APENAS habían los rayos del dorado Febo
comenzado a dispuntar por la más baja línea de nuestro horizonte,
cuando el anciano y venerable Telesio hizo llegar a los oídos de todos
los que en el aldea estaban el lastimero son de su bocina, señal que
movió a los que le escucharon a dejar el reposo de los pastorales lechos
y acudir a lo que Telesio pedía. Pero los primeros que en esto tomaron
la mano fueron Elicio, Aurelio, Daranio y todos los pastores y pastoras que con
ellos estaban, no faltando las hermosas Nísida y Blanca y los venturosos
Timbrio y Silerio, con otra cantidad de gallardos pastores y bellas pastoras
que a ellos se juntaron y al número de treinta llegarían, entre
los cuales iban la sin par Galatea, nuevo milagro de hermosura, y la
recién desposada Silveria, la cual llevaba consigo a la hermosa y
zahareña Belisa,
-[fol. 302v]-
por quien el pastor
Marsilo tan amorosas y mortales angustias padecía. Había venido
Belisa a visitar a Silveria y darle el parabién del nuevo rescibido
estado, y quiso ansimesmo hallarse en tan célebres obsequias como
esperaba serían las que tantos y tan famosos pastores celebraban.
Salieron, pues, todos juntos de la aldea,
fuera de la cual hallaron a Telesio con otros muchos pastores que le
acompañaban, todos vestidos y adornados de manera que bien mostraban que
para triste y lamentable negocio habían sido juntados. Ordenó
luego Telesio, porque con intenciones más puras y pensamientos
más reposados se hiciesen aquel día los solemnes sacrificios, que
todos los pastores fuesen juntos por su parte y desviados de las pastoras, y
que ellas lo mesmo hiciesen, de que los menos quedaron contentos y los
más no muy satisfechos, especialmente el apasionado Marsilo, que ya
había visto a la desamorada Belisa, con cuya vista quedó tan
fuera de sí y tan suspenso, cual lo conoscieron
-fol. 303r-
bien sus amigos Orompo, Crisio y Orfinio, los
cuales, viéndole tal, se llegaron a él, y Orompo le dijo:
-Esfuerza, amigo Marsilo, esfuerza y no
des ocasión con tu desmayo a que se descubra el poco valor de tu pecho.
¿Qué sabes si el cielo, movido a compasión de tu pena, ha
traído a tal tiempo a estas riberas a la pastora Belisa para que las
remedie?
-Antes para más acabarme, a lo que
yo creo -respondió Marsilo-, habrá ella venido a este lugar, que
de mi ventura esto y más se debe temer; pero yo haré, Orompo, lo
que mandas, si acaso puede conmigo en este duro trance más la
razón que mi sentimiento.
Y con esto volvió algo más
en sí Marsilo, y luego los pastores por una parte y las pastoras por
otra, como de Telesio estaba ordenado, se comenzaron a encaminar al Valle de
los Cipreses, llevando todos un maravilloso silencio, hasta que, admirado
Timbrio de ver la frescura y belleza del claro Tajo, por do caminaba, vuelto a
Elicio, que al lado le venía, le dijo:
-No poca maravilla me causa, Elicio, la
incomparable
-fol. 303v-
belleza destas frescas riberas; y no
sin razón, porque quien ha visto, como yo, las espaciosas del nombrado
Betis y las que visten y adornan al famoso Ebro y al conoscido Pisuerga, y en
las apartadas tierras ha paseado las del sancto Tíber y las amenas del
Po, celebrado por la caída del atrevido mozo, sin dejar de haber rodeado
las frescuras del apascible Sebeto, grande ocasión había de ser
la que a maravilla me moviese de ver otras algunas.
