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ArribaAbajo- XVII -

El teatro poético: su renacimiento en España y en el mundo entero


Monna Vana. -Francesca de Rimini. -La Nave. -Chantecler. -Gerineldo. -Las Hijas del Cid, etc.


La Moda -me decía poco ha Linares Rivas, autor del bello Caballero Lobo- se vuelve hacia el teatro poético: yo quiero escribir una pieza histórica en verso.

Y como para corroborar estas palabras, el poeta Eduardo Marquina nos hace un elogio de la forma poética, que él por cierto ha cultivado con éxito así en Las Hijas del Cid (hablé de esta obra en su sazón) como en Doña María la Brava.

La poesía -dice Marquina en conceptos intensos y llenos de calor de juventud-, la poesía no es la materia, sino «un modo» de la materia. Desde que esta verdad tan fundamental se ha abierto paso, una revolución definitiva ha trastornado y vuelto a crear todos los géneros poéticos. La poesía no es, como afirmaron los neoclásicos dogmáticos ni una selección de asuntos ni un rango de palabras: es una cuestión de forma y una ordenación perfecta de vocablos.

Pero aquí «forma» y «ordenación» tienen un sentido infinitamente superior al que, de antiguo, se lo atribuía en los tratados, y si han venido a ser todo lo esencial del elemento poético, no es porque de la poesía nos formemos hoy un concepto mas bajo y más estrecho quo los antiguos, sino porque «forma» y «ordenación» tienen, para nosotros, un valor espiritual más hondo y positivo que tuvieron para los retóricos y gramáticos las ideas de «belleza», «armonía», «rima», «lenguaje poético» y demás ingredientes conocidos. Aquélla era una fotografía poética, un plano de la poesía con cálculos de altura y escala de comparación; nosotros pretendemos considerar la poesía «esencialmente» de dentro a fuera, en lo que constituye su acción propia, la ley de su constante creación.

Es goethiana la frase de «monumentalizar la vida», refiriéndose a la poesía. Y ya en ella, se atribuye a este arte, como a todos una actividad «formal». La vida se nos presenta enlazada, continuada, fuerte, perenne.


Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar...



Cada fragmento de esta vida que nosotros arranquemos de la masa total, moriría, aislado de su fuerza de continuidad, como una flor que arranquemos de la planta. Es necesario envolver este fragmento en una forma, sutil y vibrante, capaz de sustituir virtualmente la continuidad material de aquel fragmento con los anteriores, los concomitantes y los sucesivos, que eran la razón de su vida. Es necesario que el hecho aislado, objeto de nuestro canto, si no queremos que muera, logre, en él, la misma «importación en el presente», origen del porvenir, que es íntima forma de la vida.

La forma poética, de consiguiente, suprime, no el tiempo, sino la medida humana del tiempo.

Hay en la forma poética, es decir, en la poesía, por encima de todo, esta «reintegración vital» del hecho cantado. Las cosas que desaparecían fatalmente en la evolución material de la vida, las salva la poesía de perecer, creando a su alrededor, con cuanta virtud puede, esta atmósfera sutil de la forma, que se sustituye a la forma temporal. De aquí todas las definiciones, en parte exactas, de la poesía, atribuyendo a este arte, un poder de eternidad. «La poesía revela la 'esencia' de las cosas», revela su elemento «eterno», destruye lo accidental y relativo para mostrarnos lo «sustancial» y «absoluto», etc, etc. Todas estas definiciones, en parte exactas, prescinden de la verdadera poética para no fijarse más que en los resultados. La poesía, efectivamente, parece, reducirse a una eternización (monumentalización, ha dicho Goethe) de las cosas; pero no es aislándolas de lo que llamamos tiempo, sino poniéndolas en condiciones de una integración constante en él, como lo logra».

Y tras este cálido y frondoso elogio de la musa, Marquina nos promete un estudio sobre el teatro poético, estudio que espero con interés y del que me ocuparé a su tiempo.

Que el público busca nuevas orientaciones dramáticas, es un hecho; que el teatro realista no le satisface ya, es otro hecho innegable.

