Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —242→     —243→  

ArribaAbajoEn un solo pie

No, no, qué va, no me da el menor reparo. Ya estoy muy acostumbradillo, ea. Vaya si lo estoy. Además, esto de contar la vida de uno es así como el papeleo de las comisarías, o del asilo, o de las peticiones en cualquier oficina... Te escuchan, te escriben en unos papeluchos muy grandes, casillero va, casillero viene, y, luego, al cajón. Y aquí paz y después gloria. Así que, por una vez más... ¿Por dónde quiere que empiece? Todo lo que me ha pasado a mí ha sido muy parecido. Una verdadera calamidad. No he tenido suerte alguna, ya se ve. Ahí tiene: De chiquillo, pasé todas las enfermedades posibles, tantas que ya ni me hacían caso. Vivo de milagro, según oí contar, porque, a ver, yo ni me acuerdo de eso. Se conoce que yo tengo buena encarnadura, porque salía adelante, y, ya ve, no había penicilinas ni mandangas de ésas. Luego, con esta historia del pie mal hecho, usted ya me entiende, con el mote me bastaba, cojitranco para aquí, cojitranco para allá, y yo tan pancho. Agradecido encima. La gente en nuestro pueblo es muy cariñosa, ni qué decir tiene. Hasta piedras me tiraban los chicos para verme dar saltos, cuando   —244→   salían de la escuela, o los zagalones cuando acudían al pilar con las mulas, a la tardecita. Así creían divertir y enamorar a las muchachas del pueblo, que se reían a más y mejor cuando lograban darme, o si me caía al intentar esquivar las peladillas. Yo siempre pensé que la guerra me ayudaría a salir adelante, tantos cambios como hubo, tanto fregado como se armó. Pero, quiá... tuvimos que dejar el pueblo, que se hundió del todo, usted me dirá, vengan bombas y más bombas, que, la verdad, no entiendo por qué tantas bombas, si bastó con la primera, figúrese, casas de barro, cercas de pedruscos, cuevas, en fin, un pueblo, lo que se dice un pueblo. Sólo quedó parte de la iglesia, la que habían hecho los moros, era natural. No le voy a decir lo que se quedó por allí, que salimos con lo puesto, a medio vestir. Nadie pensaba entonces en tirarme piedras, muertos de miedo, ansiosos por cargar con alguna cosa del ajuar... Yo fui donde me llevaron, a ver, la de siempre. ¡Cojitranco, arrea! ¡Estos tullidos! ¡Cualquiera hace algo con estos lisiados! Y así, y así, y así. Me devolvieron pronto, que, donde estábamos, se armó otra de no te menees. De algo me valdría estar en Francia, digo yo. El viajar educa, según dicen. Y, guerra por guerra, está claro que en casa se pasa mejor. Pero, sí, sí. Al llegar, la que pasa, yo venía de «los otros». Siempre ya esa murga de «los otros». Me hablaron de depurarme, que yo creía que iba a ser una operación para enderezarme el pie, pero fue solamente andar arriba y abajo con avales, recomendaciones, lástimas, amenazas, en fin, caramba, qué le voy a contar, ya todo está tan lejos. Salí de aquello con el pie peor que estaba, algún accidente que otro, caídas, patadas, hambre, y ya me quedó el brazo en perpetua defensa, a la espera de los tortazos que se veían venir, qué le vamos a hacer. Por fin, y a falta de cosa mejor y como   —245→   nadie lo pedía, me hicieron cartero del pueblo aquel donde fui a parar, que no le digo el nombre por si las moscas, que a lo mejor anda por ahí un energúmeno de ésos que me pide responsabilidades por haber sido algo sin carrera, sin méritos de guerra y, de propina, cojo. Tuve que hacer unos ejercicios, escribir un dictado, conocer algo del mapa de España, que, oiga, que no es difícil ni nada, con la de pueblos que hay... Pero es bonito, yo me he pasado muchos domingos mirando el mapa, y pasando el dedo por los ríos y por los montes, y hasta guardo ahora los folletos esos que dan en el turismo, eso es, se viaja así muy bien, sin equipaje, sin horarios, viendo solamente lo que se quiere ver... Pero me estoy alejando del propósito, yo soy muy distraído, usted perdone. Vivía en casa de la tía Blasa, viuda del sacristán, vieja gordinflona y gruñona, que no me daba apenas de comer, y abría todas las cartas que caían en sus manos, lo cual que nos costó algún que otro disgustillo. Pero yo estaba ya feliz, tenía mi camita limpia, un balcón a la calleja del Verdugo, con geranios y todo, y un mapa en el hule de la mesa, sobre el brasero. Yo me sentaba siempre junto al Estrecho de Gibraltar, que es una cosa así, con agua por aquí y por allí, y Tarifa aquí. Se estaba bien allí, y aprendí solito la regla de tres, que el maestro nunca me la enseñó. Decía: Este marmolillo, con ese pinrel, no aprenderá ni a sumar, a ver, si es un canguro, talmente un canguro, y me destinaba a llenar los tinteros, o a borrar la pizarra, o a recoger las judías de su huerta, y a regarle los tiestos a la señora maestra, una gallega atravesada, que enseñaba las pantorras a los chicos mayores, a escondidillas, en el recreo... También allí empecé a leer algo de la conquista de América, mientras la tía Blasa roncaba sobre la mesa, América, América, por dónde caerá eso, cuando, ya usted lo sabe, todo marchaba tan bien y fue cuando se   —246→   rompió la presa del pantano. Oiga, la que se armó. La tía Blasa apareció cuatro o cinco días después, hinchada, yo fui a reconocer el cadáver, estaba cerca de la Mora, la vaca grandota, también hinchada, también rebozada de barro y porquería, figúrese... Pobre tía Blasa, ya no me abrirá las cartas, pensaba yo. Y el que se quedó sin cartas fui yo, natural, todo nuevo, pueblo nuevo, gente nueva, presa nueva, cartero nuevo, todo brillante, seguramente que ya hay otra tía Blasa más joven, eso sí, y con transistor y con butano, no faltaba más. Y yo a empezar de nuevo. Ganas me dieron de quedarme en el barro, con los muertos, dejar allí que mi cojera se curara definitivamente, pero que si quieres arroz, Catalina. Otra vez a empezar. Me coloqué, me lo aconsejaron, yo nunca he tenido arranque para hacer nada por mí, como recadero, cosario que le dicen, ¿me entiende? Siempre es bueno hacer algo, la gente me nota menos la avería, ya no se es el Cojo, sino el Mandadero, o lo que sea. Me fue bien, ya ve usted, quién lo diría. En aquellos años faltaba de todo, hambre, guerras, calamidades, y la gente mandaba bultos con comida, embutidos, frutas. Venga bártulos, banastas, orzas con longanizas... Que si los mozos que estaban en el servicio militar, que si los del otro lado de la frontera, que si los presentes a los señorones de la ciudad para que ayudaran en tal o cual asuntillo. Yo me defendía bien, y hasta me casé. La Pruden era una chica guapetona, con mucha espetera y de familia no mala. Ahora, pasado todo, ni veo las bromas de la gente a costa de mi pie fallido y de la afición al baile que tenía la Pruden. Quizá era una afición excesiva, pero tenía derecho a disfrutar, a ver si no. ¿Que era siempre con el chorlito aquel meapilas del Quintín, el hijo del boticario? ¿Y qué? Pues sí que estamos buenos. Como si los demás fueran de pastaflora. Todo iba bien, le digo, hasta que un día la Pruden   —247→   malparió, llegamos tarde al hospital, nevaba mucho y no encontramos quien nos llevara, nadie quiso echarme una mano y, lo que pasa, todavía hay que dar gracias a Dios y a medio mundo, si serán hijos de su madre. Pero no fue eso lo peor. Con razón se canta aquello de Bien vengas, mal, si vienes solo... Primavera asomando, ya había hojas tiernas en los castaños, la casa se nos quemó... Todita. Yo no creo que fuese verdad aquel chisme de que lo hizo aposta el dueño para sacar el seguro, o qué sé yo... Ardió todo, ya sabe usted, lo trajeron los periódicos, casitas con entramado de zarzo, una hoguera infernal. Nuestra cama, la habíamos comprado a tocateja en la Puebla, y los cacharros de loza, y los de plástico, que ya empezaba entonces a haber de eso, y las latas con clavellinas y albahacas, y el retrato de boda, y el dechado con las letras que la Pruden había hecho en el cole cuando chica, y un mantón de flecos regalo del Quintín del... Bueno, no debo decir palabrotas, no está bien. Aparte de que el fulano fue a ver a la Pruden al hospital un par de veces antes de que se muriera, se ve que era afectuoso, lo cual que no sé a qué iba, porque la Pruden estaba hecha una pena a fuerza de vendajes, pomadas, quejidos, sangres, medio calva, las cejas ardidas... Cosa mala, se lo aseguro. Palmó, no le digo más. Y aquí me tiene usted otra vez solo, al aire que sople, y viudo.

