Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoDe tejas arriba


- I -

Madre Claudia



    «...a tus tiernas palomillas
El velo peligroso las rehúses;
    Que andan muchos azores por asillas
De cuyas uñas penden los despojos
De otras aves incautas y sencillas».


BARTOLOMÉ DE ARGENSOLA.                


-Dios sea en esta casa.

-Y en la de V., buena madre; santas noches, ¿qué se ofrece?

-Nada hijo, sino venir en cuerpo y en ánima a ponerme al su mandar, como vecinos que somos, y amigos que, Dios mediante, tenemos que ser.

-Por muchos años; y ya veo que si no me engaña el corazón estoy hablando con la señora Claudia, la que viene a habitar la buhardilla núm. 7.

-Doña Claudia me llamaron en el siglo, y esa misma soy, en buen hora lo cuente; pero tal me verás que no me conocerás, y yo misma me tiento y no me encuentro; ¡cosas del mundo!; hoy por ti, mañana por mí; y como dijo el otro, abájanse los adarves y álzanse los muladares; que hoy nadie puede decir de esta agua no beberé; y mientras la viuda llora, bailan otros en la boda... No digo todo esto por mal decir, que de menos nos hizo Dios, y viva la gallina y aunque sea con su pepita; sino explícolo para dar a conocer a vuesa merced, señor vecino, que aquí donde me ve con estos trapos, yo también fui persona, y no como quiera, sino como suele decirse empingorotada y de capuz... pero vive cien años y verás desengaños, y tras el día viene la noche, que lo que Dios da llevárselo ha, y el caballo de regalo suele parar en rocín de molinero.

Pero dejando esto a un lado, y viniendo a lo que importa, -¿qué tal va la parroquia en la tienda nueva? -¡Válgame Dios, y qué aseada y qué provista está de cuanto el Señor crió!... Tal me vea yo a la hora de mi muerte... ¿Es rosolí o aniseta?... gracias por el favor; ¡bien haya la Mancha, que da vino en vez de agua!... a la salud de ustedes, caballeros... ¡fuego de Dios y qué calorcillo tiene el espíritu!... ¡y qué bien le parecen esos dos mantecadillos que están diciendo «comedme»!... ¡Ah! si no estuviera tan atrasada en esto que ahora llaman el porsupuesto, en Dios y mi ánima que no había de pedir ayuda para dar buena cuenta de ellos... apostaría que son obra de aquellas manecitas que con tanto salero hacen ahora saltar a la aguja... gracias, hija mía, por el favor... bien se la conoce que es hija de tal padre... ¡bendígala Dios, y qué hermosa es y qué garrida! ya me temo yo que han de llorar su venida todos los mozos del barrio.

-Gracias, madre Claudia.

-Bien hacéis, hija, en dar las gracias, que para eso las tenéis, y aun para quedaros después con ellas; ¡ay! quién me tornara a mí de ese talle y esa frescura, y no me robara la experiencia del mundo, que por el alma de mi padre que otro gallo me había de cantar y no me vería ahora en medio del arroyo, como quien dice; pero así somos todas; mientras nos reluce el pellejo poco consejo; y luego que vienen los años llorar por los que son idos... ¡Cuánto más valiera mascar mientras nos ayudan los dientes, y...! ¿no es verdad, hija mía?... ¿qué, no me entiendes? ¡picaruela! ¿pues a qué vienen esos colores que se te han asomado al rostro? Pero ¡pecadora de mí! ya veo que no conviene distraerte de tu labor, pues que te has picado con la aguja, y... ¡válgame Dios!... ¡qué no diera alguno que yo me sé bien, por atajar con su labios esa gota de coral!...

-¿Alguno, madre?

-Alguno digo, y no hay que hacerse la desentendida, sino ponerle el nombre que mejor le cuadre... pero bajemos la voz, que ya señor padre ha acabado de servir a los parroquianos y se viene derechito hacia nosotras; por fin, hija mía, más días hay que longanizas, y cuando queráis noticias de la tierra, sabed que allá cerca del cielo hay una vieja que os quiere bien. -Y ahora me voy, señor vecino, que ya ha acabado de ser noche y la vieja honrada su puerta cerrada, y cada uno en su casa y Dios en la de todos... A fe que ya me he de ver y de desear para subir la escalera, y a no ser un cuarto roñoso de Segovia que traigo aquí para trocarlo con un palmo de cerilla... ¿También ese favor?... muy obligada me voy, señor vecino; a bien que Dios es mayordomo de los pobres, y él se lo pagará con su tanto por ciento... Y pues ya me siento alumbrada por esas manos caritativas, iremos paso a paso caminando a mi chiscón, donde me espera el huso con deseos de bailar, y mi amigo Micifuz durmiendo al amor de la lumbre, si no es que se haya salido a los tejados en busca de las vecinas, salidas también como él...; que amor con amor se paga, niña mía, y cuando nace él nace ella, y si no fuera por esto, ¿para qué estamos acá bajo los unos y las otras?... Conque buenas noches, vecino; y cuidado niña, que no hay que olvidar a quien bien nos quiere, y que cuando quieras tomarte el trabajo de llegar al último tramo de la escalera, sabrás muchas cosas y habilidades, así de punto y aguja como de cazo y sartén; que, gracias a Dios y a mis años, así me da el naipe para aderezar un guisado, como para coser un zurcido... Conque, adiós. -

La buena vieja, dicho esto, salió por la puerta de la tienda que daba al portal, y después de persignada, y sosteniendo con la diestra mano la vacilante cerilla, colocada la siniestra entre ella y su rostro para evitar la ofuscación de sus resplandores, subió pausadamente los noventa y siete escalones que se contaban hasta su chiribitil, haciendo descanso en todas las mesetas o tramos de los diversos pisos. -Y llegada que fue arriba, sacó de su faltriquera la llave, y con temblona dirección la encajó en la cerradura; reunió todas sus fuerzas para dar las vueltas, y la puerta se abrió; mas, desgraciadamente, con un impulso muy superior a la resistencia de la cerilla, la cual negó en aquel momento sus reflejos; quiero decir, que se apagó; y la vieja que entraba, y el gato que se esperezaba sobre el fogón, se quedaron a buenas noches.




- II -

Las buhardillas


Algunos días eran pasados, y ya la buena madre sabía por puntos y comas las condiciones y semblanzas de todos sus convecinos, y más especialmente de aquella parte de la tripulación de la casa que, a hablar con propiedad, cobijaba bajo un mismo techo.

Este quinto estado de aquel mecánico artificio no distaba, como hemos visto, más que unos cien palmos de la superficie de la calle, y por lo tanto tocaba ya en la región de las nubes, con lo cual no habrá de extrañarse si tal cual tormenta solía de vez en cuando alterar la uniformidad de aquella atmósfera. -Semejantes tormentas, de que apenas tenemos noticia los habitantes del centro, son harto frecuentes en las alturas; sino que nuestra pequeñez microscópica no sabe distinguirlas, o bien afectamos desdeñarlas por el ningún interés que nos inspiran; pero no han faltado por eso arriesgados aereonautas que ascendieron de intento a estudiarlas; y de uno de éstos, que logró bajar, aunque con una pierna menos, es de quien hube yo en confianza las noticias y observaciones que de suso y de yuso son y serán explicadas.

Dividíase, pues, el elevado recinto que queda señalado, en un doble callejón a diestra y siniestra mano, que prestaba paso y comunicación a ocho o diez celdillas o habitaciones, tan cómodas como cepo veneciano, y tan anchurosas como nichos de cementerio. En ellas, mediante sendos treinta reales nominales de alquiler mensual, habían hallado medio de colocarse otros tantos grupos de figuras, reducidas a tal extremo, cuáles por las desdichas pasadas, cuáles por las miserias presentes.

Sabía, por ejemplo, la madre Claudia, que en la primera buhardilla de la derecha conforme vamos, vivía un pobre empleado, entrado en nueve meses, reloj descompuesto apuntando a marzo, y con cuatro chiquillos por pesas, que tiraban hacia la próxima Navidad. -Sabía que en la de más allá existía una honrada viuda, fuera de cuenta, clamando en vano por los dividendos del Monte Pío, y sustentada escasamente por el trabajo de tres hijas doncellas, que todo el mundo sabe lo que en estos tiempos vale una honrada doncellez. -Más allá cobijaba con dificultad un matrimonio joven, zapatero y ribeteadora; él, mozo garrido, de chaquetilla redonda y sortija en el corbatín; ella airosa y esbelta estampa, de zagalejo corto y mantilla de tira.

En el agujero del rincón que formaba el ángulo de la casa, había entablado su laboratorio un químico de portal, gran confeccionador de agua de Colonia y rosa de Turquía, y bálsamo de la Meca, y aceite de Macasar; vendía además corbatines y almohadillas, fósforos y pajuelas, cajetillas y otros menesteres, para lo cual mantenía relaciones con todos los mozos de los cafés, y cuando esto no bastaba, corría con los empeños de alhajas, y negociaba por cuenta de algún anónimo cartas de pago y billetes del tesoro, o bien acomodaba sirvientes o limpiaba botas en el portal. Él, en fin, era un verdadero tipo de la industria fabricante y mercantil; y tan pronto se traducía en francés, como se trocaba en italiano; y ora se adornaba con un levitín blanco y una enorme corbata como il Dottore Dulcamara, ora corría las calles con sombrerito de calaña y agraciado marsellés.

Frontero de la habitación del químico había dado fondo una física criatura, que sin más preparaciones que sus gracias naturales, era capaz de volatilizar la cabeza más bien templada. Valencia, el jardín de España, había sido la cuna de este pimpollo, y con decir esto no hay necesidad de añadir si sería linda, pues es bien sabido que en aquel delicioso país es más difícil encontrar una fea que en otros tropezar con una hermosa. El contar las aventuras por donde ésta había venido desde las riberas del Turia a las del Manzanares, y a las sombrías tejas de Madrid desde los pajizos techos del Cabañal, fuera asunto para más despacio; baste decir que vino ella o que la trajeron; y que la abandonaron o que se abandonó; en términos que en el día era tan romanescamente libre como la bella Esmeralda de Víctor Hugo, aunque si va a decir la verdad, algo más positiva que ella; efectos todos del siglo prosaico en que vivimos, en el cual no se matan los hombres por las muchachas de la calle, ni se contentan éstas con bailar y tocar el pandero.

Pared por medio de la valenciana vivía un viejo adusto y regañón, escribiente memorialista a dos reales el pliego, que por el día, detrás de su biombo en el portal, escuchaba las relaciones de los pretendientes, y les ensartaba memoriales y seguía correspondencia con media Asturias, y recibía las confesiones de todas las mozas del barrio; y sucedíale a veces, como veía poco, a pesar de los anteojos, trocar los frenos, quiero decir, los papeles, y asentar una declaración de amor en un pliego del sello cuarto, o pretender un estanquillo en una orla de corazones y Cupidos. Con lo cual, y otras desazones que le proporcionaba su oficio, que siempre venía a casa regañando, y como solterón y que no tenía mujer con quien pegarla, la solía pegar con toda la vecindad.

Últimamente, en el ángulo opuesto, y para que nada faltase a este risueño drama tenía su mansión un hombre de presa (corchete, que suele decir el vulgo), el cual, cuando creía que nadie le miraba, solía hacer sus excursiones por el tejado a correr con los gatos, por inclinación y natural simpatía. Hombre de rostro enjuto y sospechoso, cuerpo sutil y mal configurado; manos negras como su ropilla, nariz torcida como la intención, antípoda del agua como un hidrófobo, amante del vino como el mosquito, vara enroscada como sus palabras, oído listo a las promesas y cerrado a las plegarias, multiplicado a veces como edición estereotípica, y tan invisible e impalpable otras, que no pocas llegaron a dudar los vecinos si subía por la escalera o por el cañón de la chimenea.

Con tan opuestos elementos, combinados ingeniosamente por la casualidad, déjase conocer si podría estar ociosa la imaginación de nuestra Claudia, o si más bien llegaría en breves días a ser, como si dijéramos, el centro de aquel sistema; planeta fijo que girando únicamente sobre sí mismo, obligara a los demás a girar dentro de la órbita que les señaló en su derredor.




- III -

Drama de vecindad


La primera atención de la vieja se convirtió naturalmente hacia la valencianita, que como la más sola e indefensa oponía más obstáculo a sus ataques...

-¿Es posible, hija mía, que tan joven y hermosa como plugo hacerte al Señor, gustes enterrarte viva en ese zaquizamí sin buscar un apoyo en este pícaro mundo que te defienda de sus recios temporales, y haga sacar de tus gracias el partido que merecen? En buen hora sea, si el mundo te lo agradeciese y tomara en cuenta; ¿pero quién será el que te crea bajo tu palabra y que no sospeche de ese tu recato alguna mengua de tu virtud? Mira que la hermosura es flor delicada que todos codician, y no puede permanecer oculta y entregada a sí misma; antes bien conviene exponerla con precauciones entre guardas y cercados, que no es ella nacida para crecer como el cardo en medio de los campos, sino para ostentar su elevación como el jazmín en finos búcaros y en cerradas estufas. Mira que la inocencia busca naturalmente su apoyo en la experiencia, la debilidad en la fortaleza, la tierna edad en el consejo de la vejez. La hiedra puede sostenerse si se abraza al olmo erguido, y el débil infante caería indudablemente al primer paso, si no hubiera una mano amiga que cuidase de sostenerle. -Mal estás así, hija mía, tierna y hermosa, sin olmo que te defienda, sin mano que cuide de tu sostén. Yo seré, si gustas, este arrimo protector, ese escudo de tu niñez; y así como la barquilla sabe burlar las furiosas tormentas, confiando su timón a un hábil marinero, así tú en mis manos experimentadas, podrás atravesar sin pena este piélago del mundo, y reírte de los furores de los vientos desencadenados contra ti.

