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ArribaAbajo1808 y 1822


    «Etas parentum, pejor avis, tulit
Nos nequiores, mox daturos
Progeniem vitiosorem».


HORAT.                


El termómetro de Reaumur señalaba puntualmente 30 grados sobre cero, y el reloj del Carmen acababa de dar las cuatro de la tarde. Todo reposaba en torno de mí; dobles persianas y cristalería impedían la entrada en mi mansión al aire abrasador, que destruye las fuerzas, y a la acción aún más terrible del sol canicular; toda la casa presentaba el aspecto de una verdadera noche, y sus habitantes todos yacían entregados a las dulzuras del sueño; ningún ruido de carruaje ni de paseantes interrumpía el silencio de las calles donde, según la expresión de cierto viajero, «sólo se encontraba a tales horas algún francés y algún perro». -Los cafés, las tiendas, los establecimientos de todas clases, cerrados herméticamente; los portales llenos de mozos que dormían; todo, en fin, reposaba procurando recobrar en brazos de Morfeo las fuerzas que el calor había debilitado.

Brava ocasión para que un extranjero nos hiciese una bella disertación pretendiendo demostrarnos los incalculables perjuicios que esta segunda noche nos proporciona. ¡Con qué exactitud matemática nos ajustará la cuenta de las horas de trabajo que roba a nuestras manufacturas, haciendo subir excesivamente el precio de sus productos! Luego se empeñará en probarnos que inutilizamos la mayor parte del día, suspendiendo todos los trabajos para comer precisamente a la hora en que más calor hay y menos apetito; de aquí sacará la consecuencia de que, sin esta costumbre, la siesta no sería necesaria; después pasará a demostrarnos lo perjudicial que es a nuestra salud el sueño después de la comida, por la acumulación del calor a la cabeza en el momento en que más falta hace en el estómago para operar la digestión; en seguida nos amenazará con el entorpecimiento de nuestros sentidos, con las plétoras, accidentes y parálisis; y en fin, nos dirá tanto... tanto... -Nosotros, sin embargo, bien sea porque la acción del clima pueda más que aquellos argumentos, bien porque una invencible costumbre nos arrastre a ello, marcharemos, sin responderle una palabra, a dormir la siesta. -¿Cómo resistir a este impulso general, ni qué hacer donde todos duermen?... Dormir como todos.

Mas como quiera que el señor Morfeo es un sujeto a quien no se puede pedir cuentas de sus acciones; que reparte su beleño cuando le place y sobre quien le place, y por lo visto se hallaba a aquella sazón a algunas leguas de mis sentidos, ello es lo cierto que yo velaba como novia en vísperas, hasta que cansado de volver y revolver sobre mi desvencijada persona, y de dar tormento a la acalorada imaginación, resolví, en fin, abandonar el lecho, abrir un balcón y asomarme a él.

Entonces fue cuando hice las reflexioncillas arriba dichas; y estando haciéndolas, sentí en la cabeza un chinarrito bajado de la vecindad... alzo la vista y miro... No sé si acaso se acordarán ustedes, señores lectores, de un mi vecino D. Plácido, de quien creo haberles hablado ya. -Pues éste, ni más ni menos, era el que en tal guisa y a tales horas interrumpía mi amostozado soliloquio, para contarme un desvelo como el mío y una resolución idéntica. Y como el silencio de la siesta nos convidaba a cruzarnos de razones, subí a su habitación para hacerlo cómodamente; y medio tendidos en dos sofás, entablamos nuestra sabrosa plática.

Por de pronto discurrimos acerca de los sucesos del día; pero como mi vecino es algo viejo, y a los viejos les sucede con la imaginación lo que con la vista, esto es, que ven mejor los objetos distantes que los más cercanos, muy luego encontró medio de enderezar ingeniosamente la conversación hacia aquellos tiempos en que brillaba en Madrid y en que sus buenos modales, su instrucción y sus conveniencias era tenido por hombre a la moda.

-«Desengáñese usted -me decía- el trascurso de treinta años y los extraordinarios acontecimientos que en ellos han mediado han sido bastantes para alterar nuestras costumbres, en términos, que a uno que hubiera dejado nuestra capital en 1802 le sería imposible reconocerla en 1832. Es cierto que en la época actual la hallaría más decorada y decente, observaría más actividad en nuestra industria; admiraría los progresos de las artes; vería con placer los muchos establecimientos destinados a difundir los conocimientos útiles; notaría los adelantos que el buen gusto ha introducido en las habitaciones, en los trajes, en los monumentos públicos, y quedaría al pronto seducido con esta erudición a la violeta, que hace a la juventud del día lucir y brillar aun delante de la experiencia y de la senectud.

»Todo esto, no hay duda, ocurriría al forastero de treinta años, y por de pronto, confesaría avergonzado los progresos de la actual generación; pero en cambio de aquellas ventajas, ¿no hallaría muy luego la ausencia de otras más sólidas y duraderas? ¿No echaría de ver muy pronto la alteración que ha experimentado nuestro carácter? ¿Adónde encontraría ya aquella ingenua virtud, aquella probidad natural, que era el distintivo de nuestros mayores? ¿Dónde el sólido sabe, que aunque patrimonio de pocos, ofrecía a la posteridad obras clásicas e inmortales? ¿Dónde aquella franqueza sencilla, que daba a los placeres inocentes su verdadero colorido, y al trato general comunicaba la alegría y confianza? ¿Dónde, en fin, aquella cómoda repartición de fortunas, aquel bienestar general, que ahuyentaba las ideas de ambición y permitía a todos ostentar sus respectivas facultades, sin pretensiones ni cálculos? En lugar de esto, ¿qué hallaría? Desdén de las virtudes pacíficas y sólidas; el vicio embellecido con todos los recursos del entendimiento; fortunas desiguales y rápidas, reputaciones usurpadas; confusión grosera de todas las clases; ficción en el trato exterior; cábala e intrigas interesadas en el interior; la amistad hecha una pura palabra; el amor un juego de ellas; la coquetería convertida en gracia; la pedantería en ciencia y el charlatanismo en virtud. -Esto, desengáñese V., esto, y no más, vería el forastero en nuestros magníficos salones, nuestros refinados espectáculos, nuestros elegantes cafés, tiendas y paseos.

-Paréceme, sin embargo (le contesté yo algo mohíno), que la prevención con que V. mira las cosas le hace verlo todo con colores demasiado fuertes, y en cambio podría yo oponerle cuadros en que resultase todo lo contrario de lo que V. afirma.

-No hay regla -me replicó el vecino-, por general que sea, que no tenga sus excepciones; y no podré negar que acaso serán numerosas las de ésta; mas, sin embargo creo poder asegurar que lo general inclina más bien al bosquejo que llevo trazado. Acaso me pretenderá V. negar las ventajosas circunstancias que yo concedo a nuestra sociedad antigua; pero para convencerle de ello con un ejemplo, le presentaré el espectáculo de una casa donde yo concurría diariamente en 1802.

»El amo de ella, hombre como de cuarenta años, franco, amable y lleno de conocimientos, había seguido su carrera de empleado, hasta llegar a un destino que le proporcionaba un buen sueldo y consideración en la corte. Su esposa, digna de él por su amabilidad y juicio, dirigía el gobierno de la casa con aquella inteligencia e interés propias de quien reúne a una buena educación un constante deseo de hacer felices a su esposo y a sus hijos; y los dos que tenían, varón y hembra, eran el objeto continuo de sus cuidados maternales. El muchacho asistía alas escuelas, y fue puesto en un colegio a los diez años; la niña aprendía cerca de su mamá aquellas labores y conocimientos propios de una mujer que algún día ha de dirigir una casa y hacer la dicha o la desdicha de un hombre. ¡Cuántas horas, contemplando la ventura de ambos esposos, hube de convenir en la felicidad conyugal! En ellos no había más que un pensamiento, que era el de amarse y hacerse más placentera la existencia; el sueldo del esposo y el producto de algunas haciendas bastaban de tal modo a sus necesidades, que después de sostener su casa con esplendor, todavía la económica compañera encontraba medio de hacer algunos ahorros en beneficio de sus hijos.

»La sociedad que frecuentaba tal casa era digna de ambos; amigos francos y leales; jóvenes bien educados; mujeres amables y virtuosas; yo solía asistir a su mesa ciertos días al mes; era abundante, pero sin ostentación; franca sin grosería; después solíamos irnos al teatro o a paseo; volvíamos a casa, y a poco rato empezaba la tertulia. Por supuesto, la primera operación era refrescar y tomar chocolate; luego entraba la partida modesta de mediator o de dominó, en tanto que los jóvenes hacían juegos de prendas bajo la inspección de las madres. Todo era allí animación, alegría, franqueza; el amor no temía manifestarse; seguros todos de las buenas cualidades mutuas, no dudaban entregarse a sus puras sensaciones, y yo asistí a mas de tres bodas que resultaron durante el tiempo de nuestra tertulia; la amistad no temía comprometerse; las opiniones se debatían riendo; las disputas concluían con un cigarro, y las pérdidas del juego nunca daban lugar a cambiar un doblón. Daban las once, y todos nos retirábamos satisfechos unos de otros, sin sospechar que hubiera en el mundo otra clase de placeres, y deseando que pasasen las horas para volver a reunirnos. Tal, amigo mío, era el espectáculo que presentaba la casa de D. Melchor del Vallecillo, búsqueme V. ahora muchas por este estilo.

