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ArribaAbajo- XXVI -

María Remedios


Nada más entretenido que buscar el origen de los sucesos interesantes que nos asombran o perturban, ni nada más grato que encontrarlo. Cuando vemos arrebatadas pasiones en lucha encubierta o manifiesta, y llevados del natural impulso inductivo que acompaña siempre a la observación humana, logramos descubrir la oculta fuente de donde aquel revuelto río ha traído sus aguas, experimentamos sensación muy parecida al gozo de los geógrafos y buscadores de tierras.

Este gozo nos lo ha concedido Dios ahora, porque explorando los escondrijos de los corazones que laten en esta historia, hemos descubierto un hecho que seguramente es el engendrador de los hechos más importantes que hemos narrado; una pasión que es la primera gota de agua de esta alborotada corriente, cuya marcha estamos observando.

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Continuemos, pues, la narración. Para ello dejemos a la señora de Polentinos, sin cuidarnos de lo que pudo ocurrirle en la mañana de su diálogo con María Remedios. Penetra llena de zozobra en su vivienda, donde se ve obligada a soportar las excusas y cortesanías del Sr. Pinzón, quien asegura que mientras él existiera, la casa de la señora no sería registrada. Le responde doña Perfecta de un modo altanero, sin dignarse fijar en él los ojos, por cuya razón él pide urbanamente explicaciones de tal desvío, a lo cual ella contesta rogando al Sr. Pinzón abandone su casa, sin perjuicio de dar oportunamente cuenta de su alevosa conducta dentro de ella. Llega D. Cayetano, y se cruzan palabras de caballero a caballero; pero como ahora nos interesa más otro asunto, dejamos a los Polentinos y al teniente coronel que se las compongan como puedan, y pasemos a examinar aquello de los manantiales arriba mencionados.

Fijemos ahora la atención en María Remedios, mujer estimable, a la cual es urgente consagrar algunas líneas. Era una señora, una verdadera señora, pues apesar de su origen humildísimo, las virtudes de su tío carnal el Sr. D. Inocencio, también de bajo origen, más sublimado por el Sacramento, así como por su saber y respetabilidad, habían derramado extraordinario esplendor sobre toda la familia.

El amor de Remedios a Jacinto era una de las más vehementes pasiones que en el corazón maternal   —263→   pueden caber. Le amaba con delirio; ponía el bienestar de su hijo sobre todas las cosas humanas: creíale el más perfecto tipo de la belleza y del talento creados por Dios, y diera por verle feliz y grande y poderoso, todos los días de su vida y aun parte de la eterna gloria. El sentimiento materno es el único que por lo muy santo y noble, admite la exageración; el único que no se bastardea con el delirio. Sin embargo, suele ocurrir un fenómeno singular que no deja de ser común en la vida, y es que si esta exaltación del afecto maternal no coincide con la absoluta pureza del corazón y con la honradez perfecta, suele extraviarse y convertirse en frenesí lamentable, que puede contribuir, como otra cualquiera pasión desbordada, a grandes faltas y catástrofes.

En Orbajosa María Remedios pasaba por un modelo de virtud y de sobrinas: quizás lo era en efecto. Servía cariñosamente a cuantos la necesitaban jamás dio motivo a hablillas y murmuraciones de mal género; jamás se mezcló en intrigas. Era piadosa, no sin dejarse llevar a extremos de mojigatería chocante; practicaba la caridad; gobernaba la casa de su tío con habilidad suprema; era bien recibida, admirada y obsequiada en todas partes, a pesar del sofoco casi intolerable que producía su continuo afán de suspirar y expresarse siempre en tono quejumbroso.

Pero en casa de doña Perfecta, aquella excelente señora sufría una especie de capitis diminutio. En   —264→   tiempos remotos y muy aciagos para la familia del buen Penitenciario, María Remedios (si es verdad, ¿por qué no se ha decir?) había sido lavandera en la casa de Polentinos. Y no se crea por esto que doña Perfecta la miraba con altanería: nada de eso. Tratábala sin orgullo; sentía hacia ella un cariño verdaderamente fraternal; comían juntas, rezaban juntas, referíanse sus cuitas, ayudábanse mutuamente en sus caridades y en sus devociones así como en los negocios de la casa... ¡pero fuerza es decirlo!, siempre había algo, siempre había una raya invisible pero infranqueable entre la señora improvisada y la señora antigua. Doña Perfecta tuteaba a María, y esta jamás pudo prescindir de ciertas fórmulas. Sentíase tan pequeña la sobrina de D. Inocencio en presencia de la amiga de este, que su humildad nativa tomaba un tinte extraño de tristeza. Veía que el buen canónigo era en la casa una especie de consejero áulico inamovible; veía a su idolatrado Jacintillo en familiaridad casi amorosa con la señorita, y sin embargo, la pobre madre y sobrina frecuentaba la casa lo menos posible. Es preciso indicar que María Remedios se deseñoraba bastante (pase la palabra) en casa de doña Perfecta, y esto le era desagradable, porque también en aquel espíritu suspirón había, como en todo lo que vive, un poco de orgullo... Ver a su hijo casado con Rosarito, verle rico y poderoso; verle emparentado con doña Perfecta, con la señora... ¡ay!, esto era para María Remedios la tierra y el cielo,   —265→   esta vida y la otra, el presente y el más allá, la totalidad suprema de la existencia. Hacía años que su pensamiento y su corazón se llenaban de aquella dulce luz de esperanza. Por esto era buena y mala, por esto era religiosa y humilde o terrible y osada, por esto era todo cuanto hay que ser, porque sin tal idea, Remedios, que era la encarnación de su proyecto, no existiría.

En su físico, María Remedios no podía ser más insignificante. Distinguíase por una lozanía sorprendente que aminoraba en apariencia el valor numérico de sus años, y vestía siempre de luto, a pesar de que su viudez era ya cuenta muy larga.

Habían pasado cinco días desde la entrada de Caballuco en casa del Sr. Penitenciario. Principiaba la noche. Remedios entró con la lámpara encendida en el cuarto de su tío, y después de dejarla sobre la mesa, se sentó frente al anciano, que desde media tarde permanecía inmóvil y meditabundo en su sillón, cual si le hubieran clavado en él. Sus dedos sostenían la barba, arrugando la morena piel no rapada en tres días.

-¿Caballuco dijo que vendría a cenar aquí esta noche? -preguntó a su sobrina.

-Sí, señor, vendrá. En estas casas respetables es donde el pobrecito está más seguro.

-Pues yo no las tengo todas conmigo a pesar de la respetabilidad de mi casa -repuso el Penitenciario-. ¡Cómo se expone el valiente Ramos!... Y   —266→   me han dicho que en Villahorrenda y su campiña hay mucha gente... qué sé yo cuánta gente... ¿Qué has oído tú?

-Que la tropa está haciendo unas barbaridades...

-¡Es milagro que esos caribes no hayan registrado mi casa! Te juro que si veo entrar uno de los de pantalón encarnado me caigo sin habla.

-¡Buenos, buenos estamos! -dijo Remedios echando en un suspiro la mitad de su alma-. No puedo apartar de mi mente la tribulación en que se encuentra la señora doña Perfecta... ¡Ay, tío!, debe usted ir allá.

-¿Allá esta noche?... Andan las tropas por las calles. Figúrate que a un soldado se le antoja... La señora está bien defendida. El otro día registraron la casa y se llevaron los seis hombres armados que allí tenía; pero después se los han devuelto. Nosotros no tenemos quien nos defienda en caso de un atropello.

-Yo he mandado a Jacinto a casa de la señora para que la acompañe un ratito. Si Caballuco viene le diremos que pase también por allá... Nadie me quita de la cabeza que alguna gran fechoría preparan esos pillos contra nuestra amiga. ¡Pobre señora, pobre Rosarito!... Cuando uno piensa que esto podía haberse evitado con lo que propuse a doña Perfecta hace dos días...

-Querida sobrina -dijo flemáticamente el Penitenciario-, hemos hecho todo cuanto en lo humano   —267→   cabía para realizar nuestro santo propósito... Ya no se puede más. Hemos fracasado, Remedios. Convéncete de ello, y no seas terca: Rosarito no puede ser la mujer de nuestro idolatrado Jacintillo. Tu sueño dorado, tu ideal dichoso que un tiempo nos pareció realizable, y al cual consagré yo las fuerzas todas de mi entendimiento, como buen tío, se ha trocado ya en una quimera, se ha disipado como el humo. Entorpecimientos graves, la maldad de un hombre, la pasión indudable de la niña y otras cosas que callo, han vuelto las cosas del revés. Íbamos venciendo y de pronto somos vencidos. ¡Ay, sobrina mía! Convéncete de una cosa. Hoy por hoy, Jacinto merece mucho más que esa niña loca.

-Caprichos y terquedades -repuso María con displicencia bastante irrespetuosa-. Vaya con lo que sale Vd. ahora, tío. Pues las grandes cabezas se están luciendo... Doña Perfecta con sus sublimidades y usted con sus cavilaciones sirven para cualquier cosa. Es lástima que Dios me haya hecho a mí tan tonta, y dádome este entendimiento de ladrillo y argamasa, como dice la señora, porque si así no fuera yo resolvería la cuestión.

-¿Tú?

-Resuelta estaría ya, si ella y Vd. me hubieran dejado.

-¿Con los palos?

-No asustarse, ni abrir tanto los ojos, porque no se trata de matar a nadie... ¡vaya!

