que se asombran ellas mismas de verse juntas, a saber: la España, la Paz, Neptuno, Mercurio y el anunciador del crédito nacional.

(Noviembre de 1837)






ArribaAbajoMadrid a la luna


- I -


    «En el silencio oscuro su belleza,
Desnuda de afeitadas fantasías,
Le descubre al pintor naturaleza».


PABLO DE CÉSPEDES.                


Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar. Algunos años van trascurridos desde que cansado de estudiar mentalmente en dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir, de comunicar al público mis menguadas observaciones; y sin embargo, todavía no encuentro agotada la materia, antes bien los límites del campo que me tracé, cada día se retiran a mi vista, en términos que, primero que el espacio, entiendo que han de faltarme las fuerzas para recorrerle.

En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado contemplar sus cuadros a la brillante luz del sol del mediodía, otras al dudoso reflejo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente de primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya inmensos, agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas figuras.

Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.

Si yo fuera partidario de la escuela rancia, no dejaría de empezar aquí mi narración por un brillante apóstrofe a la señora Diana, con el ¡Oh tú! de costumbre, y suplicándola que suspendiendo por aquella noche su rato de bureo con el consabido pastorcillo cazador, tuviese a bien prestarme su influjo y su rayo macilento para dibujar un cuadro tan pálido y dormilón como ella misma.

O bien, siguiendo el moderno estilo, me dejaría de apóstrofes y de deidades paganas, y encaramándome a una altura (la de San Blas por ejemplo) miraría dibujarse en el espacio, y a la luz del astro de la noche, las elevadas cúpulas de la capital; mi imaginación las prestaría vida, y convirtiéndolas en gigantescos monstruos, miraríalas.


«Levantarse, crecer, tocar las nubes»,

y dirigir sus fatídicos agüeros al pueblo incauto que se agitaba a sus pies, y que probablemente seguiría tranquilo su camino sin escucharlas ni entenderlas.

Cualquiera de estos dos extremos prestaría sin duda interés a mi discurso y convertiría hacia él la atención de mis oyentes; pero así creo en las visiones fantásticas como en las deidades de la mitología, y eso me dan las metamorfosis de Ovidio como los monstruos de Víctor Hugo; -porque en la luna sólo tengo la desgracia de ver la luna; y en las torres, las torres; y en el pueblo de Madrid una reunión de hombres y de calles y de casas, que se llaman la muy noble, muy leal, muy heroica, imperial y coronada villa y corte de Madrid.




- II -

La media noche


Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los conocimientos astronómicos del director del alumbrado. -Los encargados subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas, dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. -Veíase a algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no parecía; y volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que, en fin, abiertas éstas, iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.

Los amantes dichosos habían concluido ya por aquella noche su periódica tarea de suspiros y juramentos, y trocaban el aroma de sus diosas respectivas por el grato olorcillo de la ensalada y la perdiz; en el teatro había muerto ya el último interlocutor, y Norma se metía en el simón, y Antony tomaba su paraguas para irse a dormir tranquilamente, a fin de volverse a matar a la siguiente noche; el celoso amo de casa hacía la cuotidiana requisa de su habitación, y se parapetaba con llaves y cerrojos; la esposa discutía con el comprador sobre varios problemas de aritmética referentes a su cuenta, y el artesano infeliz en su buhardilla descansaba tranquilo hasta que viniesen a herir su frente los primeros rayos del sol.

No todo, sin embargo, dormía en Madrid. -Velaba el magnate en el dorado recinto de su gabinete, agotando todos los recursos de su talento para llegar a clavar la voluble rueda de la fortuna; -velaba el avaro, creyendo al más ligero ruido ver descubierto su escondido tesoro; -velaba el amante, bajo el balcón de su querida, esperando una palabra consoladora; -velaba el malvado, probando llaves y ganzúas para sorprender al infeliz dormido; -velaba el enfermo, contando los minutos de su agonía, y esperando por momentos la luz de la aurora; -velaba el jugador sobre el oscuro tapete, viendo desaparecer su oro a cada vuelta de la baraja; -velaba el poeta, inventando situaciones dramáticas con que sorprender al auditorio; -velaba el centinela, mirando cuidadosamente a todos lados para dar en caso necesario el alerta a sus compañeros dormidos; -velaba la alta deidad en el baile, siendo objeto de mil adoraciones y agasajos; -velaba la infeliz escarbando en la basura, para buscar en ella algún resto miserable del festín.