Yo no sé si fue precisamente en estos términos u otros semejantes como habló la vieja, ni acierto a decir si ella era tan fuerte en esto de las comparaciones para dar robustez y persuasiva a su discurso; pero lo que sí podré decir es que debió revestirlo con argumentos irresistibles, cuando a los pocos días consiguió su objeto y atrajo a su red la incauta mariposilla, formando una sociedad mercantil bajo la razón de Amor, Venus y Compañía; sociedad en que una ponía la prudencia y la otra la presencia; una el capital industrial y otra el positivo, a partir, por supuesto, el beneficio que de ambos había de resultar.

Desde entonces la buhardilla de Madre Claudia no se veía ya tan solitaria como de costumbre; antes bien se entabló entre ella y la calle una regular y periódica comunicación; y no era nada extraño oírse en el interior algunos sonidos de voz varonil, o encontrarse en la escalera tal cual embozado hasta los ojos, que bajaba con la debida precaución.

La niña por su parte es de suponer que seguía en un todo los consejos de su madre adoptiva, la cual sin duda la recomendaba la mayor amabilidad y cortesanía con todo el mundo; pero en una sola cosa hubo de oponer una resistencia fatal, resistencia que pudo desde sus principios comprometer aquella naciente sociedad; tal fue la obstinación con que se negó a admitir los obsequios de su vecino el alguacil, que puesto que recortado de uñas y atusado de greñas, todavía conservaba en su aspecto un no sé qué de siniestro y repugnante, que no pudo neutralizar la natural aversión de la criatura, la cual temblaba de pies a cabeza, y huía a esconderse cada vez que le miraba acercarse a su puerta.

Y era, como lo veremos más adelante, formidable enemigo este alguacil; -pues además de las condiciones anejas a su profesión, envolvía la personal circunstancia de ser el instrumento de que se servía el casero para sus ejecuciones y despojos; conque venía a parecer el alma de un propietario, encarnada, por decirlo así, en la persona de la justicia. -Ahora vayan VV. a profundizar todo el poder de un casero alguacilado, monstruosa aberración, con los ojos de acreedor y las manos de ministril.

Hartos desvelos había ocasionado a la vieja esta terrible consideración; pero ya que no podía evitarla, pensó como buena política en prevenir en lo posible sus efectos, y para ello siempre andaba, como quien dice, bailándole el agua; siempre su mes adelantado por escudo, siempre las mayores precauciones de prudencia para que él no tuviera modo de malquistarla.

No contenta con esto, ideó un plan de defensa que no hubiera desdeñado el mismo Talleyrand, y fue el formar con los demás vecinos una decuple alianza, que pudiera ofrecerla en su caso una benéfica cooperación contra la alguacilesca enemistad.

Las simpatías naturales de la vieja reparadora y la niña reparada, se inclinaron por de pronto, como era de esperar, hacia el ingenioso químico que cobijaba en el rincón, y el cual no se hizo mucho de rogar para prestar a entrambas el apoyo de su espíritu, y colocar su laboratorio bajo la tutela y protección de ambas deidades. -Aquí tenemos ya un triángulo no menos romántico que el de los dramas modernos, es a saber: -la gracia, la experiencia y la ciencia, -o en otros términos-: -una muchacha, una vieja, y un doctor. -Y digo doctor, no porque lo fuera ni pudiera gloriarse de poseer una de esas borlas que tan frecuentes se dan en las universidades, a trueque de algunos reales y de unos cuantos latines, sino porque estaba cursado en la ciencia de plazas y callejuelas, ciencia desdeñada por los sabios, pero que suele ser más positiva que todas las que contienen sus libros.

El zapatero no tardó tampoco en entrar en la confederación, merced a algunas copillas de mosto y sus correspondientes buñuelos, ofrecidos oportunamente cuando se retiraba por las noches; y su esposa tampoco se hizo esperar gran cosa para venir de vez en cuando a escuchar los chistes de la madre, o a recibir de manos del químico algún frasquito de elixir con que curar de las muelas o añadir a las mejillas un benéfico rosicler; -todo lo cual, animado con la grata conversación de tal cual caballero que por casualidad solía hallarse allí, prestaba ciertos ribetes a aquella sociedad, muy propios a excitar la simpatía de la alegre ribeteadora.

El vetusto empleado ofrecía alguna mayor dificultad, por lo inaccesible de su edad a los sentimientos mundanos; pero al fin era padre de cuatro chiquillos, que puesto que alborotaban toda la casa, y rompían los vidrios con la pelota, y escaldaban al gato, y quebraban las tejas, y rodaban con estrépito por la escalera, eran todavía agasajados con sendas castañas y soldados de pastaflora (que buena falta les hacía a los pobres para engañar el atraso de pagas del papá), el cual por su parte, agradecido a tantos favores recibidos en la persona de sus hijos, cerraba los ojos a lo demás del espectáculo, y achacaba justamente a su miseria aquella capitulación con sus principios.

La pobre viuda y sus hijas eran también un gran obstáculo a los planes de aquella veneranda dueña; pero ¡qué no pueden la astucia de un lado y la miseria de otro! ¡y qué la virtud, cuando tiene que disputarla a la hermosura y al amor! -Estas niñas eran jóvenes y lindas, y habían sido educadas con primor en vida del papá, aprendiendo a figurar en bailes y tertulias, sin pensar que muerto aquél habían de parar en los estantes de un Monte Pío, -y todo el mundo sabe que, una vez empeñada, pierde mucho de su valor la alhaja más primorosa. -En vano recurrieron por apelación a las habilidades de la aguja que hasta allí habían mirado como adorno o pasatiempo; desgraciadamente todo el trabajo de una mujer, no logra al cabo del día un resultado comparable con el del más mísero albañil. -Y luego, que como eran tres a trabajar y cuatro a consumir (entrando en cuenta la mamá), resultaba un déficit, por lo menos equivalente a la cuarta parte del presupuesto; lo que en buen romance quiere decir, que si comían escasamente tres días, tenían que ayunar el cuarto, cosa ciertamente que no es fácil de combinar con ninguno de los sistemas filosóficos. Añádase a esto que como jóvenes aún y amigas del bullicio y los amores, no habían podido renunciar a sus relaciones antiguas, y gustaban todavía de concurrir a las fiestas y diversiones, con lo cual había también que perder mucho tiempo, y otro tanto para preparar guarniciones y prendidos en que lucir la brillantez de su imaginación y disimular los rigores de su fortuna. -«¿Quién sabe? (decían ellas) quizás estos trapillos colocados oportunamente sirvan de reclamo a algún rico mayorazgo o algún viejo capitalista, que nos extienda su mano y nos saque de esta angustiada situación. ¿Sería acaso por mal este inocente engaño, y seríamos nosotras las primeras que lo usáramos en Madrid? -No, a fe mía -respondían todas-; y si no, ahí están Fulanita y Zutanita, que cualquiera que las mire darse tono en nuestra tertulia, por fuerza las ha de tomar por excelencias, o cuando menos señorías; pues lléveme el diablo si sus padres son otra cosa que un portero de no sé qué grande, o un meritorio de no sé qué oficina. Y con todo eso se ven muy obsequiadas y servidas, y van a los toros en coche, y en los teatros están abonadas en delantera... No, si no, vistámonos de estameña, y acostémonos con las gallinas, y vendrán a buscarnos los novios aquí encerradas en este caramanchón. -A fe que, como decía ayer la vecina madre Claudia, que Dios dijo al hombre: ayúdate y te ayudaré; y el cristal engarzado en oro parece diamante, y el diamante en un basurero parece cristal».

Madre Claudia sabía muy bien estas bellas disposiciones de las niñas, y no tardó en advertir que por una consecuencia natural de ellas, mediaban ya relaciones extramuros con tres galanes fantasmas, los cuales, luego que descubrieron el buen corazón de la vieja, aprovecharon su mediación para entablar con seguridad su triple correspondencia. -Pasaron, pues, por aquellas yertas y disecadas manos, primero, los billetes en papel barnizado con cantos de oro; luego las coplas de fatalidad y de ataúd; más adelante, los paquetes de merengues y las sortijas de souvenir; las petacas de abalorio y las cadenitas de pelo; por último, pasaron los mismos galanes en persona, y pudieron reiterar de palabra sus juramentos y maldiciones, mientras mamá dormía la siesta, o daba una vuelta al puchero.

Conque tenemos en conclusión, que por estos y otros caminos, la suprema inteligencia de la vieja Claudia dominaba, por decirlo así, en toda la vecindad, si se exceptúan el alguacil y el viejo memorialista, a los que de modo alguno halló forma de reducir. Pero en cambio cultivaba sus primeras relaciones con la planta baja, esto es, con el honrado tendero y su hermosa niña, que eran para ella, como veremos, la acción principal, el verdadero interés de su argumento.




- IV -

Peripecia


Una noche... ¡qué noche!... llovía a cántaros y los vientos desencadenados amenazaban arrancar la miserable techumbre de la buhardilla de Madre Claudia; rodaban las tejas y caían a la calle con estrépito, envueltas en torrentes de agua; por los ángulos del desván aparecían goteras interminables, cansadas, que llenaban las jofainas, los barreños, las artesas, y prometían inundar aquel miserable recinto, disolviendo su mecánico artificio; y de vez en cuando un brillante relámpago venía a iluminar todo el horror de aquella escena, y una prolongada detonación concluía por hacerla más terrible e imponente.

Rezaba la vieja, y pasaba de dos en dos las cuentas de su rosario, puesta de hinojos delante de una estampa de Santa Bárbara, pegada con pan mascado en el comedio de la pared. De tiempo en tiempo entreabría cuidadosa el ventanillo, por ver si serenaba la tormenta, y volvía a rezar y a darse golpes de pecho, y se asustaba de ver al gato que saltaba por las paredes, y temblaba creyendo haber oído andar en la puerta, y retrocedía al mirar su sombra, viendo en ella temblar su espantable figura, a las trémulas ondulaciones del candil.

En esto un trueno horrísono estalló, y el gato dio un brinco hacia la chimenea, y cayó la luz, y todo quedó en la más profunda oscuridad... La vieja despavorida corre a la puerta, a tiempo que ésta se abre por sí misma, y al fulgor de otro relámpago se ve entrar con precaución a un bulto negro embozado, que alarga la mano y cierra la puerta detrás de él.

-¡Jesús mil veces! -grita la vieja, y cae en el suelo sin voz ni esfuerzo para decir más.

-Nada tema V., madre Claudia... soy yo... ¿no se acuerda V. de lo que me prometió para esta noche?...

-En el nombre sea de Dios, señorito; el Señor le perdone a usía el susto que me ha dado, pues pienso que en tres semanas no me lo han de sacar del ánima.

-Vaya, buena madre, álcese del suelo y encienda una luz, que nos veamos las caras, y pueda yo colgar la capa, que la traigo como sopa de rancho.

-¡Ay, señor! pero con esta noche que parece que va el cielo a juntarse con la tierra... Mas cuenta que como estoy toda azorada, ni sé qué me hago, ni dónde puse la pajuela.

-A bien que aquí traigo yo el fósforo, y...

-Alabado sea el Señor, Dios nos dé luz en el alma y en el cuerpo; traiga, traiga, aquí, y endiñaré el candil... pero ¿qué es esto? ¿usía tiembla también?

(Y así era la verdad, que el osado mancebo al alargar la luz a la vieja, y mirar su lívida y desencajada faz, no pudo menos de hacer un movimiento de retroceso.)

Encendido ya el candil, restablecida la calma, y serenado por fin el ruido de la tormenta, pudo entablarse un diálogo misterioso entre la vieja y el señorito, en que éste porfiaba, y la vieja se hacía de rogar, y aquél juraba, y ésta se reía; y luego sacaba aquél un bolsillo: y ésta se ponía a discurrir.

-¿Pero no ve usía, señorito, que me pide un imposible? Yo no diré que ella no le quiera a usía y mucho, que a mis años y a mi experiencia no lo ha podido ocultar; pero, al fin, usía es usía, y ella es una pobre muchacha, hija de un tendero de bien, que se mira en ella como en las niñas de sus ojos, y aunque pobre, también tiene su aquél; y si él llegara a sospechar la intención con que por usía he venido a esta casa... ¡Dios nos libre!

-Todo eso está bien -replicó el caballero-, pero es lo cierto que ella me quiere, porque yo lo sé, porque ella no me lo ha disimulado, y luego tú me prometiste convencerla...

-Y mucho, que varias veces la he tanteado sobre el particular; pero, amiguito, una cosa es apuntar y otra caer el gorrión; que no se ganó Zamora en una hora, y para el hierro ablandar, machacar y machacar... No, si no aguarda la breva en enero y verás si cae.

-¡Maldita seas con tus refranes y con tu eterno charlar! ¿Pues no me dijiste, vieja del diablo, que esta noche?...

-No es esto decirle a usía que yo no ponga de mío hasta donde se me alcance al magín, que Dios deja obrar las segundas y aun las terceras causas, y por falta de voluntad ni aun de memoria no me ha de pedir cuenta el Señor; pero nunca la pude reducir a bondad, y eso que la conté el oro y el moro, y la pinté, como quien dice, pajaritas en el aire; pero así es el mundo; para unas no basta el , ni para otras el arre, y muchas conozco yo que no se harían tan remolonas.

-No me vayas a hablar de otras, como sueles, bruja maldita... Yo no he venido aquí a escuchar tus graznidos, ni por todas tus protegidas hubiera subido un solo escalón de esta escalera infernal... Vengo sólo a que me cumplas tu promesa... y ya tú sabes que yo no tengo cara de que se me hagan en balde.

-Pues a eso voy, señor; ¡cáspita! y qué vivos de genio son estos boquirrubios, y qué...

-Perdona, buena Claudia, pero mi impaciencia...

-Después que una se desvive por servirlos, haciéndose (como quien dice) piedra de molino, para que ellos coman la harina.

-Pero...

-Ande usté de aquí para allí como un zarandillo, por la gracia del Señor, cuando a él le convenga; deje ustéd su cuarto de la calle de las Huertas, -que bien me estaba yo en él sin estos trampantojos; -súbase usté a las nubes como el gavilán, y póngase desde allí en acecho de la perdiz... y todo ¿para qué?...

-Tienes razón, Claudia, tienes razón; pero como tú me dijiste...