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-Eso de los palos, Remedios -dijo el canónigo sonriendo-, es como el rascar... ya sabes.

-¡Bah!... diga Vd. también que soy cruel y sanguinaria... me falta valor para matar un gusanito; bien lo sabe Vd... Ya se comprende que no había yo de querer la muerte de un hombre.

-En resumen, hija mía, por más vueltas que le des, el señor D. Pepe Rey se lleva la niña. Ya no es posible evitarlo. Él está dispuesto a emplear todos los medios, incluso la deshonra. Si la Rosarito... cómo nos engañaba con aquella carita circunspecta y aquellos ojos celestiales, ¿eh?... si la Rosarito, digo, no le quisiera... vamos... todo podría arreglarse; pero ¡ay!, le ama como ama el pecador al demonio; está abrasada en criminal fuego; cayó, sobrina mía, cayó en la infernal trampa libidinosa. Seamos honrados y justos; volvamos la vista de la innoble pareja, y no pensemos más en el uno ni en la otra.

-Usted no entiende de mujeres, tío -dijo Remedios con lisonjera hipocresía-; Vd. es un santo varón; Vd. no comprende que lo de Rosarito no es más que un caprichillo de esos que pasan, de esos que se curan con un par de refregones en los morros o media docena de azotes.

-Sobrina -dijo D. Inocencio grave y sentenciosamente-, cuando han pasado cosas mayores, los caprichillos no se llaman caprichillos, sino de otra manera.

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-Tío, Vd. no sabe lo que dice- repuso la sobrina, cuyo rostro se inflamó súbitamente-. Pues qué, ¿será Vd. capaz de suponer en Rosarito?... ¡qué atrocidad! Yo la defiendo, sí, la defiendo... Es pura como un ángel... Vamos, tío, con esas cosas se me suben los colores a la cara y me pone Vd. soberbia.

Al decir esto, el semblante del buen clérigo se cubría de una sombra de tristeza, que en apariencia le envejecía diez años.

-Querida Remedios -añadió-. Hemos hecho todo lo humanamente posible y todo lo que en conciencia podía y debía hacerse. Nada más natural que nuestro deseo de ver a Jacintillo emparentado con esa gran familia, la primera de Orbajosa; nada más natural que nuestro deseo de verle dueño de las siete casas del pueblo, de la dehesa de Mundo-grande, de las tres huertas, del cortijo de Arriba, de la Encomienda, y demás predios urbanos y rústicos que posee esa niña. Tu hijo vale mucho, bien lo saben todos. Rosarito gustaba de él y él de Rosarito. Parecía cosa hecha. La misma señora, sin entusiasmarse mucho, a causa sin duda de nuestro origen, parecía bien dispuesta a ello, a causa de lo mucho que me estima y venera, como confesor y amigo... Pero de repente se presenta ese malhadado joven. La señora me dice que tiene un compromiso con su hermano y que no se atreve a rechazar la proposición que este le ha hecho. Conflicto grave. ¿Pero   —270→   qué hago yo en vista de esto? ¡Ay!, no lo sabes tú bien. Yo te soy franco, si hubiera visto en el señor de Rey un hombre de buenos principios capaz de hacer feliz a Rosario, no habría intervenido en el asunto; pero el tal joven me pareció una calamidad, y como director espiritual de la casa, debí tomar cartas en el asunto y las tomé. Ya sabes que le puse la proa, como vulgarmente se dice. Desenmascaré sus vicios; descubrí su ateísmo; puse a la vista de todo el mundo la podredumbre de aquel corazón materializado, y la señora se convenció de que entregaba a su hija al vicio... ¡Ay!, qué afanes pasé. La señora vacilaba; yo fortalecía su ánimo indeciso; aconsejábale los medios lícitos que debía emplear contra el sobrinejo para alejarle sin escándalo; sugeríale ideas ingeniosas, y como ella me mostraba a menudo su pura conciencia llena de alarmas, yo la tranquilizaba demarcando hasta qué punto eran lícitas las batallas que librábamos contra aquel fiero enemigo. Jamás aconsejé medios violentos ni sanguinarios, ni atrocidades de mal género, sino sutiles trazas que no contenían pecado. Estoy tranquilo, querida sobrina. Pero bien sabes tú que he luchado, que he trabajado como un negro. ¡Ay!, cuando volvía a casa por las noches y decía: «Mariquilla, vamos bien, vamos muy bien», tú te volvías loca de contento y me besabas las manos cien veces, y decías que era yo el hombre mejor del mundo. ¿Por qué te enfureces ahora desfigurando   —271→   tu noble carácter y pacífica condición? ¿Por qué me riñes? ¿Por qué dices que estás soberbia y me llamas en buenas palabras Juan Lanas?

-Porque Vd. -repuso la mujer sin cejar en su agresiva irritación- se ha acobardado de repente.

-Es que todo se nos vuelve en contra, mujer. El maldito ingeniero, favorecido por la tropa, está resuelto a todo. La chiquilla le ama, la chiquilla... no quiero decir más. No puede ser, te digo que no puede ser.

-¡La tropa! Pero Vd. cree como doña Perfecta que va a haber una guerra, y que para echar de aquí a D. Pepe, se necesita que media nación se levante contra la otra media... La señora se ha vuelto loca y Vd. allá se le va.

-Creo lo mismo que ella. Dada la íntima conexión de Rey con los militares, la cuestión personal se agranda... Pero ¡ay!, sobrina mía, si hace dos días tuve esperanza de que nuestros valientes echaran de aquí a puntapiés a la tropa, desde que he visto el giro que han tomado las cosas; desde que he visto que la mayor parte son sorprendidos antes de pelear, y que Caballuco se esconde y que esto se lo lleva la trampa, desconfío de todo. Los buenos principios no tienen aún bastante fuerza material para hacer pedazos a los ministros y emisarios del error... ¡Ay!, sobrina mía, resignación, resignación.

Apropiándose entonces D. Inocencio el medio de expresión que caracterizaba a su sobrina, suspiró   —272→   dos o tres veces ruidosamente. María, contra todo lo que podía esperarse, guardó profundo silencio. No había en ella, al menos aparentemente, ni cólera, ni tampoco la sensiblería superficial de su ordinaria vida; no había sino una aflicción profunda y modesta. Poco después de que el buen tío concluyera su perorata, dos lágrimas rodaron por las sonrosadas mejillas de la sobrina: no tardaron en oírse algunos sollozos mal comprimidos, y poco a poco, así como van creciendo en ruido y forma la hinchazón y tumulto de un mar que empieza a alborotarse, así fue encrespándose aquel oleaje del dolor de María Remedios, hasta que rompió en deshecho llanto.



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ArribaAbajo- XXVII -

El tormento de un canónigo


-¡Resignación, resignación! -volvió a decir don Inocencio.

-¡Resignación, resignación! -repitió ella enjugando sus lágrimas-. Puesto que mi querido hijo ha de ser siempre un pelagatos, séalo en buen hora. Los pleitos escasean; bien pronto llegará el día en que lo mismo será la abogacía que nada. ¿De qué vale el talento? ¿De qué valen tanto estudio y romperse la cabeza? ¡Ay! Somos pobres. Llegará un día, señor D. Inocencio, en que mi pobre hijo no tendrá una almohada sobre que reclinar la cabeza.

-¡Mujer!

-¡Hombre!... Y si no, dígame: ¿qué herencia piensa Vd. dejarle cuando cierre el ojo? Cuatro cuartos, seis librachos, miseria y nada más... Van a venir unos tiempos... ¡Qué tiempos, señor tío!... Mi pobre hijo, que se está poniendo muy delicado de salud,   —274→   no podrá trabajar... ya se le marea la cabeza desde que lee un libro; ya le dan bascas y jaqueca siempre que trabaja de noche... tendrá que mendigar un destinejo; tendré yo que ponerme a la costura, y quién sabe, quién sabe... como no tengamos que pedir limosna.

-¡Mujer!

-Bien sé lo que digo... Buenos tiempos van a venir -añadió la excelente mujer forzando más el sonsonete llorón con que hablaba-. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Ah! Sólo el corazón de una madre siente estas cosas... Sólo las madres son capaces de sufrir tantas penas por el bienestar de un hijo. Usted ¿cómo ha de comprender? No, una cosa es tener hijos y pasar amarguras por ellos, y otra cosa es cantar el gori gori en la catedral y enseñar latín en el Instituto... Vea Vd. de qué le vale a mi hijo el ser sobrino de Vd. y el haber sacado tantas notas de sobresaliente, y ser el primor y la gala de Orbajosa... Se morirá de hambre, porque ya sabemos lo que da la abogacía, o tendrá que pedir a los diputados un destino en la Habana, donde le matará la fiebre amarilla...

-¡Pero mujer!...