-¿Cómo dice V. que se llamaba? (repliqué yo precipitado).

-Don Melchor del Vallecillo. Pero ¿qué tiene usted que se ha inmutado? ¿Acaso le ha conocido o...?

-No, señor, no le he conocido, pero ciertamente no podía V. haber escogido otro ejemplo más a propósito para apoyar su idea; y va V. a verlo.

»Yo frecuento en el día una de las casas más elegantes de Madrid. Todas las circunstancias que deberían embellecer la existencia de un hombre se habían reunido en el amo de ella; salud, fortuna regular, un buen empleo, una mujer con quien se casó enamorado, dos hermosos niños, consideración en Madrid, todo se le ofrecía para hacer su dicha; pues este hombre, por seguir el sistema de la moda ha hallado el medio de ser infeliz.

»Llegado a una edad regular, habiéndose casado y obtenido por su buena suerte el mismo destino que ocupó su padre, empezaron a desenvolverse en él la ambición y la vanidad, y le sujetaron a su carro de tal modo, que dejó de gozar en el momento que debía empezar a verificarlo. Por de pronto, no pareciéndole bien el cuarto en que su padre había vivido, se trasladó a una habitación magnífica; y menospreciando los antiguos muebles que formaban el adorno de aquél, alhajó ésta con todo el refinamiento de la moderna elegancia; su esposa, cuyo carácter débil es muy a propósito para seguir las impresiones que la quieran comunicar, se dejó seducir, como es natural, al aspecto del lujo y la magnificencia; y segundó grandemente las ideas de su esposo; ayudole a derramar su dinero, y creciendo en necesidades superfluas, llegó a poner su casa en un tren que compite con las primeras de la corte.

»Con tan bellos elementos, ¿quién resiste a la tentación de tener sociedad? Tuviéronla, en efecto, y desde el principio vieron llenos sus salones de gentes de varias esferas; desocupados, seductores, damas de fortuna, maridos tolerantes, esposas ligeras, jugadores, músicos y danzantes. El marido, que, como todo hombre de gran tono, empezó por hacer un viaje de dos meses a París, volvió a su casa tan lleno de aquellas maneras, que quiso iniciar en ellas a su esposa. Ésta no tardó en aprenderlas y exagerarlas, y muy luego fue citada como el modelo de las damas a la moda. Entre tanto, el gasto de la casa se hizo exorbitante, como puede V. creerlo; el sueldo del destino, los productos de las haciendas, y aun sus mismos capitales, todo desapareció como el humo, y nuestro hombre se ha visto precisado a recurrir a la intriga y a la bajeza con objeto de prosperar más en su carrera, y proporcionarse medios de bastar a su disipación. Su casa desde entonces quedó abierta a ciertos personajes, protectores gratuitos, y a ciertas damas de corte, a quienes adula y encomia, no sin notable burla del resto de la tertulia, que conoce sus miras. Uno de aquellos hombres de mundo, y de las peores ideas, le tiene seducido con su protección, y mientras tanto obsequia a su mujer; ella tal vez no le escuchara, pero el mismo marido... ¡qué infamia!... la obliga a contemporizar y no ponerle mala cara. Entre tanto, él se encierra en su sala de juego, aventura allí el resto de su fortuna, se aficiona a ciertos manejos indecentes, y aturdido con sus pérdidas y ganancias, y con el ruido del baile que suena en el salón, no advierte que han dado las dos de la mañana...

»Pues esta casa que le acabo a V. de describir es la de don Melchor del Vallecillo, y este hombre el mismo don Melchor.

-¡Dios mío! -exclamó mi interlocutor-, ¿será posible? El hijo de mi buen amigo, el joven criado en el seno de la virtud, ¿habrá degenerado hasta ese extremo?

-¡Ay D. Plácido! que no es sino demasiado cierto. ¿Lo ve V., lo ve V.? no le aseguraba yo antes que hoy día... -¿Y qué sirvieron los buenos ejemplos, la excelente educación? -¡Qué han de servir -me contestó don Plácido-, contra la influencia de la moda y treinta años de diferencia!...».

A este punto llegábamos de nuestra plática, cuando los gritos de los ligeros valencianos que pregonaban sus refrescos, y la animación de las calles nos hizo conocer que era pasada la hora de la siesta, y cogiéndonos afectuosamente las manos, nos separamos sin hablar más.

(Agosto de 1832)




ArribaAbajoLos Aires del lugar


    «¡Qué horror! A Madrid me vuelvo;
Que allí hay más comodidades,
Si los vicios no son menos».


BRETON.                


-«No hay remedio, amigo don Tal: V. está malo, y es preciso desterrar ciertos humores que nosotros los físicos llamamos humores acres, proclives, espontáneos y corrumpentes; y para ello nada encuentro tan acertado como el que vaya V. a tomar aires fuera de Madrid.

-»Si V. me lo ordena...

-»Sí, amigo, y con toda la autoridad de la ciencia; su imaginación de V., demasiado ocupada de trabajos mentales, necesita distracción y desahogo: al mismo tiempo, le es a V. conveniente el respirar un aire libre y puro, no como este mefítico que nos rodea en la capital; en fin, la vida del campo volverá a V. sus fuerzas y ensanchará su pecho, ofreciéndole placeres sencillos e inocentes que no ha experimentado aún.

-»¿Y hacia dónde parece a V. que dirija el rumbo?

-»A donde V. quiera, con tal que sea un pueblo sano y a bastante distancia de Madrid.

-»No entiendo esa última circunstancia.

-»Pues créame V., y sígala, aunque sea sin entenderla».

Mi doctor (que es algo brusco de modales) tomó a este punto su sombrero, y me dejó, sin más preámbulos, cavilando sobre el nuevo proyecto que me indicaba. Inmediatamente corrí a rodearme de los ciento y tantos cuadernos que van publicados del Diccionario Geográfico Universal; ítem, del Atlas que le acompaña, con el objeto de escoger sitio a donde dirigirme en busca de la salud y de los placeres más puros e inocentes. Todo se me volvía tomar y dejar mamotretos, consultar viajes pintorescos, contemplar estampas de paisajes y marinas, recitar églogas pastoriles, y reunir, en fin, un copioso número de materiales para el nuevo género de vida que iba a seguir durante algún tiempo. Pero por más que cavilaba, nada decidía, hasta que resolví salir a la calle y consultarlo con el primero que la suerte me deparase.

La casualidad a veces sabe más que un libro, y ella y mi buena suerte hizo que me dirigiese a casa de don Melquiades Revesino, cuya familia es para mí de la mayor franqueza. Por qué tanto la hallé cuidadosamente ocupada en discutir un provecto semejante al que a mí me desvelaba, quiero decir, en salir a tomar aires a un lugar.

Motivaba esta improvisa determinación (a lo que supe después) cierto amorío de la niña de la casa con el joven don Luisito del Parral, mozo brillante, no por su elevada cuna, no por la superioridad de sus talentos, no por la abundancia de sus riquezas; no, en fin, por su perfecta persona, sino por un cierto aire de extranjerismo aprendido en un viaje que hizo a Bayona; por un tono decisivo y abierto, natural de la calle de la Montera, y por cierta elegancia en el vestir, debida a la sabia tijera de Rouget, mozo, en fin, a la moda, muy versado en la chismografía corriente, y tan poco conocedor de los sucesos pasados como nada cuidadoso de los futuros.

Pues éste tal era el que, inflamando el corazón de Jacinta (que tal era el nombre de mi heroína), alteraba la paz de aquella casa y destruía la salud de la niña, cuya palidez y tristeza aumentaban desde el día en que al celoso don Melquiades se le ocurrió privar a aquél de la entrada en su casa. Desde tal momento la niña era el objeto de sus más solícitos cuidados: se la mimaba cuidadosamente, ya ofreciéndola manjares delicados, ya tomándola maestros de canto y de dibujo, ya llevándola del Prado a la Ópera y de ésta al baile; pero nada era suficiente a borrar la impresión que el mancebo había hecho en su alma, y toda la facultad matritense, convocada al efecto, había declarado solemnemente que la chica adolecía de una melancolía que acabaría con ella, si por el pronto no se tomaba la determinación de sacarla de Madrid. Tal era el apuro de esta familia, que no titubeó un momento en llevar a efecto tan sabia determinación; y he aquí que yo llegué cuando estaban discutiendo el punto de dirección.

Nada les podía servir mejor que mi llegada, pues viniendo, como venía, lleno de la misma ideal y cargado además de erudición geográfica, estaba en el caso de contribuir grandemente a fijar la cuestión. Seducido con la idea que me propusieron de acompañarles en la partida, hablé larga y asombrosamente sobre los diferentes países conocidos; cité lugares célebres, atravesé montañas; salté ríos, y dejé a todos pasmados con lo mismo que acababa de leer (costumbre harto frecuente en ciertos sabios del día); pero a todo se me contestaba con esta pregunta: «¿Y cuántas leguas está eso de Madrid?». -Y en pasando del espacio que ellos determinaban ya no había forma de reducirles. -Por fin, después de largos y acalorados debates y comparaciones geográficas, históricas y críticas, determinamos, de común acuerdo, que el viaje sería a... Carabanchel, célebre lugar situado donde acaso más de un geógrafo ignora, y en cuyas ventajosas circunstancias convino toda la sociedad.