Y sin embargo, en medio de este general desvelo, la población aparecía muda y solitaria; las largas filas de casas eran un fiel trasunto de las calles de un cementerio, y sólo de vez en cuando se interrumpía este monótono silencio por el lejano rumor de algún coche que pasaba, por el aullido de un perro, o por el lúgubre cantar del vigilante, que en prolongada lamentación exclamaba... ¡Las doce en punto, y... sereno!




- III -

El sereno


No se puede negar que la persona de un sereno, considerada poéticamente tiene algo de ideal y romancesco, que no es de despreciar en nuestro prosaico, material y positivo Madrid, tan desnudo de Edad Media, de góticos monumentos y de ruinas sublimes.

Un hombre que, sobreviniendo al sueño de la población, está encargado de conservar su sosiego, de vigilar su seguridad, de conjurar sus peligros, tiene algo de notable y heroico, que no hubieran desdeñado Walter Scott ni Byron, si hubieran vivido entre nosotros. -Dejemos a un lado el mezquino interés que sin duda le mueve a abrazar tan importante misión; no por ser recompensado con otro más alto, deja de ser noble la tarea del defensor armado de la seguridad del país; la del abogado, escudo de la inocencia; la del público funcionario, autorizado servidor de los intereses del pueblo.

Cuando todo el vecindario, abandonando sus respectivas tareas, entrega sus cansados miembros al necesario reposo; cuando los gobernantes abandonan por algunas horas el peso de su autoridad, y los gobernados buscan en el recinto de sus hogares el grato premio de sus fatigas, el uso positivo de sus más halagüeños derechos, el sereno abandona su modesta mansión, y se arranca a los brazos de su esposa y de sus hijos (que también es padre y esposo), viste su morena túnica, endurecida por los vientos y la escarcha, toma su temible lanzón, cuelga a la punta el luciente farolillo y sale a las calles ahuyentando con su vista a los malvados, que le temen como al grito de su conciencia, como al espejo de sus delitos y acusador infatigable de la ley.

Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura. -Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo, mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y reposadamente: ¡La una menos cuarto, y... sereno!

No sé si he dicho (y si no lo diré ahora) que aquella noche, por un capricho, que algunos calificarán de extravagante, me había propuesto acompañar al buen Alfonso, el vigilante de mi barrio, en su nocturno paseo, y que para poder hacerlo con más libertad, había creído conveniente aceptar un capotón y un chuzo como los suyos, que me prestó.

No se rían mis lectores de esta transformación de mi exterioridad; otras no tan momentáneas, aunque no menos ridículas, vemos y contemplamos todos los días sin extrañeza; un traje humilde, una corteza grosera, suele a veces encubrir la inteligencia del alma; ¡y cuántas veces un magnífico uniforme suele servir de disfraz a un tronco rudo!

Mi voluntario sacrificio de algunas horas tenía por lo menos un objeto noble. -Yo soy un hombre concienzudo y chapado a la antigua, que gusto de estudiar lo que he de escribir, y tratándose ahora de las costumbres de alta noche, creí indispensable una de dos cosas: o que el sereno se hiciese escritor, o que el escritor se transformase en sereno. Lo segundo me pareció más fácil que lo primero.




- IV -

Paseo nocturno


Ya hacía un buen ratillo que andábamos, sin ocurrirnos cosa que de contar sea, cuando al pasar por bajo de unos balcones de una casa principal, hirió dulcemente nuestros oídos una grata armonía de instrumentos. Alzamos involuntariamente la vista, y al resplandor de la suntuosa iluminación que despedían las ventanas, vimos dibujarse en la pared de enfrente los fantásticos movimientos de mil figuras elegantes, que acompañaban los acordes de la orquesta, encontrándose y separándose a compás. Varios grupos estacionarios e inamovibles, ocupando los balcones, formaban entretenidos episodios en este cuadro interesante y animado; y veíanse circular por la sala multitud de familiares, con sendas bandejas, distribuyendo refrescos y confitura; escuchábase el confuso murmullo de mil diálogos interesantes, y sentíase el aroma de cien químicas preparaciones; y todo era risas y algazara, y movimiento y vida, y dulzuras y placer.