-No vas tan fuera de camino en lo que
dices, según yo creo, discreto Timbrio -respondió Elicio-, que
con los ojos no veas la razón que de decirlo tienes; porque, sin duda,
puedes creer que la amenidad y frescura de las riberas deste río hace
notoria y conoscida ventaja a todas las que has nombrado, aunque entrase en
ellas las del apartado Janto, y del conoscido Anfriso y el enamorado Alfeo;
porque tiene y ha hecho cierto la experiencia que, casi por derecha
línea, encima de la mayor parte destas riberas se muestra un cielo
luciente
-fol. 304r-
y claro, que con un largo movimiento y con
vivo resplandor, parece que convida a regocijo y gusto al corazón que
dél está más ajeno. Y si ello es verdad que las estrellas
y el sol se mantienen, como algunos dicen, de las aguas de acá bajo,
creo firmemente que las deste río sean en gran parte ocasión de
causar la belleza del cielo que le cubre, o creeré que Dios, por la
mesma razón que dicen que mora en los cielos, en esta parte haga lo
más de su habitación. La tierra que lo abraza, vestida de mil
verdes ornamentos, parece que hace fiesta y se alegra de poseer en sí un
don tan raro y agradable, y el dorado río, como en ca[m]bio, en los
abrazos della dulcemente entretejiéndose, forma como de industria mil
entradas y salidas, que a cualquiera que las mira llenan el alma de placer
maravilloso, de donde nasce que, aunque los ojos tornen de nuevo muchas veces a
mirarle, no por eso dejan de hallar en él cosas que les causen nuevo
placer y nueva maravilla. Vuelve, pues, los ojos, valeroso Timbrio, y mira
cuánto
-fol. 304v-
adornan sus riberas las muchas aldeas
y ricas caserías que por ellas se ven fundadas. Aquí se vee en
cualquiera sazón del año andar la risueña primavera con la
hermosa Venus en hábito subcinto y amoroso, y Céfiro que la
acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo a manos llenas varias
y odoríferas flores. Y la industria de sus moradores ha hecho tanto, que
la naturaleza, encorporada con el arte, es hecha artífice y connatural
del arte, y de entrambasados se ha hecho una tercia naturaleza, a la cual no
sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con quien los huertos
Hespérides y de Alcino pueden callar; de los espesos bosques, de los
pacíficos olivos, verdes laureles y acopados mirtos; de sus abundosos
pastos, alegres valles y vestidos collados, arroyos y fuentes que en esta
ribera se hallan, no se espere que yo diga más, sino que, si en alguna
parte de la tierra los Campos Elíseos tienen asiento, es, sin duda, en
ésta. ¿Qué diré de la industria de las altas
ruedas, con cuyo continuo
-fol. 305r-
movimiento sacan las aguas
del profundo río y humedecen abundosamente las eras que por largo
espacio están apartadas? Añádese a todo esto criarse en
estas riberas las más hermosas y discretas pastoras que en la redondez
del suelo pueden hallarse, para cuyo testimonio, dejando aparte el que la
experiencia nos muestra y lo que tú, Timbrio, ha que estás en
ellas y que has visto, bastará traer por ejemplo a aquella pastora que
allí ves, ¡oh Timbrio!
