Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajo- I -

Estaba París insoportable, de día, sobre todo. De las alcantarillas salían ráfagas pestilentes que obligaban a taparse las narices. Las calles despanzurradas, mostraban sus tripas pedregosas. Las montañas de tarugos negros y las enormes y humeantes calderas rotativas de asfalto hirviente interceptaban la circulación en muchas de las principales arterias de la ciudad. En casi todos los barrios se veían andamios y albañiles, carros que arrastraban cantos ciclópeos y se oían martillazos estridentes sobre hierros y maderas, chirriar de sierras que cortaban piedras, rechinar de grúas, y gritos y latigazos de carreteros.

Una llovizna de cal flotaba en el aire caliente. Los teatros estaban cerrados y sólo los music-halls de los Campos Elíseos y el Moulin Rouge alegraban las primeras horas de aquellas noches cálidas de Agosto. No quedaban sino los pobres y los extranjeros, inglesas desgalichadas de canotier, que recorrían los museos con el Baedeker en la mano o pasaban en pandillas, alargando sus cuellos de cigüeñas, en los breaks de la Agencia Cook.

El sudor removía las secreciones acumuladas de los cuerpos que no se lavaron durante el invierno una sola vez. De cada portería brotaba un vaho caliente de pies sucios, de bocas comidas de sarro, de efluvios acres de estómagos que digieren mal o se alimentan de legumbres, de queso y de cerveza barata.

Las calles estaban poco menos que desiertas e impregnadas de la melancolía que invade a las capitales populosas en esta época del año cuando todo el mundo sale en busca de oxígeno a orillas del mar. La bulliciosa nube de biciclistas que durante la primavera interrumpía el curso de los coches, se reducía a empleados de las tiendas y correos, que serpenteaban desgarbadamente en larguiruchas y despavonadas máquinas de lance, a través de los fiacres y los ómnibus.

De noche en la Taverne Royale o en Maxim's, que arrojaban sobre la acera sus luminosas manchas rojizas, se veían algunas cocotas de desecho en compañía de españoles y sur-americanos que venían a París por uno o dos meses. Por los bulevares y las allées de los Campos Elíseos se paseaban infelices busconas muy pintadas, cuya decadencia física disimulaba la sombra de los castaños.

Algunos iban a la Gran Rueda a ver la Danza Oriental, donde varias francesas de Argel o de Batignolles, al son de un piano, de unas panderetas y un tamboril, se dislocaban las caderas, la cintura y el vientre, con penosas contorsiones de envenenados con estricnina.

En los bulevares exteriores los bandidos hacían de las suyas. Rara era la noche en que no reñían entre sí, dejando, ante la policía impotente, un reguero de cadáveres y heridos. Los periódicos daban cuenta de asesinatos y cambriolages en pleno corazón de París. Los más de estos delincuentes eran souteneurs que, durante el invierno, vivían de la prostitución. En estío, en que París se vaciaba, recurrían a desvalijar las casas y asaltar a los transeúntes, revólver en mano.

Era peligrosísimo andar de noche por la ciudad solitaria y silenciosa, mezquinamente alumbrada por agónicos mecheros de gas.

Baranda, de puro aburrido, tomó un coche, después de comer.

-A los Campos Elíseos -dijo al cochero que, del bulevar Malesherbes, torció por la rue Royale, y atravesando la plaza de la Concordia, se dirigió hacia el Arco, por la gran avenida. Subían y bajaban otros coches con un hombre y dos mujeres o dos hombres y una mujer que se besuqueaban entre risas y algazara. Un polvillo luminoso que no dejaba ver sino la mancha hierática de los castaños que sombreaban la avenida, envolvía los objetos. Las linternas venecianas de las bicicletas y los faroles, color de yema de huevo, verdes y rojos de los ómnibus y los coches, culebrando aquí y allá, semejaban una fantástica fuga de pupilas multicoloras. En el fondo, envuelto en sombras, se destacaba solemne el Arco de Triunfo como un mastodonte petrificado, sin cabeza ni cola.

El cielo amenazaba lluvia. La luna pugnaba por salir de entre la masa de nubes, gruesas y blancuzcas, que la ahogaban. Algunas constelaciones brillaban muy lejos, en desgarrados celajes, que hablaba al corazón dolorido del médico de cosas olvidadas y muertas.

Había perdido toda esperanza de paz. Desde el escándalo del Bosque, Alicia se había crecido y le trataba con la más irritante insolencia. Lo que él no podía soportar, acaso tal vez por su hiperestesia enfermiza, eran los gritos, los insultos y los modales groseros. Y Alicia no le hablaba una vez sin ofenderle, sin echarle en cara su asqueroso lío con Rosa.

Rosa era su idea fija. Si la hubieran dado un céntimo cada vez que pronunciaba su nombre, tendría un capital. Rosa por aquí, Rosa por allá. ¡Rosa a todas horas! ¿Eran celos? Sí; pero no de amor. Eran celos originados por la posibilidad de que Rosa la suplantase definitivamente. Alicia había renunciado a todo comercio carnal con el médico. Le veía con otros ojos. El joven simpático y seductor que conoció en Ganga, había desaparecido de su memoria. En él sólo veía ahora al hombre falaz que quería despojarla de lo que a ella se le antojaba suyo. Una rabia impotente la roía en silencio. No se atrevía a decirle cuál era la causa de su constante malhumor, de sus raptos de cólera.

-¡Quién sabe -reflexionaba ella- si, después de todo, no se le ha ocurrido dejarme en blanco! Ella no sabía de leyes, pero sí sabía que, no habiendo hijos, la ley no la autorizaba a anular el testamento. El médico no tenía parientes. De modo que era libre de dejar su fortuna a quien quisiera. El temor de Alicia aumentaba cuando en sus fugaces momentos lúcidos, consideraba su conducta para con él. Nicasia tenía razón: «la mujer, si quiere ser amada a la postre, tiene que perdonarle mucho al hombre. La infidelidad masculina difiere de la infidelidad de la mujer en que no suele tener trascendencia. El hombre rara, muy rara vez, llega puro al matrimonio. Antes de casarse ¿qué hombre no ha tenido queridas o, por lo menos, no ha tenido que ver con centenares de mujeres?»

Estas reflexiones duraban poco; como el cielo abierto por un relámpago, su inteligencia se abría un segundo a la crítica; luego se cerraba, volviendo a la oscuridad de la obsesión.

Baranda no podía irse de París. Mal que bien, en París vivía de su profesión. Se sentía muy fatigado para liar el hato, y el hecho de verse en otro país, sin recursos, luchando para formarse otra clientela, le causaba una angustia indecible. Estaba seguro, además, de que Alicia le seguiría a dondequiera que fuese. Y entonces ¿de qué le hubiera servido el cambio? No había en él un arranque masculino, una erección de la voluntad, ya decaída. En Rosa, tan psíquicamente tímida como él, no veía una aliada capaz de secundarle, de sugerirle una resolución, algo, en suma, que pusiera fin a aquel martirio.

-Coseré, lavaré, guisaré. Viviremos pobremente -se concretaba a decir-. ¿Cómo iba él a conformarse con vivir en la estrechez, y menos ahora en que se sentía tan enfermo y descaecido? Era como un buque en alta mar, sin brújula ni timón.

-A casa, cochero -dijo al ver que se internaba demasiado en el Bois. Un aire fresco, voluptuoso, saturado del aliento húmedo de la floresta, acariciaba sus sienes y cerraba sus párpados. De un café lejano, que brillaba melancólico entre el bosque sombrío, salían voces alegres y sollozos de violines húngaros. Deseos de morir, de morir allí mismo, solo, entre los árboles, en el silencio sugestivo de la noche, le asaltaron. ¿Para qué quería vivir? No realizó ninguno de sus sueños. Se calificaba de raté en ciencia, en política y en amor. Ya era tarde para empezar una nueva vida.

-¡Si a lo menos tuviera salud!

Había envejecido mucho; su cabello, el hermoso cabello negro de su juventud, que tantas bocas besaron con amor, se había vuelto casi blanco; en sus sienes se entrelazaban con profusión las arrugas y sentía por todo una indiferencia de esquimal...

El cielo fue poco a poco despejándose y hacía frío. Se levantó la solapa de la levita y encendió un puro. La luna, triste como su alma, más que alumbrar, le pareció que sollozaba con sollozo mudo y largo que hacía pestañear compungidamente a las mismas estrellas...




ArribaAbajo- II -

El día amaneció moralmente borrascoso, más borrascoso que de costumbre. Baranda, después de desayunarse, se preparaba a salir para ver a sus enfermos, cuando Alicia entró en el consultorio, simulando buscar algo.

El doctor se la quedó mirando con cierta sorpresa.

-¿Qué me miras? -le preguntó con marcada hostilidad.

El médico, sin contestar, continuó mirándola con fijeza.

-Ya sé que intentas dejarme plantada -agregó Alicia con tono agresivo-. Claro, quieres eliminarme para poder entregarte libremente a la otra.

El doctor no respondió palabra.

-¿Para eso me seduciste?

-Sedujiste, sedujiste.

-Bueno, sedujiste o seduciste. Da lo mismo. A mí nadie me ha enseñado nada. Yo pude casarme muy bien en mi país. ¡Cuán otra hubiera sido mi situación!

-Sí, andarías en chancletas, comida de piojos... -contestó Baranda.

-¿Conque en chancletas, eh? ¿Conque comida de piojos, eh? -replicó Alicia poniéndose en jarras y sacudiendo el busto-. Conmigo te das tono; pero yo no veo que en París te hagan caso. ¿A qué celebridad asistes? ¿Quién te conoce fuera de nuestra colonia? ¿En qué revista de circulación escribes? Y lo que escribes ¿quién lo lee? Claro, al lado de don Olimpio, que es un besugo, eres una lumbrera; pero al lado de las lumbreras, eres menos que un fósforo.

Baranda se puso lívido de ira.

-¡Alicia, vete! ¡Vete o te estrangulo!

-¿Estrangularme tú? ¡Cobarde! ¿Por qué no estrangulaste a don Olimpio en Ganga cuando te contó Plutarco que iba a apedrearte? ¡Estrangular tú! Lo que hiciste fue tomar el buque, de prisa y corriendo.

Baranda se tapaba los oídos, convulso, ceniciento.

Alicia continuaba cada vez más provocativa:

-¡Medicucho sin enfermos! ¡Bellâtre!

-¡Miserable, ladrona! -rugió él fuera de sí-.¡Lárgate o llamo a la policía! ¡Lárgate!

-¡Cobarde! Todo lo compones con eso: con llamar a la policía. Llámala. ¿Crees que me metes miedo?

El médico se puso el gabán y como Alicia le cortase el paso, la dio un empellón.

-¡Cobarde, cobarde! ¿Conque en chancletas, eh?

-Sí, en chancletas, prostituyéndote a todo el mundo, porque de atrás le viene el pico al garbanzo...

-¿Qué quieres decir con eso? Que mi madre fue una...

No concluyó la frase. Cayó de espaldas, víctima de una convulsión, dando alaridos como si la degollasen.

-¡A ver si no revientas! -exclamó él tomando el sombrero.

-¡Ese hombre, ese hombre! -sollozaba al poco rato volviendo de su paroxismo.

-Cálmese, señora -dijo la sirvienta atribulada.

-Déme usted acá la valeriana. Aquel frasco, el de la derecha -añadió llorando.

Tomó una cucharada. Luego, al verse sola, se puso a registrar el despacho. En una de las gavetas había un cofrecito cerrado con llave.

-¿Qué habrá aquí? -se dijo sacudiéndole y tratando después de abrirle-. Tal vez su testamento.

Con unas pinzas intentó en vano descerrajarle. Luego abrió otra gaveta del escritorio. En un sobre halló tres billetes de cien francos que se metió apresurada en el seno.

Por vez primera se fijó en el busto de la joven que estaba sobre la biblioteca giratoria.

-El dice que fue su novia. ¡Vaya usted a saber!

Una hora después estaba Alicia en el portal, elegantemente vestida, llamando un coche. El cual la condujo a la capilla española de la avenue Friedland, a donde acudía lo más selecto de la colonia hispanoamericana.




ArribaAbajo- III -

Baranda estuvo ausente, al lado de Rosa, varios días, al cabo de los cuales sintió un deseo vehemente de volver junto a Alicia, como el asesino a la casa donde cometió el crimen. Abatido, sin confianza en sí propio, delegó en Plutarco para que se entendiese con ella.

Cuando Plutarco llegó a casa del médico, Alicia se aprestaba a salir. Al verle, su corazón dio un vuelco.

-Vengo -dijo Plutarco- de parte del doctor.

Alicia, disimulando su sorpresa, respondió con fingida altanería:

-Aquí no tiene usted que venir a buscar nada.

-Es que se trata de algo muy grave.

-¿De algo muy grave? -preguntó Alicia consternada. Después, reponiéndose, añadió:

-Pasemos al recibimiento.

Y sentados, repuso:

-Usted dirá.

-Alicia, usted sabe que soy su amigo.

-¡Mi amigo! ¡Qué ironía! Continúe.

-Que me intereso por usted...

-¡Ja, ja!

-Créame.

-Bueno. ¿Y qué?

-El doctor tiene sobrados motivos...

-Si empieza usted por disculparle, le dejo solo.

-No, demasiado sabe usted que digo verdad. La vida con usted se le ha hecho ya imposible. Usted le prometió enmendarse y no ha cumplido su palabra. Está enfermo.

-Yo también.

-Sí, pero su enfermedad de usted...

-Histérico, ya me lo han dicho.

-Está enfermo. Tiene albuminuria y esta enfermedad requiere una vida sin emociones depresivas.

-¿Albuminuria? Nunca me lo dijo. Sin duda, los excesos, pero no conmigo.

-¿Cómo quiere usted que la diga nada si sabe que a usted lo suyo no la importa?

-Bueno. Tiene albuminuria. ¿Y qué?

-Dejémonos de más exordio y al grano.

-Al grano, eso es.

-El doctor me encarga que la proponga a usted lo siguiente, ya que, por lo visto, la conducta de usted no reconoce otro móvil...

-¿Con qué derecho habla usted de los móviles que pueda yo tener? ¿Está usted dentro de mí?

-¿Quiere usted cuarenta mil francos y el pasaje hasta Ganga?

Alicia se levantó iracunda y se puso a pasearse.

-¡Cuarenta mil francos! ¡Ocho mil cochinos pesos! ¡Pero ese hombre está loco!

-Pues si usted no se va, se irá él.

-¿A Ganga? -repuso Alicia riendo.

-Pero usted ¿qué se propone?

-Y a usted ¿qué le importa?

-Óigame, Alicia -añadió Plutarco en tono conciliador-. ¡Tenga usted compasión de ese hombre!

-¡Compasión! Cualquiera creería que le martirizo. ¡Pobre niño inocente! ¿Qué hago yo? Lo que haría cualquiera mujer en mi caso. ¿Usted imagina que no tengo dignidad? ¿A usted le parece bien que un hombre tenga una querida en mis propias narices y que se gaste con ella lo que a mí me corresponde?