Una sonrisa de Jacinta fue la señal de la aprobación general, y desde aquel momento ya no se pensó más que en los preparativos del viaje, que se fijó para de allí a ocho días. Don Melquiades salió a contratar el carruaje, la mamá y la niña al almacén de Carrillo a comprar trajes y adornos de camino, a consultar de paso con madama Adela la forma de los sombreros, y a despedirse de todos sus conocidos; otro se ofreció a sacar el pasaporte, aunque luego nos ocurrió que, hasta pasadas seis leguas de Madrid no teníamos necesidad de él; otro se encargó de preparar una casa, un poeta de surtido que frecuentaba la tertulia corrió a componer una despedida cantábile, y yo me volví a empaquetar mis efectos, mi biblioteca de campo, mis mapas, mis anteojos y catalejos, y a comprar un libro en blanco para escribir las observaciones histórico-críticas del viaje.

En tan complicadas operaciones, llenos de las ideas y proyectos más lisonjeros, y saboreando de antemano los placeres que íbamos a disfrutar, pasaron aquellos ocho días, hasta que lució la suspirada aurora, y antes que el sol ilumínase el horizonte, ya nos hallábamos reunidos en casa de don Melquiades con todo el tren y aparato de marcha. Los abrazos, las lágrimas, los suspiros, se prolongaron largo rato; los respectivos utensilios, cofres, maletas, sacos de noche, colchones y demás, fueron colocados en el coche, y subiendo en él el papá, la mamá, la niña y yo, con dos criadas, empezamos nuestro camino escoltados de algunos buenos amigos de la casa, a quienes íbamos dejando, ya en la puerta, ya en el puente de Toledo, ya en la antigua ermita de San Dámaso, ya, en fin, a la vista de Carabanchel de Abajo.

Entre tanto, nosotros gozábamos del aspecto de la campiña, marchando entre dos filas de futuros árboles recién plantados y animando a Jacinta (que nunca había pasado del Canal) a regocijarse con la vista de aquellas tierras de pan llevar, o de tal cual colina de arena que interrumpía la uniformidad del paisaje. Por fin, después de varias preguntas de cuántas leguas habíamos andado ya, después de informarnos de los nombres de los lugares cuyos campanarios alcanzábamos a ver a lo lejos, después de disertar largamente sobre las incomodidades de los viajes, llegamos sin ocurrencia notable a Carabanchel, sin necesidad de hacer noche en el camino, gracias a la agilidad de nuestras mulas.

Echamos pie a tierra en una calle de cuyo nombre no quiero acordarme, y ocupamos la casa que se nos tenía preparada: componíase de una salita baja con dos rejas a la calle, una alcoba y varias piezas y dormitorios interiores que daban a las eras; y si bien el adorno, compuesto de una mesa de pino, ocho sillas de Vitoria, dos cornucopias y cuatro estampas de la prisión del Maragato, no correspondía en nada al precio que se nos había exigido ni a la elegancia y porte de nuestras damas, al menos le encontramos muy en armonía con los modales y disposición de los amos de la casa; de suerte que no tuvimos que quejarnos en este punto de la menor discordancia.

Por de pronto, nos examinaron bien, rieron de nuestros sombreros y casquetes: franquearon su puerta a una caterva de muchachos en camisa, que nos perseguían con el epíteto de lechuguinos de Madrid, y permanecieron sentados, tranquilos espectadores del descargo de nuestros efectos, sin aproximarse a ayudarnos en nada. Pedimos agua para lavarnos, nos trajeron una cofaina sucia y ordinaria, que pusieron sobre una silla, y para hacer que inundaran el agua a cada uno, tuvimos que sostener tantas cuestiones como individuos éramos; pedimos pan, y no lo había hasta de allí a una hora; quisimos vino, y nos lo trajeron bastante malo; por último, tuvimos necesidad de descansar, y los colchones no nos lo permitieron; hubo, pues, que repartir económicamente los que traíamos, y aun así no fue posible dormir, porque una plaga de moscas, moscones y mosquitos formaban a nuestros oídos un alegre terceto, interpolado de sendas embestidas sobre nuestros rostros; esto, unido a la algarabía que traían las gallinas en el corral, y al calor y la luz que entraban por las puertas y ventanas, que no cerraban bien, nos hizo pasar un rato agradable, parecido a los varios que después tuvimos ocasión de disfrutar. Pero ¿para qué me canso en ir siguiendo metódicamente el orden de los acontecimientos? Basta indicar con rapidez el método de vida a que por necesidad tuvimos que acomodarnos, y haciendo la pintura de un día, puede servir de molde para los demás.

Nos levantábamos tarde, porque no nos acostábamos temprano, porque ningún objeto nos excitaba a madrugar, porque el día se nos hacía más largo e insoportable, porque los bichos voladores nos disputaban el sueño durante la noche, por otras mil y una razones que sería prolijo explicar. Durante el fementido almuerzo, mal condimentado y peor servido, escuchábamos las novedades del pueblo de boca del sobrino del patrón, Ferminillo, mozo travieso y decidor, cuyas novedades se reducían a saber tal cual familia que había llegado de Madrid, con todos los ribetes y circunstancias de lo que traían, lo que gastaban, lo que comían, etc.; luego solía amenizar la relación con alguna que otra paliza dada durante la noche, tal o cual multa o encarcelamiento, y acostumbraba concluir con acompañarse a la guitarra unas infames seguidillas de malignos conceptos y alusiones harto claras.

Cansados de Ferminillo, nos dirigíamos a alguno de los jardines y huertas particulares, donde (previa una esquela del dueño, un permiso del mayordomo, un empeño del portero o una recomendación del estercolador) podíamos pasearnos en dos fanegas de sembradura debajo de un emparrado, hasta que solía venir el conde o el marqués propietario, y, o le teníamos que abandonar el campo, o que deshacernos a cumplidos y cortesías. Salíamos de allí cuando el dios de los tabardillos ejercía ya su poderosa influencia, y por las amenas calles de aquella brillante población (interrumpidas por algunos grupos de muchachos que reían de buena fe al mirar el sombrero de Jacinta, o al verme a mí llevando su sombrilla) nos dirigíamos a visitar algunas de las familias compatricias, a las cuales encontrábamos, o bien entregadas a un profundo sueño, o bien ocupadas en echar de comer a las gallinas; ya jugando al asalto, ya leyendo la Gaceta de Madrid, y todos, en general, quejándose de que el día en Carabanchel tenía cuarenta y ocho horas. En fin, después de proyectar algún paseo para la tarde, nos retirábamos a nuestra casa a despachar la parca comida, siempre, compuesta de los mismos artículos, de pollo y tortilla, al menos que algún propio enviado de Madrid no nos trajese algo nuevo; dormíamos luego cuatro horas de siesta, y salíamos al paseo de las Eras, o bien al otro Carabanchel, en unión de alguna otra familia, formando luego en cualquiera casa nuestra tertulia de tresillo hasta las once o las doce.

Tal era la vida agreste que llevábamos, y no hay que decir que cada día nos parecía más necia; la salud de Jacinta empeoraba; la mía no ganaba nada, y ni médico ni botica nos inspiraban confianza para consultarlos; el ejercicio que hacíamos en un país árido e ingrato nos cansaba el cuerpo y nos entristecía el alma; todos los objetos que nos rodeaban inspiraban tedio y desazón: la mezquindad de la habitación y los muebles, la grosería de sus dueños, las chanzas pesadas de Ferminillo, la etiqueta de las gentes que llegaban de Madrid, la monotonía de nuestras acciones, el aspecto mísero del lugar, la privación de toda clase de conveniencias, las intrigas y enemistades ridículas que Fermín nos contaba, todo era muy a propósito para acabarnos de fastidiar, y al cabo de quince días (de los cuales, según mi cuenta, pasamos durmiendo los diez y medio) se empezó a tratar de volver a Madrid. Un incidente imprevisto vino a precipitarlo.

Hacía dos o tres noches que yo había visto por las ventanas que daban a las eras pasar un hombre a caballo con aspecto misterioso, y haciendo salir a Fermín, vi que se hablaban y que se despidió de él el caballero; con lo cual y con decirme Fermín que era un conocido de Madrid que estaba en el pueblo, cesaron mis sospechas, a pesar de que otras noches, a la misma hora, solía verle rondar la casa.

Ya nuestra partida estaba señalada para de allí a ocho días, cuando, reuniéndonos una mañana al desayuno, notamos que Jacinta no venía: llamamos a su criada, y no respondió; pasamos a su cuarto, y vimos que habían desaparecido una y otra, ítem más, el Ferminillo, director de toda la intriga, y sobre la mesa encontramos un billete concebido en estos términos:

«Amados papá y mamá: el estado infeliz a que me ha reducido una pasión violenta, y el convencimiento que tengo de mi pronta muerte si me empeño en resistirla, me han obligado a dar un paso atrevido y ajeno a mis ideas; pero creo que el amor que ustedes me tienen les inclinará a perdonármelo. Yo huyo de la casa paterna, pero huyo bajo la protección de las leyes, y huyo con el esposo que mi suerte me ha destinado. Voy con Fermín y Manuela, y quedo depositada en Madrid en casa de D..., su amigo de ustedes, mientras espero allí la aprobación paternal. Perdón, papá y mamá: no me aborrezcan ustedes, y compadézcanme por haberme visto precisada a este extremo. -Jacinta».