Fue un golpe que para qué, estará usted de acuerdo. El fuego tiene eso, que no hay quien pueda con él y mata deprisita. Me harté de la compasión de todos. Ya me dolían los ¡Pobre cojo! Tan solito. Si al menos hubiesen tenido un hijo. Si le hubiera quedado al menos la cocina... La gente es buena, ya se lo he dicho antes. Qué ralea. Me convertí otra vez en el cojo más ruin y más cojo que ha habido en toda la cojería, y sin que nadie me diese un chavo, vaya por Dios, eso sí que no, no fuese que lo tirase o me echase   —248→   a perder con las monedas. Con lo que cuesta ahorrar, ¿no verdad, usted? Y una mañana tempranito, sin que nadie me viera, había dormido en el establo de los bomberos, me largué. Ni miré para atrás, no valía la pena. Y sin lloriqueos, ¿sabe?, yo soy un hombre fuerte. Paré en Barcelona, no puedo explicarle cómo. Anduve muchos días, y vi por el camino madurar las uvas, y la vendimia, que me dio algunas perras trabajando en ayuditas, y vi el desnudarse de las cepas, y alcancé el primer frío. Se echa de ver que tardé bastante, pero... Con mi cojera a rastras. Me coloqué de albañil y guarda en una obra. Por ahí hacen muchas casas, ya sabe usted, tanto extranjero. Al poco tiempo todo se me arreglaba. Otra vez una cama, unos cajones, el sotanillo de la obra... Tan guapo todo, tan poca cosa, algunos turistas venían a verme, y me sacaban fotografías, y hablaban de la España no sé cómo, y traían otras cosas, y cachivaches para retratarme, cosas que luego se volvían a llevar, una vez un borrico con muchos arreos, otra una chaquetilla torera, otro día unas conchas de peregrino, o una virgen de Fátima. Mi madre, qué tíos, lo que habrán hecho después. Yo pensaba que así, quieto, muy puestecito en la foto, por lo menos no se me notaba la cojera, y a lo mejor lo hacían por eso. Estos extranjeros son muy caritativos. Bueno, que yo iba tirandillo. Hasta el día del papelucho, unos pliegos que cayeron como del cielo. Los estaba leyendo cuando llegaron los civiles. No, no me haga repetirlo, ¿para qué? A empujones, sin oírme, y en chirona una buena temporadita. A ver, yo era de otro sitio, a lo mejor yo había pegado fuego a la casita, fíjese qué ideas, y, por si era poco, yo era de «los otros», y cojo, eso es, cojo, y qué sé yo cuántas maldades más. Cuando salí, todavía no me han dicho por qué, es decir, casi por la misma razón con que me enchiqueraron, ya se había terminado la obra, una casa muy bonita, de muchos   —249→   pisos, seguramente tiene calefacción y todas esas garambainas que dicen los anuncios de los periódicos. Pero de mi sotanillo, ni sombra. Habían tirado a la basura mi cama, mi colchón de muelles, mi baúl, el escapulario de la Virgen de Gracia, recuerdo de la Pruden, que yo había colgado de un clavo, en la pared. Me regañaron mucho los encargados, y el listero no digamos, por haberme ido sin avisar, abandonando el trabajo. Me alejé de allí en seguidita, yo debía de estar muy puerco, quizá con demasiada barba, y por allí andaban unas gentes muy aseaditas, bien vestidas, que no me miraban tranquilas, y temí que dieran otra vez en retratarme. Se explicará usted que me lanzara de nuevo a la carretera, y que yo mismo, los brazos en cruz, pidiese a la pareja, cada vez que la topaba, que me registrase, y que les recitase de prisa mis datos personales, sin ocultar nada por si acaso... Perdóneme, pero esta tos... Bah, qué más da. Dentro de poco, todo se habrá resuelto, ya lo verá, ya. Sí, ahora trabajo como jardinero en esta casa, y bajo al pueblo todas las mañanas a comprar lo que hace falta, el pan, la leche, el Ya, el ABC, y traigo encarguitos para los refugiados, que si unos celtas, o el champú para el pelo, o unas pastillas Valda, o plantillas o gomas para los callos, en fin, lo que me piden, que nunca son mirlos blancos, qué va, aquí todos somos unos pobres traspellados. Me sobra tiempo por las tardes, mucho, puedo observarme a gusto cómo el pie se me ha ido estropeando cada vez más hasta ser una piltrafa, cualquier día me lo arranco de un tirón y le hago un entierro de tres capas, vaya si se lo hago, y tendrán que buscarse un nuevo jardinero, y ya sé, lo estoy viendo, lo desentierro de mi memoria, lo estoy viendo, le digo, en esas tardes que me sobran, cómo se levantará ése nuevo todas las mañanas a correr la manga poco a poco, y arrancar las zarzas que han crecido aquí y   —250→   allá traídas por el viento, y quitar las hojas secas, y sudar con la segadora del césped, que está medio derrengada, y andar de aquí para allá con cuidado de no romperle las flores a la madre Adela, que le va en ello el postre y la televisión de la cena, y le veo bajar, a lo mejor hasta cojea, por el atajo a buscar la leche y los huevos, y el diurético para don Segis el administrador, y los días trece devuelve la imagen de la visita, y me sonrío porque sé muy bien qué le preguntará la Guardia Civil a la entrada de las eras, y hago cola con los turistas que sacan fotos a los españoles andrajosos, sí, hombre, sí, por ahí, por los sotanillos de las obras, y puedo entrar y salir de la trena sin necesidad de avales ni declaraciones, ni de los consejos, tan bondadosos y útiles, del señor juez, y, sin quemarme, bien fresquito, veo el eterno fuego de la Pruden, y algunas veces juego a las canicas con el crío que se nos malogró, que de buena se libró, no me diga usted, y de nuevo hago idas y venidas con paquetes para los que están en el cuartel, o para los que se han marchado lejos, allá ellos, en buena se han metido, y hago retroceder a su hueco el agua toda de la presa rota, y pongo en orden todo lo que había, las cabañas, los cortinales, el callejón del Verdugo con sus tiestos, el bar del pueblo, la cómoda con las camisas, la mesa con el Guadalquivir y el Estrecho, y le doy a la tía Blasa muchas cartas para que se entere de todo y lo chismorree, a ver, ella era feliz con eso, total, qué importancia tiene, y me burlo de todos los que me llamaban cojitranco y de las piedras que me tiraron, solamente con eso, con verlos, con suponer cómo estarán ahora, quizá muertos, o aburridos, simplemente eso: aburridos. Para que vea usted: lo que no sé es cómo rehacer el pueblo, devolverle su aire de antes de las bombas, será mejor así, digo yo. En fin, todo se deshace en una interminable tarde de domingo, tan rica, ¿usted no   —251→   ha visto cómo es de buena la tarde del domingo, sentadito en casa solo, viendo esa luz amarilla de las cinco, de las seis, mientras va bajando el frío? Y sin prisas... ¿No lo ha notado? Claro, usted tiene letras, y la gente de letras no se da cuenta de nada, perdóneme usted, suelen ser algo memos, mejorando lo presente, ni siquiera notan eso, que es, o puede ser, domingo por la tarde, vaya usted a saber cómo, pero es domingo, y no tengo que andar reculando, miedoso, ni tengo que levantar el brazo, para defenderme de esas amenazas que no sé, tan duras... Ay, Señor, si fuera verdad, todos allí, calentitos, en ese sol de las cinco... Si usted viene algún día, por favor, tráigame un buen mapa de España, a ver cómo van las cosas por aquí...