-¡Usted no tiene corazón! Usted es una serpiente.

-¡Ojalá lo fuera, para inocularles a todos ustedes la muerte! Pero le advierto que si continúa usted por ahí, le pongo en la calle.

Plutarco calló por un momento, al cabo del cual, no sabiendo qué decir tomó el sombrero y se dirigió a la puerta. Alicia le detuvo.

-En resumidas cuentas, ¿qué pretende ese hombre? ¿Que me largue para que pueda a sus anchas divertirse con la otra? Pues no lo conseguirá. ¡No lo conseguirá! Que me lleve a los tribunales, que entable cien demandas de divorcio. ¡Que haga lo que quiera! Todo, menos eso. Le pondré de manifiesto, le calumniaré, si fuere preciso. Él está habituado a dar con mujeres débiles, y yo, sin saber leer ni escribir, no me doblego a sus caprichos. ¿Quiere paz? ¡Que deje a esa mujer! Y que no me venga con mezquinas transacciones de dinero.

-No se haga usted la desdeñosa del dinero, porque para usted no hay más que eso. ¡Que la ofrecieran a usted quinientos mil francos...!

Después de un largo silencio, agregó:

-¡Cómo se la ha subido a usted París a la cabeza! En Ganga no era usted así. ¡Qué humos!

Plutarco no la calumniaba. París la había transformado. Su ambición dormida despertó con los incentivos del lujo parisiense, como esas semillas encontradas en los sepulcros egipcios que arraigan a la luz del sol. La idea de heredar al doctor, a quien suponía rico; la de poder disfrutar, una vez viuda, de una libertad completa, sin preocuparse del mañana, la roía sordamente. Su mórbida excitación nerviosa, por un lado, y por otro su falta de tacto y de diplomacia, no la permitían seguir en frío un plan encaminado a realizar sus aspiraciones.

-Ya sé yo -prosiguió Plutarco- quiénes son sus inspiradores: don Olimpio y la Presidenta, ese par de libertinos indecentes.

-¡Mis inspiradores! ¿En qué? ¿Necesito, yo de alguien para ver? Ellos dicen lo que todo el mundo: que no se explican cómo soporto que ese hombre tenga una concubina públicamente.

-Se le ha dicho a usted un millón de veces: Rosa es una amiga del doctor y sólo una amiga.

-No me juzgue usted tan imbécil. ¡Una amiga! Si, una amiga con quien se acuesta. Pero usted ¿es padre o hermano de ese hombre?

-No. Es mi amigo y mi protector. Después de todo, la culpa no es de usted. Es suya. Si a cada escándalo la administrase a usted una paliza, ya se guardaría usted muy mucho de reincidir. Pero el doctor carece de energía, y, claro, usted abusa.

-Y a usted ¿quién le mete? ¡Es usted un intruso, un enredador!

-Yo seré lo que usted quiera, pero usted es una miserable, una ladrona, y seré yo quien acabará por meterla en la cárcel.

-¡Y usted es un indio, un alcahuete! ¡Un vividor!

Y le tiró furiosa la puerta a la cara.




ArribaAbajo- IV -

Una de las cosas que más preocupaban al médico era cómo había de sacar sus muebles y sus libros de la casa, sin escándalo de Alicia. El miedo al ruido, a la acción violenta, llegó a ser en él una manía.

-Otro en mi caso -pensaba- lo arreglaría todo en un periquete.

Después de muchos proyectos, el de embarcarse para América entre otros, resolvió volver. No era él, en rigor, quien obraba y menos deliberadamente; era un impulso interior casi mecánico.

Durante muchos días no se hablaron. Comían uno enfrente del otro como dos estatuas, dirigiéndose furtivas miradas de rencor. Entre plato y plato el médico se entretenía en acariciar a Mimí o en hacer bolitas con la miga del pan. Alicia tecleaba con los dedos sobre la mesa o miraba al techo. La sirvienta entraba y salía silenciosa y cabizbaja como una sirvienta de pantomima. En la casa flotaba una atmósfera de tristeza y abandono, semejante a la que se advierte en las casas vacías o en aquellas donde ha ocurrido una desgracia. Hasta de los muebles se escapaban bostezos de fastidio.

La criada, temerosa de que ocurriese algo trágico, pidió un día su cuenta, con mal disimulado regocijo de Alicia.

Buscaré una fémmé dé ménagé que nos haga la limpieza y el almuerzo y cenaremos en el restaurant. Así me veré libre de más quebraderos de cabeza. Si tuvieras tú que luchar con las criadas...

Ambos se despreciaban con ese desprecio taciturno de quienes, habiendo agotado todo linaje de invectivas, no creían ya en la eficacia de las palabras, simples articulaciones sin sentido. Ella, con todo, ejercía sobre él un influjo dominador, principalmente cuando le clavaba aquellos ojos negros y vivos de culebra, ceñidos de ojeras de color de cedro, que revelaban un corazón inexorable.

Consideró la vuelta del marido como una capitulación, en extremo lisonjera para su amor propio.

-¿Vuelve? -pensó-. Luego transige. ¿Transige? Luego me tiene miedo.

Al principio comían en los restaurantes módicos de los alrededores de la gare Saint-Lazare.

-Yo no puedo -acabó por decir Alicia- con estos pollos de cartón y estas sopas sin sustancia. Prefiero ayunar.

-¿Adónde quieres entonces que comamos? -balbuceó Baranda.

-Vamos a Durand o a Larue.

-Que cuestan un ojo de la cara -añadió el médico con sarcástica sonrisa.

-Pero se come. Yo te aseguro que a la hora de haber comido en estos restaurantes baratos, tengo hambre.

El toque para Alicia estaba en hacerle gastar, a fin de que la otra no cogiese un cuarto.

Un sentimiento de piedad por sí mismo, por su falta de impulsión psíquica, le sumía a menudo en una especie de letargo mental, de ensueño errabundo, como de quien mira al cielo en pleno mediodía. Envidiaba a los impostores, a los atrevidos, a todos aquellos que logran abrirse paso, sin curarse de la opinión pública. ¿Por qué ese temor a lo que al fin ha de saberse? ¿Qué le impedía irse, abandonarlo todo, casa, clientela y amigos, a cambio de sustraerse de aquella mujer que era su perdición? La necesidad de lógica, privativa del espíritu humano, le movía a discurrir así; pero de sobra

abía que todo ello radicaba en la parálisis de su voluntad.

* * *

El calor apretaba. Alicia, menos belicosa que otros días, propuso a su marido pasar el mes de Agosto en alguna playa.

-Bueno -contestó él-; pero no lejos de París; porque pueden llamarme con urgencia. No olvidemos que vivimos de la salud del prójimo.

Alicia empezó a arreglar los baúles. Su cuarto se transformó en una montaña de encajes, de faldas, de cintas, de fichúes, de blusas, de cajas de sombreros.

-¡Ni que fuéramos a dar la vuelta al mundo! -exclamó Baranda.

-¡Déjame! -contestó con aspereza-. No voy a andar hecha una facha.

Tan pronto hacía como deshacía el equipaje.

-¡A ver, ayúdeme usted! -decía nerviosamente a la femme de ménage-. Déme usted acá esa falda. No, la otra, la azul. ¡Malditos baúles! ¡No cabe nada! ¡Nada! ¿Dónde meto estas enaguas? ¿Y estos corpiños? Y arrodillada ante el baúl, perpleja, casi llorosa, sudaba a chorros.

-¡Hija, no te impacientes! -exclamaba el médico, haciendo de tripas corazón-. Ten calma.

-¡Déjame en paz, y no fastidies! ¿Qué entiendes tú de esto? A ver, déme usted acá esas medias. ¡Cuidado, no me pise usted el sombrero! ¿Será bruta? ¡Que no cabe nada! Lo dicho. Y lo que es así, no voy. ¡No voy! Y la culpa es tuya, tuya.

-¿Mía? ¿No eres tú quien ha propuesto el viaje?

-Bueno, hombre. Lárgate. Estos hombres no sirven sino de estorbo. Pero ¿dónde rayos meto yo esto?

Y abría los brazos llevándose las manos a las sienes. Después se sentaba, aturdida, paseando los ojos de un lado para otro.

El médico acabó por dejarla sola con la criada.

Se figuraba que le habían metido por el esófago aquel promontorio de trapos y sombreros. Alicia continuó su faena con ensañamiento.

-¡Uf, qué calor! ¿A que todavía se me olvida algo? ¡Ah, sí, los pañuelos! Cuando yo lo decía. ¡Estoy muerta! -exclamó al término de dos horas de aquel trajín que daba jaqueca-. ¡Uf, qué calor! -y se tendió abanicándose en una chaise-longue.

Al día siguiente empezó a enfundar los muebles, a enrollar las alfombras, a guardar la ropa de invierno, salpicándola de alumbre, en los armarios. Una verdadera mudanza.

Alquilaron una villa meublée en Onival-sur-Mer, a tres horas largas de París. Por encargo del médico, Plutarco, con quien Alicia hizo las paces, como pueden hacerlas el gato y el perro, se entendió con el propietario. La villa, que se llamaba La tempête, no podía estar mejor situada: el frente daba al mar y uno de los costados a la llanura, una llanura pelada, sin un árbol, a trechos verde, salpicada de haces de trigo y sembraduras de remolacha; a trechos, hacia la parte que coincidía con la playa, cubierta de oscuros guijarros que parecían una sábana de almejas.

-¡Ay, qué feo es esto! -exclamó Alicia, apenas bajaron de la diligencia que les condujo de la estación al pueblo-. ¡Si parece un cementerio! ¡Y qué playa tan horrible! Toda de galetes. ¡Y no hay un árbol! Aquí me entierran a mí...

El doctor y Plutarco se miraban afligidos. Entraron en la villa. Desde el balcón se dominaba el caserío, en parte de chozas, que trajo a la memoria de villas, de Alicia el caserío de Ganga, en parte esparcidas aquí y allá, entre las lomas, con sus techos brillantes de pizarra y su maderamen multicoloro, y el mar, circunscrito por enormes falaises de greda. Un aire fresco, impregnado de yodo y de salitre, envolvía la casa.

A poco descendieron a la playa, matizada de tiendas y cabinas. Los chicos hacían fosos y castillos en la arena.

-¡Uf, qué burguesía tan antipática! -exclamó Alicia-. No hay una sola mujer chic.

-Hija, no hemos venido sino a respirar aire puro y a descansar un poco. Probablemente no trataremos a nadie -dijo Baranda.

-¡Qué diferencia de la gente que va a Cabour y a Biarritz! Allí sí que hay elegancia y lujo...

La marea se venía pérfida, con blando murmullo, hacia la costa, enarcando sus crestas de espuma. Algunas mujeres tejían y bordaban bajo las sombrillas. Otras, sentadas a la turca en el suelo, se entretenían en arrojar galetes al agua, riéndose de las enormes barrigas de silenos y de las canillas de algunos bañistas que no habían visto el mar ni en pintura. Las mamás luchaban a brazo partido con sus chicos que se resistían, chillando y pataleando, a bañarse. Se veían muchos pies sucios y callosos, enemistados con el agua desde el verano anterior, muchos cuerpos disformes por el trabajo manual o la vida sedentaria de las oficinas, muchas caras anémicas y mucho traje de baño estrambótico y desteñido. Una jamona muy gruesa, vestida de rojo, escotada hasta el ombligo, era objeto de malévolos comentarios. No sabía nadar y el bañero la sostenía por la barba y el vientre, mientras ella se tendía a lo largo, removiendo las piernas y resoplando como una foca. No lejos flotaba panza arriba, cubierto de vejigas y calabazas, una especie de cerdo, de cara rubicunda. Con los pantalones arremangados hasta la rótula, unos cuantos viejos y niños chapoteaban en los remansos o pescaban camarones y cangrejos. Se oían risas, gritos y ladrar de perros que se zambullían participando del general regocijo.

La marea llegaba ya hasta las casetas. La reverberación solar sobre la inmensa lámina movediza, color de asfalto, lastimaba la retina. A lo lejos se divisaban velámenes de barcos de pesca o el penacho de humo negro de algún remolcador.

-Plutarco, véngase a almorzar con nosotros -dijo Baranda-. Puede que en el hotel estén ya en los postres.

Alicia no dijo una palabra. Echó a andar por delante con languidez recogiéndose las faldas.

-Me siento cansada -dijo arrellanándose en una mecedora, así que llegaron a la villa.

-No más que yo -repuso el médico-. El aire del mar amodorra.

-Y excita -añadió Alicia-. A lo menos, a mí me pone frenética.

Todo era malo y cursi para ella. Al sentarse a la mesa exclamó:

-¡Ah! Moules? ¡Me dan asco! No, no.

Baranda inclinó resignado la cabeza, haciendo girar un cuchillo.

-No hagas eso, que me pone nerviosa.

-¿Te pone? -dijo el doctor, llenándose el plato del sabroso marisco-. ¿A usted no le gustan, Plutarco?

-¡Oh, sí, doctor! Mucho.

-Pues a mí el lugar, con franqueza, no me parece feo. Es melancólico y respira una quietud que concuerda con mi carácter -agregó Baranda.

-¡Vaya que tienes un gusto! A mí me parece horroroso, horroroso. Ni con pinzas se halla nada más triste.

Alicia también hizo ascos al ragout, el segundo plato.

-Bazofia de obreros -dijo-. A ver, que me hagan una tortilla de yerbas.

Terminado el almuerzo, se echó a dormir, a pesar de los reiterados consejos del doctor.

-Nosotros vamos a tomar aire y a conocer el pueblo. Dormir con el estómago lleno no es sano. ¿Vienes?

-No. Tengo sueño.

-Andando se te quita.

-No. Déjame.

-Se te va a agriar el almuerzo.

-Mejor.

Al médico se le daba un comino de que durmiese o no. Lo que le inquietaba era que después de la siesta se mostraba de pésimo humor.

Estaba harto de aquellas continuas recriminaciones, de aquel hablar a gritos sin ton ni son, de aquellos modales bruscos y de aquel rostro avinagrado.

Cuando volvieron, cerca de las cuatro, aún Alicia dormía. El sol picaba de veras espejeando en la superficie de laca del mar. No soplaba la más ligera ráfaga de aire. Una calma chicha pesaba en la atmósfera, opacamente vaporosa hacia el horizonte y diáfana en el cenit.

El pueblo era feísimo y sucio, de callejuelas estrechas y tortuosas; pero la campiña no podía ser más pintoresca.

-¿Se han divertido? -les preguntó Alicia con el ceño adusto, marcado de las arrugas de la almohada y los ojos fruncidos.

-Algo -respondió Baranda con displicencia.

-Pues yo encuentro este poblacho cada vez más odioso.

-Pero si no le has visto, a no ser en sueños.

-Me le figuro. Ganas me están dando de volverme a París.

-Tendría gracia, después de haber pagado dos meses de alquiler.

-¡Psi! Qué más da.

