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Abajo

A fuego lento

Emilio Bobadilla






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo- I -

«Si le lecteur ne tire pas d'un livre la moralité qui doit s'y trouver, c'est que le lecteur est un imbécile ou que le livre est faux au point de vue de l'exactitude...»


(GUSTAVE FLAUBERT.-Correspondance. Quatrièrne série. Pág. 230.-Paris, 1893).                


Llovía, como llueve en los trópicos: torrencial y frenéticamente, con mucho trueno y mucho rayo. La atmósfera, sofocante, gelatinosa, podía mascarse. El agua barría las calles que eran de arena. Para pasar de una acera a otra se tendían tablones, a guisa de puentes, o se tiraban piedras de trecho en trecho, por donde saltaban los transeúntes, no sin empaparse hasta las rodillas, riendo los unos, malhumorados los otros. Los paraguas para maldito lo que servían, como no fuera de estorbo.

A pesar del aguacero, el cielo seguía inmóvil, gacho, uniforme y plomizo. La gente sudaba a mares, como si tuviera dentro una gran esponja que, oprimida a cada movimiento peristáltico, chorrease al través de los poros. Hasta los negros, de suyo resistentes a los grandes calores, se abanicaban con la mano, quitándose a menudo el sudor de la frente con el índice que sacudían luego en el aire a modo de látigo.

En las aceras se veían grupos abigarrados y rotos que buscaban ávidamente donde poner el pie para atravesar la calle. El río, color de pus, rodaba impetuoso hacia el mar, con una capa flotante de hojas y ramas secas. Tres gallinazos, con las alas abiertas, picoteaban el cadáver hinchado de un burro que tan pronto daba vueltas, cuando se metía en un remolino, como se deslizaba sobre la superficie fugitiva del río.

Ganga era un villorrio compuesto, en parte, de chozas y, en parte, de casas de mampostería, por más que sus habitantes -que pasaban de treinta mil-, negros, indios y mulatos en su mayoría, se empeñasen en elevarle a la categoría de ciudad. Lo cual acaso respondiese a que en ciertos barrios ya empezaban a construirse casas de dos pisos, al estilo tropical, muy grandes, con amplias habitaciones, patio y traspatio, y a que en las afueras de la ciudad no faltaban algunas quintas con jardines, de palacetes de madera que iban, ya hechos, de Nueva York y en las cuales quintas vivían los comerciantes ricos.

Ganga no era una ciudad, mal que pesara a los gangueños, que se jactaban de haber nacido en ella como puede jactarse un inglés de haber nacido en Londres.

-«Yo soy gangueño y a mucha honra» -decían con énfasis, y cuidado quién se atrevía a hablar mal de Ganga.

Tenían un teatro. ¿Y qué? ¡Para lo que servía! De higos a brevas aparecían unos cuantos acróbatas muertos de hambre, que daban dos o tres funciones a las cuales no asistían sino contadas familias con sus chicos. Se cuenta de una compañía de cómicos de la legua, que acabó por robar las legumbres en el mercado. Tan famélicos estaban. Al gangueño no le divertía el teatro. Lo que, en rigor, le gustaba, amén de las riñas de gallos, era empinar el codo. No se dio el caso de que ninguna taberna quebrase. ¡Cuidado si bebían aguardiente! Ajumarse, entre ellos, era una gracia, una prueba de virilidad. -«Hoy me la he amarrado» -decían dando tumbos.

Ganga, con todo, era el puerto más importante de la república. Cuanto iba al interior y a la capital, pasaba por allí. A menudo anclaban en el muelle enormes trasatlánticos que luego de llenarse el vientre de canela, cacao, quina, café y otros productos naturales, se volvían a Europa.

Las mercancías se transportaban al interior en vaporcitos, por el río y después en mulas y bueyes, al través de las corcovas de las montañas, por despeñaderos inverosímiles. A lo mejor las infelices bestias reventaban de cansancio en el camino, de lo cual daban testimonio sus cadáveres, ya frescos, ya corrompidos o en estado esquelético, esparcidos aquí y allá, mal encubiertos por ramas secas o recién cortadas. Horrorizaba verlas el lomo desgarrado por anchas llagas carmesíes. De sus ojos de vidrio se exhalaba como un sollozo.

Al cabo de tres horas escampó, pero no del todo. Una llovizna monótona, violácea, desesperante, empañaba como un vaho pegadizo la atmósfera. El calor, lejos de menguar, aumentaba. De todas partes brotaban, por generación espontánea, bichos de todas clases y tamaños, que chirriaban a reventar, sapos ampulosos que se metían en las casas y, saltando por la escalera, peldaño a peldaño, se alojaban tranquilamente en los catres. A la caída de la tarde empezaban a croar en los lagunatos de la calle, y aquello parecía un extraño concierto de eructos. Los granujas les tiraban piedras o les sacudían palos y puntapiés, que ellos devolvían hinchándose de rabia y escupiendo un líquido lechoso. El aire se poblaba de zancudos, que picaban a través de la ropa, y de chicharras estridentes que giraban en torno de las lámparas. Del alero de los tejados salían negras legiones de murciélagos que se bifurcaban chillando en vertiginosas curvas. A lo lejos rebuznaban asmáticamente los pollinos.

Ganga no difería cosa de los demás puertos tropicales. Muchas cocinas humeaban al aire libre, y de las carnicerías y los puestos de frutas emanaba un olor a sudadero y droguería.




ArribaAbajo- II -

La casa del general don Olimpio Díaz andaba aquella tarde manga por hombro. Era un caserón mal construido, sin asomo de estética y simetría, vestigio arquitectónico de la dominación española. Dos grandes ventanas con gruesos barrotes negros y una puerta medioeval, de cuadra, daban a la calle. El aldabón era de hierro, en forma de herradura. Desde el zaguán se veía de un golpe todo el interior: cuartos de dormir, atravesados de hamacas, sala, comedor, patio y cocina. Lo tórrido del clima era la causa de la desfachatez de semejantes viviendas. En las ventanas no había cortinas ni visillos que dulcificasen el insolente desparpajo del sol del mediodía. Casi, casi se vivía a la intemperie. Las señoras no usaban corsé ni falda, a no ser que repicasen gordo, sino la camisa interior, unas enaguas de olán y un saquito de muselina, al través del cual se transparentaba el seno, por lo común exuberante y fofo. Se pasaban parte del día en las hamacas, con el cabello suelto, o en las mecedoras, haciéndose aire con el abanico, sin pensar en nada.

Las mujeres del pueblo, indias, negras y mulatas, no gastaban jubón; mostraban el pecho, el sobaco, las espaldas, los hombros y los brazos desnudos. Tampoco usaban medias, y muchas, ni siquiera zapatos o chanclos.

Los chiquillos andorreaban en pelota por las calles, comiéndose los mocos o hurgándose en el ombligo, tamaño de un huevo de paloma, cuando no jugaban a los mates o al trompo en medio de una grita ensordecedora. Otras veces formaban guerrillas entre los de uno y otro barrio y se apedreaban entre sí, levantando nubes de polvo, hasta que la policía, indios con cascos yanquis, ponían paz entre los beligerantes, a palo limpio. ¡Qué beligerantes! Al través de la piel asomaban los omoplatos y las costillas; la barriga les caía como una papada hasta las ingles; las piernas y los brazos eran de alambre, y la cabeza, hidrocefálica, se les ladeaba sobre un cuello raquítico mordido por la escrófula, tumefacido por la clorosis.

-¡Ven acá, Newton! ¿Por qué lloras?

-Porque Epaminondas me pegó.

Todos ostentaban nombres históricos, más o menos rimbombantes, matrimoniados con los apellidos más comunes.

El general tenía, pared en medio de su casa, una tienda mixta en que vendía al por mayor vino, tasajo, arroz, bacalao, patatas, café, aguardiente, velas, zapatos, cigarrillos, no siempre de la mejor calidad. Se graduó de general como otros muchos, en una escaramuza civil en la que probablemente no hizo sino correr. En Ganga los generales y los doctores pululaban como las moscas. Todo el mundo era general cuando no doctor, o ambas cosas en una sola pieza, lo que no les impedía ser horteras y mercachifles a la vez. Uno de los indios que tenía a su servicio don Olimpio Díaz, era coronel; pero como su partido fue derrotado en uno de los últimos carnavalescos motines, nadie le llamaba sino Ciriaco a secas, salvo los suyos. Cualquier curandero se titulaba médico; cualquier rábula, abogado. Para el ejercicio de ambas profesiones bastaban uno o dos años de práctica hospitalicia o forense. Hasta cierto charlatán que había inventado un contraveneno, para las mordeduras de las serpientes, Euforbina, como rezaban los carteles y prospectos, se llamaba a sí propio doctor, con la mayor frescura. Andaba por las calles, de casa en casa, con un arrapiezo arrimadizo a quien había picado una culebra, y al que obligaba a cada paso a quitarse el vendaje para mostrar los estragos de la mordedura del reptil juntamente con la eficacia maravillosa de su remedio. A no larga distancia suya iba un indio con una caja llena de víboras desdentadas que alargaban las cabezas, sacando la lengua fina y vibrátil por los alambres de la tapa. En los grandes carteles fijos en las esquinas, ahítos de términos técnicos, se exhibía el doctor, retratado de cuerpo entero, con patillas de boca de hacha, rodeado de boas, de culebras de cascabel, coralillos, etc. Sobre la frente le caían dos mechones en forma de patas de cangrejo.

Los habitantes de Ganga se distinguían además por lo tramposos. No pagaban de contado ni por equivocación. De suerte que para cobrarles una cuenta, costaba lo que no es decible. Como buenos trapacistas, todo se les volvía firmar contratos que cumplían tarde, mal o nunca, que era lo corriente.

Los vecinos se pedían prestado unos a otros hasta el jabón.

-Dice misia Rebeca que si le puede emprestá la escoba y mandarle un huevo porque los que trajo esta mañana del meicao estaban toos podrío.

-Don Severiano, aquí le traigo esta letra a la vista.

-Bueno, viejo, vente dentro de dos o tres días, porque hoy no tengo plata.

Y se guardaba la letra en el bolsillo, tan campante. Don Severiano era banquero.

El fanatismo religioso, entre las mujeres principalmente, excedía a toda hipérbole. En un cestito, entre flores, colocaban un Corazón de Jesús, de palo, que se pasaban de familia en familia para rezarle. -«Hoy me toca a mí», decía misia Tecla; y se estaba horas y horas de rodillas, mascullando oraciones delante del fetiche de madera, color de almagre. Don Olimpio, a su vez, confesaba a menudo para cohonestar, sin duda, a los ojos del populacho, sus muchas picardías, la de dar gato por liebre, como decía Petronio Jiménez, la lengua más viperina de Ganga.

Los indios creían en brujas y duendes, en lo cual no dejaba de influir la lobreguez nocturna de las calles. A partir de las diez de la noche, la ciudad, malamente alumbrada en ciertos barrios, quedaba del todo a oscuras, en términos de que muchos, para dar con sus casas y no perniquebrarse, se veían obligados a encender fósforos o cabos de vela que llevaban con ese fin en los bolsillos.

La vida, durante la noche, se concentraba en la plaza de la Catedral, donde estaba, de un lado, el Círculo del Comercio, y del otro, El Café Americano. Las familias tertuliaban en las aceras o en medio del arroyo hasta las once. En el silencio sofocante de la noche, la salmodia de las ranas alternaba con el rodar de las bolas cascadas sobre el paño de los billares y el ruido de las fichas sobre el mármol de las mesas. La calma era profunda y bochornosa. El cielo, a pedazos de tinta, anunciaba el aguacero de la madrugada o tal vez el de la media noche.

* * *

La casa de don Olimpio andaba manga por hombro. Misia Tecla, su mujer, gritaba a los sirvientes, que iban y venían atolondrados como hormiguero que ha perdido el rumbo. Una marimonda, que estaba en el patio, atada por la cintura con una cuerda, chillaba y saltaba que era un gusto enseñando los dientes y moviendo el cuero cabelludo.

-¡Maldita mona! -gruñía misia Tecla-. ¿Qué tienes? -Y acababa abrazándola y besándola en la boca como si fuera un niño.

La mona, que respondía por Cuca, se rascaba entonces epilépticamente la barriga y las piernas, reventando luego con los dientes las pulgas que se cogía. Por último se sentaba abrazándose a la cola que se alargaba eréctil hasta la cabeza, sugiriendo la imagen de un centinela descansando. No se estaba quieta un segundo. Tan pronto se subía al palo, al cual estaba atada la cuerda, quedándose en el aire, prendida del rabo, como se mordía las uñas, frunciendo el entrecejo, mirando a un lado y a otro con rápidos visajes, o atrapaba con astucia humana las moscas que se posaban junto a ella.

Un loro viejo, casi implume, que trepaba por un aro de hojalata, gritaba gangosamente: «¡Abajo la república! ¡Viva la monarquía! ¿Lorito? Dame la pata».

La servidumbre era de lo más abigarrado desde el punto de vista étnico: indios, cholos, negros, mulatos, viejos y jóvenes. La vejez se les conocía, no en lo cano del pelo, que nunca les blanqueaba, sino en el andar, algo simiano, y en las arrugas. Algunos de ellos, los indios, generalmente taciturnos, parecían de mazapán. Tenían, como todos los indígenas, aspecto de convalecientes. No todos estaban al servicio del general: los más eran sirvientes improvisados, recogidos en el arroyo.

Misia Tecla, que nunca se vio en tal aprieto, lloraba de angustia, invocando la corte celestial.

-¡Virgen Santísima, ten piedad de mí! ¡Si me sacas con bien de ésta, te prometo vestirme de listao durante un año! -Y corría de la cocina al comedor, y del comedor a la cocina, empujando al uno, gruñendo al otro, hostigando a todos, entre lágrimas y quejas.

-¡Ay, Tecla, mi hija, cómo tienes los nervios! -exclamaba don Olimpio.

Las gallinas se paseaban por el comedor, subiéndose a los muebles, y algunas ponían en las camas, saliendo luego disparadas, cacareando por toda la casa, con las alas abiertas.

-Ciriaco, mi hijo, espanta esas gallinas y échale un ojito al sancocho.

-Bueno, mi ama.

-Y tú, Alicia, ten cuidado con la mazamorra, no vaya a quemarse -decía atropelladamente misia Tecla.

Alicia era una india, delgada, esbelta, de regular estatura, de ojos de culebra, pequeños, maliciosos y vivos, de cejas horizontales, frente estrecha, de contornos rectilíneos, boca grande, de labios someramente carnosos. De perfil parecía una egipcia. Su energía descollaba entre la indolente ineptitud de aquellos neurasténicos, botos por el alcohol, la ignorancia y la superstición, como pino entre sauces. Huérfana desde niña, de padres desconocidos, misia Tecla la prohijó, aunque no legalmente, lo cual no era óbice para que don Olimpio la persiguiese con el santo fin de gozarla. Alicia se defendía de los accesos de lujuria del viejo que la manoseaba siempre que podía, llegando una vez a amenazarle con contárselo todo a misia Tecla si persistía en molestarla. Cierta noche, cuando todo el mundo dormía, se atrevió a empujar la puerta de su cuarto. -«¡Si entra, grito!» -Y don Olimpio tuvo a bien retirarse, todo febricitante y tembloroso, con los calzoncillos medio caídos y el gorro hasta el cogote.

Don Olimpio debía repugnarla con aquella cara terrosa, llena de arrugas y surcos como las circunvoluciones de un cerebro de barro, aquella calva color de ocre ceñida por un cerquillo de fraile y aquella boca sembrada de dientes negros, amarillos y verdes, encaramados unos sobre otros.

Alicia no sabía leer ni escribir; pero era inteligente, observadora y ladina y se asimilaba cuanto oía con una rapidez prodigiosa. Con frecuencia se enfadaba o afligía sin justificación aparente, al menos. La menor contrariedad la irritaba, encerrándola durante horas en una reserva sombría. Tenía diez y ocho años y nunca se la conoció un novio, y cuenta que no faltaban señoritos que la acechaban a cada salida suya a la calle con fin análogo al de don Olimpio. De tarde en tarde, a raíz de algún disgusto, padecía como de ataques histéricos, pero nunca se supo a punto fijo lo que la aquejaba porque el diagnóstico de los médicos de Ganga, que eran tan médicos como don Olimpio general, se reducía a decir que todo aquello «era nervioso y no valía la pena». La recetaban un poco de bromuro, y andando. La vida monótona de Ganga la aburría y la persecución de don Olimpio la sacaba de quicio, hasta el punto de que un día pensó seriamente en tornar la puerta.

Ella, en rigor, no gozaba sino cuando iban al campo, a una hacienda que don Olimpio arrendó, por no poder atenderla, a unos judíos, ¡Con qué placer se subía a los árboles, corría por el bosque y se bañaba en el río, como una nueva Cloe! Se levantaba con la aurora para dar de comer a las gallinas y los gorrinillos que ya la conocían. Estaba pendiente de las cabras recién paridas y de las cluecas que empollaban. Así había crecido, suelta, independiente y rústica.