  —252→     —253→  

ArribaAbajoVeracidad, veracidad

Ah, tanto tiempo leyéndole, admirándole. En mí tiene usted un hincha completísimo. Le cito a usted en casi todos mis artículos, y en la bibliografía de todos mis libros, que, como de seguro usted ya sabe, son numerosos, y algunos de ellos premiados, hombre, claro, y con premios muy sustanciosos, no se crea. Yo escribo constantemente. A mí, eso de escribir, pues que como las propias rosas. Ya de chiquitín, llegaban las visitas a casa, y: Doña Victoria, usted tan entendida ¿ha visto cómo redacta Fernandito? Anda, Fernandito, rico, échale a doña Victoria la poesía esa que has escrito el jueves pasado. Y yo, muy serio, los pies muy juntos, así, con el pecho hacia afuera, carraspeaba, y: «Cual la nieve pura, Cual la nieve blanca, Cual la nieve fría, y, al fin y al cabo, cual la nieve, agua». Eran unas veladas cultísimas, ¡ay, tiempos idos! Doña Victoria, doña Sofía, doña Remedios, doña Lupita, y a veces también don Adoración, profesor de Geología, me elogiaban a gritos, me pasaban la mano por la cabeza, siempre se maravillaban de mis dos remolinos, y me daban diez, quince o veinte céntimos para que echara sólidos fundamentos a mi biblioteca.   —254→   Eran gente rumbosa, preocupada, verdaderos mecenas. Tengo su fotografía en mi despacho de la Biblioteca Municipal, un bonito grupo, en Roma, con motivo del entierro de un cardenal español, paisano de doña Remedios, o sea, que era del mismo pueblo, por ahí, por Jaén. Admiro esa foto martes, jueves y sábados de 16,45 a 17. Si hay invitados, leemos un poema alusivo. No, como el de antes no, hombre, qué ocurrencias. Me he ido depurando, naturalmente. Ahora, menos brillante en la forma, soy más sesudo en el contenido, ¿estamos?: «Oh, lares de mi niñez / Que no tenéis parangón, / Si me visteis cabezón, / Me curasteis la endeblez». ¿Los conocía? Están publicados en la Nouvelle Revue Française, número extraordinario de homenaje a no me acuerdo quién. ¡Esta memoria! Los dieron en primera página, ande. Y es que yo, no es por alabarme, que no parece sea aceptable, potable, sino que, en fin, que es la verdad. Yo, ¿sabe?, yo soy historiador muy acreditado. Y veraz. Por encima de todo, veraz. Yo, la verdad, y nada más que la verdad. A ver, si no. Yo he descubierto datos valiosísimos que han trocado totalmente el conocimiento de la evolución humana. Así, como suena: Lo de arriba, abajo. Figúrese, siempre se había pensado que Tamorlán, después de sus disgustos matrimoniales, ¿eh?... Ya, ya veo que está usted enterado. Pues no, para que vea, mis cavilaciones, publicadas en versión íntegra en Alemania, demuestran claramente que las grandes empresas del referido emperador fueron después de su viudez. Es un dato que solamente mi preocupación por la exactitud más exacta, ¿eh?... Pues ese trabajo, ya ve usted lo que son las cosas, aquí, casi nadie lo conoce. Lo que se dice nadie. Y es que la tarea callada, de investigación profunda, entre nosotros, nada. Qué va, hombre, qué va, no se cotiza, qué me va usted a contar. Pero yo, yo sigo trabajando, laborando, investigando.   —255→   Yo soy muy empeñoso. Yo sé quién soy. Yo estoy condecorado. ¿Ve usted este lacito de la solapa? Pues del Gobierno francés. A mí en Francia me estiman muchísimo. Yo soy correspondiente de varias corporaciones científicas, todas con uniforme y protocolo especial, aprobados por el Superior Gobierno de la Nación. Ah, ¿conoce usted al profesor Palissy? Es un gran amigo mío, estudiamos juntos. Para mí es un honor haber coincidido en esos años de la juventud con tan ilustre maestro y reconocido sabio. La juventud, amigo mío, la juventud. Es lo que tiene, que no existen prejuicios, y, a ver, andas con vete a ver quién. Aunque en este caso, repito, la compañía de tan ilustre sabio... Bien es verdad que a veces desbarra, es algo tozudo, o sea, vamos, algo melón. Sus trabajos sobre las primeras expediciones de Juana de Arco son notoriamente exagerados en sus conclusiones. Y yo soy muy partidario de la veracidad. Todo el mundo lo sabe. Yo, la veracidad. Aunque se trate de Juana de Arco, la veracidad. Por cierto, ya ve usted, yo pude demostrar que Juana de Arco no era de Arco, sino de un pueblo de al ladito, algo más a la derecha. El profesor Palissy no ha tenido en cuenta mi descubrimiento, lo que no me explico, yo le mandé separata y, además, en el programa de mano de la feria de setiembre en Arco, costeado por el comercio local de ultramarinos y espartería, reprodujeron mis conclusiones, con mi fotografía. Tamaño carnet, hombre, las páginas no daban para uno al natural, habría sido un gasto superfluo de papel, una lamentable concesión a la sociedad de consumo. Ese profesor Palissy es un pedante de... Trabaja por dinero, cuestión verdaderamente anticientífica. ¡Bah! En el infierno, además de leerle sus libros en alta voz, le condenarán a contar ininterrumpidamente sus ganancias, y quizá a mí me destinen a soplarle el montón de billetes cuando los tenga ordenados para que   —256→   tenga que volver a contarlos, y así una vez y otra, y otra... Es que me parto, solamente de pensarlo. Y que agradezca que, gracias a mis buenas relaciones con la Intendencia General de Castigos, no le harán efectuar recuentos en calderilla, algo es algo. En fin, le digo que el tal profesorcito no podía ignorar mi modesta pero severa aportación a tal enigma histórico. Debo advertirle que mi fotografía no es muy buena. Se nota enseguidita que los procedimientos de reproducción gráfica están bastante atrasados en esa región normanda. Y eso si no es sabotaje, vaya usted a saber, porque hay cada tipo por ahí... En fin, esto lo demuestro plenamente en mi ensayo sobre la sicología colectiva (si usted lo prefiere puede decir psicología, con p y mayúscula, a mí eso me importa un pito, yo soy muy liberal), aparecido en Roma el pasado diciembre. Yo publico mucho, pero en el extranjero. Eso da mucho prestigio: Ya ve, Roma, París, Callosa de Ensarriá. Bueno, esto de Callosa... Ya sé, ya, hombre, quite usted allá, si lo sabré yo, lo que pasa es que la editorial está financiada por gentes de Orán, y, a ver, usted me entiende. ¿Usted no conoce al ilustre novelista Sánchez, natural de Sevillejilla? Estoy preparando un análisis de sus producciones. Por cierto que el autor me ha prometido no volver a escribir nada hasta que yo termine mi interpretación de su mundo y su visión del hombre. Se trata de un escritor amable y muy comprometido. Seguramente mi libro será premiado, ya veremos. Y del Ministerio correspondiente recibiré una medalla y un diploma a dos colores. Son muy elocuentes estos diplomas. Si tiene interés en conocer gentes interesantes, deberá usted asistir al banquete que, sin duda, mis amigos, discípulos y colaboradores me están preparando ya. No me gustará que sea masivo. En esos restoranes de Cuatro Caminos, son muy grandes, la voz retumba muchísimo y mi discurso se echará a perder,   —257→   apenas podré demostrar mi emoción en la palabra. Yo necesito un ambiente y un local acogedores, con buenas condiciones acústicas, y con algunas flores en la mesa. Yo siempre suelo hacer una comparación entre las flores de la mesa y las damas presentes. Me salen fetén, y sé cuatro o cinco variantes. Eso emociona mucho, las señoras suspiran, piden autógrafos... Bueno que si suspiran, le digo que un huracán, un verdadero tifón. Yo tengo ya escrito el discurso, incluso con un soneto de catorce versos. Ni uno más ni uno menos. Estoy preocupado con la presidencia, ya sabe usted, las gentes, las prelaciones, en fin, la presidencia, qué le voy a contar. Siempre hay que variar las primeras palabras, según sean los asistentes, y eso hace desmerecer el tono total eurítmico de mis párrafos. Porque yo soy muy mirado en eso de los párrafos, no me gusta que acaben mal, ni que se descabale la economía acústicotemporalpersuasiva de mis oraciones. ¿Usted no conoce ninguna? Pues tengo muchas publicadas, y me consta que en la Escuela Internacional de Declamación se ponen como ejemplo. Mis discursos conmemorativos, especialmente los de los cincuentenarios, se han hecho famosos por su eficacia. ¡Si yo le contara! ¿Recuerda usted el cuarto centenario de la disolución