«El realismo -dice Álvaro Alcalá Galiano, joven escritor de la aristocracia, española que acaba de enviarme su primer libro, Impresiones de Arte-, el realismo, tal como se entiende, no puede crear un modelo nuevo de tragedia; para llegar a esas alturas necesitaría el sentimiento poético, alma de los grandes trágicos, y esa inspiración idealista que conmueve a todas las razas. Le falta el apoyo del artista y el del público aficionado al drama, porque al encerrar la vida en los estrechos moldes de la comedia, el actor dramático tiene que limitarse a las piezas del antiguo repertorio, ya poético, ya puramente efectista, que le proporciona sus ruidosos éxitos. ¿Cómo explicar, si no, que los grandes artistas sigan representando esos papeles dramáticos de una escuela que hoy desdeñan los autores?... Si el realismo interesara igualmente al espectador, aquéllas se habrían perdido en el olvido; pero, al contrario, esas permanecen y las obras del día pasan con velocidad cinematográfica. Al público no puede interesarle un arte prosaico, falto de sensibilidad, que ni llega al alma, ni conmueve, ni abre nuevos horizontes. El arte no es una fotografía; hay algo más allá de lo que vemos: es lo que imaginamos y lo que sentimos; pero sin imaginación fantaseadora, la obra de arte nunca llega hasta las cumbres de la poesía, que todo lo idealiza. La observación de por sí es crítica, fría y reflexiva, prosaica en su forma y en su fondo. Ha triunfado en el teatro, pero sólo al concebir comedias donde halla el humorismo su adecuado género, satirizando la vida real. Aristófanes, Molière, Sheridan, Moratín y otros ingenios universales que han retratado a sus contemporáneos, sólo fueron autores de comedias; los grandes creadores sacaron de la nada sus figuras inmortales, como Esquilo y Sófocles, Lope de Vega y Calderón, Shakespeare y Schiller, los cuales vieron la realidad bajo la luz del idealismo, que purifica todo lo vulgar y sabe hacer grande hasta lo más inmundo. Sin esa inspiración verdadera del poeta dramático, llena de fuerza y de vigor, la observación y la realidad nos dejarán completamente indiferentes, porque un autor dramático no ha de ponerse al nivel del público, sino que ha de elevar su mentalidad, iniciándole en un arte nuevo. Debe cambiar la forma, debe ampliar más su cuadro, buscando la variedad, que es la nota característica de nuestro tiempo».

*  *  *

El realismo no ha cumplido ni con los cánones de la estética ni con los cánones de la vida.

Su único mérito debió ser la verdad; pero ni como verdad ha existido. Sus pinturas, exageradas siempre, no nos mostraban al mundo sino prolongado hacia abajo, al revés del idealismo, que nos lo ha mostrado siempre prolongado hacia arriba, hacia el ensueño. La única razón de ser del realismo, el famoso documento humano, es errónea. Jamás ha habido documento humano en esa escuela. Es más verdadero Hamlet y Macbeth y Otelo, que todos los tipos de Zola o de Mirabeau, como es más real lo inverosímil aparente, lo extraordinario, frecuentísimo en la vida, que la tabla rasa de esas existencias sin relieve que se complacían en pintarnos los de la escuela del autor de Madame Bovary, y que, dígase lo que se diga, han sido aderezadas por la imaginación de sus autores.

La vida siempre es móvil, cambiante, varia, propensa al suceso fértil en el incidente, pintoresca, pasional, maravillosa muchas veces.

Los realistas nunca supieron verla. Miopes de nacimiento, se han parecido a Descartes, que, por falta de observación delicada y paciente, juzgaba que la inteligencia de los animales no era más que el mecanismo de un reloj bien arreglado.

Para los realistas, muy capaces de pasarse la vida estudiando cosas nimias mientras el alma múltiple de las cosas mismas alentaba a su lado sin que de ello se percatasen jamás, la verdad tenía que ser forzosamente «normal», «ponderada» en lo alto y extraordinaria, en cambio, en el morbo, en lo patológico. Sólo la enfermedad ha tenido para ellos proporciones. Se han matado los ojos contando las burbujas de cieno, cuando podían contar las estrellas del cielo. La humanidad, con razón, se aparta de ellos decepcionada y procurando aire puro, harta de oler malos olores y de contemplar figuras contrahechas. Un potente y generoso impulso de ideal recorre el mundo y pasa a través de las almas, y el teatro tiene que responder a este impulso. De ahí el nuevo fervor por la poesía escénica; de allí que triunfen D'Annunzio en Italia, Rostand en Francia y en España Benavente cuando sueña, y Marquina cuando poéticamente se asoma a la historia, y Linares Rivas en el emblemático Caballero Lobo, y Castro en el Gerineldo y en la refundición (libérrima) de La Luna de la Sierra, de Vélez Guevara. De allí que cada día el público se muestre más amigo del teatro clásico y más displicente ante el perennemente estúpido problema del adulterio... que siguen sirviéndonos ciertos europeos.