ArribaAbajo- III -

En la farmacia del doctor Portocarrero, semillero de chismes donde se reunía por las tardes el elemento liberal de Ganga. Petronio Jiménez, un cuarterón, comentaba a voz en cuello, como de costumbre, el banquete que le preparaba don Olimpio al doctor Eustaquio Baranda, médico y conspirador que acababa de llegar de Santo, huyendo de las guerras del Presidente de aquella república ilusoria. El doctor Baranda se había educado y vivido en París, donde cursó con brillantez la medicina. Había publicado varias monografías científicas, una, singularmente, muy notable, sobre la neurastenia, de la que hablaron las revistas francesas con elogio. Enamorado de la libertad y enemigo de toda tiranía, volvió a su tierra tras una ausencia de años y a instancias del partido liberal, con objeto de tumbar la dictadura. Como no era, ni con mucho, hombre de acción, sino un idealista, un soñador que creía que los pueblos cambian de hábitos mentales con una sangría colectiva, como si la calentura estuviese en la ropa (palabras de un adversario suyo), la conspiración urdida por él desde París, abortó y a pique estuvo de perder en ella el pescuezo. Los conspiradores se emborracharon una noche y fueron con el soplo de lo que se tramaba al dictador que, en pago del servicio que le hacían, les mandó fusilar a todos sin más ni más. El presidente era un negro que concordaba, física y moralmente, con el tipo del criminal congénito, de Lombroso. Mientras comía mandaba torturar a alguien; a varias señoras que se negaron a concederle sus favores, las obligó a prostituirse a sus soldados; a un periodista de quien le contaron que en una conversación privada le llamó animal, le tuvo atado un mes al pesebre, obligándole a no comer sino paja. Cuantas veces entraba en la cuadra, le decía tocándole en el hombro:

-¿Quién es el animal: tú o yo?

El Nerón negro le llamaban a causa de sus muchos crímenes.

Bajo aquel diluvio llegó el doctor a Ganga. En el muelle, que distaba una hora del villorrio, le aguardaba lo más selecto de la sociedad gangueña, con una charanga.

Un tren Decauville subía y bajaba por una cuesta pedregosa, y ocurría a menudo que, desatándose los vagones, llegaba la máquina sola a la estación mientras aquéllos rodaban por su propio impulso, pendientes abajo, hacia el punto de partida. Los viajeros iban en pie, entre fardos y baúles, en coches indecentísimos, atestados de indios churriosos que fumaban y escupían a diestro y siniestro. A medio camino se paraba el tren, como un tranvía, para recoger a algún viajero, cuando no descarrilaba, cosa que a diario sucedía, debido, sin duda, no sólo a lo malo de la vía férrea, sino a las borracheras consecutivas del maquinista y el fogonero.

-No se olvide de entregarle esa carta al compadre Sacramento.

-Pierda cuidado.

-Oye, no dejes de mandarme con el conductor el purgante que te pedí el otro día. Mira que tengo el estómago muy sucio.

-En cuanto llegue.

Diálogos análogos, sostenidos entre los que quedaban en los apeaderos y los que subían al tren, se oían a cada paso. De suerte que la demora originada por este palique a nadie impacientaba.

-¡Nosotros, nosotros somos los llamados a festejar al doctor Baranda y no ese godo de don Olimpio que, por pura vanidad, para que le llamen filántropo y no por otra cosa, nos ha cogido la delantera! -exclamaba Petronio Jiménez-. Cosas de Ganga, hombre, cosas de Ganga. Un godo como ése ¡alojando en su casa a un agitador nada menos! ¡Cuando les digo a ustedes que tenemos que dar mucho jierro todavía! Los pueblos no merecen la libertad sino cuando la pelean. Lo demás ¡cagarrutas de chivo!

-Tú siempre tan exaltado -repuso el doctor Virgilio Zapote, famoso picapleitos de ojos oblicuos y tez cetrina, muy entendido, según decían, en derecho penal, y que había dejado por puertas a medio Ganga.

-¡Exaltado, porque soy el único que tiene vergüenza y no teme decir la verdad al Sursum Corda! Porque no soy pastelero como tú, que siempre te arrimas al sol que más calienta...

-Petronio, no me insultes.

-No te insulto, Zapote. ¿Acaso no sabemos todos que el que te cae entre las uñas suelta el pellejo? A mí ¿que me cuentas tú? Te conozco, hombre, te conozco.

-Vamos, caballeros, un trago y que haya paz -promedió el doctor Portocarrero, alargándoles sendas copas de brandi.

Petronio se subió los calzones que llevaba siempre arrastrando. No usaba tirantes, corbata ni chaleco, sino una americana de dril, un casco yanqui y chancletas que dejaban ver unos calcetines de lana agujereados y amarillentos. Parecía un invertebrado. Hablaba contoneándose, moviendo los brazos en todas direcciones, abriendo la boca, echando la cabeza hacia atrás, singularmente cuando reía, enseñando unos dientes blanquísimos.

A menudo, apoyándose contra la pared en una pierna doblada en forma de número cuatro, ponía a su interlocutor ambas manos sobre los hombros o le torcía con los dedos los botones del chaleco. A los amigos, cuando les hablaba en tono confidencial, les atusaba el bigote o les hacía el nudo de la corbata. Tenía mucho de panadero por lo que manoseaba, en las efusiones, falsas y grotescas, de su repentino y fugaz afecto. A la media hora de haber conocido a alguien, ya estaba tuteándole. Esta confianza canallesca le captó la simpatía popular. Colaboraba en varios periódicos, sobre política y moral, sobre moral preferentemente, con distintos pseudónimos, sobriqués, como él decía pavoneándose. Tan pronto se firmaba Juan de Serrallonga como Enrique Rochefort o Ciro el Grande. Su periódico predilecto era La Tenaza, cuyo director, un mestizo, Garibaldi Fernández, ex maestro de escuela, gozaba entre los suyos fama de erudito y de hombre de mundo. Había publicado un libro por entregas plagado de citas de segunda y tercera mano, y de anécdotas históricas, titulado El buen gusto o arte de conducirse en sociedad. Se gastaba un dineral en sellos de correo, pues no hubo bicho viviente, fuera y dentro de Ganga, a quien no hubiese enviado un ejemplar.

El tal tratado de urbanidad era graciosísimo. ¡Hablar de buena educación en Ganga! ¡Recomendar el uso del fraque, de la corbata blanca, de la gardenia en el ojal, del zapato de charol, del calcetín de seda, donde todo el mundo, a causa del calor, andaba poco menos que en porreta! A mayor abundamiento, el autor de El buen gusto ostentaba las uñas largas y negras, el cuello grasiento, los pantalones con rodilleras y los botines empolvados.

-Esta noche -voceaba colérico Petronio- escribo un artículo para La Tenaza en que voy a poner verde a don Olimpio. Como suena.

-No te metas con don Olimpio -repuso Portocarrero-. Otro trago. Es mal enemigo.

-Y a mí ¿qué? Hay que moralizar este país -dijo sorbiéndose de un golpe la copa de brandi.

En esto pasó por la botica la Caliente, mulata de rompe y rasga, conocidísima en el pueblo. Vestía tilla bata color de rosa y un pañuelo de seda rojo atado en el cuello a modo de corbata. Sobre el moño de luciente y abundante pasa, resaltaba la púrpura de un clavel.

-¿Adónde vas, negra? -la preguntó Petronio plantándola familiarmente una mano en el hombro.

-¡Figúrate!

-Espérame esta noche. ¡Qué sabrosa estás!

-¿Esta noche? Bueno; pero poco relajo, y no te me vayas a aparecer ajumao, como el otro día.

-Tú sabes que yo nunca me ajumo, vida.

-¡Siá! ¡Que no se ajuma, que no se ajuma!... -exclamó la Caliente prosiguiendo su camino con sandunga provocativa y riendo a carcajadas.

La farmacia no tenía más que un piso, como casi todo el caserío de Ganga. De modo que, desde las puertas abiertas de par en par, se podía hablar con todo el que pasaba. Así se explica que la farmacia se llenase a menudo de cuantos ociosos transitaban por allí. Entre el escándalo de las discusiones que se armaban a diario, a propósito de todo, política, literatura y ciencias, apenas si se oía la voz del parroquiano:

-¡Un real de ungüento amarillo!

-¡Medio de alcanfor y un cuartillo de árnica!

-Una caja de pastillas de clorato de potasa. Y la contra de caramelos. Despácheme pronto, dotol, que tengo prisa.

-Aquí vengo, dotol, a que me recete una purga. Dende hace días tengo una penita en el estógamo que no me deja vivil.

En la botica no sólo se vendían drogas, sino ropa hecha, zapatos y sombreros de paja. La división del trabajo no se conocía en Ganga.




ArribaAbajo- IV -

Don Olimpio adornó el comedor lo más suntuosamente que pudo. En el centro de la pared, ornado con ramas, flores y banderas, colocó el retrato de Bolívar, y a cada uno de los lados, reproducciones borrosas de fotografías de Washington y Páez. Esmaltaban la mesa, que era de tijera, jarrones de flores inodoras, de un amarillo y escarlata lesivos a los ojos. La vajilla, de lo más heterogéneo, se componía de platos y copas de todos tamaños y colores. Gran parte era prestada. Los cubiertos, unos eran de plata Meneses, y otros de plomo con cabos de hueso.

Los sirvientes, aturdidos, no daban pie con bola. Al doctor Baranda le quitaron el plato de sopa cuando aún no la había probado, y en lugar de tenedor, cuchillo y cuchara, ponían a unos tres cucharas y a otros tres cuchillos o tres tenedores. Doña Tecla les hablaba sigilosamente al oído, y se quejaba en voz alta del servicio, suplicando al doctor «que dispensase». Alumbraban el comedor lámparas de petróleo, al través de cuyas bombas polvorientas bostezaba una luz enfermiza alargando de tiempo en tiempo su lengua humosa por la boca del tubo. Una nube de insectos revoloteaba zumbando alrededor de las luces, muchos de los cuales caían sin alas sobre el mantel.

No lejos del doctor estaba Alicia, a quien miraba de hito en hito con sus ojos de árabe, tristes y hondos, orlados de círculos color de pasa. La mesa remedaba un museo antropológico; había cráneos de todas hechuras: chatos, puntiagudos, lisos y protuberantes; caras anémicas y huesudas y falsamente sanguíneas y carnosas; cuellos espirales de flamenco y rechonchos de rana. Las fisonomías respiraban fatiga fisiológica de libertinos, modorra intelectual de alcohólicos y estupidez de caimanes dormidos. Lo que no impedía que cada cual aspirase, más o menos en secreto, a la Presidencia de la república.

De pronto se oyó en la cocina un ruido descomunal como de loza que rueda. Doña Tecla se levantó precipitadamente sin pedir permiso a los comensales. Ciriaco, que ya estaba chispo, había roto media docena de platos.

-Lárgate en seguida de aquí, sinvergüenza, borracho! -gritó misia Tecla.

-Sí, borracho, borracho -tartamudeó el indio yendo de aquí para allá, como hiena enjaulada y rascándose la cabeza.

-¡Ah, qué servicio, qué servicio! -añadió doña Tecla volviendo a ocupar su sitio.

En el zaguán tocaba una orquesta, cuyos acordes perezosos y aburridos predisponían al sueño. Casi todos los instrumentos eran de cuerda. El violín hipaba como un pollo al que se le retuerce el pescuezo; el sacabuche tosía como un tísico, y el violón sonaba con flatulencia gemebunda. En las ventanas de la calle se arremolinaba el populacho, a pesar de la lluvia que seguía cayendo lenta y fastidiosa. Algunos pilluelos se habían trepado por los barrotes hasta dominar el comedor, cuya luz proyectaba sobre la oscuridad de la calle una mancha amarillenta.

Entre los comensales figuraba el doctor Zapote, cazurro si les hubo, que pronunció un brindis anodino, aprendido horas antes de memoria, y en que no soltaba prenda. Don Olimpio, que ya andaba a medios pelos, se puso en pie, copa en mano, la cual, a cada movimiento del brazo, se derramaba mojándole la cabeza al doctor Baranda. «Brindo, dijo, por el honol que sentimos todos los aquí presentes, mi familia, sobre todo, por el honol de tenel entre nosotros al cospicuo cirujuano que eclipsó en París la fama de Galeno y del dotol Paster, el inventor del virus rábico para matar los perros rabiosos sin necesidad de etrinina. Sí, señores, ya podemos pasearnos impunemente por las calles sin temol a los perros.

Misia Tecla sonreía con benevolencia. El cuerpo de don Olimpio se bamboleaba y a sus pupilas, de párpados membranosos, asomaban como ganas de vomitar. -«Brindo, continuó, brindo...» -y soltando un regüeldo tronante se sentó, dejando caer la copa, con champaña y todo, sobre la mesa.

Alicia se burlaba con los ojos. El doctor Baranda se concretó a dar las gracias, en dos palabras irónicas y secas, pero corteses. Después habló el alcalde, tipo apoplético, de cuello adiposo y ancho, dedos de butifarra, occipucio de toro, párpados caídos hasta la mitad del globo ocular, vientre voluminoso y de carácter irritable, por la vecindad, sin duda, del cerebro y el corazón. Apenas se entendió lo que dijo. Cuando todo el mundo se preparaba a levantarse, de un extremo de la mesa surgió, como por escotillón, un joven escuchimizado color ladrillo, melenudo, que con voz temblorosa y estridente empezó a leer una oda:



«Al egregio doctor Baranda.

El sol viborezno del trópico rojo
Te canta ¡oh Galeno! con ímpetu azul;
Y el Titán airado, con arcaico arrojo,
Sobre ti desciñe su invisible tul.»

Un trueno de aplausos interrumpió al poeta. El doctor Zapote, alcohólicamente conmovido, le dio un abrazo.

-¡Eso es un poeta! ¿Verdad, doctor?

Los comensales, incluso las mujeres, a duras penas podían levantarse de puro ebrios. Sudorosos, verdinegros, con el pelo pegado a las sienes, miraban sin saber adónde. Don Olimpio roncaba repantigado en su silla.

* * *

Acabado el banquete, el doctor Baranda se retiró a su cuarto, desde cuyo balcón se divisaba, de un lado el río, y del otro, el mar. Una luna enorme asomaba su cara de idiota al través de cenicientos celajes. El cielo, cuajado de rayas, semejaba la piel de una cebra. El río se deslizaba en la soledad de la noche con solemne rumor que moría en la desembocadura bajo el escándalo del mar. Un gallo cantaba a lo lejos y otro, más cerca, le respondía. El doctor, ya en paños menores, se sentó en una mecedora junto al balcón, a saborear la melancolía caliente y húmeda de la noche.

Estaba, triste, muy triste. Había llegado por la mañana y no le habían dejado un momento de reposo. ¡A qué hoyo había venido a dar!

Pensó primero en su conspiración abortada y luego en Rosa, la querida que dejó en París, la compañera de su época de escolar. Recordaba sus años de estudiante en el Barrio Latino, bullicioso y alegre. Sí, la amaba, en términos de haber pensado en hacerla su mujer legítima. ¿Por qué no? No era el primer caso. La conoció virgen, le guardó fidelidad, compartiendo con él las estrecheces de la vida estudiantil. Revivía el pasado con los ojos fijos en la luna, en aquella luna que amenazaba lluvia, sanguinolenta como un tumor.

¿Y Alicia? ¿Qué impresión le había producido? La de poseerla y nada más.

-¡Oh, en la cama debe de ser deliciosa!

El doctor, sin dejar de dar a los rasgos anatómicos de la fisonomía la debida importancia, se fijaba, sobre todo, en la mímica. Observaba los ojos, su expresión, su forma, la disposición de las cejas y las pestañas, el aleteo de los párpados. El ojo, por su movilidad y por su brillo, todo lo dice. Tiene una vida autónoma. Su iris se modifica según los estados de conciencia. ¡Cuán diferente es el ojo fulgurante del que piensa con intensidad, del ojo estático del que sueña despierto! Varía según su convexidad y la estructura de la córnea al influjo de los músculos oculares, de los humores que segrega, del velo cristalino que flota en su superficie. Las cejas y las pestañas, aunque elementos secundarios, dan un sello típico al semblante. Las cejas, por su instabilidad, están unidas al ojo y al pensamiento. La nariz, aunque fija, desempeña un gran papel estético: es fea la nariz roma o arremangada; es bella y graciosa la nariz aquilina. El ojo es el centro anímico de la inteligencia, especie de foco que recoge y difunde la luz interior. La boca es el centro comunicativo de las pasiones: del amor, del odio, de la lascivia, de la ternura, de la cólera; el laboratorio de la risa, de los besos, de los mohínes, de las perversiones impúdicas, de las palabras que hieren o acarician, que impulsan al crimen o al perdón... Con todo, no hay que fiarse-seguía discurriendo-de la expresión facial, porque no todos los sentimientos y las emociones tienen una mímica peculiar: la expresión del placer olfativo se confunde con la de la voluptuosidad; la del placer y el dolor afectivos; la mímica de la lujuria concuerda con la de la crueldad; la del frío y el calor con la de la cólera; la del dolor estético con la del mal olor o la repugnancia...

La cara de Alicia le había revelado, a medias, su carácter. Las miradas furtivas, pero intensas, que le dirigía de cuando en cuando, denunciaban un temperamento nervioso, un carácter tenaz, centrípeto, autoritario. Sus labios se contraían ligeramente en la comisura con un rictus de cólera contenida, y las alas de la nariz se dilataban temblando como el hocico de una liebre asustada. No reía sino a medias y, más que con la boca, con los ojos, cuyo iris se recogía con irisaciones de reflejos sobre el agua.

* * *

El doctor no podía conciliar el sueño, a causa de la excitación nerviosa producida por el viaje, por el cambio de medio ambiente, y, sobre todo, por lo mucho que le obligaron a beber durante la comida, amén de los descabellados brindis que tuvo que oír. Sobre su mesa encontró un ejemplar dedicado de El buen gusto. Se puso a hojearle.

