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Experimentaciones trágicas en el siglo XVI español

Rinaldo Froldi





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Cuando me dediqué al estudio del teatro valenciano del Quinientos -tantos años ya...!- y a sus relaciones con el teatro de Lope de Vega, debí afrontar también el problema de la existencia de una serie de tentativas de teatro trágico en la España del siglo XVI, por parte de los valencianos en particular, aunque no sólo de ellos (Froldi 1973: 94-116). La perspectiva de mi investigación de entonces, no era sino la de quien se preocupaba de precisar los elementos constitutivos de ese género nuevo, típicamente hispano, que se denominó comedia y que se afirmó con sus características bien definidas hacia finales del siglo para dominar después durante todo el siglo siguiente. Por lo tanto parece natural que mi atención, en aquel momento, prefiriera detenerse (incluso ante el examen de los intentos de teatro trágico) en los motivos que luego confluirían en la estructura de la comedia, y que fuesen estos sobre todo los que yo intentara destacar entonces, aunque no por esto hubiese dejado de hacerme una idea sobre las tentativas de tragedia, sobre todo las de Virués y las de Lupercio Leonardo de Argensola, quienes gozaron de las alabanzas de Cervantes,1 sin olvido de la Numancia del mismo autor. En realidad me pareció que con aquellos diversos intentos no se alcanzaron unos resultados como para afirmar que en España se había consolidado una tradición literaria, y aún menos teatral, propiamente trágica. De hecho esos intentos aparecieron ante mí como episodios sin desarrollo y continuidad que hasta desembocaban en formas híbridas, con abundancia de elementos ya predispuestos a confluir en aquel género nuevo que la monarquía cómica de Lope de Vega, poco después, debía consagrar. Y esta vez en una verdadera, propia y original tradición literaria y teatral.

A pesar de que en todos estos años, a causa de haberme centrado en otros intereses, no haya intervenido directamente en el debate crítico en torno al teatro del Quinientos no por eso he dejado de prestar una viva atención a todo cuanto al respecto se publicaba. Me apresuro a declarar que en lo relativo al teatro trágico del Quinientos mi opinión de entonces se ha reforzado. Así es que aquí me propongo recoger algunos de los principales argumentos que, a mi juicio, sostienen mis puntos de vista. Es obvio que los límites justos que la ocasión impone, me obligarán a sintetizarlos.

