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ArribaAbajo- XVIII -

El teatro poético


(2.º Informe)


Será preciso que vuelva a hablar a ustedes del teatro poético.

Trátase de la cuestión palpitante.

La idea está en el ambiente y cada día obtiene un más señalado triunfo en Europa.

No cabe ya ignorarla ni desdeñarla.

El teatro realista, de costumbres (¡y qué costumbres nos viene pintando desde hace veinte años, Dios eterno!), rinde una batalla decisiva. El público da la espalda a las miseras de la vida para volver los ojos a la única realidad, a la interior arquitectura de su ensueño.

Cada día una nueva obra «poética» viene a reforzar el caudal de este teatro del porvenir.

Ahora quiero hablar de tres de estas obras, casi simultáneas: una tragedia italiana La Beffa, de Benelli, que acaba de triunfar en París; una comedia española, Las figuras del Quijote, de Carlos Fernández Shaw, y una pieza para niños representada en la Comedia, de Madrid, La Cabeza del Dragón, del incomparable Valle Inclán.

La Beffa es una tragedia toscana, esencialmente poética. Su acción hace pensar en Boccacio y en sus continuadores. «Es -como decía el mismo Benelli- un encaje mojado en sangre».

He aquí como refiere un cronista el argumento de la pieza:

«El caballero Gianneto Malespina tiene una linda querida que se llama Ginebra.

Una noche, los hermanos Neri y Gabriel Chiaramantesi, bravos de oficio, enamorados de la dama, meten a Gianneto en un saco, lo echan al Arno y se creen dueños de amar sin ser molestados por nadie. Pero Malespina se salva de la cruel beffa y, a su vez, logra hacer encerrar como loco al mayor de los Chiaramantesi, al terrible Neri. «Ya ves -le dice- que la maña vale más que la fuerza. Tú eres hercúleo. Yo soy ingenioso. Tú estás aquí atado con terribles cadenas, mientras yo consuelo a la rubia Ginebra de tu ausencia».

Al cabo de algunos días, Gianneto hace poner en libertad a Nieri y le dice: «Esta noche, si quieres matarme, ven a casa de la Ginebra. En su cama me encontrarás, amoroso y decidido. Ven. Señor loco, ven».

Al mismo tiempo la Ginebra ha dado cita al menor de los Chiaramantesi, a Gabriel, de modo que cuando Neri, loco de celos, entra en la alcoba con el puñal en la mano, en vez de matar a su enemigo, mata a su propio hermano.

Historias como ésta -concluye el expositor- las hay a millares en la literatura toscana de antaño y hogaño. Pero lo que no abunda en ningún país es ese acento feroz y lírico de deseo, de odio, de venganza, de heroísmo, de traición y de burla. Ese acento es el que ha triunfado en Italia y en Francia».

Ese acento, digo yo, sólo puede producirlo el teatro poético y llega ahora casi con el prestigio de la novedad, después de tantos y tantos años de diálogos familiares, en que los conflictos amorosos son siempre pedestres, en que se dicen máximas de mundología mediocre, en que la mujer engaña al marido por interés o por vicio, no por pasión...

París tiene el delito de todo eso y por ello triunfa La Beffa.

Por la primera vez desde que París existe -dice Gómez Carrillo- una obra extranjera cuyo autor es joven, obtiene un éxito grande, ruidoso, unánime y sin ninguna clase de restricciones, como aquellos que acogieron las comedias de Ibsen y de D'Annunzio, en tiempos de Sarah Bernhardt como actriz y sin Jean Richepin como poeta, la tragedia toscana habría triunfado. Hay tanta poesía en esas aventuras florentinas, que son ligeras cual encajes y ardientes cual fiebres!... Al solo ver, cuando el telón se levanta, los trajes de los señores del Renacimiento, amplios y solemnes y cubiertos de oro como las túnicas de los iconos bizantinos, la magnificencia del siglo de Miguel Ángel comienza a alucinarnos. Y luego, al oír el nombre de Lorenzo de Médicis, la ilusión se completa y se precisa.

¡Lorenzo el magnífico!...