«Si venís por una calle y os encontráis con el sagrado Viático, detened vuestra marcha, quitaos el sombrero y doblad humildemente la rodilla.»

-¡Éramos pocos y parió mi abuela! Y quien esto escribe, alardea de liberal. Liberalismo de los trópicos. Sigamos.

«No des la mano al hombre que se muerda las uñas o que las tiene sucias, que se lleva los dedos a la boca, que se sacude con el meñique el oído, que se humedece el índice con la lengua para volver la hoja de un libro y que encorvando el mismo índice se quita con él el sudor de la frente».

El doctor sonreía recordando las uñas de Garibaldi Fernández, y reflexionaba en lo difícil que se le iba a hacer, de seguir los consejos del autor, el dar la mano a los gangueños. ¿Cómo averiguar, continuaba, que un hombre se ha humedecido el índice para volver las páginas de un libro? Habría que pillarle in fraganti.

Después, saltando con displicencia algunas hojas, siguió leyendo al azar:

«Una de las muchas manifestaciones de la decencia es sin duda la de tener limpio el calzado, exageradamente limpio».

De donde se deduce que en Ganga no hay decencia, porque quién más, quién menos, lleva los zapatos sucios, empezando por el autor de El buen gusto; los zapatos y las uñas. Y... todo lo demás.

El libro se le antojaba reidero y continuó leyéndole. ¿Cómo no divertirle si todo él resultaba una sátira contra el autor, que ni hecha aposta?

«Procurad tener siempre las uñas relucientes de limpias; de lo contrario, pasaréis por gente puerca y mal educada».

-Dale con las uñas y... aplícate el cuento, ¡oh saladísimo Garibaldi!

Aquí, por lo visto, se mete a filósofo.

Veamos: «Grande cosa es el hábito: constituye una segunda naturaleza».

-¡Originalísimo!

«Use almost can change the stamp of nature. (Shakespeare, Hamlet).» ¡Anda! En inglés, para mayor claridad.

«L'habitude est une seconde nature», dicen los franceses.

-No, que serán los chinos.

«Usus est optimus magister (Columella)».

«L'abito e una seconda natura».

-Ahora me explico la fama de erudito y poliglota, como dicen por ahí, de Garibaldi. A ver cuántas lenguas sabe: español, inglés, francés, latín e italiano. ¡Ni el cardenal Mezzofantti!

«Dadles a vuestros huéspedes habitaciones cómodas, alegres y aireadas». -Esto debió leerlo don Olimpio antes de mi llegada. No sabe el homónimo del célebre general italiano el rato de solaz que me está dando su libro. Adelante.

«Los caballeros deben ser corteses con las señoras que entren a los ómnibus y tranvías, aunque sea la primera vez que las vean.»

-Pero ¡si en Ganga no hay ómnibus ni tranvías! Pura broma.

«No estiréis vuestros miembros, no bostecéis, no salivéis, no estornudéis metiendo ruido y sin cubrir muy bien con el pañuelo nariz y boca, haciendo además la cabeza a un lado. Si estáis acatarrados quedaos en casa».

-Este Garibaldi ¿escribe en serio? Así son estos pueblos degenerados. Tienen las palabras, pero les falta la cosa... Son mentirosos e hipócritas. En lo privado, la barragana-generalmente mulata o negra-y los hijos naturales casi enfrente del hogar legítimo, sin contar con los otros hijos naturales abandonados; la ausencia de solidaridad, la envidia, la calumnia, el chisme, el peculado, el enjuague, la porquería corporal. En público, el aspaviento, el bombo mutuo, la bambolla, la arenga resonante y ventosa en que se preconiza el heroísmo, la libertad, el honor, la pureza de las costumbres, la piedad, la religión y la patria...

La pereza intelectual les impide observar los hechos, no creen sino en las palabras a fuerza de repetirlas, y por puro verbalismo se enredan en trágicas discordias civiles.

«Esopo fue un manumiso. Cervantes, un soldado. Colón, hijo de un tejedor. Cromwell, hijo de un cervecero. Ben Jonson, hijo de un albañil. Luciano, hijo de un tendero. Virgilio, hijo de un mozo de cordel». Y tú ¿de quién eres hijo, Garibaldi?

-¿Qué tiene que ver todo esto con la urbanidad? Nada.

Este género de biografías homeopáticas, copiadas, como son y tienen que ser todas las biografías, por lo que toca a la cronología y a los hechos, no era, ni con mucho, para Baranda, el fuerte de Garibaldi. Vasari pudo ser original hasta cierto punto porque conoció personalmente a casi todos sus biografiados. Lo chistoso para el doctor, del libro de Garibaldi, residía en el palmario desacuerdo entre lo que en él se recomendaba y las costumbres gangueñas y la persona del moralista.

Tiró el libro sobre la mesa y se puso a inspeccionar el cuarto. Había un catre de tijeras con un mosquitero azul; en un rincón, una butaca coja; una mesa de pino sin tapete, en el centro, y, sobre una cómoda desvencijada, muy vieja, un San Jerónimo pilongo, pegado a la pared (desdichada reproducción de Ribera), contaba por la millonésima vez la historia de sus ayunos y penitencias.

Luego se asomó al balcón. En el tejado de enfrente una gata negra bufaba cada vez que se le acercaba uno de los muchos gatos que la rondaban requiriéndola. En la calle desierta, un perro ladraba pertinaz a la luna.

Al cerrar las maderas vio un rimero de gatos rodar por las tejas, arañándose, mordiéndose y maullando, mientras la hembra inmóvil les miraba impasible con sus ojos fosforescentes. Cerrado el balcón, oyó un alarido desgarrador y lúgubre que se prolongó en el silencio de la noche como el grito de un dolor súbito y hondo. El alarido se fue convirtiendo en un a modo de llanto infantil, en un maullido voluptuoso, gutural, caliente y carraspeño, acabando por un nuevo alarido desgarrador y lúgubre, acompañado de carreras y bufidos...

El doctor sacudió el mosquitero, apagó la luz y se metió en el catre que crujía como si fuera a astillarse.

El calor sofocante y él zumbar de los mosquitos le desvelaron. Daba vueltas y vueltas, a cada una de las cuales respondía el catre rechinando. Su pensamiento, indeciso y nervioso, terminó por fijarse.

-¡Los hombres, los hombres! ¡Qué poco valen! En rigor, no merecen que se sacrifique uno por ellos. Los períodos revolucionarios sólo sirven para poner de manifiesto lo ruin de sus pasiones. ¡Triste experiencia la mía! Pero ¿acaso lucho yo por los hombres? No, he combatido y seguiré combatiendo por los principios, por las ideas. ¿Quién sabe adónde va a dar la piedra arrojada a la ventura? Trabajemos por las generaciones venideras. Ellas son las que se aprovechan siempre de los esfuerzos de las generaciones pasadas. El hombre... ¿qué es el hombre? ¡Nada! La especie, la especie... ¡Hay que pelear por la especie!

Y sus ojos, entornándose gradualmente, se hundieron en el limbo del sueño.

El borborigmo monótono del río alternaba con el terco ladrar del perro que seguía contando a la luna vaya usted a saber qué tristezas...




ArribaAbajo- V -

El grupo liberal que se reunía en la farmacia de Portocarrero, no quería ser menos que el grupo conservador.

Para él era cuestión de honra banquetear a Baranda. Con efecto, le banquetearon en el patio del Café Cosmopolita, cubierto por un enorme emparrado de bejucos. Los cuartos contiguos estaban llenos de commis voyageurs, de marcado tipo judío. Un agente de seguros perseguía a todo bicho viviente proponiéndole una póliza con reembolso de premios. Un mulato paseaba de mesa en mesa una caja, pendiente del cuello por unas correas, que abría para mostrar plegaderas y peines de carey, caimancitos elaborados con colmillos de ese reptil y otras baratijas.

La comida duró hasta las tres de la mañana, en que cada cual tiró por su lado, sin despedirse. La borrachera fue general. Hasta el dueño del café cogió su pítima. El calor había fermentado los vinos. Petronio Jiménez estuvo elocuentísimo. Colmó al gobierno de insultos, entre los cuales el más benigno era el de ladrón; apologó la anarquía, el socialismo, sin orden ni sindéresis, y bebiéndose en un relámpago incontables copas de coñac.

Los ojos cavernosos le centelleaban a través del sudor que le bajaba de la frente a chorros; tenía la cabeza empapada, la corbata torcida, el cuello de la camisa hecho un chicharrón y los pantalones a medio abrochar, caídos hasta más abajo del ombligo. Sus apóstrofes se oían a una legua, viéndosele por las ventanas abiertas agitar los brazos, convulsivo, frenético. Habló de todo, menos de Baranda: de la Revolución francesa, del Dos de Mayo, de Calígula, de Napoleón I, de la batalla de Rompehuesos, en que, según decía, se batió como un tigre.

-¡Ah, señores! ¡Cuánto jierro di yo aquel día! ¡Aquello sí que fue pelear! A mí me mataron tres veces el caballo, que lo diga, si no, Garibaldi Fernández, nuestro ilustre sabio.

Baranda miraba socarrón a Garibaldi y apenas podía contener la risa al comparar sus máximas de moral e higiene con sus uñas de luto, sus dientes sarrosos, sus botas sin lustre, el cuello de la camisa arrugado y los pantalones con rodilleras y roídos por debajo.

-¡Bravo, Petronio! ¡Eres el Castelar de Ganga! -le dijo tambaleándose el dueño del café-. Y bien podías, viejo -añadió cariñosamente por lo bajo-, pagarme la cuentecita que me debes.

Petronio hacía un siglo que no iba por el Café Cosmopolita. De suerte que el recordatorio no era del todo intempestivo.

El doctor Baranda, aprovechando una coyuntura, tomó las de Villadiego, sin que nadie advirtiese su ausencia, aparentemente al menos.

-¡Vaya que si me acuerdo de la batalla de Rompehuesos! -dijo Garibaldi a Petronio-. Estaba yo ese día más borracho que tú ahora. Cuando caí prisionero de los godos me preguntó un sargento: -«¿No tienes cápsulas?» -Sí, le respondí; pero son de copaiba. -Y no mentía.

-Déjense de batallas, caballeros. Sí, todos peleamos cuando llega la ocasión -interrumpió Portocarrero, haciendo eses-. ¿Adónde vamos ahora? Porque hay que acabarla en alguna parte.

-¡Sí, hasta el amanecer! -añadió Petronio.

-¡Vamos a casa de la Caliente!

-¡Eso, a casa de la Caliente! -gritaron todos a una.

-¡Eh, cochero, al callejón de San Juan de Dios! Ya sabes dónde. Pero pronto.

-Hay que llevar, caballeros -observó Garibaldi-, unas botellas de brandi, porque una juerga sin aguardiente no tiene incentivo.

Y se metieron hasta seis en el arrastrapanzas cantando y empinando con avidez las botellas. El coche, crujiendo, ladeándose como un barco de vela, se arrastraba enterrándose en la arena hasta los cubos o en los tremedales formados por las crecidas del río.

Las calles estaban desiertas, silenciosas y oscuras. Los ranchos de los barrios pobres levantaban en la penumbra sus melancólicos ángulos de paja, algunos tenebrosamente alumbrados.

La catedral, de estilo hispano-colonial, proyectaba su pesada sombra sobre la plaza en que se erguían algunas palmeras sin que un hálito de brisa agitase sus petrificados abanicos. En los cortijos distantes cantaban los gallos, y los perros noctámbulos ladraban al coche que corría derrengándose.

La Caliente dormía a pierna suelta, echada sobre una estera, en el suelo. A los golpes que sonaron con estrépito en su puerta, repercutiendo por la llanura dormida, despertó asustada.

-¿Quién es?

-Nosotros.

-No, si vienen ajumaos, no abro. Es muy tarde.

-¡Abre, grandísima pelleja!

-Con insultos, menos.

-Si no abres ¡te tumbamos la puerta! -rugió Petronio redoblando las patadas y los empujones.

Y la Caliente abrió. Estaba del todo desnuda, en su cálida y hermosa desnudez de bronce. Con una toalla se tapaba el vientre. Su ancha y tupida pasa, partida en dos por una raya central, la caía sobre las orejas y la nuca con excitante dejadez. Su cuerpo exhalaba un olor penetrante, mitad a ámbar quemado, mitad a pachulí.

Atropelladamente empezaron todos a manosearla.

El uno la cogió las nalgas; el otro las tetas; el de más allá la mordía en los brazos o en la nuca.

-¡Que me vuelven loca! -exclamó riendo al través de una boca elástica y grande, de dientes largos, blanquísimos y sólidos-. ¡Jesús, qué sofoco! Siéntense, siéntense, que me voy a poner la camisa.

-¡No, qué camisa! -gritó Petronio echándola los brazos sobre los hombros.

-El que más y el que menos te ha visto encuera. Además, hace mucho calor. Tómate un trago.

-¡A la salud de la Caliente! -silabearon todos al mismo tiempo.

-¡Ah! ¡Esto es aguarrás! -exclamó la Caliente escupiendo-. ¿Dónde han comprado ustedes esto? ¡Uf!...

-¿Qué te parece, vieja? -murmuró Petronio a su oído.

-¡Cochino! ¡Cuidao que la has cogido gorda! ¡Nunca te he visto tan borracho, mi hijo!

-¿Qué quieres, mi negra? ¡La política!

En un santiamén se vaciaron varias botellas consecutivas. Los más se quitaron la ropa; uno de ellos, Garibaldi, se quedó en calzoncillos, unos gruesos calzoncillos de algodón, bombachos, salpicados de manchas sospechosas.

-Oye, Porto (así llamaban al farmacéutico en la intimidad), arráncate con un pasillo, que lo vamos a bailar esta negra y yo -propuso Petronio.

-¡Ya verás, mulata, cómo nos vamos a remenear!

Empezó el guitarreo, un guitarreo áspero y tembloroso, sollozante, lúbrico y enfermizo, como una danza oriental. La vela de sebo que ardía entre largos canelones en la boca de una botella, alumbraba con claridad fúnebre el interior de la choza, donde se veía una grande cazuela, sobre el fogón ceniciento, con relieves de harina de maíz y frijoles pastosos, una mesa mugrienta, varios cromos pegados a la pared, que representaban al Emperador de Alemania con su familia, los unos, y los otros, carátulas de almanaques viejísimos. En el patio había dos o tres arbolillos polvorosos y secos, al parecer pintados. Junto a la batea, atestada de trapos sucios, dormía un perro que, de cuando en cuando, levantaba la cabeza, abría los ojos y volvía a dormirse como si tal cosa.

En el bohío de al lado, que se comunicaba por el patio con el de la Caliente, lloraba y tosía, con tos cavernosa, un chiquillo. Una negra vieja, en camisa, con las pasas tiesas como piña de ratón, salió al patio en busca de algo, no sin asomar la gaita por encima de la cerca para husmear lo que pasaba en el patio vecino. Andaba muy despacio, arrastrando los pies, con la cabeza gacha y trémula. La seguía un gato con la mirada fija.

-¿Quieres agua? Toma.

Y se oía el lengüeteo del animal en una vasija de barro. El chiquillo seguía tosiendo y llorando. La negra, gruñendo a través de su boca desdentada algo incomprensible, desapareció como un espectro.

..........................................................................

-¡Menéate, mi negra! -sollozaba Petronio ciñéndose a la Caliente como una hiedra. La mulata se movía con ritmo ofidiano, volteando los ojos y mordiéndose los bembos. Y la guitarra sonaba, sonaba quejumbrosa y lasciva. Garibaldi, con una mano en salva sea la parte, llevaba el compás con todo el cuerpo.

De pronto cayó la Caliente boca arriba sobre la estera, abriendo las piernas y los brazos sombreados en ciertos sitios por una vedija selvática.

Petronio, de rodillas, la besó con frenesí en el cuello, luego la mordió en la boca y la chupó los pezones.

-¡Dame tu lengua, mi negro! -suspiraba acariciándole la cabeza con los dedos.

Y Petronio, congestionado, medio loco, la acarició luego en el vientre, después en las caderas, hundiéndose, por último, como quien se chapuza, entre aquellos remos que casi le estrangulaban... La Caliente se retorcía, se arqueaba, poniendo los ojos en blanco, suspirando, empapada en sudor, como devorada por un cáncer.

-¡No te quites, mi vida, no te quites!

Los orgasmos venéreos se repetían como un hipo y aquella bestia no daba señales de cansancio.

-¡No te quites, mi vida, no te quites! ¡Ah, cuanto gozo! ¡Me muero! ¡Me muero! -Y se ponía rígida y su cara, alargándose, enflaquecía. Porto, si saber lo que hacía, le metió a Petronio el índice en salva sea la parte-. ¡Que me quitas la respiración! -gritaba.

De puro borracho acabó por vomitarse en la cocina sobre el perro, que salió despavorido. La guitarra enmudeció entre los brazos del guitarrista dormido.

El sol entró de pronto-una mañana sin crepúsculo, sin aurora, agresivo y procaz, que ardía con ira incendiando a los borrachos que yacían unos en el suelo, abrazados a las botellas, otros sobre el catre o de bruces en la mesa, desgreñados, desnudos, sudorosos...

Aquello parecía un desastroso campo de batalla, y para que la ilusión fuese completa, en la cerca del patio y sobre uno de los arbolillos abrían sus alas de betún repugnantes gallinazos, de corvos picos, redondas pupilas y cabezas grises y arrugadas que recordaban a su modo las de los eunucos de un bajo-relieve asirio.