-Y ya se ve que dije y no me vuelvo atrás, que bien sé lo que me tengo que hacer; pero...

-Mira, toma lo que llevo conmigo, y esto será nada más que principio de mi eterno agradecimiento; pero por tu vida, que hagas por que yo la vea esta noche, aquí mismo, en tu casa, y... su padre está de guardia, ya ves tú que mejor ocasión...

-¿Y por quién sabe usía todo eso sino por mí?

-Es verdad, dices bien; mucho tengo que agradecerte.

-Quiera Dios que dure y que a lo mejor no me muestre las uñas.

-No temas, amiga Claudia, mi protectora, mi esperanza; ahora baja, que se va haciendo tarde, y me pesan los momentos que dilate al mirarla en mi presencia.

-Vaya, ya bajo, y para la subida me encomiendo a Dios; pero sobre todo, señorito, me encomiendo a su prudencia y... ¡Ah! mejor será que os escondáis tras de la puerta, porque el susto de veros no la incline a volver atrás.

-Bien, bien, como queráis, Madre Claudia.

Y la vieja se santiguó, y ayudada de su cerilla comenzó a bajar pausadamente la escalera, y llegada a la tienda, entabló un diálogo, al parecer indiferente, con la inocente criatura, que, como hemos sabido, estaba sola con un hermanito de pocos años; y como se quejase de dolores en las sienes a causa de la tormenta, luego la brindó la vieja con que subiese a su buhardilla, donde la pondría unos parches de alcanfor que la remediasen, con que la prometió que la había de dar las gracias; y la inocente creyó al pie de la letra el consejo de aquel maligno reptil, y luego emprendió con ella la subida de la escalera, encargando de paso a su hermanito el cuidado de la tienda.

Llegadas que fueron arriba, abre Claudia la puerta, cuidando de cubrir con ella a su cómplice; vuelve entonces a cerrar, y éste, ya descubierto, se arroja precipitado a los pies de la joven, y la renueva con los más vivos colores sus juramentos y sus deseos. -La sorpresa y la indignación privaron por un momento a la niña del uso de la voz; después lanzó una mirada suplicante a la vieja, la cual con su diabólica sonrisa la dio a conocer lo que podía esperar de ella; entonces aquella alma pura recobró toda la energía propia de la virtud; en vano la vieja y el galán quieren detenerla; en vano son los juramentos, las promesas, las amenazas; arráncase violentamente de sus manos, corre desalada a la puerta, hace saltar los cerrojos, y aparece en lo alto de la escalera gritando: «¡Favor, vecinos, favor!...».

En el mismo punto se abren simultáneamente las puertas de las demás habitaciones; y mientras los más próximos acuden a preguntar a la niña, se oye acercar un estrepitoso ruido de un hombre armado de pies a cabeza que subía los escalones cuatro a cuatro, gritando desaforadamente...

-«Mi hija... mi hija... ¿quién me la ofende?...».

A esta pregunta contestan el memorialista y el alguacil trayendo de las orejas a Madre Claudia hasta plantarla de rodillas a sus pies, en tanto que el galán anónimo había tenido por conveniente escapar por el tejado...

El zapatero -que subía a este tiempo la escalera en amor y compañía con la valencianita-, mira escapar a su esposa de la buhardilla del químico, y se enfurece de veras, sin reparar que él también tenía por qué callar; -en tanto los chicos del cesante gritan que en el callejón de las esteras hay tres bultos escondidos que sin duda deben de ser los facciosos... y súbito el alguacil y el memorialista, y el tendero y el cesante, corren a verificar su captura, a tiempo que las niñas de la viuda salen despavoridas, gritando que no los maten, que no son los facciosos, sino sus novios, que a falta de otro sitio, estaban hablando con ellas en el callejón.

El químico (que desde su chiscón observaba aquel embrollado caos) no halla otro medio para poner término a semejante escena que reunir multitud de mistos de salitre y plata fulminante, con que produce un estampido semejante al de un tiro de cañón, y a su horrísono impulso ruedan por la escalera todos los interlocutores de aquel drama; el tendero, con su hija; el memorialista y el cesante, con los chicos; éstos, agarrados de la vieja; las niñas, de sus galanes; el zapatero, de la viuda; la ribeteadora, del químico; y el alguacil, de la valenciana; gritando: «Favor a la justicia; dejadme a esta pecorilla que es el cuerpo del delito...».




- V -

Desenlace


Ocho días eran pasados, y el alguacil, en virtud de providencia de su merced el señor alcalde del barrio, había hecho desocupar toda la casa y colocado a la vieja en una buena reclusión; el tendero había cerrado su almacén y caminaba con su hija hacia las montañas de Santander; las niñas de la viuda, por disposición de ésta, trabajaban entre vidrieras bajo la dirección de Madama Tul Bobiné; el zapatero había apaleado a su mujer, y estaba en la cárcel; y ésta se había colocado bajo la protección del químico; finalmente, la valencianita alquilaba un cuarto entresuelo calle de los Jardines, y al tiempo de extender el recibo daba por fiador... al alguacil.

(Setiembre de 1838)25






ArribaAbajoEl teatro por fuera


«Yo, Talía, en despedirte,
Y tú, en que me has de querer;
Tijeretas han de ser».


IGLESIAS.                


La escena cómica, así como la gran escena del mundo, tiene dos aspectos. Uno interior, privado y reducido al estrecho círculo de sus sacerdotes y comensales; el otro, público, exterior, y que dice relación con la sociedad entera: para entrar en aquél, es necesario hallarse iniciado en sus misterios, y tener una parte más o menos directa en su acción; para conocer éste, basta sólo ser espectador constante, y estar dotado de una dosis regular de observación.

El teatro por dentro comprende, pues, a los autores dramáticos, a los artistas, empresarios, empleados, espectáculo material, decoraciones, trasformaciones, vuelos, música y acompañamiento. -El teatro por fuera le constituye únicamente el público espectador. -Puede, pues, mirarse la cuestión de ambos modos, o bien dando la cara a la escena y fijando la vista y la imaginación en la fingida ilusión del espectáculo, o ya volviéndole la espalda y asestando el catalejo a la animada realidad de los espectadores.

Bueno será por hoy prescindir de la primera cuestión, para ocuparnos exclusivamente de la segunda; abandonar el interés dramático por el interés social; el mundo de cartón por el mundo positivo, y buscar en el espectáculo cómico lo más cómico del espectáculo; que, si no lo ha por enojo, no es otra cosa que el público espectador.

A la verdad que, considerado el asunto bajo este aspecto, no puede ser más animado y profundo, y manejado por diestra mano, no dejaría de producir un asombroso interés. ¡Ahí que no es nada! Mil o dos mil personajes de todos sexos y condiciones; vírgenes y matronas; viudas y reincidentes; niños y viejos; solteros y maridos; Mesalinas y Lucrecias; Marcos y Colatinos; patricios y plebeyos; sombrerillos y zagalejos; chaquetillas y gabán. -Y todo esto, visual y jerárquicamente ordenado; por clases, según el blasón heráldico; por familias, siguiendo el sistema de Linneo; por precios, al tenor de la balanza mercantil; por sexos, a la manera fisiológica de Russel; por trajes, según el método de Utrilla; por genios y condiciones, conforme a la craneoscopia del doctor Gall.

«Las seis y media... entremos en el teatro... Media hora falta aún para comenzar el espectáculo... ¡Qué cosa tan triste es un teatro sin gente!... Es como si dijéramos un cuerpo sin vida, un cadáver yerto e inanimado... Y si el teatro es uno de los teatros de Madrid, ¡qué cosa tan fea además! -Mirada desde las alturas la mezquina y económica platea, parece, por sus diversos compartimientos, una caja de estuche o necessaire sin las piezas correspondientes; mirando desde la platea los costados del edificio, recuerda las anaquelerías de nuestras boticas, o los simétricos nichos de nuestros cementerios.

La misma soledad, el mismo silencio que en éstos, y a la escasa luz de algunas mechas encendidas provisionalmente en la lámpara central, se ven allá cerca del techo los retratos de algunos de nuestros célebres autores, los cuáles, sólo después de muertos, han adquirido el derecho de asistir gratuitamente al espectáculo, y aun esto tan limitado y en sitio tan poco conveniente, que más parece que aspiran a escapar a las troneras por entre las enormes piernas de un Apolo, que más que Apolo parece un tambor mayor26.

Conforme se va acercando la hora, empieza aquel solitario recinto a dar señales de vitalidad; ya es una puerta que se abre para dar entrada a un bulto negro que aparece en la artería de las lunetas, el cual mira con interés a todas partes, hace un movimiento de impaciencia, y vuelve a salir precipitado; ya son algunas pausadas sombras que van a colocarse aisladas aquí y allá, quebrando así la uniformidad de las gradas laterales, de los bancos céntricos, y de la altísima tertulia. Ora se escucha un animado diálogo femenil en los hondos abismos de la cazuela; ora el ronco sonido de una tos catarral y aguardentosa, revela al observador que algún ser viviente respira sepultado en los últimos confines del patio.

El nuncio de la luz aparece, en fin, por un agujero, y saltando por encima de los bancos con una cerilla en la mano, se acerca a la lámpara y comunica su influencia al círculo de quinquets, con lo cual, y concluida su tarea, avisa a los de arriba para que den vuelta a la máquina, y sube el luciente fanal con pausa y gravedad hasta quedar colocado a la medía altura del espacio. Majestuosa operación que observan con sorpresa y entusiasmo las tiernas criaturas que han asomado a los palcos, y de que huyen por precaución todos los desdichados a quienes tocó sentar perpendiculares bajo la influencia de aquel mecánico planeta.

Quedan, pues, al descubierto las sombrías paredes del edificio, el ahumado techo, los mezquinos bancos y sillas, y sucesivamente van dando la cara las misteriosas parejas de los palcos por asientos, que no ven con buenos ojos aquella iluminación, aunque escasa; luego ocupan la delantera de la cazuela todas las diosas de nuestra mitología matritense, y detrás de ellas se van agrupando las modestas beldades a quienes no es necesaria tanta publicidad. Harpócrates, el dios del silencio -como todo lo perteneciente al género masculino-, está desterrado de aquel bullicioso recinto, y mil y mil voces, siquier gangosas y displicentes, siquier melifluas y atipladas, se confunden naturalmente en armónico diapasón, y más de una vez sobresalen por entre los diálogos de los actores, o sobre los crescendos de la orquesta.

Dos campos iguales en dimensión, diferentes en calidad, se dividen económicamente el elevado recinto conocido bajo el nombre de tertulia. Del lado de la izquierda, el sexo que solemos llamar bello, ostenta sus gracias peregrinas, sus ingeniosos adornos y su amable coquetería. En el de la derecha, el otro sexo feo, juega las armas que le son propias, el desenfado, la galantería y la arrogancia. Crúzanse, pues, de la una a la otra banda las ojeadas, las ante-ojeadas, los suspiros, las sonrisas, y otros signos expresivos de inteligencia, y volando a estrellarse en el techo común, tornan a descender convertidos en vapor simpático, eléctrico, que extendiendo su influencia por todos los rincones de la sala, impregna y embalsama a toda la concurrencia en igual amoroso sentimiento.

Suspicaz y meticuloso por extremo debió ser el primero, que tuvo la ocurrencia de la separación de los sexos en nuestros teatros ¿y dónde? precisamente en un país en que se miran reunidos en los templos, en el circo, y demás espectáculos públicos. A la verdad, nada se arriesgaba en apostar a que no fue marido celoso el que tal imaginó; pues si él lo fuera, a buen seguro que conviniese en abandonar bajo su palabra tres o cuatro horas a su esposa donde apenas alcanzara a divisarla. Sin embargo, sea dicho en verdad, esta costumbre, como todas las de este mundo, tiene su contra y también su pro; la mitad de los hombres dicen que es mala; la mitad de las mujeres la defienden por buena, y las otras dos mitades piensan en sentido contrario... Vayan VV. a entenderlos, ni a adivinar las razones que cada cual alegará. De todos modos, no puede negarse que, cuando no sea otra cosa, presta cierto saborete de originalidad a nuestro teatro madrileño, que no es de desdeñar para el curioso observador27.

Excepción de esta austera conformidad es la triple fila de aposentos, donde a par que los sombrerillos y manteletas, vienen a colocarse las placas y bordados, las blancas corbatas y los guantes amarillos; lo cual hace a esta sección la más armoniosa y variada del espectáculo. La luneta con sus aristocráticas pretensiones, los sillones y gradas con su público atento, inteligente y de buena fe, y el patio con su humilde modestia, sirven como si dijéramos de base a todo aquel artificio mecánico, de centro de aquellos opuestos polos.

En esta región principal es donde tiene su asiento el abonado, especie de planeta teatral, mitad hombre y mitad luneta, que viene periódicamente a efectuar su conjunción con ella todas las noches, y a formar las más veces entrambos una sustancia homogénea de palo y de baqueta, para quien son indiferentes el compás clásico o el romántico vuelo, y en quien suelen embotarse las magnéticas sensaciones con que pretendiera el poeta electrizar al auditorio. -Este obligado adorno de las filas más avanzadas de la luneta, es de rigor que ha de entrar con solemnidad a la segunda escena del segundo acto, y atravesar en movimiento ondulatorio por el estrecho límite que permiten las piernas de los demás espectadores, no sin desagrado de éstos, que en tal momento miran interponerse aquel cuerpo extraño entre sus ojos y la escena; pero la política exige el mayor disimulo, y que se repriman las muestras de aquel enojo, para corresponder con afectada sonrisa al elegante Adonis, que reparte sendas cabezadas a todos sus compañeros de banco. Llegado después a su término final, a su luneta, que le espera para recibirle en sus brazos, es indispensable que ha de bajar el asiento con notable estrépito, y de este modo atraer hacia su persona la puntería de todos los anteojos de los palcos; a cuya interesante atención corresponde el abonado, permaneciendo en pié largo rato con la espalda hacia la escena componiendo simétricamente el cabello con el anteado guante, sacando después el pañuelo, impregnado en patchouly y bálsamo de Turquía, limpiando cuidadosamente los cristales del doble anteojo, y dirigiéndoles después circularmente a todos los aposentos, la cazuela y la tertulia. Verificadas todas estas operaciones, el abonado se vuelve, en fin, a la escena, y si en tal momento alcanza a atraer una rápida sonrisa de alguna actriz, o tal cual disimulada cortesía de algún cantante, es como si dijéramos el bello ideal de la fortuna, la suprema dicha teatral.