Y, diciendo esto, señaló con
el cayado a Galatea; y, sin decir más, dejó admirado a Timbrio de
ver la discreción y palabras con que había alabado las riberas de
Tajo y la hermosura de Galatea. Y, respondiéndole que no se le
podía contradecir ninguna cosa de las dichas, en aquellas y en otras
entretenían la pesadumbre del camino, hasta que, llegados a vista del
Valle de los Cipreses, vieron que dél salían casi otros tantos
pastores y pastoras como los que con ellos iban. Juntáronse todos, y con
sosegados pasos comenzaron a entrar por el sagrado valle,
-fol. 305v-
cuyo sitio era tan estraño y maravilloso que,
aun a los mesmos que muchas veces le habían visto, causaba nueva
admiración y gusto. Levántanse en una parte de la ribera del
famoso Tajo, en cuatro diferentes y contrapuestas partes, cuatro verdes y
apacibles collados, como por muros y defensores de un hermoso valle que en
medio contienen, cuya entrada en él por otros cuatro lugares es
concedida, los cuales mesmos collados estrechan de modo que vienen a formar
cuatro largas y apacibles calles, a quien hacen pared de todos lados altos e
infinitos cipreses, puestos por tal orden y concierto que hasta las mesmas
ramas de los unos y de los otros paresce que igualmente van cresciendo, y que
ninguna se atreve a pasar ni salir un punto más de la otra. Cierran y
ocupan el espacio que entre ciprés y ciprés se hace, mil olorosos
rosales y suaves jazmines, tan juntos y entretejidos como suelen estar en los
vallados de las guardadas viñas las espinosas zarzas y puntosas
cambroneras. De trecho
-fol. 306r-
en trecho destas apacibles
entradas, se ven correr por entre la verde y menuda yerba claros y frescos
arroyos de limpias y sabrosas aguas, que en las faldas de los mesmos collados
tienen su nascimiento. Es el remate y fin destas calles una ancha y redonda
plaza, que los recuestos y los cipreses forman, en medio de la cual está
puesta una artificiosa fuente de blanco y precioso mármol fabricada, con
tanta industria y artificio hecha, que las vistosas del conoscido Tíbuli
y las soberbias de la antigua Tinacria no le pueden ser comparadas. Con el agua
desta maravillosa fuente se humedecen y sustentan las frescas yerbas de la
deleitosa plaza; y lo que más hace a este agradable sitio digno de
estimación y reverencia es ser previlegiado de las golosas bocas de los
simples corderuelos y mansas ovejas, y de otra cualquier suerte de ganado: que
sólo sirve de guardador y tesorero de los honrados huesos de algunos
famosos pastores que, por general decreto de todos los que quedan vivos en el
-fol. 306v-
contorno de aquellas riberas, se determina y ordena
ser digno y merescedor de tener sepultura en este famoso valle. Por esto se
veían, entre los muchos y diversos árboles que por las espaldas
de los cipreses estaban, en el lugar y distancia que había dellos hasta
las faldas de los collados, algunas sepulturas, cuál de jaspe y
cuál de mármol fabricada, en cuyas blancas piedras se
leían los nombres de los que en ellas estaban sepultados. Pero la que
más sobre todas resplandecía, y la que más a los ojos de
todos se mostraba, era la del famoso pastor Meliso, la cual, apartada de las
otras, a un lado de la ancha plaza, de lisas y negras pizarras y de blanco y
bien labrado alabastro hecha parecía. Y, en el mesmo punto que los ojos
de Telesio la miraron, volviendo el rostro a toda aquella agradable
compañía, con sosegada voz y lamentables acentos, les dijo:
-Veis allí, gallardos pastores,
discretas y hermosas pastoras; veis allí, digo, la triste sepultura
donde reposan los honrados huesos del nombrado
-fol. 307r-
Meliso, honor y gloria de nuestras riberas. Comenzad, pues, a levantar al cielo
los humildes corazones, y con puros afectos, abundantes lágrimas y
profundos sospiros, entonad los sanctos himnos y devotas oraciones, y rogalde
tenga por bien de acoger en su estrellado asiento la bendita alma del cuerpo
que allí yace.
Y, en diciendo esto, se llegó a un
ciprés de aquéllos, y, cortando algunas ramas, hizo dellas una
funesta guirnalda con que coronó sus blancas y veneradas sienes,
haciendo señal a los demás que lo mesmo hiciesen; de cuyo ejemplo
movidos todos, en un momento se coronaron de las tristes ramas, y, guiados de
Telesio, llegaron a la sepultura, donde lo primero que Telesio hizo fue
inclinar las rodillas y besar la dura piedra del sepulcro. Hicieron todos lo
mesmo, y algunos hubo que, tiernos con la memoria de Meliso, dejaban regado con
lágrimas el blanco mármol que besaban. Hecho esto, mandó
Telesio encender el sacro fuego, y en un momento, alrededor de la sepultura,
-fol. 307v-
se hicieron muchas, aunque pequeñas,
hogueras, en las cuales solas ramas de ciprés se quemaban; y el
venerable Telesio, con graves y sosegados pasos, comenzó a rodear la
pira y a echar en todos los ardientes fuegos alguna cantidad de sacro y oloroso
incienso, diciendo cada vez que lo esparcía alguna breve y devota
oración, a rogar por el alma de Meliso encaminada, al fin de la cual
levantaba la tremante voz, y todos los circunstantes, con triste y piadoso
acento, respondían: «Amén, amén», tres veces;
a cuyo lamentable sonido resonaban los cercanos collados y apartados valles, y
las ramas de los altos cipreses y de los otros muchos árboles de que el
valle estaba lleno, heridas de un manso céfiro que soplaba,
hacían y formaban un sordo y tristísimo susurro, casi como en
señal de que por su parte ayudaban a la tristeza del funesto
sacrificio.