ArribaAbajo- VI -

Los socios del Círculo del Comercio acordaron dar un baile en honor de Baranda, no sin pocas y acaloradas discusiones. Rivalidades de partido y rencillas personales. El presidente era liberal y los vocales de la junta, conservadores.

-No es al político -decía gravemente en la junta extraordinaria-a quien vamos a agasajar, no. Es al hombre de ciencia.

-No me parece bien -argüía un vocal- que festejemos a un sabio con un baile.

-¿Sabe S. S. de otro modo de festejarle? -repuso el presidente.

-Podíamos darle una velada literaria, una función teatral...

-¡Como no represente S. S.! ¿Dónde están los cómicos?

-Si hay alguien aquí que represente -gritó atufado el vocal- no soy yo sin duda.

-¿Qué quiere decir S. S.? ¿Que soy un farsante? ¡Hable claro S. S.!

Y la discusión tomó un sesgo personal. De todo se habló menos de lo importante, y, claro, se vaciaron algunas botellas.

El edificio, sucio y destartalado, daba sobre el Parque. En la planta baja había una tienda mixta con una gran muestra en que rezaba: «Máquinas de coser. Soda cáustica. Coronas fúnebres. Queso fresco». Se entraba por un zaguán lóbrego que conducía, subiendo una escalera de pino, ancha y crujiente, al Círculo.

Lindaban casi con la biblioteca la cocina y el común, sin duda para desmentir la tradición española de que estudio y hambre son hermanos. En las primeras tablas del armario -el único que había- un Larousse, al que faltaban dos tomos, mostraba su dorso polvoriento y desteñido junto a una colección trunca también pero empastada, de la Revista de Ambos Mundos. Seguían otros libros.

Un volumen II de History of United States, con láminas; dos tomos de Les françois peints par eux memes, comidos de polilla; un Diccionario de la Academia (primera edición); una Historia del Descubrimiento de América, en varios tomos, editada en Barcelona, y La vida de los animales, de Brehm, traducida en español e incompleta. En los demás tableros se amontonaban desordenadamente viejas ilustraciones a la rústica, folletos políticos y monografías en castellano y en francés sobre la tuberculosis, la sífilis, el uso del le y el lo, el alcoholismo y la lepra.

La llave del armario la tenía el cocinero. En el centro de la sala había una mesa con los periódicos del día, locales y de la capital, tinteros y plumas despuntadas.

El salón principal estaba amueblado con muebles de mimbre. En la pared central, sobre una consola, un gran espejo manchado devolvía las imágenes envueltas en una neblina azulosa. Del techo pendía una gran araña de cristal con adornos de bronce, acribillada de moscas. En un ángulo, un piano de cola enseñaba su dentadura amarilla y negra. No lejos estaba la sala de juntas, con su gran mesa ministro, encima de la cual, y en ancho lienzo, se pavoneaba, vestido de general, el Presidente de la República.

A la entrada, una cantina, provista de brandi, ginebra, anís del mono, cerveza, champaña y otros licores, exhalaba un tufo ácido de alambique. Era del general Diógenes Ruiz, un héroe que se había distinguido en la acción de El Guayabo. En el fondo del Círculo había un billar y no lejos varias mesitas para jugar a las cartas, al dominó, a las damas y al ajedrez.

Se adornaron los balcones de la calle con palmas y gallardetes, al través de los cuales brillaba una hilera de farolillos multicoloros.

A eso de las diez empezó a llegar la gente. Dona Tecla, adormilada, con su expresión de idiota, entró, pisándose las faldas, del brazo de don Olimpio, penosamente embutido en una levita color de pasa, del año uno. Delante de ellos iba Alicia vestida con gracia y sencillez, escotada, con una flor roja en el seno. Sus ojos se habían agrandado y ensombrecido; su seno y sus caderas flotaban en una desenvoltura de hembra que ya conoce el amor. Su boca, más húmeda, sonreía de otro modo, con cierta sonrisa enigmática y maliciosa.

Garibaldi se había cortado las uñas, y mostraba una camisa pulquérrima, aunque de mangas cortas.

Petronio, de americana, lucía una esponjosa flor de púrpura que acentuaba lo cetrino de su faz hepática. Portocarrero iba también de americana con zapatos amarillos muy chillones.

Se hubiera creído que todos, por lo macilentos, terrosos y sombríos -la risa fisiológica no se conocía en Ganga-, acababan de salir del fondo de una mina de cobre.

Las señoritas, muy anémicas y encascarilladas, y en general muy cursis, con peinados caprichosos y trajes estrafalarios, hechos en casa por manos inexpertas, parecían unas momias rebozadas.

En la colonia extranjera, compuesta de hebreos, alemanes y holandeses, no faltaban garbosas mujeres, de exuberantes redondeces y cutis blanco levemente encendido por el calor. Los judíos, fuera de los indígenas, eran los únicos que se adaptaban a aquel clima sin estaciones, de un estío perenne. La esbeltez de Baranda, vestido de fraque, contrastaba con el desgaire nativo de los gangueños.

A las once en punto rompió la orquesta: el piano, una flauta y un violín. Las parejas se movían lentas y melancólicas, muy ceñidas, al son de la danza, no menos melancólica y lenta.

Petronio -el árbitro de la elegancia gangeña, como su tocayo lo fue de la Roma neroniana- contaba al doctor la vida y milagros de cada concurrente.

-Esa es la viuda del general Borona, que murió en la batalla de Tente-tieso. Se deja querer. Aquélla... ¡Ah, si usted supiera su vida! Que se la cuente Porto. ¿Porto? ¡ven acá! -gritó cogiéndole por el saco en una de las vueltas que dio junto a él-. Cuéntale al doctor la historia de Anacleta.

-¡Oh, no! ¡La pobre!

-¡Qué pobre ni qué niño muerto!

-Déjame acabar esta pieza y vuelvo.

Y continuó bailando sin protesta de su compañera que permaneció sola, recibiendo empellones y codazos, en medio de la sala, mientras él departía con Petronio.

-¿Doctor? ¡Un trago! -le dijo Garibaldi, cogiéndole por el brazo y llevándosele a la cantina.

-¿General? ¡Dos ginebras! A no ser que el doctor quiera otra cosa.

-Ya usted sabe que yo no bebo. El alcohol me hace daño.

-Bueno. Entonces tomaremos champaña. ¡Y de la viuda nada menos! Una copa de champaña no me la rehusará usted, doctor.

Alicia seguía de lejos con la mirada fija y ardiente al médico.

-¡Ah, sinvergüenza! ¿Conque vienes a amarrártela y no me avisas? -exclamó Petronio, apareciéndose en la cantina-. A ver, general Diógenes, un anís del mono, para empezar.

Mientras le servían echó a Baranda una mirada aviesa de envidia.

-Perdone, mi querido doctor, si no hemos podido hacer algo digno de usted. En estos pueblos todo se dificulta. Usted, habituado a la vida de París... -le dijo el Presidente llevándosele del brazo a la sala.

-¡Oh, no! Me parece bien. A la guerre comme à la guerre -frase esta última de la que el Presidente se quedó en ayunas, no sin enrojecérsele el rostro de vergüenza. El Presidente no sabía francés y, temeroso de que Baranda fuese a entablar toda una conversación con él en aquel idioma, se escabulló sin más ni más.

El cielo se ennegreció de pronto y al cuarto de hora llovía a cántaros. La lluvia reventaba en la calle sonante y copiosa. Y el baile seguía, seguía, fastidioso, igual, soñoliento.

Baranda, sentado junto a Alicia que no quiso bailar en toda la noche, observó que de todos los ojos convergían hacia él, como hilos invisibles de araña, miradas aviesas, interrogativas, recelosas o francamente hostiles.

De todos quien le miraba con más insidia era don Olimpio, que ya andaba a medios pelos.

La inapetencia de aquellos borrachos crónicos repugnaba cuanto oliese a comida. Así es que cuando el doctor preguntó al Presidente por el buffet, éste hubo de decirle, todo confuso, que le harían, si lo deseaba, unos pericos (huevos revueltos) o una taza de chocolate, porque buffet no le había. A lo cual, a eso de las tres, accedió Baranda.

Una ráfaga de viento, colándose por el balcón, apagó las lámparas. Y aprovechándose de la confusión general, Petronio, Garibaldi y Portocarrero, que ya estaban ebrios, empezaron a pellizcar en los muslos a las mujeres que gritaban sobresaltadas y risueñas. La broma, por lo visto, no las desagradaba del todo.

A las cinco terminó el baile. En el zaguán se arremolinaba una muchedumbre heterogénea de curiosos. A don Olimpio tuvieron que llevarle casi a rastras a su domicilio. Tan gorda fue la papalina. Petronio y comparsa salieron dando voces y tumbos, sin despedirse de nadie.

Ya en la calle, y camino de la farmacia de Portocarrero, a donde se dirigían para empalmarla, iban dando de puntapiés y pedradas a los sapos que, con la lluvia, habían salido de sus charcos para pasearse por la ciudad. No llovía. Una luna pálida, sin vida, clorótica como los gangueños, difundía sobre el villorrio dormido y mojado una luz espectral.




ArribaAbajo- VII -

Al día siguiente leía doña Tecla en La Tenaza la crónica de la fiesta, firmada por Ciro el Grande (a) Petronio. A todo el mundo, menos al doctor, adjetivaba hiperbólicamente, inclusa doña Tecla. «La amable y bondadosa misia Tecla.»

«Fue una fiesta brillante que dejará grato e imperecedero recuerdo en la memoria de cuantos tuvieron la dicha de asistir a ella. Se bailó, a los dulces sones de una orquesta deliciosa, hasta las cinco, en que la rosada aurora abrió con sus dedos de púrpura las puertas deslumbradoras del Oriente. Se repartieron con profusión dulces y helados, y a eso de las cuatro se sirvió un espléndido buffet (esto lo puso por recomendación del Presidente) que por lo desapacible del tiempo y lo avanzado de la hora en que las damas sólo deseaban el mullido lecho, volvió íntegro al Café Cosmopolita, cuyo magnífico repostero bien puede competir con los más afamados de París.» (Así solía pagar Petronio sus cuentas: con bombos).

Luego describía por lo menudo los trajes femeninos, trajes ilusorios, calcando su descripción en una crónica parisiense traducida y publicada en un viejo periódico de modas. Nadie llevó ninguno de los vestidos de que hablaba.

-«El mayor orden y compostura -siguió mascullando doña Tecla- reinaron entre los asistentes, que se retiraron altamente satisfechos, haciendo votos por la prosperidad del Círculo y por que se repitan a menudo tan encantadoras fiestas. ¡Viva Ganga!

Todas las madres de familia eran «matronas respetables»; todas las señoritas -aquellas enharinadas esculturas etruscas-, eran «bellas, seductoras, irresistibles». A don Olimpio le llamaba «bizarro»; a Garibaldi, «erudito y gentleman»; a Portocarrero, «popular y gracioso»; al Presidente, «ilustrado y correcto», y a la sociedad gangueña, «culta y distinguida».

Estaban en el patio, bajo un toldo. Don Olimpio, la expresión de cuya cara, de borracho y libertino, evocaba al pseudo Sócrates del Museo de Nápores, dormitaba en una mecedora, en mangas de camisa. El doctor apenas si puso atención a la trapajosa lectura de doña Tecla. Le interesaba más la mona con sus saltos y sus gestos.

-No cabe duda -meditaba-. El hombre viene del mono, e instintivamente miró a don Olimpio. No sólo tienen semejanza anatómica y fisiológica, sino también psíquica. ¿Qué diferencia existe entre esa mona que da brincos y hace muecas y Petronio y Garibaldi? El orangután asiático y el gorila africano están más cerca de ellos, sin duda, que de los demás cinopitecos. La conclusión de Hartmann y Haeckel, de que entre los monos antropoideos y el hombre hay un parentesco íntimo, nunca le pareció tan evidente a Baranda como ahora.

En estas reflexiones estaba, cuando llegaron Petronio y Garibaldi -los dos antropomorfos, como en aquel momento se le antojó llamarles mentalmente- que le habían invitado a dar un paseo por las afueras de la ciudad.

El día era espléndido. Sobre el caudal de escamas argentinas del río, el sol reverberaba calenturiento y ofensivo. Negros zarrapastrosos y chinos escuálidos charlaban en su media lengua en las esquinas de callejones pantanosos. Los chinos tenían tiendas de sedas, abanicos, opio y té. De inmundas barracas salía un hedor de cochiquera. En cada una de ellas vivían promiscuamente hasta ocho personas. Dentro se movían, lavando o planchando, negras y mestizas casi desnudas, con las pasas desgreñadas o tejidas a modo de longanizas, mientras sus queridos, tirados en el suelo o a horcajadas en sendos taburetes, dormían la siesta. En la calle los negritos, en cueros y embadurnados, jugaban con los perros. Ni el menor indicio de infantil alegría en sus caras entecas.

Los policías, indios y negros con cascos de fieltro hundidos hasta el occipucio, se paseaban desgalichados, de dos en dos, con dejadez de neurasténicos. Nadie les hacía caso y siempre salían molidos de las reyertas con los jóvenes de «la buena sociedad». Los gallinazos, esparcidos por las calles y los techos de las casas, levantaban su tardo vuelo de tinta al paso del transeúnte.

Petronio y Garibaldi se arrastraban taciturnos, como sumidos en un sopor comatoso. Así llegaron a la Calzada, que estaba fuera de la ciudad. Una jorobada idiota, en harapos, bizca, de colgantes y largos brazos de gibón, con la caja torácica rota, chapoteaba en los charcos de la calle.

De pronto, al ver al doctor, se quedó mirándole de hito en hito con las manos metidas entre las piernas y haciendo enigmáticas muecas. Después, acercándose a él con andar sigiloso y moviendo la flácida cabeza de trapo, le dijo:

-¡Dame un reá!

-¡Anda, lárgate! ¡No friegues! -la contestó Garibaldi dándola un puntapié. Ese era su pan diario: puntapiés y empujones, cuando no la ponían en pelota, pintándola de negro y embutiéndola un cucurucho de papel hasta los ojos.

-Ahora va usted a ver, doctor, algo típico de Ganga; la cumbia -agregó Petronio.

En medio de la calle, entre barracas de huano y bejuco, bullía un círculo de negros. En el centro, desnudo de medio cuerpo arriba, un gigante de ébano tocaba con las manos un tambor largo y cilíndrico que sostenía entre las piernas.

El círculo se componía de negras escotadas, con pañuelos rojos a la cabeza, que iban girando en torno del tambor, con erótico serpenteo, llevando cada una en ambas manos un trinomio de velas de sebo.

En el centro, tropezando casi con el tambor, un negro, meneando las nalgas, entre bruscos desplantes que simulaban ataques y defensas, seguía las ondulaciones, cada vez más rápidas y lujuriosas, de las negras. Un canto monótono y salvaje acompañaba las sordas oquedades del tambor.

-¿Qué le parece, doctor? ¿Ha visto usted nada más... africano?-le preguntó Garibaldi.

-En efecto, es muy africano -repuso Baranda, alejándose de aquella muchedumbre que apestaba a macho cabrío.

El sol, aquel sol colérico, capaz de derretir las piedras, y el aguardiente no hacían mella, en los cerebros de aquella manada de chimpancés invulnerables.

-El negro -advertía el doctor- es el único que puede vivir en estos países y el único que puede cultivar estos campos llameantes.

-Ya que andamos por aquí, ¿quiere usted, doctor, que veamos la cárcel? -propuso Petronio.

-Es algo muy típico también.

-Como ustedes quieran.

-Y usted, doctor, ¿cuándo piensa volverse a Santo? -interrogó Petronio tras un largo silencio.

-A Santo, nunca. A París, muy pronto. Nada tengo que hacer allí. Ya usted sabe que la revolución fracasó, que me traicionaron cobardemente... En París me aguarda mi clientela que dejé abandonada para ir a ayudar a mis paisanos en su obra de redención...

¡Le envidio, doctor, le envidio! ¡París! Ese es mi sueño dorado. Pero, ¡quién sabe! Si suben los míos y me nombran cónsul, puede que nos veamos por allá algún día. Y aunque no suban los míos. Ya me aburre Ganga. Aquí no prosperan más que los godos y los judíos. Ya usted ve: lo monopolizan todo. Ellos son los exportadores, los ganaderos, los banqueros, los que sacan al gobierno de apuros... A nosotros no nos queda más que... emborracharnos.

Y estas últimas palabras irónicas y tristes, le reconciliaron un momento con Baranda.

-Inteligencia no nos falta -agregó Garibaldi-. Pero ¿de qué nos sirve? ¿Usted cree que con este sol podemos hacer algo de provecho? Y no cuento el alcohol... París debe de ser una maravilla, ¿verdad, doctor? -se interrumpió bruscamente.

-Parece mentira que hagas esa pregunta. ¿Quién no sabe que París es la Babilonia moderna, el cerebro del mundo? ¿Verdad, doctor?

-Sí -contestó con desabrimiento.

-Usted debe de aburrirse de muerte aquí, doctor -dijo Garibaldi.

Petronio, guiñando un ojo con malicia, añadió:

-Y en la compañía de doña Tecla y de don Olimpio, ese par de acémilas...

-Bizarro le llamó usted en su crónica.

-¡Ah! ¿Ha leído usted mi crónica?

-Nos la leyó doña Tecla a don Olimpio y a mí.

-Como aquí se vive en familia, tenemos que mentir... o suicidarnos. Ese bizarro es una broma. ¡Si es más gallina!

-¡Y más hipócrita! -agregó Garibaldi-. No se fíe usted, doctor. No se fíe usted. La única que vale en la casa es Alicia.

Petronio le tiró del saco sin que el médico se percatase.