El anchuroso portal, decorosamente reforzado con el apéndice del farolón de gala, mirábase henchido de mozos y lacayos, que mataban el tiempo cambiando la calderilla a las sublimes combinaciones de la brisca, o durmiendo al dulce influjo del mosto bienhechor; y a la puerta, varios coches y carretelas demostraban la alta categoría de aquella magnífica concurrencia.

Cuando más embelesados estábamos en esta contemplación, un ruido penetrante, que se aproximaba sucesivamente, nos hizo esperar la llegada de nuevas y magníficas carrozas, y ya los cocheros que ocupaban la calle se replegaban y abrían paso de honor a los recién venidos. El ruido, sin embargo, llegó a hacerse sospechoso, por una disonancia sui generis, que no es fácil comparar con otra alguna; y al revolver la esquina de la calle la brillante comitiva, nuestras narices, acometidas de improviso, nos dieron a conocer la verdad del caso.

Un movimiento eléctrico hizo desaparecer a todos los grupos de los balcones, y cerrar los cristales, y huir todos y refugiarse al medio del salón, y prestarse mutuamente pañuelos y frasquillos, y cruzarse las sonrisas y miradas burlonas de inteligencia, y esperar todos a que aquella ominosa nube pasase de largo. Mas... ¡oh desgracia! el imperturbable conductor para y detiene su primera máquina de guerra (en que montaba) delante de la misma puerta del sarao; a su voz le imitan igualmente todos los demás funcionarios con sus respectivos instrumentos; y sin hacer alto en la consternación del concurso, ni en la incongruencia de su determinación, se preparan a ejecutar sus profundos trabajos en el pozo mismo de la casa en cuestión.

Los criados corren presurosos a avisar al amo del grave peligro que amenaza; éste, horrorizado, baja la escalera vestido de rigurosa etiqueta, con zapato de charol y guante blanco; busca y encuentra al director de aquella escena; le suplica que dilate hasta el siguiente día su operación; otras veces le amenaza, le insulta, y... todo en vano; el grave funcionario responde que no está en su mano complacerle, y que tiene que obedecer al mandato de sus jefes. Este diálogo animado se estereotipa en la imaginación de todos los concurrentes; las damas acuden a buscar sus schales y sombreros; los galanes toman capas y surtous; los lacayos corren a hacer arrimar los coches; el amo patea, y grita, y ruega a todos que no se vayan, que todo se compondrá; nadie le cree, y los salones van quedando desiertos; los músicos envuelven en las bayetas sus instrumentos; y toda la concurrencia, en fin, gana por asalto la calle, procurando evitar los ominosos preparativos, cerrando herméticamente sus narices, y corriendo precipitados a buscar otra atmósfera no tan mefítica y angustiosa.

Nuestro auxilio no fue del todo inútil en tan crítica situación; antes bien pudimos servir, y servimos con efecto, a reunir las discordes parejas que por efecto de la distracción y aturdimiento, propios de semejante catástrofe, tomaban un coche por otro, o emprendían un camino diametralmente opuesto al que llevaba la familia.

Uno de estos grupos episódicos reclamó mi auxilio para disipar sin duda con mi presencia cualquier sospecha que pudiera infundir a un marido, por poco celoso que fuese, el verlos llegar tan solos y a tales horas. Comprendí, pues, toda la importancia de mi papel, que era nada menos que representar a la sociedad, defendiendo los derechos del ausente, y en su consecuencia traté de llenar mi deber en términos, que sospecho que el galán más de una vez me dio a todos los diablos, y hubiera querido no haber tropezado con mi inevitable farol.