Toda la belleza galante acude a nuestra imaginación para fascinarnos en cuanto oímos este nombre. Porque Lorenzo el magnífico es, al mismo tiempo, el espíritu pagano y la pasión cristiana; es el arte impecable, es la sutileza platónica, es la elegancia oriental, es el lujo estupendo y es, asimismo, la crueldad más refinada y la más refinada cortesía: y es el amor voraz, que devora las almas cual un incendio; el amor con sus divisiones horrores, el amor hecho de celos y de lujuria, el amor florentino, en una palabra».

El amor poético, digo yo, para concluir.

*  *  *

En cuanto a Las figuras del Quijote, trátase de una ampliación de cierta obrita muy bella, que gustó en Apolo en su tiempo y que se llama La venta de Don Quijote.

La idea es muy simpática y muy poética al propio tiempo:

Un día, cierto genio que paseaba por ruines pueblos de la Mancha su manquedad y su inopia, topa con una mezquina venta donde por vil precio le dan más vil hospitalidad aún. Come las sobras de la cocina, duerme en el pajar o en el patio sobre los bultos que la arriería ha de cargar mañana en los tardos mulos. Y aun así el ventero juzga que le da harto para lo que paga.

Un día llega a la venta con gran estrépito, produciendo un escándalo y una alharaca inconcebibles en la modorra y el sosiego insípido y pertinaz del campo, un pobre loco de los contornos. Este sueña con desfacer agravios y remediar entuertos. Lleva en el alma un casto y luciente penacho de ensueños... Ama un fantasma blanco, al cual ha puesto un nombre que es música en el oído y miel en los labios (mel in ore melos in aure). Pregunta quiénes son los oprimidos para remediarlos, quiénes las damas acuitadas para socorrerlas con la fuerza de su brazo... Todos reían de él menos el manco.

Por la noche, el loco, a quien un ímpetu de redención devora las entrañas, se levanta de su jergón y recorre la venta.

Una criada gorda y sensual que tiene cita con el novio en un pajar, topa con él en la sombra.

-¡Es Dulcinea! -exclama el loco.

Y allí de los juramentos estentóreos, de las líricas protestas a la princesa lejana...

Toda la venta se despierta. Jura el ventero, chillan las mozas ríen los arrieros. El loco con la espada desnuda rubrica el aire... Al fin todos ríen... menos el manco!

En esto llegan el cura, su sobrina y el ama. Van a recoger al pobre Quijano, que se les ha escapado...

Él se revela... pero el manco está allí, el manco que lo calma, que aprueba sus palabras, que finge creer en sus fantasmas.

El loco le tiende la mano y se la estrecha con una afectuosa y enérgica convicción.

-Vos, caballero, sois discreto y me comprendéis -le dice-. ¿Cómo os llamáis?

-Miguel de Cervantes.

Pues sois el único que me habéis entendido. -Y se aleja con los suyos. El manco lo ve partir melancólico y exclama:

-Yo te haré inmortal, loco sublime.

Y escribe después el Quijote.

*  *  *

Veamos ahora, tras esta mi rápida exposición, las opiniones de la crítica.

Alejandro Miquis, que con extensión y seriedad se ocupa de la tendencia poética de la obra y de su importancia, nos dice:

«Nuestro teatro padece tremendo anquilosamiento por haberse encerrado en una orientación única y demasiado rígida, y el teatro poético (y de este tema, que está desarrollando actualmente en un caro colega un autor poeta, será necesario hablar extensamente) es una de las formas fuera de esa orientación que más urge llevar a nuestra empobrecida escena.

De cómo ha realizado el señor Fernández Shaw su idea llevando a la práctica su propósito, apenas si hay que hablar. Las figuras del Quijote no es, en realidad, una obra nueva: es una adaptación a ambiente distinto de La venta de Don Quijote que, con música de Chapí, aplaudimos todos durante muchas noches en Apolo.

Entonces la obra fue muy favorablemente juzgada por la crítica y ahora no sería procedente ni motivado el juicio de revisión. En todo caso procederá aumentar los elogios que en aquella época se hicieron al señor Shaw, ya que las variaciones importantes, se reducen a la sustitución de los cantables por bellísimas escenas en admirables versos, de que la amabilidad del autor nos permite ofrecer a nuestros lectores preciada muestra.