-No, si no me apuro, si ya callo, si no le molesto a Vd. más. Soy muy impertinente, muy llorona, muy suspirosa, y no se me puede aguantar, porque soy madre cariñosa y miro por el bien de mi amado hijo. Yo me moriré, sí señor, me moriré en silencio   —275→   y ahogaré mi dolor; me beberé mis lágrimas para no mortificar al señor canónigo... Pero mi idolatrado hijo me comprenderá, y no se tapará los oídos como Vd. hace en este momento... ¡ay de mí! El pobre Jacinto sabe que me dejaría matar por él, y que le proporcionaría la felicidad a costa de mi vida. ¡Pobrecito niño de mis entrañas! ¡Tener tanto mérito, y vivir condenado a un pasar mediano, a una condición humilde!... porque no, señor tío, no se ensoberbezca Vd... Por más que echemos humos, siempre será Vd. el hijo del tío Tinieblas, el sacristán de San Bernardo... y yo no seré nunca más que la hija de Ildefonso Tinieblas, su hermano de Vd., el que vendía pucheros, y mi hijo será el nieto de los Tinieblas... que tenemos un tenebrario en nuestra cesta, y nunca saldremos de la oscuridad, ni poseeremos un pedazo de terruño donde decir: «esto es mío», ni trasquilaremos una oveja propia, ni ordeñaremos jamás una cabra propia, ni meteré mis manos hasta el codo en un saco de trigo trillado y aventado en nuestras eras... todo esto a causa de su poco ánimo de Vd., de su bobería y corazón amerengado...

-Pero... pero mujer.

Subía más de tono el canónigo cada vez que repetía esta frase, y puestas las manos en los oídos, sacudía a un lado y otro la cabeza con doloroso ademán de desesperación. La chillona cantinela de María Remedios era cada vez más aguda, y penetraba en   —276→   el cerebro del infeliz y ya aturdido clérigo como una saeta. Pero de repente transformose el rostro de aquella mujer, mudáronse los plañideros sollozos en una voz bronca y dura, palideció su rostro, temblaron sus labios, cerráronse sus puños, cayéronle sobre la frente algunas guedejas del desordenado cabello, secáronse por completo sus ojos al calor de la ira que bramaba en su pecho, levantose del asiento, y no como una mujer, sino como una arpía, gritó de este modo:

-¡Yo me voy de aquí, yo me voy con mi hijo!... Nos iremos a Madrid; no quiero que mi hijo se pudra en este poblachón. Estoy cansada de ver que mi hijo, al amparo de la sotana, no es ni será nunca nada. ¿Lo oye Vd., señor tío? ¡Mi hijo y yo nos vamos! ¡Vd. no nos verá nunca más, nunca más; pero nunca más!

Don Inocencio había cruzado las manos y recibía los furibundos rayos de su sobrina con la consternación de un reo de muerte a quien la presencia del verdugo quita ya toda esperanza.

-Por Dios, Remedios -murmuró con voz dolorida-, por la Virgen Santísima...

Aquellas crisis y horribles erupciones del manso carácter de la sobrina eran tan fuertes como raras, y se pasaban a veces cinco o seis años sin que Don Inocencio viera a Remedios convertirse en una furia.

-¡Soy madre!... ¡Soy madre!... ¡y puesto que   —277→   nadie mira por mi hijo, miraré yo, yo misma! -exclamó la improvisada leona rugiendo.

-Por María Santísima, mujer, no te arrebates... Mira que estás pecando... Recemos un Padre nuestro y un Ave-María, y verás cómo se te pasa eso.

Diciendo esto temblaba y sudaba. ¡Pobre pollo en las garras del buitre! La mujer transformada acabó de estrujarle con estas palabras:

-Usted no sirve para nada; Vd. es un mandria... Mi hijo y yo nos marcharemos de aquí para siempre, para siempre. Yo le conseguiré una posición a mi hijo, yo le buscaré una buena conveniencia, ¿entiende Vd.? Así como estoy dispuesta a barrer las calles con la lengua, si de este modo fuera preciso ganarle la comida, así también revolveré la tierra para buscar una posición a mi hijo, para que suba y sea rico, y considerado, y personaje, y caballero, y propietario, y señor, y grande y todo cuanto hay que ser, todo, todo.

-¡Dios me favorezca! -dijo D. Inocencio dejándose caer en el sillón e inclinando la cabeza sobre el pecho.

Hubo una pausa, durante la cual se oía el agitado resuello de la mujer furiosa.

-Mujer -dijo al fin D. Inocencio-, me has quitado diez años de vida; me has abrasado la sangre; me has vuelto loco... ¡Que Dios me dé la serenidad que para aguantarte necesito! Señor, paciencia, paciencia es lo que quiero; y tú, sobrina, hazme el favor   —278→   de llorar y lagrimear y estar suspirando a moco y baba diez años, pues tu maldita maña de los pucheros que tanto me enfada es preferible a esas locas iras. Si no supiera que en el fondo eres buena... Vaya que para haber confesado y recibido a Dios esta mañana, te estás portando.

-Sí, pero es por Vd., por Vd.

-¿Por qué en el asunto de Rosario y de Jacinto te digo «resignación»?

-Porque cuando todo marchaba bien, V. se vuelve atrás y permite que el Sr. Rey se apodere de Rosarito.

-¿Y cómo lo voy a evitar? Bien dice la señora que tienes entendimiento de ladrillo. ¿Quieres que salga por ahí con una espada, y en un quítame allá estas pajas haga picadillo a toda la tropa, y después me encare con Rey y le diga: «o V. me deja en paz a la niña o le corto el pescuezo»?

-No, pero cuando yo he aconsejado a la señora que diera un susto a su sobrino, V. se ha opuesto, en vez de aconsejarle lo mismo que yo.

-Tú estás loca con eso del susto.

-Porque «muerto el perro se acabó la rabia».

-Yo no puedo aconsejar eso que llamas susto y que puede ser una cosa tremenda.

-Sí, porque soy una matona, ¿no es verdad, tío?

-Ya sabes que los juegos de manos son juego de villanos. Además, ¿crees que ese hombre se dejará asustar? ¿Y sus amigos?

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-De noche sale solo.

-¿Tú qué sabes?

-Lo sé todo, y no da un paso sin que yo me entere ¿estamos? La viuda de Cuzco me tiene al tanto de todo.

-Vamos, no me vuelvas loco. ¿Y quién le va a dar ese susto?... Sepámoslo.

-Caballuco.

-¿De modo que él está dispuesto?...

-No, pero lo estará si V. se lo manda.

-Vamos, mujer, déjame en paz. Yo no puedo mandar tal atrocidad. ¡Un susto! ¿Y qué es eso? ¿Tú le has hablado ya?

-Sí señor, pero no me ha hecho caso, mejor dicho, se niega a ello. En Orbajosa no hay más que dos personas que puedan decidirle con una simple orden: Vd. o doña Perfecta.

-Pues que se lo mande la señora, si quiere. Jamás aconsejaré que se empleen medios violentos y brutales. ¿Querrás creer que cuando Caballuco y algunos de los suyos estaban tratando de levantarse en armas, no pudieron sacarme una sola palabra incitándoles a derramar sangre? No, eso no... Si doña Perfecta quiere hacerlo...

-Tampoco quiere. Esta tarde he estado hablando con ella dos horas, y dice que predicará la guerra, favoreciéndola por todos los medios; pero que no mandará a un hombre que hiera por la espalda a otro. Tendría razón en oponerse si se tratara de cosa   —280→   mayor... pero no quiero que haya heridas; yo no quiero más que un susto.

-Pues si doña Perfecta no quiere ordenar a Caballuco que dé sustos al ingeniero, yo tampoco, ¿entiendes? Antes que nada es mi conciencia.

-Bueno -repuso la sobrina-. Dígale Vd. a Caballuco que me acompañe esta noche... no le diga V. más que eso.

-¿Vas a salir tarde?

-Voy a salir, sí señor. Pues qué, ¿no salí también anoche?

-¿Anoche? No lo supe; si lo hubiera sabido, me habría enfadado, sí señora.

-No le diga Vd. a Caballuco sino lo siguiente: «Querido Ramos, le estimaré mucho que acompañe a mi sobrina a cierta diligencia que tiene que hacer esta noche, y que la defienda si acaso se ve en algún peligro».

-Eso sí lo puedo hacer. Que te acompañe... que te defienda. ¡Ah, picarona!, tú quieres engañarme, haciéndome cómplice de alguna majadería.

-Ya... ¿qué cree Vd.? -dijo irónicamente María Remedios-. Entre Ramos y yo vamos a degollar mucha gente esta noche.

-No bromees. Te repito que no le aconsejaré a Ramos nada que tenga visos de maldad. Me parece que está ahí...

Oyose ruido en la puerta de la calle. Luego sonó la voz de Caballuco que hablaba con el criado, y poco   —281→   después el héroe de Orbajosa penetró en la estancia.

-Noticias, vengan noticias, Sr. Ramos -dijo el clérigo-. Vaya que si no nos da Vd. alguna esperanza en cambio de la cena y de la hospitalidad... ¿Qué hay en Villahorrenda?

-Alguna cosa -repuso el valentón sentándose con muestras de cansancio-. Pronto se verá el señor D. Inocencio si servimos para algo.

Como todas las personas que tienen importancia o quieren dársela, Caballuco mostraba gran reserva.

-Esta noche, amigo mío, se llevará Vd., si quiere, el dinero que me han dado para...

-Buena falta hace... Como lo huelan los de tropa, no me dejarán pasar -dijo Ramos riendo brutalmente.

-Calle Vd., hombre... Ya sabemos que Vd. pasa siempre que se le antoja. Pues no faltaba más. Los militares son gente de manga ancha... y si se pusieran pesados, con un par de duros, ¿eh?... Vamos, veo que no viene Vd. mal armado... No le falta más que un cañón de a ocho. Pistolitas, ¿eh?... También navaja.

-Por lo que pueda suceder -dijo Caballuco sacando el arma del cinto y mostrando su horrible hoja.

-¡Por Dios y la Virgen! -exclamó María Remedios cerrando los ojos y apartando con miedo el rostro-.   —282→   Guarde Vd. ese chisme. Me horrorizo sólo de verlo.