El abonado, por lo demás, presta poca atención al espectáculo, y como éste nunca es nuevo para él, porque si es segunda representación asistió igualmente ala primera, y si es primera vio también el ensayo, nada puede interesarle; antes bien, mira con desdén y aun con lástima la obligada atención del auditorio, y el efecto imprevisto que sobre él suelen ejercer las distintas situaciones del drama; y cuando éstas lleguen a su mayor interés, afectará volver desdeñosamente la cabeza, o hablará con los músicos, o se dirigirá a cualquiera de sus colaterales, diciéndole: -«Ahora el tirano va a darle la copa envenenada...». Y cuando esto sucede, y todos los espectadores revelan en sus semblantes lo angustioso de la situación, se ve reír la faz tranquila del abonado, y escúchase su voz harto perceptible, que dice: -«No tengan VV. miedo, porque ahora va a salir la dama a matar al tirano con un agudo puñal».

Durante el entreacto, el abonado sube a visitar los palcos, y como bola en cubilete, entra y sale de una en otra casilla, y ora le vemos en un palco bajo hablando en francés, y afectando la seriedad diplomática entre dos longanísimos extranjeros, ora en un principal, siendo la causa de la bulliciosa alegría de una colección de beldades que se disputan sus respuestas, sus miradas, y son exactamente del mismo parecer sobre el mérito de la pieza.

No menos interesante y animada, otra sección del auditorio sienta por lo regular en las filas céntricas; ésta es la sección de los inteligentes, y se compone, como quien nada dice, de los autores dramáticos, los escritores folletinistas, y tal cual actor en descanso que aquella noche no le tocó figurar. Esta sección es bulliciosa de suyo, comunicable y expansiva; sus decisiones son absolutas y sin apelación; pronúncianse ex-cátedra; comisión de aplausos, la llaman unos; sociedad de seguros, la dicen otros; pero los unos y los otros esperan con atención las muestras inequívocas de su sentencia, y aplauden si aplaude, y silban por simpatía cuando escuchan a la inteligencia silbar.

Los demás compartimientos de la planta baja son ocupados en simétrica variedad por aquella parte del respetable público, que en el Diccionario moderno solemos llamar las masas, en cuya confección entran indistintamente los drogueros de la calle de Postas, y el honrado ropero de la calle Mayor; el empleado vetusto, y el imberbe meritorio; el inexperto provincial, y el pacífico artesano, todos los cuales vienen al teatro todos los domingos y fiestas de guardar o de divertirse con la mejor fe del mundo, y a pillar de paso, si pueden, una leccioncita moral, y la diversión que encuentran no es nada menos que tres ajusticiados y un tormento, y la moral que suelen beber, la que se destila de un suicidio o un par de adulterios.

Con lo cual, concluida la diversión, vuélvese a casa el honrado ciudadano, bien persuadido de que todas las mujeres son cortadas por el patrón de Catalina Howard o Lucrecia Borgia, y que todos los hombres son poco más o menos a la medida de los Antoni y Ricardo D'Arlingthon, de todo lo cual viene a deducir que la peor gente del mundo son los hombres y las mujeres; que toda sociedad es una picardía; todo gobierno un embrollo; toda religión una farsa, y toda existencia una pura calamidad.

Y a la verdad que la consecuencia no puede ser más natural; porque si el hombre o la mujer que se les ha representado en la escena ha sido un príncipe, por fuerza ha de haber tiranizado a sus pueblos, y ha de reunir el fanatismo y la crueldad, la hipocresía y el dolo; si ha sido princesa, habranla visto dar convites envenenados, y entregar, sonriéndose, al verdugo la hermosa cabeza de su amante, o arrojar al río a los favoritos con quienes ha pasado la noche; si ha sido hombre del pueblo, por fuerza sería hijo de un verdugo, y habrá conspirado contra su bienhechor, y se habrá levantado, a fuerza de bajezas, a las altas dignidades de la república; si ha sido juez, naturalmente habrá sido seductor de su víctima y perjuro, venal y corrompido; si ha sido esposa, habrá enterrado vivo a su esposo, para dar la mano a su rival; si ha sido madre, se habrá enamorado de su propio hijo, y si fuere hijo, habrá ensangrentado su acero en el autor de sus días; si ha sido religioso, habrá abusado de su santo ministerio para seducir la inocencia o para ejercer sus venganzas; si ha sido, en fin, amante, por fuerza ha sido movido por un amor vergonzoso y criminal28.

Semejantes primores de la moderna escena son, como si dijéramos, el cotidiano alimento que se da a un pueblo incauto a quien se pretende instruir y deleitar; de esta manera se le enseña la historia en caricatura; se le familiariza con las escenas patibularias; se le aparta de toda creencia; se le arrastra, en fin, a un abismo sin límite conocido.

Por fortuna esta exageración de colorido, esta brillantez de la mentira, lleva su correctivo en su misma demasía; y una vez disipadas las primeras impresiones, la razón va recobrando su imperio, y convirtiendo en ridículo aquello mismo que un momento se admiró como sublime. -El observador filósofo no puede menos de reconocer esta benéfica reacción, y mira con placer ala concurrencia, no ya agitada y entusiasta ante las formidables peripecias del drama inmoral, sino distraída e indiferente, como quien no cree lo que mira, no pocas veces respondiendo con burlona sonrisa, en vez de las violentas lágrimas que la demandaba el poeta:


    «On ne voit pas pleurer personne;
Pour notre argent nous avons du plaisir;
Et le tragique qu'on nous donne
Est bien fait por nous rejouir».

Pero veo con dolor que arrastrado por lo importante del argumento, me aparto insensiblemente de mi estilo y propósito, y como que parezco volver la cara a la escena abandonando mi objeto, que es pintar al público espectador. -Sin embargo, tiene tal relación el efecto con la causa, que apenas es posible tratar de aquél sin rozarse algún tanto con ésta. -Afortunadamente, en este momento cae el telón y el drama desaparece; unas cuantas varas de lienzo se han interpuesto entre la sociedad fantástica y la sociedad positiva; los Hernanis y las Tisbes huyeron de nuestra vista, y ya sólo tenemos delante las Tomasas y los Pedros; el hombre y la mujer se han convertido ya en mujeres y hombres; el castillo feudal. en un menguado coliseo, y los canales misteriosos de Venecia, en los animados callejones de palcos y cazuela.

Aquí quisiera yo tener una pequeña dosis de la imaginación poética de nuestros autores, para bosquejar, aunque de ligero, esta escena final, que aunque para algunos podrá parecer insignificante, es para muchos la que forma el principal interés del drama.

Los que conocen la estructura de nuestros teatros madrileños saben ya lo menguado y oscuro de sus escaleras; sus estrechas puertas y pasillos, su taquígrafo portal. Pues bien; en aquellas escaleras, en aquellos callejones, y a la luz de aquellos farolillos, se verifica en el acto solemne de la salida la reunión misteriosa y armónica de quinientas parejas, que suben, que bajan, que cruzan, que corren de aquí para allá, buscando cada uno su cara mitad, y mirando de paso a las mitades ajenas...

De aquí puede inferirse sustancialmente el interés y fuerza cómica de semejante desenlace, la animación y el movimiento de tal escena final.

El rápido mozalbete, que volando en alas de su amor y su deseo, atraviesa por sobre las piernas de los lacayos dormidos en la escalera, y va a situarse a la salida del palco, para tener ocasión de arreglar una manteleta o correr a avisar al cochero; -el pausado esposo, que detenido por la gente que sale de las lunetas, se agita y desespera por llegar a recibir a su esposa, cuando ésta baja ya cortésmente sostenida por una mano anteada que casualmente se encontró al paso; -el amante desdichado, que al irá ofrecer la suya al objeto de su ternura, se siente asir por una arpía de siglo y medio, que empieza ya de antemano a ejercer los rigores de suegra; -los formidables lacayos asturianos cargados de almohadas y mantones que cruzan bárbaramente, abriendo un ancho surco en aquella apiñada falange; -los celosos papás, que tratan de poner a cubierto las gracias de sus hijas, robándolas a las indiscretas miradas de los jóvenes que coronan en correcta formación ambos límites de la escalera; -las viejas, que llaman al gallego con voz nasal y angustiosa; -los niños, que lloran porque los pisan, o que dominados por el sueño, van tropezando en todos los escalones; -los reniegos de los que van a, tomar el coche contra los que no les dejan llegar a él; -las imprecaciones de los que esperan ir a pie, contra los coches que obstruyen la salida; -las pérdidas improvisadas de alguna dama; -los hallazgos repentizados de algún galán; -los chascos de tal cual amador que esperaba por una escalera, mientras el objeto de sus esperanzas descendía por la otra; -las curiosas glosas del drama, que se escuchan en boca de un mozo de Lavapiés o de una manola del Barquillo. -Aquel eterno disputar sobre si la escena del veneno es más bonita que la del tormento, o si la comedia estaba en prosa o en verso; aquel decir picardías del traidor, y salir poco satisfechos porque, aunque se dice que le ahorcaron, no le vieron efectivamente ahorcar; aquel comparar mentalmente al romántico galán ideal con el clásico marido efectivo; aquella rápida transición desde las imaginaciones poéticas a las prosaicas, desde la historia fingida a la historia verdadera; todos estos son objetos dignos de observación, y tan gustosos de ver como imposibles de describir.

El teatro, en fin, vuelve a quedar en silencio, y el alcaide cierra cuidadoso las puertas del templo de la ilusión; el poeta regresa a su modesta habitación a dormir al arrullo de los aplausos o de los silbidos; el actor depone mantos y coronas, y toma paraguas y sombrero para dirigirse a cenar; el viento fresco de la noche disipa las quimeras en la agitada mente del espectador; y cuando éste al poner el pié en la calle piensa todavía escuchar la terrible campana de San Marcos, reconoce con placer que no es nada de esto, sino que dan las doce en el reloj de la Trinidad.

(Febrero de 1838)




ArribaAbajoEl reciénvenido


- I -

Caminando calle arriba por la de Segovia de esta corte, y siguiendo fielmente con sus plantas la línea, ora recta, ora curva del arroyo; encogidas las rodillas, alta la cabeza, y las manos encajadas en las aberturas del calzón, se adelantaba paso a paso un hombre cuyas miradas codiciosas, y otras señales de estúpida admiración, daban luego a entender serle del todo nuevos los objetos que por entonces herían sus sentidos.

De contado, la rústica villanía de su traje, los groseros alpargates, su calzón corto, pardo, flojo y descosido; su faja de estambre, chaquetilla y chupetín también pardo, y sombrero chato del mismo color, dejaban inferir su procedencia del riñón de Castilla, así bien como su enorme vara de fresno atravesada a la espalda, haría sospechar su profesión de trajinante, si ya no la demostrasen claramente tres pollinejos y un mulo que a guisa de batidores le abrían el paso, casi escondidos entre los enormes sacos que pesaban sobre sus lomos.

Esta figura, cuyo aspecto semi-humano hubiera puesto espanto a quien la hubiera hallado en el interior de un bosque de América, dando mucho que pensar al viajero, para clasificarle entre las diversas especies de mandriles, jimios, macacos y jockós que describe Buffon, no era, sin embargo, nada de esto, sino una criatura casi racional, con sus tres potencias distintas, puesto que la del entendimiento, harto entumecida por falta de uso, casi casi hacía dudar de su existencia; era, en fin, un ciudadano español con sus derechos imprescriptibles y su cacho de soberanía; el cual ciudadano, en prueba de estos derechos, acababa de pagarlos a la puerta, por los garbanzos y judías que acarreaba. -Sabía también hablar (que no es, poco), y en la misma puerta había declarado llamarse Juan Algarrobo (alias Cochura), y ser natural de la villa de Fontíveros, provincia de Ávila, sexmode San Juan, de edad de veinte y cinco años, cumplidos en la última Navidad, de oficio arriero, y de religión, católico-apostólico-romano.

Como era la vez primera que pisaba los angulosos guijarros de esta noble capital, ignoraba de todo punto la dirección de sus calles, y embebido en sus pensamientos (que también los solía tener a veces), dejábase guiar por su recua, fiando al instinto de ésta el conducirle a punto donde pudieran comer y repasarse.

Ya había llegado al fin de la calle, y hecho la señal de la cruz delante de la de Puerta Cerrada, cuando le vino a la memoria que la consigna que traía de la tierra era a la posada del Dragón, en la Cava Baja; por lo que, llamando cariñosamente a sus pollinos, los encarriló hacia la puerta de un barbero, el cual viéndoles entrar tan sin ceremonia, arremetió a las navajas; y hubiérales señalado de mano maestra, a no haberse visto interpelado por nuestro arriero, que con sombrero en mano y el Deo gratias de costumbre, le preguntaba las señas de la Cava Baja.

-«Vaya el bárbaro (dijo el barbero) mucho de enhoramala, y átese en fila con sus burros para no incomodar a las gentes de bien de bien». -Y cerró de un golpe las persianillas de s u tienda, con que dejó a los recienvenidos en la misma perplejidad. -El mulo delantero, sin embargo, no debía ser lerdo, y no por eso se desconcertó; antes bien, dirigiendo el paso hacia una taberna, saludó con los hocicos varios platos de abadejo que a la puerta estaban, y que sin duda hubieron de parecerle bien; mas la intrépida guisandera (que por más señas era una vizcainota gorda, que se llamaba la señora Juliana Arrevaygorregoyquirrumizaeta) saltó de su asiento cazo en mano, y arremetiendo alternativamente, ya al mulo, ya al arriero, los echó de sus posesiones con una descarga cerrada de vocablos facciosos, que tan claros fueron para el amo como para los mismos pollinos.