del Imperio Turco? Gracias a mi intervención, se celebra el día otomano en los grandes comercios de Madrid, y por una iniciativa expuesta en mi discurso de clausura, todos los aviones nacionales vuelan con el morro orientado hacia La Meca durante cinco minutos, de doce veinticinco a doce treinta, lunes, miércoles y viernes. ¿Qué le parece a usted? Esto se llama confraternizar, y lo demás son cuentos. ¿O se creía usted que la amistad hispanoárabe era una filfa? Sí, sí. Le dispenso a usted del largo repertorio de medallas, grandes cruces, babuchas, collares, honores, etc., que tal iniciativa me ha deparado. No, no, no me felicite, no se moleste,   —258→   muchas gracias, no tiene importancia. Yo, la verdad, esas cosas... Se las pone mi mujer cuando va a la peluquería, o a ver los desfiles de la Semana Santa, de la Fiesta de la Raza, o del Diez y ocho de julio... Con todo eso colocadito, la dejan siempre en primera fila. Y en la peluquería no espera turno. ¿Fama? ¡Hombre, qué cosas! Yo vengo citado en el Espasa. Por cierto, la fotografía de esta enciclopedia no está mal. Es la de la recepción de mi doctorado honoris causa en la Universidad de Aquisgrán, o de Aix la Chapelle, o de Aachen, que de las tres maneras puede y debe decirse. Es el doctorado consecuencia de mis numerosas publicaciones sobre Carlomagno, sus amantes y sus debilidades y alifafes, que tenía los suyos, vaya si los tenía, qué barbaridad, qué tío, no sé cómo no la diñó antes, siempre con febrícula, con eczemas, con si es no es sarna. Yo he demostrado que era arcillista, y así pudo durar tanto, a ver, la arcilla es radiactiva y, aunque se la traían de la más acreditada entre los pueblos paganos, tal terapéutica no está en conflicto con el catolicismo ni con ninguna otra variante cristiana. Así que... Ya me contará usted, menudo descubrimiento, ¿no le parece? Bueno, pues aquí me tiene usted, doctor honoris causa, la verdad, es que yo, aparte de mi natural, reconocida y muy acreditada modestia, no suelo hablar nunca de este doctorado. Tengo otros varios más. Y no hablo, primero: Porque Carlomagno no se portó con nosotros muy bien que digamos, y la patria es la patria. Y segundo: porque eso de ser doctor por un poblachón reviejo que se llama de tres maneras... A mí me gustan las cosas sencillas, y eso es muy complicado y propenso a errores. Mientras que si usted logra tal reconocimiento y honores por Getafe, donde yo tengo una casita de recreo con noria y melocotoneros, y alguna chumbera aclimatada, pues que no tiene pérdida. Getafe es eso: Getafe. Ni siquiera   —259→   hay Alto o Bajo, o de Arriba o de Enmedio, como suele haber otros tantos pueblos confusos y faltos de personalidad. Y es que la veracidad, amigo mío, la veracidad... Donde esté la veracidad... Yo por la veracidad daría la vida gustosísimo, siempre es un alto honor dar la vida por algo. Opino que usted podría ya estar dándola, ya que no es usted doctor honoris causa ni cosa parecida, ¿estamos? ¿Usted no ha dado nunca su vida por algo? Hombre, ¡qué no se diga! El heroísmo es cualidad que se sigue cotizando como si tal cosa. Es verdad que las nuevas técnicas, el nuevo desarrollo han tirado a la basura muchos viejos conceptos, o sea, vamos, la desmitificación, o sea, eso. Pero el heroísmo... Viriato, Guzmán el Bueno, Agustina de Aragón... ¿Eh, qué tal? Pues, ¿y el Conde Duque? ¿Y don Manuel Godoy? ¿No siente usted una bola así, en la garganta? ¿Ni carne de gallina? ¿Tampoco? ¡Anda, mi madre, el tío este, qué friuras! Hay que ser admirador de nuestros grandes héroes. Yo lo soy mucho. Simpáticos, piadosos, puntuales. No me diga usted. La emoción asoma la oreja en cuanto uno se acuerda de los puntales de la Humanidad, entre los cuales figuran los venerables antepasados que acabo de citar (En cursiva, naturalmente). Yo, todos los domingos por la tarde, durante un par de horas, reúno a mis nietos y no me opongo a que vengan también sus amiguitos de juegos, los siento como Dios me da a entender sobre la alfombra del salón, porque yo tengo un salón, a ver, casa moderna, y digo salón, no livinggg, como mis cuñadas, que son unas cursis de las narices, y unas antipáticas, y, como le voy diciendo, le explico a la chiquillería la Reconquista, la expulsión de los judíos, la guerra de la Independencia, la Cruzada última. ¿Qué dice usted de merendar? Que se conformen con las explicaciones. A la hora de merendar, cada cual se va a su casa, qué diablos. Pues   —260→   sí que está barata la comida. ¡Y que no tienen hambre los zagales ni nada! Ya basta con el alimento espiritual, ¿no cree? Aparte de que yo no tengo escrúpulos y acepto al chico del portero y al del zapatero, y al del fontanero, y hasta a Luisito el del guardia, que está tullido de polio, ahí es nada. Los chicos suelen estar muy atentos. Solamente Lucita, la mayor de todos, se obstina en confundir torpemente la batalla de Bailén con la Invencible. Debo decir que Lucita es hija de un pastor protestante. Tendré que comprarle un manual de bachillerato, a ver qué pasa. Probablemente es un mero desajuste de generaciones. A ver, si no, qué otra cosa puede ser. Pero hay que estar preparado para extinguir esos brotes de rebeldía y dispersión de valores, fuente de innumerables males. Yo, como siempre, ante todo, la veracidad. La veracidad y nada más que la veracidad. Soy particularmente enemigo de los castigos corporales, pero reconozco que ante los valores patrios maltratados hay que tomar posiciones. El caso de Lucita, hija de un pastor protestante, debe ser resuelto con la máxima energía y decisión, porque si no... Precisamente, pienso estudiar con todo cuidado la reacción de Lucita ante los castigos, pues preparo un volumen de quinientas páginas (no cuento índice de nombres y lugares), con numerosos grabados, bibliografía y estadística, sobre la educación, los alcances y los fallos de la vieja pedagogía, y las deformaciones físicas y espirituales que pueden nacer por un mal enseñamiento de la historia nacional... ¿Qué tiene usted que decir del enseñamiento? Yo digo lo que quiero, ¿sabe? Además, que ensañamiento es otra cosa, vamos, digo yo. Yo, cuando yo, como le digo, yo... Pues que yo... Yo estoy preocupado con el renombre de mis colegas e imitadores, ya ve, usted, a pesar de que su trabajo es notoriamente inferior al mío, y de que está usted muy por debajo de mí en el escalafón, le cito en la   —261→   bibliografía y, siempre que puedo, en nota de pie de página, a ver, hay que hacer algo por la gloria ajena, sacar del olvido a los talentos de segunda fila, tantos como hay por ahí, qué caramba. En ese aspecto yo soy muy desprendido. De siempre. Ya ve usted, en la Enciclopedia Británica, se me han dedicado dos columnas, con selección de títulos y enumeración de reseñas y condecoraciones. Ya creo haberle dicho que yo tengo condecoraciones de varios gobiernos, de los legales y de los otros, quizá más de los otros, pero, en fin, ya sabe usted, el mundo no para de dar vueltas. Pues, para que se entere, cuando hicieron ese artículo en la metrópoli londinense, acaeció el descalabro de mi primo Carlos, un gilí de mucho cuidado, que no aprobó sus oposiciones a diplomático. Había que ayudarle, ¿no le parece? Pues mandé su foto a Inglaterra, y ahí le tiene usted, en la Enciclopedia, con mi nombre debajo. Eso se llama hacer un favor, y es que yo he sido siempre muy desprendido. Es una pena, una verdadera pena que esté algo bizco y sin afeitar. Yo no, hombre de Dios, ¡Carlitos! Pero parece que eso a los ingleses no les preocupa mucho. Además, con ese aire suciote no se le nota lo sarasa. En fin... se trata de una publicación de claro matiz imperialista, y no es pecado engañarla un poco, a ver, los nuevos tiempos. Claro que la veracidad... la veracidad... Cada cual tiene sus manías ¿no cree?, y total, ese libro aquí no lo ve nadie, qué van a leer, si aquí, bueno, aquí... Con decirle a usted que ahora voy a escribir teatro, que, por lo menos, qué caramba, por lo menos, lo miran... Ya procuraré citarle a usted, de alguna manera, sus desvelos, sus rabietas, sus heroísmos, su muerte, algo, en fin, algo que no le moleste.. No olvide que yo siempre estoy admirándole, leyéndole, vaya si lo estoy.