-Si Vds. no lo llevan a mal -dijo Ramos cerrando el arma-, cenaremos.

María Remedios dispuso todo con precipitación, para que el héroe no se impacientase.

-Oiga Vd. una cosa, Sr. Ramos -dijo D. Inocencio a su huésped cuando se pusieron a cenar-. ¿Tiene Vd. muchas ocupaciones esta noche?

-Algo hay que hacer -repuso el bravo-. Esta es la última noche que vengo a Orbajosa, la última. Tengo que recoger algunos muchachos que quedan por aquí, y vamos a ver cómo sacamos el salitre y el azufre que está en casa de Cirujeda.

-Lo decía -añadió bondadosamente el cura llenando el plato de su amigo-, porque mi sobrina quiere que la acompañe Vd. un momento. Tiene que hacer no sé qué diligencia, y es algo tarde para ir sola.

-¿Va a casa de doña Perfecta? -preguntó Ramos. Allí he estado hace un momento; no quise detenerme.

-¿Cómo está la señora?

-Miedosilla. Esta noche he sacado los seis mozos que tenía en la casa.

-Hombre: ¿cree Vd. que no hacen falta allí? -dijo Remedios con zozobra.

-Más falta hacen en Villahorrenda. Dentro de las casas se pudre la gente valerosa, ¿no es verdad señor canónigo?

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-Señor Ramos, aquella casa no debe estar nunca sola -dijo con seriedad el Penitenciario.

-Con los criados basta y sobra. ¿Pero V. cree, Sr. D. Inocencio, que el brigadier se ocupa de asaltar casas ajenas?

-Sí; pero bien sabe V. que ese ingeniero de tres mil docenas de demonios...

-Para eso... en la casa no faltan escobas -manifestó Cristóbal jovialmente-. Si al fin y al cabo no tendrán más remedio que casarlos... Después de lo que ha pasado...

-Sr. Ramos -dijo Remedios súbitamente enojada-, se me figura que no entiende V. gran cosa en esto de casar a la gente.

-Dígolo porque esta noche, hace un momento, vi que la señora y la niña estaban haciendo al modo de una reconciliación. Doña Perfecta besuqueaba a Rosarito, y todo era echarse palabrillas tiernas y mimos.

-¡Reconciliación! V. con eso de los armamentos has perdido la chaveta... Pero en fin, ¿me acompaña usted o no?

-No es a la casa de la señora donde quiere ir -dijo el clérigo-, sino a la posada de la viuda de Cuzco. Me estaba diciendo que no se atreve a ir sola, porque teme ser insultada por...

-¿Por quién?

-Bien se comprende. Por ese ingeniero de tres mil o cuatro mil docenas de demonios. Anoche mi   —284→   sobrina le vio allí y le dijo cuatro frescas, por cuya razón no las tiene todas consigo esta noche. El mocito es vengativo y procaz.

-No sé si podré ir... -indicó Caballuco-; como ando ahora escondido, no puedo desafiar al D. José Poquita Cosa. Si yo no estuviera como estoy, con media cara tapada y la otra medio descubierta, ya le habría roto treinta veces el espinazo. ¿Pero qué sucede si caigo sobre él? Que me descubro; caen sobre mí los soldados, y adiós Caballuco. En cuanto a darle un golpe a traición, es cosa que no sé hacer, ni está en mi natural, ni la señora lo consiente tampoco. Para solfas con alevosía no sirve Cristóbal Ramos.

-Pero hombre, ¿estamos locos?... ¿qué está usted hablando? -dijo el Penitenciario con innegables muestras de asombro-. Ni por pienso le aconsejo yo a V. que maltrate a ese caballero. Antes me dejaré cortar la lengua que aconsejar una bellaquería. Los malos caerán, es verdad; pero Dios es quien debe fijar el momento, no yo. No se trata tampoco de dar palos. Antes recibiré yo diez docenas de ellos que recomendar a un cristiano la administración de tales medicinas. Sólo digo a V. una cosa (añadió, mirando al bravo por encima de los espejuelos), y es, que como mi sobrina va allá, como es probable, muy probable, ¿no es eso, Remedios?... que tenga que decir algunas palabrejas a ese hombre, recomiendo a V. que no la desampare en caso de que se vea insultada...

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-Esta noche tengo que hacer -repuso lacónica y secamente Caballuco.

-Ya lo oyes, Remedios. Deja tu diligencia para mañana.

-Eso sí que no puede ser. Iré sola.

-No, no irás, sobrina mía. Tengamos la fiesta en paz. El Sr. Ramos tiene que hacer y no puede acompañarte. Figúrate que eres injuriada por ese hombre grosero...

-¡Insultada... insultada una señora por ese...! -exclamó Caballuco-. No puede ser.

-Si Vd. no tuviera ocupaciones... ¡bah, bah!, ya estaría yo tranquilo.

-Ocupaciones tengo -dijo el Centauro levantándose de la mesa-, pero si es empeño de Vd...

Hubo una pausa. El Penitenciario había cerrado los ojos y meditaba.

-Empeño mío es, sí, Sr. Ramos -dijo al fin.

-Pues no hay más que hablar. Iremos, señora doña María.

-Ahora, querida sobrina -dijo D. Inocencio entre serio y jovial-, puesto que hemos concluido de cenar, tráeme la jofaina.

Dirigió a su sobrina una mirada penetrante, y acompañándolas de la acción correspondiente, profirió estas palabras:

-Yo me lavo las manos.



  —286→  

ArribaAbajo- XXVIII -

De Pepe Rey a D. Juan Rey


Orbajosa 12 de Abril.

«Querido padre: perdóneme Vd. si por primera vez le desobedezco no saliendo de aquí, ni renunciando a mi propósito. El consejo y ruego de usted son propios de un padre bondadoso y honrado: mi terquedad es propia de un hijo insensato; pero en mí pasa una cosa singular: terquedad y honor se han juntado y confundido de tal modo, que la idea de disuadirme y ceder me causa vergüenza. He cambiado mucho. Yo no conocía estos furores que me abrasan. Antes me reía de toda obra violenta, de las exageraciones de los hombres impetuosos, como de las brutalidades de los malvados. Ya nada de esto me asombra, porque en mí mismo encuentro a todas horas cierta capacidad terrible para la perversidad. A Vd. puedo hablarle como se habla a   —287→   solas con Dios y con la conciencia; a Vd. puedo decirle que soy un miserable, porque es un miserable quien carece de aquella poderosa fuerza moral contra sí mismo, que castiga las pasiones y somete la vida al duro régimen de la conciencia. He carecido de la entereza cristiana que contiene el espíritu del hombre ofendido en un hermoso estado de elevación sobre las ofensas que recibe y los enemigos que se las hacen; he tenido la debilidad de abandonarme a una ira loca, poniéndome al bajo nivel de mis detractores, devolviéndoles golpes iguales a los suyos y tratando de confundirlos por medios aprendidos en su propia indigna escuela. ¡Cuánto siento que no estuviera Vd. a mi lado para apartarme de este camino! Ya es tarde. Las pasiones no tienen espera. Son impacientes y piden su presa a gritos y con la convulsión de una espantosa sed moral. He sucumbido. No puedo olvidar lo que tantas veces me ha dicho V., y es que la ira puede llamarse la peor de las pasiones, porque transformando de improviso nuestro carácter, engendra todas las demás pasiones, y a todas les presta su infernal llamarada.

»Pero no ha sido sola la ira, sino un fuerte sentimiento expansivo, lo que me ha traído a tal estado, el amor profundo y entrañable que profeso a mi prima, única circunstancia que me absuelve. Y si el amor no, la compasión me habría impulsado a desafiar el furor y las intrigas de su terrible hermana   —288→   de Vd., porque la pobre Rosario, colocada entre un afecto irresistible y su madre, es hoy uno de los seres más desgraciados que existen sobre la tierra. El amor que me tiene y que corresponde al mío, ¿no me da derecho a abrir, como pueda, las puertas de su casa y sacarla de allí, empleando la ley hasta donde la ley alcance, y usando la fuerza desde el punto en que la ley me desampare? Creo que la rigurosísima escrupulosidad moral de Vd. no dará una respuesta afirmativa a esta proposición, pero yo he dejado de ser aquel carácter metódico y puro formado en su conciencia con la exactitud de un tratado. Ya no soy aquel a quien una educación casi perfecta dio pasmosa regularidad en sus sentimientos; ahora soy un hombre como otro cualquiera; de un solo paso he entrado en el terreno común de lo injusto y de lo malo. Prepárese usted a oír cualquier barbaridad que será obra mía. Yo cuidaré de notificar a Vd. las que vaya cometiendo.

»Pero ni la confesión de mis culpas me quitará la responsabilidad de los sucesos graves que han ocurrido y ocurrirán; ni esta, por mucho que argumente, recaerá toda entera sobre su hermana de usted. La responsabilidad de doña Perfecta es inmensa, seguramente. ¿Cuál será la extensión de la mía? ¡Ah!, querido padre. No crea Vd. nada de lo que oiga respecto a mí, y aténgase tan sólo a lo que yo le revele. Si le dicen que he cometido una villanía   —289→   deliberada, responda que es mentira. Difícil, muy difícil me es juzgarme a mí mismo en el estado de turbación en que me hallo; pero me atrevo a asegurar que no he producido deliberadamente el escándalo. Bien sabe Vd. a dónde puede llegar la pasión favorecida en su horrible crecimiento invasor por las circunstancias.