En majestuoso cónclave reposaban tranquilas tomando el sol sentados encima de sus cubetas hasta cuatro docenas de mozallones gallegos y asturianos los cuales, viendo el aturdimiento del castellano y lo fuera de razón de la vizcaína, reían hasta más no poder, hasta que uno, más caritativo, indicó al forastero que la calle que buscaba se encontraba sobre su derecha. Mas fuese que el castellano no entendiese el lenguaje de Castilla, o que el otro se lo dijese en gallego, hubo de tomar el rábano por las hojas, y comprender que había de seguir la calle derecha y no la derecha de la calle; con que siguió majestuosamente por toda la Plaza arriba, Puerta del Sol, calle de la Montera y de Fuencarral, buscando la Cava Baja; verdadero emblema él y su recua. de la actual generación española, caminando con igual acierto al punto término de su felicidad.

Dejo a la consideración del lector los muchos lances siquier grotescos, siquier trágicos y fatales, que el pobre recienvenido hubo de experimentar en tan larga travesía; hasta que, viéndose ya cerca del cementerio, empezó a sospechar que no era por allí el camino de su posada. Por fin, después de muchas preguntas y respuestas, dares y tomares, idas y venidas, tomó la vuelta de la Puerta del Sol, y al fin de dos horas cumplidas dio consigo y su comitiva en la Cava Baja.

Luego que se vio en la posada, rodeado de racionales e irracionales compatriotas, despachado en común mesa un razonable pienso de menudos y pimientos, amén de la cebada y la paja que con noble abnegación cedió a sus pollinejos, hechos cuatro mimos a éstos en señal de buena amistad, y cambiadas cuatro interjecciones machos con el mozo de la posada, acomodó sus alforjas y su manta en un rincón del último piso, y cedió al sueño los cansados miembros, quiero decir, que se durmió, sin dársele un ardite de la crisis ministerial ni de toda la demás bataola que por entonces traía alborotada a la corte.




- II -

Aquella noche, como las demás, después de la cena, habíase dispuesto por la noble compañía que ocupaba la posada una partidilla honrada de truquiflor y se-cansa, interpolada de sendos tragos de lo tinto, y amenizada con el agradable ruido de una alegre conversación. Admitiose también en la rueda con notables muestras de benevolencia al recienvenido aviles, ayudándole, a fuer de franqueza y amistad, a desechar el empacho que sin, duda debía imponerle aquella nueva sociedad; con que muy luego se olvidó de todo punto que estaba en Madrid, y trasladose en imaginación a aquel ameno establo donde sus ojos vieron la primera material luz.

Tan engolfado iba estando en la partida, y tan sin penas ni desconcierto dejaba rodar sobre la mesa las medallas segovianas, que hubo de llamar la atención de un viejo provecto y cariacontecido, que observaba aquella escena desde un ángulo de la mesa; el cual viejo no era nada menos que un honrado ordinario de Salamanca, el tío Faco, hombre de bien y chapado a la antigua, que solía pasar su vida en el espacio que medía entre el Rollo del Tormes y la Puente Segoviana; acarreador perpetuo de trigo candeal y de garbanzos de Cuarto de Armuña; de teólogos y filósofos en embrión, grandes guitarristas y futuras notabilidades del púlpito y del foro. Con lo cual, y la buena ayuda de su entendimiento, había llegado a ser un horroroso latino, como que sabía de memoria desde el Musa Musae hasta el X et Zeta, y todos teníanle por hombre además prudente y sabidor; y aun hubo tiempos en que casi, casi se vio expuesto a ser, como quien nada dice, sacristán de Calvarrasa.

Sea de ello lo que quiera, este tal Faco tenía, como queda dicho, a su cargo, hasta un par de galeras, que hacían periódicamente el viaje de Salamanca a Madrid, y como saben muy bien los que tal viaje hubieren hecho, es cosa consiguiente el pasar por la villa de Fontíveros, y siéndolo, era preciso que el tío Faco hubiese en ella conocido a nuestro Juan Algarrobo, alias Cochura; siendo esto tan cierto, que varias veces se cruzaron en el camino y cambiaron las botas, o se dirigieron de común acuerdo a casa del Juan a herrar una mula, o a arreglar las varas de la galera; razones todas más que poderosas para tener y sostener una razonable amistad.

Conoció, pues, el viejo Faco que era la ocasión llegada de aventurar algunos paternales consejos a aquel incauto pajarruco caído voluntariamente y por primera vez en las sutiles redes de la corte, y así, llamándole aparte y llevándole a un rincón del zaquizamí, escupió dos veces o tres, hízole sentar, y le habló de esta manera:

-Amigo Juancho, ya tú sabes las obligaciones que nos debemos, como paisanos que somos y como amigos, y lo mucho que nos queremos tu madre Forosa y yo; así que no extrañarás que venga aquí a ocupar su lugar y a darte consejos que en esa tu edad y en esta villa, luego luego habrás menester. -Escúchame, pues, atento, sin jugar con la faja, ni mirar a los dedos, y clava en el magín todo lo que de mí oyeres; que día vendrá, y no está lejos, en que lo recuerdes con agradecimiento y pagues con él al viejo que te está hablando.

Has llegado, Juancho, a un lugar en que la precaución y el consejo son necesarios para no perder un hombre el juicio escaso que Dios le dio; lugar en cuyas calles se aprende más ciencia que la que enseñan nuestros doctores salamanquinos a los que frecuentan sus escuelas; lugar en que los chicos son bachilleres, las mujeres licenciadas, y doctores los hombres, sin más gramática que la parda, ni otras borlas ni mucetas que un poco de garabato en los ojos y en el pico. Con esto, y un exterior amable y lisonjero, tienen en sí la ciencia suficiente para enseñar al forastero lo que ellos llaman cortesanía, y hacerle conocer que es, a su lado, ciencia inútil toda la que contienen sus libros. Pero no creas, Juancho, que tan benéfica pasantía se dispense aquí gratis et amore y sin su correspondiente por qué. Colegio es éste en que, más que en los mayores, peligra el bolsillo, y cuenta, si su apetecida beca no nos cuesta también la salud de cuerpo y anima.

Quiérote decir todo esto, por que sepas a punto fijo a qué lugar te han traído tus pecados o tu codicia, que quedará satisfecha si lograres vender algunos reales más caros esos frutos que acarreas, y no tomará en cuenta los peligros a que te exponen en semejante expedición tu entendimiento ralo, tu memoria torpe y lo arriesgado y simple de tu voluntad.

Esto supuesto, desconfiarás, Juancho, de ti propio y de los demás, hasta aquel grado que es lícito desconfiar, no tomándolo todo por el peor lado, ni echando juicios temerarios de que tu conciencia haya de acusarte, sino suspendiendo por lo menos el tuyo, hasta cerciorarte de ser verdad lo que se te dice, y aun aquello mismo que por tus ojos vieres y palpares con tus manos.

Recelaraste de los amigos fáciles, y que te hallares, como suele decirse, por bajo del pie, que no es fruta la amistad que nace espontánea, sino a fuerza de cultivo logra extender y hacer frondosas sus ramas. Todos en la corte te harán risueño el semblante, todos llamaranse tus amigos, si te vieren inocente y no poco dadivoso y desprendido; pero a vuelta de tus espaldas reiranse muy luego de tu mentecatez, y holgaranse con tus favores, para mejor burlarse de ti.

A cada paso que des hallarás gentes de tu condición, de tu país y aun de tu parentela, que en este laberinto de la corte todas vienen a ser confundidas, por lo que habrás oído decir aquel dicho: «Madrid, patria común; tierra de amigos». Aquí hallarás, en efecto, muchos o más sutiles y más experimentados que tú, que te brindarán con sus consejos, te darán la mano en tus especulaciones y tratos, y llenarán, con nuevos proyectos, tu cabeza de dudas, tu pecho de codicia y de ambición. Huye, amado Juancho, huye esas relaciones peligrosas, o si aprecias tu tranquilidad, no des oídos a consejos pérfidos de los que sobre tu ruina piensan levantar el edificio de sus medros.

Ni faltará tampoco a tentar tu flaqueza en esta cueva de los vicios aquella formidable enemiga de los humanos, la lujuria, que aquí en este lugar tiene su principal asiento y trono; y quiérola llamar por su nombre para que no vayas a confundirla, Juancho, con aquel otro amor sencillo y honrado de nuestras aldeas; no, otros son sus colores, y preciso te será aprenderá distinguirlos. -No fíes, por de pronto, en los halagos que algunas de estas encantadoras te prodigue a tu paso, ni escuches sus ruegos, ni creas en sus palabras; pues que ni tu figura está hecha para enamorar de un tiro, ni aunque fueras el mismo Adonis (de lo que distas muy bastante) seríate lícito ni conveniente creerlo así.

No juegues juegos de azar, que no es bien arriesgar a una sota el fruto nuestro trabajo; y si alguna vez lo hicieres, cuenta que no es el azar tu solo enemigo, sino la mayor ciencia de tus compañeros; que en esto del juego los hay grandes profetas en la corte para predecir y acertar a quién le ha de favorecer el albur.

No compres género que no conozcas, ni creas todo lo que vieres, ni te pares en todos los corrillos, ni quieras informarte de lo que nada te importa. Advierte que llevas en el semblante el sobrescrito de la villanesca simplicidad, y que de ella viven muchos de los entonados mercaderes y caballeros de la corte.

Cuando salgas a la calle, procura seguir tu camino derecho y sin tropiezos ni atajos peligrosos; no disputes sobre el paso, ni armes quimeras de preferencia o por consecuencia de tu incivilidad; cuenta que es cierto aquel refrán del «Gallo que canta en su gallinero», y tú eres de otro corral, y a cualquier lance no faltarán gallinas que te desplumen.

No des tu dinero a préstamo, por alto que sea el interés, a menos que no te cumpla ganarlo en el cielo, ni entres en más negocios de los que por ti puedes manejar; y advierte que lo que en otros ves motivo de engrandecimiento y riqueza, seríalo en tu nimia comprensión de completa ruina; que el talento, Juancho, es el capital más positivo, aunque a las veces suele ganarle por la mano esto que llaman la fortuna.

Tú, en fin, harás y procederás con buen consejo, pidiéndolo al cielo en aquellos casos en que más te vieres apurado, que el Señor es verdadero amigo que nunca engaña, ni se hace el sordo cuando de buena fe se llega a implorar su auxilio. -Y hora callo, aunque mucho más pudiera decirte, a ley de anciano, y en fuerza del cariño que te profeso; pero veo que perdería el tiempo en esta ocasión, o acaso acaso la daría para que tú reconciliares mejor el sueño que preparas al arrullo de mis consejos. -

Y así era la verdad, que el buen Juancho, en quien la voluntad, como queda dicho, era lo más, escuchó atentamente y sin pestañear la primera parte del discurso de Faco, hasta aquel punto en que, remontando éste un tanto su vuelo, llegó a oscurecerse del todo a la vista de aquél, por lo cual, dando licencia a los párpados, aunque parecía aprobar mudamente con las inclinaciones frecuentes de cabeza, no era otra cosa en realidad sino que a la sazón dormía un sueño más que medianamente reposado, en tanto que el consejero trashumante esforzaba sus últimas razones para pintarle los peligros de Madrid.




- III -

Otro día por la mañana salió Juancho a acompañar y despedir al tío Faco, que regresaba a su tierra, y luego, que le hubo dejado más allá de Aravaca, rico de advertencias y consejos que por el camino le había ido repitiendo, volvió a entrar en Madrid, deseoso, aunque no fuera más que por curiosidad, de conocer y desafiar esos lazos y peligros que su viejo consejero le había tanto encarecido.

Como era tan de mañana, pareciole bien entrar a misa en la primera iglesia que topara, con lo cual pensaba santificar el día, y prepararse con nuevas armas a sufrir los combates que ya empezaba a barruntar. Pero el diablo, que no duerme, y, por consecuencia, madruga aún más que un arriero, hubo de escuchar este propósito, y prometerse allá en su interior jugar una morisqueta al buen Cochura.

Dispuso, pues, para ello, que el sacristán de Santa María (que fue la iglesia adonde aquél se dirigió) se hubiese dormido alguna cosa más aquella mañana, con que la puerta permanecía aún cerrada; visto lo cual por Juancho, se determinó a esperar hasta que abriesen para oír la primera misa. Con esta intención habíase sentado descansadamente en la escalera de piedra que sube a la iglesia, cuando de allí a un rato acertó a pasar un hombre de equívoca catadura, que fijando sus ojos en aquel descansado villano, como quien quiere conocerle, compuso y compungió su semblante, y vínose a él con amabilidad, saludándole cortésmente. Tomando luego la palabra, extrañó que aún no estuviese abierto el templo, y manifestó su intención igual a la de Juancho, de escuchar la primera misa, cosa que todas las mañanas hacía, según dijo. Seguidamente, como reparando en su traje y acento, informose del forastero de qué lugar era, y luego que hubo dicho de Fontíveros, empezó a contar aventuras que en él le habían acontecido, y a relatar grandezas de aquella tierra, y lo mismo hubiera sido si le hubiesen nombrado la China, puesto que ni una ni otra éranle absolutamente conocidas.

El simple Juancho contestaba a todas las preguntas con gran espontaneidad, en términos que a los pocos minutos sabía ya el interpelante tanto como él mismo de su objeto en venir a la corte, su condición, carácter y demás circunstancias. Creció con esto la franqueza y correspondencia entre los dos paisanos, que así se llamaban ya, y tanto se engolfaron en su plática, y tanto por otro lado tardaba en abrirse la iglesia, que el dialogante propuso a Juancho una vueltecita por detrás de los Consejos, con que harían un rato de ejercicio, y de paso le mostraría aquella parte más antigua de Madrid, que llaman la Morería, en donde a la sazón dijo haberse hallado indicios más que medianos de cuantiosos tesoros allí escondidos por los pícaros moros, en cuyo descubrimiento se ocupaban entonces todos los vecinos de aquel barrio; y quizás quizás pudieran ellos llegar tan a punto que les viniera a tocar una buena tarja en el reparto.