No hay que decir el pasmo que en ambos consortes se manifestó con esta ocurrencia; sin embargo, en la mamá noté más serenidad, como si hubiese tenido algún antecedente. Yo me encargué de convencer al padre; y llegado que hubimos a Madrid, viéndose invitado por la autoridad a prestar su aprobación y fuertemente instado por todos sus amigos, cedió por fin a nuestras súplicas, y el matrimonio se celebró ayer con alegría y satisfacción, sin más nubes ni contratiempos.

La niña Jacinta parece satisfecha de haber salido a tomar los aires, y no dudo que curará de sus males: en cuanto a mí, si no bastasen los que tomé en Carabanchel, continuaré tomándolos en el Retiro, o me alejará sesenta leguas de Madrid, donde la sencilla ignorancia de la aldea no se halle mezclada con la malicia del pueblo bajo de la corte, y donde la campiña, más varia, ofrezca mayor novedad y desahogo. -Esto fue sin duda lo que me quiso decir mi médico.

(Agosto de 1832)




ArribaAbajoEl paseo de Juana4


    «Debajo desas ropas y jubones
Imagino serpientes enroscadas,
Uñas de grifos, garras de leones».


LUPERCIO.                




    A electrizar muchos cuerpos,
Y a cautivar muchas almas,
Una noche de verano
Salió Juana de su Casa:

    Juana, la que en Avapiés
Goza, por su noble fama,
Los galanes por docenas,
Las palizas por semanas;

    La que con su vista sólo
Turba la paz de las casas,
La que las mujeres temen,
La que los maridos aman.

    Un airoso zagalejo
Sus perfecciones señala,
Y a la media pierna llega,
Y de allí, traidor, no pasa.

    ¡Ah zagalejo paciente,
Qué de aventuras contaras
Si fueras enriquecido
Con el don de la palabra!

    De sarga rica mantilla,
Con terciopelo de a cuarta,
Deja Juana por los hombros
Colgar casi descolgada,

    Y en recoger las dos puntas
La mano diestra empleaba,
Con la izquierda juguetona
Un blanco pañuelo arrastra.

    Apenas pisa la calle,
En marcha oblicua y taimada
Sigue a babor y estribor
Con un meneo que encanta;

    Nada, nada la detiene
Al cruzar las calles, salta,
Y en gracia de la limpieza
Alza el vestido una cuarta.

    Todos la dejan la acera,
Todos vuelven a mirarla,
Y ella a todos los desdeña,
Y sigue alegre su marcha.

    Algunos, más atrevidos,
La dicen «Pase, mi alma»;
Pero ella alza su cabeza,
Tuerce el labio, escupe o canta;

    Y va dejando plantones
Por las calles donde pasa,
Que hasta perderla de vista
Permanecen como estatuas.

    ¡Qué es ver al señor don Bruno,
El abogado de fama,
Quedarse petrificado
Sin saber lo que le pasa,

    Andar dos pasos atrás
Mirando si le reparan,
Hasta que más reflexivo
Sigue su camino y marcha!

    Y a don Cosme, el mercader,
De la hambre fiel estampa,
¿No es una risa el mirarle
Que al ver a Juana se para,

    Se envuelve en su capotillo,
Y se va tras la muchacha,
Y tropezando y cayendo
Hasta que llega a alcanzarla

    Dala entonces con el codo,
Y entre toses y entre babas
La dice cuatro chocheces
Con voz trémula y cascada;

    Juana le mira y se asusta
Al ver su figura extraña,
Hasta que rompe en reír
Y le deja... ¡Cual quedaba!

    Un cadete en este instante
Al lado de Juana pasa;
Mírala, vuelve, y la sigue;
Al cabo una cadetada.

    Formando iba mil proyectos,
Y Contemplando con ansia
La belleza de Juanilla,
Que ya cuenta por lograda.

    Tienta primero el bolsillo
Para escuchar si sonaba,
Que esta clase de conquistas
No se hacen con otras balas.

    Avanza luego atrevido,
Y sin mirar más que a Juana,
Con palabras de grajea
Sus deseos la declara.

    Juanilla, a quien el pudor
(Como el natural) ahogaba,
Sigue su paso, y camina
Sin responderle palabra;

    Y el cadete, conociendo
Que otorga todo el que calla,
Marcha al lado, y tanto dice,
Que al fin le responde Juana.

    Arman, pues, conversación,
Y yo no sé de qué hablaban;
Pero es cierto que el cadete
Iba que lástima daba.

    Su paso era acelerado,
Mas la compañera maula,
Que conoce del mancebo
Las no disfrazadas ansias,

    Quiere probar su paciencia,
Y a un vecino que pasaba
Haciendo el desentendido
Y evitando el saludarla,

    Le para, y empieza a darle
Conversación más que larga
Sobre no sé qué diabluras
Que hicieron noches pasadas.

    Rabiando estaba el cadete
Y pelándose las barbas
Al mirar todo este paso
Desde una esquina inmediata;

    Hasta que, compadecida
De su situación la Juana,
Se despide del vecino
Y hacia el cadete ya marcha.

    Éste, viéndola venir,
Olvida sus amenazas,
Vuelve a expresar su contento,
Vuelve a la dicha turbada.

    Llegan, después de un buen rato,
De la tal niña a la casa,
Y en un oscuro portal
Entran en dulce compaña.

    Una escalera de torre
No es más peligrosa ni alta
Que la que el pobre cadete
Tuvo que subir tras Juana.

    Él, que se miró en lo oscuro,
Corre en pos de la muchacha,
Y como iba tan turbado
Y la escalera era mala,

    No subía un escalón
Sin que un susto le costara,
Porque en el que no caía,
Por lo menos tropezaba.

    Llegan al alto, por fin,
Y a la puerta Juana llama:
Ábrese, pues, y una vieja
Asquerosa y remendada

    (De estas viejas que su oficio
Llevan pintado en la cara)
Es el objeto primero
Que delante se les planta.

    Un torcido candelero
Con media vela en la sala
Coloca, y muy cuidadosa
Dispone no falte nada;

    Pone sillas, las cortinas
Desplega, espanta la gata,
Y hace, en fin, lo que hacer suele
Toda mujer de su casta;

    Vase después, y los deja
En libertad... pero calla,
Que quiero tomar aliento
Para describir la sala.

    Érase un cuarto pequeño.
Las paredes sombreadas,
Las bovedillas mugrientas,
Las arañas las poblaban.

    Juana era caritativa,
Y así vivir las dejara,
Consiguiendo con sus telas
Tener la casa colgada.

    Una mesita de pino,
Un San Antonio de talla,
Y a su lado, en simetría,
Dos tiestecitos de albaca;

    Un espejo sin azogue,
Del Dos de Mayo una estampa,
Y un pandero en una esquina
Enfrente de una guitarra;

    Tres desvencijadas sillas
Concluían de la sala
El adorno, y en verdad
Que estaba bien adornada.

    Pero... ¿adónde está Juanilla?
¿Y el cadete? ¡Ah buenas maulas!
Mas, silencio, que a la puerta
En este momento llaman,

    -«¿Quién es?» (pregunta la vieja). -
-«Abra usted, señora Claudia». -
-«¡Ay, Juanita, que es el Zurdo!:
¡Por Dios, que no sienta nada!». -

    Abre la vieja, y un majo
De sombrero de calaña,
De chaquetilla redonda
Y de garrote y navaja,

    Entra y toma posesión
Pacífica de la sala;
Y en tanto que la Juanita
Sale a ver su buena alhaja,

    El cadete, de puntillas,
Se va por la puerta falsa,
Agarrado de la vieja,
Bajando a oscuras la escala;

    Y al encontrarse en la calle,
Su razón ya despejada
Le hace ver su desvarío,
Y mil temores le asaltan.

    Pero no sólo en temores
Pararon, que poco tarda
En conocer los efectos
De pasearse con Juana;

    Y entonces diz que el cuitado
A sus solas exclamaba:
¡Oh placer, cuán poco duras,
Y qué de penas arrastras!

(Agosto de 1832)




ArribaAbajoEl día 30 del mes


    «Reveses de fortuna
Llamáis a las miserias;
¿Por qué, si son reveses
De la conducta necia?».


SAMANIEGO.                


Pared por medio de mi casa vive D. Homo-bono Quiñones, jefe de mesa de cierta oficina, y uno de los caracteres más originales que he conocido. -Fenelon aseguraba que el hombre más dichoso es aquél que cree serlo; y si este dicho es exacto, como debemos sospecharlo, hay motivos para pensar que el D. Homo-bono sea aquel mortal privilegiado. Y si no se me creyese sobre mi palabra, créase al menos la pintura que de él haré.