Ante todo, cuando se usa el término tragedia, estimo que es oportuno cumplir una operación que, en general, no se ha realizado: individuar el significado que, en la España de esa época, tenía dicho término. Durante la mayor parte del siglo, notamos que, en España, el término conserva la acepción que le había conferido la larga tradición medieval. Todos sabemos que los gramáticos de la baja latinidad excluyeron   —458→   las formas dramáticas de las definiciones, esencialmente estilísticas, que dieron de los términos tragedia y comedia. La Edad Media recibió esta herencia, no la clásica, y sólo en parte se acercó al teatro clásico por medio de Séneca, cuyo descubrimiento pudo dar una idea menos fragmentaria y confusa de las formas clásicas, idea que se contaminó con la de carácter estilístico antes aludida. En España todas las definiciones que en el siglo XV se dan de la tragedia (Juan de Mena, Marqués de Santillana, Hernán Núñez) corresponden a la idea de una forma de narración épica con partes dialogadas que empieza felizmente y acaba tristemente, de estilo elevado y con personajes ilustres. Pasando al XVI, es obvio recordar a Fernando de Rojas que, en los primeros años del siglo, debate el problema del título de su obra y -según los cánones aludidos- cambia el de Comedia de Calixto y Melibea por el de Tragicomedia de Calixto y Melibea. Bartolomé de Torres Naharro en el Prohemio a su Propalladia da una definición de la tragedia que se remonta a Diomedes: «heroice fortune in adversis comprehensio». Y no insiste sobre el tema pues lo que le interesa es declarar, y esta vez no sin originalidad, su propio concepto de comedia (Gillet 1951, IV: 142). Verdaderamente, en el primer Quinientos no hay huellas de la existencia de un nuevo y diverso concepto de tragedia, ligado a un género teatral específico, e incluso más adelante -y esto por muchos años- no hay indicios de debate alguno en torno al género trágico, cosa que, por el contrario, se da en Italia con el renovado interés crítico por la Poética de Aristóteles. El término tragedia continúa siendo usado con su significado de origen medieval y cada vez más con su prevalente valor de contenido; esto es, con la denotación de fin no feliz, con la muerte de uno o varios personajes. El hecho de que el término carezca aún de una precisa connotación de género se advierte cuando aparece hasta en alternativa con farsa en composiciones que desde luego son farsas, aunque carentes de un final feliz como hubiera sido lo normal. Por ejemplo, Juan Pastor, hacia 1530, al titular una égloga pastoril suya, que concluye con el suicidio de la protagonista y cuyo lenguaje es indudablemente poco elevado (Bonilla y San Martín (1912: 148) llegó a definirlo «rústico y chabacano»), lo hace así: Farsa o tragedia de Lucrecia;2 asimismo el anónimo autor de la Farsa a manera de tragedia, impresa en Valencia en 1537,3 nos proporciona la explicación de tal título: «... merece / que la llamemos tragedia / porque en dos muertes fenece». Más aún: Juan Cyrne titula Tragedia de los amores de Eneas una composición suya, modelada según la estructura teatral de Torres Naharro, más que nada como referencia a la solemnidad mítica de los personajes y por la muerte de la protagonista,4 mientras que Sebastián Fernández, continuador tardío de la tradición celestinesca, escribe su Tragedia Policiana, obra narrativa en prosa -y por ende destinada a la lectura- cuyo título se debe a la muerte de Policiano y Filomena, protagonistas de la acción.5 Ya antes, en 1536, Cristóbal de Villalón había escrito en prosa narrativa la Tragedia de Mirrha o sea la Historia de los infelices amores de la desdichada Mirra.6 Recordemos también que, en 1566, Alonso de la Vega publica una comedia pastoril con claro influjo de la narrativa italiana, y la titula Tragedia Serafina porque al final la protagonista se mata delante del cadáver del amado.7 En todos estos casos no se advierten señales de una búsqueda consciente que desemboque ni en el reconocimiento de una tradición de «género» en que el autor quiera colocarse (operación ésta normal en la cultura   —459→   literaria renacentista), ni -mucho menos- en el esfuerzo de definición original de un propio concepto de «género».

No obstante, se podría objetar que en ambientes más cultos y humanísticos se tiene conciencia del género trágico tal y como se realizó en la tradición clásica. Cuando -en 1750- Montiano y Luyando, en polémica con los detractores extranjeros del teatro español, quiso reivindicar para el teatro de su patria la existencia de una tragedia del Quinientos en toda regla, citó (Montiano 1750: 41) como primer representante de este teatro trágico a Fernán Pérez de Oliva, quien, en torno a los años 30, fue autor de traducciones de obras de Sófocles y Eurípides: del primero, Electra, a cuya versión dio el título de La venganza de Agamenón, del segundo Écuba, que llamó Hécuba triste. Mas de una atenta consideración de cuanto el mismo Pérez de Oliva escribe sobre su propia iniciativa de traductor, deducimos que su empeño teatral es absolutamente secundario ante su interés lingüístico y estilístico. Y es que declara sin ambages que la finalidad de su empresa no era sino la de demostrar qué alta perfección había alcanzado la lengua castellana, hasta el punto de poder afrontar ya, sin dificultades, la ardua prueba de traducir obras de tan elevado contenido y estilo como -por tradición- se venían considerando las tragedias griegas. Pérez de Oliva afirma los plenos derechos del español -idioma moderno ya maduro- de reemplazar a las lenguas clásicas. La prosa de sus libres traducciones es sin duda excelente, pero deja entrever la que fue su intención de fondo y que el estudioso americano George Peale con agudeza percibe: «las libertades que se tomó con sus modelos griegos se orientaron únicamente al fin pragmático de traducir la teoría y la práctica de la retórica clásica al castellano» (Peale 1976: XVII).8 Por lo que sabemos, el comportamiento de otros autores, cercanos al ambiente humanístico, tampoco se aleja mucho del anterior. No ha llegado hasta nosotros la traducción de Pedro Simón Abril de la Medea de Eurípides, pero por cuanto él mismo dice9 sabemos que se trataba de una traducción literal, puesta junto al texto griego, y que debía servir como ejercicio lingüístico de los estudiantes que cursaban el tercer, año. Del mismo carácter didáctico es la traducción del Alcestis de Eurípides, conservada como apéndice al Typus Institutionum Grammaticarum de Pedro Juan Núñez (Barcelona, 1577). La traducción de fray Luis de León de la Andrómaca de Eurípides, de la que se conservan dos breves fragmentos, ciertamente obedecía a los principios que el mismo fray Luis expone con relación a sus traducciones del griego y del latín: «Trataba de traducir [...] sin añadir ni quitar sentencias y con guardar cuanto es posible las figuras del original y su donaire y hacer que hablen castellano y no como extranjeras y advenidizas [...] A lo cual yo me incliné sólo por mostrar que nuestra lengua recibe bien todo lo que se le encomienda y que no es dura ni pobre, como algunos dicen, sino de cera y abundante para los que la saben tratar».10 Al lado de las traducciones, siempre en el reducto humanístico, hubo representaciones de textos originales en latín (en la inmensa mayoría de los casos, orientados hacia el género cómico y no hacia el trágico): éstas tenían también una fundamental finalidad didáctica y quedaron restringidas en el ámbito cerrado de los claustros universitarios: ejercicios pedagógicos que me resulta difícil considerar como un filón de la tragedia «renacentista» española, faltándoles lo que es fundamental para   —460→   que tal pueda considerarse: la conciencia de «género» teatral como realidad operante para un público contemporáneo.