Tres veces rodeó Telesio la
sepultura, y tres veces dijo las piadosas plegarias, y otras nueve se
escucharon los llorosos acentos
-fol. 308r-
del
«amén», que los pastores repitían. Acabada esta
ceremonia, el anciano Telesio se arrimó a un subido ciprés que a
la cabecera de la sepultura de Meliso se levantaba, y con volver el rostro a
una y otra parte, hizo que todos los circunstantes estuviesen atentos a lo que
decir quería; y luego, levantando la voz todo lo que pudo conceder la
antigüedad de sus años, con maravillosa elocuencia comenzó a
alabar las virtudes de Meliso, la integridad de su inculpable vida, la alteza
de su ingenio, la entereza de su ánimo, la graciosa gravedad de su
plática y la excelencia de su poesía; y, sobre todo, la solicitud
de su pecho en guardar y cumplir la sancta religión que profesado
había, juntando a estas otras tantas y tales virtudes de Meliso, que,
aunque el pastor no fuera tan conoscido de todos los que a Telesio escuchaban,
sólo por lo que él decía, quedaran aficionados a amarle si
fuera vivo, y a reverenciarle después de muerto. Concluyó, pues,
el viejo su plática diciendo:
-Si a do llegaron, famosos pastores,
-fol. 308v-
las bondades de Meliso, y adonde llega el deseo que
tengo de alabarlas, llegara la bajeza de mi corto entendimiento, y las flacas y
pocas fuerzas adquiridas de mis tantos y tan cansados años no me
acortaran la voz y el aliento, primero este sol que nos alumbra le
viérades bañar una y otra vez en el grande océano, que yo
cesara de la comenzada plática; mas, pues esto en mi marchita edad no se
permite, suplid vosotros mi falta, y mostraos agradecidos a las frías
cenizas de Meliso, celebrándolas en la muerte como os obliga el amor que
él os tuvo en la vida. Y, puesto que a todos en general nos toca y cabe
parte desta obligación, a quien en particular más obliga es a los
famosos Tirsi y Damón, como a tan conoscidos amigos y familiares suyos;
y así, les ruego, cuan encarecidamente puedo, correspondan a esta deuda
supliendo y cantando ellos con más reposada y sonora voz lo que yo he
faltado llorando con la trabajosa mía.