Los mismos Quintero, fotógrafos expertos, procuran condensar en sus obras o diluir en ellas (según) la mayor cantidad de ensueño. Ejemplos: La lucecita, que veía El Centenario, y el novelesco amor de Doña Clarines. El público aplaude estas tentativas. Tiene bastante el pobre con la enojosa y desabrida realidad diaria, y va a buscar al teatro un poco de generoso ensueño que lo reconforte. Ríe de buena gana los realismos, cuando son amables sátiras de la vida, pero en cuanto se les vuelven transcendentales pone gesto de pocos amigos. Quien dude de que volvemos al teatro poético con el ímpetu del hijo pródigo a los brazos de su padre, que lea cuanto se refiere al triunfo de Rostand en Chantecler.

«Todo es Chantecler, todo para Chantecler» -decía sonriendo, en víspera del estreno de la obra de Rostand, Enrique Gómez Carrillo.

Todo es Chantecler, todo para Chantecler... Los ministros y los embajadores que, por lo general, tienen poco respeto por los poetas, ahora se inclinan ante Rostand como ante un semidiós. Los periódicos publican cada mañana los nombres de los elegidos que han gozado de la sin par ventura de asistir a la repétitión de algunas escenas. Ayer era Clemenceau; anteayer Briand; hoy, según se asegura, será el mismísimo Fallières. Mas esto no es todo. En las tertulias bulevarderas de los iniciados, un rumor halagüeño y extraordinario circula desde hace algunos días. «El príncipe heredero de Alemania -dicen los que todo lo saben- va a venir de incógnito a París, con objeto de ver el estreno». Y aunque la noticia probablemente es falsa, no tiene en el fondo nada que pueda extrañar a los parisienses, que viven en una atmósfera obsesionante de «chanteclerismo», que no piensan sino en Chantecler, que no hablan sino de Chantecler.

¡La «chantecleritis» nacional! -exclama un ironista.

No hay, en efecto, más que leer los periódicos puramente noticiosos, ajenos a toda literatura y desdeñosos de toda estética, para comprenderlo. He aquí el Matin. En su primera página encontramos algunas noticias que nos interesan. «Un ministro -dice una de ellas- no puede aceptar ninguna invitación desde el 1.º de Enero, pues desea estar libre la noche del estreno de Chantecler». Y otra: «El doctor Cazin, distinguido cirujano de la Cruz Roja, contaba el otro día que dos clientes suyas, de la más elevada alcurnia, enfermas de cuidado y que deben ser operadas, se niegan a dejarse operar antes de haber asistido al estreno». Y otra: «Un multimillonario americano, que había tomado un palco para la première de Chantecler, creyendo que se verificaría en la fecha señalada, o sea hace más de quince días, y que tenía urgencia de volver a Nueva York, se queja de los perjuicios que los aplazamientos de la gran solemnidad le causan; pero no consiente en marcharse antes de haber oído cantar el gallo simbólico». Estos son los «grandes casos», los casos dignos de publicarse. Pero no son ni los más interesantes ni los más conmovedores. Otros hay, menos conocidos, que indican mejor el entusiasmo popular.

-En las fábricas -decíame ayer un amigo- los obreros toman una butaca para Chantecler, como en España las cigarreras compran un billete de lotería de Navidad. Cada uno pone una peseta. Luego, solemnemente, se rifa el papelito color de rosa. El que lo gana, asistirá en nombre de todos a la fiesta magnífica.

En los círculos literarios, la fiebre es increíble.

-¿Va usted al estreno? -se preguntan todos los chers confréres al encontrarse.

Y todos contestan:

-Sí... Sí... Naturalmente...

Pero, en realidad, son muy pocos los que tienen la suerte de haber recibido una butaca. Y los demás intrigan, y sufren, y se creen humillados...