»Lo que más amarga mi vida es haber empleado la ficción, el engaño y bajos disimulos. ¡Yo que era la verdad misma! He perdido mi propia hechura... Pero ¿es esto la perversidad mayor en que puede incurrir el alma? ¿Empiezo ahora o acabo? Nada sé. Si Rosario con su mano celeste no me saca de este infierno de mi conciencia, deseo que venga usted a sacarme. Mi prima es un ángel, y padeciendo por mí, me ha enseñado muchas cosas que antes no sabía.

»No extrañe Vd. la incoherencia de lo que escribo. Diversos sentimientos me inflaman. Me asaltan a ratos ideas, dignas verdaderamente de mi alma inmortal; pero a ratos caigo también en desfallecimiento lamentable, y pienso en los hombres débiles y menguados, cuya bajeza me ha pintado Vd. con vivos colores para que los aborrezca. Tal como hoy me hallo, estoy dispuesto al mal y al bien. Dios tenga piedad de mí. Ya sé lo que es la oración, una súplica grave y reflexiva, tan personal, que no se aviene con fórmulas aprendidas de memoria, una expansión del alma que se atreve a   —290→   extenderse hasta buscar su origen, lo contrario del remordimiento que es una contracción de la misma alma, envolviéndose y ocultándose, con la ridícula pretensión de que nadie la vea. Vd. me ha enseñado muy buenas cosas; pero ahora estoy en prácticas, como decimos los ingenieros; hago estudios sobre el terreno, y con esto mis conocimientos se ensanchan y fijan... Se me está figurando ahora que no soy tan malo como yo mismo creo. ¿Será así?

»Concluyo esta carta a toda prisa. Tengo que enviarla con unos soldados que van hacia la estación de Villahorrenda, porque no hay que fiarse del correo de esta gente».

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

14 de Abril.

«Le divertiría a Vd., querido padre, si pudiera hacerle comprender cómo piensa la gente de este poblachón. Ya sabrá Vd. que casi todo este país se ha levantado en armas. Era cosa prevista, y los políticos se equivocan si creen que es cosa de un par de días. La hostilidad contra nosotros y contra el Gobierno la tienen los orbajosenses en su espíritu, formando parte de él como la fe religiosa. Concretándome a la cuestión particular con mi tía, diré a Vd. una cosa singular; la pobre señora, que tiene el feudalismo en la médula de los huesos, ha imaginado que yo voy a atacar su casa para robarle   —291→   su hija, como los señores de la Edad Media atacaban un castillo enemigo para consumar cualquier desafuero. No se ría Vd., que es verdad: tales son las ideas de esta gente. Excuso decir a usted que me tiene por un monstruo, por una especie de rey moro herejote, y los militares con quienes he hecho amistad aquí, no merecen mejor concepto. En casa de doña Perfecta es cosa corriente que la tropa y yo formamos una coalición diabólica y anti-religiosa para quitarle a Orbajosa sus tesoros, su fe y sus muchachas. Me consta que su hermana de usted cree a pie juntillas que yo le voy a tomar por asalto la casa, y no es dudoso que detrás de la puerta habrá alguna barricada.

»Pero no puede ser de otra manera. Aquí tienen las ideas más anticuadas acerca de la sociedad, de la religión, del Estado, de la propiedad. La exaltación religiosa que les impulsa a emplear la fuerza contra el Gobierno, por defender una fe que nadie ha atacado y que ellos no tienen tampoco, despierta en su ánimo resabios feudales, y como resolverían todas sus cuestiones por la fuerza bruta y a sangre y fuego, degollando a todo el que no piense como ellos, creen que no hay en el mundo quien emplee otros medios.

»Lejos de ser mi intento hacer quijotadas en la casa de esa señora, he procurado evitarle algunas molestias, de que no se libraron los demás vecinos. Por mi amistad con el brigadier no les han obligado   —292→   a presentar, como se mandó, una lista de todos los hombres de su servidumbre que se han marchado con la facción; y si se le registró la casa, me consta que fue por fórmula; y si le desarmaron los seis hombres que allí tenía, después ha puesto otros tantos y nada se le ha hecho. Vea usted a lo que está reducida mi hostilidad a la señora.

Verdad es que yo tengo el apoyo de los jefes militares; pero lo utilizo tan sólo para no ser insultado o maltratado por esta gente implacable. Mis probabilidades de éxito consisten en que las autoridades recientemente puestas por el jefe militar son todas amigas. Tomo de ellas mi fuerza moral y les intimido. No sé si me veré en el caso de cometer alguna acción violenta; pero no se asuste usted, que el asalto y toma de la casa es una pura y loca preocupación feudal de su hermana de Vd. La casualidad me ha puesto en situación ventajosa. La ira, la pasión que arde en mí me impulsarán a aprovecharla. No sé hasta dónde iré».

17 de Abril.

«La carta de Vd. me ha dado un gran consuelo. Sí; puedo conseguir mi objeto, usando tan sólo los recursos de la ley, eficaces completamente para esto. He consultado a las autoridades de aquí y todas me confirman en lo que Vd. me indica. Estoy contento. Ya que he inculcado en el ánimo de mi   —293→   prima la idea de la desobediencia, que sea al menos al amparo de las leyes sociales. Haré lo que usted me manda, es decir, renunciaré a la colaboración un poco fea de Pinzón; destruiré la solidaridad aterradora que establecí con los militares; dejaré de envanecerme con el poder de ellos; pondré fin a las aventuras, y en el momento oportuno procederé con calma, prudencia y toda la benignidad posible. Mejor es así. Mi coalición, mitad seria, mitad burlesca, con el ejército ha tenido por objeto ponerme al amparo de las brutalidades de los orbajosenses y de los criados y deudos de mi tía. Por lo demás, siempre he rechazado la idea de lo que llamamos la intervención armada.

»El amigo que me favorecía ha tenido que salir de la casa, pero no estoy en completa incomunicación con mi prima. La pobrecita demuestra un valor heroico en medio de sus penas, y me obedecerá ciegamente.

»Esté Vd. sin cuidado respecto a mi seguridad personal. Por mi parte nada temo, y estoy muy tranquilo».

20 de Abril.

«Hoy no puedo escribir más que dos líneas. Tengo mucho que hacer. Todo concluirá dentro de unos días. No me escriba Vd. más a este lugarón. Pronto tendrá el gusto de abrazarle su hijo,

Pepe».



  —294→  

ArribaAbajo- XXIX -

De Pepe Rey a Rosarito Polentinos


«Dale a Estebanillo la llave de la huerta y encárgale que cuide del perro. El muchacho está vendido a mí en cuerpo y alma. No temas nada. Sentiré mucho que no puedas bajar, como la otra noche. Haz todo lo posible por conseguirlo. Yo estaré allí después de media noche. Te diré lo que he resuelto y lo que debes hacer. Tranquilízate, niña mía, porque he abandonado todo recurso imprudente y brutal. Ya te contaré. Esto es largo y debe ser hablado. Me parece que veo tu susto y congoja al considerarme tan cerca de ti. Pero hace ocho días que no te he visto. He jurado que esta ausencia de ti concluirá pronto, y concluirá. El corazón me dice que te veré. Maldito sea yo si no te veo».



  —295→  

ArribaAbajo- XXX -

El ojeo


Una mujer y un hombre penetraron después de las diez en la posada de la viuda de Cuzco, y salieron de ella dadas las once y media.

-Ahora, señora doña María -dijo el hombre-, la llevaré a usted a su casa, porque tengo que hacer.

-Aguarde V., Sr. Ramos, por amor de Dios -repuso ella-. ¿Por qué no nos llegamos al Casino a ver si sale? Ya ha oído Vd... Esta tarde estuvo hablando con él Estebanillo, el chico de la huerta.

-¿Pero Vd. busca a D. José? -preguntó el Centauro de muy mal humor-. ¿Qué nos importa? El noviazgo con doña Rosarito paró donde debía parar, y ahora no hay más remedio sino que la señora tiene que casarlos. Esa es mi opinión.

-Usted es un animal -dijo Remedios con enfado.

-Señora, yo me voy.

  —296→  

-Pues qué, hombre grosero, ¿me va Vd. a dejar sola en medio de la calle?

-Si Vd. no se va pronto a su casa, sí señora.

-Eso es... me deja Vd. sola, expuesta a ser insultada... Oiga Vd., Sr. Ramos. D. José saldrá ahora del Casino, como de costumbre. Quiero saber si entra en su casa o sigue adelante. Es un capricho, nada más que un capricho.

-Yo lo que sé es que tengo que hacer, y van a dar las doce.

-Silencio -dijo Remedios-, ocultémonos detrás de la esquina... Un hombre viene por la calle de la Tripería alta. Es él.

-Don José... Le conozco en el modo de andar.

Se ocultaron y el hombre pasó.

-Sigámosle -dijo María Remedios con zozobra-. Sigámosle a corta distancia, Ramos.

-Señora...

-Nada más sino hasta ver si entra en su casa.

-Un minutillo nada más, doña Remedios. Después me marcharé.

Anduvieron como treinta pasos, a regular distancia del hombre que observaban. La sobrina del Penitenciario se detuvo al fin, y pronunció estas palabras.

-No entra en su casa.

-Irá a casa del brigadier.

-El brigadier vive hacia arriba, y D. Pepe va hacia abajo, hacia la casa de la señora.

  —297→  

-¡De la señora! -exclamó Caballuco andando a prisa.