No dijo más Telesio, ni aun fuera
menester decirlo para
-fol. 309r-
que los pastores se moviesen a
hacer lo que se les rogaba; porque luego, sin replicar cosa alguna, Tirsi
sacó su rabel y hizo señal a Damón que lo mesmo hiciese, a
quien acompañaron luego Elicio y Lauso y todos los pastores que
allí instrumentos tenían, y a poco espacio formaron una tan
triste y agradable música que, aunque regalaba los oídos,
movía los corazones a dar señales de tristeza con lágrimas
que los ojos derramaban. Juntábase a esto la dulce armonía de los
pintados y muchos pajarillos que por los aires cruzaban, y algunos sollozos que
las pastoras, ya tiernas y movidas con el razonamiento de Telesio y con lo que
los pastores hacían, de cuando en cuando, de sus hermosos pechos
arrancaban; y era de suerte que, concordándose el son de la triste
música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias
y ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto
un tan estraño y lastimoso concento que no hay lengua que encarecerlo
pueda. De
-fol. 309v-
allí a poco espacio, cesando los
demás instrumentos, solos los cuatro de Tirsi, Damón, Elicio y de
Lauso se escucharon, los cuales, llegándose al sepulcro de Meliso, a los
cuatro lados del sepulcro, señal por donde todos los presentes
entendieron que alguna cosa cantar querían; y así, les prestaron
un maravilloso y sosegado silencio; y luego el famoso Tirsi, con levantada,
triste y sonora voz, ayudándole Elicio, Damón y Lauso, desta
manera comenzó a cantar:
Tirsi, que comenzado había la
triste y dolorosa elegía, fue el que la puso fin, sin que le pusiesen
por un buen espacio a las lágrimas todos los que el lamentable canto
escuchado habían. Mas, a esta sazón, el venerable Telesio les
dijo:
-Pues habemos cumplido en parte, gallardos
y comedidos pastores, con la obligación que al venturoso Meliso tenemos,
poned por agora silencio a vuestras tiernas lágrimas, y dad algún
vado a vuestros dolientes sospiros, pues ni por ellas ni ellos podemos cobrar
la pérdida que lloramos; y, puesto que el humano sentimiento
-fol. 313v-
no pueda dejar de mostrarle en los adversos
acaecimientos, todavía es menester templar la demasía de sus
accidentes con la razón que al discreto acompaña; y, aunque las
lágrimas y sospiros sean señales del amor que se tiene al que se
llora, más provecho consiguen las almas por quien se derraman con los
píos sacrificios y devotas oraciones que por ellas se hacen, que si todo
el mar océano por los ojos de todo el mundo hecho lágrimas se
destilase. Y, por esta razón, y por la que tenemos de dar algún
alivio a nuestros cansados cuerpos, será bien que, dejando lo que nos
resta de hacer para el venidero día, por agora visitéis vuestros
zurrones y cumpláis con lo que naturaleza os obliga.
Y, en diciendo esto, dio orden como todas
las pastoras estuviesen a una parte del valle, junto a la sepultura de Meliso,
dejando con ellas seis de los más ancianos pastores que allí
había, y los demás, poco desviados dellas, en otra parte se
estuvieron. Y luego, con lo que en los zurrones traían, y con el agua de
la clara fuente, satisficieron a la común necesidad
-fol. 314r-
de la hambre, acabando a tiempo que ya la noche
vestía de una mesma color todas las cosas debajo de nuestro horizonte
contenidas, y la luciente luna mostraba su rostro hermoso y claro en toda la
entereza que tiene cuando más el rubio hermano sus rayos le comunica.
Pero, de allí a poco rato, levantándose un alterado viento, se
comenzaron a ver algunas negras nubes, que algún tanto la luz de la
casta diosa encubrían, haciendo sombras en la tierra, señales por
donde algunos pastores que allí estaban, en la rústica
astrología maestros, algún venidero turbión y borrasca
esperaban. Mas todo paró en no más de quedar la noche parda y
serena, y en acomodarse ellos a descansar sobre la fresca yerba, entregando los
ojos al dulce y reposado sueño, como lo hicieron todos, si no algunos
que repartieron como en centinelas la guarda de las pastoras, y la de algunas
antorchas que alrededor de la sepultura de Meliso ardiendo quedaban. Pero, ya
que el sosegado silencio se estendió por todo aquel sagrado valle, y ya
que el
-fol. 314v-
perezoso Morfeo había con el