La satisfacción y la alegría parecen haber escogido su mansión en aquel semblante, que los años procuran en vano arrugar; ningún achaque, destruye su físico; ninguna pena halla el camino de su corazón; ninguna sensación violenta obra fuertemente sobre su alma. Los movimientos del dolor le son desconocidos; su estado habitual es el de la alegría; pero no una alegría ardiente y bulliciosa, que haga trabajar a su imaginación, sino un tranquilo y bonancible, que le inclina a ver las cosas por el lado más favorable. -V. gr.: su mujer es altiva, gastadora, y ejerce sobre el esposo un dominio más que conyugal; pero ¿qué importa? es alegre, graciosa, se da tono en la sociedad, hace hablar de sí y de su casa, y esto le basta a su esposo. -La niña es caprichosa, mal criada y sin ninguna de las inclinaciones que descubren un fondo de virtud; pero ¡es tan bonita! ¡tan juguetona! ¡canta tan bien! ¡baila con tal gracia! que su papá se pasma mirándola. -El muchacho es un calaverilla: contrahecho, frívolo, enredador y pedante; pero ¡tiene unas ocurrencias tan graciosas! ¡se burla con tal agudeza de sus maestros! ¡es tan diestro para hacer sus travesuras! que nadie (y menos su padre) se atreve a reprenderle. -Los amigos de la casa son demasiado francos, se toman hartas libertades, frecuentan sobradamente la mesa, y ayudan a caer aquel ruinoso edificio; pero, si no fuera por ellos, ¿quién había de resistir la monotonía y el fastidio? -Por último, los criados son habladores y rayan en insolentes; roban y malgastan lo que pueden; trabajan poco y mal; comen mucho y bien, y duermen mejor. Pero ¿quién tiene valor para meterse con ellos en contestaciones de esta especie? «Il faut que tout le monde vive», decía Luis XVIII. «Es preciso que todos vivamos», traduce D. Homo-bono.

Sólo hay doce días en el año en que este buen señor (bonus vir) suele hacer alguna reflexioncilla de distinta naturaleza, y son los días 30 de cada mes, época fatal, en que vienen a reducirse a maravedís todos los placeres y contentos de las tres décadas anteriores. Pero aquella sombra, que por un momento quiere oscurecer su imaginación, desaparece al instante, cual ligera nubecilla en un cielo tranquilo y sereno. Sin embargo, en las cortas horas que dura la extraña lucha de sus inclinaciones con su razón, ofrece un espectáculo tan grotesco, que el difunto Goya tomaría en él original para un nuevo capricho.

Llega, por fin, después de veinte y nueve, la suspirada aurora en que el cuerno de Amaltea va a destaparse y verter sobre mesas y bufetes su argentada preñez. Mi funcionario, por su calidad de jefe de mesa, debe dar buen ejemplo; el barbero, el peluquero, el chocolate y las demás ocupaciones matutinas adelantan aquel día media hora al sistema ordinario; y no bien han sonado las ocho y media de la mañana, sale de su casa, no sin grave agitación de los artesanos y tenderos, que, viéndole pasar, gritan: «las nueve»; expresión natural y espontánea, que honra más la puntualidad de este empleado que cuantos discursos pudiera yo escribir.

Llega a la oficina... ¡Qué exactitud en todo el mundo! ¡qué soltura para el trabajo! ¡qué valentía de pulsos para rubricar la nómina! ¡qué combinación para repartir metódicamente los cartuchos de municiones de boca! Uno de los de grueso calibre toca, por supuesto, a D. Homo-bono, y su imaginación se espacia considerando su longitud, que le promete una serie de goces no interrumpidos hasta el fin del mes siguiente. Mas ¡oh imperfectibilidad de las cosas humanas! ¿quién había de decir que, esta agradable ilusión había de durar tan poco? Yo lo diré, y también la causa; y es que D. Homo-bono había echado la cuenta sin la huéspeda, y la huéspeda era su mujer.

De vuelta a su casa, una horita más temprano que de costumbre (por el sabio sistema de las compensaciones), viene cargado dulcemente con aquel amable fruto de sus tareas públicas, y ya le mira convertido en sendos jamones, nutridas empanadas, robustos pavos e ingeniosos ramilletes; y también en palcos de toros y comedias, coches y tiros, merendonas y algazaras; tan armónicamente organizado está su cerebro.

Mas, ¡oh desgracia! al doblar la esquina de su calle sale un fementido tendero, y con obligantes cortesías le pregunta por su salud; D. Homo-bono cambia de color y pasa a la otra mano el pañuelo de la mesada; pero del opuesto lado ábrese la puerta de la modista, y Madama Cotillón le hace tres cortesías a la francesa y le presenta un papel en español. (Aquí D. Homo-bono guarda el pañuelo en la solapa del frac, remedando en este juego el de Bartolo con la bota en El Médico a palos.) Recibe, pues, el papel con la misma seriedad que un ministro los memoriales, y entra bruscamente en el portal; pero un vinatero manchego, sentado en la escalera, se quita cortésmente la monterilla y sube detrás de él, ganando por la mano al tendero y a la modista. Entra en su casa; cierto caballero muy elegante se le presenta y hace cincuenta cortesías; contéstale D. Homo-bono con otras tantas, y preguntada su gracia, le dice ser Mr. Battement, maestro de baile de Mademoiselle; más allá se inclina profundamente un viejo mal vestido, que se da a conocer por el maestro de Gramática del señorito, y no lejos de él il signor Gorgorini, professore di musica e allievo del Conservatojo di Milano, hace presente que es el encargado de la garganta de la Signorina.

Don Homo-bono conoce, aunque tarde, lo efímero de sus ilusiones; pero resuelto a quedar con el honor correspondiente, entra solemnemente en su despacho, y colocado con majestad, sede pro tribunale, manda abrir con estrépito entrambas hojas de la puerta, y empieza la audiencia y pago. Concluida la operación con los que van relatados, se dispone a poner a cubierto de la derrota las medallas existentes, cuando un fuerte campanillazo le hace conocer que aún hay enemigos que aplacar. Con efecto, era el casero, y todos saben la gesto tan repugnante que ésta tiene, especialmente en ciertos días; gesto inevitablemente, mensual, trimestral, semestral o anual, que recuerda las apariciones periódicas de los cometas de gran cola, previstas tristemente por los astrólogos agoreros.

Fue preciso sacrificar a aquel fantasma terrible una buena parte del remanente de los treinta días, y otra no corta porción repartieron entre sí el sastre geómetra, el zapatero galán, el fondista son argent, el almacenista de géneros carillo, el calesero de antaño y el peluquero de ogaño, que todos fueron llegando como llamados a son de campana comunal.

Pero la más decisiva de las visitas faltaba aún, y era la de la amable compañera, la caritativa costilla de don Homo-bono, que venía a notificarle cómo de allí a dos días era el cumpleaños de la niña, y que había determinado tener unos cuantos convidados y un poquito de función. En vano Quiñones se afanó en manifestarla que se quedaba sin un cuarto y con un mes delante de sí; su carácter no era tampoco para grandes reflexiones, ni ella las admitía; y así fue que, a dos por tres quedó en manos de la última el resto de la mesada, y D. Homo-bono libre de cuidados. Entre tanto, aquella noche, para empezar la función, hubo música y baile, y el esposo fue el primero que en tales momentos se entregó al exceso de su felicidad.

Sin embargo, así pasó un mes, y otro, y otro; y vino un año, y se juntaron doce déficit que D. Homo-bono no pudo pagar; y a los dos años ya serán veinte y cuatro, y así sucesivamente; y se tendrá que empeñar, y luego no podrá satisfacer, y luego vendrá la vejez, y luego se jubilará, y luego, luego... en la calle de Atocha, última casa a la derecha, acaso darán razón.

(Agosto de 1832)

NOTA. -El tipo del empleado antiguo, consecuente, asiduo y rutinero, que trata de describirse en este articulo, se reproduce más adelante en otros bajo sus diversas fases de Cesante y Pretendiente, en que hubieron de colocarle las revueltas políticas y los ensayos de otros hombres y de otras ruedas en la complicada máquina de nuestra administración. -Hoy, aleccionado ya por la desgracia y las contradicciones, convencido plenamente de su insuficiencia para luchar con la marcha del siglo, D. Homo-bono Quiñones es un personaje casi fabuloso, o por lo menos inverosímil, y que está próximo a desaparecer de entre nosotros. Reducido, pues, a pasear su asendereada persona por la Fuente Castellana o Chamberí, a leer todas las mañanas el Diario, y a regalarse todas las noches con La Esperanza, limita sus escasas necesidades a las mesadas de cesantía, paga su modesta mansión en los barrios apartados de Daoiz o de Leganitos; asiste a las Cuarenta Horas, reza novenas, a Santa Rita y a Santa Filomena, y figura en las zarzuelas, como uno de los personajes de La Paga de Navidad.




ArribaAbajoEl amante corto de vista


    «¡Ay cielos! sueño despierto;
Pierdo cuando estoy ganando;
Soy lince y a oscuras ando,
Y, en fin, apunto y no acierto».


TIRSO DE MOLINA.                


«¡Cómo! (exclamará con sorpresa algún crítico al leer el título de este discurso) ¿tampoco los vicios físicos están fuera del alcance de los tiros del Curioso? ¿Ignora acaso este buen señor que no le es lícito particularizar circunstancias que quiten a sus cuadros las aplicaciones generales? ¿Y quién le ha dicho tampoco que sea razonable presentar el ridículo de un vicio físico, por lo menos sin que vaya acompañado de otro moral?».