Al avistar la casa de la señora, vimos asomar por otra esquina a la demás familia, acompañada casualmente por el buen Alfonso. -Trocados el santo y seña, nos reconocimos todos, depositamos nuestro respectivo convoy, y yo, observando las miradas escrutadoras del esposo y su enojo mal reprimido, no pude menos de verter una gota de bálsamo en su corazón. -«Tranquilícese V. (le dije al oído); su esposa de V. es todavía digna de su amor; la sociedad entera ha velado por ella en mi persona; pero cuenta, señor marido, que no todos los días está la sociedad de vigilante, ni todos los faroles son tan concienzudos como el mío». -Dicho esto desaparecimos bruscamente, sin dar lugar a mayores explicaciones con el buen hombre, que no acertaba a volver del pasmo y dar gracias a la sociedad, que por servirle se había escondido bajo el pardo capuchón de un sereno.

No habíamos andado largo trecho, luego que nos quedamos solos, cuando al volver la esquina de una callejuela hirieron simultáneamente nuestros oídos varias voces acongojadas que gritaban: ¡Favor! ¡ladrones, ladrones! -Redoblamos nuestros pasos; Alfonso suena su pito, y muy luego por todas las boca-calles vemos relumbrar sucesivamente los faroles de sus compañeros que acuden a la señal. Corre la voz de que hay peligro; ocúpanse los desfiladeros, y de allí a un instante se siente una carrera precipitada de uno que escapaba gritando: «A ése, a ése! ¡al ladrón, al ladrón!». -Los guardas de la noche no se dejan engañar por este ardid, antes bien enfilan sus lanzones, dirigiéndolos hacia el que corre; éste, viendo ocupadas todas las salidas, intenta volver atrás, pero ya no es tiempo; el círculo de los serenos se estrecha, y se encuentra el malhechor en medio de ellos, sufriendo su terrible interrogatorio, y los más terribles reflejos de los faroles, asestados a su semblante, y a cuyo resplandor se revela en él la turbación del crimen, que en vano intenta disimular. Cuadro interesante y animado, no indigno por cierto del pincel de nuestros célebres artistas.

Allí mismo se improvisó una cuerda, y ligado convenientemente fue encargado a dos de los aprehensores para conducirle al cuerpo de guardia, en tanto que los demás corrían a prestar su auxilio a los vecinos de la casa asaltada. Éstos juraban y sostenían que algún otro malvado se había escurrido hacia los tejados; y así era la verdad, y que sin duda lo hubiera conseguido, gracias a la ligereza de sus piernas, en contraposición a la gravedad de las de los perseguidores, a no haber asomado en aquel mismo momento la ronda del barrio con sus respectivos alguaciles de presa, los cuales, destacados que fueron al ojeo, regresaron muy luego de las alturas trayendo muy bien acondicionado al fugitivo.


    «Todas las cosas a ratos
Tienen su remedio cierto:
Para pulgas, el desierto;
Para ratones, los gatos».

Disipada, en fin, aquella tumultuosa escena, volvimos Alfonso y yo a nuestro solitario paseo; y aquél, que vio restablecido el silencio, y que era la ocasión oportuna para volver a lucir la sonoridad de su garganta, tosió dos veces, escupió, echó la cabeza fuera del capuchón, y con brío y majestad lanzó al viento el consabido canto llano: ¡Las dos en punto, y... sereno!

En este mismo instante empezaba a nuestra espalda otra escena, que a juzgar por la cobertura, no podía menos de ser brillante y divertida. Una escogida orquesta de cencerros y esquilones, almireces y regaderas, obligada de periódicos bemoles producidos por aquel instrumento grosero, hasta en el nombre, formaba un estrépito original y extravagante, que contrastaba singularmente con el silencio anterior. Semejante modo de hablar simbólico tiene esto de bueno, que expresa rápidamente, y no da lugar a dudas o interpretaciones. Así que luego que oímos el sonido del cencerro, no dudamos que aquello podía ser una cencerrada, y al escuchar los fúnebres acordes de la Lira de Medellín, luego nos figuramos que se trataba de boda o cosa tal.

Éralo en verdad; y los malignos felicitadores dirigían aquel agasajo a un honrado tabernero que en aquel día acababa de trocar sus doce lustros de vida y cuatro de viudez con una calcetera, también viuda, también vieja y también honrada; determinación heroica y altamente social, que en vez de ser recompensada con tiernos epitalamios y coronas de laurel, celebraban sus amigos con aquella algazara que es ya de estilo para el que vuelve a encender segunda vez la antorcha del himeneo.