Creyóselo todo el inocente Juan, al pie de la letra, con lo cual los dos compadres se dirigieron por aquellos sitios solitarios hacia el punto en donde decía hallarse el tesoro, y en llegando a lo más apartado y escabroso -«Ésta en que ahora entramos (dijo el madrileño) sepa vuesa merced que es llamada la Cuesta de los Ciegos, aunque más de cuatro han visto en ella lo que no querían; y supuesto que a ella hemos llegado, y supuesto también que a la ocasión la pintan calva, vuesa merced, señor castellano, se servirá darme todo aquello que en su cinto le huela a moneda, que éstos son los tesoros árabes que en semejantes sitios solemos buscar los inteligentes».

Pasmado se quedó nuestro arriero al escuchar aquella apóstrofe inaudita, cuya explicación, dudosa al pronto, le fue luego más clara a la vista de una enorme navaja de cachas, desenvuelta en manos del amigo; conque no tuvo otro remedio sino acudir a las agujetas del calzón, y desembarcar de él hasta unos veinte y siete reales; que entre plata y cobre, migas de pan y puntas de cigarro, pudo llegar a reunir. Hecho lo cual, el burlador saludó irónicamente a, su víctima, y desapareció, dejándole entregado a sus tristes reflexiones.

No era malo el aviso para primero; pero no por eso Juancho se desanimó; antes bien, achacándolo a la casualidad, antes que a su propia simpleza, determinó en adelante no andar sino reunido con los amigos que ya había granjeado en la posada. Dirigiose, pues, a ella, y les contó su mala andanza, de la que no poco se holgaron, prometiéndose continuar enseñándole a despabilar los sentidos. -Propusiéronle trasladarse a almorzará un famoso figón que estaba allí cerca, y el más grave se acomodó al lado de Juancho, como para aconsejarle todos sus movimientos. Comieron y bebieron, como era de esperar, a la salud del recienvenido, y luego de satisfechos, fueron desapareciendo, dejándole sólo con el ama de la posada, la cual, con corteses modales le intimó el pago del gasto, que montaba hasta diez y ocho reales y catorce maravedís, satisfacción a que Juancho no pudo negarse, por ser, según le había dicho su Mentor, ordinario agasajo y deber prescrito a los forasteros recién llegados el convidar a los que gustan de favorecerles con su compañía.

Estando otro día en el mercado con su saco de garbanzos por delante, llegó a él un caballero bien portado seguido de un mozo; el cual caballero, mirado que hubo en la mano la calidad de los garbanzos, y calculado sin duda con la vista la del mozo que los vendía, entró luego en ajuste, en que muy pronto se convinieron, diciéndole: -«Déselos a ese mi criado, que él los conducirá acompañándole V. adonde le sean satisfechos». -Acordose en este instante Juan del lance del tesoro, y cosiéndose de todo punto al lado del mozo conductor, determinó no perder su pista, como así lo verificó, hasta llegar, a una casa, en que subiendo uno tras otro la escalera, llegaron a un callejón en donde dijo el mozo a Juan que mientras llamaba a la puerta esperase de la parte de afuera. Siguió en esto por el callejón adelante, y pasáronse minutos y minutos, y luego horas y horas, y el mozo y el dinero no parecían; con que alarmado un si es no es el castellano, siguió por el mismo callejón, y dio consigo en otra escalera que comunicaba a distinta calle: esto le dio sospechas, llamó a todas las puertas, nadie le daba razón, antes bien le tenían por impertinente, y echábanle fuera con malos modos; hasta que tropezó con unos chicos que le dijeron que hacía ya dos horas que habían visto bajar por aquella escalera al mozo cargado con el costal; con lo cual no dudó ya de su mala ventura, y pelose las barbas, y torciose los puños, derramando unos lagrimones como nube de agosto, y haciendo unos gestos que dieron, no poco que reír a todos los chicos del barrio.

Cabizbajo y meditabundo regresaba nuestro Cochura ala posada, cuando vino a herir sus ojos un objeto que alegró su corazón, hizo pacer su esperanza, y borró con húmeda esponja todos los negros colores de su tétrica imaginación. Como llevaba fijos los ojos en el suelo, pareciole ver relucir entre las piedras una cosa que primero se le antojó cristal, luego botón, luego medalla, hasta que conoció claramente ser un escudo de a ocho, que por acaso alguno debió dejar caer en el suelo.

No salta con tanta rapidez el emboscado gato a la súbita presencia del tímido ratoncillo, como el aventurado Juancho se abalanzó con todos sus sentidos a apoderarse de aquel inesperado presente; pero por mucha que fue su prisa, no pudo evitar el que otro hombre (que sin duda estaba allí de intento) adivinando su intención, corriese simultáneamente al mismo tiempo y pusiese mano a la moneda en el mismo punto en que Juancho la tocaba también. Encontráronse, pues, ambas cabezas con un choque nada común, aunque con pérdida del desconocido, por la mayor solidez de la de Juan; encontráronse los dedos agarrando cada cual por su lado la medalla; encontráronse, en fin, las malas razones sobre la propiedad respectiva de ella. Cada cual alegaba las suyas, cada cual decía haberla descubierto antes, cada cual lo echaba a mala parte y parecía disponerse a defender su conquista. A las voces acuden varios curiosos, y uno de ellos, llamado de encargo, se erige en nuevo Salomón, y oídas las partes, manda dividir aquel tesoro; conviénense en ello; da Juan a su contrario cuatro pesos en plata, mitad del hallazgo, y marcha brincando a su posada con la medalla original. Quiere, sin embargo, cambiarla para atender a sus menesteres; entra en un estanquillo a comprar unos cigarros; el cigarrero la mira y la pesa, la prueba, la ensaya y rasguña, y echando sobre el inocente Juan una mirada de indignación -«Pícaro labriego (le dice) ¿a mí me vienes con moneditas falsas? ahora verás lo que hago con ella, y cuenta con tu lengua no le suceda lo propio». -Y sin más preliminares agarra en una mano un clavo, en otra el martillo, y clava la moneda en el mostrador, a vista y no con paciencia del desesperado Juan, que hasta entonces no reconoció todo el embuste del hallazgo, de la disputa y del juicio del reparto.




- IV -

Estos y otros semejantes lances enseñaron, en fin, y a Juan a recelar de todos los hombres, en términos que huía de su encuentro, y parecíale ver en cada uno un enemigo nato de su bolsillo y seguridad. Pero al fin era un ser humano, hecho para vivir en esta que llamamos sociedad, y no podía, por lo tanto, pasarse sin el humano trato y comunicación.

Una tarde, entre otras, que se había engolfado en las vueltas y revueltas del famoso cuartel de Lavapiés, buscando en la humildad de sus casas alguna analogía con la de su villa natal, vio sentadas a la puerta de una de ellas dos figuras, aunque de igual sexo, de bien distinto aspecto y catadura.

Era la una, vieja arrugada y mezquina; con sus tocas por la cabeza, las manos en el rosario, y los ojos clavados en el suelo; parecía la otra, moza, como de veinte y dos, esbelta y rozagante, con su zagalejo corto, mantilla de tira echada a la espalda, peineta terciada y cesto de trenzas en la cabeza. -Mirando a la primera, enfermara de espanto el pecho más valiente y denodado; considerada la segunda, temblaran las rodillas más sólidas y robustas. Juan, como era de pensar, apartó rápidamente los ojos de la vieja, y descansolos un breve rato en la moza, y ya el aspecto de ésta iba empezando a obrar una revolución completa en su físico interior, cuando creció de todo punto su turbación viéndola dejar su silla precipitadamente, y correr a él con los brazos abiertos, diciéndole:

-«Juancho, Juancho, el mi borrego, el mi pachón; ¿quién diablos te ha traído por esta tierra de Madrid? Mírame bien, ¿no me conoces? ¿No te acuerdas de Carmela, la hija de la tía Ursula y del tío Pepón, nieta de Traga cepillos, el sacristán? ¿Te acuerdas cuando jugábamos juntos en el corral del tío Purgatorio, y aquella tarde que matamos todas las gallinas de la ama del cura? ¿Te acuerdas? ¡Bobón!...».

Y dábale cariñosamente en la barba con la punta de los dedos, y Juan, con una cara risueña y como burra delante del prado, nada respondía, sino estábala mirando todo embelesado y suspenso, y así acertaba a hablar como si tuviera pegada la lengua.

La buena vieja, que permanecía sentada, ocupada con su rosario, hubo de reparar en aquella escena, y sin levantar los ojos del suelo: -«Niña, niña (la decía), cuidado con lo que se hace, que en la calle estamos, y casa hay, a Dios gracias, donde no dar qué decir: deja, deja a ese mozo, y no le encandiles, que aquí a nadie se obliga a nada, y únicamente se sirve a los que lo piden con amor y buena voluntad, como Dios manda».

-«Déjeme V., madre Claudia -decía la muchacha-, déjeme V. que le hable, que es muy querido mío y de mi mismo pueblo, para servir a Dios y a mí, y en un tris estuvo el que hubiéramos sido matrimonio, a no ser por aquel pícaro de D. Luis el estudiante, que me sonsacó y me llevó consigo a Salamanca».

A todo esto ya había vuelto Juan de su letargo y reconocido puntualmente a su antigua propincua, la que con licencia de la vieja le entró en la casa, donde a vuelta de un par de copas de aguardiente le contó toda su historia, que era por manera entretenida, desde que salió de Fontíveros a cursar en Salamanca, hasta graduarse de doctora en el Lavapiés de Madrid.

Y estando en esto, entró por la puerta adelante y con determinada franqueza, un hombre, que luego al punto reconoció Juan por aquel que le había enseñado el tesoro de la Morería. Empezó a temblar como un azogado, figurándose que ya le veía con la de las cachas en la mano; pero Carmela, que conoció su turbación, mandó al otro con imperio que se saliese a la calle, y que fuese a esperarla a la taberna de enfrente. Hizo ademán de obedecerla, y ya empezaba Juan a respirar a sus anchuras, cuando en esto un «¡Dios nos asista!», pronunciado enérgicamente por la vieja, que se había quedado de la parte afuera, vino a interrumpir de nuevo aquel dúo, casi casi en el momento de empezar el alegro.

-«¿Qué es eso?» -exclamó rápidamente la moza, asomando la linda faz a la puerta de entrada.

-«Nada, nada, prenda (dijo un hombre vetusto y cuadrado, con su bastón de puño blanco en la mano, señal de autoridad); no hay que asustarse, que no hay para qué; todos somos conocidos, y VV. muy particularmente, de todo el barrio: aquí no hay más sino venir yo en busca de este pájaro que de aquí salía, y que hace ya días buscaba por estafador y bribón de a folio: en cuanto a ustedes, todo el mal será por de pronto el mudar de habitación y seguirme con los demás presentes a la de la Villa, en donde podrán a su sabor proseguir la plática comenzada».

Aquí fueron los inútiles gritos de la vieja, las lágrimas poderosas de la moza, los juramentos del galán fantasma, los berridos de Juan Cochura, pero de nada sirvieron; antes bien, formando un armonioso grupo de vieja hechicera, mujer falsa, espía, víctima, corchetes, guardas y acompañamiento propio de un drama romántico, fueron todos conducidos a la casa común, de la cual, a vuelta de algunos meses, sustanciada la causa y desustanciado Juancho, pudo salir al aire libre y regresar a su pueblo, donde era cosa de oírle contar sus aventuras de recienvenido en la corte, en esta que suelen llamar la patria común, la tierra de amigos.

(Agosto de 1838)






ArribaAbajoLa exposición de pinturas


«Anch'io son pittore».


CORREGGIO.                


Al estampar el título de este discurso, ya veo mentalmente a mis lectores abrirme paso y dejarme marchar delante, con la intención sin duda de recorrer conmigo las salas de la Academia, y escuchar benévolamente las observaciones críticas que sobre cada cuadro haya de estampar en mi cartera. Veo también a los artistas y aficionados torcer el gesto, y formar corro enfrente de mí, como demostrando desconfianza de mi pobre opinión, y aguardando que la someta a la suya inteligente. -Escucho también las insinuaciones de los amigos de los enemigos, y de los enemigos de los amigos, que quieren benévolamente intercalar entre renglones de mi discurso los suyos propios, y aspiran a convencerme con el piadoso objeto de que yo convenza a los demás de lo que ellos no están convencidos... Los unos me intiman magistralmente la superioridad de tal cuadro... los otros me excitan la bilis sobre la incongruencia de tal otro... Cuál quiero que empiece por el orden cronológico de antigüedad; cuál, por el de títulos académicos; aquél aboga por las composiciones históricas; éste, por las descriptivas y pintorescas; y estotro, en fin, por las comparables y d'après nature...

Alto allá, señores míos, que no todo ha de ser para ellos. -Vuesas mercedes me perdonarán por hoy, pero no puedo servirles como quisiera, porque no traigo bastante provisión de elogios en el tintero. Día vendrá, y no está lejos, en que componga su licor con arabesca goma y azúcar cristalizado, y entonces me tendrán al su mandar para hablar de sus producciones con aquel entusiasmo que es del caso... Lo que es por hoy no vengo a ver la Exposición, sino a tomar parte en ella; quiero decirles que yo también soy pintor (si no lo han por enojo); y en prueba de ello... zis... zas... Y abrí mi envoltorio, desarrollé mi lienzo, y se le presenté con el debido respeto a la Comisión revisora de profesores, permanente en el entresuelo de aquel templo de la inmortalidad.

Y como espero que la decisión de aquel artístico jurado habrá sido favorable, y habrá acordado exponer al público la dicha obrilla de mi débil pincel, paréceme del caso dar aquí a mis lectores el texto o programa de ella, con las convenientes notas y ampliaciones para que los menos inteligentes puedan comprenderla.

Mi cuadro representa el interior de un noble edificio que en tiempos atrás construyó un célebre arquitecto llamado Ribera, a quien estamos convenidos en apellidar oprobio del arte, porque hizo cosas que no estaban escritas en Vitrubio ni en Paladio, y cuya sombra, picada contra los diarios anatemas que resuenan contra él en aquella casa, responde, no sé si diga victoriosamente, con la casa misma, y aún se ríe de los que se ríen de él, y de muchas obras modernas, escondiéndose entre los caprichosos follajes de la fachada del Hospicio.