Lo que no sería de ningún modo procedente es discutir si es lícito llevar a la escena figuras como las de Don Quijote y su escudero, y sobre todo, si al llevarlas es posible que adquieran no ya más vida, sino la propia intensísima que en la novela tienen. Este problema arduo no es del momento.

Cuanto a la interpretación, no puede decirse que fue afortunada; pero tampoco me parece justo censurar por ella a los actores de Lara, que estaban fuera de su ambiente y alejados de su habitual medio de expresión.

Los actores actuales, deformados por el mal gusto del público, han ido olvidando poco a poco la tradición gloriosa de nuestro Teatro: no cultivan el verso ni hacen habitualmente sino tipos del día, y esto forzosamente ha de traducirse, por mucho que sea el talento de ellos, en deficiencias cuando llegan casos como el estreno de anoche. Es justo, pues, callar piadosamente los nombres de los equivocados y consignar sólo el de la señorita Alba, actriz que anoche logró la más completa consagración de su talento y de su arte, que muchas veces he elogiado aquí mismo. En la escena del segundo acto con don Alonso hizo una maravillosa labor de mímica facial, a que pocos actores pueden elevarse; y de tal modo supo expresar todas las impresiones que en la Pingajosa producían las palabras del Hidalgo, que bien puede decirse que nadie podrá hacer más ni mejor en ese papel.

Y ahora aguardemos a que el ejemplo del señor Fernández Shaw sea seguido y venga pronto ese Teatro poético que nos está haciendo muchísima falta».

*  *  *

Fernández Shaw escribió para su obra un prólogo en verso que siento no poder reproducir por su extensión y que no quiero mutilar.

Miquis le llama «lo más interesante de la función» y añade:

«En él, el autor ilustre de la Poesía del mar, el más grande ciertamente, de los poetas españoles actuales, hizo una, alta y noble declaración de propósitos: su obra era una tentativa mejor, la primera piedra aportada para un edificio ideal, sagrario guardador del alma hispana. Para un Teatro poético y patriótico que haga resurgir la fuerza histórica de nuestra raza en nobles figuras para las que el señor Fernández Shaw quiere el habla de Rojas y el pensar calderoniano.

El prólogo, con tal contenido y con la forma magnífica propia de su autor, forzosamente había de ser una obra admirable y admirada, y así fue: cuantas ideas en él expone el señor Fernández Shaw fueron subrayadas por el asentimiento del público, y en más de una ocasión fue el prólogo interrumpido por los aplausos, justos, calurosos y entusiastas, de todos.

El autor de Las figuras del Quijote ganó, pues, fácilmente la primera batalla y conquistó con su prólogo muchos partidarios fervientes para su idea. Realmente, nadie puede ser adversario de ella. El resurgimiento de nuestra raza, mejor aún el resurgimiento de nuestra patria, puede tener cuna y templo en el Teatro, y el resurgimiento del Teatro castizamente español ha de ser obra de los poetas que sepan, como Fernández Shaw, pensar hondo y sentir alto».

*  *  *

Toca, por último, sitio en esta somera reseña a La cabeza del Dragón, de Valle Inclán. Trátase de una obra para los niños, la cual viene a aumentar el acervo de ese Teatro Infantil que inició Benavente y del cual en diversas ocasiones he hablado a usted.

Todos sabemos que Valle Inclán es estilista máximo, y por lo mismo nada tiene de raro que su obrita, ingenua por aquellos a quienes se dirige, sea pulida y preciosa como cuanto es suyo.

Trátase de una fábula de un interés intenso, de un colorido de estampa, desarrollada con la instintiva técnica y maestría peculiar de su autor.

He aquí, pues, las tres valiosas contribuciones al teatro poético.

Pero hay algo más: hay un estudio muy jugoso y cálido de Marquina, el que nos prometía el mes pasado, y que trata a fondo la cuestión.

Mis informes son, más que todo, una revista de ideas, de opiniones, de doctrinas acerca de aquellas actualidades docentes que usted, señor ministro, se ha servido señalarme.