-Como no eres tú quien paga...

-Sí, hombre, eres tú. No tienes para qué decirlo. Señor don Plutarco Álvarez: sepa usted que quien paga la casa es el doctor don Eustaquio Baranda. ¿Estás satisfecho?

El médico, volviéndola la espalda, se asomó al balcón. Espació la vista por la llanura, luego por el mar que, al retirarse de la playa, había dejado al descubierto anchas franjas de arena húmeda y reluciente.

-Bueno, doctor, hasta luego -dijo Plutarco-. Me voy al hotel a descansar un rato.

El sol, de un rojo de sangre arterial, iba sumergiéndose en el mar poco a poco. El cielo, en algunas partes, palidecía cuajándose de estrellas claras; en otras, se desgarraba en nublados violetas y amarillos. El agua temblaba rota a pedazos por anchos regueros de escarlata.

El sol se hundía, cada vez más apoplético de púrpura, orlado de un ceño violáceo obscuro. De repente desapareció como si el mar se le hubiese tragado. Franjas de carmín y oro se degradaban en moribundas lejanías. La luna, como una ceja de ópalo, blanqueaba en una isla celeste de un azul ideal. La sombra fluía con invasión apenas perceptible, apagando los ruidos de la llanura, alargando quiméricamente la perspectiva de las cosas. Sólo el mar levantaba su rumor de telas que se desgarran.

En el alma del médico aquella agonía vespertina se filtraba lenta y silenciosa humedeciéndole los ojos e incitándole a morir en el seno de la naturaleza, incompasiva y piadosa a la vez en su misma indiferencia...

-¿De dónde -reflexionaba- habrá nacido la idea de una vida ulterior? Durante el largo período paleolítico el hombre no se cuidó de enterrar a los muertos, y la carencia de sepulturas en la época cuaternaria lo confirma. La creencia mística aparece en el período neolítico. ¿Se fundará en el espíritu de conservación, principio activo de la vida, según Epicuro y Schopenhauer? ¿Habrá nacido -como pretende Herbert Spencer- de la dualidad del yo, de la comparación de los fenómenos del sueño con los de la vigilia?

A Baranda, familiarizado con el espectáculo de la muerte, no le asaltaban las dudas y temores de Hamlet. Morir, según él, era descansar para siempre, volver al mismo estado de la preexistencia.




ArribaAbajo- V -

Transcurrieron diez días y el fastidio de Alicia aumentaba.

-Me vuelvo a París, aunque me ase de calor, que no me asaré -dijo una mañana-. ¡Esto es muerte! Si quieres, quédate con Plutarco.

Baranda trató en vano de disuadirla. Estaba resuelta.

-¿Qué dirán los porteros al verte volver sola?

-¡Los porteros! ¿Qué me importan a mí los porteros? ¡Como si no estuvieran enterados de todo! En París me distraigo: voy a las tiendas, me paseo por el Bois...

-Aquí también puedes pasearte. Podemos hacer muy bonitas excursiones al Tréport, a Dieppe...

-No. Déjame a mí de excursiones. Para nada, además, me necesitas. Quédate y ve a tu Tréport y a tu Dieppe. Yo me vuelvo a París. Es cosa hecha.

-Pero...

-No hay pero que valga. Si me quedo aquí un día más, reviento. ¿Qué ojos humanos resisten esa playa y esa gente que parece de Ménilmontant? ¡Oh, no, no! A París. -Y se puso a hacer el equipaje.

El médico se alegró en parte, porque todo lo que fuese tenerla lejos, le alegraba; pero tembló ante la idea de aquella mujer sola en París derrochando el dinero en coches y trapos. Además, el hecho de venir al campo presumía para él una pérdida porque durante ese tiempo no ganaba. Había alquilado la casa por dos meses y no era cosa de dejarla por el capricho de Alicia.

-Puesto que insistes en irte, vete. Yo me quedo. Necesito reposo y aire. Mi salud, cada vez peor...

-No me des explicaciones. Haz lo que quieras. No soy yo quien paga. -Y la misma tarde cogió el tren camino de París, no sin pedirle al médico mil francos.

Baranda, al verse solo en aquella casa, pensó en Rosa. ¡Con qué placer pasaría una temporada junto a ella a orillas del mar! Luego recapacitó:

-¿Y si la otra da en el chiste de volverse y nos coge con las manos en la masa? ¡Ojalá! Aquí nadie nos conoce. Lo más que puede suceder es que me dé otro escándalo. Mejor. Así acabará la cosa más pronto.

Había llegado a un punto en que todo le era indiferente. Alicia no era tonta y ya evitaría sorprenderle. ¿Qué conseguiría con ello? Empeorar su situación.

Era un día claro y fresco que convidaba a andar. Rosa, el doctor y Plutarco salieron por la carretera, hacia Cailleux. Mimí iba delante corriendo y ladrando. Se encontró con otro perro. Se olieron en salva sea la parte y empezaron luego a orinar, levantando la pata, contra un poste del telégrafo. Mimí orinaba primero, después el otro, sobre el mismo punto.

-Diríase un diálogo de vejigas -observó Plutarco.

Las gavillas de trigo en forma de conos, semejaban a cierta distancia monjes orando de rodillas. En un montículo tres molinos, moviéndose, fingían un calvario giratorio. Las vacas rumiaban sacudiéndose las moscas con temblores de la piel, unas echadas, otras en pie. De cuando en cuando se metían la lengua en las narices o volvían de repente la cabeza para sacudirse la nube de insectos que las mortificaban sin descanso.

Los trigales temblaban como sacudidos por invisibles corrientes eléctricas. A lo lejos una hilera de álamos larguiruchos corrían fantásticamente agitados por el viento.

Siguieron andando. Un rebaño de ovejas de amarilloso vellón pacía en los rastrojos y un perro felpudo, de ojos sanguinolentos que chispeaban al través de la maraña de pelos que le caía sobre la frente, las vigilaba, ladrando a intervalos a la que se salía del redil, mientras el pastor dormía a pierna suelta. Entre los trigos sangraban las amapolas. La perspectiva humosa, caliente, comunicaba al espíritu una sensación soporífera. No había un árbol. A medida que andaban, se desenvolvía a sus ojos ya un tablero de lechugas, ya otro de remolachas, ya otro de tomates, ya otro de zanahorias. El mar estaba muy azul, sin oleaje, sin respiración casi, aletargado por el sol. Unas cuantas velas diminutas se arrastraban en el horizonte brumoso como gaviotas a flor de agua.

Baranda, bajo el quitasol, saboreaba en silencio la placidez bochornosa del mediodía. Rosa, que había venido muy pálida, ya tenía colores y sus pupilas, al influjo solar, brillaban con intensos visos turquíes. Iba recogiendo florecillas silvestres, inodoras y pálidas, que colocaba luego en el ojal de sus amigos. Se detuvo a ver un cordón de hormigas que arrastraban una mosca muerta.

-¡Qué curioso! -exclamó-. ¡Cómo se ayudan las unas a las otras! ¡Qué unión reina entre ellas!

-Y con todo -arguyó el médico- carecen de ternura, según las experiencias de John Lubbock.

Rosa se paró luego a contemplar los ojos redondos y húmedos de las vacas que parecían rumiar tristezas y sueños. Algunas bicicletas pasaban describiendo una estela de ruido y de polvo.

A lo lejos los chalets y las villas agrupados relampagueaban al sol. Una vieja ordeñaba una vaca colosal, de ancha y riquísima ubre, que pateaba sacudiéndose las moscas.

Baranda iba contento; pero su paseo era como el del preso a quien sacan a dar una vuelta para meterle después en el calabozo. Alicia le aguardaba en París. ¿Qué estaría haciendo? No sabía de ella. Su prolongado silencio, no dejaba de inquietarle. Deseaba verla, sin atinar a explicarse por qué.

Entraron en una ferme. Las gallinas escarbaban en el estiércol. El gallo, con la cabeza erguida, las contemplaba. De pronto corrió tras una que, abriendo las alas, se echó para recibirle. Rosa volvió la cabeza un tanto ruborizada.

Pidieron leche. Allí mismo, a sus ojos, la ordeñaron. Una vieja, envuelta la cabeza en un pañuelo, pasó por el patio arrastrando los zuecos. Una marrana recién parida la seguía gruñendo.

Salieron. Un carro cargado de paja rodaba rechinante por la carretera. Varios grupos de segadores, diseminados aquí y allá, recordaban Les glaneuses, de Millet. Plutarco se detuvo a ver dos perros que jugaban jadeantes sobre la yerba, luchando por violarse el uno al otro.

-¿Cómo se explica usted, doctor, que el perro, que tiene tanto sentido moral, modelo de constancia y de altruismo, sea a la vez el animal más impúdico?

¿Quién le ha dicho a usted que el impudor excluye ciertos sentimientos generosos? El perro no es más cínico que el gallo; es ardiente. Prueba de ello es que cuando está satisfecho no piensa en nada pecaminoso. Se echa y duerme.

Se sentaron en un banco. Mimí era objeto de las caricias de todos. Le hablaban y el animalito, poniendo las orejas eréctiles, fijaba la atención. Entendía.

-Ustedes son -dijo entristecido Baranda-, cada cual a su modo, mis únicos cariños.

A Rosa se la humedecieron los ojos; Plutarco le miró con profunda gratitud, y Mimí le saltó a las piernas. Después añadió:

-A usted, mi querido Plutarco, le recomiendo Rosa. Estoy seguro de morir antes que ustedes.

-¡Oh, doctor, no diga usted eso! -exclamó Plutarco conmovido.

-Tú nos entierras a todos -agregó jovialmente Rosa, tratando de disimular su emoción.

-Al tiempo. Siento que las fuerzas me faltan. Hasta la memoria, que me fue siempre fiel, empieza a flaquearme. ¡He padecido tanto! Ya es hora de volver -agregó tras un largo silencio.

Plutarco y Rosa se miraron como no se habían mirado nunca. Los ojos de aquel hombre casto adquirieron un brillo ardiente que sacudió los nervios de la francesa. En lo profundo de sus almas sintieron ambos como un estremecimiento de vergonzosa complicidad incipiente...

El ardor diurno se había transformado en un fresco ligeramente punzante. La naturaleza iba extinguiéndose en el silencio de la tarde y en la calma sedante del crepúsculo. Las palabras del médico, dichas en aquella hora de recogimiento universal, tenían algo de siniestras, algo que recordaba a un moribundo testando.

Sonó el Angelus y a Rosa se la antojó que todos aquellos molinos que abrían los brazos en la soledad de la llanura, imploraban misericordia. Una vaca mugía y su mugido catarroso se alargaba por el campo, lento, lento, lento... El mar se había alejado de la costa. El sol iba a su ocaso, primero amarillo, luego purpúreo. Todo respiraba la paz filosófica del adiós del día.

Cada cual iba sumergido en su propio pensamiento. Plutarco aplicó el oído a un poste del telégrafo. Funcionaba formando un sonido análogo al que se produce cuando se pasan los dedos por los bordes de una copa.

Una nube de golondrinas pasó tijereteando el aire. El segador, con la hoz al hombro, discurría entre los trigos caídos, evocando la tradicional figura de la muerte.

Una sombra rubicunda se tragaba el paisaje, del que sólo quedaban los contornos cenicientos, casi metafísicos.




ArribaAbajo- VI -

Después de cenar bajaron a la playa que estaba desierta. Los guijarros, bajo sus pies, crujían como nueces. En el cielo, lustrosamente negro, brillaban miríadas de estrellas titilando en el agua. El mar y el cielo se confundían en una inmensa mancha caótica salpicada de puntos luminosos. El faro alargaba con intermitencia sus antenas rectilíneas esclareciendo el oleaje. En lontananza pestañeaban minúsculas luces, unas de las barcas de pesca, otras de los pueblos circunvecinos. De pronto vieron acercarse un bulto con un farolillo. Rosa tuvo miedo. Era un pescador de crevettes que venía con la red a la espalda y una chistera en la mano. Entre las colinas chispeaban, como luciérnagas, las lámparas de los chalets y las villas.

-¡Qué reposo, qué silencio! -exclamó Rosa.

-No se oye más que el flujo y reflujo del mar -añadió Plutarco.

De los bañistas, unos estaban en sus casas, otros habían ido al Casino de Ault, al teatro, o a jugar a los petits chevaux.

Después de haberse paseado de un extremo al otro de la playa, se sentaron sobre los galetes que, a su frescor mineral, unían el del relente y el efluvio marino.

Alguno que otro perro ladraba en el sosiego de la noche, con ladrido enigmático.

Baranda se echó boca arriba fijando los ojos en la bóveda estrellada.

-¿A qué obedece el movimiento del mar? -preguntó Rosa.

-A las atracciones del sol y de la luna -respondió Plutarco.

-Todo en la naturaleza parece inmóvil, menos el mar -añadió Rosa.

-Pura ilusión -repuso Baranda-. Esas constelaciones puede que sean las mismas que admiraron los pastores de Caldea. A poco que se observe se nota que todo cambia. Copérnico fue el primero en destruir el error geocéntrico demostrando que la tierra es un planeta como los demás, que gira en torno del sol. Esas estrellas son soles como el nuestro, rodeados de satélites. Parecen fijos y se mueven. Cambian de lugar, aproximándose o alejándose tinos de otros. Muchos han desaparecido y otros nuevos les reemplazan. Todo cambia, todo se modifica. El sol se dirige hacia la constelación de Hércules...

El médico hablaba natural y desordenadamente siguiendo la onda errátil de su pensamiento medio dormido por la brisa.

-¡Qué maravilloso es el mundo estelar! -dijo Plutarco-. Si tuviera tiempo me consagraba a la astronomía. Es una de las ciencias que más me cautivan.

-¿Y distan mucho esas estrellas unas de otras? -continuó preguntando Rosa con la curiosidad del ignorante a quien domina un gran espectáculo.

-Mercurio dista del sol -contestó Baranda poniendo en prensa la memoria- quince millones de leguas...

-Es para volverse loco -le interrumpió Plutarco.

-Venus, veintiséis. Saturno, treinta y siete. Marte, cincuenta y seis. Júpiter, ciento noventa y dos... Todos giran alrededor del sol y a la vez sobre sí mismos, arrastrando en pos de sí su cortejo de satélites.

Rosa sintió como un vértigo. Su imaginación no podía concebir semejantes distancias.

-¿Y cómo ha podido medirse la rapidez con que se mueven? -continuó Rosa.

-Sabemos -contestó Baranda- que los átomos se mueven en una proporción de quinientos a dos mil metros por segundo. No es aventurado suponer que un cuerpo celeste, que se compone de innumerables átomos, alcance una velocidad de treinta a ochenta kilómetros durante el mismo espacio de tiempo. Pero de poco te asombras. Hay estrellas cuya luz, a pesar de su rapidez vibratoria de trescientos mil kilómetros por segundo, tarda siglos en llegar hasta nosotros.

-Lo que a mí realmente me anonada -prosiguió Rosa- es el espacio, ese espacio sin fin...