-¿Usted no conoce su historia?

-No.

-Dicen que es hija de don Olimpio y la cocinera. Lo que no impide que el padre...

-No seas mala lengua -le interrumpió Petronio-. Chismes, doctor, chismes.

Baranda parecía no oír.

En esto llegaron a las prisiones, cuevas, como las llamaban los gangueños. Saludaron al alcaide -un mestizo- que se brindó gustoso a enseñarles el interior de la cárcel. Se dividía en dos partes: una, la de los detenidos provisionalmente y condenados a presidio correccional, y otra, la de los condenados a cadena perpetua. La cárcel de los primeros era una sala cuya superficie no excedía de cincuenta metros cuadrados, con una reja de hierro al frente, que daba a un patio tapizado de hierba, y a la cual se asomaban los reclusos. A lo largo se extendían los dormitorios, una tarima pringosa sin lienzos ni almohadas. Sobre la tarima se veían platos de hojalata, cucharas de palo, líos de ropa mugrienta y peroles humosos. Al entrar se percibía un hedor de pocilga, disuelto en una atmósfera lóbrega y húmeda. Cuando la baldeaban, los presos se trepaban a la reja, agarrándose unos de otros como una ristra de monos.

Allí se hacinaban en calzoncillos y sin camisa, mostrando sin escrúpulos el sexo, blancos, negros, chinos y cholos. Todos tenían el sello típico del prisionero, originado por la promiscuidad, la atmósfera enrarecida, la monotonía del ocio, la mala nutrición, el silencio obligatorio, hasta por la misma luz opaca que daba a sus pupilas como a sus ideas un tinte violáceo.

Abajo, en un subterráneo, estaban los calabozos, tétricamente alumbrados por claraboyas que miraban al río. Eran sepulcrales, angustiosos, dolientes. El arrastre de los grillos salía por los intersticios de las puertas, cerradas con gruesos cerrojos, como el desperezo de perros encadenados. Las paredes chorreaban agua. Al abrir el alcaide una de aquellas mazmorras, se incorporó un mulato, tuberculoso, en cueros vivos, que yacía en el suelo, aherrojado. Tosía y la cueva devolvía su tos.

-¡Ni los pozos de Venecia! ¡Ni las cárceles de Marruecos! -gritó Baranda horripilado-. ¡Esto es infame! ¡Esto es inicuo!

-Para esos canallas -repuso fríamente el alcaide- ¡aún es poco!

Petronio y Garibaldi sonrieron con escepticismo. Estaban habituados desde niños al espectáculo del atropello humano. Por otra parte, el gangueño no tenía la menor idea del bienestar y de la higiene.

-Si los libres -reflexionaba luego el doctor-, los que nada tienen que ver con la justicia, viven como cerdos, ¿con qué derecho cabe exigírseles que sean más humanitarios con los delincuentes?

-¿No es usted partidario de las cárceles? -le preguntó Garibaldi con cierta sorna.

-No. Son escuelas de corrupción. No devuelven a un solo arrepentido, a un solo hombre apto para la vida social. Cuando se les ha acabado de embrutecer y encanallar, se les abren las puertas. ¿Para qué? Para que reincidan. Una vez que conocen la prisión, no la temen.

-¿Es usted partidario entonces del régimen celular?

-Menos. Si la promiscuidad envilece, el régimen celular idiotiza. La soledad voluntaria puede ser fecunda al filósofo y al poeta. La soledad impuesta a seres inferiores, entregados a sí mismos, concluye por secarles el cerebro.

-Y a pesar de todo -dijo el alcaide- no falta quien se escape.

-¿Cómo? -exclamó Baranda.

-Cierta vez un negro -continuó el alcaide- se evadió perforando el muro del calabozo con una lima. Andando, andando, se internó en el bosque. Allí derribó un árbol sobre cuyo tronco se arrojó al agua. De pronto se oyeron gritos lastimeros. Era que un caimán le había llevado una pierna. Mutilado y desangrándose permaneció agarrado al tronco hasta que vino una canoa y le salvó. No duró más que un día. El caimán le había tronchado la pierna con grillo y todo.

No lejos de la cárcel de detenidos estaba la de mujeres. Era un a modo de solar con barracas de madera, sembrado aquí y allá de anafes con planchas, catres de tijera abiertos al sol, bateas y hamacas. Unas lavaban y, al enjabonar la ropa, la camisa se las rodaba hasta el antebrazo, dejando ver unas tetas flacas semejantes al escroto de un buey viejo. Otras planchaban o daban de mamar a su mísera prole o preparaban el rancho de los presos. Algunas, las menos, canturreaban, mientras se peinaban delante de un pedazo de espejo. Muchas eran queridas de los empleados del penal. En el centro del solar una palmera solitaria bosquejaba su sombra de cangrejo suspendido en el aire.

Atravesando un terreno baldío se llegaba al manicomio. Le componían cuatro cuevas inmundas y tenebrosas, separadas entre sí por barrotes de hierro. De las dos más grandes, una la ocupaban las mujeres, y otra los hombres. Una negra, en camisa, con las pasas en revolución, se acercó automáticamente a la reja del patio.

-Dame un cigarro -le dijo al doctor.

Luego se acercó otra, con andar de gato, y se le quedó mirando con la boca abierta, sin decir palabra. En un rincón, sentada en el suelo, la cabeza contra la pared, cotorreaba consigo misma una mulata vieja. Hablaba, hablaba sin tregua.

En el centro de la celda, una mestiza haraposa rezaba de rodillas, con las manos juntas y los ojos extáticos. Otra lloraba paseándose y dándole vueltas a un pañuelo hecho trizas. De súbito se apareció una blanca, color de aceituna, consumida por la fiebre, de perfil de parca y ojos fulgurantes. Apenas vio a los hombres se levantó las enaguas mostrando unas piernas cartilaginosas y un vientre de sapo. Luego se puso a frotarse contra la reja...

-Es una ninfomaníaca -dijo el doctor volviéndose a Petronio que la tiraba irónicos besos con la mano.

En una celda aparte llamaba la atención un negro echado boca abajo, como su madre le parió, a lo largo de una tarima. Era un jamaiqueño curvilíneo rico y robusto, un discóbolo de antracita, de músculos de acero y piel lustrosa como el charol. Tenía la cabeza de perfil apoyada en un brazo que le servía de almohada y en el que resaltaba un tatuaje.

Sus ojos duros, metálicos, ausentes del mundo exterior, parecían seguir el curso de una idea fija.

-Ese es más malo que la quina -dijo el alcaide. Ha mandado más gente al otro barrio que el cólera.

-Nadie lo diría al verle tan inmóvil -observó Garibaldi.

-¿Inmóvil? Cuando hace mal tiempo hay que ponerle la camisa de fuerza. Se tira contra las paredes y se muerde.

-Un epiléptico -dijo Baranda.

-¿En qué consiste la epilepsia, doctor? -preguntó Petronio.

-En una irritación de la corteza cerebral, acompañada de convulsiones y de amnesia. Según Lombroso, lo mismo produce el crimen que crea lo genial.

-¿Cómo, doctor? -preguntó Garibaldi asombrado.

-Que en todo genio, como en todo criminal, late un epiléptico.

-¡Qué raro!

En otra celda, un austriaco, sentado en un taburete, en calzoncillos, de profética barba de oro y cinabrio, cara pomulosa, cejas selváticas, frente espaciosa y pensativa, mirada azul y puntiaguda -vivo retrato de Tolstoï-, amasaba picadura de tabaco con los dedos. De cuando en cuando gruñía y blasfemaba. Era un ingeniero que -según contaba el alcaide-,vuelto loco por el calor y el aguardiente, la pegó fuego a una iglesia.

Cuatro centinelas, que apenas podían con los fusiles, se paseaban a lo largo de la parte exterior de la penitenciaría.

En lontananza el sol -inmenso erizo rubicundo- se hundía en el mar abriendo una estela de sangre en el agua. El río, también purpúreo, corría gargarizando en el silencio de la tarde. De la calma soñolienta de las llanuras distantes llegaban hasta la costa indefinidos susurros y piar de pájaros. En los charcos cantaban las ranas y un pollino rebuznaba a lo lejos.

Cuando los visitantes se disponían a regresar al pueblo, se encontraron de manos a boca con el doctor Zapote que había ido a la cárcel a ver a un preso, acusado de homicidio, y de cuya defensa se había encargado. Llevaba un panamá de anchas alas echado sobre los ojos.

-¿Usted por aquí, doctor? ¡Cuánto gusto! Triste opinión formará usted de nosotros...

-Tristísima. Precisamente hace un momento le manifestaba al alcaide mi indignación... Usted, que es abogado, ¿por qué no gestiona para hacer menos aflictiva la situación de esos infelices?

-¿Infelices? Aquí, el que más y el que menos merece la horca. Son una cáfila de bandidos.

-Lo serán o... no lo serán. Eso no justifica el régimen medioeval a que viven sometidos.

-¿Cree usted entonces que se les debía soltar?

-Soltar, no; pero sí ponerles a trabajar al aire libre. ¿Qué gana la sociedad con tener encerrados e inactivos a esos hombres que pueden ser útiles a la agricultura? Lejos de ganar, pierde, porque gasta en darles de comer.

-La pena es un castigo, doctor. No hay que ser piadoso con el que delinque.

-¿Y usted presume de cristiano?

-¿No es usted partidario de la responsabilidad?

-Sí, pero no de la responsabilidad moral como la entiende la escuela clásica. El hombre geométrico de los idealistas, regido por una voluntad libre, ¿dónde está?

-¿Niega usted el libre albedrío? -preguntó entre irónico y sorprendido Zapote.

-Le niego. El libre arbitrio es una ilusión. La conciencia -ha dicho Maudsley- puede revelar el acto psíquico del momento, pero no la serie de antecedentes que le determinan. El hombre que se cree libre -ha dicho a su vez Espinosa- sueña despierto. Cada individuo reacciona a su modo, según su temperamento. Por otra parte, hay principios morales y jurídicos absolutos. La moral, el derecho y la religión varían según los períodos históricos, la raza, el medio y los individuos. Entre los chinos, por ejemplo, es una señal de buena educación eructar después de comer, y entre los europeos, una grosería.

-Que no le oiga don Olimpio -interrumpió Petronio.

-Ustedes, los de la antigua escuela, no estudian al delincuente, sino el delito, y le estudian como una entidad abstracta. Y al estimar un delito urge estudiar desde luego antropológicamente al culpable, puesto que no todos obran del mismo modo, y después, los factores sociales y físicos.

-Si el hombre -arguyó Zapote esponjándose-, es una máquina que obra, no por propia y espontánea deliberación, sino impulsado por causas ajenas a su voluntad, ¿en qué se funda usted entonces para exigirle responsabilidad de sus actos?

-A eso le contesto con los modernos criminalistas. La pena es una reacción social contra el delito. El organismo social se defiende, por un movimiento que equivale a la acción refleja de los seres vivos, del individuo que le daña; sin preocuparse de que el criminal sea consciente o no, cuerdo o loco.

-Eso es rebajar al hombre equiparándole a los brutos. Y si hay algo realmente grande sobre la tierra es el hombre; el hombre, que esclaviza el rayo, que surca los mares procelosos, que interroga a los astros, que arranca a la naturaleza sus más recónditos secretos; el hombre, con justicia llamado «el rey de la creación»...

-Y que está expuesto, como acabamos de verlo, a podrirse en un calabazo, o a reventar de una indigestión...

-Esos no son hombres. Son fieras.

-Pues si son fieras ¿por qué no se les mata?

-¡Y me tilda usted de anticristiano!

-Al criminal nato, al criminal incorregible, debe eliminársele por selección artificial, como creo que opina Haeckel.

-Nosotros hemos abolido la pena de muerte -exclamó Zapote ahuecando la voz.

-Sí, para los delitos comunes; pero no para los políticos. En épocas de guerra, ¡cuidado si fusilan ustedes!

-Pues su escuela de usted es enemiga de la pena de muerte.

-No hay tal cosa. Lombroso...

-¡No me cite usted a Lombroso! Lombroso ¿no es ese italiano lunático que sostiene que todo el mundo es loco?-El crimen, salvo los casos en que concurren las circunstancias eximentes y atenuantes previstas por el Código, es un producto deliberado de la voluntad del agente, y no hay que darle vueltas.

-Pero, usted ¿ha leído a Lombroso?

-Yo, no, ni quiero.

-Entonces ¿cómo se atreve usted a juzgarle?

-Es decir, he leído algo suyo o sobre su doctrina, y eso me basta. ¿Cómo voy yo a creer que se nace criminal como se nace chato o narigudo? ¿Qué tiene que ver la forma del cráneo con el acto delictuoso? ¡Eso es absurdo! ¡Eso sólo se le ocurre a un cerebro delirante!

-¡Oh, qué maravilla!

Petronio y Garibaldi que, durante el trayecto, se iban atizando copas y copas de ginebra en los diversos tabernuchos que salpicaban el camino, aplaudían con el gesto a Zapote cuyos ojos se iluminaban de regocijo. -Es lástima -pensaba para sí- que esta discusión no fuera en el Círculo del Comercio, delante de un público numeroso. ¡Qué revolcones se está llevando!

-Vamos, doctor, continúe -añadió Zapote en voz alta.

-¡Pero si usted no me deja hablar!

-¡Vamos, doctor, no sea pendejo!-intervino Garibaldi ya a medios pelos- Siga, siga.

-Entre usted y yo -dijo Baranda a Zapote- no hay discusión posible. Usted no ha saludado un solo libro de antropología criminal.

-¡Si en París sólo se lee! -exclamó Zapote con ironía.

-Estoy seguro de que ignora usted hasta lo que significa la palabra antropología.

Zapote sacudía la cabeza arqueando las cejas y sonriendo con fingido desdén.

-Usted es uno de tantos abogadillos tropicales...

-Eso no es discutir -le interrumpió Petronio.

-Eso es insultar -agregó Zapote.

-Tómelo usted como quiera -continuó Baranda clavándole a este último los ojos.

-Ea, doctor, no se caliente -repuso Zapote echándolo a broma-. Usted sabe que se le aprecia.

-No necesito su protección. Y se equivocan ustedes si creen que me pueden tomar el pelo -añadió en tono seco y agresivo.

La luna brillaba como el día, diafanizando los más lejanos términos. Las ranas seguían cantando y de tarde en tarde resonaba el ladrido de los perros.

-De suerte, doctor -rompió el silencio Zapote- que, según usted, la responsabilidad moral...

-No existe. Y como yo opinan los más calificados antropólogos.

-¿Usted cree lo que dicen los libros? Se miente mucho. Créame, doctor. Mire usted: yo, pobre abogadillo tropical, sin haber leído esos autores, que serán probablemente unos farsantes (usted sabe que en Europa se escribe por lucro, por llamar la atención...), sé más que todos ellos juntos. Yo tengo práctica. Me basta ver a un hombre una vez para saber de lo que es capaz.

-Eso es instinto -dijo tambaleándose Petronio.

-No, práctica.

Baranda no respondió. ¿A que seguir discutiendo -se decía- con semejante bodoque?

A medida que entraban en el pueblo, Zapote iba alzando la voz.

-¡Qué teorías las de usted, doctor! ¡Usted es un ateo, un hombre sin creencias!

Baranda comprendió la intención aviesa de Zapote, de echarle encima a aquel pueblo de supersticiosos y fanáticos.

Por fortuna no había un bicho en la calle. Todos comían o estaban ya durmiendo. En esto una lechuza atravesó el aire graznando. Petronio y Garibaldi, estremecidos, exclamaron a una:

-¡Sola vayas!

* * *

-¿Dónde ha pasado usted el día, mi querido doctor? -le preguntó misia Tecla.

-He estado en la cárcel.

-¿En la cárcel?

-Pero no preso. He ido a verla.

-Una pocilga -dijo desdeñoso don Olimpio-. ¿Quién ha tenido el mal gusto de llevarle allí? ¿Por qué no le llevaron a ver las haciendas?... A la mía, por ejemplo. Hubiera usted visto campo.

-Unos campos -añadió doña Tecla- ¡tan bonitos, tan verdes!

Alicia venía del baño y su pelo suelto, sedoso y húmedo brillaba con reflejos de azabache. Ella y el doctor se cruzaron una mirada rápida y ardiente.

La mona, atada siempre por la cintura, dormía a pierna suelta en su garita, mientras el loro, insomne, subía y bajaba por su aro, agarrándose con las patas y el pico.




ArribaAbajo- VIII -

No dejó de preocupar a Baranda la carta que acababa de recibir. -¿Quién podrá ser este anónimo admirador y amigo sincero que me ha salido sin que yo le busque? «A las ocho de la noche -volvió a leer- en el Café Cosmopolita.»

-La cosa no puede ser más clara. ¿Será una broma? «Se trata -siguió leyendo- de algo muy grave que le conviene saber.»

¿De algo muy grave? ¿Qué podrá ser? En fin, con ir, saldremos de dudas.

A Baranda no le sorprendía, después de todo, este procedimiento. Estaba habituado en su tierra a recibir anónimos de todo linaje. ¡Cuántas veces le insultaron en cartas sin firma, escritas con letras de imprenta, recortadas de periódicos! Cuando volvió de Francia le tildaban, en uno de aquellos anónimos, de mal patriota, de hijo desnaturalizado, de parisiense corrompido... ¡hasta de que usaba el pelo largo para darse tono!

-¡Pobres! -pensaba-. ¡Es tan humana la envidia! Apenas llegó al Café Cosmopolita, salió a su encuentro un joven muy moreno, delgado y esbelto, que dijo llamarse Plutarco Álvarez.

