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¿Qué puede decir la poesía sobre la memoria de la violencia política?: INRI de Raúl Zurita = What can poetry say about remembrance of political violence?. The analysis of INRI by Raúl Zurita

Marie Louise Fischer





Si Chile se reconoce como tierra de poetas, ¿cómo ingresa a la poesía el quiebre profundo a la idea de país que se impone con la dictadura? La pregunta es amplia y admite diversas aproximaciones. Se podría hacer la historia de cómo la poesía logró vencer el cerco de la censura y la autocensura desde el primer momento del golpe militar hasta el resurgimiento de organizaciones de la sociedad civil, muchas de las cuales reunían a los poetas. Es posible también hacer el seguimiento de las variaciones de ciertas metáforas con que se va imaginando el país, que se figura como plaza sitiada, coto de caza, sitio baldío, casa ajena, nación maltrecha y territorio marcado a fuego. Habría que rastrear las formas y marcas de un lenguaje silenciado, un habla asediada por lo que ya no se puede decir. En fin, habría que delinear cómo la memoria de la dictadura va reconfigurándose en el lenguaje poético de los noventa en adelante, los años de la transición democrática y la postdictadura cuando sucesivas promociones reelaboran poéticamente este periodo. El presente ensayo se enmarca en esta serie de preocupaciones y forma parte de una investigación en marcha en la que se estudian las formas que asume la imaginación del país en la poesía de la dictadura y la postdictadura.

Hay una observación que se reitera en muchos testimonios acerca de la experiencia del golpe militar de 1973. Se lo describe como un haberse despertado de golpe en un Chile ajeno del que se desconocen las coordenadas, como si de repente el país se hubiera convertido en un lugar extranjero al cual ya no se pertenece. Se podría entender esta percepción colectiva como una expresión más del mito del excepcionalismo chileno1, pero me parece que lo divulgado de su ocurrencia indica que la analogía recoge el pasmo que provoca en las subjetividades el quiebre institucional y social en marcha. El impacto de la dictadura en la historia personal y del país es, por supuesto, un hecho bien establecido. Sin embargo, el camino de explorar y hacerse cargo de los efectos de lo que se podría denominar «la desaparición del país» está apenas recorrido o, mejor dicho, obliga a repasos reiterados que no pueden ser más que aproximaciones e intentos que se desplieguen paso a paso a través del tiempo. En una zona de la poesía chilena escrita a partir de ese momento clave se intenta la figuración de las formas que asume un país extraño. En un contexto más amplio, ese corpus se sitúa en el campo de las disputas de y por la memoria. Se trata de una discusión en torno al lugar que tiene hoy la historia reciente, la contienda acerca de qué recordar y cómo, y la pregunta acerca de sobre qué bases se recrea una comunidad dispersa y quebrada. Mientras en el discurso político y de las ciencias sociales surgen versiones tranquilizadoras y reconstituyentes del país, la poesía investiga la radicalidad de la ruptura y problematiza cualquier intento fácil de recomponer pertenencias. Es lo que se pone en práctica en Inri de Raúl Zurita, en donde se ahonda en el horror dictatorial para intentar encontrarle un sentido que sea a la vez profundamente personal y colectivo. Pensando en el lugar privilegiado y fundacional que en la cultura nacional ha tenido el discurso poético, interrogo el volumen buscando responder a una pregunta que estimo fundamental: «¿Qué puede, qué logra, decir la poesía sobre la memoria de la violencia política?».