Para la Prensa extranjera, como un gran favor, Rostand ha dado cuarenta butacas. «Somos los cuarenta escogidos -decíame mi querido Ricardo Blasco que, como todos lo saben, es uno de los corresponsales aquí más estimados y más conocidos-; somos los cuarenta envidiados». Yo comencé por sonreír. Mas luego, viendo que por mi modesto fauteuil se me ofrecen ya, no ciento, sino hasta mil francos, he llegado a ponerme serio.

¡Una butaca de doscientos duros!... ¡Pensar que hay muchos periodistas que pagan tal suma!...

-¿Qué quiere usted que hagamos? -preguntan los que han venido de Nueva York, de Chicago, de Berlín, de Viena, con el encargo de hacer la «crítica» telegráfica del estreno-. Si no asistimos a la première, no habremos cumplido con nuestro deber, y nuestros directores nos harán los cargos consiguientes...

-¿Tanto interesa Chantecler en vuestros países? -preguntan los escépticos.

-Más de lo que se cree, pues la fiebre no es nacional, sino internacional... Los italianos, sobre todo los ardientes y sonoros italianos, no duermen pensando en Chantecler. «Todos los grandes poetas toscanos -dice el Secolo- se disputan con acritud el honor de traducir la obra desconocida». En Inglaterra y en Alemania pasa algo por el estilo. Sólo en España tienen razón. Porque de una comedia que es toda magia verbal, toda alarde de ingenio, toda juego de luces, qué es, os pregunto, lo que se puede traducir...

Hasta para contar el argumento creo que Ricardo Blasco se verá esta noche en gratides apuros, cuando, después de cada acto, tome su pluma de escritor telegráfico y se diga: «Hay que comunicar esto a Madrid cual si fuera el relato de una batalla».

*  *  *

Y después del estreno, y aun cuando la obra de Rostand no es extraordinaria ni mucho menos, la magia omnipotente, de la rima se enseñorea de tal suerte de las almas, que la propia aridez crítica se vuelve toda flores.

L'Action, de Mr. Henry Berenger, dice:

«En una época en que la poesía parecía imposible ya para el teatro, Edmundo Rostand ha tenido la gloria de rejuvenecerla» («rejuvenecerla» digo yo, a ella que es la eterna juventud), de crearla de nuevo, de adaptarla a todos los movimientos de la acción, a todos los estremecimientos de la vida, a todos los sobresaltos del alma. Ya rápida y desnuda como una prosa, ya sonora como una risa y lírica como un ensueño, esta poesía multiplica el prodigio de un drama, cambiante como la vida misma, pájaro maravilloso que ora marcha sobre la tierra, ora canta al cielo, y cuyo plumaje, por momentos replegado, se despliega y se alza de pronto con musical irradiación de alas endiamantadas».

Decid francamente si soñabais que en París y en el siglo XX la poesía obtuviese de la crítica sufragios tales. Mas no es esto todo. Oid al flemático Times, que exclama:

«Es una obra llena de delicias literarias, de alta fantasía, de extraordinaria virtuosidad en la versificación -acrobatismo he oído decir-; algunas veces hay en ella verdadero fervor lírico que está inspirado por el sincero amor y conocimiento de la naturaleza en sus más secretos repliegues. Es nuevo, es ingenioso, es divertido esto como espectáculo. Es, en una palabra, una obra extraordinaria que sólo Rostand podría concebir».

Y el Daily Chronicle:

«La literatura francesa es todavía más rica ahora que ayer. Gracias al genio de M. Rostand acaba de recoger una herencia nueva y gloriosa. ¡Cómo alabar cual conviene esta exquisita pieza en verso con sus sátiras y sus respuestas espirituales y su exposición franca de los pecados humanos: la vanidad, la charlatanería, la hipocresía y la arrogancia! Es Voltaire combinado con Rabelais, sin la vulgaridad del uno y sin la amargura del otro».

Y así, los periódicos todos del mundo. Hemos visto, pues, a las naciones cultas del planeta ocupadas en discutir apasionadamente durante meses una obra del teatro poético. A quien después de esto dude del nuevo fervor espiritual que enciende los corazones del reinado nuevo del alto señor que se llama Ideal, ¿qué podríamos decirle?

Y con respecto a aquellos que lamenten la caída del realismo, que no se desconsuelen más de lo oportuno: nada pierden. Decir que una obra es realista, no es precisamente decir que pinta la vida tal cual es. La vida tal cual es, sólo la pintan los poetas. Retratar con la pluma, con la palabra, con el pincel, es, en suma, fisiológicamente imposible. En las escuelas se ha llevado a cabo este experimento que espero convencerá a los amigos apasionados del realismo. Se les ha mostrado a varios alumnos un paisaje o una habitación amueblada, o simplemente un cuadro. Se les ha hecho que los miren con detenimiento y en seguida se les ha pedido que describan lo que han visto. Pues bien, no ha habido jamás dos discípulos que estén de acuerdo. Todos ven cosas diferentes o ven las cosas de distinto modo. Si cuatro artistas pintan un rincón pintoresco, diferirán los cuatro de tal modo al pintarlo, que apenas podrán compararse los cuatro lienzos. Cuando los Goncourt dijeron que el arte era un rincón de naturaleza visto a través de un temperamento, condenaron en absoluto el realismo, porque los temperamentos no fotografían, no traducen siquiera. Crean con los elementos exteriores extraordinarias arquitecturas internas...

Pero volvamos al drama poético.

*  *  *

El triunfo -más ruidoso aún que el de Rostand- de Gabriel D'Annunzio en La Nave, es otra prueba de la sed de entusiasmo y de ensueño que tienen los públicos civilizados.

En Madrid, la devoción con que va a oírse al Benavente idealista, al de Los Intereses Creados, al de El Príncipe que todo lo aprendió en los libros, al de La Escuela de las Princesas, refuerza mi decir.

El verso, proscrito momentáneamente de la escena, es acogido de nuevo como amo y señor, y el ilustre autor dramático que dijo que en España el porvenir del teatro está en el renacimiento poético, tiene mil veces razón.

Así lo cree conmigo el ya citado Álvaro Alcalá Galiano, quien, comentando las palabras que subrayo, añade:

«En Francia, en Italia, en Inglaterra, los poetas se han alzado victoriosos contra la prosaica escuela decadente, como hicieron los románticos antaño contra la frialdad clásica de la vieja escuela que derrumbaron. A principios de este siglo vemos la inspiración poética rompiendo de nuevo la superficie de hielo que cubría el volcán apagado».

*  *  *

Pero no es esto todo. No sólo triunfa la poesía en el teatro, sino que triunfa la Historia poéticamente evocada, como en los tiempos de Shakespeare o en los de Schiller y Víctor Hugo.

La historia en la vida -dice nuestro Álvaro- como en la escena, es la mejor educadora de los hombres, porque ha producido los más grandes dramas en la realidad, como las más hermosas obras en el teatro.

«Es el pasado en donde se combina la realidad con la poesía, el ideal con las tablas, el esplendor del cuadro que evoca la mise en scène, con la fuerza dramática de las pasiones. Así lo entendió el propio Ibsen en Catilina y Emperador y Galileo; Maeterlinck en Monna Vanna, y hasta Sudermann al dar una espléndida evocación del antiguo Oriente en su tragedia bíblica Johannes. Tener en estos prosaicos tiempos de la escuela moderna un psicólogo como Paul Hervieu, abordando el gran drama histórico Theoroigne de Méricourt, es prueba de que para los dramaturgos, como para los poetas, el pasado es fondo inagotable de inspiración que seduce al artista y logra deleitar al público. En Italia, Gabriel D'Annunzio, con Francesca da Rimini, intentó unir la forma poética y el drama. En Francia, los triunfos inolvidables de Edmond Rostand con Cyrano de Bergerac y L'Aiglon, hacen prever que este renacimiento poético del teatro tendrá lugar al abrir las viejas páginas de la Historia, evocando de nuevo ante el mundo la resurrección ficticia de sus héroes, sepultados en la tumba del olvido».

Tengamos, pues, fe, ¡oh señora poesía!, ¡oh alta musa! El mundo es todavía tuyo. Te creyeron muerta, pero dormías únicamente; como la hija de Jairo.

Vuelve a las tablas de donde te proscribió la árida dramaturgia de última hora, para arrastrar ante los públicos en éxtasis tu manto de emperatriz. ¡Oh musa que hablaste por las bocas de fuego de las Rachel, de las Ristori y de las Sarahs: tuya es de nuevo el alma humana! ¡Tómala en tus brazos, sacúdela, ennoblécela, vivifícala y lánzate otra vez con ella hacia el azul, en medio del abejeo de las estrellas.