-Yo soy, doctor, quien le ha escrito la carta. Conviene que no nos vean aquí. Salgamos. Yo soy de la capital, doctor; estoy aquí de paso, como quien dice. De modo que no le sorprenda que le diga pestes de Ganga.

Echaron a andar hacia el Parque que estaba desierto. Sólo se veía concurrido en noches de retreta. Al son de la banda municipal las familias daban vueltas y vueltas, como mulos de noria, hasta las diez.

Sentados en un banco, bajo un árbol, al través de cuyo ramaje penetraba suavemente la luz de un farol, dijo Baranda:

-A ver, a ver. ¿Qué es eso grave que tiene usted que decirme?

-Pues bien, doctor, por conversaciones que he oído en la farmacia de Portocarrero y en el Camellón, se trata de dar a usted un mal rato.

-¿A mí? ¿Por qué?

-Verá usted. Se cuenta que usted ha seducido a Alicia. Los criados de don Olimpio juran y perjuran haberle visto entrar una noche en su cuarto. Petronio está que trina. Lo menos que dice es que usted ha faltado a los deberes de la hospitalidad y a la decencia, que se ha burlado usted miserablemente de la culta ciudad de Ganga. Zapote, resentido por algo ofensivo que hubo usted de decirle en la discusión que tuvo con él, viniendo de la cárcel, pide la cabeza de usted o poco menos. «¡Tenía que suceder! -gritaba-. Un hombre que no cree en Dios, que sostiene que el hombre es una máquina, tiene que ser un canalla!» -Se lo cuento a usted todo, sin añadir ni quitar, para que pueda usted darse cuenta exacta.

-Sí, sí; continúe.

-Pero el principal fautor de lo que contra usted se trama, es ese zarracatín de don Olimpio.

-¿Don Olimpio?

-Sí, don Olimpio. ¿Usted no sabe que desde hace tiempo anda detrás de Alicia, aunque sin éxito? En parte por celos, en parte porque le detesta cordialmente a causa de que las ideas políticas y religiosas de usted no compaginan con las suyas, y acaso y sin acaso porque usted es guapo y él es feísimo, ello es que, a las mátalas callando, porque de frente no se atreve, le está formando una atmósfera, que si usted no sale del país... Además, está lastimado por que usted al contestar al brindis que le dirigió en el banquete de marras, se mostró muy seco y hasta desdeñoso con él...

-Fíese usted de los borrachos.

-Lo mismo cuenta Petronio. «No sé qué se habrá figurado ese tipo -gritaba la otra noche en la farmacia-.¿Pues no se fue a la inglesa sin decirnos buenas noches siquiera?»

-¡Pero si estaban todos borrachos perdidos!

-Doctor, esta gente es así. Puntillosa y necia hasta los pelos.

Plutarco hablaba muy quedo, silbando las eses como un mejicano. Su voz insinuante y melosa y sus maneras felinas delataban al mestizo de tierra adentro, tan distinto en todo y por todo del costeño. El sólo había aprendído el francés, que traducía corrientemente. Había leído mucho y deseaba saber de todo.

-Bueno. ¿Y es qué lo que se trama contra mí? ¿Un asesinato? -preguntó Baranda cruzando las piernas.

-Punto menos. Por de pronto, pagar a unos cuantos pillos para que le griten y le tiren piedras cada vez que salga usted a la calle. Usted no sabe quién es esta gente. Por eso quiero irme cuanto antes de aquí. Además, doctor, ya se han cansado de usted. Le han visto de cerca y eso basta para que ya no le estimen. El hombre superior se diferencia del hombre inferior en eso: en que el primero, a medida que trata a una persona, va descubriendo en ella sus buenas cualidades y su aprecio aumenta, y en que el segundo nunca estima las buenas prendas; sólo ve los defectos, y por los vicios precisamente y no por las virtudes todos nos parecemos. Yo le admiro a usted, doctor, y siento por usted gran simpatía. Le vi en el baile del Círculo y estuve tentado de hacerme presentar a usted. «Pero -me dije- ¿qué títulos puedo ofrecer a su consideración?» Conozco su estudio de usted sobre la neurastenia, que me parece admirable. Sólo disiento de en usted en una cosa -y usted perdone el atrevimiento-: yo no creo que la neurastenia sea una enfermedad aparte, idiopática, como si dijéramos. Es un agotamiento nervioso que aparece, por lo común, como una secuela de otras enfermedades.

-¿Ha leído usted -le respondió distraído Baranda- el libro de Bouveret?

-No.

-Pues léale usted.

-¿Cómo se titula?

-La Neurasthénie. Está bien hecho.

Al cabo de un rato de silencio y cambiando de conversación, repuso:

-Bien; usted, que es del país, ¿qué me aconseja?

-Pues, doctor, que se vaya.

-Eso lo tengo resuelto desde hace días. No sé si usted sabe que vine a Ganga por chiripa, como si dijéramos. Obligado a huir de Santo tomé el primer vapor que salía, y el primer vapor salía para Ganga. No sé qué amigo oficioso cablegrafió a don Olimpio que yo venía para acá. Aprovecho la ocasión para decirle que yo no estoy de bóbilis bóbilis en casa de ese señor. Pago mi hospedaje.

-¿Cómo?

-A los dos días de mi llegada empezó misia Tecla a llorar miserias, a decirme que los negocios de su marido iban de mal en peor. Me apresuré a contestarla que no temiese que me les echara encima, que yo tenía dinero y que pagaría mi nutrición y mi alojamiento.

-De seguro que cuando usted se vaya, saldrá diciendo por ahí que le ha llenado la tripa. (Así hablan los gangueños). D. Olimpio es avaro. Tiene dinero. ¿Sabe usted lo que gana con la tienda?

-Volvamos a lo principal -le interrumpió Baranda.

-Puede usted hacer lo siguiente: tomar el vapor que sube el río hasta Guámbaro y aguardar allí el trasatlántico que le lleve a Europa.

Baranda quedó pensativo.

-No desconfíe usted de mí, doctor. No le miento -añadió Plutarco tras larga pausa-. ¡Ojalá pudiera irme con usted a fin de acabar en Francia mi carrera de médico!

-Usted ¿estudia medicina?

-La estudié, doctor, hasta el segundo año; pero por falta de recursos no he podido terminarla. ¡Ojalá pudiera irme, ojalá! ¡En estos pueblos la vida es tan triste, doctor! No hay aliciente de ningún género ni estímulo para nada. La vida social... usted la conoce. No hay vida social. Y en cuanto a lo físico, ¡aquí se muere uno a fuego lento! ¡Qué temperatura! La capital es otra cosa. Allí hace frío y se puede estudiar. Allí hay personas cultas, hombres de letras ingeniosos, con quienes se pasan ratos instructivos y de solaz. Pero ¡en esta costa inmunda! ¡Uf, qué asco!

-Bueno -dijo el doctor poniéndose en pie- mañana, a la misma hora, aguárdeme usted aquí. Déjeme tiempo para reflexionar. Le advierto que si me engaña...

-¡Oh no, doctor! Créame, no le engaño.

-Adiós.

-Adiós. Hasta mañana.

En el reloj de la catedral dieron las diez. El cielo empezó a anubarrarse y un viento cálido, levantando remolinos de polvo y arena, aullaba por las calles solitarias y dormidas.

Los gatos se paseaban por las aceras y los tejados, llamándose los unos a los otros con trémulos maullidos.

* * *

Con efecto, el doctor y Alicia se entendían aunque clandestinamente. -¿Cómo han podido vernos -se preguntaba- si mi cuarto está separado del resto de la casa y ella no viene sino de noche, cuando todo el mundo duerme? -Luego añadía:

-Sí, sí, ahora que recapacito: D. Olimpio está serio conmigo desde hace días. Apenas si me saluda. Puede que ese joven diga verdad. ¿Por qué no? ¿Y cómo justifico mi partida -seguía hablando consigo propio- y dejo a Alicia, después de lo ocurrido?

¿Sentía amor por ella? Casi, casi. Lo cual no le impedía pensar a menudo en su «pobre Rosa». Y la culpa en gran parte era suya, por meterse a seductor.

Era joven y guapo. Gustaba a las mujeres, no tanto por su belleza como por cierta melancolía insinuante que le caracterizaba. A su ternura ingénita unía la adquirida en el ejercicio de su profesión, la que comunica a las almas buenas el espectáculo de la miseria humana. Alicia era el amor nuevo, la sensación fresca de la carne joven. Rosa estaba unida a él por un recuerdo voluptuoso, por un sentimiento de gratitud, por lazos de simpatía intelectual. ¿Por cuál de las dos optaría? No era resuelto. Su voluntad fluctuaba siempre y sólo cuando la fuerza de las circunstancias le ponía entre la espada y la pared, obraba, aunque nunca quedaba satisfecho de sus actos. Era más emotivo que intelectual, sin dejar de ser analítico. Había en su alma mucho del indio; la tristeza que se asomaba, como un dolor íntimo, a su fisonomía elegíaca, era la de las razas vencidas que se extinguen poco a poco. Su voz era dulce, algo descolorida; su andar recto, pero lánguido, acompañado de cierto gracioso meneo de cabeza.

Alicia le dominaba sin que él se percatase. En los momentos de febril abandono, ¡le abrazaba con tal intensidad, se apoderaba de él tan por entero! Sentía que su voluntad era más enérgica que la suya. Vagos presentimientos, que no acertaba a concretar, le preocupaban. Presentimientos ¿de qué? De algo funesto, aunque lejano; de algo así como lo que debe de sentir el ratón cuando huele al gato. No era de esos seres intrépidos que se imponen al medio ambiente, sino de esos espíritus pusilánimes que se dejan arrollar por él.

Tenía que salir de Ganga, no le quedaba otro recurso. Para él no había enemigo pequeño. Un microbio se ingiere en la sangre y acaba con el más pujante organismo. Don Olimpio era un porro, convenido; pero no por eso dejaba de tenerle. Se figuraba ya apedreado y coreado por los granujas en la calle. Temía por instinto al escándalo como los perros a las piedras. Dejarse apedrear en Ganga era el colmo del escarnio. ¡Y dejarse apedrear por aquellos indios degenerados y alcohólicos! De súbito se enfurecía.

-Bueno; que me apedreen. ¡Les entro a tiros! ¡Para acabar -reflexionaba luego irónicamente- en una de aquellas mazmorras mefíticas. Porque ¡cuidado si me verían con placer morir a pedazos en uno de esos hoyos infectos!

¡Cómo goza la canalla con la caída del hombre inteligente que no comulga con el rebaño!

Llegó la hora de la cita con Plutarco a la noche siguiente.

-Nada, amigo, haré lo que usted me indicó. Me parece lo más racional. Pero ¿cómo dejamos a Alicia?

-¡Ah, doctor! Usted dirá. Si quiere, yo me encargo de todo. Hablaré con ella. La cocinera de don Olimpio es amiga de mi querida, y usted perdone.

-Y a don Olimpio, ¿qué le decimos?

-Pues que le llaman a usted con urgencia de Guámbaro para una consulta y que dentro de unos días está usted de vuelta. Como él ni nadie sospecha lo que usted y yo maquinamos, la cosa parecerá lo más natural del mundo. Hasta puedo, si no lo toma a mal, fingirme enemigo de usted y hacer que pospongan hasta su regreso una manifestación hostil en que tomaré parte. ¿Le parece?

Después de una pausa, añadió:

-¿Tiene usted mucho equipaje?

-Una maleta con lo puramente necesario.

-¡Magnífico! Cosa hecha.

Baranda sintió en aquel momento viva simpatía por Plutarco, movido por la cual le propuso llevársele a París.

Plutarco, casi de rodillas, con los ojos húmedos y la voz trémula, besándole las manos, exclamó:

-¡Oh doctor, qué bueno, pero qué bueno es usted! ¡Usted es mi salvador!

-La dificultad estriba en que no tengo sino casi lo estricto para el viaje. Con todo, veamos: tan pronto como llegue a París, le giro por cable el importe de su pasaje y del de Alicia. Allí tengo algún dinero y no me faltan amigos políticos que me ayuden. ¿Puede usted aguardar hasta entonces?

-Puedo aguardar, doctor.

-¿No surgirán dificultades que impidan la escapatoria de Alicia? Por lo que potest contingere yo hablaré con ella esta noche y trataré de convencerla. Lo que temo es que nos sorprendan. Tal vez nos espían.

-Es preferible que no la diga usted nada. Puede recelar que pretende usted engañarla. ¡No olvide, doctor, que, como buena india, desconfía hasta de su sombra!

-Entonces ¿cuento con usted?

-Sí, doctor. Cuente usted conmigo. Lo que deploro es no poder servirle como yo quisiera. Soy muy pobre...

Baranda le estrechó ambas manos con efusión.

* * *

Acababan de comer. Misia Tecla acariciaba entre sus brazos a Cuca, y don Olimpio, en mangas de camisa, parloteaba con el loro.

-Guámbaro ¿está lejos de Ganga? -le preguntó Baranda a don Olimpio.

-¿Qué, piensa usted dar un viajecito? Estará... unos dos días escasos, por el río.

-He recibido hoy una carta en que me llaman con urgencia para ver a un enfermo.

-Le pagarán bien, porque esa es gente rica.

-Todos son ganaderos -contestó con naturalidad don Olimpio, sin separarse del loro.

-¿Y piensa usted ir, doctor? -agregó misia Tecla.

-La ida por la vuelta. ¿Cuándo hay vapor, don Olimpio?

-Mañana precisamente sale uno.

Alicia se puso pálida e interrogando con la mirada al doctor, se fue a dormir.

Misia Tecla seguía haciendo mimos a la mona.

-¡Qué animalito más inteligente, doctor! Es como una persona. ¿Verdad, Cuca mía? -y la besaba en el hocico.

-Los monos son muy inteligentes. Tienen casi todas nuestras malas pasiones. Son celosos...

-¿Que si son celosos? -interrumpió misia Tecla-. ¡Si viera usted cómo se pone Cuca cuando acaricio al loro!

-¡Y cómo se pone el loro -añadió don Olimpio- cuando acaricias a la mona!

-¡No la llames mona! ¿Verdad que tú no eres mona, Cuquita?

-De los monos se cuentan cosas extraordinarias -prosiguió el doctor-. Relata cierto viajero que en la India un cazador mató a una mona, llevando luego el cadáver a su tienda. Pronto se vio la tienda rodeada de monos que gritaban amenazando al agresor. Este les espantaba metiéndoles por las narices la escopeta. Uno de los monos, más obstinado y atrevido que los demás, logró introducirse en la tienda, apoderándose, entre lágrimas y gemidos, del cadáver, que mostraba gesticulando a sus compañeros. Los testigos de esta escena -añade el viajero- juraron no volver a matar monos.

-Nada, como las personas -observó misia Tecla.

-Darwin, el célebre naturalista inglés -continuó Baranda- cuenta en su Descendencia del hombre...

-Ese Darwin ¿no es el que dice que venimos del mono? -preguntó don Olimpio sentándose a horcajadas en una silla, dispuesto a seguir más atentamente la conversación.

-¿Cómo que venimos del mono?-añadió misia Tecla asombrada-. Del mono vendrá él. Lo que se le ocurre a un inglés, no se le ocurre a nadie.

-Cuenta Darwin -continuó Baranda sin hacer caso de las objeciones de aquéllos- que las hembras de ciertos monos antropoides mueren de tristeza cuando pierden a sus hijos.

-Lo mismito que las personas -interrumpió de nuevo misia Tecla-. ¿Verdad, Cuquita, que cuando yo me muera tú te morirás también de tristeza?

-Y algo más estupendo todavía: que los monos adoptan a los huérfanos, prodigándoles todo género de cuidados y atenciones.

-¿A los niños huérfanos? -preguntó misia Tecla.

-¡No, mi hija! A los monitos huérfanos. ¿No es cierto, doctor?

-Lo que no les impide -continuó Baranda como si hablase consigo propio- que, llegado el caso, sepan castigar corporalmente a sus hijos. He leído en Romanes -otro autor inglés- que una mona, después de haber dado de mamar y limpiado a su prole, se sentó a verla jugar. Los monitos brincaban y corrían persiguiéndose los unos a los otros pero como viese que uno de ellos daba señales de maldad, se levantó y, cogiéndole por la cola, le administró una buena tunda.

En esto Cuca empezó a mostrarse inquieta, dando saltos y gritos, y misia Tecla a dar cabezadas.

-¿Y cuándo vuelve usted de Guámbaro, doctor? -preguntó don Olimpio bostezando.

-Será cosa de dos días, supongo yo. Bueno, pues hasta mañana.

-Descansar, doctor.

-Buenas noches, misia Tecla.

-Doctor, buenas noches.

* * *

Baranda no volvía en sí de su asombro. Ni misia Tecla ni don Olimpio habían estado nunca tan locuaces. ¿Mentiría Plutarco? ¿Con qué objeto? Su locuacidad tal vez obedecía a la excitación nerviosa que produce todo cambio. Estaba en vísperas de un viaje que rompía el monótono sucederse de aquella vida en común. Ese viaje, por otro lado, no podía menos de alegrar a don Olimpio que se veía libre de un rival, al que de fijo preparaba alguna jugarreta a su regreso. La idea de no verle, aunque fuese por unos días, alejaba de su corazón, por el pronto, todo sentimiento de mezquina venganza. Don Olimpio, en rigor, no amaba a Alicia. Sentía por ella lujuria. Cuando la veía andar, con el pelo suelto, el cuello desnudo y aquellas dos pomas eréctiles que temblaban como si fueran de mercurio, la sangre, la poca que tenía, se le alborotaba, sus ojos llameaban y una corriente febril pespunteaba su medula.