Como se sabe, la comprensión del período de la dictadura durante la transición democrática ha sido y continúa siendo un sitial de polémicas y enfrentamientos, con versiones encontradas, confusión, denegaciones, manipulaciones pueriles y atascos que resurgen periódicamente en la arena pública. No sólo se trata de las recurrentes «irrupciones de la memoria», como las denomina Alexander Wilde, esas instancias episódicas en las que el conflicto social no resuelto se instala en la conciencia pública con urgencia, y que testimonian la dificultad de una tarea todavía pendiente2. Lo que ocurre es que contamos con confusos guiones explicativos que se han desarrollado durante la postdictadura para la interpretación de la ruptura democrática: la narrativa de los empates morales y las responsabilidades balanceadas; las apelaciones a una olvidadiza reconciliación nacional, el subtexto de minimizar la radicalidad de la violencia infringida, mientras se implica para las víctimas una cuota no menor de merecimientos3. Además, muchas veces se localiza insatisfactoriamente la discusión en el terreno de las disputas por el poder, lo que manifiesta una dificultad básica de empatía con las particularidades de la experiencia de sufrimiento social4, sin lograr imaginar los rastros de un dolor que pervive en el presente. La sociedad chilena, reiteremos lo sabido, ha enfrentado dificultades y falencias tanto en la tarea de establecer de manera compartida y común la magnitud de la violencia infringida, como en la consecución de justicia para las víctimas y castigo a los perpetradores de los crímenes. La discusión pública acerca de las violaciones de los derechos humanos y el alcance de la represión ha conocido hitos de avance y elaboración en torno a momentos claves del periodo. Pero por tratarse de una larga transición pactada, regida por exigencias de gobernabilidad y aplacamiento, ha generado también instancias de denegación, cuando parecía imposible que la sociedad en su conjunto lograra confrontar este legado y hacerse cargo de la historia, como ocurría en los años inmediatamente anteriores al arresto de Pinochet en Londres en 1998. Los polos incomunicados y opuestos de la confrontación de la historia de violencia política y la negación ocultadora de la misma han marcado y limitado las formas que asume la disputa por la memoria en el país.

En Remembering Pinochet’s Chile, una investigación histórica que busca reconstruir el relato de cómo los chilenos recuerdan el país del dictador, Steve J. Stern propone como objeto de estudio no la memoria cerrada y completa de una época, sino una memoria que se constituye como una competencia polémica. Plantea la idea de una «memoria polémica» [«contentious memory»], es decir, que resulta de un «un proceso de recuerdos selectivos en competencia, formas de otorgar sentido y extraer legitimidad de experiencias humanas»5 (trad. mía, XXVII). Una metáfora permite conceptualizar esta noción de memoria abierta, plural y controvertida. Stern ofrece la imagen de un cofre que se ubica en la sala de la casa común -y no en el subterráneo ni el altillo-, dentro del cual se guardan distintos álbumes inconclusos que funcionan como «libretos» para darle sentido a un evento crucial, tal como componemos álbumes de un nacimiento, matrimonio, viaje, etc. Además, hay allí fotos sueltas, fragmentos de historias y anécdotas («lore» y «loose memories») que no caben exactamente en las colecciones anteriores pero que son de suficiente importancia como para merecer ser conservados, atesorados incluso y que, en ocasiones, se incorporan a los libretos mayores, pudiendo llegar a transformarlos sustancialmente. Porque la memoria se ha construido cultural e históricamente en Chile como punto muerto, que contrapone mano a mano la convición moral del imperativo de verdad y justicia, con la percepción de la tremenda dificultad política de su consecución (XXIX), se trata de un terreno de disputa y transformación constantes. El intento de cartografiar el impasse que realiza Steve Stern es fundacional y se concentra en la elaboración vasta y minuciosa de materiales testimoniales recogidos en entrevistas orales, de los medios de comunicación escritos y visuales de la época, y la literatura especializada de las ciencias sociales. Pero debido a que rebasa los límites de su proyecto, quedan fuera de su mapeo las representaciones simbólico-artísticas que elaboran por su cuenta el ámbito disputado de la memoria. La memoria del Chile de Pinochet se dirimió y se dirime también en el espacio imaginario de la palabra poética que se enfrenta a los silencios y denegaciones del periodo, mientras busca recrearlo, reimaginarlo, otorgarle en ocasiones formas alternativas, ponerle voz al horror, en suma, inventar otros libretos para los álbumes, o recompaginar los que parecían firmemente encuadernados, en custodia en el baúl de la sala.