Pero se engañaban; el espiado pasó por delante de la casa de Polentinos, y siguió adelante.

-¿Ve Vd. cómo no?

-Sr. Ramos, sigámosle -dijo Remedios oprimiendo convulsamente la mano del Centauro-. Tengo una corazonada.

-Pronto hemos de saberlo, porque el pueblo se acaba.

-No vayamos tan a prisa... puede vernos... Lo que yo pensé, Sr. Ramos; va a entrar por la puerta condenada de la huerta.

-¡Señora, Vd. se ha vuelto loca!

-Adelante, y lo veremos.

La noche era oscura y no pudieron los observadores precisar dónde había entrado el señor de Rey; pero cierto ruido de bisagras mohosas que oyeron, y la circunstancia de no encontrar al joven en todo lo largo de la tapia, les convencieron de que se había metido dentro de la huerta. Caballuco miró a su interlocutora con estupor. Parecía lelo.

-¿En qué piensa Vd...? ¿Todavía duda Vd.?

-¿Qué debo hacer? -preguntó el bravo lleno de confusión-. ¿Le daremos un susto?... No sé lo que pensará la señora. Dígolo porque esta noche estuve a verla, y me pareció que la madre y la hija se reconciliaban.

-No sea Vd. bruto... ¿Por qué no entra Vd.?

  —298→  

-Ahora me acuerdo de que los mozos armados ya no están ahí, porque yo les mandé salir esta noche.

-Y aún duda este marmolejo lo que ha de hacer. Ramos, no sea Vd. cobarde y entre en la huerta.

-¿Por dónde, si han cerrado la puertecilla?

-Salte Vd. por encima de la tapia... ¡Qué pelmazo! Si yo fuera hombre...

-Pues arriba... Aquí hay unos ladrillos gastados por donde suben los chicos a robar fruta.

-Arriba pronto. Yo voy a llamar a la puerta principal para que despierte la señora, si es que duerme.

El Centauro subió, no sin dificultad. Montó a caballo breve instante sobre el muro, y después desapareció entre la negra espesura de los árboles. María Remedios corrió desalada hacia la calle del Condestable, y cogiendo el aldabón de la puerta principal, llamó... llamó con toda el alma y la vida tres veces.



  —299→  

ArribaAbajo- XXXI -

Doña Perfecta


Ved con cuánta tranquilidad se consagra a la escritura la señora doña Perfecta. Penetrad en su cuarto, apesar de lo avanzado de la hora, y la sorprenderéis en grave tarea, compartido su espíritu entre la meditación y unas largas y concienzudas cartas que traza a ratos con segura pluma y correctos perfiles. Dale de lleno en el rostro y busto y manos la luz del quinqué, cuya pantalla deja en dulce penumbra el resto de la persona y la pieza casi toda. Parece una figura luminosa evocada por la imaginación en medio de las vagas sombras del miedo.

Es extraño que hasta ahora no hayamos hecho una afirmación muy importante, y es que Doña Perfecta era hermosa, mejor dicho, era todavía hermosa, conservando en su semblante rasgos de acabada belleza. La vida del campo, la falta absoluta de presunción, el no vestirse, el no acicalarse, el odio a   —300→   las modas, el desprecio de las vanidades cortesanas eran causa de que su nativa hermosura no brillase o brillase muy poco. También la desmejoraba mucho la intensa amarillez de su rostro, indicando una fuerte constitución biliosa.

Negros y rasgados los ojos, fina y delicada la nariz, ancha y despejada la frente, todo observador la consideraba como acabado tipo de la humana figura: pero había en aquellas facciones cierta expresión de dureza y soberbia que era causa de antipatía. Así como otras personas, aun siendo feas, llaman, doña Perfecta despedía. Su mirar, aun acompañado de bondadosas palabras, ponía entre ella y las personas extrañas la infranqueable distancia de un respeto receloso; mas para las de casa, es decir, para sus deudos, parciales y allegados, tenía una singular atracción. Era maestra en dominar, y nadie la igualó en el arte de hablar el lenguaje que mejor cuadraba a cada oreja.

Su hechura biliosa, y el comercio excesivo con personas y cosas devotas, que exaltaban sin fruto ni objeto su imaginación, la habían envejecido prematuramente, y, siendo joven, no lo parecía. Podría decirse de ella que con sus hábitos y su sistema de vida se había labrado una corteza, un forro pétreo, insensible, encerrándose dentro como el caracol17 en su casa portátil. Doña Perfecta salía pocas veces de su concha.

Sus costumbres intachables, y aquella bondad   —301→   pública que hemos observado en ella desde el momento de su aparición en nuestro relato, eran causa de su gran prestigio en Orbajosa. Sostenía además relaciones con excelentes damas de Madrid, y por este medio consiguió la destitución de su sobrino. Ahora, en el momento presente de nuestra historia, la hallamos sentada junto al pupitre, que es el confidente único de sus planes y el depositario de sus cuentas numéricas con los aldeanos, y de sus cuentas morales con Dios y la sociedad. Allí escribió las cartas que trimestralmente recibía su hermano; allí redactaba las esquelitas para incitar al juez y al escribano a que embrollaran los pleitos de Pepe Rey, allí armó el lazo en que este perdiera la confianza del Gobierno; allí conferenciaba largamente con D. Inocencio. Para conocer el escenario de otras acciones cuyos efectos hemos visto, sería preciso seguirla al palacio episcopal y a varias casas de familias amigas.

No sabemos cómo hubiera sido doña Perfecta amando. Aborreciendo tenía la inflamada vehemencia de un ángel tutelar de la discordia entre los hombres. Tal es el resultado producido en un carácter duro y sin bondad nativa por la exaltación religiosa, cuando esta, en vez de nutrirse de la conciencia y de la verdad revelada en principios tan sencillos como hermosos, busca su savia en fórmulas estrechas que sólo obedecen a intereses eclesiásticos. Para que la mojigatería sea inofensiva, es preciso que exista   —302→   en corazones muy puros. Verdad es que aun en este caso es infecunda para el bien. Pero los corazones que han nacido sin la seráfica limpieza que establece en la tierra un Limbo prematuro, cuiden bien de no inflamarse mucho con lo que ven en los retablos, en los coros, en los locutorios y en las sacristías, si antes no han elevado en su propia conciencia un altar, un púlpito y un confesonario.

La señora, dejando a ratos la escritura, pasaba a la pieza inmediata donde estaba su hija. A Rosarito se le había mandado que durmiera, pero ella, precipitada ya por el despeñadero de la desobediencia, velaba.

-¿Por qué no duermes? -le preguntó su madre-. Yo no pienso acostarme en toda la noche. Ya sabes que Caballuco se ha llevado los hombres que teníamos aquí. Puede suceder cualquier cosa, y yo vigilo... Si yo no vigilara, ¿qué sería de ti y de mí?...

-¿Qué hora es? -preguntó la muchacha.

-Pronto será media noche... Tú no tendrás miedo... pero yo lo tengo.

Rosarito temblaba, y todo indicaba en ella la más negra congoja. Sus ojos se dirigían al cielo, como cuando se quiere orar; miraban luego a su madre, expresando un terror muy vivo.

-Pero, ¿qué tienes?

-¿Ha dicho Vd. que era media noche?

-Sí.

  —303→  

-Pues... ¿pero es ya media noche?

Rosario quería hablar, sacudía la cabeza, encima de la cual se le había puesto un mundo.

-Tú tienes algo... a ti te pasa algo -dijo la madre clavando en ella los sagaces ojos.

-Sí... quería decirle a Vd. -balbució la muchacha-, quería decir... Nada, nada, me dormiré.

-Rosario, Rosario. Tu madre lee en tu corazón como en un libro -exclamó doña Perfecta con severidad-. Tú estás agitada. Ya te he dicho que estoy dispuesta a perdonarte si te arrepientes; si eres una niña buena y formal.

-Pues qué, ¿no soy buena yo? ¡Ay, mamá, mamá mía, yo me muero!

Rosario prorrumpió en llanto congojoso y dolorido.

-¿A qué vienen estos lloros? -dijo su madre abrazándola-. Si son las lágrimas del arrepentimiento, benditas sean.

-Yo no me arrepiento, yo no puedo arrepentirme -gritó la joven con arrebato de desesperación que la puso sublime.

Irguió la cabeza, y en su semblante se pintó súbita, inspirada energía. Los cabellos le caían sobre la espalda. No se ha visto imagen más hermosa de un ángel dispuesto a rebelarse.

-¿Pero te vuelves loca o qué es esto? -dijo doña Perfecta poniéndole ambas manos sobre los hombros.

  —304→  

-¡Me voy, me voy! -dijo la joven, expresándose con la exaltación del delirio.

Y se lanzó fuera del lecho.

-Rosario, Rosario... Hija mía... ¡Por Dios! ¿Qué es esto?

-¡Ay!, mamá, señora -exclamó la joven abrazándose a su madre-. Áteme Vd.

-En verdad, lo merecías... ¿Qué locura es esta?

-Áteme Vd... Yo me marcho, me marcho con él.

Doña Perfecta sintió borbotones de fuego que subían de su corazón a sus labios. Se contuvo, y sólo con sus ojos negros, más negros que la noche, contestó a su hija.

-¡Mamá, mamá mía, yo aborrezco todo lo que no sea él! -exclamó Rosario-. Óigame Vd. en confesión, porque quiero confesarlo a todos, y a Vd. la primera.