En cuanto al edificio que representa mi cuadro, fue construido con destino a Estanco del Tabaco, hasta que el señor D. Carlos III (de gloriosa memoria) dispuso estancar en él cosa de más interés, reuniendo para ello, sin duda con la mejor intención, «Naturaleza y arte bajo un techo», como dice la inscripción de la puerta, con lo cual y desde entonces permanecen allí estancadas, estrechas y sin poder medrar. Pero volvamos a mi lienzo.

Un patio cuadrilátero y a cielo abierto forma su primer término (porque es de advertir que este mi cuadro no pertenece a la escuela clásica; antes bien es un mosaico de grupos y perspectivas que de término en término le hacen interminable). -Vense en el patio, colocados al aire libre y como desafiando las iras del cielo, diversas pinturas... pero no; las pinturas de los otros no se ven en la mía, porque de intento he procurado yo extender la sombra allí donde aquéllas deberían estar colocadas. -Sólo se ve, pues, el piso plano, reflejado perpendicularmente por la luz de mi paleta, y un pueblo numeroso, que viene, que va, que entra, que sale, que habla, que ríe, que bulle, que tose, que murmura, que confunde, en fin, y arrebata la vista del espectador. Si éste sigue con ella los demás puntos términos del cuadro, hallarase alternativamente con los dobles ramales de una magnífica escalera, con pisos bajos y altos, salas estrechas y espaciosas, callejones y galerías al Norte, al Sur, al Levante y Poniente; cuáles diáfanas y trasparentes; cuáles sombrías y misteriosas, según su respectiva situación; pero todas ellas cubiertas de pinturas sus paredes, de pueblo numeroso su pavimento.

Supongo al espectador colocado en el sitio que ocupan los cuadros... Es claro que no puede ver éstos. -Pues entonces, ¿qué es lo que ve? -Ya he dicho que verá el mío.

Abran los ojos y miren, y aunque al principio se ofusquen con la confusión de mi brocha desaliñada, ya irán buscando las luces y colocándose a la distancia conveniente para abrazar el conjunto.

Ese corro que ven VV. ahí a la izquierda, de figuras llenas de vida y expresión, es el círculo inteligente; el mismo que distribuye y niega las reputaciones artísticas. Compónese de maestros jubilados del arte, y antiguos aficionados que acostumbraban a ir con Goya a los toros, y por consecuencia, son muy conocedores en pintura: gente vetustia y poco pintoresca en sus personas; malos contornos, peor expresión y rematado colorido; como que el que menos cuenta seis decenas debajo del peluquín. Si pudiéramos escuchar lo que parecen decir, verían ustedes cómo luego sacaban la conversación de Roma y de Bolonia, adonde fueron, y de donde volvieron hechos unos Rafaeles (vamos al decir) y llenas las cabezas de Marco Antonios y Cleopatras, y Danaes y Mercurios, y Rómulos y Coriolanos; con aquellas caras y aposturas de dolor artístico, y de amor o de alegría arreglados a escala romana; aquellos pliegues cuidadosos como los de sobrepelliz cardenalicia; aquellos cielos en que no es fácil averiguar qué hora es; aquellos muslos, aquellos brazos contorneados y puestos allí de intento como diciendo: -«Miradme»; aquel colorido arreglado a receta, y en que no se atrevería a entrar una dracma ni de menos ni de más; aquella acción, en fin, tan única e indivisible como la República francesa.

Miren VV. allá más abajo reproducido el mismo grupo, que marcha en convoy, y se ha parado delante de un cuadro nuevamente expuesto, que sin duda debe pertenecer a algún artista de diversa comunión. Ahora ya no hablan de la vieja escuela; hablan, sí, de la nueva, y echan sus ojeadas oblicuas al lienzo, y sonríen y manotean, y señalan con el dedo, y algunos más decididos hacen como que dibujan o contornean con él, según su estilo, lo que le falta o le sobra a la pintura representada, y otros más serios suspiran y fruncen el gesto, como lamentándose de la profanación del arte, y por último, aquellos de más allá parecen contemporizar diciendo: -«Es buen muchacho el autor... Tiene chispa... Promete bastante, si no estuviera viciado...». Y con estas o semejantes expresiones, ábrense paso por enmedio de la concurrencia, que se apresura a admirar el cuadro, y dejan escapar sobre aquélla y sobre éste una mirada alternativa de compasión y de desprecio.

Pues volvamos la cabeza a ese otro círculo más agitado que observa al primero... Repárenles VV. bien... Sombreritos ladeados, levitones románticos, barbas y melenas... edad entre los veinte y los treinta, fruta de este siglo mercurial... charla sempiterna, mucha expresión de ojos... mucho manoteo... mucha risotada; pues ésa es la España artística del día, quiero decir, el círculo nuevo, la escuela flamante, idólatra de las almenas y puentes levadizos; de las aceradas cotas y blanquísimo cendal; que sólo acierta a ver a la pálida luz de la luna; que sólo sueña escenas terroríficas, combates horribles, adulterios y asesinatos; que ilumina sus cuadros al resplandor de las llamas que consumen la ciudad, del rayo que rasga las nubes o a la trémula luz de la lámpara sepulcral. -Ellos y esos jovencitos alegres y bulliciosos, son los que nos trasladan al lienzo los rostros patibularios, las sonrisas infernales, la abominación de la desolación; que gozan y se recrean en colocar la sanguinosa daga en el seno de la inocente virgen, o salpicar de sangre el desgarrado manto de la matrona; que ponen en las manos del héroe el desnudo puñal o la fatídica pistola; al ave agorera sobre las ventanas laboreadas del palacio, o las borrascosas olas batiendo las rotas murallas del castillo feudal.

Pero apartemos la vista de tan singulares escenas, y descendamos a esta sociedad práctica y positiva, prosaica y risueña, bulliciosa y amiga de sensaciones de todos géneros... Busquémosla, por ejemplo, en aquel triunvirato, de bellezas que se adelanta de frente, contemplando con igual indiferencia las románticas catástrofes y la clásica beatitud... Para ellas y para el numeroso séquito de apasionados que las rodean, en vano Murillo adivinó la pureza virginal del rostro de la Madre de Dios; en vano Velázquez sorprendió el secreto de la naturaleza; en vano Ribera trasladó sus dolores y su más violento padecer.

-¡Ay, Jesús, mamá, qué cuadro tan asqueroso! yo no sé por qué le miran tanto no parece sino que Murillo había sido practicante de algún hospital (y esto lo dicen tapándose las narices y apartando la vista del magnífico lienzo de Santa Isabel).

-Por cierto (exclama alguno de aquellos celosos almibarados) que estos españoles antiguos no sabían pintar más que santos y mendigos.

-Sin duda debían de ser muy feos nuestros pasados (prorrumpe otro, como creyendo decir un chiste), porque todas las caras que nos representan sus pinceles son tan inverosímiles, que hacen horror.

-Si hubiera tenido delante (replica el primero) los modelos que nosotros alcanzamos la fortuna de mirar...

-¡Ah... ah... ah...! (interrumpen riendo las señoritas). Vaya, Carlitos, que no pierde V. ocasión de hacer un agasajo.

(Y el mozo se contonea y se arregla la corbata, y pasa su anteado guante por entre los rizos de sus melenas.)

-A propósito de bellezas (dice otro), y dejando estos santos en su paraíso, vean VV. ese hermosísimo rostro que delante tenemos, trasladado con verdad de un más hermoso original... ¿No la conocen VV.? ¡Qué majestad! ¡Qué nobleza! ¡Qué trasparencia de tez! ¡Qué perfección de facciones!

-Cierto, Enrique (una de las bellezas interrumpe, picada, al orador), cierto que es muy hermosa; pero lo es más en el retrato que en el original... Ya ve V., no era león el pintor...

-Señorita...

-¿Pues no ve V. esos labios y ese pecho y? luego, que yo no me acuerdo de haberla visto ese vestido tan elegante; y además, que tampoco el peinado está de moda.

-¡Oh! pues entonces no hay más que hablar, Enrique; Matildita tiene razón, y yo no sé cómo tú puedes alabar...

-¡Señoras, no es decir que pero yo sólo hablaba de la pintura.

-Vamos, vamos de aquí, niñas (grita la vieja): ¡ay Jesús, y qué empujones, y qué mal olor! ¿Por qué dejarán entrar a estas gentes en la Academia?

-A la verdad (replica un mancebo), que no será por falta de originales.

(Y diríalo, sin duda, por aquella falange de alcorconeros que allí aparece, los cuales, como amigos de las artes, han venido a dar un vistazo a la Academia, mientras otros, sus compañeros, arreglan el puesto para la venta en la feria de sus obras de escultura de cocina.)

-Míala, míala, ¡qué garrida y qué frescachona está!... El dimoño me lleve si no es la Virgen.

-La Virgen es, que tien una cosa a manera de rosario en el pecho, y toa la mano llena de sortijas: ¡ay, quién la llevara a nuestro señor cura!

-Calla, bruto, que pué que mos oiga algún alcalde, y luego coja y mos embargue los pucheros, que por menos suelen hacerlo estos señores de Madril.

-Abate el otro, qué bigotes tiene y qué uniforme tan majo y tan... Apostaría que es aquel comendante que antañazo pasó por el puebro en busca de las ficciones...

-¡Quiá e ser,. si aquél corría como un gamo, y a estotro no se le ven las piernas!

-¿Y qué hacen ahí esos flaires, con sus capuchas...?

¿Pues no hicían que los han distinguío?

-Calla, tonto, si éstos son como aquellos que hay en la igresia del puebro, que se están siempre quietos y no tienen más que sus presonas; por eso no les han quitao...

Y por este estilo siguen sus comentarios, marchando en columna cerrada por todas las salas, cogidos de las manos, la nariz al viento, los ojos y la boca de par en par... Lo que más suele incomodarles es que los celadores de las salas no les dejan tocar los cuadros; pero siempre que miran algún retrato de señora se persignan y dan golpes de pecho, y miran en derredor como buscando la pila del agua bendita.

Imposible sería seguir este armonioso cuadro en todos sus infinitos detalles; en el patio como en la escalera, en las salas como en los callejones, la misma animación, el mismo movimiento, iguales preguntas, respuestas semejantes.

Ya es un honrado mercader con su levita cumplida y reluciente, paño de Tarrasa tinto en lana, fruta del almacén, que se pasma y extasía delante de las miniaturas de la sala baja, y de las infinitas traducciones libres del Cuadro de las lanzas y el Pastor de la cabra, ordinario pasatiempo de los nuevos aficionados; y en tanto que admira el primor imitativo del pincel, no siente ni echa de ver que otro ingenio precoz le saca con mucho cuidado el pañuelo del bolsillo; ítem más, la caja del tabaco y un melocotón que le habían regalado en la feria.

O bien es un abuelo veterano, ex-individuo de no sé qué ex-cuerpo, que conducido diestramente por una nietecilla de quince abriles, linda como una esperanza, se para de pronto, sorprendido y petrificado, delante de una cabeza de Medusa, dibujada al lápiz y elegantemente encuadernada en el laboreado marco, bajo del cual se ve esta patética dedicatoria:

A SU AMADO ABUELO
dedica esta cabeza de Medusa,
su nieta,
FULANITA.

Ya se escucha un refuerzo saliente al confuso bisbiseo de la conversación general, y lo produce el encuentro casual, dispuesto en la tertulia de la noche anterior, entre dos lindas bailadoras y sus dos parejas de cotillón, los cuales se deshacen a cumplimientos con los esposos respectivos, que marchan a distancia, y les hablan con entusiasmo del claro oscuro y de los matices, y los llaman la atención hacia un cuadro, y miran por detrás de él a los originales que delante tienen, y abren paso a éstos por entre la inmensa concurrencia, y se precipitan a darlas la mano y sostenerlas en la infinita combinación de subidas y bajadas de la tal casa, y dicen pestes de sus callejones entre tanto que debieran bendecirles...

Más allá es un grupo de futuros ciudadanos, que lloran porque los pisan o porque los estrujan el sombrero nuevo, y dicen que no ven, y el papá les coge en los brazos y les dice:

-Ese que allí veis, es Alejandro, un rey muy poderoso que hubo en España en tiempo de los moros, que conquistó la Alemania, y por eso le llamaron el Magno, y cuyo sepulcro se encuentra en las Salesas al lado de la Epístola.

Luego se escuchan las risotadas de ciertos mozalbetes que han estado haciendo anatomía de un mísero retrato de vieja, muy grave y circunspecto, y cuando vuelven la cabeza echan de ver que tenían por oyente al original.

Ya es un mancebo que se atusa los bigotes y se coloca en posición académica en el quicio de una ventana, procurando conservar la misma actitud que en el retrato que delante tiene, para que todos los transeúntes puedan hacer la comparación.

Ya, en fin, es un artista que enseña los pies por entre los del caballete que sostiene su cuadro, y escucha allí a su sabor el juicio contemporáneo del país.

-¿Han visto VV. a Fulanita, qué bien está?

-De mi cuadro hablan (dice el pintor).

-Admirable (contesta con entusiasmo un apasionado al modelo).

-¡Valiente cabeza! (exclama el artista).

-¿Lo dice V. por mal? (contesta el amante).

-No, señor mío; antes bien digo que es un rostro muy bien pintado.

-Caballero, eso parece tener un doble sentido, y es menester que V. sepa que el rostro en cuestión no se pinta y...

-¡Cómo que no se pinta!

-No, señor.

-Pues si le he pintado yo!

Toca en esto mi cuadro a su extremo término; desaparece prontamente la luz por el sencillo medio de cerrar los balcones; mírase deslizar la concurrencia, agolpándose hacia el portal; quedan desiertas las salas, el patio y escalera; suenan llaves y cerrojos, y al bullicio y movimiento sucede un silencio sepulcral... No hay que extrañarlo; el reloj de la Aduana acaba de dar las dos, y los estatutos de la Academia previenen que a aquella hora se comía en tiempo del fundador.