-Si es difícil comprender lo infinito en el espacio -replicó Baranda-, figúrate lo difícil que será comprenderle tratándose de un ser, es decir, de algo infinito. El espacio es y no puede menos de ser infinito. Supongamos el universo encerrado en una esfera. Más allá del límite de sus paredes habrá espacio siempre.

Hubo un silencio. La respiración metálica del mar infundía en el alma medio mística de Rosa un terror secreto. Aquella inmensidad no podía moverse por sí sola, según ella. Alguien, una causa superior, la imprimía, sin duda, aquella eterna agitación, aquel eterno ir y venir que daba angustia y que era como una alegoría de las pasiones humanas. Cada generación busca su playa, contra la cual se estrella después de luchar con las corrientes encontradas, con los huracanes y de tropezar aquí y allá contra los arrecifes...

-¿Por qué unas estrellas son de un color y otras de otro? -preguntó Rosa apartando los ojos del mar y volviéndoles hacia arriba.

-Eso obedece, desde luego -contestó Baranda-, a su composición química. Sabido es que en ellas se ha hallado sodio, manganesio, calcio, bismuto, hierro, mercurio, antimonio, etc. El P. Secchi ha sometido al espectroscopio más de trescientas estrellas. El espectro de los soles blancos, como Sirio y otros, le dio las rayas del hidrógeno, del sodio y el manganesio. El color blanco, responde a la juventud; el amarillo, a la edad viril que tira a la vejez, y el rojo, a la decrepitud y la muerte. El mismo sol declina, como lo prueban sus manchas y sus fáculas.

-Llegará un día entonces -prosiguió Rosa- en que no haya estrellas...

-No, porque a las que van desapareciendo sucederán las nebulosas, que es el período gestativo del astro, como quien dice.

-¿Y qué son las nebulosas?

-La nebulosa no es una concepción abstracta, como creen algunos. Es una especie de bruma lechosa y multiforme, visible al telescopio y aun a la simple vista. Ejemplo: la vía láctea. El sol, al principio, fue una nebulosa, es decir, una atmósfera difusa que se ha ido condensando poco a poco. El día en que se solidifique acabará la especie humana y entonces se podrá, como ha dicho Faye, pasear por su corteza como se anda sobre las lavas de los volcanes apagados.

El presentimiento de la desaparición absoluta, de lo inútil del esfuerzo humano ante el enigma del universo, les sumió en una tristeza silenciosa, casi visceral.

-Kant fue el primero, ¿verdad, doctor? en explicar el origen del mundo por la hipótesis de la nebulosa primitiva -dijo Plutarco.

-Sí, entre los modernos; pero su hipótesis tiene mucho de fantástico y poco o nada de consistente. La verdadera, la confirmada por la termodinámica, es la de Laplace. Kant afirmaba que la nebulosa primitiva se componía de partículas independientes que se movían alrededor del centro con rapidez autónoma. Laplace sostenía que la nebulosa era una atmósfera gaseosa y elástica cuyas capas se movían de consumo en torno de un eje común.

¿Saben ustedes que hace frío? -se interrumpió incorporándose.

Después, levantándose la solapa del gabán, añadió:

-Debe de ser tarde.

-Sobre las once -contestó Plutarco.

-Pues a casa.

La fosforescencia del mar llamó la atención de Rosa.

-Son los protistas, de Haeckel -dijo Baranda encaminándose hacia la cuesta que conducía de la playa a la terraza del Hotel Continental-: organismos microscópicos, monocelulares que pueblan profusamente la superficie marina.

El pueblo dormía. Sólo alguna que otra luz brillaba en la oscuridad de las colinas. Un piano sonaba a lo lejos, los perros ladraban a intervalos en el sosiego de la noche, con ladrido enigmático, mientras el mar hervía rompiéndose contra los derrumbaderos y las peñas.




ArribaAbajo- VII -

Al día siguiente salieron por la tarde a dar un paseo como de costumbre.

-Prefiero -dijo Baranda- estos paisajes melancólicos de Europa a los paisajes de una alegría estrepitosa de América. Esta luz tenue, tamizada, inclina el pensamiento a la reflexión poética, suave y resignada, al paso que aquel exceso de luz zodiacal no sugiere sino hipérboles vacías e imágenes sin claroscuro. Un cielo gris, una claridad tibia y un campo de palideces multicoloras despiertan en mí más ideas y emociones que un cielo deslumbrante, una atmósfera cálida y un bosque lujurioso.

-A mí me pasa lo mismo -dijo Plutarco.

-Yo creo que una de las causas de lo prosaico, de lo cursi de casi todos nuestros literatos, obedece a la exuberancia de luz. No sé de poetas más ramplones que los nuestros. Mucha palabrería, eso sí; pero ni una idea, ni una emoción. Nada sincero, nada sobriamente artístico, nada hondo.

-Que no le oigan a usted, doctor. Se le comerían vivo. ¡Ellos que se llaman entre sí: «Velázquez del verso», «Donatelos de la prosa», «egregios», «maravillosos»...!

-Nuestra vanidad puede que también radique en el exceso de sol. En nuestros países se padece una irritación crónica del cerebro.

-¿Y qué me dice usted de la envidia? En cuanto sale alguien independiente, que no adula, que no se casa con nadie, a formarle el vacío.

-Es el procedimiento jesuítico.

-No, no le discuten. Le aíslan. ¡Y ay del infeliz que tenga que vivir de ellos!

-¿Eso me lo cuenta usted a mí? ¡Si usted supiera la guerra que me han hecho en mi país, el odio que me profesan, en parte porque vivo en el extranjero, en parte porque me burlo de sus ídolos de arcilla...! Ellos quisieran que volviese. ¿Sabe usted para qué? Para darse el gusto de desdeñarme.

El paisaje era espléndido. Dos mares se movían. En primer término, uno rubio, de trigo, dorado por el sol, y en segundo término, otro, azul, salpicado de espumas.

-Eso es más interesante -dijo Baranda- que el hígado de nuestra raza, que es el órgano predominante en ella.

El cielo se fue tiñendo de un rosa pálido primero y de un rojo de almagre después.

-¡Qué mejor refugio para el alma entristecida -añadió el médico- que la contemplación de la naturaleza! Ella nos enseña a ser estoicos, a ver con suprema ironía las pequeñeces de los hombres.

De pronto Plutarco se detuvo.

-Juraría que es Alicia -dijo fijándose en una hermana de la Caridad que pasó apresuradamente junto a ellos, esquivando sus miradas.

-No, usted ve visiones -contestó Baranda sonriendo.

-¿Visiones? ¡Ca! Yo le digo a usted que es Alicia -y echó a andar, casi corriendo, tras la monja. Esta, al notarlo, apretó el paso, mientras Rosa y el médico, entre sorprendidos y temerosos, se les quedaron mirando. A medida que Plutarco la seguía, la hermana aceleraba el paso hasta echar a correr. Plutarco corrió tras ella.

Entonces la monja, parándose en seco, le gritó en un mal francés:

-Si da en seguirme, pido socorro.

Plutarco, temiendo insistir, retrocedió.

-Es Alicia -balbuceó jadeante.

-No -contestó Rosa temblando.

-Pero ¿está usted seguro? -añadió Baranda.

-Lo que es seguro, seguro, no; pero tengo casi la convicción. Su voz, alterada por la carrera, me pareció la de Alicia y su acento, ese acento es el suyo.

-Pero ¿qué diablos ha venido a buscar aquí y en ese traje? Está loca. No me cabe duda.

-Lo que le digo a usted, doctor, es que si viene a repetir la escena del Bosque, se lleva chasco.

-¡Ah, no par exemple! -dijo Rosa con cierta energía.

-No lo permitiré -agregó Baranda.

-Se ha disfrazado para que no la conozcamos y ha venido, sin duda, para sorprenderle, doctor.

-Y se ha perdido de vista -continuó el médico mirando al horizonte-. En Onival no hay más que dos hoteles: sería fácil saber en cuál está.

-¿Y si no está en ninguno -arguyó Rosa- sino en una pensión o en alguna de las casas que alquilan cuartos aquí?

-¿Qué hacer entonces? -dijo Baranda.

-Nada, doctor, dejarla y seguir nuestro paseo.

¿Quiere usted, con todo, que vaya a la villa a prevenir a la criada?

-¿Y qué sacamos con eso?

-Pues evitar que entre allí y nos dé un escándalo.

La villa no estaba lejos. Plutarco fue y volvió en un relámpago. Entretanto Rosa y el doctor no cesaban de mirar a todas partes como quien teme un asalto. Apenas se hablaron.

-Pues estuvo en la villa -dijo Plutarco echando los bofes.

-¿Cómo? -exclamaron a una Rosa y el médico.

-Verán ustedes. Cuenta la criada que una hermana de la Caridad tocó la puerta preguntando por usted. Al decirla que había usted salido, añadió si había salido usted solo o con la señora. Agregó que estaba nerviosa y que hablaba el francés como une vache espagnole. Alicia, nada, Alicia. He recomendado a la criada que cierre la puerta y que sólo a nosotros nos abra. Y ahora que entre.

-¡Qué ocurrencia de mujer! -exclamó Rosa-. Yo no he visto nada igual. Es una toqueé.

-¡Bah! -dijo Baranda-. Sigamos nuestro paseo y lo que fuere sonará.

Andando, andando llegaron a un molino. Por un plano inclinado, hecho de cadenas y tablitas, subía un caballo ciego, subía, subía y nunca llegaba, haciendo girar aquella a modo de correa metálica que ponía en movimiento el molino.

Daba angustia verle trepando, trepando sin cesar, fatigoso, resbalándose, por aquella pendiente movediza, mientras el trigo caía hecho polvo en una caja. El médico halló cierta similitud entre el destino de aquel pobre animal ciego y el suyo. Ambos subían por una cuesta penosa y dura sin esperanza de reposo, a no ser en la muerte. Cuando el caballo jadeante, sudoroso, se paraba para cobrar aliento, un latigazo le recordaba que debía seguir andando sin tregua como si formase parte de aquel mecanismo que se movía gracias a él. El ruido de sus cascos se confundía con el del herraje de la correa y el del molino que trituraba el trigo. Fuera, en el campo verde y luminoso, pacían otros caballos sueltos y alegres, de piel lustrosa y ojos fulgurantes...

El mar se había retirado lejos, muy lejos. En el horizonte, entre un boscaje de nubarrones grises, llameaba el sol. Grandes brasas de ópalo y naranja centelleaban en el fondo. Desgarraduras bermejas atravesaban el seno de una nube de un violeta profundo. Por el mar, casi inmóvil, rodaban ligerísimos copos de espuma. Un inmenso nublado se deshizo de pronto en flecos de áureos bordes encendidos. Brujas, elefantes, enanos sin cabeza, torsos y brazos, pájaros de abiertas alas, bloques de estatuas a medio esbozar, como las esculturas de Rodin, corrían empujados de aquí para allá por el viento, transformándose en los mil caprichos que la imaginación de la luz combina en la tela celeste. Anchos vellones policromos, como las telas de Liberty, flotaban en islas de fuego, en golfos de cinabrio, en selvas escarlatas, en lagos azules, enredándose a las cumbres de montañas de oro que se derrumbaban en fantástico derrumbe con los cambiantes cegadores de una danza serpentina.

-Ahí tienen ustedes, amigos míos -dijo el doctor-, un espectáculo que no me cansa nunca: la puesta del sol.

-Yo soy como los incas del Perú -añadió Plutarco-: idólatra del sol; pero la hora en que realmente le amo es ésta: la hora de la gran anemia universal.

-¡Y pensar que ese sol que tanto nos maravilla es sólo «un simple soldado en el gran ejército celeste»!, como dice Young -agregó Baranda-. Millones de estrellas le sobrepujan en magnitud y brillo.

-Por supuesto que es mayor que la tierra -preguntó Rosa, temiendo decir un desatino.

-¡Oh, sí! Trescientas treinta mil veces mayor que nuestro globo -respondió el médico.

-Y su constitución química -continuó Rosa- no será la misma que la de la tierra.

-Por el espectroscopio sabemos -respondió Baranda- que en el sol hay hierro, calcio, níquel, cobalto, sodio, cobre, plomo, aluminio, oxígeno, etcétera. La cromosfera, por ejemplo, o sea la capa gaseosa rosada que se advierte alrededor de la superficie luminosa, se compone de hidrógeno.

-¿Y dista mucho de la tierra? -continuó Rosa.

-Se calcula que dista de nosotros unos ciento cuarenta y ocho millones de kilómetros. Y a pesar de su lejanía, nos vivifica, en términos de que, si durante un mes se apagase, todo movimiento cesaría en la corteza terráquea. Sin calor solar no habría vegetación y sin vegetación no habría animales. Es él quien, merced a la conservación de la energía, empuja las cataratas, hace rodar los ríos y los mares, fructificar el germen, andar nuestras máquinas de vapor...

Rosa admiraba aquel esfuerzo de la imaginación humana por explicarse los fenómenos cósmicos; pero interiormente no creía en aquellas razones científicas que se la antojaban oscuras. Hubiera preferido una explicación espiritualista, mientras más absurda mejor, de acuerdo con sus sentimientos religiosos. Por respeto y cariño a Baranda no se atrevía a contradecirle en nombre de su catolicismo. De modo que la Biblia -pensaba- ¿es una sarta de mitos? Porque en ella se dice lo contrario de lo que la ciencia afirma.

Plutarco, a pesar de sus aficiones astronómicas, apenas prestaba atención a la charla del médico. Iba preocupado con la extraña aparición de Alicia. -Tal vez -meditaba- nos la encontremos al llegar a casa y el doctor no está para emociones fuertes.

Aquellos días de reposo, de amena compañía y de aire puro le habían mejorado relativamente; pero no estaba bien. Los riñones le dolían y se fatigaba del menor esfuerzo. Sólo preguntándole lograban hacerle hablar. Por lo común permanecía silencioso y ensimismado.




ArribaAbajo- VIII -

El mar estaba agitadísimo aquella mañana de mediados de Septiembre. La resaca era muy fuerte. Al llegar a la orilla las olas chocaban unas contra otras rompiéndose en turbios espumarajos. El cadáver de una raya danzaba entre el oleaje y las hoyas rojas se sumergían y emergían, como enormes tomates, a capricho de los tumbos de la marea que subía invadiendo toda la playa hasta llegar a las casetas. Al descender, con una rapidez incontrastable, arremolinaba los guijarros, que sonaban como si les triturasen en una paila de aceite hirviendo. El cielo, oscuramente gris, estaba muy bajo.

El médico, arrebujado en su bufanda, con la gorra hasta las orejas y las manos en los bolsillos del gabán, gozaba con el espectáculo del mar que acariciaba a las rocas con efusiones de un amor salvaje. Una lluvia menuda y tenaz desdibujaba y entenebrecía los objetos.