Un sentimiento de piedad, que sin duda produjo en Alfonso el recuerdo de su esposa, le movió a proteger la inviolabilidad de aquel primer sueño conyugal y a disipar aquella tormenta, que por los menos tendía a interrumpirle por largo rato. Consiguiolo, en efecto, gracias a su persuasiva autoridad, y luego que vio desamparada la calle, no pudo resistir un movimiento de orgullo, dando a conocer al tendero el servicio que acababa de dispensarle, y exclamó: ¡Las dos y media, y... sereno!

«Gracias, amigo» -dijo a este tiempo una aguardentosa voz, escapada de una como cabeza que asomó envuelta en un gorro como verde, por el ventanillo de la tienda. Y tras esto una mano amiga pasó por el mismo conducto un vaso de Cariñena, que hizo regocijar al buen Alfonso, el defensor del orden público y de los derechos conyugales.

Nuevos y nuevos sucesos exigían en aquel momento nuestra franca cooperación. Una mujer desgreñada y frenética atravesaba la calle para rogarnos que fuésemos a la parroquia a pedir la extrema-unción para su hijo... y por el opuesto lado un hombre, sin sombrero y sin corbata, nos acometía, empeñándonos a acompañarle para ir a casa del comadrón a rogarle que viniera a ejercer su ministerio cerca de su esposa. Fue, pues, preciso dividirnos tan importantes funciones; el compañero marchó con la mujer a la parroquia, y yo a casa del comadrón con el marido. -Y al volver a encontrarnos, el uno con el nuncio de la vida, y el otro con el ángel de la muerte, no sé lo que pensaría Alfonso; pero yo de mí sé decir que me ocurrieron reflexiones que acaso no dirían mal aquí.

Una sola calle en todo el cuartel no habíamos visitado en toda la noche, negándose constantemente Alfonso a entrar en ella, no sin excitar mi natural curiosidad. Pero, en fin, instado por mí, y sin duda conociendo que ya podría ser hora oportuna, penetramos en su recinto, y luego conocí la causa misteriosa de aquella reserva. -Érase un apuesto galán embozado hasta las cejas, y tan profundamente distraído en sabrosa plática con un bulto blanco que asomaba a un balcón, que no echó de ver nuestra llegada, hasta que ya inmediatos a él, Alfonso tosió varias veces, y acercándose el preocupado galán: «Buenas noches, señorito. -¿Cómo? ¿pues qué hora es? -Las tres y media acaban de dar». -Un profundo suspiro, que tuvo luego su eco en el balcón, fue la única respuesta. Y el bulto blanco desapareció, y la misteriosa capa también.

Al llegar aquí no pude menos de respetar en Alfonso el dios tutelar de aquel misterio, y comparando esta escena con la anterior, eché de ver que entre la vida y la muerte hay todavía en este mundo alguna cosa interesante y placentera.

Patética iba estando mi imaginación, sin que bastase a distraerla el sabroso diálogo que poco después entablamos con un hombre que yacía tendido en medio de la calle, el cual, inspirado por el influjo del mosto que encerraba en su interior, se soñaba feliz en brazos de su esposa, y dirigía sus caricias al inmediato guarda-cantón; asunto eminentemente clásico, y digno de la lira de Anacreonte.

En esto un perro ladró, y luego ladraron dos perros, y después cuatro, y en seguida diez, y por último ladraron todos los perros del barrio, y Alfonso exclamó con alegría: -«Ya viene Colás, y el día no puede tardar tampoco». -¿Y quién era (exclamarán sin duda mis lectores) este anuncio del sol, este héroe matinal, a quien aclamaban en coro todos los cuadrúpedos vivientes? -¡Ahí que no es nada!... Era Colás, el investigador de misterios escondidos entre el polvo y la inmundicia; el descubridor de ignoradas bellezas; químico analizador de la materia; sustancia que se adhiere a las sustancias de valor; disolvente metal que sabe separar el oro de la liga y vengar con su ciencia la injusticia de la escoba. Armado con su gancho protector, recorre sucesivamente los depósitos que los vecinos han colocado a sus puertas, y busca su subsistencia en aquellos desperdicios que los demás hombres consideran por inútiles y arrojadizos. -Y como la raza canina cuenta también con aquellos mismos desperdicios como base de su existencia, y la ley (¡injusta ley al fin hecha por los hombres!) ha investido al trapero de una autoridad perseguidora hacia aquella clase, no hay que extrañarse del natural encono con que le miran, ni que las víctimas saluden a su paso al sacrificador, con aquel interés con que lo harían si él fuera ministro de Hacienda, y ellos fueran los contribuyentes.