-Paciencia, hermano, y entendámonos, que quizá no es difícil. Venga V. acá; cuando ciertos vicios físicos son tan comunes en un pueblo, que contribuyen a caracterizar su particular fisonomía, ¿será bien que el escritor de costumbres los pase por alto, sin sacar partido de las varias escenas que deben ofrecerle? Si hubiese un pueblo, por ejemplo, compuesto de cojos, ¿no sería curioso saber el orden de la marcha de sus ejércitos, sus juegos, sus bailes, sus ejercicios gimnásticos? Pues ¿por qué no se ha de pintar el amor corto de vista donde apenas hay amante que no lo sea?

Por otro lado, ¿quién le ha dicho a V. que esta enfermedad de moda no presenta su aspecto moral? ¿Tan difícil sería probar su origen de la depravación de costumbres, de los vicios de la educación, o de los excesos de la juventud? Conque, ya ve V., señor crítico, que este asunto entra naturalmente en la jurisdicción de mi benigna correa; conque ya V. conocerá que no hay inconveniente en hablar de él... ¿No?... pues manos a la obra.

Los ejemplos me salen al paso, y no tengo más que hacer que la elección de uno. Tóquele por hoy la suerte a Mauricio R... y perdone si le hago servir para desarrugar la frente de mis amables lectoras. -¿Y quién es el tal? -El tal, señoras mías, es un joven de veinte y tres años, cuya figura expresiva y aire sentimental descubre a primera vista un corazón tierno y propenso al amor; no es por lo tanto extraño que encontrase gracia cerca de ustedes. Así ha sucedido, pues, y algunas aventurillas en calles y paseos previnieron al joven Mauricio de sus ventajosas circunstancias; mas por desgracia el pobre mancebo tiene un defecto capital, y es... el ser corto de vista; muy corto de vista; lo cual le contraría en todos sus planes.

Alto, señoras, no hay que reírse, que mi héroe no lo toma a risa, ni sabe sacar partido como otros muchos de este mismo defecto, para ser más atrevido y exigente, para ostentar sobre su nariz brillantes gafas de oro, o para sorprender con su inevitable lente las miradas furtivas de las damas. Nada menos que eso. Mauricio es sensible, pero muy comedido, y más bien quiere privarse de un placer que causar un disgusto a otra persona. -Bien hubiera deseado ponerse anteojos perpetuos, como hacen otros sin necesidad y sólo por petulancia; ¡pero dicen tan mal unos espejuelos moviéndose al precipitado compás de la Mazzowrka! Y Mauricio a los veinte y tres años no podía determinarse a dejar de bailar la Mazzowrka. -Buen remedio era por cierto el lente colgante; pero además de la prudencia con que lo usaba, ¿cómo adivinar las escenas que iban a suceder para estar prevenido con él en la mano? -Si la hermosa Filis volvía rápidamente hacia él sus bellos ojos, o dejaba caer su pañuelo para darle ocasión de hablar con ella, ¿quién lo había de prever un minuto antes? Si creyendo sacar a bailar a la más hermosa de la sala se hallaba con que se había ofrecido a una momia de Egipto ¿de qué le servía el lente un minuto después? -Vamos, está visto que el lente no sirve de nada, y Mauricio, que conocía esto, se desesperaba de veras.

El amor, que por largo tiempo se había complacido en punzarle ligeramente, vino por fin a atravesar de parte a parte su corazón, y una noche en el baile de la Marquesa de... Mauricio, que bailaba con la bella Matilde de Lainez no pudo menos de espontanear una declaración en regla. La niña, en quien sin duda los atractivos de Mauricio hicieron su efecto, no se determinó a reprenderle,


«Fauie d'avoir le temps de se metre en courroux».

Y he aquí a mi buen mancebo en el momento más feliz del amor, el de mirarse correspondido por la persona amada.

Ya nuestros amantes habían hablado largamente; tres rigodones y un galop no habían hecho más que avivar el fuego de su pasión; pero el sarao se terminaba, y el rendido Mauricio renovaba protestas y juramentos; tomaba exactamente la hora y el minuto en que Matilde se asomaría al balcón; la iglesia donde acudía a oír misa, los paseos y tertulias que frecuentaba, las óperas favoritas de la mamá; en una palabra, todos aquellos antecedentes que vosotros, diestros jóvenes, no descuidáis en tales casos. Pero el inexperto Mauricio se olvidaba en tanto de reconocer puntualmente a la mamá y a una hermana mayor de Matilde que estaban en el baile; no hizo alto en el padre de ésta, coronel de caballería; y por último, no se atrevió a prevenir a su amada de la circunstancia fatal de su cortedad de vista. El suceso le dio después a conocer su error.

No bien llegó la hora señalada, corrió al siguiente día a la calle donde vivía su dueño, repasando cuidadosamente las señas de la casa. Matilde le había dicho que era número 12, y que hacía esquina a cierta calle; mas por cuánto la otra esquina, que era número 72, pareciole 12 al desdichado amante, y fue la que escogió como objeto de su bloqueo.

Matilde que le vio venir (ojos femeniles, ¡qué no veis cuando estáis enamorados!) tiró su almohadilla, y saliendo precipitada al balcón, ostentó a su amante todas las gracias de su hermosura en el traje de casa; pero en vano, porque Mauricio, situado a seis varas, en la otra esquina, fijos los ojos en los balcones de la casa de enfrente, apenas hizo alto en la belleza que se había asomado al otro balcón.

Este desdén inesperado picó sobremanera el amor propio de Matilde; tosió dos veces, sacó su pañuelo blanco; todo era inútil; el amante dolorido la miraba rápidamente, y la volvía la espalda para ocuparse en el otro objeto. Una hora y más duró esta escena, hasta que desesperado el buen muchacho y creyéndose abandonado de su dama, sintió fuertes tentaciones de aprovechar el rato con la otra vecina que tan inmóvil se mostraba. No pudiendo, en fin, resistirlas, y viendo que de lo contrario perdía la tarde del todo, se determinó al cabo (aunque con harto dolor de su corazón) a hacer un paréntesis a su amor, y hablar a la airosa vecina.

Dicho y hecho; atraviesa la calle, marcha determinado bajo el balcón de Matilde; alza la cabeza para hablarla; pero en el mismo momento tírale ella a la cara el pañuelo que tenía en la mano (al que durante su furor había hecho unos cuantos nudos), y sin dirigirle una palabra, éntrase adentro y cierra estrepitosamente el balcón. Mauricio desdobló el pañuelo y reconoció en él bordadas las mismas iniciales que había visto en el que llevaba Matilde la noche del baile... Miró después la casa, y alcanzando a ver Visita general, número 125: ¿cómo pintar su desesperación?

Tres días con tres noches paseó en vano la calle; el implacable balcón permanecía cerrado, y toda la vecindad, menos el objeto amado, era fiel testigo de sus suspiros. La tercera noche se daba en el teatro una de las óperas favoritas de la mamá; colocado en su luneta, con el auxilio del doble anteojo, recorre con avidez el coliseo y nada ve que pudiera lisonjearle; sin embargo, en uno de los palcos por asientos cree ver a la mamá acompañada de la causa de su tormento. Sube, pasea los corredores, se asoma a la puerta del palco; no hay que dudar... son ellas... Mauricio se deshace a señas y visajes, pero nada consigue; por último, se acaba la ópera, espéralas a su descenso, y en la parte más oscura de la escalera acércase a la niña y la dice:

-«Señorita, perdone V. mi equivocación... si sale usted luego al balcón la diré... entre tanto, tome usted el pañuelo.

-Caballero, ¿qué dice usted? -le contestó una voz extraña, a tiempo que un menguado farolillo (de los farolillos que alumbran pálidamente las escaleras de nuestros teatros) vino a revelarle que hablaba a otra persona, si bien muy parecida a su ídolo.

-Señora...

-¡Calle! y el pañuelo es de mi hermanita.

-¿Qué es eso, niña?

-Nada, mamá; este caballero, que me da un pañuelo de Matilde.

-Señora... yo... dispense V... el otro día... la otra noche, quiero decir... en el baile de la marquesa de...

-Es verdad, mamá, el señor bailó con mi hermana, y no es extraño que dejase olvidado el pañuelo.

-Cierto, es verdad, señorita, se quedó olvidado... olvidado...

-A la verdad que es extraño; en fin, caballero, damos a V. las gracias».

Un rayo caído a sus pies no hubiera turbado más al pobre Mauricio, y lo que más le apesadumbraba era que en una punta del pañuelo había atado un billete en que hablaba de su amor, de la equivocación de la casa, de las protestas del baile, en fin, hacía toda la exposición del drama, y él no sabía qué suerte iba a correr el tal papel.

Trémulo e indeciso siguió a lo lejos a las damas, hasta que entraron en su casa y le dejaron en la calle en el más oscuro abandono. En balde aplicaba el oído por ver si escuchaba algún diálogo animado; la voz lejana del sereno, que anunciaba las doce, o la sonora marcha de los sucios carros de la limpieza, era lo único que hería sus oídos, y aun sus narices; hasta que cansado de esperar sin fruto, se retiró a su casa a velar y cavilar sobre sus desgraciados amores.