Por las calles fangosas y malolientes del pueblo pasaban de prisa algunos bañistas con las capuchas de los impermeables caídas sobre los ojos. El viento levantaba irrespetuoso las faldas femeninas y volvía del revés los paraguas. Por las bocacalles que daban al mar pasaba zumbando con un cortejo de papeles y basuras. Una mancha blancuzca hormigueaba a lo lejos en la llanura brumosa. Era un rebaño de ovejas. Los árboles temblaban arqueándose como histéricos.

Junto al establecimiento de baños termales empezó a apiñarse, con avidez creciente, un grupo de bañistas envueltos en sus peignoirs.

-¿Qué ocurre? -preguntó Baranda acercándose al gentío.

-Una mujer que se muere -dijo uno-. Apenas entró en el mar empezó a dar voces pidiendo socorro.

-Pero ¿está muerta? -añadió acercándose más.

Uno de los bañeros alejó a Baranda alegando que hasta que no viniera el médico municipal nadie podía tocarla.

La mujer estaba tendida en el suelo, sobre una tabla, medio desnuda, con la cabeza cubierta con una toalla. Era muy blanca y robusta, grande, de largas y contorneadas piernas. ¿Quién era? Nadie lo sabía. Había venido sola y no tenía, al parecer, familia. Quién, decía que era alemana; quién, que era inglesa o rusa. No estaban mejor informados en el hotel donde se alojaba. Al cabo de una hora llegó el médico con dos soldados. La mujer había muerto. Es más: la habían sacado cadáver del agua. Envuelta en una sábana, al través de la cual se marcaba la cadera maciza, sobre una camilla, la llevaron, a las tres o cuatro horas, entre dos marineros, al camposanto. Iba sola, sola, al través de la llanura desierta, bajo la lluvia inclemente.

Rosa, conmovida, rompió a llorar.

-¡Pobre! -gemía-. ¡Pobre! -Y se quedó mirando con respeto supersticioso a aquella inconmensurable masa de agua, rugiente y crespa.

Cada cual comentó el hecho a su guisa.

-Debían esperar veinticuatro horas -objetaba uno-. ¿Y si resulta que está viva? -Y citó varios casos de muerte aparente, no sin horror de los circunstantes.

-Esa está muerta -contestó otro-, y bien muerta, por desgracia.

¡Triste destino! -sollozó una vieja-. Llegó anoche y al primer baño... Diríase que vino expresamente a ahogarse.

Y todos volvían los ojos hacia la inmensa llanura espumosa.

-Hoy es día muy peligroso para bañarse -observó un bañero-. La mar está muy picada y el oleaje es muy recio.

-¿Ha visto usted a mi hijo? -preguntó acongojada al bañero una señora de luto que venía del pueblo atraída por la noticia de la muerta.

-No -contestó el bañero.

-Le busco por todas partes y no le hallo.¿Le vio usted bañarse?

-Señora, no lo sé. ¿Sabe nadar?

-¡Oh, sí, muy bien!

-Pues si sabe nadar no tema usted, por más que la mar no está hoy para bromas. Vea, vea usted la resaca. Esta playa tiene el inconveniente de ser muy desigual, y cuando hay resaca se forman grandes hoyos en que cabe un hombre.

-¿Y el chico es grande o pequeño?

-De doce años -contestó la madre-. ¿No podrían echar un bote al agua en su busca? -añadió-. Tal vez la corriente se le ha llevado lejos. Le pago a usted lo que me pida.

Y el botero se echó al mar, en medio de aquella furia de olas, en busca del joven.

La señora, después de recorrer febricitante toda la playa y de haber abierto todas las cabinas y buscado en todos los rincones, se volvió al hotel con el alma en un puño.

-Yo no puedo hacer nada -decía nerviosamente el propietario del establecimiento-. Todo el mundo quiere hacer su voluntad. Por más que les aconsejo que no se bañen en días así, como si cantara. No es culpa mía si se ahogan. Por otra parte, los baños de mar no se deben tomar sin previo dictamen facultativo. Hay personas cardíacas e histéricas a quienes el agua fría produce un efecto mortal. Esa señora -la muerta- no debió bañarse. Ya ve usted, tenía un aneurisma. Yo lo lamento. Pero ¿tengo acaso la culpa?

Los boteros se cansaron inútilmente de dar vueltas y vueltas por la costa.

A las cinco de la tarde, cuando ya nadie se acordaba del joven, el oleaje arrojó sobre la playa un cadáver. Era el suyo. Allí mismo, sin pérdida de tiempo, le colocaron desnudo en una parihuela. Estaba pálido como la cera, con la boca y las narices llenas de una espuma azulosa y coagulada. Dos hombres, uno de cada lado, le subían y bajaban los brazos rígidos y glaciales, mientras el doctor le tiraba rítmicamente de la lengua con unas tenazas. Luego le frotaron con un guante cerdoso empapado en alcohol. En torno del cadáver se movía una muchedumbre afligida preguntándose por lo bajo si había esperanzas de salvarle. No, no había ninguna. Según Baranda, la muerte databa de algunas horas. Entretanto, en el hotel, la madre se retorcía sin consuelo, entre convulsiones y gritos.

¡Qué sincera compasión despertaba su dolor sin nombre en el alma de las otras mujeres! Porque el único sentimiento real y hondo, que no cambia, es el de la maternidad -pensaba Rosa.

De aquel cuadro lúgubre se desprendía una angustia indecible. Bajo un cielo de pizarra, en una atmósfera húmeda y fría, sobre la playa desierta que parecía una prolongación solidificada de aquel mar turbulento y sombrío, dormía para siempre un cuerpo joven, aún no manchado -a juzgar por lo suave y liso de su piel de virgen, sin una arruga- por las impurezas del amor carnal.

Aquella casi adolescencia muerta, antes de la virilidad, y muerta de un modo trágico, arrancaba silenciosas lágrimas a todos.

-Dichoso él -dijo Baranda-, que ha desaparecido sin esas dos agonías: la de ir envejeciendo y la de morirse poco a poco en una cama...




ArribaAbajo- IX -

Cuando el médico, de vuelta del campo, entró en su casa, Alicia no estaba; había salido. A la impresión de triste descoloramiento que le produjo la ciudad después de dos meses de comunión diaria con el mar y la llanura sin límites, se unió la que le produjo su casa silenciosa y fría como un sepulcro.

-La señora no está -le dijo la portera, ganosa de chismear-. Por lo común no come en casa y vuelve tarde.

-Durante mi ausencia ¿ha venido alguien a preguntar por mí?

-Que yo sepa, no. Sólo han venido los amigos de la señora -y por las señas que le dio supuso que eran los de siempre.

-Con quien más ha salido -prosiguió- es con esa señora polaca a quien llaman la marquesa.

-Sí, la marquesa de Kastof. Una tía.

La portera compartió la opinión del médico con una sonrisa.

-¿Se fijó usted si durante mi ausencia la señora hizo algún viaje?

-No lo sé, señor; pero creo que sí. A lo menos una noche no durmió en casa. ¿Quiere el señor que le haga un caldo o una taza de café? -añadió al oírle quejarse de fatiga.

-No. Sólo deseo echarme. Estoy cansado.

-¿No le ha hecho bien el mar al señor?

-Sí-contestó incrédulo.

Cuando la portera le pidió permiso para retirarse, el médico la puso en la mano dos luises.

-Gracias, señor, muchas gracias. Si en algo me necesita, no tiene más que llamarme. Estoy siempre en la portería.

-Oiga usted. ¿Qué dijo la señora cuando volvió del campo?

-¡Ah, señor! Que aquello era muy feo.

-Y de mí ¿no dijo nada?

-Tantas cosas ha dicho de usted otras veces que ya ni me acuerdo. Siempre habla mal de usted.

-Y ya usted sabe que yo no la niego nada.

-Sí, señor, lo sé. Es usted demasiado bueno. Todo el mundo lo dice.

-Bueno. Adiós.

Baranda entró en su gabinete. Todo estaba, al parecer, como lo había dejado, salvo el polvo que cubría los muebles y los libros. Con todo, al abrir una gaveta notó que varios sobres que dejó cerrados estaban rotos. Eran apuntes y notas personales sin importancia para nadie. Después advirtió la ausencia de las acuarelas de Gustavo Moreau, que tenía en el despacho. En la sala se fijó en que faltaban varios cuadros y un jarrón de porcelana con un pedestal de ónix.

-¿Quién se habrá atrevido a llevárselos? -se preguntaba paseándose con cierta inquietud.

En esto llegó Alicia acompañada de la marquesa.

-Buenas tardes -la dijo el médico.

Alicia, sin responderle, sin mirarle siquiera, se llevó a su amiga al saloncito.

A poco llegó Plutarco con un mozo de cuerda que traía el equipaje.

-¿Me quieres decir, Alicia, dónde están las acuarelas y los cuadros de la sala? -la interrogó en voz alta.

Alicia, sin contestarle, siguió hablando muy quedo con la marquesa.

Baranda, aproximándose, insistió:

-Que dónde están las acuarelas y los cuadros.

El mozo de cuerda dejó los baúles en el pasillo y se fue.

Exasperado el doctor por este silencio ofensivo, se atrevió a gritarla:

-Te pregunto que dónde están los cuadros...

-A mí ¿qué me cuentas? ¡Yo qué sé!

-¿Cómo que no sabes? ¿No has estado aquí durante mi ausencia? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Quién me ha robado los cuadros?

Plutarco contemplaba silencioso y pálido la escena. Alicia y la marquesa se miraban sin desplegar los labios.

-O me dices quién me ha robado los cuadros o ahora mismo doy parte a la policía y te hago llevar a la cárcel.

La marquesa se movía nerviosa en la silla con ganas de tomar la puerta.

El doctor hizo subir a la portera.

-¿Ha visto usted -la dijo- salir a alguien de aquí con unos cuadros?

La portera, después de mirar a Alicia con cierto embarazo, respondió con timidez:

-No, señor. A nadie.

-¡Rayos! -exclamó dando una patada- ¿Quién se ha llevado entonces los cuadros? ¿Quién?

Al ver que todos callaban, continuó dirigiéndose a la portera:

-¡Hable usted o llamo al comisario de policía!

-Hable usted -insistió Plutarco-, no tenga miedo. Hable.

-Yo soy quien va a hablar -dijo Alicia encarándose con el médico-. Y empiezo por decirte ¡que eres un canalla, un cínico! ¿Niega, niega que te has pasado todo este tiempo con Rosa?

-¿Ve usted, doctor, cómo era ella? -añadió Plutarco.

-¿Vio usted, doctor, cómo era ella? -repitió Alicia gangosamente burlándose de Plutarco-. Sí, era yo. ¿Y qué? Quería convencerme y me he convencido. En cuanto a los cuadros les he vendido porque necesitaba dinero. Ahora da parte a la Policía. Haz lo que quieras.

Baranda, arrojándose sobre ella colérico, la dio un puñetazo en la cara.

-Bien hecho -exclamó Plutarco-. Lástima que sea uno solo.

Alicia dio un grito y cayó desplomada.

-No, la culpa no es sólo de ella -dijo la portera, colocando a Alicia en el sofá-. Esa señora es quien la ha ayudado a vender los cuadros.

-¿Yo? -contestó la marquesa poniéndose lívida.

-Sí, usted.

-¡Fuera de aquí! -bufó el médico cogiéndola por un brazo y echándola a la calle- ¡Fuera de aquí, alcahueta indecente! ¡Fuera de aquí!

La marquesa tomó la puerta más que de prisa sin atreverse a replicar.

Alicia fingió un soponcio, suponiendo, sin duda, que con este ardid y la trompada todo acabaría. Comprendiendo lo vituperable de su conducta y temerosa esta vez de que el médico pudiera matarla, permaneció callada e inmóvil en el sofá.

-Me siento malo -dijo Baranda derribándose sobre una silla-. Quiero acostarme.

La cama no estaba hecha y el cuarto era un hielo. Mientras la portera la hacía, Plutarco encendió el chubesqui.

-Bien ha podido usted pasar la escoba aunque hubiera sido una vez -dijo Plutarco a la portera.

-La señora no me dijo nada...

-Se necesita una sirvienta. A ver si mañana mismo la trae usted. Y ahora haga usted una taza de caldo o caliente un vaso de leche. Si no la hay, corra por ella.

-Eso lo puedo yo hacer muy bien -dijo Alicia desperezándose como si despertase de un sueño.

Plutarco, mirándola con soberano desprecio, continuó arreglándolo todo. Él mismo ayudó al médico a desnudarse y, metiéndole en la cama, le arropó cuidadosamente. Luego se fue a cenar y volvió en seguida.

Baranda, temblando de frío, se quejaba de la cabeza y de agudos dolores lumbares. Durante la ausencia de Plutarco, Alicia se le apareció con un vaso de leche que el médico rehusó.

-De ti, nada, ni la gloria si existiese.

-Mejor -dijo ella algo corrida-. Después de todo, a ver cómo no revientas. ¡Lo que te habrás divertido con la otra! Ahora di que soy yo quien te ha puesto así.

El médico, después de reflexionar, convino con Plutarco en no volver sobre el asunto. ¿Qué lograba él con dar parte a la policía? Meter a Alicia en la cárcel y no recuperar los cuadros. Sería un escándalo mayúsculo que redundaría en perjuicio suyo.

-Cuando esté mejor ya veremos lo que se hace. Me siento muy mal y no tengo fuerzas para nada. A ver, tómeme el pulso. Creo que tengo fiebre.

-Sí, está usted febril -respondió Plutarco-. El disgusto.

En esto subió la portera con una carta.

-Ábrala usted, Plutarco -le dijo el médico.

Era una carta en que una de sus mejores clientas le acusaba indignada de haber revelado el secreto profesional. Sólo Alicia, a quien el médico había confiado privadamente -y no en son de chisme sino más bien de lástima-, que aquella señora padecía de la matriz, se lo podía haber contado.

-¿De quién es y qué dice la carta? -preguntó el médico al ver que Plutarco tardaba en darle cuenta de su contenido.

Plutarco, perplejo, no supo al pronto qué decir.

-¿Alguna mala noticia? -añadió Baranda impaciente.

-Mala precisamente, no.

La duda para el médico, dada su nerviosidad, era peor que la certidumbre.

-A ver, démela acá -prosiguió sacando un brazo de la cobertura.

Plutarco se la dio maquinalmente.

-Acérqueme la vela -añadió, y, frunciendo el entrecejo, con una mano a guisa de pantalla ante los ojos, se puso a leer. Incorporándose de pronto le dijo que llamase a Alicia.

-¿Conque has ido a contar a esa señora lo que yo te conté en secreto, eh?

-¿Yo?

-¡Sí, tú, tú, miserable!

Alicia trató de escabullirse; pero Plutarco la detuvo. Nunca había visto al médico tan nervioso y agresivo. El aire del mar le había irritado. Echándose de la cama la golpeó a su antojo.

-¡Canalla, canalla! ¡Estoy harto de ti, harto, harto!

-¡Cobarde, cobarde! -gritaba ella defendiéndose.