En el campo literario se intenta desde el principio de la dictadura dar cuenta del alcance de la transformación en marcha. Los primeros poemas se escabullen de los lugares mismos de detención6, el género testimonial adquiere renovada actualidad7, más tarde la poesía aunada a la canción se sube a precarias tarimas cuando la sociedad civil inicia la difícil empresa de su reconstitución8, mientras desde el exilio los narradores vuelcan la historia reciente a las formas de la ficción9, y los poetas ensayan darle forma en el lenguaje a la comunidad acechada. Pero la inmediatez de los hechos, las restricciones de la censura y la autocensura, así como la urgencia por hacer de la expresión literaria una forma de acción y participación directas en la resistencia antidictatorial dificultan, y hacen a veces improcedente, la elaboración pausada de la experiencia. Como señala Grínor Rojo, «la escritura que sigue al golpe es de emergencia: se ha puesto en entredicho una cierta economía discursiva y hay otra que aún no se hace oír» (58). Transcurridas más de tres décadas desde aquella transformación del país, surgen expresiones literarias que buscan hacerse cargo de las implicaciones profundas del quiebre social. Son señales de la elaboración de otra economía discursiva que pretende y logra reflejar la noción de un país quebrado.

Mi pregunta es acerca de las formas que asume la imaginación del país a partir de la memoria de la violencia política que se reactualiza en el presente textual en un libro reciente, Inri de Raúl Zurita, publicado en el año 2003. Desde las primeras publicaciones de fines de los años setenta, Zurita intenta dar cuenta de las implicaciones del quiebre social a través de y en el lenguaje de la poesía. Sus últimos volúmenes, Inri (2003) y Las ciudades de agua (2007), ahondan de manera radical en esta labor, incorporando a veces con variaciones textos completos, referencias, menciones, procedimientos de los libros anteriores. En un sentido, este aspecto mantiene una correspondencia con el trabajo sicológico de elaboración de experiencias traumáticas. Una de sus características consiste en la reelaboración que va al encuentro de los múltiples materiales que conforman esas experiencias para mirarlos de nuevo y colocarlos en marcos inéditos que los resignifican al ponerlos a actuar en el presente. En otro sentido, la reescritura se relaciona con una poética de la obra total en la que se diseñan grandes movimientos que van desde la voz del yo escindido y en fragmentos de Purgatorio (1979) a la visión utópica de Anteparaíso (1982) y La vida nueva (1993), a la voz y el lugar de los ausentes que se construye en Canto a su amor desaparecido (1985), hasta la inscripción del propio cuerpo en el poema y la escritura en el cielo y el paisaje10. En el volumen que nos ocupa, en vez de monumentos que se fijan al paisaje, el memorial se construye a partir de palabras, más proclives, como la memoria, a la mutabilidad11. Como sintetiza William Rowe, «[l] eer Inri es experimentar una fuerza extraña pulsando a través del lenguaje, rompiendo sus canales habituales y abriendo zonas nunca vistas ni oídas»12.

En Inri se recrea obsesiva y repetitivamente el impacto de un hecho que se sabía o sospechaba, pero que se reconoce de manera oficial recién el año 200113. Muchos de los cuerpos de los detenidos desaparecidos habían sido lanzados desde el aire al mar, río y lagos del país y jamás se encontrarían14. El hecho del reconocimiento público y oficial actúa como un acicate perentorio al cual la poesía busca responder. Zurita ha declarado que escribió el libro de un tirón, entre enero del 2001 y marzo del 2002, fechas que se consignan en el «Epílogo»; el volumen tiene así la marca del empeño urgente por otorgarle sentido a hechos brutales que se resisten a la comprensión. Por eso, se vuelve repetidamente a una imagen generadora inicial, «Sorprendentes carnadas llueven del cielo» (27), modulándola con variaciones, ecos, equivalencias, expansiones, traspasos y adherencias que se trasladan de un ámbito a otro. No hay, sin embargo, un tono tranquilizador o ejemplarizador que surja de la caja de resonancias que es este poema largo. Por el contrario, en Inri se intenta poner en lenguaje un hecho en negativo, ausente, que se mantuvo en secreto y no se vio y que merece y debe entenderse e incorporarse a la imaginación y la conciencia en todas sus implicaciones15. Por eso, los verbos que priman son los del oír y palpar que se aplican, paródijacamente, a las imágenes fuertemente visuales que se desarrolllan en el poema16. El lenguaje de la sinestesia encarna, a través de su perturbación cognoscitiva y referencial, la experiencia trastocadora del dolor. Inri es, en su mayor parte, un poema a ciegas, lo que se intensifica de varios modos. Existen testimonios de que a las víctimas les arrancaron los ojos con corvos y por eso, como explica Raúl Zurita, apenas hay sentido de la vista y mención del verbo ver, en el libro17. Así lo declara el general de ejército Joaquín Lagos (R), cuando denuncia la labor de exterminio de la Caravana de la Muerte en su trayecto por el norte del país, en 1973 (Entrevista). El poema que abre la sección «Flores» hace explícito, en un diálogo entrecortado, este punto: «Les vaciaron los ojos ¿sabías? les arrancaron los ojos de las cuencas. Por eso en estos poemas nadie ve, sólo oye. Las flores oyen y gritan a veces al doblarse bajo el viento. Los rostros no ven. Las piedras están locas y sólo gritan». (101). Además, se incluyen dos fragmentos en escritura Braille en los que Bruno y Susana, personajes-voces-nombres que encarnan los cuerpos anónimos, hablan, con el lenguaje ciego del tacto, de un reencuentro mientras descienden muriendo.

Si las coordenadas del país han desaparecido, queda la angosta geografía anterior al horror, los paisajes que se construyen como un sitial que podría prestarle una resignificación adecuada a hechos incalificables. En principio, el paisaje no se constituye en el poema como un espacio primordial, intocado y puro, cuya naturaleza consuela y apacigua. Por el contrario, queda traspasado por la presencia alteradora de los cuerpos que caen. Para intentar explicar cómo opera esta alteración en el libro, cito el poema completo que abre el libro:



Sorprendentes carnadas llueven del cielo.
Sorprendentes carnadas sobre el mar. Abajo el
océano, arriba las inusitadas nubes de un día
claro. Sorprendentes carnadas llueven sobre el
mar. Hubo un amor que llueve, hubo un día
claro que llueve ahora sobre el mar.

Son sombras, carnadas para peces. Llueve un día
claro, un amor que no alcanzó a decirse. El amor
ah sí el amor, llueven desde el cielo asombrosas
carnadas sobre la sombra de los peces en el mar.
Caen días claros. Extrañas carnadas pegadas de días
claros, de amores que no alcanzaron a decirles.

El mar, se dice del mar. Se dice de carnadas que
llueven y de días claros pegados a ellas, se dice de
amores inconclusos, de días claros e inconclusos
que llueven para los peces en el mar.


(27)                


La alteración tiene que ver con la compleja dicción del texto, que es entrecortada e impersonal. Se habla de algo indefinible, que se dice sin establecer una fuente de emisión pero que, sin embargo, causa sorpresa, asombro, resulta inusitado y extraño. Las menciones van traspasándose sus cualidades de una en otra; la carnada es lluvia, sombra, amor, día. Pero, también, amor que no alcanzó a decirse y lluvia imposible de día claro. En el poema, como en todo el libro, prima el presente porque hay un ahora perpetuo e inescapable en el que el descenso está ocurriendo y sigue ocurriendo, lo que se refuerza con las coordenadas espaciales básicas del arriba y el abajo. La imagen de los cuerpos como carnadas recoge tanto el horror de la carne humana transformada en desecho, como la ternura de su precariedad. El decir repetitivo y elemental de las frases declarativas del poema -una característica presente en todo el libro- se puede interpretar como un gesto significativo de múltiples significaciones. Recuerda el lenguaje de la proposición lógica que hay que desentrañar; a veces retrotrae al decir del silabario, como si para hablar del horror hubiera que aprender a leer y decir de nuevo; obliga al lector a repasar las equivalencias que se van construyendo en cada poema y de uno en otro; en ocasiones, se confunde con un habla desquiciada. La alteración se va expandiendo en círculos concéntricos: si lo que cae son cuerpos que son carnadas, sombra, lluvia de día claro, amores y vidas inconclusos, en los poemas siguientes los cuerpos caen como raros frutos, como llanuras, con carne de almendras, con carnes pegadas de palabras, con cielos adheridos, como flores.

Más adelante, los mares y las cordilleras trastocan sus coordenadas: la nieve se tiñe de rojo, los peces suben al cielo con las carnadas rosa en sus vientres, del mismo rosa de adentro de los párpados cerrados, para volver a caer en floración. La compleja red de menciones y trastocamientos construyen un espacio que continúa transformado por el horror. La dislocación de los paisajes es, como resulta notorio, también aliteración (arrojar, rojas, rosas / caer, cuerpos, carnadas, cardúmenes, mar carnívoro). Las palabras que buscan adherirse a los cuerpos (para acompañarlos, para hacerlos presentes) se vinculan y entrelazan por similitud fónica; de hecho, el libro entero, aunque está escrito en fragmentos de prosa sin métrica aparente, mantiene un fondo sonoro constante y sostenido que lo acerca a un decir ritual, sagrado. Inri enhebra sus sentidos a través del hilván ineludible de la materia aliterativa de su lenguaje, tal como el volumen hila sentidos y cadenas de ecos donde resuenan y se despliegan las consecuencias y transformaciones del acto de horror. Para la lectora, las resonancias sonoras crean ecos internos durante el transcurrir del volumen, así como las repeticiones y modulaciones cambiantes de las cosas en los paisajes y los paisajes en las cosas, van creando una geografía inédita traspasada por el dolor.

Me parece que la idea de resonancia es fundamental a la poética y a la experiencia de lectura de Inri. Si es posible hacer ingresar al poema la brutalidad de las prácticas represivas, esto se logra a través de resonancias que las transforman en reconocimiento, el cual es, de una parte, interno al texto y, de otra, externo, ya que apelan a un saber compartido y una memoria común. A este respecto hay mención, por ejemplo, a algunos nombres propios que se asocian a familiares activistas de los detenidos desaparecidos (19)18, a frases que citan expresiones coloquiales, a costumbres como poner flores de plástico en las ofrendas a los muertos en el desierto (55), a un barco cargado de muertos que recuerda el mito del Caleuche trasladado al paisaje del desierto (58). Asimismo, se encuentran otros ecos que potencian las resonancias externas: se recogen rastros de cierta retórica de la lucha y la cultura políticas de izquierda, que se transforma y renueva. Cuando, por ejemplo, se modifican expresiones que aluden al florecer de una nueva vida, al renacer o a un «te mataron y ahora vives» (177), el poema está reactivando ciertos lugares comunes del discurso político, revitalizándolos. Por otra parte, no sólo las retóricas de la izquierda se reelaboran sino que, además, se reinscriben hitos fundamentales de la poesía chilena, otra marca fundacional del territorio. Por ejemplo, cuando se explora la idea de lo habitual del horror, se reitera como imagen de un país enemigo la expresión «es cosa común», donde resuena la frase «es fosa común». Este tipo de ecos y trasposiciones es un legado de Parra. Por otra parte, reconocemos en Inri el descenso de Altazor de Huidobro y el ascenso visionario a «Alturas de Macchu Picchu» de Neruda.

Por supuesto, partiendo desde el título del poemario, una de las resonancias que más claramente potencian la significación, es la referencia a los Evangelios y el discurso crístico. Por un lado, como indica Naín Nómez, la «repetición [con variaciones, se puede entender] como letanía... alude a la literatura bíblica y a la vocalización de la oración», en un texto dónde oír de verdad en el presente de la lectura se transforma en la operación fundamental. Por otro lado, los epígrafes conectan las partes a otros tantos versículos bíblicos. El epígrafe del libro que proviene de Lucas reza «Y yo les digo que si ellos callan / las piedras hablarán», aludiendo a la cualidad de testimonio que se profiere de modo obligatorio y contra el silencio. «Ellos», los que callan, adquiere sentidos múltiples: en primer lugar, se inserta directamente en la discusión ética y política del momento de la escritura en el Chile del año 2001, cuando el imperativo de entregar información fidedigna y completa acerca del destino de los desaparecidos se frustró una vez más; en segundo término, alude a las complicidades del silencio y a los rechazos de la boca para afuera que mencionaba al inicio de este ensayo y, finalmente, se ancla al diseño imaginario del libro, en el que la geografía y los paisajes hechos palabra se transforman para vocalizar en un sistema de pronombres que adquieren identidad y sentido en el espacio textual, el dolor de la pérdida.

Como señala Dori Laub, «los sobrevivientes del trauma viven, no con memorias de pasado, sino que con un evento que continúa en el presente y es actual en todo respecto» (69)19. En Inri se ofrece, precisamente, más que un trato con recuerdos y hechos del pasado, la actualización de eventos que continúan en el presente y son actuales en todo respecto. Las sucesivas aproximaciones a la pérdida alcanza a la idea misma de país que se extiende, durando, hasta el presente. Un breve catálogo de las imágenes que lo nombran directamente permite establecer la radicalidad del gesto: «Viviana es hoy Chile» (29), ese «pez largo de Chile» (29), el «barco de desaparecidos» (71) en que se ha transformado, se figuran como tierra/país/patria enemiga, sorprendente e inesperada (51), no oída (58), «una patria de muertos encallada en la mitad del desierto» (70). Como se insiste en el texto, el memorial de las víctimas es todo el paisaje, vivimos día a día sobre ese memorial. En la última parte de Inri se construye una visión utópica en la que se invoca a un «tú» que reaparece y revive. Así como se entreveran las geografías, ese «otro» se entrevera con el «yo» que habla en esta sección del libro. Es esa alteración de los pronombres personales la que revivirá en paralelo en la visión utópica sanadora del final. El siguiente poema es un buen ejemplo del alcance del intento de esta sección:



Así como las piedras hablan, así como la tierra
habla, así yo te hablo. Y la ceguera de mis dedos
hablándote recorren tu cráneo, tus narices, las
fosas de tus ojos, y de bruces es el infinito del
cielo el que habla levantándose desde las fosas
agusanadas de tus ojos. Y como un paisaje de
tierra levantándose con la tierra nuestros rostros
se van alzando desde nuestros rostros muertos y
entonces así, como las piedras hablan, como la
tierra habla, yo te hablo cadáver de mí, amor de
mí, huesos de mí, pequeña pupila redonda de
todo el amor que sube y es el canto de los ojos
de ti mirándome.

Y te veo!

Y mirándome, y ciegos mirándome, y ciegos como
entero el cielo mirándome, miras desde arriba un
país de desiertos y me ves. Y me ves subiendo, y
me ves subiendo y subiendo y tus ojos ven mis
ojos llenos de tierra subiendo, alados,
agusanándose pero de luz en los cielos.


(143)                


Finalmente, los verbos de escucha han sido reemplazado por los de visión, y las identidades de quien mira y quien es mirado se imbrican en un acto de amor y piedad. La visión utópica, aunque poderosa, no provee, sin embargo, de un final tranquilizador. El breve «Epílogo» recapitula y de manera enfática señala lo irreversible de los hechos. Paradójicamente, el sueño utópico está ahí, pero se ofrece como posibilidad de alcance muy limitado, a conciencia de que el ritual simbólico de la poesía nunca puede pretender reparar ni compensar por completo20. Inri pone en práctica una imaginación empática que no se apropia de la terrible realidad del otro de un modo coercitivo y demandante, sino que busca reactualizarla, hacerla experiencia viva y dislocadora en el presente de la lectura (Gruber 242). Para esto, se construye una realidad y un punto de vista traspasados y que se dejan traspasar por el horror. En este sentido, su apelación a no olvidar reconstituye radicalmente el pasado como presente, lo que retrotrae a una afirmación de Jean Amery que, aun cuando se refiere a la experiencia de encarcelación y tortura, ilumina, a mi entender, el alcance del intento ético y poético de Inri. Amery explica que ante el horror que mina los cimientos de la realidad, la persona moral demanda la anulación del tiempo (72). Si la poesía desarrolla y activa el músculo de la imaginación de modo que los dolores de los otros se hacen propios21, Inri obliga al lector a hacer propia la impiedad del horror en cada lectura, ahora, anulando el tiempo. Si es efectivamente así, su tierra, sus mañanas, pupilas y piedras ya dichas, aquello que se logró poner en el poema a través de una óptica incesante, enfocada y estrecha, podría entregar una cuota, brevísima, de reparación y dicha.






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