  —262→     —263→  

ArribaAbajoA soñar se ha dicho

Yo suelo tener pesadillas, pesadillas o lo que sea, que sobre eso habría mucho que hablar. Porque, por ejemplo, usted mismo alguna vez sueña, ¿no? Y no pasa nada. Lo más seguro es que no recuerde luego ni golpe. O todo lo más algún detalle. Pero es que a mí, ¡hombre, lo que a mí me pasa! Sueño que yo tengo, algo que se tritura, palabra. Quiero decir que pasa algo de lo que yo he soñado. ¿Me entiende? Sí. Le digo que ya hasta tengo miedo de acostarme, porque si entra la racha, no veo más que tragedias por todas partes. ¿Que si he tenido alguno de signo bueno, o sea, vamos, feliz? Claro, pues no faltaba más, pero ¡han sido tan pocos! Aparte de que lo que es feliz para unos, es un desastre de no te menees para otros. Si lo sabré yo. Sí, sí, usted ríase, ríase, que ya vendrá el tío Paco con la rebaja. Pero es la pura verdad. ¿Se acuerda usted del hundimiento del Bismarck? Pues esa noche yo estuve, en sueños, ¿eh?, no amolemos, toda la noche dando vueltas con la cucharilla a una tacita de té. En el centro había, pues ya sabe usted, ese hoyito que se forma al dar vueltas deprisa, una mosca, eso es, había una mosca. Y esa mosca,   —264→   pues que tardaba en hundirse. Hasta que yo, empujándola, ¡zas!, la metí en el fondo. Al meterla, hubo así como una explosión. Me desperté. Y en ese momento, la radio Montevideo, que no se oyó jamás en mi aparato, y que no la he vuelto a coger nunca, daba grandes alaridos: «¡Hemos hundido al Bismarck! ¡Hemos hundido al Bismarck!» Se echa de ver enseguidita que ese tío era anglófilo, o espía, a ver, ese entusiasmo. Cualquiera diría que era él, y no yo, el que había mandado la mosca al agua, vamos, al té. Ésa fue una de las primeras veces que yo arranqué una revelación a mis sueños. Quizá por esa razón, de peso sin duda, no está del todo claro y hace falta exégesis. ¿Que no sabe usted qué es exégesis? Pues, hijo mío, está bien claro. Exégesis es eso, aclarar lo que no está muy claro, o sea, vamos, como si le llevaran a usted a la escuela para enterarse de las cosas de la escuela, las ecuaciones, los fonemas, la ley electoral, la industria corchotaponera. Oiga, sin ánimo de molestar, me está pareciendo que usted, ¿eh?, o sea, vamos, que usted no carbura mucho, ¿no? A ver si jugamos todos o rompemos la baraja, porque si no... En fin... Una relación entre el sueño y la realidad requiere su cultura, no vaya usted a creer. No es cosa para un bachiller cualquiera, y menos de los de ahora, gente sin experiencia y deformada profesionalmente por la televisión. Yo no tuve más remedio que irme haciendo sobre la marcha, no tenía más solución, ea, qué había de tener. ¿Se acuerda usted de los terremotos aquellos del Perú? Yo soñé durante seis jueves seguidos con Paulita, Inesita y Lupita, las tres desgracias del piso de arriba, que me repatean la casa hasta desprender los retratos, y, ya ve, estábamos en una playa, en el Pacífico, que había un gran cartel iluminado que lo explicaba: «Bienvenidos al Mar Pacífico», y hacíamos castillos en la arena. Preciosos, con una torre así, otra así, el foso aquí,   —265→   y la bandera encima, y muñequitos de los detergentes en las almenas... Pues las tres caribes esas, tomaban carrerilla, y ¡zas!, se me sentaban encima. Ni adarves, ni poternas, ni artillería. El desplomen de la fortaleza. Qué ricas, ¿no verdad, usted? Pues ya ve, a nadie se le ocurrió tomar en serio mis avisos, porque estaba más claro que el agua el anuncio del terremoto, y yo avisaba, yo avisaba, pero en ninguna parte sabían con exactitud dónde estaba mi playa. Con esta incultura, usted me contará. Decidí soñar con otras materias más asequibles. Durante unos cuantos meses yo soñaba que era campeón de parchís, de mus, de pídola, de toña. Hasta de concursos internacionales de reconocimiento en la gallinita ciega, que ahí es nada con la diferencia de trajes, voces y modos de agarrar, ¿eh? Y siempre me saltaba un gran resplandor, cada vez que ganaba, donde se leía en grandes letras, rojas y cursivas: «¡Aúpa, España!» Pues ya ve usted, eso coincidió con el arreglo de aquel lío de los embajadores extranjeros, con los triunfos del Real Madrid, y el Premio Nobel a Severo Ochoa. No me diga usted que no... ¿Cómo...? No, no conozco a ese Juan Ramón Jiménez... ¿Dice usted que premio Nobel...? Ah, en poesía, acabáramos. No, mire, yo, de eso... La poesía está destinada a gentes así, bueno, usted me entiende. Aquí somos muy científicos, eso está ya mandado retirar. La ciencia, amigo, la ciencia. Eso de la poesía era antes, cuando había genios: Campoamor, Núñez de Arce, Gabriel y Galán, todos esos pelmas que hacen estudiar en general básica, una especie de sarampión, pero luego... Poetas, quite usted allá, hombre de Dios, pues sí que estamos buenos. Yo no puedo perder el tiempo con eso, yo estoy predestinado a cosas grandes, sin duda. Lo que pasa es que aquí, vamos, aquí... Que si uno no tiene un enchufito, pues que verdes las han segado. En cualquier país organizado, racionalista, los Estados Unidos   —266→   pongo por caso, yo estaría en una Universidad, y me dormirían aposta, en una sala con temperatura uniforme, porque caen muy mal los estornudos en el sueño profético, y las corrientes, no vea usted las corrientes, ya sabe usted lo malas que son las corrientes, y allá, tan cerca del Canadá helado, qué le voy a contar. Me tendrían así, pues bien arropadito, bien cuidada la dieta, no digamos el metabolismo y todo eso que allí conocen de carrerilla hasta los niños chicos, y a lo mejor a lo mejor el Presidente de la República venía a preguntarme cosas sobre los problemas de la inflación, las guerras asiáticas o la reforma tributaria. En fin, que somos unos pelagatos y ya está dicho todo. Sí, hombre, sí, ya voy. Claro que he tenido más sueños. Qué tío, qué curiosidad, pues no es usted nadie achuchando. Ya le he dicho que no descanso. Es lo malo de esta cualidad, que no puede uno atizarse unas vacaciones, ni pagadas ni sin pagar. Uno duerme y ya está, y en cualquier situación. Menos en el tren. Yo en el tren no duermo. ¿Usted ha visto alguna persona bien que diga que duerme en el tren? No hace mono eso. Yo, solamente ronco. Me aprovecho del ruido del tren, que si las agujas, que si los rieles, que si los niños que lloran o las señoritas que se marean... No se enteran de que usted ronca. Haga la prueba y lo verá. Yo, en cuanto me duermo, le decía, ¡a la faena! Pero no es todo el monte orégano, no se vaya a creer. He tenido muy serias dificultades. En mi barrio todo el mundo me huía. Se había corrido la voz de que yo atraía las calamidades. ¿Se tragaban los niños unas docenitas de clavos? Yo era el culpable porque había soñado la noche anterior esto o lo otro. ¿Plantaba alguno a la novia? Yo lo había soñado. ¿Multaba la celosa superioridad al tabernero, al mandria aquel de Palancarcejos, que decía que tenía viñas propias? Pues yo era el filoxera que había tenido la culpa. Esto duró casi lo   —267→   que un servicio militar, oiga, no vea. Me tuvo que mudar, y trasladar mis cachivaches a media noche, a cencerros tapados como quien dice, que estaba medio mundo en la puerta dispuesto a quemarme vivo y repartirse mis pertenencias, ¿eh?, que se les notaba en la cara, vaya si se les notaba. Con lo que me gustaba mi barrio, donde había nacido, donde reconocía por la voz a todas las muchachas que cantaban por el patio, y donde se podía tomar el fresco por las noches del verano sentados en el portal, la radio alta, el botijo al lado... Ahora, en cambio, en este otro barrio, con eso de la polución... Hasta tengo los sueños más trabajosos, más arriesgados. Digo yo que será por huir de este betún. Por ejemplo, llevo una larga temporada que hago de escalatorres, o de inspector de ascensores, o dirijo una torre de control en un aeropuerto. Por cierto, ¡qué aeropuerto! Ahí es nada. Esto no había manera de poner en claro a qué se refería, porque en realidad, todo iba para abajo, y subir, subir, lo que se dice subir... Pues, ya ve, yo siempre subiendo, subiendo. Figúrese, se nos han muerto unas cuantas lumbreras, el deporte va de mal en peor, los ingleses no se largan de Gibraltar ni a la de tres, los incendios forestales son la monda... En fin, oiga, qué panorama. De cráneo, ¿eh?, no le digo más. De craneo. Debe ser mal de ojo. Y es que cuando Dios nos deja de su mano, ya ya. En fin, algo debe de estar subiendo... No, no, los