-Me vas a matar, me estás matando -murmuró la madre poniéndose lívida.

-Yo quiero confesarlo, para que Vd. me perdone... Este peso, este peso que tengo encima no me deja vivir...

-¡El peso de un pecado!... Añádele encima la maldición de Dios, y prueba a andar con ese fardo, desgraciada... Sólo yo puedo quitártelo.

-No, Vd. no, Vd. no -gritó Rosario con desesperación-. Pero óigame Vd., quiero confesarlo todo, todo... Después arrójeme Vd. de esta casa, donde he nacido.

  —305→  

-¡Arrojarte yo!...

-Pues me marcharé.

-Menos. Yo te enseñaré los deberes de hija que has olvidado.

-Pues huiré; él me llevará consigo.

-¿Te lo ha dicho, te lo ha aconsejado, te lo ha mandado? -preguntó doña Perfecta, lanzando estas palabras como rayos sobre su hija.

-Me lo aconseja... Hemos concertado casarnos. Es preciso, mamá, mamá mía querida. Yo la amaré a Vd... Conozco que debo amarla... Me condenaré si no la amo.

Se retorcía los brazos y cayendo de rodillas, besó los pies a su madre...

-¡Rosario, Rosario! -exclamó doña Perfecta con terrible acento-. Levántate.

Hubo una pequeña pausa.

-¿Ese hombre te ha escrito?

-Sí.

-¿Le has visto después de aquella noche?

-Sí.

-¡Y tú...!

-Yo también... ¡Oh!, señora. ¿Por qué me mira usted así? Vd. no es mi madre.

-Ojalá no. Gózate en el daño que me haces. Me matas, me matas sin remedio -gritó la señora con indecible agitación-. Dices que ese hombre...

-Es mi esposo... Yo seré suya, protegida por la ley... Vd. no es mujer... ¿Por qué me mira Vd. de   —306→   ese modo que me hace temblar?... Madre, madre mía, no me condene Vd.

-Ya tú te has condenado: basta. Obedéceme y te perdonaré... Responde: ¿cuándo recibiste cartas de ese hombre?

-Hoy.

-¡Qué traición! ¡Qué infamia! -exclamó la madre antes bien rugiendo que hablando-. ¿Esperabais veros?

-Sí.

-¿Cuándo?

-Esta noche.

-¿Dónde?

-Aquí, aquí. Todo lo confieso, todo. Sé que es un delito... Soy muy infame; pero Vd., Vd., que es mi madre, me sacará de este infierno. Consienta usted... Dígame Vd. una palabra, una sola.

-¡Ese hombre aquí, en mi casa! -gritó doña Perfecta dando algunos pasos que parecían saltos hacia el centro de la habitación.

Rosario la siguió de rodillas. En el mismo instante oyéronse tres golpes, tres estampidos, tres cañonazos. Era el corazón de María Remedios que tocaba a la puerta, agitando la aldaba. La casa se estremecía con temblor pavoroso. Madre e hija se quedaron como estatuas.

Bajó a abrir un criado, y poco después, en la habitación de Doña Perfecta, entró María Remedios, que no era mujer, sino un basilisco envuelto en un   —307→   mantón. Su rostro encendido por la ansiedad despedía fuego.

-Ahí está, ahí está -dijo al entrar-. Se ha metido en la huerta por la puertecilla condenada...

Tomaba aliento a cada sílaba.

-Ya entiendo -repitió doña Perfecta con una especie de bramido.

Rosario cayó exánime al suelo y perdió el conocimiento.

-Bajemos -dijo doña Perfecta sin hacer caso del desmayo de su hija.

Las dos mujeres se deslizaron por la escalera como dos culebras. Las criadas y el criado estaban en la galería sin saber qué hacer. Doña Perfecta pasó por el comedor a la huerta, seguida de María Remedios.

-Afortunadamente tenemos ahí a Ca... Ca... Caballuco -dijo la sobrina del canónigo.

-¿Dónde?

-En la huerta también... Sal... sal... saltó la tapia.

Doña Perfecta exploró la oscuridad con sus ojos llenos de ira. El rencor les daba la singular videncia de la raza felina.

-Allí veo un bulto... -dijo-. Va hacia las adelfas.

-Es él -gritó Remedios-. Pero allá aparece Ramos... ¡Ramos!

Distinguieron perfectamente la colosal figura del Centauro.

  —308→  

-Hacia las adelfas... Ramos, hacia las adelfas...

Doña Perfecta adelantó algunos pasos. Su voz ronca, que vibraba con acento terrible, disparó estas palabras:

-Cristóbal, Cristóbal... ¡mátale!

Oyose un tiro.

Después otro.



  —309→  

ArribaAbajo- XXXII -

De D. Cayetano Polentinos a un su amigo de Madrid


Orbajosa 21 de Abril.

«Querido amigo: Envíeme Vd. sin tardanza la edición de 1622 que dice ha encontrado entre los libros de la testamentaría de Corchuelo. Pago ese ejemplar a cualquier precio. Hace tiempo que lo busco inútilmente, y me tendré por mortal venturosísimo poseyéndolo. Ha de hallar Vd. en el colophon18 un casco con emblema sobre la palabra Tractado, y la segunda X de la fecha MDCXXII ha de tener el rabillo torcido. Si en efecto, concuerdan estas señas con el ejemplar, póngame Vd. un parte telegráfico, porque estoy muy inquieto... aunque ahora me acuerdo de que el telégrafo, con motivo de estas importunas y fastidiosas guerras, no funciona. A correo vuelto espero la contestación.

»Pronto, amigo mío, pasaré a Madrid con objeto   —310→   de imprimir este tan esperado trabajo de los Linajes de Orbajosa. Agradezco a Vd. su benevolencia, mi querido amigo; pero no puedo admitirla en lo que tiene de lisonja. No merece mi trabajo, en verdad, los pomposos calificativos con que Vd. lo encarece; es obra de paciencia y estudio, monumento tosco, pero sólido y grande, que elevo a las grandezas de mi amada patria. Pobre y feo en su hechura, tiene de noble la idea que lo ha engendrado, la cual no es otra que convertir los ojos de esta generación descreída y soberbia hacia los maravillosos hechos y acrisoladas virtudes de nuestros antepasados. ¡Ojalá que la juventud estudiosa de nuestro país diera este paso a que con todas mis fuerzas la incito! ¡Ojalá fueran puestos en perpetuo olvido los abominables estudios y hábitos intelectuales introducidos por el desenfreno escolástico y las erradas doctrinas! ¡Ojalá se emplearan exclusivamente nuestros sabios en la contemplación de aquellas gloriosas edades, para que, penetrados de la sustancia y benéfica savia de ellas los modernos tiempos, desapareciera este loco afán de mudanzas y esta ridícula manía de apropiarnos ideas extrañas, que pugnan con nuestro primoroso organismo nacional! Temo mucho que mis deseos no se vean cumplidos, y que la contemplación de las perfecciones pasadas quede circunscrita al estrecho círculo en que hoy se halla, entre el torbellino de la demente juventud que corre detrás de vanas utopías   —311→   y bárbaras novedades. ¡Cómo ha de ser, amigo mío! Creo que dentro de algún tiempo ha de estar nuestra pobre España tan desfigurada, que no se conocerá ella misma ni aun mirándose en el clarísimo espejo de su limpia historia.

»No quiero levantar mano de esta carta sin participar a Vd. un suceso desagradable; la desastrosa muerte de un estimable joven muy conocido en Madrid, el ingeniero de caminos D. José de Rey, sobrino de mi cuñada. Acaeció este triste suceso anoche en la huerta de nuestra casa, y aún no he formado juicio exacto sobre las causas que pudieron arrastrar al desgraciado Rey a esta horrible y criminal determinación. Según me ha referido Perfecta esta mañana cuando volví de Mundo Grande, Pepe Rey a eso de las doce de la noche, penetró en la huerta de esta casa y se pegó un tiro en la sien derecha, quedando muerto en el acto. Figúrese usted la consternación y alarma que se produciría en esta pacífica y honrada mansión. La pobre Perfecta se impresionó tan vivamente, que nos hemos asustado; pero ya está mejor, y esta tarde hemos logrado que tome un sopicaldo. Empleamos todos los medios de consolarla, y como es buena cristiana, sabe soportar con edificante resignación las mayores desgracias.

»Acá para entre los dos, amigo mío, diré a usted, que en el terrible atentado del joven Rey contra su propia existencia, debió influir grandemente   —312→   una pasión contrariada, tal vez los remordimientos por su conducta y el estado de hipocondría amarguísima en que se encontraba su espíritu. Yo le apreciaba mucho; creo que no carecía de excelentes cualidades; pero aquí estaba tan mal estimado, que ni una sola vez oí hablar bien de él. Según dicen, hacía alarde de ideas y opiniones extravagantísimas; burlábase de la religión; entraba en la iglesia fumando y con el sombrero puesto; no respetaba nada y para él no había en el mundo pudor, ni virtudes, ni alma, ni ideal, ni fe, sino tan sólo teodolitos, escuadras, reglas, máquinas, niveles, picos y azadas. ¿Qué tal? En honor de la verdad, debo decir, que en sus conversaciones conmigo, siempre disimuló tales ideas, sin duda por miedo a ser destrozado por la metralla de mis argumentos; pero de público se refieren de él mil cuentos de herejías estupendas y desafueros.