Fuerza será, por tanto, que reproduzca el pensamiento de Marquina, que tan bellamente ilustra la importantísima cuestión.

Dice, pues, el poeta lo siguiente:

El Teatro Poético. -El fondo del problema.

Los que quieren hacer del «drama histórico» una reproducción científicamente exacta de un hecho pasado cualquiera, están tan alejados del verdadero teatro poético, como los cultivadores del teatro moderno en su acepción verista, realista, naturalista o francesa, como yo acostumbro a llamarla, con un apelativo inexacto, pero que evoca el género de una manera más amplia y comprensiva.

Lo primero que resultaría anacrónico en un teatro histórico con pujos de realidad científica, es el verso. Consta que en época alguna han tenido los hombres por costumbre metrificar ni rimar la expresión de sus propios sentimientos en el dialogar ordinario de la vida. Y suprimido el verso, que lleva consigo una «tónica» general en todo el drama, caen con él muchos de los artificios, adornos, licencias y libertades, que son otras tantas necesidades de la expresión y que, en el drama histórico, por un consentimiento tácito y usual, se vienen permitiendo.

Aún cabría sutilizar las exigencias y no consentir en cada drama histórico el empleo de giros, palabras y locuciones que no constaran en el léxico conocido de las épocas respectivas. Así resultaría un drama escrito en castellano del siglo XII o XIII perfectamente incomprensible para los espectadores de hoy.

Extended a los accesorios, a la indumentaria, suntuaria arquitectura, etc., las mismas exigencias que se tienen con el idioma y su forma, mostraos tan implacables de estas exigencias como os permite y os enseña a serlo la verdad que preconizan las obras del día, y habréis hecho el teatro histórico, o inadmisible por faltar a estas reglas, o por atenerse a ellas, pedante, insustancial y fatigoso.

Cogido entre estos dos extremos, al teatro histórico no le queda otro remedio que desaparecer por anacrónico o arrostrar por incomprensible la fría desatención de sus espectadores.

La crítica, en ambos casos, cumple con su cometido condenándolo. Y, en general, eso venía haciendo la crítica con los escasos dramas llamados históricos que de cuando en cuando, como cadáveres galvanizados de un pasado muerto, se arriesgaban a levantar, en nuestros escenarios, el sudario de olvido que envolvía a todo el género.

En estas circunstancias, desde su pedestal de príncipe del teatro moderno, que la crítica unánime le había adjudicado, y por una de estas contradicciones que caracterizan a los ingenios extraordinarios, Benavente publica su famosa alocución llamando a los poetas al teatro.

Se dio al grito toda la resonancia que, por venir de donde vino, merecía. Pero, en general, se pensó poco acerca de este grito; muy pocos trataron de darle un sentido dentro de la tónica general del teatro de Benavente; casi ninguno se preguntó para qué fin este hombre tan a la moderna llamaba a los poetas al teatro, y, a la vuelta de un par de años, hemos de confesar que la alocución citada se ha olvidado casi, que las cosas siguen estando como estaban, y que muy contadas personas echan de menos a los poetas en las tablas de los escenarios.

Y, sin embargo, la idea del teatro poético sigue abriéndose paso. En estos dos años, Benavente logra dos éxitos excepcionales con Los intereses creados y El príncipe que todo lo aprendió en los libros, dos obras francamente «poéticas»; en Francia, Rivoire, con El buen rey Dagoberto resucita las grandes noches de la Comedie française; Rostand halla modo de entretener la curiosidad mundial durante algunas semanas con su Chantecler; en Italia, D'Annunzio convierte en solemnidad nacional el estreno de La Nave; desde Bélgica logra Maeterlinck, con su Pájaro azul, un éxito europeo... Y al lado de esto, Bernstein se ablanda, Capus se aburguesa más cada día, Donnay fatiga: una ráfaga de cansancio y de duda parece helar de antemano los últimos brotes raquíticos del ingenio francés. El artificio de los medios tonos prudentes que acusa las épocas de agotamiento, mancha de la mediocridad la producción transpirenaica. Las tragedias abigarradas del mundanismo trashumante, la horrenda miseria moral del París moderno, las convulsiones sociales, a veces sangrientas, con que pasado y porvenir están librando sus combates en el fondo de la conciencia actual, no inspiran a los dramaturgos franceses ni una fábula digna del momento, ni una máscara en armonía con semejante fábula.