precios no. Eso ya es cosa vieja. Y el disgustazo que nos llevamos este verano al volver de los exámenes y tener que pagar el tren casi el doble, y, por cierto: igual de malo, de lento, de lleno... Pero no creo que me haya influido en los sueños esa obstinación en las subidas. Es que éste es uno de esos sueños que yo llamo reiterativos y aragoneses, o sea, tozudos, cabezones, ¿usted me entiende?, y quizá un buen psicólogo me lo pusiera en claro. Oiga, ¿usted dice psicólogo   —268→   o sicólogo? Yo, psicólogo, y si habla o escribe de mí, ponga, ponga la pe. Luego hay siempre un señor de Vinaroz, o de Noya, que me escribe un rato furioso, diciéndome que confundo el alma con los higos. Con pe, ¿eh? Bueno. En fin, habrá que esperar, que algo saldrá. Entre tanto, me dedico ahora, con jornada intensiva, a los sueños retrospectivos, o sea, vamos, ¿usted comprende?, a los históricos. Tienen la ventaja de no plantear problemas con la censura. Estos sueños son, como quien dice, una cosa así... Una película de romanos, ¿vale? Me basta pensar un ratito, después de la merienda, y ya está. Hay que apretar los párpados mucho. Y me digo: «Paco, concéntrate, Paco, concéntrate». Y así me sugestiono. No hago como en las películas americanas, que pasan la mano así, en el aire, como jugando a cinco lobitos tiene la loba, y en seguida se quedan dormidos y contestan lo que quiere la poli, aunque sea mentira, y ya está: No, aquí somos más serios, quiero decir más científicos, ya se lo he advertido antes. Eso de los americanos es hipnotizar (óigame, póngale bien la hache y la pe, por favor, no vayamos a pringarla), o sea hipnotismo, ¿usted me entiende? Yo lo he visto en vivo en el circo. Y no sirve para gran cosa. Todo lo más algún problemilla de herencias, o de paternidad falsa. Y eso si no hay tongo entre el sujeto y el objeto, o sea, entre el dormido y el despierto. En cambio, yo... Ya ve usted, yo veo, cuando pienso, la realidad de verdad, no lo que dicen los libros, que suele ser puritito cuento. Cuento, cuento y nada más que cuento. La mayor parte de esas aventuras heroicas con que nos joroban en el Instituto y en los discursos, no tienen de heroicas ni un pelín. Son casualidades, o coincidencias, o interpretaciones rebuscadas que han hecho los sabios. O los contribuyentes, que de todo hay. Fíjese usted en Guzmán el Bueno. Que no dan lata ni nada. Pues eso del heroísmo está por ver.   —269→   Yo he vuelto a vivir el negocio ese ce por be. Y lo que pasó es que el don Juan infante malo iba a molestar a Guzmán todas las tardes, en la siesta, oiga, ya es mala uva, y le insultaba desde abajo, así, por el arranque de la muralla, y tocaba una trompeta muy mala que tenía, que se llamaba añil, o añafil o afiñil, o Dios sepa cómo, que entonces las trompetas tenían unos nombres muy raros, a ver, estaban muy subdesarrollados aunque ya eran católicos, y el tal don Juan, que ya le he dicho que era infante y mala persona, eso también lo dicen los libros, venga a moler con la trompetita dichosa. Y don Guzmán se hartó, a ver quién no, y le dijo que matara a quien pillase más cerca, pero que esa trompeta se la metiese en, bueno, ya se figura usted dónde le dijo, ¿o no?, que, la verdad, en una autoridad hay palabras que no está nada bien el decirlas, hombre, pero es que, ya se lo tengo dicho, antes eran pero que muy bestias. Y como el chico de Guzmán estaba por allí cerquita, jugando a moros y cristianos con otros niños de la ciudad, y era el que mejor vestido estaba, pues que don Juan arremetió contra él, para sacar algún provecho o botín que le dicen. Lo triste fue lo inoportuno del trance, porque el rapaz iba ganando, ya tenía cuatro o seis muertos a sus pies, alguno mayor que él, y ya ve usted por dónde el tal don Juan, ¿eh? Quite usted allá, por Dios. No, el niñato no era malo, es que, como era hijo del mandamás, los otros se dejaban apiolar muy a gusto. Ya se sabe, la coba de siempre. Y ya está. Y ahí tiene usted: luego, todos los niños a estudiarse, quieran o no, a don Guzmán el de Tarifa y tal y tal y tal. Quite, quite, hay que ser más ecuánimes. También he soñado de pe a pa el episodio de las naves de Cortés, que ya ve usted, las rebozó con petróleo, y de eso, el libro que estudié en segundo, ni pío. La que nos perdimos, a ver, si se hubieran enterado de que aquello era petróleo, no   —270→   habríamos perdido La Invencible, y, en vez de haber un Gibraltar lleno de ingleses, habría un Liverpool atestado de gallegos. Y todo por poner al frente de algo a quien no carbura ni poco ni nada. Siempre nos pasa lo mismo. Por cierto, que eso de La Invencible es otra que tal. Siempre nos cuentan que Felipe II estaba en el coro de El Escorial cuando le dijeron que de lo dicho nanay, y que, muy serio, rezongó aquello de los elementos y etcétera. En fin, ya usted lo sabe, y, si no, viene en cualquier guía. Léalo, verá cómo no le timo. Lo sabe hasta el tipejo ese que alquilaba trapos a las señoras para que se tapasen los brazos en la iglesia de El Escorial. Pues, no, señor, Felipe II no dijo eso. O si lo dijo sería en una rueda de prensa unos días después. Entonces dijo... ¡Mi madre, qué par de tacos vomitó! En fin, muy impropios de la realeza, vaya si lo son. Lo que pasa es que, a ver, ya se lo presupone usted, los pelotas de turno procuraron que no trascendieran, por el mal ejemplo. Pero, palabra, le digo a usted que el fraile que estaba al lado tuvo que guardar cama del soponcio. Por cierto, los frailes de mi sueño iban con algo de blanco y los de ahora son negros. ¡Qué vueltas da el mundo!, ¿no verdad, usted? Ah, hombre, ésta sí que es buena. Usted habrá oído hablar de Cervantes, ¿no? Ah, menos mal, porque, hablando de este señor, se lleva uno cada chasco... Bueno, pues esa historia de que pidió un carguito de nada en América, y que el rey, a pie firme y la mano en el corazón: «¡Naranjas!», pues no, no hay por qué salir clamando cosas, y que si pobrecillo, y que vaya rey fiera, y tenebrista y retrógrado, y bla-bla-bla. Nada de eso, no, señor, nada de eso. Yo he visto, a petición de un comité de Las Pedroñeras, pueblo citado en El Quijote... El Quijote es una cosa que se escribió ese Cervantes, todo el mundo lo dice, parece que tuvo su intríngulis, le han hecho muchas estatuas, ya ve usted... Pues   —271→   yo le he visto presentando los documentos de marras, y, usted me dirá: Ni una póliza. Hace falta cutis para pedir algo así. Además, no presentó papeles, ni el certificado de adhesión a tal o cual cosa, ni el de vacuna, ni el de estadística... Estuvo en la oficina a pecho descubierto, así, muy modestito y temeroso, a quién se le ocurre. Un ingenuo, vamos, un ingenuo. ¡Si ni siquiera un titulillo universitario! Así no hay quien gane unas oposiciones, no me diga usted. Así que a otra cosa, mariposa, y callar es bueno. Vamos, hombre, con ese Cervantes, qué carota. Los hay frescos, ¿eh? Y luego, la posteridad a repetir la historia. Si cuando yo le digo...

Como usted ve, este sistema de mis pesadillas o como usted quiera llamarlo, bien dirigido, daría un resultado fenómeno. Dígame si no. Una computadora, un equipo de perforadores y un sistema de cables bien organizados y para qué le voy a contar. Nos hacíamos los dueños del mundo en un periquete. Sabríamos todo, desde Noé hasta la consumación de los siglos de los siglos amén. Y yo, de propina, durmiendo. Ahí me las den todas. Me lloverían los nombramientos, asesor de la Onu, de la Fao, de la OEA, del Cou, de la Renfe, de la Rau, del Consejo Superior de Tribulaciones Olímpicas, del Sindicato de Monarcas en desempleo, de tal y de cual. El mundo en mis manos, mientras cabeceo un ratito cerca del radiador, un puro de tamaño natural, siesta arriba, guerras, dinastías, hallazgos científicos o arqueológicos, lotería, las quinielas, cesta y puntos... Todo sencillamente, mientras el calorcillo de la digestión me va cerrando los párpados y la radio grita quisicosas bobainas, asaltos a galerías de arte, escaladas en el Vietnam, rabietas americanas, mercado común, católicos y protestantes a la gresca en Irlanda, campeonatos de boxeo... Lo único que habrá que vigilar cuidadosamente será la duración de mi   —272→   sueño, no sea que, sin darme cuenta, me plante en el Juicio Final, cosa ya muy sabida, y que por aquello de las trompetas, como en el caso Guzmán el Bravo, descubramos alguna falsedad... Y no, eso no estaría ni medio bien, qué había de estarlo.