En sabrosa plática departían Alfonso y Colás sus mutuos sentimientos, entre tanto que yo, apoyado en una esquina, saboreaba las consideraciones que me inspiraba aquella escena, y ya me disponía a abandonarla y a despojarme de mi misterioso disfraz, cuando el sonido de una campana extraña llamó rápidamente la atención de Alfonso, que con el mayor interés interrumpe su diálogo: aplica el oído, cuenta uno, dos, tres, cuatro, cinco golpes: y exclama... ¡Las cuatro menos cuarto, y... fuego en la parroquia de Santa Cruz!

Inmediatamente corren precipitados todos los serenos; cuáles a avisar a los obreros, cuáles a reunir a los aguadores de las fuentes; éstos a acompañar las bombas, aquéllos a dar aviso a la autoridad. En un momento las calles se pueblan de gentes que corren hacia el sitio del incendio; los carros de las mangas parten precipitados para alcanzar el premio de la que llega primero; cruzan las ordenanzas de los puestos militares; aparecen las autoridades con sus rondas; y unos y otros refluyen por distintos puntos al sitio del incendio. -Esta escena era majestuosa e imponente: iluminada de un lado por los últimos rayos de la luna, de otro por el lúgubre resplandor de las llamas; animada por un conjunto numeroso de operarios que acudían a hacer trabajar las máquinas, a extraer las personas y muebles, a cortar el progreso del incendio, ofrecía un golpe de vista por manera interesante y animado.

No faltaban, en verdad, sus grotescos episodios; no faltaba manga que exhalaba su respiración por un lado, dirigiendo su benéfico raudal a la pared de enfrente, no sin grave compromiso de los curiosos vecinos que campeaban en los balcones; no faltaba hombre aturdido que para salvar de las llamas un precioso reloj, le arrojaba violentamente por el balcón; ni quien propusiera apagar el fuego a cañonazos; ni quien derribar una casa inmediata para ponerla a cubierto de todo temor.

Pero el celo era grande; la filantropía de la mayor parte de los operarios, digna del más cumplido elogio. Los serenos, colocados en semicírculo delante de la casa incendiada, custodiaban los efectos; las patrullas dispersaban a la parte innecesaria de la concurrencia; los vecinos prestaban sus casas a los infelices, víctimas de aquella catástrofe; la autoridad procuraba regularizar los movimientos de todos y dirigirlos al fin común. Por último, después de un largo rato de inútiles tentativas pudo llegar a cortarse el vuelo de las llamas; y sucesivamente todo fue entrando en el orden, hasta que, ya disipado el peligro, cada uno pensó en retirarse a descansar.

Los cantos de las aves anunciaban ya la próxima aparición de la aurora; las puertas de la capital daban entrada a los aldeanos que acudían a proveer los mercados; las tiendas de aguardiente se entreabrían ya para ofrecer su alborada a los mozos compradores; los ancianos piadosos seguían el misterioso son de la lejana campana que anunciaba la primera misa; y los honrados guardas nocturnos iban desapareciendo y apagando sus ya inútiles faroles.

Alfonso a este tiempo hizo alto delante de una modesta habitación, y con mayor alegría que en el resto de la noche exclamó: ¡Las cinco en punto, y...!

-«Ya bajo» -le contestó desde la buhardilla una voz que supuse desde luego ser la de su cara mitad.

Conocí que era llegado el momento de separarnos; entreguele chuzo y capotón, y restituido a mi forma primera, volví a ser actor en un drama agitado, del que toda la noche había sido sereno e indiferente espectador.

(Noviembre de 1837)