Baranda se desplomó sobre la cama lívido, desencajado, con la nariz afilada y los ojos radiantes de fiebre. Los dientes le castañeteaban y grandes cercos violáceos sombrearon sus párpados carnosos. Plutarco pasó la noche junto a él como una hermana de la Caridad, mientras Alicia, vestida, roncaba tirada en el canapé, con una botella de cognac, medio vacía, entre los brazos.

-Bebo para olvidar -decía.




ArribaAbajo- X -

A la noticia de la enfermedad de Baranda se llenó la casa de gente.

-Es el mal de Bright -dijo el médico que le asistía-. Vea usted los orines: son sanguinolentos. Vea usted la edema de la faz.

Plutarco convino en todo con su cofrade.

-Leche a pasto, aguas alcalinas -continuó el médico-; fricciones secas, e inhalaciones de oxígeno. Y reposo, mucho reposo. Nada de emociones fuertes. Si pudiera irse a un clima cálido y seco... le haría mucho bien.

-Doctor -le dijo aparte Plutarco-, ¿no podríamos trasladar al enfermo a una casa de salud? Porque lo que es aquí... -y le contó la triste historia de su vida doméstica.

-Eso lo veremos más adelante -contestó el médico tratando de zafar el cuerpo.

Luego agregó:

-Si los dolores lumbares persisten, le pondremos unas ventosas. ¿No tiene perturbaciones visuales y auditivas?

-Creo que no.

-Ya vendrán, ya vendrán -y tomando el sombrero se despidió del paciente y de su amigo.

Ya en la puerta, le recomendó que no dejase entrar a Alicia en la habitación.

-Hay que evitar toda emoción.

Entretanto en el saloncillo charlaba Alicia con sus amigas.

-¿Qué quieres, hija mía? -dijo a la Presidenta-. Se ha pasado dos meses de orgía con la otra. Está reventado.

-No hables así -respondió Nicasia-. Eres terrible.

-¡Defiéndele, defiéndele! Era lo único que me faltaba.

-Ni le defiendo ni le acuso. Me da lástima. Es un ser que sufre, y todo ser que sufre no puede menos de inspirarme simpatía.

-Tiene usted razón -arguyó con su natural hipocresía la Presidenta-; pero eso no impide que busquemos la causa del mal.

-Cualquiera creería que es usted médico -contestó riendo Nicasia.

-Poor man? -exclamó mistress Campbell.

-Sí, es muy digno de piedad; pero también esta infeliz... -añadió la Presidenta señalando a Alicia.

-Ahora todos se vuelven contra mí -dijo Alicia-. Sí, soy una infame que tiene la culpa de todo.

-¿Y qué tal ha pasado la noche? -preguntó don Olimpio fingiendo un interés que distaba mucho de sentir.

-Mal -respondió Alicia con indiferencia-. Es decir, creo que mal. Quien debe de saberlo es Plutarco.

-¡Qué amigo! -exclamó Nicasia.

-Sí, con su cuenta y razón -insinuó Alicia.

-Hija, no seas tan mal pensada. Él trabaja y se gana la vida.

-¡Psi! -silbó Alicia.

-Yo quisiera verle -dijo la inglesa-. Poor man, poor man! -y se dirigió al cuarto, sin más ni más.

-¿Cómo está, doctor? -le preguntó acercándose a la cama.

-Mal, muy mal, señora -contestó el médico con voz apagada.

-¡Ah! ¡Cuánto lo siento! ¿Qué puedo hacer por usted, dear?

-Nada, señora. Gracias.

La inglesa, acercándose hasta el lecho, se puso a arreglarle las sábanas, y después de acariciarle las barbas, le dio un beso en la frente.

Luego se le quedó mirando con ojos fijos y febriles.

Al entrar Plutarco en la alcoba le dijo:

-Ya usted sabe: si en algo puedo ser útil no tiene más que avisarme al hotel, rue Lord Byron.

Y le dio su tarjeta.

-Gracias, señora -respondió Plutarco.

Su altruismo de sojana se reveló en aquel momento. Seguía enamorada del médico; pero la compasión que le inspiraba era más fuerte que su amor.

Al salir de la alcoba, la Presidenta la preguntó con malicia:

-¿Y cómo va el enfermo? ¿Habló usted con él?

-Sigue lo mismo. ¡Pobre!

A poco llegó el diputado Grille, que manifestó vivo interés por el médico. Mientras departía con Plutarco, la inglesa contaba sus impresiones del verano. Había estado en Biarritz.

-¡Qué playa más hermosa! -decía-. Todas las mañanas íbamos a Bayona en bicicleta y muchas tardes a San Juan de Luz o San Sebastián, en automóvil. Por las noches, al Nouveau Casino. Aquello es muy alegre y divertido.

-Pues nosotras -dijo la Presidenta- hemos pasado un mes en Cabourg, que es una playa muy chic. Toda la colonia hispanoamericana estaba allí.

-También estuve en Fuenterrabía -continuó la inglesa-. ¡Oh, un pequeño paraíso de verdura! El verano que viene le pasaré allí. ¡Cuánta luz, cuánta ruina poética y melancólica!

-Pues, hija -dijo Alicia-, yo he pasado un verano muy agradable en París. Por las tardes al Bois, alguna que otra noche a los Embajadores o a Folies-Marigny, y después del almuerzo, a las tiendas. ¿Verdad, Nicasia?

-Te habrás asado de calor -dijo doña Tecla.

-Usted olvida que soy del trópico. A mí el calor me gusta. Es cuando vivo. El invierno me aflige y amilana.

La inglesa no sabía cómo quitarse de encima a Marco Aurelio cuyas continuas demandas de dinero la encocoraban. Fue un capricho senil que pasó pronto y del que se mostraba arrepentida. Mientras estuvo en Biarritz la escribió un centenar de cartas que empezaban con fingidas protestas de amor y acababan con súplicas pecuniarias. Entre bromas y veras la había sacado más de veinte mil francos. Un viaje al Cairo era el único medio de poner fin a aquella explotación.

Doña Tecla y don Olimpio, arruinados por la Presidenta, se preparaban a volverse a Ganga de un día a otro. Alicia se quedó medio dormida en una butaca. A cada rato, en los intervalos de su modorra, entraba en el comedor para atizarse un trago de cognac.

-En esta calle -observó la inglesa- hay mucho ruido.

-¡Oh, no me hable usted! -dijo Alicia desperezándose-. Tenemos la gare Saint-Lazare a dos pasos y el bureau de ómnibus en la esquina.

-Y el tranvía eléctrico que pasa por la puerta -añadió Nicasia.

-A ciertas horas -continuó Alicia -la calle parece un trueno.

-Tanto ruido tiene que hacerle daño al doctor -indicó Nicasia.

-También culpa mía -agregó Alicia con sarcasmo.

Después de tomar el té, todos se fueron, menos Nicasia que se quedó acompañando a Alicia. La Presidenta cuchicheó con ésta largo rato en la puerta, primero, y en el comedor, después. Mimí salía de la alcoba del enfermo. Después de estirarse, sacudirse las orejas y de dar una vuelta por la casa, con aire triste y decaído, se volvió junto al médico metiéndose bajo la cama.

La Presidenta, despidiéndose de Alicia, la dijo:

-No te descuides, no te descuides.

-¿Quieres que te sea franca, Alicia? Esa mujer no me gusta. Me parece hipócrita.

-¿Por qué, Nicasia?

-Siempre anda con secretos e insinuaciones. No te fíes.

-¡Fiarme! No me fío ni de mi sombra.

-No creas que te quiere. Recuerda cuando se le metía a tu marido por los ojos.

-A propósito. Voy a llevarle la leche.

Plutarco dormitaba en una butaca, rendido de fatiga. Baranda dormía profundamente.

-La leche -dijo Alicia despertándole.

El médico se volvió contra la pared.

-¡La leche! -repitió Alicia imperiosa.

-Déjele usted que duerma -contestó Plutarco.

Alicia, aproximándose a la cama, repitió más recio:

-¡La leche!

-¡Diantre con la mujer! -exclamó el médico irritado-. No la quiero. Déjame en paz.

-¡Ay, qué ordinario y qué mal agradecido! -y tirándole la leche con vaso y todo sobre la cama, salió furiosa.

Plutarco, reprimiéndose para no pegarla, recogió el vaso y secó las sábanas.

¡-Qué fiera, qué fiera! -exclamó el médico, revolviéndose en la cama-. No la deje usted entrar, Plutarco.

-Si se cuela como una sombra.

-Cada vez que entre, échela.

-Ya ves, Nicasia. No ha querido la leche. Luego dirá que soy una histérica que le amargo la vida. Yo misma se la he llevado.

-¡Ay, hija!, eres insoportable. Si no la quiere ahora, ya la tomará luego. No le violentes.

-Pero ¿en qué le violento? Si no se la hubiera llevado, habría dicho que le abandono. Vaya, que mi situación es deliciosa...

-¿Cómo quieres que te reciba después de lo que le has hecho? Permíteme que te diga que tu conducta para con él es muy reprensible.

-¿Y la suya? ¿Te parece bien que se haya pasado dos meses con la querida públicamente? ¿Eso no es reprensible?

-Sí, lo es. Pero tu deber es perdonar.

-Yo no perdono. No puedo.

-No hay nada más hermoso, nada más noble que el perdón. En la incertidumbre en que vivimos de poder juzgar a los demás -nadie sabe los móviles que nos impulsan a obrar- lo que aconseja la moral cristiana es el perdón.

-Déjame a mí de filosofías. ¡Cómo se conoce que eres viuda!

-Pero ¿acaso crees tú que yo no perdoné muchas veces? Por eso logré que me amasen. No se cazan moscas con vinagre. Si tú hubieses perdonado desde el primer día, estoy segura de que tu marido hubiera cambiado; pero ¿qué hiciste?

-Llorar mucho -contestó Alicia-. Me casé con muchas ilusiones, con mucho amor. Pero ¡ah! ¿Sabes tú lo que significa sorprender al hombre a quien se ama en brazos de otra? Eso es peor que la muerte. Es el terremoto moral. Si me hubiera sido fiel, le hubiera adorado. Tú lo has dicho: no podemos juzgar a los demás.

Después de una pausa continuó:

-Ya sé que él dice que soy una histérica. Los hombres lo arreglan todo con eso. Lo seré, no lo niego; pero la causa de mi locura no es sólo mi histerismo. Me dirás que nunca he carecido de nada, es cierto; pero una mujer como yo no se conforma con eso sólo. Yo necesito algo más, lo que necesitamos todas las mujeres: ¡cariño, respeto, estimación! Mi ignorancia no disculpa su proceder. Yo no he leído en los libros, pero he leído en la vida. Él morirá sin haberme conocido, aunque con la pretensión de haberme juzgado. Así son los hombres: ilusos y vanidosos.

Lo que hay es lo que hay -prosiguió tras un silencio-. Que se cansó muy pronto de mí. Y no le demos vueltas.

La lámpara arrojaba una luz tibia, discreta e insinuante que incitaba a las confidencias. En la casa reinaba un silencio interrumpido a intervalos desde fuera por el cascabeleo de los coches y las trompetas de los tranvías y los ómnibus.

-Y ahora te pregunto yo una cosa -continuó Alicia irguiéndose en la butaca-. Ese hombre, ¿no puede testar a favor de la otra y dejarme en la calle? ¡Y figúrate mi situación! Sobre cornuda... ¡Oh, no! -y se puso a pasearse febril-. ¡Y quieres que perdone! ¡Si yo pudiera decirte lo que siento! ¡Si yo pudiera comunicarte las ideas que pasan por este cerebro inculto y los estremecimientos de mi corazón!

Se sentó bruscamente, y apretándose las sienes con las manos se puso a mover la cabeza y los pies. Luego, levantándose y dejando caer los brazos, exclamó:

-¡Soy más desgraciada de lo que imaginas!

Nicasia no sabía qué responder. Estaba compungida.

Alicia continuó:

-La idea de que la otra se quede con todo lo mío me vuelve loca. ¿Qué quieres? Soy mujer de pasiones y la pasión es ciega. ¡Qué raro! Soy india -¿a qué negarlo?- y las indias suelen ser apáticas y sumisas. ¿Cómo te explicas tú eso?

-Los ingleses son flemáticos y yo he conocido algunos muy irritables. No se debe generalizar -contestó Nicasia.




ArribaAbajo- XI -

Pasaban los días y los días y el doctor no mejoraba. Alicia se oponía a que se le trasladase a una casa de salud, a pesar de las reiteradas instancias del médico que le asistía.

-Aquí no tiene aire ni quien le cuide como se debe -decía Plutarco- ¡Le está usted matando!

-¿Quién puede atenderle mejor que yo? -replicó Alicia-. No, de aquí no sale.

Plutarco se quedó atónito ante aquel cinismo inconsciente. No sólo no le atendía, sino que cada vez que entraba en el cuarto era para insultarle.

-¡Cuándo acabarás de reventar! -le decía.

Muchas veces, a media noche, cuando el enfermo dormía, se colocaba sigilosa, como un gato, en la alcoba y sé ponía a revolver el escritorio y a registrar las ropas del médico que colgaban de la percha. Si hallaba dinero, la vuelta de algún billete con que se pagó la botica, se le guardaba en el seno. La alcoba permanecía toda la noche tibiamente iluminada. Así se explica que Baranda hubiese podido sorprenderla una noche.

-¿Qué haces ahí? -la gritó.

-¡Ay, qué susto me has dado! -respondió-. Vine a saber si dormías.

-No, no duermo -agregó el médico con intención.

Otras noches roncaba vestida, durmiendo la mona, en el sofá de la sala. Plutarco se la acercaba quedo, muy quedo, silbando y entonces cesaba de roncar. A las cuatro o las cinco de la madrugada se despertaba de muy mal humor, y hablando consigo misma, medio en sueños, se desnudaba acostándose de una vez. A las siete ya estaba en pie dando vueltas por la casa.

-¡Por Dios! -exclamaba Plutarco en voz baja-. No haga usted ruido, que va a despertarle.

-Y a mí ¿qué me importa? -y continuaba yendo y viniendo del comedor a la cocina, no sin tropezar en el pasillo con algún mueble.

-¿Qué tal noche ha pasado? -preguntaba luego como podía preguntar qué hora era.

Plutarco, sin responderla, volvía en puntillas a la alcoba y cerraba suavemente la puerta.

Algunas noches, cuando Alicia, borracha, dormía, entraba Rosa, después de aguardar largo rato en el descanso de la escalera a que Plutarco la abriese. Pasaba una media hora junto al paciente y luego de besarle con infinita ternura, salía, casi sin pisar, resguardada por Plutarco que la acompañaba hasta la puerta. Rosa solía permanecer hasta dos horas en la escalera y al menor ruido bajaba precipitada y silenciosamente como un ladrón, temerosa de que Alicia pudiese sorprenderla. Peinaba al enfermo, le perfumaba la barba con un pulverizador que traía ella misma y le frotaba con un guante de cerdas los riñones. La presencia de aquella mujer tan dulce y cariñosa le levantaba el espíritu.