Consideración aparte merece el teatro «de colegio» o teatro jesuítico, en el que se ha querido reconocer la presencia de otro filón del género trágico en la España del Renacimiento.11 Ante todo habría que observar que el teatro jesuítico (que es fenómeno europeo y no exclusivamente español) culturalmente se inscribe en el movimiento de la Contrarreforma, y que literaria y estilísticamente conviene estudiarlo como expresión del Manierismo o del Barroco más que como manifestación del Renacimiento. Es cierto que algunos textos -la minoría- de este teatro «de colegio» tienen el subtítulo de «tragedias». Mas aquí también será preciso puntualizar antes qué entendían por «tragedia» sus respectivos autores. Se trataba de ejercicios teatrales en latín -contaminados, al pasar de los años, con adiciones de textos en castellano- que se realizaban en los colegios en determinadas fechas (inauguración y clausura del curso, fiestas religiosas...). Estaban compuestos y dirigidos por los jesuitas maestros de retórica, y su contenido era decididamente moralista: oposición entre el bien y el mal, la verdad y el error; exclusión categórica de los temas amorosos. En resumidas cuentas, sustancialmente, constituían un ejercicio lingüístico al tiempo que obras edificantes según la pedagogía ignaciana. Las representaciones tenían lugar en el reducido ambiente del colegio, donde podían asistir los parientes de los colegiales, amén de la nobleza invitada. De la consideración de estos elementos, así como del examen de los textos que se han salvado, aparece la evidencia de que no tuvo lugar un particular intento de fundación del género trágico. En todo caso, se produjo una conexión evidente con la tradición del teatro medieval: uso de abstracciones y de figuras alegóricas, dentro del marco del dominante carácter educativo en un plano moral y religioso. En efecto, un teatro religioso había continuado existiendo en España: lo encontramos en la primera parte del siglo, aún antes de la fundación de los colegios ignacianos. En este teatro el término «tragedia», cuando aparece siempre se relaciona con el significado de ascendencia medieval que ya hemos precisado. Es el caso, probablemente, de los textos perdidos de Vasco Díaz Tanco del Fregenal: las obras que de él nos han llegado nos revelan la tipología de su cultura y él mismo nos informa de que compuso tres tragedias de tema bíblico que se remontan, con toda probabilidad, a los años 20; o es el caso de Micael de Carvajal cuya Tragedia Josefina (hacia 1535) tiene un evidente carácter de drama popular en la línea de la tradición medieval en la cual pueden entrar elementos en aparencia griegos, pero que vienen de Séneca, como los coros del final de cada acto. Lo dicho vale también para los espectáculos de los teatros «de colegio»: el término tragedia lo encontramos siempre que aparecen en la escena altos personajes -bíblicos por lo general- o cuando muere el protagonista, siempre un mártir destinado a los altares. La conclusión se dedica, más que nada, a la celebración de la figura del santo, protagonista de la acción. Tampoco en este caso hay preocupación por la fundación de un género propiamente trágico; se trata más bien de montar un espectáculo educativo y conmovedor. Es también muy interesante subrayar lo que ha observado Nigel Griffin en su edición de dos dramas jesuíticos sobre la historia de Achab; es decir, que en las relaciones de sus actividades que cada cuatro meses los Colegios presentaban a Roma, se daba noticia de todos los   —461→   espectáculos organizados por ellos insistiendo, no en las características y calidades de los textos, sino en los detalles escénicos exteriores (Griffin 1976: X). Lo anterior nos lleva a observar la presencia de elementos que, más tarde, caracterizarán los autos o las comedias de santos. Tampoco hay que olvidar que el teatro jesuítico cuenta con una historia propia, autónoma, a lo largo de todo el siglo XVII.