He aquí mi cuadro. ¿Querrán los señores directores darle un lugarcito en la Exposición?

(Octubre de 1838)




ArribaAbajoUna Junta de cofradía

COSTUMBRES CHARLAMENTARIAS


Ne sutor ultra crepidam...




    Al glorioso San Crispín,
Protector de la obra prima,
Consagra solemnes cultos
Su devota cofradía.
    Por cédulas ante diem,
Y a la hora de nocte prima,
Todas las capacidades
Guarda-piernas de la villa,
    Convocados a este fin,
Ocupan bancos y sillas
En un honrado desván
Con honores de buhardilla.
    De la sala en el comedio,
Y pendiente de una viga,
Campa al aire el oriflama,
Del santo patrono insignia;
    Y encima de una gran mesa,
Alhaja de sacristía,
Lucen un candil y un jarro,
Que alegran ojos y tripas.
    Tras la mesa, en un sitial
De baqueta moscovita,
Con más clavos que una rueda
Y más años que una encina,
    El cofrade más antiguo
Por derecho de conquista
Se encarama y se sepulta,
Diciendo: «Ya hay quien presida».
    Con esto y un avechucho
Entre mico y sabandija,
Que ocupa el siniestro lado
Y el candil y el jarro atiza,
    Los restantes pies-de-banco
A sus puestos se retiran,
Ya que vieron que dejaban
La mesa constituida.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    «Escomienza la sesión»,
Grita el presidente Blas;
Y reclama la atención
Con un enorme esquilón,
Que le sirve de compás.
    Tose y bebe el secretario,
Y bebe y vuelve a toser,
Y sacando del armario
Un roñoso formulario
Que apenas sabe leer,
    Toma a todos juramento,
Por el jarro y el candil,
De que beberán con tiento,
Mirando por el aumento
Del gremio zapateril.
    En relación nominal
De todos los congregados
Va llamando a cada cual,
Y todos hacen señal
De saber que son llamados.
    «Perico Cerote negro». -
-«Despacio, voto va Dios,
Que ese mote es de mi suegro,
Y digo que no me alegro
De responder por los dos». -
    -«Juan Lesnas». -«Presente soy
Para mal de algún endino
Que habrá de escucharme hoy;
Y declaro que me voy
Si no se escomienza el vino».
    «Diego Punzó Cabritilla». -
«De cuerpo presente está».
«Domingo Cachas». -«Cuchilla
Me llamo en toda la villa,
Que bien me conoce ya». -
    «Benito Chanclas». -«Amén».
«Dionisio Correa». -«Soy».
«Leonardo Mandiles». -«Bien».
«El hijo del Cacho». «¿Quién?».
«El Cacho del hijo». -«Voy».
    Prosigue así relatando
Otros nombres, más de mil,
Y su blasón escuchando
Van respondiendo y jurando
Los cofrades del mandil.
    Por último, el presidente,
Meneando el esquilón,
Grita con voz de aguardiente:
-«El que esté en pie, que se siente;
Ábrese la discusión».
    «Al fin, ilustre asamblea,
Restablecido el silencio,
Improvisaré el discurso
Que hace tres meses y medio
Me está enseñando don Braulio,
El dómine de Toledo.
    Prestadme, pues, atención,
Y no os durmáis por lo menos,
Que es música celestial
Cuanto deciros intento.
    Señores... (aquí me dijo
Que hiciera pausa, el maestro)
Señores... (vuelvo a decir,
Si no lo dije primero).
    Señores... (y va de tres)
¡Qué espectáculo tan bello,
Qué cuadro tan animado
Ante mis ojos contemplo!
    Todas las capacidades
De la hermandad del becerro
Pendientes de mi discurso...
(Ya he dicho que es del maestro).
    Y yo, el último de todos
Los que ilustran este gremio,
Colocado a su cabeza
En el encumbrado puesto
    Donde, ayudándome yo,
Vuestros votos nos ascendieron.
Tiempo es ya que, dominando
Mi modesto atrevimiento,
    Os haga escuchar mi voz,
Y que repitan sus ecos
Las tapias de este santuario
Y las vigas de estos techos.
    La Europa, que nos contempla
Atónita, cuando menos,
Espera, escucha, medita
Nuestras palabras y gestos,
    Y prepara a nuestras sienes
El merecido trofeo
En cien tempranas coronas
De achicorias y de berros.
    Señores... ¿de qué se trata?
Vengamos a mi argumento,
Antes que alguno de usías
Me diga que soy un necio.
    Se trata pues... ¡friolera!
En esta junta modelo,
De abortar alguna cosa,
De reconstruir el gremio;
    De reformar la Ordenanza
Que hicieron nuestros abuelos,
Y tornar su gloria antigua
Al nombre de zapatero.
    Largos años de desdichas
Tal, señores, nos han puesto,
Que lo que antes fue obra prima,
Obra póstuma se ha vuelto.
    Yacen por tierra olvidados
Nuestros magníficos fueros,
Usos, armas, regalías,
Imprescriptibles derechos.
    ¿Quién hay que al ver este cuadro
Horrisonífico, negro,
No sude ardiente betún,
No se le curta el pellejo?
    Nosotros, con cuyo auxilio
Corren y marchan los pueblos,
Y de civilización
Somos la causa y efecto;
    Nosotros, cuya prosapia
Data de Adán cuando menos,
Que, según varios autores,
fue el que inventó andar en cueros;
    Nosotros, que por capricho
Al hombre más altanero,
Metiéndole en un zapato,
Aplicamos el tormento;
    Nosotros, que a la beldad
De rodillas ofreciendo
Adoración y medida,
Qué puntos calza, sabemos;
    Nosotros, que de los héroes
Somos sólido cimiento,
Testigo el gran Federico,
Y el héroe de Marengo;
    Nosotros que.. pero callo,
Porque desde aquí estoy viendo
Mil señales de impaciencia,
Que expresan vuestro ardimiento.
    Ello, en fin, es cosa clara
Que somos un noble cuerpo,
Y que debemos osados
Conquistar nuestros derechos.
    Cuarenta siglos nos miran,
Y aunque diga más de ciento,
Flechándonos el anteojo
Para observar lo que hacemos.
    Y lo haremos, sí, señores,
Y sabrán los venideros
Que fuimos hombres de pro
Y gente de pelo en pecho.
    Jurad conmigo entre tanto
De este sitio no movernos
Hasta haber consolidado
Nuestra Ordenanza». -
-«Juremos». -
    Y al pronunciar esta voz
Entre gritos y reniegos,
Todos se estrechan las manos
Hasta quebrarse los huesos.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    -«Pido la palabra, hermano». -
-»¿Y para qué? -
-»Para hablar». -
    -»Juan Lesnas tiene el embudo»,
Dijo el presidente Blas.
    Juan Lesnas estornudó:
Miró adelante y atrás,
Púsose sobre el pie izquierdo
Y dijo «voy a empezar».
    «Protesto, ante todas cosas,
Que mi discurso será
De poco más de tres horas,
Pues me habré de concretar.
    Digo también que no haré
La oposición al tío Blas,
Pues reconozco sus prendas,
Talentos y probidad,
Y fuimos catorce meses
Compañeros de hospital.
    Pero, al fin, ¿quién le ha metido
En venir a predicar
Y echárnosla de maestro
A los que somos ya?
    Y si no, vamos a cuentas.
¿Sus señorías podrán
Decirme qué es lo que dijo
Con tanto disparatar?
    Dijo que estamos en junta...
Dijo la pura verdad;
Pero después se perdió,
Y olvidó lo principal.
    Porque la junta solemne
Que hoy vamos a celebrar,
Está, señores, prescrita,
En nuestro ceremonial;
    Ni tiene otros tiquis-miquis
Que el haber de celebrar
La función de San Crispín,
Que presto se acerca ya.
    Yo que he sido mayordomo,
Mandadero y sacristán
De esta santa Cofradía
Diez y siete años y más,
    Os propondré mi programa,
Que pienso habrá de gustar;
Y a fin de llevarlo a cabo
Me concederéis no más
    Que un voto de confianza
Para que pueda gastar
Cuanto juzgue conveniente,
Y no esté gastado ya.
    Esto es, pues, lo más sencillo...».
-«Pido la palabra, Blas». -
-«Perico Cerote Negro
Hable, y que se siente Juan». -
    «El señor preopinante
Preopina, ¡ya se ve!
Que se le dé a su mercé
Licencia de echar el guante;
    Pero falta averiguar
Con qué títulos la pide,
Y al hermano que hoy preside
Intenta así destronar;
    Porque, según yo me fundo,
Los notables que aquí estamos
Creo que representamos
Los zapateros del mundo.
    Y por más que un animal
Se oponga aquí, es cosa clara...».
-«Pido la palabra, para
Una alusión personal». -
    «Consigno, en fin, mi opinión
Contra todo gatuperio;
Y al que haga de menisterio
Yo le haré la oposición.
    De la cuestión en el fondo
Pudiera extenderme más;
Pero pues lo dijo Blas,
Hagamos punto redondo.
    Guerra, señores, al bicho
Que siempre quiere bullir;
Mucho pudiera decir...
Pero... señores; he dicho».
    -«Mi digno amigo Cerote
Ha dicho, si mal no oí,
Que yo soy un animal;
Yo respondo que es un ruin,
Y quedamos tan amigos
Y podemos proseguir:
    Voy a hacer la descripción
De la fiesta, y podrá así
La asamblea conocer
Si es merecimiento en mí
El ser ministro perpetuo
Del glorioso San Crispín.
    Lo primero que prevengo
Es, señores, un pernil
Asado por estas manos
Que la tierra ha de cubrir.
    Vendrá luego de los callos
La fuente geronimil,
Y el inevitable arroz
Con guindilla y con anís.
    Aquestos son mis principios,
Y los sostendré hasta el fin
Con los consabidos medios
Del tintillo y chacolí,
    Hasta que todos usías
Queden hartos de engullir,
Y puedan cantar los gozos
Del invicto San Crispín».
    -«Bien por Juan el mayordomo».
-«Bravo». -(Aplausos.) -(Sensación.)
-«¡Escuchad!». -«¡Oíd!». -«Ya basta». -
-«Yo pido la votación». -
-«Que se vote». -«La palabra». -
-«No hay palabra». -«¿Y por qué no?».
-«¿Para qué?». -«Para el almuerzo».
-«Yo para la procesión». -
-«Y yo para el juramento». -
-«Para la Ordenanza yo». -
-«Que diga». -«Que calle». -«Fuera».
-«Orden, hermano mayor». -
-«Su señoría es un burro». -
-«Su señoría un lechón». -
-«Que se lea el reglamento». -
-«Orden, señores, por Dios». -
    Y el jarro de mano en mano
Corría que era un primor,
Y el esquilón a todo esto
Sonaba dilín, dolón.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    «Hable el presidente».
-«Hablo,
Si me dejan, pues ya veo
Que aquí a fuerza de pulmones
Se hace bueno el argumento.
    Por desgracia me persuado
De que no entendió el Concejo
La intención de mi discurso
Monumental, deletéreo;
    (Dos palabrillas de moda
Que me encargó con empeño,
La practicabilidad
Del dómine de Toledo.)
    Quise, pues, decir...».
-«Tío Blas,
Lo que quiso lo sabemos;
Quiso echarla de leído
Porque es suscritor al Eco». -
    «Quise hablar de la Ordenanza: -
Quise...».
-«Bien está todo eso;
Pero Juan tiene razón;
Lo primero es lo primero».
    -«Entonces es otra cosa;
Señores, vamos con tiento;
¿Se trata de San Crispín
O se trata del almuerzo?
    «Del almuerzo, sí señor». -
«Pues voto por los torreznos,
Y dejemos la Ordenanza
Que la masquen nuestros nietos».
    -«¡Viva el presidente!».
«¡Viva!». -
-«¡Y viva Juan!». -
-«Me enternezco
De ver señores las honras
Que me hacéis sin merecerlo». -
-«Vámonos que son las diez». -
-«Es preciso que acordemos».
-«¡Qué acordar ni qué demonios!».
-«A mí me espera mi suegro». -
-«Y a mí la Paca». -
-«Pues yo
Estoy de hambre que no me veo». -
-«¿Con qué, estamos?». -
-«A la calle». -
-«Cuidado con el almuerzo». -
    Juan subió a la presidencia,
Y en un programa verbal
Dio una práctica señal
De su grande inteligencia.
    Y dijo con entrecejo
Meneando el esquilón: -
«Se levanta la sesión,
Que va a dormir el Concejo».

(Marzo de 1837)29

NOTA. -Pudiera tomarse por una nueva excursión o ligero escarceo del autor en el campo de la política el artículo o composición que da lugar a esta nota. Mas, para alejar de sus lectores aquella idea, acompañó su publicación con la siguiente muletilla: -«El objeto de esta composición déjase ver que es atacar el abuso que, en reuniones insignificantes y para tratar de asuntos de menor valía, suele actualmente hacerse del lenguaje y fórmulas parlamentarias». Bajo tal aspecto, entra este ridículo en la jurisdicción del escritor, que festivamente y sin acrimonia pretende corregir pintando las costumbres de la sociedad contemporánea. Éste es, pues, su verdadero punto de vista; y, por tanto, trabajo será excusado el de aquel lector suspicaz que intente andar buscando en este escrito alusiones más hondas. El autor protesta de antemano contra toda maligna aplicación, y repite aquí lo que en varias ocasiones ha dicho en los ocho años que hace que escribe de costumbres, a saber: que no es política su misión sobre la tierra.

A pesar de esta protesta espontánea y veraz, parte del público lector dio en el achaque de buscar los originales de aquella junta de maestros de obra prima ocupados en constituir su gremio, con sus discursos hiperbólicos, sus programas, sus interpelaciones, alusiones, enmiendas, votos y demás aparato teatral. El autor, modesto y limitado en su objeto, sólo respondió por entonces a los que le achacaban otras tendencias: -¿No conocen ustedes que si hubiera querido decir eso que ustedes piensan lo hubiera dicho?