Entre tanto, ¿qué sucedía en el interior de la otra casa? La mamá, que tomó el pañuelo para reprender a la niña, había descubierto el billete, se había enterado de él, y pasados los primeros momentos de su enojo, había resuelto, por consejo de la hermanita callar y disimular, y escribir una respuesta muy lacónica y terminante al galán con el objeto de que no le quedase gana de volver; hiciéronlo así, y el billete quedó escrito, firmado de letra de mujer (que todas se parecen), cerrado con lacre y oblea, y picado por más señas con un alfiler. Hecha esta operación se fueron a dormir, seguras de que a la mañana siguiente pasaría por la calle el desacertado galán. Con efecto, no se hizo de rogar gran cosa; pues no habían dado las ocho cuando ya estaba en el portal de en frente, sin atreverse a mirar. Estando así, oye abrirse el balcón...y... ¡oh felicidad! una mano blanca arroja un papelito; corre el dichoso a recibirle, y encuentra... el balcón se había cerrado ya, y la esperanza de su corazón también.

En vano fuera intentar describir el efecto que hizo en Mauricio aquella serie de desgracias; baste decir que renunció para siempre al amor; pero en fin, era mancebo, y al cabo de quince días pensó de distinta manera, y salió al Prado con un amigo suyo. -Era una de aquellas noches apacibles de julio que convidan a gozar del ambiente agradable bajo los frondosos árboles; y sentados ambos camaradas empezaron la consabida conversación de sus amores respectivos. Mauricio, con su franqueza natural, contó a su amigo su última aventura, con todos los lances y peripecias que la formaban, hasta la amarga despedida que sus adversas equivocaciones le habían proporcionado; pero al acabar esta relación sintió un rápido movimiento en las sillas inmediatas, donde, entre otras personas, observó sentados a un militar y a una joven; arrímase un poco más, saca su anteojo... (¡Insensato! ¿por qué no lo sacaste desde el principio?) y conoce que la que tenía sentada junto a él oyendo su conversación era nada menos que la hermosa Matilde. -«¡Ingrata!...». Fue lo único que pudo articular; mientras el papá llamaba a un muchacho para encender el cigarro. -«Yo no he escrito ese billete». (Esta respuesta obtuvo al cabo de un cuarto de hora.) -«¿Pues quién?...».-«No sé... llévelo V.; a las doce estaré al balcón».

La esperanza volvió a derramar su bálsamo consolador en el corazón del pobre Mauricio, y lleno de ideas lisonjeras aguardó la hora señalada; corre precipitadamente bajo el balcón; con efecto, está allí; ya mira brillar sus hermosos ojos, ya advierte su blanca mano; ya... Mas ¡oh, y qué bien dice Shakespeare, que cuando los males vienen no vienen esparcidos como espías, sino reunidos en escuadrones! Aquella noche se le había antojado al papá tomar el fresco después de cenar, y era él el que estaba repantigado en la barandilla, no sin grave agitación de Matilde, que le rogaba se fuese a acostar para evitar el relente.

-«Bien mío -dijo Mauricio con voz almibarada-, ¿es usted?

-Chica, Matilde (la dice el padre por lo bajo), ¿es contigo esto?

-Papá, conmigo no señor; yo no sé...

-No, pues estas cosas, tuyas son o de tu hermana.

-Para que vea V. (continúa el galán amartelado) si tuve motivo de enfadarme, ahí va el billete...

-A ver, a ver, muchacha, aparta, aparta, y trae una luz, que voy a leerle...».

Dicho y hecho; éntrase a la sala mirando a su hija con ojos amenazadores; abre el billete y lee... «Caballero; si la noche del baile de la Marquesa pude con mi indiscreción hacer concebir a V. esperanzas locas...

-¡Cielos!; pero ¡qué veo!... ésta es la letra de mi mujer...

-¡Ay, papá mío!

-¡Infame! A los cuarenta años te andas haciendo concebir esperanzas locas...

-Pero, papá...

-Déjame que la despierte, y que alborote la casa».

Con efecto, así lo hizo, y en más de una hora las voces, los gemidos, los llantos, dieron que hacer a toda la vecindad, con no poco susto del galán fantasma, que desde la calle llegó medio a entender el inaudito quid pro quo.

Su generosidad y su pundonor no le permitieron sufrir por más tiempo el que todos padeciesen por su causa, y fuertemente determinado llama a la puerta: asómase el padre al balcón: -«Caballero, tenga usted a bien escuchar una palabra satisfactoria de mi conducta». -El padre coge dos pistolas y baja precipitado, abre la puerta: -«Escoja V.», le dice. -«Serénese V., contesta el joven; yo soy un caballero; mi nombre es N., y mi casa bien conocida; una combinación desgraciada me ha hecho turbar la tranquilidad de su familia de V., y no debo consentirlo sin explicársela».

Aquí hizo una puntual y verdadera relación de todos los hechos, la que apoyaron sucesivamente mamá y las niñas, con lo cual calmó la agitación del celoso coronel.

Al siguiente día la Marquesa presentó a Mauricio en casa de Matilde, y el padre, informado de sus circunstancias, no se opuso a ello.

Desde aquí siguió más tranquila la historia de estos amores; y los que desean apurar las cosas hasta el fin, pueden descansar sabiendo que se casaron Mauricio y su amada; a pesar de que ésta, mirada de cerca, a buena luz, y con anteojos, le pareció a aquél no tan bella, por los hoyos de las viruelas y algún otro defectillo; sin embargo, sus cualidades morales eran muy apreciables, y Mauricio prescindió de las físicas, no teniendo que hacer para olvidar éstas sino una sencilla operación, que era... quitarse los anteojos.

(Setiembre de 1832)




ArribaAbajoLas tiendas


    «¿Quién nos dirá (dejadas sus cautelas
Mayores) lo que cuestan sus encajes,
Sus cadenetas, randas y arandelas?
¿Quién las ciegas mudanzas de los trajes?».


B. DE ARGENSOLA.                


Eran las once en punto de la mañana, y yo no debía hallarme hasta las doce en cierta parte del mundo adonde la obligación me llamaba. Quiero decir, que tenía sesenta minutos delante de mí para disponer de ellos a mi sabor. Encontrábame a la sazón en medio de la Puerta del Sol, mansión natural de todo desocupado aquella hora lo estaba a más no poder. Lánguido e indiferente, dejábame llevar en simétrica alternativa, ya a una esquina ya a otra; y mientras nada hacía, recreábame en mirar los estimulantes anuncios literarios que decoran aquellos eruditos postes admirando su profusión y la variedad de nombres clásicos que denuncian a la Posteridad. En estas y otras cavilaciones me asaltó de improviso la idea de que si «para dormir no es menester luz», para pensar tampoco se necesita estar en pie; y esto diciendo, por lo más ancho la famosa calle Mayor, huyendo de los encontrados pasos de diligencias, coches, ciegos, aguadores, borricos e importunos; y dejando a un lado las gradas de San Felipe, tan animadas en tiempo de Quevedo, tan solitarias hoy, di fondo en uno de los elegantes almacenes de géneros que se encuentran sobre la izquierda.

Era cabalmente en un momento en que los cuatro jóvenes que regentaban el mostrador se encontraban sin pedidos, quiero decir, que no había más gente en la tienda que ellos y yo, que entraba.

-Felices días, señores. -Adiós, Sr. D. Tal (le nom ne fait pas à l'affaire). -¿Cómo así tan desocupados? ¿Habrá acaso entrado la economía de Dupin o de Bergery en el sistema de las madrileñas? ¿Qué es esto? vuelvo a decir; ¿qué soliloquio es éste? ¿Ha invadido el cólera morbo nuestra capital, o ha dejado de venir el Journal des Modes? Porque sólo causas tan graves pudieran hacer a esas varas castellanas estar paradas a tales horas. -Es la verdad, me contestó el más almibarado; pero no hay que extrañarlo, pues en el Diario de hoy se hacen tales anuncios, que habrán llamado la concurrencia hacia el Sur, hasta que, desengañada por la milésima vez, ven a antes de una hora, como de costumbre.

Y no había acabado de decir esto, cuando vimos entrar por la puerta a una dama muy elegante, seguida de su lacayo, y saludando con aire marcial a los jóvenes, que la contestaron con el nombre de Marquesa, se sentó en un confidente, compúsose la mantilla, mirándose al espejo que tenía enfrente, quitó sus guantes, abrió su bolsita, y entre mil dijes y chucherías sacó, algo arrugado, el núm. 89 del Petit Courrier. Entonces abrió un lentecito de oro, miró por encima de él, leyó un rato, después ojeó otro poco, luego recapacitó, miró el figurín, volvió a leer, y pidió gros-grains.

-«No tenemos», le contestó el más próximo mancebos. -«¿Cómo que no?» interrumpió vivamente otro que desde el Principio no había quitado ojo del figurín». «¿No te acuerdas de aquella tela...». (Aquí bajó tanto la voz, que no le pude oír.) -«¡Ah! sí, es verdad», le contestó el primero. -«Ve por ella».