A nuestro parecer, la estación de las tentativas de tragedia, con conciencia de «género» y de la oposición entre lo antiguo y lo moderno, se abre en España cuando Jerónimo Bermúdez, bajo el seudónimo de Antonio de Silva, publica en 1577 sus dos Nises: la lastimosa y la laureada a las que da el título de Primeras tragedias españolas; y esto, según estimo yo, con razón y sin jactancia alguna. Después de él se dan otros intentos de tragedia con Artieda, Virués, Juan de La Cueva, Argensola, Cervantes y Lobo Lasso de La Vega. Como resulta que las tragedias del último autor se publicaron en 1587, podemos afirmar que se trata, en sustancia, de un decenio: 1577-1587. Es de tener presente que este período coincide con el que en Valencia contempla el ensayo de aquellas estructuras teatrales que desembocarán en la comedia. Y nótese que algunos de estos autores trágicos como Artieda, Cueva y Cervantes escriben comedias también, por no mencionar la evolución interna de Virués, cuya obra, probablemente la última, La infelice Marcela, en verdad parece arduo pensar que sea una tragedia. Pero hay más: en ninguno de estos intentos de tragedia se advierten tendencias hacia un riguroso clasicismo o aristotelismo. Sólo Bermúdez (que basa su Nise lastimosa en el texto portugués de Ferreira, influido a su vez por el drama humanístico que, en Portugal, había seguido un desarrollo bastante más amplio y profundo que en España) da muestras de querer reinstaurar el género clásico, aunque con base temática moderna e ibérica.12 No obstante, en su Nise laureada -segunda parte más personal, aunque menos acertada que la anterior- revela menor preocupación por el respeto de las formas inherentes a la tradición clásica. De este modo, y sin lugar a dudas, se sobrepasaba el gusto renacentista para dirigirse con pasos firmes hacia el barroco. Más aún: la fuerte preocupación por la representación escénica llevó a los españoles -incluso donde aparecía claramente el desprecio por el vulgo y la consciente voluntad de realizar un teatro culto - a la búsqueda de elementos modernos, ya en el plano de la estructura como en el de los contenidos; elementos muy cercanos, y en ciertos casos idénticos, a los que contemporáneamente venían realizándose en el ámbito de la comedia: elementos señalados no sólo en mi viejo estudio, sino reconocidos también por Alfredo Hermenegildo, cuyo interés -distinto del mío- era el de definir los caracteres de la tradición trágica del Quinientos español, que él juzga compleja y variamente articulada. Esos elementos que contribuirían a formar la comedia y constituyen el aspecto más original e innovador del teatro valenciano, los han analizado después, con profundidad, estudiosos más jóvenes que yo, entre los cuales fue el primero el americano John Weiger y luego los investigadores españoles del grupo valenciano, guiado por Juan Oleza.13 Hermenegildo, al cual se debe el mérito de haber dado sucesivamente, y algunas recientes, sendas interpretaciones de unas tragedias españolas del aludido decenio con relación a la realidad histórica e ideológica de la época, en su edición de la Tragedia de la destruyción de Costantinopla, afirma que Lasso de La Vega es el escritor que «continua, cierra y liquida   —462→   la corriente trágica que invade la escena de la España filipina» (Hermenegildo 1983: 18). La realidad histórica, en efecto, enseña que después de la publicación de las obras de Lasso de La Vega no hay indicios de ulteriores intentos de tragedias. Son los años en que, después de su experiencia cultural valenciana, Lope de Vega alza su monarquía cómica; años del triunfo, con otras palabras, de la comedia, género nuevo y genuinamente español con la posibilidad implícita de acoger también en sus originales y modernas estructuras, al elemento trágico, hecho que -puntualmente- se verificará en el siglo siguiente.