bañado ramo tocado las sienes y párpados de todos los presentes,
a tiempo que a la redonda de nuestro polo buena parte las errantes estrellas
andado habían, señalando los puntuales cursos de la noche, en
aquel instante, de la mesma sepultura de Meliso se levantó un grande y
maravilloso fuego, tan luciente y claro que en un momento todo el escuro valle
quedó con tanta claridad como si el mesmo sol le alumbrara; por la cual
improvisa maravilla, los pastores que despiertos junto a la sepultura estaban,
cayeron atónitos en el suelo, deslumbrados y ciegos con la luz del
transparente fuego, el cual hizo contrario efecto en los demás que
durmiendo estaban, porque, heridos de sus rayos, huyó dellos el pesado
sueño, y, aunque con dificultad alguna, abrieron los dormidos ojos, y,
viendo la estrañeza de la luz que se les mostraba, confusos y admirados
quedaron. Y así, cuál en pie, cuál recostado, y
cuál sobre las rodillas puesto, cada uno, con admiración y
espanto, el
-fol. 315r-
claro fuego miraba. Todo lo cual visto
por Telesio, adornándose en un punto de las sacras vestiduras,
acompañado de Elicio, Tirsi, Damón, Lauso y otros animosos
pastores, poco a poco se comenzó a llegar al fuego, con intención
de, con algunos lícitos y acomodados exorcismos, procurar deshacer o
entender de dó procedía la estraña visión que se
les mostraba. Pero, ya que llegaban cerca de las encendidas llamas, vieron que,
dividiéndose en dos partes, en medio dellas parecía una tan
hermosa y agraciada ninfa, que en mayor admiración les puso que la vista
del ardiente fuego. Mostraba estar vestida de una rica y sotil tela de plata,
recogida y retirada a la cintura, de modo que la mitad de las piernas se
descubrían, adornadas con unos coturnos, o calzado justo, dorados,
llenos de infinitos lazos de listones de diferentes colores; sobre la tela de
plata traía otra vestidura de verde y delicado cendal, que, llevado a
una y a otra parte por un ventecillo que mansamente soplaba, estremadamente
-fol. 315v-
parecía; por las espaldas traía
esparcidos los más luengos y rubios cabellos que jamás ojos
humanos vieron, y sobre ellos una guirnalda sólo de verde laurel
compuesta; la mano derecha ocupaba con un alto ramo de amarilla y vencedora
palma, y la izquierda con otro de verde y pacífica oliva, con los cuales
ornamentos tan hermosa y admirable se mostraba, que a todos los que la miraban
tenía colgados de su vista; de tal manera que, desechando de sí
el temor primero, con seguros pasos alrededor del fuego se llegaron,
persuadiéndose que, de tan hermosa visión, ningún
daño podía sucederles. Y estando, como se ha dicho, todos
transportados en mirarla, la bella ninfa abrió los brazos a una y a otra
parte, y hizo que las apartadas llamas más se apartasen y dividiesen,
para dar lugar a que mejor pudiese ser mirada; y luego, levantando el sereno
rostro, con gracia y gravedad estraña, a semejantes razones dio
principio:
-Por los efectos que mi improvisa vista ha
causado en vuestros corazones,
-fol. 316r-
discreta y agradable
compañía, podéis considerar que no en virtud de malignos
espíritus ha sido formada esta figura mía que aquí se os
representa; porque una de las razones por do se conosce ser una visión
buena o mala es por los efectos que hace en el ánimo de quien la mira;
porque la buena, aunque cause en él admiración y sobresalto, el
tal sobresalto y admiración viene mezclado con un gustoso alboroto, que
a poco rato le sosiega y satisface; al revés de lo que causa la
visión perversa, la cual sobresalta, descontenta, atemoriza y
jamás asegura. Esta verdad os aclarará la experiencia cuando me
conozcáis y yo os diga quién soy y la ocasión que me ha
movido a venir de mis remotas moradas a visitaros. Y, porque no quiero teneros
colgados del deseo que tenéis de saber quién yo sea, sabed,
discretos pastores y bellas pastoras, que yo soy una de las nueve doncellas que
en las altas y sagradas cumbres de Parnaso tienen su propria y conoscida
morada. Mi nombre es Calíope; mi oficio y condición
-fol. 316v-
es favorescer y ayudar a los divinos
espíritus, cuyo loable ejercicio es ocuparse en la maravillosa y
jamás como debe alabada sciencia de la poesía. Yo soy la que hice