Plutarco, a la postre, no tuvo más remedio que poner en autos al comisario de policía y al juez de paz de lo que pasaba, y dos médicos certificaron que el paciente carecía de asistencia y que debía trasladársele a toda prisa a una casa de salud.

Alicia estaba con Nicasia y otras amigas en el saloncito. De pronto se oyó el rodar de un coche que entraba en el zaguán. Era la ambulancia. Dos hombres subieron una camilla que colocaron a la puerta del gabinete del médico. La sorpresa de Alicia fue tan honda que no supo qué decir. Se quedó estupefacta. Sacaron al paciente de la cama. Al mirar el cuadro del Greco, se le figuró una copia de aquella escena. Luego le colocaron en la camilla. Sus ojos tristes se pasearon dolorosamente por las paredes y los muebles; después se fijaron en Alicia, como si se despidiera de ella para siempre. Aquel adiós mudo, largo, de una melancolía penetrante, no pudo menos de enternecer a todos.

Alicia, reaccionando en aquel momento crítico, rompió a llorar gritando:

-¡Yo quiero darle un beso! ¡Quiero abrazarle por última vez! ¡Oh, yo le amo, yo le amo! ¡Nicasia, Nicasia, se lo llevan, se lo llevan! ¡Ya no volveré a verlo!

Se detuvo en la puerta de la escalera vigilando la camilla para echarse encima cuando fueran a sacarla. Plutarco, comprendiéndolo, la dijo de pronto:

-Alicia, se necesita un pañuelo.

Y aprovechando el momento en que entraba en su cuarto, bajaron al enfermo que echó una última mirada de angustia a su casa, a aquella casa donde tanto había padecido. Diríase el entierro de un vivo. Le metieron en el carro que partió hacia la casa de salud entre el bullicio de París que brillaba acariciado por la melodía rubicunda de un largo crepúsculo de otoño.

Cuando Alicia, al volver con el pañuelo, se dio cuenta de la añagaza, montó en cólera. Luego se introdujo en la alcoba y, echándose sobre la cama que aún conservaba el hueco caliente del enfermo, se deshizo en sollozos y lamentos.

-¡Se lo han llevado! ¡Se lo han llevado! ¡Ay, Nicasia! ¡Cuánto sufro! ¡Cuánto sufro! ¡Qué sola estoy! ¡Qué sola me han dejado! -Y sus lágrimas corrían abundantes y calientes.

-Si es por su bien, hija. Consuélate. Ya volverá -la decía Nicasia también compungida.

Entretanto el perrito se paseaba por la alcoba buscando con ojos llorosos y adoloridos al ausente.

La aflicción de Alicia era más de rabia que de verdadero pesar. Habían podido más que ella. Pasada la crisis, exclamó:

-Ahora mismo voy a ver al comisario de policía para decirle que se han llevado a mi marido sin mi consentimiento. La policía me dirá dónde está. Vaya que si me lo dirá. Nadie tiene derecho de secuestrarle. Yo le haré volver aquí. No puede ni debe tener mejor asistencia que la mía. Bien han podido decirme esos canallas adónde ha ido. Me han tratado como no se trata a nadie, a nadie. ¡Esto es infame! ¡Esto es inicuo! ¿Quién, sino Plutarco, puede ser el autor de todo esto? Y ahora Rosa estará con él. ¡No, no y no! Acompáñame, Nicasia.

Y salieron juntas a ver al comisario. Éste, que estaba al corriente de lo que ocurría, fingió no saber nada, pero prometió dar a Alicia las señas de la casa de salud.

Alicia, en su aturdimiento, se puso sobre la robe de chambre un gabán del médico y en la cabeza desgreñada, un sombrero rojo. Parecía una gitana vestida con el traje de una cantatriz de ópera de tres al cuarto.

Pasó la noche inquieta hablando, hablando sin cesar. Nicasia, muerta de sueño en una butaca, abría de cuando en cuando los ojos.

-Sí, sí -silabeaba maquinalmente.

-¿Por qué no viene alguien a decirme siquiera cómo ha llegado? -continuaba Alicia-. Es criminal abandonarme de esta manera. ¿Qué he hecho yo para eso, que he hecho yo?

A cada cláusula, se atizaba un trago de cognac.

-No te quepa duda, Nicasia; ese comisario es un sinvergüenza. Está en el ajo.

-Sí, sí -respondía Nicasia cabeceando.

Y hasta el amanecer estuvo paseándose Alicia por toda la casa, como un remordimiento hecho carne.




ArribaAbajo- XII -

La casa de salud estaba en Neuilly. A la entrada había un jardín plantado de acacias, pinos, castaños y sicomoros. En una gran muestra que daba sobre la calle se leía: Hydrothérapie médicale.

El doctor ocupaba un cuarto del segundo piso, con un balconcito, sobre el jardín, cubierto por una enredadera. De cuando en cuando se veía la cornette blanca de alguna hermana de la Caridad que subía con una taza de caldo.

Aquello, más que hospital, parecía por lo silencioso, pulquérrimo y apacible, una granja holandesa.

Contiguo al cuarto del enfermo estaba el de Rosa que no cesaba de prodigarle todo género de cuidados. Por la mañana le lavaba el cuerpo con agua tibia y alcohol de pino; luego le daba fricciones secas en ambos lados de las vértebras, le atusaba la barba y, si hacía sol, le sacaba al balcón en una silla.

El paciente iba poco a poco reponiéndose.

-Ya verá usted, compañero -le decía el médico de la casa de salud- cómo dentro de unas semanas puede usted volver a su clínica. Las inhalaciones de oxígeno le harán mucho bien.

-Yo lo creo -agregaba Rosa.

Baranda sonreía tristemente, con fingida credulidad.

Era un mes de Octubre primaveral que anunciaba un invierno benigno. El doctor se entretenía algunas mañanas en dar de comer en la mano a los gorriones que acudían en bandadas al balcón. Las hembritas, abriendo las alas y el pico, pedían piando a los machos que las nutriesen. Y los machos, metiéndolas el pico hasta el esófago, las atiborraban de migas de pan.

Estos idilios ornitológicos le causaban una melancolía indecible, una envidia taciturna. Pero Rosa ¿no estaba junto a él mimándole? Echaba de menos a Alicia. Sus nervios, habituados a la gresca diaria, sentían la nostalgia del dolor moral. Se explicaba que el hombre se adaptase a todo, la esclavitud inclusive, y que echase de menos el grillo y las rejas, una vez en libertad. El esclavo no se subleva por sí solo; necesita del hombre imperioso que le sacuda comunicándole un impulso artificial. ¡Cuántos pueblos, a raíz de salir de la servidumbre, suspiran por el tirano!

Plutarco se encargó de la clientela de Baranda.

La visitaba en sus domicilios, porque en casa del médico no se atrevía a poner los pies.

Un día se apareció Alicia, sin más ni más, en la casa de salud, reclamando a su marido. Al entrar en su cuarto advirtió varias prendas de mujer colgadas de la percha.

-¿Creías que esto iba a durar siempre? -le dijo al enfermo que se puso a temblar aterrado en su presencia-. Ahora mismo te vuelves a casa. Ahora mismo. ¿Conque Rosa vive contigo, eh? Ahora comprendo por qué insistías tanto en querer salir de casa. No, no era la falta de aire ni de asistencia. ¡Era que querías estar con esa sinvergüenza!

Rosa, encerrada con llave en su habitación, oía todo esto con el alma en un hilo, conteniendo a duras penas la respiración.

-¿Qué quiere usted que hagamos? -decía a Plutarco el director del establecimiento-. Es su mujer legítima y yo no puedo oponerme a su pretensión. Y crea usted que lo deploro.

-Pero es que esta vuelta al domicilio conyugal significa la muerte del enfermo -exclamaba Plutarco.

-¡Ah! ¿qué quiere usted? La ley está con ella -replicaba el director de la casa de salud-. Yo no puedo oponerme. Además, un escándalo me perjudicaría muchísimo.

-Sí, yo soy su mujer legítima. Esa mujer que ha estado aquí con él durante mi ausencia es su querida -replicaba Alicia con imperio.

Baranda, desfallecido, derrumbado, como el presidiario a quien, después de una penosa evasión, echan otra vez el guante, no hablaba; de sus ojos agonizantes salía un largo quejido, más desgarrador que si hubiera salido de su boca.

Y volvieron a meterle en la camilla, y de la camilla al carro, y del carro a su alcoba, y todo aquel fúnebre trajín se le antojó como un aprendizaje sepulcral. Aquel hombre vivo sabía experimentalmente lo que era morirse. Como suena, sin metáfora.

Al llegar a casa, Mimí salió a recibirle con una alegría inmensa. Mientras estuvo ausente no salió una sola vez de bajo de la cama, no comió y se pasaba las noches aullando.

Baranda sentía tal cansancio que no sabía dónde poner los brazos y las piernas. Si hubiera podido se los hubiera quitado como anhela uno quitarse las botas después de una caminata. En los riñones, sobre todo, el dolor era insufrible. Sentía como el peso de una hernia. La voz era débil, descolorida, sorda. Diríase que salía de una laringe de algodón y que se difundía por unas paredes de paja.




ArribaAbajo- XIII -

Baranda se negaba a tomar alimentos, no por que fuesen malos -Alicia le compraba aposta huevos de diez céntimos y leche aguanosa-, sino por lo que él decía a Plutarco:

-¿Para qué seguir viviendo? La vida es una adaptación del individuo al medio. Desde el punto en que el ambiente nos es hostil, la vida se hace imposible. Para mí (lo digo sin pizca de lirismo) no hay más solución que la muerte. Es más, no la temo. La idea de seguir viviendo con Alicia me da horror.

Y se quedaba absorto como delante de un gran peligro.

-Por mucho que prometiese enmendarse ¡lo ha prometido tantas veces! todo seguiría igual o peor. El pretexto es Rosa. Si no hubiera Rosas habría... cardos. Creo poco en los motivos. Si así fuera, todo el mundo obraría en igualdad de circunstancias lo mismo. ¿Por qué un banquero que quiebra se suicida y otro huye? ¿Por qué una mujer caída se encenaga y otra lucha por rehabilitarse? ¿Por qué yo no me he matado? El motivo no tiene la pujanza suficiente para hacernos obrar en oposición con nuestro carácter, para cambiar nuestra substancia.

En esto entró Alicia en la alcoba, en aquella alcoba en que se respiraba una atmósfera caliente de ácido úrico.

-¿Vas a tomar o no la leche? -le dijo con tono autoritario.

-Te he dicho que no. Si Rosa estuviera aquí, la tomaría.

-Pues te morirás en ayunas, porque lo que es esa tía no pone los pies aquí. ¡No faltaba más! ¡Cuidado que se necesita tupé...! ¿Qué te parece, Nicasia, lo que me propone ese tipo? ¿Qué harías en mi caso?

-Yo accedería. Ese hombre ya no es hombre. Es un cadáver. ¿Qué peligro puede haber?

-Lo que es peligro... ¡Pero no me da la gana! ¿No quiere tomar la leche? ¡Que no la tome!

Un día en que Alicia estaba ausente, Baranda se levantó y, apoyándose en Plutarco, bajó las escaleras. No podía tenerse en pie. Las piernas le flaqueaban. Entre Plutarco y el cochero le ayudaron a entrar en el fiacre que le condujo a casa de Rosa, en la rue Mogador.

-Doctor, el día está muy crudo. Abríguese bien -le recomendó Plutarco, temeroso de que pudiera constiparse.

-Pierda cuidado -respondió el médico sacando la cabeza por la ventanilla.

Allí en casa de la querida, permaneció hasta el oscurecer. Rosa, al verle, no pudo disimular su asombro y su miedo.

-¡Oh! ¿Por qué has venido? -le dijo besándole.

-Porque no podía estar sin verte.

-Oh, mon coeur adoré! -añadió Rosa abrazándole con intensa ternura.

Le dio la mejor leche, los mejores huevos; le mimó con exquisita delicadeza y le besó en los ojos, en la frente, en las manos.

-¡Estoy muy malo! -suspiró-. Ya me quedan pocos días. Me siento como una persona medio viva y medio muerta que viviese en un semiletargo y a quien los objetos aparecen nebulosos y las gentes espectrales. Cuando me hablan me figuro que me hablan desde muy lejos, desde muy lejos...

Rosa lloró a mares.

-¡Oh, no, no puede ser! -sollozaba.

-Aquí te traigo esto -la dijo sacando del bolsillo un sobre cerrado-. Son diez mil francos. Siento no poder darte más. ¡Has sido tan buena conmigo! ¡Te estoy tan agradecido!

Rosa se le echo encima y le estrechó, deshecha en lágrimas, entre sus brazos.

Desde su vuelta de los trópicos, el médico la había ido dando sumas parecidas que ella depositaba en la caja de ahorros. Pasaban de ochenta mil francos.

-Puedes emplear tu dinero -la dijo- en un seguro vitalicio. Es lo mejor, puesto que no tienes hijos. ¡Oh, con qué gusto me quedaría aquí! -exclamó luego echándose en la cama.

Rosa, haciendo de tripas corazón, bromeó con él un rato. Después recordaron el buen tiempo estudiantil, su grenier del barrio latino y lloraron juntos sobre el cadáver del pasado. Hablaban de sí mismos como de personas desaparecidas para siempre, intentando vanamente galvanizar aquellas memorias pulverizadas por el tiempo...

La despedida fue conmovedora. Ella le besó la cabeza, la boca, los ojos, el cuello, las manos, la ropa. La depresión de las acciones vitales era en él tan profunda, que apenas se dio cuenta de aquella explosión de cariño y de tristeza de su querida. Estaba como idiota.

Casi a gatas, y ayudado por el cochero, logró llegar hasta el primer piso en que vivía, deteniéndose, cadavérico y asmático, a cada cuatro escalones. Alicia no había regresado. De modo que no supo lo de la salida. Plutarco le aguardaba en la alcoba.

-Doctor, ha cometido usted una imprudencia. Ya se ha acatarrado usted -le dijo paternalmente al oírle estornudar.

-Sí, me siento muy mal. Tengo calentura -y daba diente con diente.

Se llamó al médico a toda prisa.

-Es la «grippe» -dijo-. Dada la debilidad general del paciente, esto puede complicarse.

Baranda había enflaquecido tanto que desaparecía bajo las sábanas como un niño. Los cabellos y la barba eran casi de nieve y la nariz y la frente parecían de marfil. Se le hincharon los párpados y las piernas y la cabeza le dolía como si le escarbasen los sesos. Se vio obligado a pasar muchas noches en una butaca porque no podía permanecer tendido.

Hubo junta de médicos.

-Se muere -opinaron.

Uno de ellos, llamando aparte a Plutarco, añadió:

-Si no ha hecho sus últimas disposiciones, que las haga en seguida.

Alicia, al oír estas palabras, le preguntó a Plutarco con ansiedad:

-¿Ha testado?

-Sí, hace tiempo. Y la deja a usted todos sus bienes -respondió Plutarco con desprecio.