En efecto, entró en la trastienda, y del rincón de un armario que yo solo divisaba desde mi asiento, sacó la pieza (que tuvo buen cuidado de sacudir de un polvo inveterado de tres años), y la puso satisfactoriamente sobre el mostrador; la risita de los demás mancebos me dio a sospechar que si no era la prevenida en el núm. 89 de este año, podía muy bien ser del de 1826. Pero la dama, seducida con la semejanza del color, y sin duda por no tener a mano una definición académica de lo que quiere decir gros-grains, no dudó un instante en que fuese lo mismo que buscaba. Pidió un cierto número de varas; preguntó el precio; los mancebos hicieron entre sí una pequeña consulta para responder; nada regateó; abrió su bolsita, y sacó... una tarjeta muy elegante, con yo no sé cuántas armaduras y jeroglíficos, que indicaba su título y señas de la habitación, diciendo al mancebo principal que podría enviar por el importe, el lunes; verdad es que no designó cuál. No pude menos de sonreírme de esta salida; y no bien se hubo marchado, y mientras lo sentaban en el libro a continuación de otras cinco o seis partidas pendientes, di un poco de broma a los mancebos sobre el estreno que habían tenido; pero habiéndome explicado todo el negocio de la tela, me convencieron de que no era tan fuerte el engaño como yo creí.

Aún reíamos de ello, cuando una mamá y dos niñas, éstas en un interesante negligé y aquélla en una espantosa toilette, entraron en la tienda y empezaron tal demanda de rasos, gros de Nápoles, poplines, organdís, crespones, barég, moirés, paliacats, cotepalis y demás, que los cuatro mancebos eran pocos para tomar y dejar escaleras, subir y bajar piezas, desdoblar paquetes, abrir cajas y enseriar muestras. -Ellas entre sí armaron una algarabía singular; cuál se inclinaba a una tela, cuál a otra; ésta se ponía un pañuelo al espejo y nos parecía muy bien; luego se le ponía la mamá y nos parecía muy mal; después disertaban sobre las cualidades; si aquél era más fino que éste, si éste más elegante que esotro,


«Si el tafetán de Florencia
»Abulta más que el de España».

Preguntaban de dónde eran aquellas telas, se les respondía que de Lion, y estaba yo viendo una punta no bien cortada que decía Barcelona; por fin, apartaron no sé cuántas cosas y empezaron a pedir precios. Allí fue el hacer admiraciones, el entablar comparaciones con otras tiendas, el despreciar los géneros, y en fin, hacer las indiferentes; después hablaron aparte, y de repente tomaron un aire de broma, diciendo a los mancebos «que eran unos picarillos, que no hacían gracia a las parroquianas», con que los pobres iban ablandando un tanto cuanto; pero una severa mirada del más mal encarado les impuso en su deber y respondieron unánimes: -«no podemos»; -con lo cual se marcharon las damas, y ellos se quedaron ocupados en volver a doblar las piezas.

No tardó en presentarse otra señora, que, a juzgar por su aire, sus modales y vestido, califiqué desde luego de una gran persona; entró con mucha solemnidad, y al ver la premura con que los mancebos corrieron a servirla, despejando el mostrador, no pudo menos de picarme la curiosidad de saber quién era; dirigime para el caso a uno de ellos, y no sin admiración supe que era la esposa de un empleado muy subalterno a quien creció de todo punto mi asombro cuando, habiendo escogido un velo de blonda, abrió su bolsillo y tiró sobre la mesa seis onzas (que eran, al poco más o menos, el sueldo de dos meses de su esposo), hecho lo cual cargó de otras varias telas, que pagó tan generosamente, y marchó dejándome en el mayor éxtasis; por fortuna, una dama que había presenciado todo el paso me sacó de él diciéndome:

-«Cómo luce la Fulana las onzas que ganó antes de anoche en casa de... Valiérala más pagar al casero».

Ya a la sazón ocupaba un ángulo del mostrador cierta graciosa y esbelta modista, que había venido a buscar un pedazo de percal como la muestra, y el mancebillo listo la hacía rabiar enseñándola piezas enteramente opuestas, y amenizando este juego escénico con tal cual chanzoneta medianamente disparada, si bien mejor recibida; por último, concluyó darla lo que pedía; ítem galantería de no quererla cobrar el importe.

No bien se había acabado esta escena, empezó otra en la cual tuve el honor de figurar, y fue la que produjo la entrada de cierta señora de conocida mía, la cual me tomó por asesor del mío su gusto; yo, deseoso de darla la mejor idea del mío, nunca me inclinaba a lo peor; por otro lado, era preciso mirar por los intereses del amo de la tienda; así que, en fuerza de mis observaciones, le hice reunir una partidita más que mediana. Llegó el caso de echar la cuenta, y por cuanto no hizo el diablo que faltase dinero para unos pañuelos y no sé qué otras frioleras, con lo cual la dama apareció ruborizada. ¡Qué había yo de hacer! no era para rechazada; volvime a ella y la dije: -«Paquita, no pase V. cuidado por ello; que está en tierra de amigos, y hallándome yo aquí...-¡Oh! no; ¡cómo tengo yo de permitir!... -Es que yo tengo en esta casa ciertas cuentas pendientes, y cabalmente hace falta para arreglarlas un pequeño pico como ése». En vano me replicó dulcemente; yo insistí con más dulzura; y dulcificando más y más nuestros tiros, quedé por fin vencedor, y la hermosa Dulcinea llevó los pañuelos. Verdad es que prometió pagármelos a domicilio.

La tienda entre tanto se iba llenando de gente, y eran tan rápidos los movimientos, que no podía enterarme de ninguno: sólo llamó mi atención una pareja joven, tan exigua y acaramelada, que no pude dudar que se hallaban todavía en su luna de miel. Con efecto era así, y un conocedor no podía menos de adivinarlo al ver las excesivas blondas, follajes y perendengues de la dama, los cuidados y complacencia del galán. Por de pronto, hizo sentar a la esposa con cierta solicitud que me dio a conocer sus esperanzas paternales; empezaron a pedir, y todo era poco para aquella exigencia del alfeñique femenil, y nada demasiado para el provisto bolsillo del marido. Parecíame ya ver hechos los trajes de aquellas brillantes telas, agotada la imaginación de las modistas en crear con ellas forma humana donde no la hay, y casi me daban tentaciones de repetir al marido un gracioso dicho de Tirso:


    «Dad al diablo la mujer
Que gasta galas sin suma,
Porque ave de mucha pluma
Tiene poco que comer».

Pero luego conocí que unos cuantos meses de matrimonio se lo dirían mejor que yo. En fin, fastidiado y enojoso, despedime de los muchachos y salí de aquel recinto.

Pero como todavía no eran más que los once y media, me dirigí por el pronto a una de las tiendas conocidas de la calle de la Montera, y me senté delante del pequeño mostrador, coronado de relojes, lamparillas, templos góticos, escaparates y quinqués; pero no era yo solo el concurrente, pues ya otros tres elegantes abonados ocupaban los demás asientos.

Queriendo emplear en algo el tiempo y pedí bastones para escoger uno; al momento todos empezaron a aconsejarme el que debía tomar, alabarme su belleza y asegurarme que era igual al que llevaba el Duque de... y en fin, a hacer los demás oficios propios del mercader; yo, que di poca importancia a sus expresiones, tomé el me pareció, y aún estaba contemplándole, cuando llegó otro camarada que le cogió en sus manos, empezó a blandirle y a probar su elasticidad con tal brío, que a los cincuenta minutos tuve el consuelo de verle dividido en dos. Luego otro de ellos fue a dar una vuelta rápida y rompió el fanal de un reloj; verdad es que quiso pagarlo, pero el dueño no lo permitió; después se levantaron todos y se pusieron a la puerta, y en entrando alguna señora, entraban detrás, y haciendo los mismos elogios de todo lo que ponía en precio; con esto y con algunas palabras más o menos ligeras, noté que las ahuyentaban, en términos que el dueño de la tienda iba poniendo un gesto bastante expresivo.

En esto acertó a parar un coche delante de la tienda, todos ellos se colocaron como en el juego de las cuatro esquinas; bajó una mamá y una hija muy bien parecida, entraron en la tienda, y puso aquélla en ajuste un reloj. Al momento uno de ellos hizo tocar la música, y mientras la madre con una sonrisa placentera llevaba el compas con la cabeza, pie y abanico, la niña, en el extremo contrario, hablaba disimuladamente con uno de ellos, en términos que me hizo sospechar que aquel encuentro no era casual, antes bien, tenía todo el carácter de una verdadera conspiración. La mamá volvió rápidamente a buscar a la niña; pero ya ésta había visto su movimiento en un espejo que delante tenía, y con la mayor sinceridad se puso a preguntar si estaba vivo el pajarito que cantaba sobre una torrecilla del monasterio de Santa Amalverga... ¡Oh, inocencia digna de la Edad Media!... La mamá tuvo trabajo en disuadirla que era fingido, y el galán entre tanto probaba unos anteojos con disimulo, no sin grave susto del amo de la casa, que ya preveía su próxima disolución.

Yo reía de veras de toda esta escena, y por tener un pretexto para dilatar mi permanencia, compré una lamparilla que servía de pedestal a Napoleón meditando los planes de la batalla de Marengo, y un juego de bolos representando todos los varones célebres de Plutarco, y me dispuse a observar el desenlace; mas ¡oh fatalidad! estando en esto dieron las doce, y tuve que echar a correr, sin ver el final de aquel suceso, preguntándome impaciente qué es lo que yo había hecho en una hora, y no pudiendo menos de convenir con Moreto:


    «Que de aquí para allí
Y de allí para aquí,
De allá para acá
Y de acá para allá...
El tiempo se va».

(Setiembre de 1832)