  —273→  

ArribaAbajoSiempre con miedo

Siempre he tenido mucho miedo. No sé cómo he podido llegar a estos años, con el miedo que he pasado, que no vea usted, siempre llamando la atención, siempre, siempre, en casa, en el colegio, en las tertulias, en los asaltos del Casino, todo el mundo metiéndose conmigo, «¡Anda, boba, no seas tan cobardica, si no te va a pasar nada!», pero, que si quieres arroz, Catalina. Que no, amigo mío, que no, que era algo invencible, ya desde el primer momento, y no me venga usted con esas historias de que me lo habrían podido curar, que no me ayudaban, que si fue que si vino. Que cuando hay miedo, pues no tiene remedio y sanseacabó. Ya ve usted si no me iban a ayudar en casa, lo buenos que eran mis hermanos, que para quitarme la mieditis, pues que se vestían de qué sé yo qué, con un sabanón, y, ya de noche, si estábamos solos en casa, pues que me corrían por los pasillos, ¡uuuh!, ¡uuuh! y yo, venga a llorar, que todo el mundo, mi madre, la tía Patricia, y la Sabina, la lavandera, y Casiano el cochero, todos decían mirándome apenadísimos, con esa cara así, ya sabe usted cómo, y dándole a la cabeza: ¡Es tan miedosica! Y si venían visitas: La   —274→   niña es muy miedosa: ¡Dejad aquí a la niña, que tiene miedo! Yo llegué a creer que ser miedosa era como ser jorobeta, o zamba, en fin, algo que ya está bien con que te aguantes, qué le vamos a hacer. Si hubiese tenido una hermana... Pero no la tuve, sólo hermanos, y a ver, ya sabe usted, los juegos de los niños son bastante brutos. Yo no me atrevía a saltar a pídola, ni supe nunca dar un lique... ¿Que usted no sabe lo que es un lique? Anda, mi madre, este hombre, pero ¡cómo es posible que usted no sepa lo que es un lique! Ay, créame que es la primera vez que me río desde que se acabó la guerra. Todo sea por Dios. Me habría gustado, le estaba diciendo, tener una muñeca, como yo veía que les nacían a todas las niñas por la mañana de Reyes, con su pelo de seda y su ropita chica, y hasta con sombrilla, que las había así en el Bazar de la Unión, que estaba ahí, a la entrada de la calle Mayor, y nos dejaban entrar a mirotearlo todo, y los Reyes no me ponían muñecas porque, si me las traían, mis hermanos se encargaban de tirarlas al alto, de bañarlas de mala manera, de clavarles alfileres, pobrecillas, en los ojos, en las yemas de los dedos, y en, bueno, así, por ahí, ya se supone usted dónde. Y, al final, las fusilaban en el descansillo de la escalera. En cambio me traían uniformes de presidiario, unos trajes muy bonitos a rayas negras, o de indio pielrroja, o de guerrillero carlista. Y mis hermanos me colocaban muy firme, alguna vez me ataron a la espalda de un sillón, y tiraban, rodeándome, sus cuchillos de palo, para dibujar, decían, mi silueta en la pared del recibimiento. Y, aunque yo gritaba, me decían siempre lo mismo: ¡No seas miedosa! ¡Esta cagaina, a ti te curo yo de cuajo el miedo!, y cosas así. Y si me quejaba a los mayores, torta y tente tieso, y ¡esta boba, siempre tan jindama! Bueno, pues ya ve usted. De ese tiempo recuerdo muy bien a Robertito, el nieto de doña Antonia, la generala,   —275→   que era viuda de un héroe de la Guerra chiquita, y que tenía en su casa muchas armas, y se quejaba a cada paso del paludismo, yo llegué a creer que el paludismo era un señor muy fiera que llamaba a casa a media noche y robaba lo que podía, y tenía una cartera atiborrada de soldados españoles medio muertos, tan a lo vivo lo pintaba la generala, que había tenido esclavos negros y llevaba un rebenque a la cintura para ordenar a su criada que le abriese la cama, o le pusiese el calentador, o el agua para las gárgaras y la dentadura. Era una gran señora. Robertito era su nieto, su madre se había muerto, digo yo que sería de paludismo, pero en mi casa, que eran muy leídos, gente muy enterada de todo, aseguraban que no se había muerto, sino que se había largado por ahí, por el extranjero o más allá, con un pipiolo que cantaba en el coro del Teatro Real, y que el padre de Robertito andaba persiguiéndolos para matarlos, por lo que doña Antonia solía poner a Robertito un traje de luto cada pocos días, por si acaso llegaba la noticia, que no les pillase desprevenidos, y le enseñaba a no llorar y ser hombre fuerte, y a saber lo que es un pésame. Quizá por eso Robertito decía siempre, a cualquier cosa, «¡Cúmplase la voluntad del Creador!», a ver, tanto ensayarlo. Pobre Robertito, ¿no verdad, usted? Pues le iba diciendo que yo jugaba con Robertito algunas veces, y fuimos creciendo juntos, y también él era algo cagaina, pero menos que yo, eso desde luego, hombre, es que como yo... Pocos, pocos en docena. En fin, que nos entendimos muy bien, y hasta pensaron en casa que nos casarían y todo, y que, viviendo en la misma casa, ya nos quitarían el miedo a los dos, ya. Pero para qué le voy a contar. Yo tuve miedo de Robertito, que ya iba camino de estudiar para algo importante, registrador, secretario de ayuntamiento, qué sé yo qué, que tenía mucha influencia la generala en la política   —276→   con los de Dato y compañía, y ya le tenían buscado un enchufito la mar de aparente, pero... Lo que son las cosas, ¿no verdad, usted? Robertito palmó. No le quiero contar lo que fue nuestra relación. Discutíamos, era mi canguelo a todo, cómo haríamos el viaje de bodas y a dónde, y yo no quería ir a ningún sitio, porque tenía miedo al tren, hombre, figúrese, si había un descarrilamiento cada lunes y cada martes, y se veían en Blanco y Negro los vagones hechos fosfatina, y siempre morían la pareja de la Guardia Civil y unos recién casados. Es que no marraban. Quién les mandaría salir de su casa. Yo no, de ninguna manera. Yo, nada de viaje de bodas. Además, ya empezaba yo a tener estos dolores de cabeza tan fuertes, que me los curaban con rodajas de patata en las sienes, y la doña Antonia dio en decir que yo me iba a volver loca por eso, ahí tiene usted, como si ella supiera medicina, y no sabía, que entonces las mujeres no eran como ahora, entonces las mujeres éramos unas burras del ole y nada más, y la doña Antonia no desperdiciaba ocasión de darse importancia, a ver, es lo que tiene ser viuda de una persona importante, pero no vale la pena hablar de esto, ya le he contado que Robertito la diñó, fue la epidemia de gripe del 19, qué dura era, cómo se moría la gente, y le enterraron con el último traje de luto, el duelo por esa madre que no volvió jamás, y por un padre del que yo no he sabido nunca nada, sino que me le suponía por todos los hoteles y los balnearios y los casinos de Europa, entrando a todos los teatros de ópera con la pistola en la mano, preguntando por su mujer y por el malo a gritos, y disparando al aire: ¡Muera la esposa infiel! ¡Muera la adúltera!, como decían en el teatro. A ver, usted me dirá, un hombre que había tenido que ver algo con aquellos repatriados cubanos, a la fuerza tenía que andar pegando tiros, qué demonio... Y yo, cada vez que lo pensaba así, me   —277→   alegraba casi de que Robertito se las hubiese pirado, porque, Dios mío, qué miedo un suegro así, si se le ocurre volver, que alguna vez volvería, y si se ha muerto sin satisfacer su venganza estará errante por el otro mundo, acosado por el odio, chillando, chilla que te chilla... con lo que a mí me gusta hablar en voz baja. Quite usted, hombre, quite por Dios. Y pienso que entonces ya se me hizo el miedo como indispensable, miedo a la gripe que me maltrató, miedo a los estornudos, al escalofrío, a los treinta y siete dos, a las corrientes, a los lugares cerrados y con mucha gente... Miedo, miedo y más miedo. Desde entonces, creo, me he pasado la vida en el brasero, como quien dice. Miedo y frío, qué pareja, Señor, qué dos, el miedo y el frío. Y solita. Porque ya ve usted, me quedé otra vez solita, mis hermanos se habían ido casando y las cuñadas no me podían ver ni pintada. Menos mal que mis padres me dejaron mejorada, y que don José, el administrador, me ha cuidado bastante bien, hasta que en la guerra se fue todo con viento fresco, ni diez, ni cinco, ni nada. A pedir por Dios. Y como la familia se ha dispersado, unos han espichado, otros se han ido, a otros los han pasaportado... Total: la de siempre. Que me pasé años y años envuelta en un miedo cerval, sin atreverme ni a salir una tarde a tomar el sol a los jardines de Palacio, tan cerquita que están. Puede quedar un proyectil de cuando la guerra, alguna bomba, o una persona de ésas aficionadas a hacer puntería sobre las viejas, que de todo tenemos en esta tierra, si es que ya le digo a usted que no nos privamos de nada... Y fui poco a poco perdiendo lo que me quedaba de mis padres... Las casitas, los huertecillos en Peñafiel, los majuelos de Tarazona, la finquita de Campamento, los muebles de Filipinas... Poquito a poquito, escogiendo muy bien el comprador, figúrese, no puede una vender las cosas de la familia al primero que aparezca, cosas   —278→   tan amorosas, ¿cómo le voy a vender yo las cosas de mi casa a un protestante, como era el tío aquel que se empeñó en llevarse los dos cuadros, Santa Bárbara y Santa Águeda, una tabla muy roñosa, bueno, sí que es verdad que estaba algo roñosa, pero era muy vieja, de siglos, y él, dígame usted quién diablos era él, un inglés, pelirrojo como Judas, que no sabía ni el Padrenuestro, y se quería llevar el cuadro aquel de un antepasado mío, vestido de don Juan de Austria o empleo parecido? Me pagaba bien, sí, pero ¡un protestante! Hasta ahí podíamos llegar. Se los llevaron al museo, por menos dinero, ya me lo decían las vecinas: Mire, doña Lorenza, que el Estado paga muy mal, no haga caso, usted aprovéchese, que todo el mundo lo hace, no sea boba... Y decían que tenía miedo, mucho miedo a vender, y que así, con tanto miedo, a ver, que con tanto miedo no se