Misia Tecla le era físicamente repulsiva. Había perdido con los años y el influjo del clima, de aquel clima enemigo de toda lozanía, lo poco que pudo hacerla simpática en su ya lejana juventud. Contribuía a exacerbar su sensualismo el desdén de Alicia, a cada una de cuyas repulsas, sentía enardecerse y redoblarse su deseo. Recurrió a proponerla todo linaje de perversiones seniles para vencerla; pero Alicia apenas si oía sus proposiciones calenturientas. ¡Cuántas noches pasó en claro don Olimpio, revolviéndose entre tentaciones abrasadoras, como un cenobita en su cabaña!

-¿Sabes que has pasado muy mala noche? -le decía a veces misia Tecla-. Eso debe de ser el estómago. No te vendría mal una purga.

-¡O un tiro! -contestaba él furioso.

-¡Ay, hijo, de qué mal humor has amanecido! -replicaba ella, sin volver sobre el asunto.




ArribaAbajo- IX -

El vapor subía penoso por el río, cuyas márgenes, exuberantes de vegetación virgen y espesa, resplandecían a los rayos del sol con verdor apoplético.

En los catres y las hamacas de los camarotes que estaban sobre cubierta, continuaban algunos viajeros su sueño interrumpido por el madrugón. Por el alcázar, bajo la toldilla, entre baules y maletas, se paseaban los pasajeros de segunda clase, y abajo, hacia la popa, iban los de tercera, confundidos con la tripulación, las bestias y la carga.

Se hubiera afirmado que eran las doce del día y eran las siete de la mañana. El río llameaba bajo el incendio matutino que envolvía el paisaje. En los remansos, sobre manchas de arena, enormes caimanes, color de granito, tomaban el sol con el hocico abierto. Parecían muertos o esculpidos. De una margen a la otra volaban gritando cotorras, loros y pericos, y las lianas que se enredaban a los árboles crujían con las cabriolas y piruetas de los monos que, a lo mejor, quedaban colgando en el aire, prendidos de la cola.

El calor ahogaba y las reverberaciones solares sobre el agua obligaban a cerrar los ojos.

Los bogas huían delante del buque en canoas y piraguas tubiformes o en balsas repletas de frutas y hojarasca, que hacían andar empujándolas con un palo que metían en el agua, al modo de las góndolas de Venecia.

El espectáculo para el doctor sobre nuevo era deslumbrante.

-Estas márgenes -se decía- bien cultivadas podrían rendir ríos de oro. ¡Qué plétora de savia! ¡Qué desbordamiento de vida vegetal!

A medida que el vapor avanzaba, se sucedían atropellándose y reventando de lujuria, bosques de cedros y caobas, de palisandros, guayacanes y cocoteros, de palos de rosa, de membrillos de flores de púrpura, de gutíferos lacrimosos, de plátanos de anchas hojas, de palmeras, mangos, ceibas, naranjos, sándalos ambarinos, enlazados los unos a los otros por mallas de bejucos, orquídeas y helechos como una danza báquica de troncos y de frondas. Turpiales, tórtolas, cardenales y colibríes saltaban de rama en rama y nubes de insectos -zafiros, esmeraldas y rubíes alados- y de mariposas quiméricas temblaban en el aire como agitadas por abanico invisible. En una diminuta isla de verdura, una garza, rígida, hierática, apoyada en uno solo de sus zancos, dormía con la cabeza bajo el ala, y más allá una grulla escarbaba con el pico en el cieno mucilaginoso de la ribera.

De noche no andaba el buque por temor a los troncos que arrastraba la corriente. Se le ataba a los leñateos, parajes donde se proveía de leña para la máquina.

-Oiga usted, capitán -preguntó Baranda-, esos caimanes ¿no atacan al hombre?

-En el agua, sí; en tierra son muy cobardes. Verdad es que en tierra no andan, patalean. Hay que ver un caimán sorprendido por un indio. Se queda quieto, inmóvil, como muerto, con el hocico pegado a la tierra. No mueve más que los ojos, con una rapidez increíble, para seguir los movimientos del enemigo. Sin duda tiene conciencia de que no puede huir y no hace el menor esfuerzo. Eso sí, cuando le hostigan mucho, bufa sacudiendo cada coletazo que da miedo.

-¿Y usted les ha visto reproducirse?

-Sí; la hembra deposita sus huevos en un hoyo abierto por ella misma en la arena y luego de taparle con hojas, le abandona a los rayos del sol. El caimancito, apenas rompe el cascarón, se echa al agua donde le acechan, para devorarle, los caimanes viejos o las aves de rapiña. Cuando el río está revuelto, yo he visto a los grandes llevarles en el lomo.

-¿Y son muy voraces? -preguntó un viajero.

-¡Comen hasta piedras! -exclamó riendo el capitán-. En eso se parecen a nuestros políticos.

-¿Y cómo les cazan? -continuó Baranda.

-Pues a tiros. Los indios les suelen cazar con un palo puntiagudo atado, a modo de anzuelo, a una cuerda, y en el que ponen un pedazo de carne. El caimán muerde y se queda clavado.

-¿Y qué hacen de la piel?

-Aquí, doctor, hay mucha incuria. Nada se explota, nada se aprovecha. ¿Usted ve esos bosques? Pues nadie sabe lo que hay en ellos. ¡Y figúrese usted lo que producirían medianamente cultivados! Pero ¿quién entra en ellos? El calor es horrible. Además, están llenos de culebras, de jaguares, de toda clase de bichos venenosos.

-La selva primitiva -observó Baranda.

-Usted lo ha dicho, doctor: la selva primitiva.

-¿Cómo no se le ha ocurrido al gobierno tender un ferrocarril de la capital a la costa por esas márgenes? Se llegaría más pronto.

-¡Vaya si se le ha ocurrido! ¿Sabe usted los millones que se han despilfarrado en ese ferrocarril ilusorio? Pero, amigo, lo de siempre: después de mucho discutir en las Cámaras, de mucho plano, de mucho consultar a ingenieros, estamos peor que antes. Vea usted, doctor, vea usted.

En una de las márgenes se amontonaban rotos y enmohecidos pedazos de locomotoras, de rieles, toda una ferretería inservible.

-¡Cuidado si todo eso representa dinero! -prosiguió el capitán-. Para justificar el empréstito, que ascendió no sé a cuántos millones y que se repartieron todos esos... caimanes, compraron esas máquinas que ve usted ahí... Somos ingobernables. Créame usted, doctor.

-¡No exagere usted, capitán! -exclamó un mulato de cara de perro de presa, con gafas.

-Amigo -alegó el capitán-, como ya le han dado a usted lo que buscaba, un empleo, ya no les tira usted a los godos.

-Si me han nombrado cónsul en Burdeos, es porque han querido. Yo sigo siendo liberal.

-Pero come con los clericales.

El mulato respondía por Cándido Mestizo y era autor de una novela titulada ¡Jierro, mucho jierro! que empezaba así: «En el alba cárdena piaban las mariposas...»

-Le advierto a usted -respondió Mestizo, ajustándose las gafas- que yo vivo de mi pluma y que no necesito del gobierno.

-¡De su pluma! -exclamó desdeñosamente el capitán-. De su pluma aquí nadie vive. Empiece usted porque aquí todos escribimos. ¡Yo mismo hago versos! Entre nosotros la literatura no es un medio, es un fin. En cuanto sale cualquier pelafustán con una novelita o unos versos simbolistas de esos que nadie entiende, ya se sabe, le nombran cónsul o secretario de embajada. ¡Y sucede a menudo que no saben más lengua que la propia! Imagínese usted, doctor, un diplomático que no conoce más idioma que el materno. ¡No en balde se ríen de nosotros en el extranjero! En todas partes la diplomacia es una carrera que requiere ciertos estudios. Aquí cualquiera es diplomático.

Mestizo echaba espuma por la boca, por aquella boca belfuda y cenicienta.

Conocía la historia del capitán, y no se atrevía con él. Don Jesús del Arco, así se llamaba el capitán, había estudiado en Nueva York y era hombre enérgico, valiente y leído. En la última revolución combatió en las filas liberales con un coraje y una pericia sorprendentes. Fiel a sus ideas políticas prefirió pasarse la vida tragando miasmas sobre el puente -como él decía-, a transigir con un enemigo que había arruinado y envilecido a su país. Mestizo, como otros muchos, era un liberal de pega, un estomacal, que cambiaba de casaca en cuanto veía la posibilidad de un empleo. Como buen fanfarrón, gritaba mucho, y se cuenta que sacó cierta vez el revólver en medio de una de esas discusiones en que el aguardiente y el calor de los trópicos gradúan de oradores a los verbosos y atrevidos. Había estado unos cuantos días en Madrid y en París, y se jactaba de haber colaborado en los principales periódicos de la corte y de haber dormido con las horizontales parisienses más en boga. En su alma envidiosa de mulato latían las ambiciones del blanco y las groserías del negro. Para él no había nada noble ni grande. Decía pestes de todo el que brillaba, singularmente si era blanco.

La conversación con el capitán fue acalorándose en términos de que Baranda tuvo a bien intervenir.

-¿Sabe usted -gritaba el capitán dirigiéndose al médico- lo que tiene perdidos a estos países? ¿Sabe usted por qué siempre andarnos a la greña? ¿Sabe usted por qué? ¡Por el mulato y el indio! ¡Por esos dos factores sociales refractarios a toda disciplina, a todo orden, a toda moralidad!

-No olvidemos la herencia -observó Baranda sonriendo-. Los conquistadores nos legaron su espíritu de rebeldía.

-No lo dudo -continuó don Jesús-; pero, crea usted, doctor, que en aquellos países donde el mulato y el indio no toman una parte tan activa en la vida social y política como entre nosotros, hay menos revueltas. Y se explica. Hay más unidad étnica. Me atrevería a afimar que las luchas intestinas de un país responden en la mayoría de los casos a lo heterogéneo de su población. La disparidad de sentimientos engendra odios y rivalidades invencibles. ¿Por qué Alemania e Inglaterra -para citar un ejemplo- no dan casi nunca el espectáculo de los vergonzosos motines que se repiten en pueblos de abigarrada constitución mental? Le advierto, doctor, que yo no creo en las razas puras; yo creo en las razas históricas: las que, formándose por fusión de otras razas similares, adquieren, al través de su historia, una fisonomía nacional.

-De acuerdo. En lo que me parece que usted exagera es en lo relativo al mulato. Alejandro Dumas...

-Ya sé lo que va usted a decirme. Claro que no hay regla sin excepción. Los tres Dumas fueron célebres: el abuelo simbolizaba la acción; el hijo, la fantasía, y el nieto, el análisis. También Maceo fue una personalidad, aunque por otro estilo. Yo he hablado del mestizo en general y desde el punto de vista colectivo y ético más que desde el intelectual y artístico. Para que vea usted que procuro no ser exclusivista, le concedo que los mulatos suelen ser músicos admirables, gente valerosa y lúbrica, si la hubo.

Cándido Mestizo se comía los hígados. Ya no estaba pálido, sino azul, verde, amarillo, violáceo,, aceituno... Lo único que se le ocurría para vengarse era cavilar cómo podría conseguir que quitaran a don Jesús la capitanía del barco. Le escribiría al presidente de la República que don Jesús conspiraba contra él; intrigaría para echarle encima a los negros y a los indios; diría que era un mal patriota...




ArribaAbajo- X -

Eran las cinco de la tarde. El vapor arribó a un leñateo. Algunos pasajeros, entre los cuales figuraba el doctor, bajaron a tierra por una gruesa tabla tendida, a manera de puente, entre el buque y la ribera. La tripulación, amasijo de indios y negros sin camisa, con unos sacos en forma de capuchones en la cabeza, descargaba sobre el barco, silenciosamente y empapados en sudor, pesados haces de leña que, al caer, sonaban como truenos. Algunos, al atravesar el puente, perdían el equilibrio cayendo al agua, con leña y todo, entre la risa general.

Al poner el pie en tierra, el dioctor oyó como una rúbrica trazada con un palo en la hojarasca.

-¿Qué es eso? -preguntó un poco asustado.

-Una culebra -le contestó como si tal cosa uno de los indios que ayudaban a cargar la leña.

En el suelo, lleno de ceñiglo, de una choza pestilente y lúgubre, sobre un jergón agonizaba un mulatito de seis a siete años, consumido por la sífilis. En una rinconera, atada a la pared por una cabuya, ardían dos velas de sebo en torno de una estampa de la Virgen, manchada por la humedad. Una negra flaca, en andrajos, entraba trayendo en la mano una poción confeccionada con ojos de caimán, orejas de mono y plumas de cotorra. El chiquillo exhalaba de tiempo en tiempo un ronquido sordo o volvía la cabeza, lacrada de costra rubicunda, abriendo unos ojos fuera de las órbitas, sin pestañas ni cejas, nadando en un humor sanguinolento. La madre en cuclillas, con la cabeza entre las piernas, rezaba confusamente, devorada por la fiebre. Otra negra, apoyada contra el marco de la puerta, fumaba una tagarnina apestosa, escupiendo de cuando en cuando como un pato que evacua.

-¿Por qué no llaman a un médico? -preguntó entristecido Baranda.

-Señor -respondió una de las negras- porque por aquí no hay médicos. El señor cura ha venido, un cura que aquí cerca y misia Pánfila que sabe mucho de melesina.

El doctor, sacando un papel del bolsillo, escribió con un lápiz.

-A esa mujer hay que darla quinina. Tiene fiebre.

-Por aquí todo el mundo la tiene siempre, señor. Es el río.

-Y a ese niño, Mercurio.

Las negras no entendieron. Una de ellas, tomando el papel y luego de mirarle al derecho y al revés, añadió:

-¿Y qué hacemos con esto, señor?

-Pues ir a la botica.

-Aquí no hay botica, señor.

-Y ustedes ¿cómo se curan?

-¡Ah, señor! Confiando siempre en la Virgen Santísima. No nos desampara nunca, señor.

-¡Nunca! -exclamó la otra.

Poco a poco la curiosidad atrajo hacia la choza una turba de negras héticas encinta, con cuellos de pelícano, de mulatitos hidrópicos, de blancas histéricas e indias momias que vivían de cortar leña.

El doctor, realmente atribulado, se volvió al buque. Aquellas desgraciadas le siguieron con los ojos, unos ojos sin miradas, fijos y vidriosos.

Una vieja decrépita, asexual, toda hueso y pellejo, apoyándose en un palo se arrastró hasta la margen del río. Sentándose en una piedra, no sin haber dado antes algunas vueltas, como perro que va a echarse, tendió la mano; pero en vista de que nadie la socorría, se puso a arrascarse una pierna elefanciaca, pletórica de pústulas. Un chiquillo esquelético y malévolo la tiró una piedra, echando luego a correr. Ella levantó la temblorosa cabeza, miró a un lado y otro, sin ver, y siguió rascándose las llagas.

No tenía un diente. Los músculos del pergamino de su cara se movían con la elasticidad del caucho. Las manos, venosas, veteadas de tendones a flor de piel, como los sarmientos de una viña, no parecían manos de mujer ni de hombre, sino las garras momificadas de un lagarto.

-¿Qué hace ahí, misia Cleopatra? -le preguntó un boga, tocándola con el pie.

La vieja no contestó. Le miró con una mirada aviesa que parecía salir del fondo de todo un siglo de hambre.

Un vapor sofocante, húmedo y miasmático, difundidor del tifus, de la viruela y del paludismo, brotaba de las márgenes, entre cuyo boscaje chirriaban miríadas de insectos. Negras nubes de cénzalos picaban zumbando al través de la ropa.

Ya en el buque, y sobre la cubierta, notó Baranda que, desde la orilla, una mulata zarrapastrosa, con los ojos muy abiertos, le tiraba besos con las manos.

-Es loca -le dijo el capitán.

-¿Y cuál es su locura?

-Como ha sido siempre muy fea -intervino el contador del buque- desde que nació, nadie la dijo qué lindos ojos tienes. Dicen que tiene el diablo en el cuerpo. Ahí donde usted la ve, raya en los sesenta y como ha perdido toda esperanza de que se enamoren de ella, canta para atraer a los hombres y llora cuando no vienen.

-Tuvo una fiebre cerebral y la encerraron. Hace poco que ha salido -dijo el capitán.

La loca cantaba llevándose las manos al vientre con expresión obscena.

-Por aquí hay mucho loco, doctor -añadió el capitán.

-Efecto del clima. El sol, por un lado, este sol rabioso, las emanaciones pútridas de la ribera, la falta de alimentación, la monotonía e insipidez de las emociones y el abuso del aguardiente, por otro lado, tiene que calcinar el cráneo a esos infelices, originando todo linaje de neurosis: desde la simple irritabilidad de las meninges hasta la locura furiosa.

El sol expiraba, agarrándose a los tupidos follajes, deshilachándose sobre el río. Ciertos boscajes parecían incendiados por luces de bengala y algunos pedazos del horizonte se sumergían en un mar de oro lánguido y soñoliento. La corriente arrastraba enormes troncos negros que, a cierta distancia, daban la ilusión de cadáveres de rinocerontes sin cabeza. Gigantescos sauces, de retorcidas y rotas raíces, metían la desgreñada melena en el agua. A lo lejos se dibujaba la fantástica silueta de un boga, en pie, sobre una canoa.