cobrar eterna fama al antiguo ciego natural de Esmirna, por él solamente
famosa; la que hará vivir el mantuano Títiro por todos los siglos
venideros, hasta que el tiempo se acabe; y la que hace que se tengan en cuenta,
desde la pasada hasta la edad presente, los escriptos tan ásperos como
discretos del antiquísimo Enio. En fin, soy quien favoresció a
Catulo, la que nombró a Horacio, eternizó a Propercio, y soy la
que con inmortal fama tiene conservada la memoria del conoscido Petrarca, y la
que hizo bajar a los escuros infiernos y subir a los claros cielos al famoso
Dante. Soy la que ayudó a tejer al divino Ariosto la variada y hermosa
tela que compuso; la que en esta patria vuestra tuvo familiar amistad con el
agudo Boscán y con el famoso Garcilaso, con el docto y sabio Castillejo
y el artificioso Torres Naharro,
-fol. 317r-
con cuyos ingenios,
y con los frutos dellos, quedó vuestra patria enriquescida y yo
satisfecha. Yo soy la que moví la pluma del celebrado Aldana, y la que
no dejó jamás el lado de don Fernando de Acuña, y la que
me precio de la estrecha amistad y conversación que siempre tuve con la
bendita alma del cuerpo que en esta sepultura yace, cuyas obsequias, por
vosotros celebradas, no sólo han alegrado su espíritu, que ya por
la región eterna se pasea, sino que a mí me han satisfecho de
suerte que, forzada, he venido a agradeceros tan loable y piadosa costumbre
como es la que entre vosotros se usa; y así, os prometo, con las veras
que de mi virtud pueden esperarse, que en pago del beneficio que a las cenizas
de mi querido y amado Meliso habéis hecho, de hacer siempre que en
vuestras riberas jamás falten pastores que en la alegre sciencia de la
poesía a todos los de las otras riberas se aventajen; favoresceré
ansimesmo siempre vuestros consejos, y guiaré vuestros entendimientos,
de
-fol. 317v-
manera que nunca deis torcido voto cuando
decretéis quién es merescedor de enterrarse en este sagrado
valle; porque no será bien que, de honra tan particular y
señalada, y que sólo es merescida de los blancos y canoros
cisnes, la vengan a gozar los negros y roncos cuervos. Y así, me parece
que será bien daros alguna noticia agora de algunos señalados
varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas
Indias a ella subjetas; los cuales, si todos o alguno dellos su buena ventura
le trujere a acabar el curso de sus días en estas riberas, sin duda
alguna le podéis conceder sepultura en este famoso sitio. Junto con
esto, os quiero advertir que no entendáis que los primeros que nombrare
son dignos de más honra que los postreros, porque en esto no pienso
guardar orden alguna: que, puesto que yo alcanzo la diferencia que el uno al
otro y los otros a los otros hacen, quiero dejar esta declaración en
duda, porque vuestros ingenios en entender la diferencia de los suyos tengan en
qué ejercitarse,
-fol. 318r-
de los cuales darán
testimonio sus obras. Irélos nombrando como se me vinieren a la memoria,
sin que ninguno se atribuya a que ha sido favor que yo le he hecho en haberme
acordado dél primero que de otro; porque, como digo, a vosotros,
discretos pastores, dejo que después les deis el lugar que os paresciere
que de justicia se les debe. Y, para que con menos pesadumbre y trabajo a mi
larga relación estéis atentos, haréla de suerte que
sólo sintáis disgusto por la brevedad della.
Calló diciendo esto la bella ninfa,
y luego tomó una arpa que junto a sí tenía, que hasta
entonces de ninguno había sido vista; y, en comenzándola a tocar,
parece que comenzó a esclarecerse el cielo, y que la luna, con nuevo y
no usado resplandor, alumbraba la tierra; los árboles, a despecho de un
blando céfiro que soplaba, tuvieron quedas las ramas; y los ojos de
todos los que allí estaban no se atrevían a abajar los
párpados, porque aquel breve punto que se tardaban en alzarlos, no se
privasen de la gloria que
-fol. 318v-
en mirar la hermosura de
la ninfa gozaban; y aun quisieran todos que todos sus cinco sentidos se
convirtieran en el del oír solamente: con tal estrañeza, con tal
dulzura, con tanta suavidad tocaba la arpa la bella musa; la cual,
después de haber tañido un poco, con la más sonora voz que
imaginarse puede, en semejantes versos dio principio: