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Alejandro Sawa y la leyenda francesa: de Víctor Hugo a Verlaine

Amelina Correa Ramón





En su prólogo a la póstuma Iluminaciones en la sombra (1910), afirmaba Rubén Darío que Alejandro Sawa «siempre vivió en leyenda»1. Bohemio puro, y prototípico de la más ferviente confianza en la consigna finisecular del arte por el arte, a pesar de todas las penalidades de su vida, «[j]amás dudó de la supremacía de su talento»2. Ese genio del que él se sabía poseedor lo salvó, al menos moralmente -al menos espiritualmente- de hundirse. De hecho, en la biografía que en la década de los años cincuenta del siglo XX escribiría Ramón Gómez de la Serna acerca de Valle-Inclán, afirma en relación con Sawa que éste «[n]o naufragaba en medio de todo, porque llevaba el salvavidas de su entusiasmo literario»3. Tan fuertes resultarían sus convicciones, que «imbuyó en Valle-Inclán la idea de que en la miseria pura con atisbos de lo poético hay algo muy grande que no tiene que ser secundado ni por el acierto ni por el éxito»4.

Esa grandeza literaria, ese genio artístico, esa leyenda que a la postre iba a constituir el sentido último de la vida de Alejandro Sawa5 se encuentra entretejida en buena medida con importantes elementos procedentes de la cultura francesa, que tan fundamental sería para el escritor desde sus inicios.

En este sentido, no se puede por menos que comenzar recordando el magno nombre de Victor Hugo, cuya figura, según confesión del propio Alejandro, mantendrá por siempre en un laico altar del arte y de las letras donde rendirle personal culto, en una bóveda alta como las de las catedrales, según sus devotas palabras6. Y es que en efecto, el nombre del patriarca de las letras francesas del romanticismo va a ejercer una influencia en la vida y en la obra de Alejandro Sawa que se encuentra muy lejos de la mera admiración del lector incondicional, y que demuestra una íntima unión que se pone de relieve incluso en estremecedoras coincidencias y revelaciones.

Así, incluso el año en que el futuro admirador de Hugo viene al mundo, 1862, será el momento de la publicación de la que iba a ser sin duda alguna una de las más célebres novelas de todo el siglo XIX, es decir, la monumental obra titulada Los miserables7, con la que el novelista francés reflexiona sobre la compleja naturaleza del bien y el mal, así como sobre la posibilidad de alcanzar la redención, a la vez que presta voz y atención a un sector de la sociedad tradicionalmente excluido del arte y la literatura como es el de la población marginal, los oprimidos por la injusticia de las leyes y de la naturaleza, es decir, los miserables. Esos miserables por los que también Sawa se lamentará después reiteradamente en sus escritos, fustigando a una sociedad indigna y llena de hipocresía moral, que permite que los seres humanos continúen muriendo de inanición en las calles de la propia capital de España:

«Murió de hambre. Un hermano nuestro ha muerto de hambre, en Madrid, en pleno día, sobre el empedrado de la calle. La noticia es de ayer, pero lo mismo podría ser de la víspera, o de la antevíspera, o de hace un mes, o ciento. [...] ¡Pobres transeúntes de la vida, consagrados reyes de la creación por decreto de la Historia Natural que enseñan en los colegios, y destituidos de cuantos derechos alcanzan a los micos! Bueno: pues al día siguiente de celebrarse una fiesta de caridad por la aristocracia, un hombre en Madrid murió de hambre»8.



Además del arraigado sentimiento de justicia social de filiación netamente romántica originado por las tempranas lecturas adolescentes de Sawa, más similitudes se pueden encontrar en la precoz y firme vocación literaria que ya había demostrado su admiradísimo Victor Hugo, quien de hecho, fundaría junto con sus hermanos en 1819 -esto es, a sus diecisiete años- una revista bautizada como Le Conservateur Littéraire (El Conservador Literario). La misma iniciativa iba a tener un aún más precoz si cabe Alejandro Sawa, quien poco antes de cumplir quince años ya había puesto en marcha en colaboración con su hermano y otros amigos adolescentes el efímero periódico titulado elocuentemente Ecos de la juventud, al que seguirían poco después El Siglo XIX y La Joven Málaga.

La admiración que siente el escritor en ciernes no hace sino acrecentarse cuando comienza a integrarse en los efervescentes cenáculos literarios de la capital madrileña. Allí pronto formará parte de un renovador grupo de intelectuales y artistas conocido con el elocuente apelativo de «Gente nueva» (por oposición, claro está, a la anquilosada en los modos literarios decimonónicos «Gente vieja»). Su incesante amor por la literatura, unido a la vehemencia que fue siempre connatural a Sawa, lógicamente aún más acentuada en sus años de juventud, hará concebir en él la realización de uno de sus mayores sueños: el de conocer en persona a su admiradísimo ídolo y maestro. En efecto, con la precariedad propia de los modos de actuación bohemia -es decir, cargado de ilusiones pero con poco dinero en el bolsillo-, un enardecido Alejandro viaja por primera vez a la capital de la luz, donde quedará deslumbrado por la resplandeciente figura de Victor Hugo. Él mismo relatará tiempo después aquel breve itinerario al que concedió sin duda un sentido auroral en una vida, la suya, que comenzaba con ímpetu en el mundo de las letras; y lo hará con palabras que expresan harto elocuentemente su veneración:

«Bonanzas harto breves de mi vida, trocadas poco después en rabiosos equinoccios, me pusieron a presencia, apenas adolescente, del poeta que, como Carlomagno, mereció ser llamado "Emperador de la barba florida".

Su casa era como una catedral, la catedral del Arte, y su calle como una vía sagrada. Y París, por radicar en su seno tal templo y por alentar en él tal hombre, como una Meca, adonde, en largas y piadosas caravanas, iban los creyentes mondiales [sic9.



El excelso escritor francés recibió al neófito, que se juzgaba un osado por atreverse a «mirar al sol sin helioscopio», sintiéndose auténticamente como un mortal ante la presencia de la divinidad10. Sin embargo, el paternal beso que depositara sobre su rostro y que el joven Alejandro recibiría con emocionado orgullo, iba a ser el germen de una indeseada fábula que el escritor tendría que arrastrar durante toda su vida. El origen de la misma hay que buscarlo en la persona del vitriólico periodista español de origen francés Luis Bonafoux (1855-1918), quien gozó durante toda su vida de una enorme facilidad para verse envuelto en altercados y polémicas11. Así, en un artículo inicial de fecha desconocida, que sería reproducido y aludido varias veces después y titulado «Sawa, su perro y su pipa», Bonafoux difundía una versión del beso del maestro que se iba a extender y generalizar, en la que se burlaba de la falta de higiene por parte de Sawa, quien -siempre según la versión del maledicente periodista- no se habría vuelta a lavar con el objeto de conservar intacto en su cara el vestigio de los labios del genio de las letras francesas.

Ante lo que consideraba ofensivas calumnias, Sawa pronto tomará la pluma para responder enérgicamente, dando muestras de sentirse dolido en su amor propio, y desmintiendo airado la fabulación en torno al mítico beso:

«[...] ni Victor Hugo me besó, afortunadamente, en los labios, ni yo he dejado de lavarme la cara desde entonces para conservar la impresión del beso, porque con haberme dejado de lavar la boca, hubiera estado todo concluido [...]»12.



A pesar de sus rotundas palabras, a Sawa le iba a resultar difícil librarse de la invención bonafouxiana, que lo perseguiría durante toda su vida, y aun después de muerto.

Pero volviendo a la admiración fascinada que guiará por siempre la pluma de Alejandro en conexión con el magno Hugo, conviene señalar lo abundantemente que su huella se puede encontrar a lo largo de toda su obra literaria, incluso en su etapa de mayor adscripción al naturalismo militante de inspiración zolesca. De hecho, destaca de manera especial en este sentido la narración con que hace sus primeras armas el novel escritor, ahora naturalista convencido, una novela excesiva y tremendista titulada La mujer de todo el mundo, en la que aparece en varias ocasiones su nombre y que se publica precisamente en 1885, año del fallecimiento del ilustre autor francés. Sawa se acaba de estrenar como novelista cuando el 22 de mayo la muerte se lleva al ya anciano escritor de manos de una fatal pulmonía. Como es bien sabido, su deceso constituirá un luctuoso acontecimiento en el París de la época, quedando expuestos sus restos mortales a la veneración pública durante varios días nada menos que bajo un Arco del Triunfo ataviado con crespones negros. Siguiendo su expreso deseo, un pobre carruaje funerario municipal trasladaría su cuerpo, en medio de una ingente multitud, hasta el lugar de su último descanso, en la cripta del Panthéon. Sucesos todos ellos de los que los periódicos españoles informarán cumplidamente a sus lectores13.

En La mujer de todo el mundo (al igual que en la mayoría de las obras literarias sawianas) aparece nítidamente el reiterado homenaje que rinde a su querido autor francés, cuyo nombre menciona en varias ocasiones, vinculado en algún caso con la capital parisina:

«¡París!... El nombre de Aspasia le sentaría admirablemente; prostitución y genio, también belleza; hace belleza, construye belleza con Victor Hugo sobre sus rodillas, y luego se vende al primer bárbaro que la solicita»14.



El malévolo Luis Bonafoux, con su característica personalidad mordaz, ofrecerá -como no podía ser de otro modo- una perspectiva diferente acerca de la influencia huguesca en Alejandro Sawa. Así, en junio de 1909, poco después de la muerte trágica del lúcido y desgraciado bohemio, reconocerá con encomiable sinceridad la verdad de su talento, no sin deslizar junto con su aprecio una nota de acíbar, al afirmar:

«Sawa... ¡Qué lástima! [...] Hablaba con brillantez y escribía artículos luminosos, muy bellos, aunque adolecía su estilo de imitar servilmente a Victor Hugo»15.



Por tanto, cabe suponer que una relación tan intensa y prolongada en el tiempo entre Sawa y su admirado Hugo no pasara ni mucho menos desapercibida para su buen amigo Ramón del Valle-Inclán. De ahí que no resulte de extrañar que cuando en la Escena Quinta de la magistral obra dramática valleinclaniana Luces de bohemia el personaje de Serafín el Bonito ordena a los guardias que lleven al calabozo por desorden público a Max Estrella -el alter ego en que Valle transmuta por obra y gracia de su amistad y afinidad bohemia a Alejandro Sawa-, Don Latino de Hispalis trate de apelar a su clemencia, exclamando:

«Señor Inspector, ¡tenga usted alguna consideración! ¡Se trata de una gloria nacional! ¡El Víctor Hugo de España!»16



Sin duda, otros escritores franceses van a resultar también importantes en la trayectoria vital y literaria de Alejandro Sawa. Por supuesto, no se puede obviar el nombre de Émile Zola, cuyas arraigadas creencias deterministas profesará durante su corto periodo como novelista naturalista, y que llevará a la práctica en narraciones como la ya mencionada, o como Crimen legal (1886), Criadero de curas (1888), La sima de Igúzquiza (1888), etc. De él conservaría hasta su muerte una fotografía tomada por el prestigioso fotógrafo francés Gaspard-Felix Tournachon Nadar. El enorme aprecio que conservó de por vida hacia la persona y hacia la obra literaria de Zola queda puesto de relieve por la sentidísima nota necrológica que publicará al enterarse de su muerte, sucedida mucho tiempo después, a finales de septiembre de 1902; obituario en el que, por cierto, continuará -transcurridos casi veinte años- lamentando la pérdida de su siempre querido Victor Hugo:

«Los hombres de mi generación, que éramos todavía niños cuando se apagó Victor Hugo, tenemos motivos sobrados para platicar del luto y del dolor. [...] ¡Cuánto luminar borrado en estos tristes minutos que vivimos! Algunas veces diríase que el sol se extingue; que la noche y el frío están ahí, todo fauces, ante nosotros, y que vivimos en horas que no tienen día siguiente. La muerte de Zola es una cerrazón nueva en los horizontes de la humanidad. [...]

Cuando murió Hugo el apocalíptico, quedaba Renan, quedaba nuestro gran muerto de hoy, de pie, y nimbados de resplandores. Muerto Zola, ¡Dios mío!, ¿qué alta figura vertical nos queda sobre la tierra?»17



Otra «alta figura vertical» que había desaparecido tan sólo cinco años antes (en diciembre de 1897) y cuya ausencia lamenta de igual modo Alejandro Sawa en dicho artículo se encarna en el también autor francés Alphonse Daudet18, que constituye por varios motivos una presencia insoslayable en la trayectoria del español. De hecho, numerosos coetáneos de Sawa utilizarán a lo largo de la vida de éste la imagen de Daudet como referente a la hora de describir al escritor andaluz, quien parece haber cultivado con voluntario orgullo el innegable parecido físico existente entre ambos, que pondrían de manifiesto personalidades de la talla de Rubén Darío o Enrique Gómez Carrillo.

Además, andando el tiempo, Sawa acabaría traduciendo al español dos obras del autor francés, en concreto, sus novelas Jack19 (1876) y Los reyes en el destierro (1879), de las que llevaría a cabo sendas adaptaciones teatrales, la segunda de las cuales se llevaría a la escena con la participación de Valle-Inclán como uno de los miembros del elenco. Curiosamente, también Miguel Sawa, su hermano menor, adaptaría una obra de Daudet, eligiendo en este caso la novela Sapho (1884), que, en colaboración con Dionisio Pérez, acabaría transmutada en 1906 en la comedia Safo20.

Precisamente uno de los abundantes textos que relaciona a Alejandro Sawa con Alphonse Daudet es un apenas conocido poema de Pío Baroja, titulado «Espectros de bohemios», donde se describe con estilo un tanto impresionista el ambiente de los cafés y tabernas de finales del siglo XIX y principios del XX, en el que se menciona explícitamente a una serie de estos escritores, hacia los que el novelista vasco no parece demostrar ninguna simpatía. La composición comienza con un tono abiertamente pesimista, evocando al escritor bohemio en términos francamente negativos, para a continuación ejemplificar esta figura en personajes concretos que Baroja procede a identificar con nombres y apellidos:



Cuando el mísero escritor
despierta al día temprano
en el hospital inmundo
donde yace abandonado,
una serie de visiones
se apoderan de su ánimo,
que en ocasiones le alegran
y otra más le dan espanto.

Vive una vida ficticia
en casinos y teatros,
en reuniones y cafés,
en escenarios y en palcos.
[...]

Ahí está Joaquín Dicenta
con Palomero y con Paso.
Luego aparecen los Sawas,
el Manuel y el Alejandro,
el uno un seudo Daudet,
el otro un farsante mago
[...]21.

Por último, y aunque otros muchos nombres franceses aparecen vinculados en uno u otro momento de su vida con la figura de Sawa (Charles Baudelaire, Alfred de Musset, Jean Moreas, Gabriel Vicaire, Charles Morice, Léon Deschamps, Maurice Rollinat, etc.), existe otra gran presencia que marcará con inigualable intensidad los últimos veinte últimos años de su corta vida, hasta el punto de constituir casi una epifanía, como demuestra su proclamación:

«En mi cielo espiritual, Verlaine es una de las más evidentes estrellas del Zodiaco; aun acopladas a otras de mayor potencia, su luz brilla solitaria, como si no formara parte de constelación alguna. Así el lucero de la mañana, que tan bien conocen los caminantes»22.



El contacto de Alejandro Sawa con Paul Verlaine se producirá a partir de 1889, cuando el escritor andaluz inicia su segundo viaje a París, un viaje que va a resultar definitivo en su vida y en su manera de concebir la literatura. Se iniciará una estancia que va a durar seis años, que Sawa considerará siempre de ahora en adelante la etapa dorada de su vida, y en la que su estilo abandona radicalmente los tintes sombríos del naturalismo para abrazar con la pasión que le era característica la buena nueva que predican con fervor los renovadores partidarios del simbolismo y el modernismo. El deslumbrado Alejandro se integrará con vital entusiasmo en la fértil ebullición del Barrio Latino, enlazándose pronto con lazos de amistad con sus principales protagonistas:

«En aquellos días, el malogrado Léon Deschamps acababa de fundar el periódico La Plume, y con él unas reuniones semanales que tenían lugar los sábados en el subsuelo del café Le Soleil d’or.

Las muchachas del barrio nos traían la gracia temporal, y los poetas, los músicos y los pintores, la gracia eterna.

Allí la embriaguez no se deformó nunca hasta la borrachera, ni se adulteró el amor con escrituras ni contratos, ni la admiración aceptó mixturas con los ácidos de la envidia. Allí se vivía, se vivía plenamente, en el más holgado sentido del vocablo, y allí fue donde Morice, ciudadano de lo azul, proyectó el misterio de sus alas para volar por la magnificencia de sus sueños. Como tenía un horror de la publicidad aristocrático e intuitivo, no accedió, sino en muy contados episodios, a que fijaran sus versos los periódicos; pero nosotros nos los recitábamos unos a otros de memoria, y a esta forma de publicidad, propia de los ciclos heroicos, debió Morice, puede decirse que casi exclusivamente, los primitivos faustos de su nombre. ¡Aquellos hermosos días en los que, glosando un decir famoso de Flaubert, el sol, el mismo sol no tenía para nosotros otra razón de ser que la de dar lugar a la producción de un buen libro!».



Y el máximo pontífice de esa religión del arte a que todos los entusiastas bohemios parisinos parecían estar consagrados estuvo encarnado para Alejandro Sawa, sin lugar a dudas, en la figura del torturado poeta Paul Verlaine, con quien mantendría una relación muy estrecha. De hecho, conviene hacer notar que fue el propio Sawa quien presentó ante Verlaine a escritores como Enrique Gómez Carrillo o el mismo Rubén Darío, que llega a la capital francesa en 1893 casi como un completo desconocido.

El marcado carácter dual que identificaba a Verlaine será puesto de relieve por Alejandro Sawa, aunque siempre desde un innegable tono de veneración y del más sincero afecto. Para Sawa, el corazón de Verlaine se muestra capaz de las más supremas voluptuosidades y alegrías, aunque siempre se encuentra atravesado «por los siete cuchillos de los pecados capitales». En la que será su obra póstuma, Iluminaciones en la sombra, relata un episodio que juzga suficientemente revelador acerca de la compleja personalidad atormentada, pero completamente subyugante del poeta de Metz. Éste tuvo lugar con motivo de un banquete literario que presidía en esta ocasión precisamente Émile Zola. Se trataba de una cena a la que asistían numerosos comensales, todos ellos del mundo de la literatura. El lugar de celebración parece haber sido probablemente el propio café Soleil d’Or, aunque no se explicita. El único invitado que faltaba por llegar era precisamente Paul Verlaine, pero pasaba el tiempo, los demás se impacientaban, y el Pauvre Lélian continuaba desaparecido:

«La campana próxima del reloj histórico de la Conserjería, en la plaza de Saint Michel, sonó con la gravedad de una sentencia. Las nueve, las nueve y media, las diez. Verlaine no venía. Comenzó, el que se anunciaba como alegre ágape, con la tristeza de aquella orfandad en que el Padre nos dejaba. El sitio que debía ocupar, a la derecha de Zola, nos contaba a todos un desengaño...

Las once, las once y media. Ya la comida concluyó. Nadie tiene el valor de decir versos; las mismas mujeres, aves locas de otros días, con las vistosas alas plegadas, se contentaban con musitar entre sí leves trinos susurrantes. Verlaine no viene, Verlaine no vendrá ya...

Pero de pronto, la estatua del Comendador surgió, viva e imponente, ante nosotros, con su rigidez marmórea, alta, maciza, blanca, ¡oh, blanca! Era Verlaine, fantasmal y enorme, completamente cubierto de nieve, hasta el punto de no consentirnos ver el dibujo señorial de los harapos que le cubrían el cuerpo; Verlaine, fraternal e hidalgo, que, descubriendo su ingente testa mongólica, nos saludaría, un poco triste, un poco ebrio, diciendo: -Eh, messieurs, voici le printemps qu’arrive!»23.



La primavera, en efecto, eso fue Verlaine en la vida de Alejandro Sawa. Y eso constituyó precisamente su estancia parisina, en cuanto supone de auge, plenitud, belleza y placer, aun consciente de la intensa faceta saturnal que caracterizaba a su amigo y maestro y que, en buena medida, y aunque de distinta manera, se avecinaba también, larvada ya en su interior, sobre su próximo otoño bohemio. Pues el estío del inconformista escritor iba a ser, por desgracia, muy breve.

Y, aunque sin saberlo, se iba a iniciar el 8 de enero de 1896, día del fallecimiento en la miseria del inmortal poeta. Alejandro Sawa fue mandado avisar por la compañera de los últimos días de Verlaine. Así, cuando éste recibió el recado de que el escritor se encontraba en la agonía, en un día frío e invernal, como propio de comienzos del año, Sawa se precipita a las calles y, partiendo desde el número 4 de la rue de Vaugirard donde vive, atraviesa al otro lado de la montaña de Santa Genoveva, para llegar a la humilde rue Descartes. Por desgracia llega tarde, y la impotencia de verlo terminar sus días en un sitio tan sórdido le hará exclamar con emoción: «¡La infecta calle y el triste fin de aquel misérrimo soberano!». Aunque no lo sabía, el final de Paul Verlaine preludia en buena medida su propio doloroso final, tan sólo trece años después, cuando no haya cumplido siquiera cuarenta y siete años.

Para Alejandro, París ya no es lo mismo tras la pérdida de su torturado rey literario, lo que, unido a unos cada vez más acuciantes problemas de salud, hará madurar en su cabeza la idea de retornar a España. En unos pocos meses se encuentra en efecto de vuelta en Madrid, aunque ahora acompañado de Jeanne Poirier, su compañera francesa, su «amor inmortal», como la llamará en el apasionado epistolario que se entrecruzarán. Además, viene con ellos su hijita Helena. Ambas resultarán también transmutadas literariamente por Valle-Inclán en Luces de bohemia, convirtiéndose en Madama Collet y en Claudinita.

A su regreso a España el destino no será muy favorable para el ya cada vez más enfermo Alejandro. Nostálgico de París, numerosos testimonios lo recuerdan evocando sus días de gloria en el Barrio Latino con su amado Verlaine, pronunciando graciosamente el español con acento afrancesado, fingiendo incluso haber olvidado algunas palabras, y, lo que resulta más importante, varias reminiscencias de sus coetáneos coinciden en señalar que fue el autor sevillano el introductor pionero de los versos verlainianos en el Madrid de los últimos años del siglo XIX. Así, por ejemplo, Manuel Machado lo recordará recitando en francés por las calles de la Villa y Corte apasionadamente los versos de un hoy muy conocido poema de Romanzas sin palabras (1874):


Il pleure dans mon coeur
comme il pleut sur la ville.
Quelle est cette langueur
qui pénètre mon coeur?




[Llora en mi corazón
Como llueve en la ciudad
¿qué languidez es ésta
que penetra en mi corazón?

—Traducción de Manuel Machado.]



Precisamente Manuel Machado, buen amigo de sus últimos días, que lo acompañará en algunas de sus salidas por los cafés bohemios incluso cuando ya ha perdido la vista, será quien traduzca al español en 1908 varias obras verlainianas: Poemas saturnianos. La buena canción. Romanzas sin palabras. Sabiduría. Amor. Parábolas y otras poesías24, lo que alegrará enormemente a Sawa y le traerá el recuerdo de sus tiempos dorados, como manifiesta abiertamente en la emocionada reseña que le dedica:

«¡Buen día de fausto íntimo el que se me ofrece hoy desde hora tempranera de la mañana!

Voy a revivir mis días de París y a viajar con un altísimo poeta por los cielos magníficos del Arte»25.



Por entonces, marzo de 1908, Alejandro Sawa se encuentra ya muy enfermo, ha perdido la vista, vive en unas condiciones absolutamente precarias y, aunque él evidentemente lo desconoce, le queda tan sólo un año escaso de vida. Sin embargo, aún sigue creyendo en la divisa azul del arte, en ese salvavidas que, como ya ha quedado dicho, lo salvó siempre del naufragio. Y uno de sus más efectivos elementos de consuelo viene dado precisamente por el recuerdo de sus esplendorosos días parisinos, del beso de Victor Hugo y de la compañía de Verlaine, como pone de relieve el valioso testimonio de Rafael Cansinos Assens, un joven escritor modernista, que lo visitó en una humilde morada, en la que carecía de absolutamente todos los posibles bienes materiales. Sin embargo, Cansinos Assens quedará cautivado por el entusiasmo que desprenden sus evocadoras palabras:

«Mire usted, joven..., yo he sido grande..., he conocido la gloria..., he recibido en mi frente el beso consagrador del gran Hugo, he bebido el ajenjo con el pobre Lelian [sic] [...], he sido contertulio de la Closerie des Liles y de la Rotonda, he tratado de igual a Catulle Mendès, a Théophile Gautier, al imponente Leconte de Lisle, a parnasianos, simbolistas y decadentes, he asistido a las grandes premières, he estado en el camerino de la gran Sarah (Bernhardt)... Ah, he vivido en el gran mundo del arte y de la gloria y ahora, ya me ve usted, aquí, hundido en este chamizo, oscuro y fracasado como mi pobre amigo Wilde, cuando no era más que Sébastien Melmoth... sic transit gloria mundi...»26.



Conversando de literatura con el entonces todavía aprendiz de poeta y recordando sus gloriosos momentos pasados en la capital parisina, Alejandro pronto sentirá bullir su sangre con la efervescencia de otros tiempos, contagiando enseguida a su interlocutor con un impresionante don de palabra que destacarían todos sus coetáneos, por lo que Rafael Cansinos Assens acabará escuchándolo fascinado hasta altas horas de la noche:

«C’est la bohème..., el signo del genio, de los elegidos..., de los infaustamente privilegiados..., de los que no somos Mr. Homais ni tenderos de ultramarinos... Es preferible no tener pantalones a no tener talento... [...]

Lo importante es la obra, y la obra no debe prostituirse ni venderse... Pasemos miseria, seamos incomprendidos..., vejados, zaheridos, pero tengamos siempre la ambición de hacer una obra grande, pura, sincera..., sin transigir con el vulgo, sin acatar la oclocracia que hoy domina, viviendo para los mejores, los artistas, y manteniendo en alto esta antorcha encendida en los fuegos de la vieja Hélade... Yo ya soy viejo, pero me siento rejuvenecer en la eterna juventud del arte...»27.



Pero al fin, cuando el fulgor de las palabras no basta para pagar las deudas ni para comprar lo más necesario, y como le reconoce Sawa a Cansinos Assens, su tiempo se acaba por momentos, viviendo sus últimas jornadas en la oscuridad de los días sin luz:

«Yo, joven, no soy ya nada..., no tengo poder alguno..., mis manos no tienen la esmeralda de Nerón ni la amatista de los cardenales... Yo ya soy un pobre valetudinario, ciego como Homero y como Belisario»28.



Como Homero, como Belisario... y como el señor Myriel, obispo de D..., apodado Monseñor Bienvenido, que tan destacado papel desempeñará en la novela Los miserables, de Victor Hugo, a la que volvemos para cerrar el presente trabajo. En efecto, el misericordioso sacerdote que con su excelsa bondad posibilita la conversión de Jean Valjean, acabará sus días igualmente ciego. A pesar de su minusvalía los cuidados que le otorga con tierna dedicación su hermana le hacen sentirse en todo momento querido.

Una compañera de semejante abnegación acompañará así mismo los días postreros de Alejandro Sawa. Por supuesto, no podría ser otra que su inseparable Jeanne, apelada en reiteradas ocasiones y de manera más que merecida, «Santa Juana» por el propio escritor. Hasta en esa estremecedora coincidencia, las palabras de Victor Hugo parecen sin duda haber sido escritas para recordar lo que su presencia fiel y consoladora pudo haber representado en el calvario final del pobre Alex:

«La dicha suprema de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos; mejor dicho, amados a pesar de nosotros; esta convicción la tiene el ciego. Ser en su desgracia servido, es ser acariciado. [...] Tener amor no es perder la luz. ¡Y qué amor! Un amor formado enteramente de virtud. No hay ceguera donde hay certidumbre. El alma a tientas busca el alma, y la encuentra. [...] Siéntese uno acariciado con el alma. Nada ve, pero se conoce adorado. Está en un paraíso de tinieblas»29.







 
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