Su teatro es una columna plástica de la revista o del periódico. Los autores dialogan en él la «Crónica del día» y nada más. A fuerza de limitaciones y de timideces hemos desvirtuado por completo la dramática. Ya el teatro no evoca la vida, la diseca. La ofrece disecada, inmóvil, inerte, en un momento único de su desarrollo, con todos los colores, con todas las flexiones, con todos los detalles del natural; pero muerta, inevitablemente muerta, sin raíces dentro de la tierra y sin perfumes en la violación del aire; sin pasado ni porvenir.

¿Dónde la salvación?

Si lo que se pide es una fórmula, me va a ser muy difícil concretarla. Si la buena voluntad de mis lectores me quiere seguir acompañando, trataré de demostrarles que esta anhelada renovación está en el teatro poético.

Hemos hecho imposible el drama histórico por empeñarnos en que sea un drama «moderno»... de ayer. Y estamos acabando de matar el drama moderno por empeñarnos en que sea un drama «histórico»... de hoy. Es decir, que en ambos casos, lo que mata al Teatro no es el género de la producción, sino el modo de concebirla y la forma, correlativa de la concepción, en que la encerramos. Quitarle al pasado su «misterio» y quitarle al presente su transcendencia, parece que sea procedimiento moderno de verdadera ciencia y servicio meritorio de la verdad. Pero es, en realidad, un crimen de biología universal, una superchería odiosa y falsísima.

La pretendida verdad histórica es tan relativa y accidental y cambiante y dudosa como la pretendida verdad naturalista de ciertas obras que se precian de reproducir la vida moderna exactamente, cuando lo que hacen es detenerla para marcar, sobre un fondo, su silueta, de un momento.

Hay que llegar al fondo del problema. Y el fondo del problema, como procuraremos demostrar a nuestros lectores en otros artículos, es éste, de una vez para todas: en el teatro no se trata de verdad, sino de poesía.

E. Marquina.Me alegra ver que Marquina y yo coincidamos de tal suerte en nuestras apreciaciones, exponiendo él las mismas ideas que hace un mes exponía yo a usted en mi informe.

La verdad histórica, en efecto, no existe y es infantil condenar en nombre de ella al teatro poético.

Los hechos de que ha sido escenario el mundo son no sólo difíciles, sino imposibles de desentrañar, porque al producirse, los hombres que los presenciaban veían los de distinto modo, los narraban diversamente, y la imaginación de las multitudes los adulteraba en seguida. Pero los movimientos que han determinado estos hechos, sí son palpables, apreciables en todos sus detalles y constituyen el mejor documento, la mejor narración del hecho mismo; así como los vicios o virtudes de un hijo nos prueban hasta la evidencia los de sus antecesores.

Los mismos Evangelios, que son el documento por excelencia de la fe cristiana, no constituyen, como dice muy bien el Padre Loisy, «más que un eco, necesariamente debilitado y un poco mezclado, de la palabra de Jesús; queda la impresión general que Él ha dejado a sus oyentes bien dispuestos, así como las más hirientes de sus sentencias, tal cual han sido comprendidas e interpretadas»; pero en cambio, el movimiento del cual fue Jesús el iniciador, está ahí, nos rodea, vive, palpita, englosa media humanidad, y esa nos dice más sobre la naturaleza y la excelencia del Cristo que todos los cotejos y críticas de los sinópticos.

Ahora bien: los poetas, con su receptividad exquisita, retienen y luego formulan de una manera eterna estos grandes movimientos humanos, y por eso los verdaderos historiadores son un Homero, un Hesiodo, un Moisés y un Dante y un Shakespeare y un Cervantes y un Hugo; y por eso la obra poética es la única realidad incontestable; y por eso el teatro poético es el teatro por excelencia, del pasado, del presente y del porvenir.