-Usted ¿cómo lo sabe? -replicó Alicia con creciente nerviosidad.

Plutarco entró en el gabinete, abrió una gaveta y sacando un papel (la minuta del testamento) se la mostró a Alicia.

-Vea usted. La deja a usted todo lo que hay en la casa y un seguro de vida de cien mil francos.

-¿Nada más? ¡Valiente cosa! Y a usted; ¿no le deja nada?

-Sí, la biblioteca y los instrumentos de cirugía. Vea usted.

-¿Y A Rosa?

-No la mienta.

-¡Qué extraño! Se lo habrá dado en efectivo.

Luego añadió bruscamente:

-Déme acá ese papel. Nicasia, léeme esto.

-¡Si creerá que la engaño!...

Nicasia confirmó las palabras de Plutarco.

-Yo -añadió éste- no la hubiera dejado un céntimo. Porque ¡cuidado si ha sido usted infame!

-Ya ves, hija. ¡Lo que te has atormentado y lo que le has hecho padecer! -la dijo Nicasia.

-No, si no era por eso -repuso Alicia.

Baranda, con voz muy débil, clamaba por Rosa.

-¡Quiero verla! ¡Quiero verla! ¡Que me la traigan, que me la traigan!

Alicia dudó un momento. Después, volviéndose a Plutarco, le dijo:

-Que venga.

La casa se llenó de gente. La Presidenta preguntó:

-¿Se ha confesado?

-No -respondió Alicia.

-¡Y tú le dejas morir así! -exclamó doña Tecla casi furiosa, saliendo de su letargia habitual, con asombro de los presentes.

-Hay que llamar a un sacerdote. Al de la capilla española, que es amigo y confesor mío -agregó la Presidenta-. Ahora mismo voy por él -y salió en su busca.

Plutarco, desde el pasillo, oyó todo el diálogo.

La noche se arrastraba lenta y triste. En la alcoba sólo se oía el tic-tac del reloj, la tos de Baranda y los ronquidos de Mimí. Cada vez que Alicia se encontraba a Rosa en el pasillo, camino de la cocina, la insultaba.

-¡Canalla, ramera, franchuta! -la gritaba con ademán airado. Rosa palidecía, pero no contestaba.

-¿Y es esa la pájara que tanto te ha hecho sufrir? -preguntó doña Tecla.

-No vale nada -agregó don Olimpio.

Plutarco recibió al cura, que no tardó en llegar.

-Señor -le dijo- el doctor Baranda no es católico.

-Será entonces judío -contestó con viveza el clérigo, que era catalán.

-No, señor; no es judío.

-Será librepensador -prosiguió el cura con cierta sorna, pero sin desistir de su propósito.

Plutarco se le plantó delante.

-El doctor no cree en curas -le dijo seca y enérgicamente.

-¿En qué cree entonces ese hombre?-insistió dirigiéndose a la alcoba.

Plutarco, cogiéndole por el brazo, se le impuso:

-Usted toma la puerta en el acto.

Y el cura, furioso, bajó las escaleras acompañado de la Presidenta, que insistía en que se quedara.

-Pero usted no ha consultado al enfermo-dijo a Plutarco con mal disimulada ira.

-Sí, hay que consultarle -recalcó doña Tecla.

-¿Usted también, vieja idiota? -exclamó Plutarco fuera de sí-. A ver, largo de aquí todo el mundo. ¡Largo!

-¡Eh, poco a poco, mi señor don Plutarco!

Intervino Marco Aurelio encarándose con él.

-Usted también, ¡largo de aquí! ¡Fuera!

-¡Le mandaré a usted mis padrinos!

-¡Sus padrinos! Y yo no les recibo. Yo no doy la alternativa de hombre de honor a un granuja que vive del juego y de las cocotas, a un granuja cuya madre es una prostituta que robó en las tiendas de Nueva York y que no estuvo presa gracias a un hermano suyo -otro bandido- que sacó la cara por ella.

Marco Aurelio se puso lívido.

-¡Fuera de aquí, hato de sinvergüenzas y chismosos!

Plutarco hablaba con tal imperio, tenía la expresión facial tan dura y amenazante, que nadie se atrevió a replicarle.

-No, Nicasia, quédese usted. Es usted la única persona decente que entra en esta casa. ¡Y éstas son las que hacen las reputaciones!

-¡Uf, qué genio! -exclamaba doña Tecla encaminándose a la puerta.

-Un loco -añadía don Olimpio tomando el sombrero.

-Ya le mandaré mis testigos -repetía Marco Aurelio, tomando las de Villadiego, con cierta cobarde altanería de gallo que huye. La Presidenta echaba espuma por la boca.

Sólo se quedaron Alicia y Nicasia.

En el silencio de la noche no se oía sino el toser del enfermo y el pitar lejano de las locomotoras de la gare Saint-Lazare.

Nicasia se acostó en la cama de Alicia, y Alicia, más borracha que nunca, se quedó dormida en el sofá.

A eso de las cuatro de la madrugada, Rosa, no pudiendo soportar el calor alcalino de la alcoba, salió al pasillo a respirar un poco. En esto despertó Alicia, y dirigiéndose a ella, la colmó en voz baja de improperios.

-¿Qué hace usted aquí? ¡Lárguese! Intrusa, esta es mi casa.

Como Rosa no la contestase, prosiguió:

-¿Me quiere usted decir qué porquerías le hace usted a ese hombre para haberle embaucado así? Por eso y sólo por eso la ha preferido a usted, ¡sucia!

Rosa la empujó suavemente para evitar que la tocase con las manos en los ojos. Entonces Alicia, sin poder refrenarse, la dio un puñetazo en la cara.

Rosa dio un grito.

En el umbral de la puerta apareció un espectro en una larga camisa de dormir, los pies en el suelo, con la barba y los cabellos blancos, que abriendo los brazos crecía como una aparición. Sus ojos brillaban con brillo siniestro.

-¿Qué la has hecho, qué la has hecho, malvada? -gritó con voz fuerte y sonora.

Luego se desplomó exánime.

Al ruido acudieron Nicasia, medio desnuda, y Plutarco.

Rosa llorando exclamó:

-¡Le ha matado, le ha matado!

-¡Canalla! -rugió Plutarco propinando a Alicia un soberano empellón.

Le levantaron del suelo y le acostaron en la cama. Estaba muerto.




ArribaAbajo- XIV -

Mientras el cadáver, bajo la bruma glacial de un día de Noviembre, atravesaba, camino del Père Lachaise, los bulevares exteriores -pobres, sucios y fangosos como grandes calles de provincia-, Alicia y Nicasia, a la luz de una lámpara de petróleo, revolvían los cajones del despacho del difunto. En el fondo de uno de ellos encontraron viejos retratos suyos.

-Así era cuando le conocí -suspiró Alicia-. Así era -y se quedó pensativa mirándole.

-¿Sabes que huele a podrido? -exclamó Nicasia volviendo la cabeza-. ¿Qué será?

Era el cadáver del perrito que yacía bajo la cama.

-Tenía más corazón que tú -observó Nicasia con supersticiosa tristeza.

-No me digas eso -contestó Alicia-. Así era cuando le conocí en Ganga -continuó sin apartar los ojos del cartón-. Si él padeció, yo también he padecido. Créeme. No me olvido de mis noches sin sueño, cuando él me dejaba sola, solita en alma en esta casa vacía y silenciosa. Y mientras él estaba con la querida, yo me pasaba las horas enteras llorando, llorando. ¡Ah, cómo le quería entonces! El fue toda su vida un hipócrita, un libertino. Ya sé que a mí me acusan -tú, la primera- de haber sido con él interesada y dura. Me volví egoísta desde el día en que supe que se gastaba el dinero con la otra. ¿Iba yo a economizar sabiéndolo? Buena tonta hubiera sido. Los celos me exasperaron y el desdén con que me trataba me volvió loca. Pero ¿a quién puedo yo explicarle lo que pasaba por mí? Yo misma no acertaría a explicarlo. Sólo sé que sufría y que en mi despecho, una rabia intensa me empujaba a torturarle, a la vez que me torturaba a mí misma. Era un placer doloroso parecido al que debe de sentir el asceta cuando se martiriza.

-Te comprendo, te comprendo -la interrumpió Nicasia.

Siguieron registrando las gavetas.

-¿Qué habrá en este cofrecito? -se preguntó Alicia-. Le he tenido varias veces en mis manos y no he podido abrirle. A ver si con estas pinzas... -y se puso a forcejear hasta que hizo saltar la cerradura. Eran cartas, amarillentas y borrosas. En el fondo, bajo los paquetes, encontraron una fotografía.

-¿Quién será ésta? -dijo Alicia.

Luego, volviendo el retrato, añadió:

-Tiene dedicatoria. A ver, lee, Nicasia.

-«A mi...» -y se quedó suspensa.

-Sigue, sigue -continuó Alicia con ansiedad.

-«A mi adorado tormento».

Nicasia y Alicia se miraron estupefactas.

-A ver la firma -insistió metiendo las narices en la cartulina y leyendo imaginariamente con el deseo.

-«Tu Julia. Santo 18...»

Alicia, después de forzar largo rato la memoria exclamó, dándose una palmada en la frente:

-¡Ya sé! Esa es la primera novia que tuvo. Mira, ese es su busto. ¡Oh, cuántas veces me habló de ella! ¡Era tan pura, tan inocente, «un lirio del valle», como él decía! A ver, léeme las cartas.

Nicasia deshizo uno de los paquetes cuidados mente atados con una cinta, pajiza por el tiempo.

Leyó primero para sí. Alicia seguía con los ojos la lectura, devorada por la impaciencia y la curiosidad. Nicasia, al terminarla, se quedó mirando a Alicia con lástima.

-¿Qué dice? ¡A ver! -añadió ésta frunciendo las cejas, con los ojos secos y ardientes.

-Pues, hija, que no veo la pureza. Aquí se habla de «la deliciosa noche de amor que pasé entre tus brazos» y de «tus caricias de fuego»...

-¡Ah, miserable! ¡Ah, grandísimo hipócrita! ¡Y me la pintaba como una virgen pura! ¡Si no hay una sola mujer honrada! ¡Si no hay un solo hombre que no sea un canalla!

Y rompió a llorar desesperada. Luego, revolcándose en aquella cama donde tantas veces habían gozado juntos, rugió de ira, de amor, de celos, de impotencia. Y maldijo la hora en que le conoció y bendijo la hora de su muerte.

Después, irguiéndose, desgreñada, con los ojos como dos carbunclos, exclamó:

-¡Canalla, canalla! ¡Ha hecho bien en morirse!

Por último, se quedó interrogando, con los ojos fijos, el busto de Julia, aquel busto de mármol que la miraba, a su vez, fijamente, con sus ojos fríos y muertos...




Arriba- XV -

Grille, el diputado por la Martinica, pronunció, subido a una tribuna, el elogio fúnebre de Baranda, mientras el cadáver de éste se quemaba en el gran four crématoire, según disposición testamentaria.

-«Si su vida fue un martirio a fuego lento -decía el orador-, a fuego lento también se derrite su cadáver».

El cortejo se diseminó por las avenidas de la inmensa necrópolis, en cuyo seno yacen tres millones de muertos y sobre cuya superficie se levantan más de ochenta mil monumentos.

¡Cuántos rincones ignorados! ¡Cuánto sepulcro roto por entre las grietas de cuyas lápidas crece viciosamente la ortiga! Con dificultad podían descifrarse sus nombres que tal vez corrieron un día de boca en boca. Sobre muchos caían a manta las hojas secas formando una alfombra pajiza. De las lápidas de algunos aún colgaban fragmentos de coronas y ramos de flores marchitas.

No lejos del horno, cuyas ingentes chimeneas recuerdan las de una fábrica, está el cementerio musulmán, especie de mezquita fortificada. Entre la yerba sobresalen algunas piedras tumulares, sin inscripciones, salpicadas de guijarros y de tiestos rotos.

-Entre los mahometanos se estila arrojar piedras, en prueba de piedad, sobre las tumbas de los amigos -observó Grille.

-Es preferible que nos las arrojen en muerte que no en vida -contestó Plutarco.

En ciertas avenidas, en que se amontonaban los ladrillos y la mezcla, jardineros y albañiles escardaban y limpiaban el cementerio sumido en una bruma melancólica. En un rincón dos sepultureros cavaban una fosa. Luego bajaron un sarcófago, grande y pesado, cubriéndole de tierra que, al caer sobre la tapa, resonaba como un tambor de palo. Alrededor de la hoya lloraban unas mujeres.

-El Père-Lachaise -dijo Plutarco- no invita a morirse. Hay cementerios simpáticos y risueños que convidan a la meditación y al nirvana. Este, no.

De las excavaciones salía una humedad palúdica apestosa. A cada paso encontraban el sepulcro de alguna celebridad: el de Balzac, el de Casimiro Delavigne, el de Gerardo de Nerval, el de Michelet, Delacroix y otros.

-Sólo por evocar estas sombras augustas se puede venir aquí -dijo solemnemente Grille.

Plutarco iba leyendo al azar los epígrafes mortuorios, muchos de los cuales le movían a risa por lo pedantescos. De pronto se detuvo ante un monumento medio en ruinas y del todo abandonado. El orín ha roído la verja que le circuye y el musgo cubre la lápida.

-¿Quién será éste?-preguntó.

Grille, inclinándose, leyó: Barrás.

Andando a la ventura tropezaron con el mausoleo de Abelardo y Eloísa.

-¡Aún hay amor! -exclamó Grille-. Vea usted cómo está eso de violetas, de lilas y rosas.

Volvieron al four crématoire, en torno del cual se extienden dos grandes galerías sin puertas, llenas de lápidas y retratos.

Allí, en féretros liliputienses, se guarda a los incinerados. Acababan de depositar las cenizas de Eustaquio Baranda en su nicho. Junto a él una mujer de luto colocaba piadosamente, deshecha en lágrimas, un ramo de violetas. Era Rosa.

En el fondo de la avenida principal yergue un monumento: «Souvenirs aux morts de Bartholomé». Desde allí contempló Plutarco la muerte del sol. París, abajo, se envolvía en una bruma de oro que densificaba poco a poco el humo ceniciento de las chimeneas. Allá, muy lejos, se esbozaban la Columna de Julio y el Panteón. La mancha negra de los cipreses inmóviles, que orillan la salida del camposanto, contrastaba con el claror lechoso del cielo en el cenit.

Al bajar, camino de la gran puerta, se detuvo ante un hormiguero femenino que rodeaba un sepulcro, regándole de flores. Sobre un busto joven caía el ramaje de un sauce. En la lápida delantera se leen unos versos que empiezan:

«Mes chers amis quand je mourrai...»

En la lápida de detrás, otros que comienzan:

«Rappelle-toi lorsque la nuit pensive...»

Plutarco, perdiéndose entre la muchedumbre que se atropellaba a la salida, pensó con infinita tristeza:

-¡Pobre! Ahora sí que descansa.

París, Septiembre y Diciembre 1902