Después de estas observaciones, por obvios motivos tan sucintas como apresuradas, y -a modo de conclusión- cabe preguntarse: ¿qué deberían tener en consideración los estudiosos que quisieran profundizar en aspectos parciales, o bien, en el problema de fondo de la tragedia en la España del siglo XVI? (y es evidente que entre de estos estudiosos no excluyo mi presencia). Mi opinión es que, antes de nada, se deberá prestar atención al significado que se da en la época al término «tragedia». Según mi parecer, sólo muy tarde éste asume un significado específico de género teatral y esto se debe al hecho de que en la España del XVI no tuvo lugar debate crítico alguno en torno al texto fundamental de la teoría trágica clásica: la Poética de Aristóteles como confirman los estudios más o menos recientes de Newels, Kohut, Martí, Rico Verdú y García Berrio.14 La obra de Pinciano que su autor quiso componer -como él mismo declara- «por ver mi patria, florecida en todos las demás disciplinas, estar en esta parte tan falta y necesitada» (López Pinciano 1953, I: 8) se publicó en los últimos años del siglo, cuando había caído ya el telón sobre los intentos de llevar tragedias a las escenas.

No está de más considerar otro aspecto fundamental de la realidad cultural española del siglo XVI. Mientras en Italia y en Francia el resurgir del teatro trágico está ligado estrechamente al influjo de Séneca, en España se da la circunstancia de que el teatro de dicho autor se conoce poco. Esto no quiere decir que algún humanista no hubiera leído, por ejemplo, la edición de Erasmo de 1515: la verdad es que Séneca no se publicó ni se tradujo en España en el siglo XVI. Sólo en el último cuarto de siglo, Séneca y el teatro clásico penetraron en España por influjo portugués e italiano. Lo reconoció así Karl Alfred Blüher, quien, en la reciente edición española de su Seneca in Spanien, sostiene que la imitación de Séneca «nació menos de un uso directo de las tragedias de Séneca que de modelos italianos» (Blüher 1983: 328).

He aquí otro tema de estudio: las relaciones del teatro trágico español con el italiano. En estos últimos tiempos se ha estudiado mucho el teatro trágico italiano y se han revisado las interpretaciones tradicionales, sobre todo por lo que se refiere a la influencia de Séneca, y a las relaciones entre tratadistas y autores de tragedias (que muchas veces son las mismas personas).15 Por el contrario, en el campo de las relaciones entre España e Italia, por lo que se refiere a la tragedia, nos hemos quedado, más o menos, en lo que señalaron Mérimée, Guerrieri Crocetti, Green y Sargent. Por otro lado sabemos con seguridad que Virués, Argensola y Cervantes pasaron temporadas en Italia. Creo que estudiar el problema podría llevar a interesantes descubrimientos.

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Blüher, por cuanto a la tragedia española concierne, afirma que constituyó «un episodio de corta vida, que pronto fue suplantado por la evolución propia del teatro español» (Blüher 1983: 328). Esta conclusiva opinión coincide con la nuestra. Las manifestaciones trágicas con la clara intención de constituir un género teatral y con una voluntad precisa de representar ante un público fueron escasas y -como hemos visto- sólo ubicadas en un decenio. Me parece que no se puede sino llegar a la conclusión de que los intentos de tragedia fracasaron. La tragedia, sin la preparación de un debate teórico específico, en lucha desde el momento de su aparición con un teatro de estampa cómica que en España disponía de una propia y más remota tradición viva en la escena; impedida -además- en su desarrollo, por una estructura social que, después del Renacimiento se iba haciendo cada vez más rígida y jerarquizada, y que acabó por favorecer el espectáculo de evasión y siempre respetuoso de las normas codificadas por la clase dominante (freno, por lo tanto, de la libertad del debate sobre temas de fuerte empeño ideológico) se redujo a escasos intentos y experimentaciones que, en un espacio limitado de tiempo, se asomaron a la escena, pero que no tuvieron éxito de público (Ruiz Ramón, 1979: 99-100) y, así, ni siquiera pudieron disponer de posibilidades de cara a un desarrollo autónomo en el futuro.

Mi opinión es que -si queremos ser críticamente rigurosos- en el ámbito de la historiografía teatral española sería exacto hablar, no de la existencia en el siglo XVI de una «tragedia española» sino tan sólo de unas «experimentaciones trágicas» cuyo valor cultural estriba sobre todo -y un poco paradójicamente- en el hecho de que en su seno brotaron y se desarrollaron unos gérmenes que fructificarían en el género nuevo que estaba a punto de triunfar: la comedia.





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