puede vivir en este mundo, hay que ser valiente, si no... Te comen. Vaya, si te comen. Pero yo... También me quiso comprar los muebles de familia un indiano lagartón que había hecho dinero dándole al café en Chihuahua, que debe de estar lejísimos. El gachupín habría sido capaz de quemarlos para tostar los granitos de la sobremesa, que yo me conozco a mis paisanos. Y no se los vendí. Que se fastidie, hombre, atreverse a querer mis muebles... Ahí tiene usted los que me quedan. Gracias a ellos voy pagando la renta de este pisito, que el casero se los va llevando poco a poco, y no me engaña, no, que para eso es quien es, y pertenece a cuatro o cinco cofradías y así. Y entiende de cosas antiguas. Y sigo teniendo miedo. Miedo de que se los lleven un día, de que me despierte y no estén ya aquí, de que el casero se canse y no espere más, y a ver dónde voy con estos monumentos, y tengo pesadillas... ¿Eh, qué me dice? Ah, sí, claro, yo veo todas las cosas, cuando sueño, con los colores que tienen. Anda, ¿cómo quiere que las vea? ¿Que   —279→   los sueños tienen que ser en blanco y negro? Qué bromista es usted, a otro perro con ese hueso. Bueno, mire, si lo dicen los médicos, serán los médicos que no saben lo que es el miedo, que, supongo que estará de acuerdo conmigo, serán los peores. Porque un médico sin miedo no pita, se lo aseguro yo. Sí, sí, esa gente que suena por ahí, son los realquilados. Dos habitacioncitas con derecho a cocina. Son buena gente. Ella hace punto con su tricotosa, venga a hacer jerseys y más jerseys, y él vende libros, creo que es un negocio muy ahogadizo, pero se defienden. Ellos conocen mi miedo a todo, y él me trae libros muy gordos, de médicos y sacerdotes muy buenos, generalmente alemanes o ingleses, que hablan de cómo curar el miedo, El miedo y la personalidad, El miedo y la vida subconsciente. Son muy bonitos. Yo los leo, solamente encuentro que si tuviesen más estampitas, o mapas, o casos concretos... Pero me interesan. Y ella, Clotilde, se llama Clotilde, es muy afectuosa. Y procura romper lo menos que puede, y hasta un día, en Navidades, me llevó al cine, y vimos Bambi, que es una historia muy bonita, de un ciervo. Lo pasé mal, hora y media temblando, mira tú que si sale un cazador y le da por atizarle al pobre Bambi... Una desazón como la de la guerra, tres años y pico esperando que me pasara algo, temiéndolo, ahogándome. Que si llaman... Que si dicen... Que si a fulanito... a menganito... Sí, no pasó nada, tampoco a Bambi, pero yo sé lo que se queda aquí dentro, vaya si lo sé. Igual que los años que siguieron a la guerra, también a la espera constante en el aire, con temor, una zozobra... Ay, Señor, Señor, esta manía mía, este afán de huir, de no sé, de salir corriendo, ya, corriendo, y ¿a dónde? Pues fíjese si son buenos mis realquilados que, como saben mi horror a las tormentas, han puesto un timbre desde mi cama a su cuarto, y, cuando hay tormenta, ya sabe usted, esas noches de setiembre en Madrid,   —280→   por la Virgen, tan calientes, que no se respira del sofoco y se presentan los truenos y el asfalto parece que quiere entrar por las rendijas de la ventana... yo llamo al timbre entonces, y vienen los dos y se sientan al pie de mi cama hasta que se pasa la tormenta, y se oye el golpeteo del agua en el zinc, y el gluglú de los canalones, y se me calma el espanto, sí, se me pasa, y y no creo que esperen llevarse el armario grande, de caoba con aplicaciones doradas, y una luna con alindes de plata, qué va, si no tienen dónde caerse muertos, y si me muero, estoy segura de que los echan, vaya si los echan, menuda es la gente hoy, no tragan ni un pelín. Qué me va usted a contar. Y no se vaya usted a creer, él es de Logroño, y ella de Ágreda. Eso debe de estar algo apartado, ¿no le parece? Total, que no podrán llevarse el armario, ya se lo digo. Y me hacen muchos más favores, y cuando me piden algo, ya saben que yo no voy a hacerlo porque me da miedo, que no me atrevo a nada, que ya sé lo que es echar una firma y quedarte luego temblando, y ver entrar por casa una gente muy seria y como avinagrada que se lleva lo que quiere, y yo, por mi miedo, no me atrevo a preguntar siquiera qué pasa, por qué agarran el arca aquella, o el espejo grande, o los monigotes de marfil, o las porcelanas de mi abuela. No, no, yo ni pregunto. Es mucho mejor. Ni firmo cuando, después de haberse llevado lo que sea y de haber dejado la casa hecha una porquería, que por lo menos se podrían limpiar los pies en el felpudo, digo yo, que parecen caníbales sin civilizar, por mucho del juzgado que se griten, ea, no firmo, le digo, y hasta les doy permiso para que firmen a Pedro y su mujer... Pedro es el de Logroño, y ella, ya sabe usted, claro, eso. Y me escarbo en la faltriquera para dar esas pesetillas que siempre hacen falta para la propina, para un móvil que se ha caído, o para justificar la invasión de la casa... Sí, yo gasto faltriquera,   —281→   ya ve, mírela, me las hago yo, cuando me acosan esos ratos largos de soledad junto a la ventana. Yo no salgo a la calle, me dan miedo los autobuses, los autos, la gente que va y viene, los chiquillos que juegan a la pelota, los vendedores, ni me atrevo a ir a las liquidaciones, porque siempre temo que me tomen por una ladronzuela, por una mechera, como dice Clotilde, que es la que me lee el periódico al anochecer, que, por cierto, siempre me quedo dormida después de que hay, como de costumbre, una inauguración de algo, una primera piedra, un desfile, unas carreras en la Universitaria, una huelga en Asturias... Es mi miedo, ya le digo, mi miedo de siempre, a qué va una a salir, si, total, lo que se ve no es más que una constante amenaza, para qué moverse. Me quedo en casa, a solas con mi temblorcillo, que se subleva cuando oigo abrirse el ascensor en el piso, o cuando el niño de arriba pide a gritos su merienda, o coge una rabieta por la escalera Atila, el perrazo alemán del cuarto, que ya un día me tiró en el portal, para qué me atreví a salir, y eso que iba a misa, caramba... Le digo que me quedo solita, va bajando la luz por la fachada de enfrente, veo cómo las rubiales de la zapatería de ahí abajo, mírelas, son unas chicas monas, parecen más jóvenes cada día, las envidio mucho, se han atrevido a salir de casa hoy, incluso con la nieve, o con el calor, con lo que caiga, y venden y sonríen, y hacen cucamonas al gaznápiro ese de las barbas que debe de estar haciéndoles guiños detrás de la luna del escaparate... Luego vienen a buscarlas otros a la salida, se las ve nerviosas, acechando por los cristales, mirándose el reloj con frecuencia, alisándose el pelo... Y yo escarbo en mi faltriquera, unas perrillas que ya no sirven, me dice Clotilde que ya no valen las monedas pequeñas, y los botones, y el dije con pelos de algún familiar muerto, y la medallita de la Milagrosa, y un alfiletero de cuando mi   —282→   madre cosía los calcetines, y llavecitas de muebles o cajas que ya no existen y de las que aún me duele el recuerdo, mire usted ésta, tan bonita, dorada, con tres muescas, era de una caja de marquetería con hueso, antigua, se la llevó el casero las Navidades del 68, dijo que liquidaba así el año, yo guardaba allí el recordatorio de la Primera comunión, y los botones y un lacito del traje que tenía puesto la noche que me llevaron a un asalto en el Casino, que también venía Robertito, un baile muy bueno, y el vestido no digamos, cómo crujía, que no bailé lo que quise porque también tuve miedo, miedo de que me vieran, de caerme, de que Robertito tuviese que avergonzarse de mí, de que si yo levantaba los ojos no le gustase el color, ya ve, ahora con cataratas y algunas legañas de tamaño natural... También tenía en la cajita otros recuerdillos, un molinillo de corcho que me regaló alguien, no sé si un chico de un hermano mío que se fue a América, Manolo, no, no era Manolo, era Federico, bueno, qué más da, que se fue y nada más, y cualquiera le echa un galgo ahora... Ya no sé dónde está ese molino. Debe de estar encima de la cómoda, fíjese qué cómoda, de taracea, estilo no sé qué rey francés, no lo he sabido nunca, a mí qué más me da que sea Luis XV que otro Luis cualquiera. Mire usted a ver si está el molinillo ahí, también puede ser distraído darle vueltas a las aspas ahora, una tarde de lluvia, cuando esté sola y se oiga ahí al lado el tracatrá de la tricotosa, a veces Clotilde canta, pero yo no sé sus canciones, han cambiado mucho las canciones, ella tampoco sabe las mías y no nos ponemos de acuerdo, por eso me da miedo cantar, no quiero distraerla, haga el favor, busque, busque encima de la cómoda. Debe de estar por ahí el molino, junto a la pistola esa vieja en una caja, ¿la ve?, sí, es una pistola de Ripoll, lleva la fecha en la empuñadura, 1635 creo. Ya me ha dicho el casero que el 71 a cambio   —283→   de la pistola... Pero, Dios mío, ¿ha pasado ya el 7l? Pero, ¿cuántos años...? Bueno, que se lleven todo, todo lo que quieran, pero que me dejen la perilla de la cama, la del timbre, a ver, siempre suele haber tormentas en Madrid cuando llega setiembre, y también hay alborotos de cuando en cuando por la calle, esto está muy revuelto, y yo no quiero pasar los miedos sola, he de tener la perilla para llamar a Clotilde y su marido. Cuando los veo ahí, a los pies de mi cama, tan callados, envueltos en una manta y dando cabezadas, es cuando me doy cuenta de lo grande, lo encendida que debe de estar la vida cuando no se tiene miedo. Yo, entonces, ya no tengo miedo a... Bueno, no quiero decirlo, usted me comprende. Muchos de mi gente han tenido mucho, muchísimo miedo en ese trance, y yo, se lo aseguro, estaré tranquila, ya lo creo, muy tranquila, así, como después de un sueño bueno, largo, tan bonita la luz. No me dirán ya más: Esta miedosa...