El inmenso bosque virgen, en que las plantas, sofocadas por la atmósfera densa y caliente, trepaban unas sobre otras, estrujándose, enredándose, estrangulándose, en lucha frenética por la vida, iba tomando, a la luz del crepúsculo vencido, el aspecto de una mancha oscura colosal que el ojo no avisado hubiera confundido con una cordillera.

Millones de luciérnagas puntuaban la marea de sombra que se tragaba el paisaje en medio de un silencio casi prehistórico, parecido al que debió de envolver las primitivas edades del planeta.




ArribaAbajo- XI -

Al cabo de dos días de navegación fluvial arribaron a Guámbaro, el segundo puerto de importancia de la república. El vapor no atracaba al muelle. Se desembarcaba en canoas que serpenteaban lentamente entre los caños, varando a lo mejor. Una turba de indios descamisados se arremolinaba gritando alrededor de las lanchas cargadas de frutas, de costales de huevos, de jaulas llenas de cotorras y papagayos. Por el palo de una de las lanchas subía y bajaba un enorme mono negro, amaestrado por la tripulación. Le habían enseñado a fumar y a emborracharse.

Guámbaro era una vetusta ciudad silenciosa, de aspecto conventual, rodeada de antiquísimas murallas, con una hermosa bahía que recordaba por lo azul la bahía de Tánger. Sus calles eran rectas y polvorosas y las casas de mampostería, de dos pisos, con calizas fachadas, deslumbrantes. Palmeros y plátanos asomaban por encima de los patios sus hojas de un verde inmarcesible. No había coches ni ómnibus.

Baranda creyó morir de asco. ¡Todo un pueblo de leprosos paseándose en pleno día por las calles! Algunos padecían de hidrocele, pero tan hiperbólica, que hubiera creído que andaban montados sobre globos. Las mujeres del pueblo, porque las familias pudientes no salían nunca de la casa, ostentaban con orgullo el coto, repugnante bolsa gutural análoga a la del marabú de saco.

-¡Ah, mira cómo tiene ese señor el cuello! -dijo un muchacho a su madre, señalando con el dedo al doctor.

-¡Ay, hijo, no le mires, no sea que Dios te castigue!

El coto, por lo visto, era en Guámbaro, no sólo natural, sino estético. Tener el cuello como le tiene la gente sana, se les antojaba ridículo.

-¡Cuánto siento, doctor, que no le podamos tener por aquí sino unas horas! -le dijo el médico municipal de Guámbaro que había ido a recibirle a bordo.

-Yo también lo siento, porque hay algo aquí cuyo estudio me atrae: la lepra. Pero a usted ve, y esta misma tarde sale un vapor para Europa y no puedo permanecer más tiempo alejado de mi clientela de París.

El médico municipal, don Eleuterio Gutiérrez, era inteligente y culto.

-¡Ah, la lepra! Es mi especialidad y nuestra mayor desgracia.

Echaron a andar hacia el mercado, no lejos del cual estaba el hotel en que iba hospedarse Baranda. En los alrededores, en tabucos infectos, se agazapaban turcos astrosos que vendían todo género de baratijas y cachivaches. Vestían chaqueta de un rojo desteñido, calzones muy anchos, como refajos cosidos por el medio, y gorro encarnado, caído hacia atrás. Las mujeres llevaban cequines sobre la frente y grandes arracadas de coral en las orejas.

Las más de las verdilleras estaban lazarinas.

Primero pasó una negra de enorme papo, con un cesto de patatas, a la que faltaban los dedos de una mano y el labio superior. Luego, una india con la boca hinchada y sangrienta como un tomate reventado. Más tarde, otra, llena de pápulas, de ojos redondos, glaucos y viscosos de sapo. Su nariz era carnosa y rayaban sus mejillas estrías bermejas. Su cabeza terminaba en punta. De sus párpados manaba un pus verdoso. Después pasó un indio, de cabeza salpicada de islas de pelos, calva por el occipucio y los parietales. Y así fueron pasando y pasando, los unos con escrófula; éstos con herpes, tumores y excrecencias policromas; aquellos con liquen vesicular, legañosos, cojos, tuertos, con sólo los muñones, y otros que se arrastraban sobre las posaderas enseñando una pierna como un jamón podrido o un brazo pálido, de cera, con filamentos azules y negruzcos. A un mulato le faltaba la mandíbula inferior. Parecía un pavo...

-¡Y no hay modo de aislarles, doctor! -exclamó don Eleuterio ante aquel desfile macabro-. No tenemos dónde. Además, ¡son tantos!

La elefancia griega, usted lo sabe, no se cura. Hasta hoy, que yo sepa, no ha descubierto la ciencia el modo de combatir el bacillus leprae. Sin negar que se transmita por herencia, opino -y perdóneme Virchow- que se difunde principalmente por contagio, el sexual, sobre todo.

¿Cómo explicarse la propagación de la lepra en Roma por las tropas de Pompeyo después de la guerra de Oriente y la propagación de la lepra en Europa por los cruzados?

Ese bacillus que se ha hallado en el tejido celular de los lepromas y en las células nerviosas, pero pocas veces en la sangre, se elimina por las mucosas y la piel. La única medida salvadora que recomienda la higiene es aislar a los enfermos en hospitales ad hoc. En esos lazaretos se les puede cuidar y asearles, evitando así las muchas complicaciones a que están expuestos y dulcificando de paso, en lo posible, sus horrorosos padecimientos.

-Como usted, opina -le interrumpió Baranda- el Congreso de Leprólogos que se reunió en Berlín hace dos o tres años. Sus conclusiones eran las siguientes, palabra más o menos: -«La lepra es una enfermedad pegadiza, y todo lazarino, una amenaza constante para las personas que le rodean. La teoría de la lepra hereditaria cuenta cada día con menos prosélitos.»

-Exacto, exacto. La gran dificultad con que tropezarnos es la de no tener vías de comunicación con el interior del país. ¿Cómo trasladar a esos infelices de un lugar a otro en lomos de mula, durante días y días, y al través de senderos escabrosos donde, por no haber, no hay ni posadas, obligándoles a dormir a la intemperie? Sería matarles de hambre y de fatiga. Hace años intentó el gobierno confinar a esos pobres en una isla medio desierta, entre las protestas y lágrimas de sus familias. ¡Si hubiera usted visto aquel fúnebre convoy arrastrado en balsas por el río!

Así se explicaba el doctor que en los campos no hubiera labradores. No se veía un arado, un molino, una chimenea.

Todo respiraba la desolación de los pueblos arrasados por la peste o la guerra. ¡Qué contraste entre aquella vida de la naturaleza y aquella muerte a pedazos de sus míseros habitadores!




ArribaAbajo- XII -

La desaparición de Baranda, primero, y la de Alicia, después, produjeron en Ganga escándalo formidable. Petronio Jiménez publicó en una hoja suelta, con el pseudónimo de Alejandro Dumas, un artículo furibundo. La publicación de las hojas sueltas era una epidemia entre los gangueños.

Por un quítame esas pajas, estaban durante días y días disparándose hojas volanderas en que se ponían de oro y azul.

Cuando la polémica, agriándose, amenazaba pasar a vías de hecho, la policía citaba a los contendientes, exigiéndoles una fianza personal que prestaba verbalmente cualquier amigo con residencia fija. Por manera que el duelo era punto menos que imposible.

En Ganga, según un chusco, no se batía más... que el chocolate.

«La hospitalaria y generosa Ganga -decía Petronio en su pasquín- ha sido víctima de la perfidia de un extranjero advenedizo, para quien los gangueños no tuvieron sino alabanzas, obsequios y distinciones. ¿Qué nos traen esos aventureros que vienen de París de Francia sino los vicios de aquella inmunda Babilonia? ¡En guardia, gangueños! ¡Ojo con los intrusos que se introducen hipócritamente en nuestros hogares para profanar el tálamo de la esposa inmaculada, para seducir a nuestras puras e inocentes hijas, para contarnos cuentos verdes que la decencia y la moral de todos los tiempos reprueban y condenan, digan lo que digan esos espíritus superficiales encenagados en la crápula. Los pueblos no pueden vivir sin moral y sin religión, y ¡ay de aquellos que las olvidan o menosprecian! Roma cayó por sus vicios, como Nínive, Venecia, Palmira y Napoleón I.

A nosotros nunca nos engañó el doctor Baranda. Al través de su fisonomía dulce escondía un alma doble y pequeña. El hombre que sostenía que el cerebro humano es una máquina; que no hay responsabilidad moral -y ahí está el ilustre doctor Zapote que puede testificarlo-, no podía haber obrado de otro modo. El árbol se conoce por sus frutos...»

Don Olimpio felicitó al libelista que se pavoneaba en e sos días por el Camellón, borracho, con los pantalones caídos, sin corbata ni chaleco, y el casco embutido hasta el cogote. Zapote publicó a su vez en La Tenaza otro artículo no menos declamatorio y ofensivo.

Se trató de elevar al gobierno francés, por iniciativa de don Olimpio, una instancia o cosa así escrita en un francés patibulario por un marsellés, expulsado de todas partes por anarquista, y firmada por todos los vecinos, a fin de que entregase a Baranda los tribunales «de la república hispano-latina».

Zapote les llamó la atención sobre lo descabellado y ridículo de pretensión semejante.

En la farmacia, en el parque, en los cafés, en todas partes se formaban corros que discutían a gritos, con vehemencia tropical, la conducta infame del doctor. Algunos de esos altercados, verdaderas justas oratorias, acababan en palos, y todos en borrachera.

-¡Sí, ha sido un canalla! -voceaba el dueño del Café Cosmopolita, repitiendo los argumentos de Petronio-. ¡Ha faltado a los deberes de la hospitalidad, a la decencia, a la moral!

-Canalla ¿por qué? -objetaba un parroquiano escéptico-. Después de todo, ¿quién es Alicia? Además, caballeros, en un país como el nuestro donde las madres venden a sus hijas al mejor postor, no hay derecho para alarmarse por tan poca cosa. Con un catre, una máquina de coser y un techo de paja, ¡no hay virgo que resista entre nosotros!

-¡Eso es mentira!

-¿Mentira? No nos hagamos los pudibundos. ¿Quién de nosotros, casado o soltero, no tiene por ahí un chorro de hijos naturales? No me refiero a las señoras, a las damas, que suelen ser virtuosas porque no las queda otro remedio. Todos en Ganga nos conocemos y espiamos.

-¡No calumnies a Ganga! -gruñía Garibaldi-. Y en París y en Londres, ¿no pasa lo mismo? ¿No hay allí trata de blancas? La sociedad es igual en todas partes.

-Sí, pero en Europa se persigue y castiga al traficante de carne humana, al paso que aquí... ¿Cuántas indias y negras de esas que venden a sus hijas están en la cárcel? Yo no sé de ninguna...

Las señoras, a su vez, comentaban por lo bajo el suceso.

-¿Qué te parece, hija mía? -murmuraba misia Tecla-. ¿Habrá sinvelgüensa?

-Y la peladita no era fea. ¡Tenía unos ojos! Nadie lo hubiera creído.

-No, y lo que es el doctor, tampoco era feo. ¡Qué simpático! ¿Verdad?

Y cada una envidiaba interiormente a Alicia, no pudiendo menos de admirar su audacia. Este sentimiento era acaso el único real que latía en el fondo de todo aquel barullo.

-Es verdad. ¡Quién lo hubiera creído! Si parecía que no rompía un plato...

-Mi hija -agregaba misia Tecla- ¡es india!

Don Olimpio rumiaba en silencio la carta que Alicia, momentos antes de partir, le había escrito, por mano de Plutarco, diciéndole por qué les abandonaba. Aspiraba a una vida mejor, y la posición social que Baranda la ofrecía no era para desdeñarla. Rumiaba a la vez su despecho de lujurioso burlado. Y cerrando los ojos la veía con el pelo suelto, meneando las caderas, tembloroso el pecho, fresca la boca, pasar junto a él siempre desdeñosa y altiva.

Entristecido, casi lloroso, iba a su cuarto donde todo estaba lo mismo, y allí permanecía largo rato, mirando a la cama vacía que aún conservaba el olor de su cuerpo... ¿En qué pensaba? No pensaba, sentía.

* * *

La Cuaresma se venía encima. Misia Tecla bordaba un manto para la Virgen de los Dolores y las beatas no se daban punto de reposo, metidas a toda hora en la sacristía, ayudando a los curas y monaguillos a limpiar la iglesia y guarnecer las imágenes. En un rincón de la Catedral colgaban de la pared piececitos, narices, piernas, manos y ombligos de cera, mechones de pasa cerdosa, alpargatas y estampas de santos.

Todo esto servía como de marco a un San José desmedrado y amarillento, que temblaba en una urna de cristal a la luz polvorienta de varias lamparillas de aceite.

Desde muy temprano el clamor de las campanas alternaba con el estrépito de las charangas que recorrían las calles bajo un sol de justicia. Todo ardía entre espesas oleadas de polvo.

Detrás de los soldados, indios y cholos canijos que marchaban en pintoresco desorden, agobiados por el peso de los máusers, de los morriones y las mochilas y por la saña canicular, iba una legión de pillos, medio en porreta, armados de palos de escoba y tocando en latas de petróleo.

El orgullo de Ganga era el ejército, el cual, según don Olimpio, podía rivalizar con los mejores de Europa en punto de valor, disciplina y equipo. El uniforme no podía ser más adecuado al clima. Vestían como los soldados rusos.

Don Olimpio iba a la cabeza del batallón, sable en mano, caballero en reluciente mulo. Su aspecto tenía de todo, menos de marcial.

La ciudad entera se echó a la calle ese día. Las negras, escotadas, con pañuelos de yerbas en la cabeza y en el cuello, y quitasoles rojos y verdes en las manos, se preguntaban de una acera a otra, gritando, por su salud y la de sus familias. Por algunas aceras se alargaban, como cordones de ovejas blancas, anémicas jovencitas que acababan de hacer la primera comunión. Negros gigantescos, vestidos como verdugos inquisitoriales, con el capuchón caído sobre la nuca, pasaban de prisa con gruesos cirios apagados en las manos. Eran los sayones o nazarenos, quienes habían de pasear en andas las imágenes por la ciudad. De pronto reventaba en pleno arroyo, con susto del transeúnte, un racimo de cohetes o caían del cielo, disueltos en lágrimas multicoloras, voladores con dinamita.

Los perros ladraban o fornicaban entre las piernas de la muchedumbre, sin el menor respeto a la solemnidad del día.

Al salir de la iglesia la procesión, se armó el gran remolino: palos, carreras, llantos y quejidos. ¿Qué ocurría?

Que el populacho intentó despachar al otro barrio al anarquista marsellés por no haberse quitado el sombrero al paso de la Virgen. El más furioso de todos era un negro.

-Sí, que se lo lleven a la cáice, po hereje. ¡Sinvegüensa! ¿Po qué no se quitó e sombrero cuando pasó la santísima Vingen?

Hubo mujeres desmayadas, cabezas rotas y hurtos de relojes y carteras.

La policía tuvo que arrancar a viva fuerza de las garras de aquellos salvajes borrachos al marsellés que gritaba colérico: Tas de cochons!

A un lado y otro de los ídolos de palo se extendían hileras de negras y mulatas viejas con hachones que movían sus lenguas rubicundas. Petronio, Garibaldi, Zapote y Portocarrero, llevaban los cordones de la Virgen, cuya corona de laca con lentejuelas azules y amarillas temblaba rítmicamente a compás del paso de los sayones. Todo el mundo se descubrió, poniéndose de rodillas con fanatismo búdico. Los chiquillos se trepaban a los árboles, a las ventanas y a los faroles para ver bien el cortejo. Curas panzudos y hepáticos, de fisonomía mongólica, iban a la cabeza hisopeando al gentío y gruñendo latines. Las campanas volteaban sin descanso los cohetes estallaban horrísonos, los perros ladraban y la charanga tocaba pasillos y danzones.

Del abigarrado oleaje popular se exhalaba un olor acre a ginebra, a ganado lanar y agua de Florida.

De súbito se oyó un grito desgarrador, como de un cerdo a quien degüellan. Era el negro de marras a quien el marsellés acababa de dar una puñalada.

Las imágenes se quedaron abandonadas en medio de la calle. Los curas huyeron; las puertas se cerraron brusca y estrepitosamente. Los soldados repartían culatazos a diestro y siniestro sobre la multitud que corría atropellándose, maldiciendo y quejándose, poseída de un miedo contagioso. Muchos, que habían subido a las ventanas y los faroles, recibían a patada limpia a los que agarrándose a sus piernas querían trepar también. A una mulata la habían desgarrado el corpiño y mostraba el torso desnudo. Una chinita, a quien su madre llevaba en vilo, se había prendido, como un cangrejo, de las pasas de una negra. Dando alaridos rodaba por el suelo, bajo los pies de los que huían, un amasijo de niños y viejas.

Por una de las bocacalles desaguaba un torrente oscuro agitando los brazos y retorciéndose como los posesos de un grabado de Hondius.

Al través del lenguaje mímico de aquellos ojos abiertos, de aquellas bocas contraídas y de aquellas manos crispadas, se leía el efecto mecánico de un miedo invencible. Las caras menos expresivas eran las de los indios, y las más grotescas las de los negros.

Don Olimpio, empujado y envuelto por la marea humana, subido al atrio de la catedral, se metió a medias en el templo, a imitación del Raimundo Lulio, de Núñez de Arce.

En la noche propincua, las nubes de polvo caliente y asfixiante, agujereadas por las luces rojizas de los cohetes y las bengalas, fingían un incendio entre cuyas llamas se debatían gritando centenares de víctimas.





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