»No puedo seguir, querido, porque en este momento siento tiros de fusilería. Como no me entusiasman los combates, ni soy guerrero, el pulso me flaquea un tantico. Ya le impondrá a Vd. de algunos pormenores de esta guerra, su afectísimo, etc., etc.».

22 de Abril.

«Mi inolvidable amigo: Hoy hemos tenido una sangrienta refriega en las inmediaciones de Orbajosa. La gran partida levantada en Villahorrenda   —313→   ha sido atacada por las tropas con gran coraje. Ha habido muchas bajas por una y otra parte. Después se dispersaron los bravos guerrilleros; pero van muy envalentonados, y quizá oiga Vd. maravillas. Mándalos, a pesar de estar herido en un brazo, no se sabe cómo ni cuándo, Cristóbal Caballuco, hijo de aquel egregio Caballuco que usted conoció en la pasada guerra. Es el caudillo actual hombre de grandes condiciones para el mando, y además honrado y sencillo. Como al fin hemos de presenciar un arreglito amistoso, presumo que Caballuco será general del ejército español, con lo cual uno y otro ganarán mucho.

»Yo deploro esta guerra, que va tomando proporciones alarmantes; pero reconozco que nuestros bravos campesinos no son responsables de ella, pues han sido provocados al cruento batallar por la audacia del Gobierno, por la desmoralización de sus sacrílegos delegados, por la saña sistemática con que los representantes del Estado atacan lo más venerando que existe en la conciencia de los pueblos, la fe religiosa y el acrisolado españolismo, que por fortuna se conservan en lugares no infestados aún de la asoladora pestilencia. Cuando a un pueblo se le quiere quitar su alma para infundirle otra; cuando se le quiere descastar, digámoslo así, mudando sus sentimientos, sus costumbres, sus ideas, es natural que ese pueblo se defienda, como el que en mitad de solitario camino se ve asaltado   —314→   de infames ladrones. Lleven a las esferas del Gobierno el espíritu y la salutífera sustancia de mi obra de los Linajes (perdóneme Vd. la inmodestia), y entonces no habrá guerras.

»Hoy hemos tenido aquí una cuestión muy desagradable. El clero, amigo mío, se ha negado a enterrar en sepultura sagrada al infeliz Rey. Yo he intervenido en este asunto, impetrando del señor obispo que levantara anatema de tanto peso; pero nada se ha podido conseguir. Por fin hemos empaquetado el cuerpo del joven en un hoyo que se hizo en el campo de Mundo-Grande, donde mis pacienzudas exploraciones han descubierto la riqueza arqueológica que Vd. conoce. He pasado un rato muy triste, y aún me dura la penosísima impresión que recibí. D. Juan Tafetán y yo somos los únicos que acompañaron el fúnebre cortejo. Poco después fueron allá (cosa rara) esas que llaman aquí las Troyas, y rezaron largo rato sobre la rústica tumba del matemático. Aunque esto parecía una oficiosidad ridícula, me conmovió.

»Respecto de la muerte de Rey, corre por el pueblo el rumor de que fue asesinado. No se sabe por quién. Aseguran que él lo declaró así, pues vivió como hora y media. Guardó secreto, según dicen, respecto a quién fue su matador. Repito esta versión sin desmentirla ni apoyarla. Perfecta no quiere que se hable de este asunto, y se aflige mucho siempre que lo tomo en boca.

  —315→  

»La pobrecita, apenas ocurrida una desgracia, experimenta otra que a todos nos contrista mucho. Amigo mío, ya tenemos una nueva víctima de la funestísima y rancia enfermedad connaturalizada en nuestra familia. La pobre Rosario, que iba saliendo adelante, gracias a nuestros cuidados, está ya perdida de la cabeza. Sus palabras incoherentes, su atroz delirio, su palidez mortal, recuérdanme a mi madre y hermana. Este caso es el más grave que he presenciado en mi familia, pues no se trata de manías, sino de verdadera locura. Es triste, tristísimo, que entre tantos, yo sea el único que ha logrado escapar, conservando mi juicio sano y entero, y totalmente libre de ese funesto mal.

»No he podido dar sus expresiones de Vd. a don Inocencio, porque el pobrecito se nos ha puesto malo de repente y no recibe a nadie, ni permite que le vean sus más íntimos amigos. Pero estoy seguro de que le devuelve a Vd. sus recuerdos, y no dude que pondrá mano al instante en la traducción de varios epigramas latinos que Vd. le recomienda... Suenan tiros otra vez. Dicen que tendremos gresca esta tarde. La tropa acaba de salir».

Barcelona 1.º de Junio.

«Acabo de llegar aquí después de dejar a mi sobrina Rosario en San Baudilio de Llobregat. El director del establecimiento me ha asegurado que es un caso incurable. Tendrá, sí, una asistencia esmeradísima   —316→   en aquel grandioso y alegre manicomio. Mi querido amigo, si alguna vez caigo yo también, llévenme a San Baudilio. Espero encontrar a mi vuelta pruebas de los Linajes. Pienso añadir seis pliegos, porque sería gran falta no publicar las razones que tengo para sostener que Mateo Díez Coronel, autor del Métrico Encomio, desciende por la línea materna de los Guevaras y no de los Burguillos, como ha sostenido erradamente el autor de la Floresta amena.

»Escribo esta carta principalmente para hacerle a Vd. una advertencia. He oído aquí a varias personas hablar de la muerte de Pepe Rey, refiriéndola tal como sucedió efectivamente. Yo revelé a Vd. este secreto cuando nos vimos en Madrid, contándole lo que supe algún tiempo después del suceso. Extraño mucho que no habiéndolo dicho yo a nadie más que a Vd., lo cuenten aquí con todos sus pelos y señales, explicando cómo entró en la huerta, cómo descargó su revólver sobre Caballuco cuando vio que este le acometía con la navaja, cómo Ramos le disparó después con tanto acierto que le dejó en el sitio... En fin, mi querido amigo, por si inadvertidamente ha hablado de esto con alguien, le recuerdo que es un secreto de familia, y con esto basta para una persona tan prudente y discreta como usted.

»Albricias, albricias. En un periodiquín he leído que Caballuco ha derrotado al brigadier Batalla».

  —317→  

Orbajosa 12 de Diciembre.

«Perfecta me encarga muchas expresiones para usted. Se ha reído mucho con la especiota de su casamiento. La verdad es que en nuestro pueblo se dice también. Ella lo niega, y ríe mucho cuando se le dice. En caso de que esto tenga visos de formalidad, yo le negaré mi aprobación, porque Jacinto tiene veintidós años menos que ella, y aunque Perfecta se conserva muy bien y ahora ha echado carnes y se ha puesto muy guapa, no creo que tal unión pueda ser provechosa. Si he de decir la verdad, no veo al chico muy entusiasmado. Su madre doña María Remedios es la que me parece que se dejaría cortar ambas orejas porque este ante-proyecto fuese siquiera proyecto.

»Una sensible noticia tengo que dar a Vd. Ya no tenemos Penitenciario, no precisamente porque haya pasado a mejor vida, sino porque el pobrecito está desde el mes de Abril tan acongojado, tan melancólico, tan taciturno que no se le conoce. Ya no hay en él ni siquiera dejos de aquel humor ático, de aquella jovialidad correcta y clásica que le hacía tan amable. Huye de la gente, se encierra en su casa, no recibe a nadie, apenas toma alimento, y ha roto toda clase de relaciones con el mundo. Si le viera Vd. no le conocería, porque se ha quedado   —318→   en los puros huesos. Lo más particular es que ha reñido con su sobrina, y vive solo, enteramente solo en una casucha del arrabal de Baidejos. Ahora dice que renuncia su silla en el coro de la catedral y se marcha a Roma. ¡Ay! Orbajosa pierde mucho, perdiendo a su gran latino. Me parece que pasarán años tras años y no tendremos otro. Nuestra gloriosa España se acaba, se aniquila, se muere».

Orbajosa 23 de Diciembre.

«Mi carísimo amigo: escribo a Vd. a toda prisa para decirle que no puedo remitir hoy las pruebas. Acaba de suceder en mi casa una desgracia espantosa... Me llaman... Tengo que acudir... No sé lo que es de mí.

»Era cierto el proyecto de casamiento de Jacinto con mi cuñada. Esta mañana estaban todos en casa. Se había matado el cerdo para las Pascuas. Las mujeres se ocupaban en las alegres faenas de estos días, y viera Vd. allí a Perfecta con media docena de sus amigas y criadas, ocupándose en limpiar la carne para el adobo, en picarla para los chorizos, en preparar todo lo concerniente al interesante tratado de las morcillas. Entró Jacinto, acercose al grupo, resbaló en una piltrafa y cayó... ¡Horrible suceso que, por lo monstruoso, no parece verdad!... El infeliz muchacho cayó violentamente sobre su madre María Remedios, que tenía un gran   —319→   cuchillo en la mano. Por un mecanismo fatal, el arma se envasó en el pecho del joven, atravesándole el corazón.

»Estoy consternado... ¡Esto es espantoso!... Mañana irán las pruebas... Añadiré otros dos pliegos, porque he descubierto un nuevo orbajosense ilustre. Bernardo Armador de Soto, que fue espolique del duque de Osuna, le sirvió durante la época del virreinato19 de Nápoles y aun hay indicios de que no hizo nada, absolutamente nada en el complot contra Venecia».




Arriba- XXXIII -

Esto se acabó. Es cuanto por ahora podemos decir de las personas que parecen buenas y no lo son.




 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 


Madrid.- Abril de 1876.