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A través del espejo

Metamorfosis y desplazamientos del género fantástico en «The Curse of the Cat People»

Juan Miguel Company Ramón





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ArribaAbajo- I -

Si en algo parece estar de acuerdo la crítica cinematográfica a la hora de enfrentarse a nuevas versiones de los títulos clásicos del cine de género es en la constatación de sus gratuitas provocaciones de efectos. El gusto por el exceso es aún más patente en los remakes de conocidos films del género fantástico, donde el espectador puede admitir con mayor naturalidad -dada la índole de sus temas- el amplio despliegue de sofisticados trucos visuales a los que la actual tecnología ya le tiene acostumbrado. La mostrativa obscenidad -desde sus primeras imágenes- de un film como La cosa (The Thing, 1982), de John Carpenter, en relación a su modelo de referencia -El enigma de otro mundo (The Thing, 1951), de Christian Nyby y Howard Hawks-, nos hace pensar, tal vez, en la definición freudiana de lo siniestro: algo que, debiendo haber quedado oculto, se manifiesta. Empero, remitirnos a Freud a la hora de enjuiciar estos films, sería incurrir, también, en un exceso. Lo siniestro se encierra en la capacidad de nombrar lo innombrable, de decir lo indecible: aquello que, por su propia esencia, escapa a todo proceso de simbolización. Su pertinente introducción en un sistema filmico tan codificado como es el del cine de género no se consigue sin que todo el edificio de la representación sufra una violenta sacudida.

Digámoslo de una vez: lo real, por el hecho de serlo, ofrece indudables resistencias a ser representado. Su evocación, al hacerse excesivamente redundante en estos films, no consigue sino banalizar las imágenes hasta límites insospechados. La pornografía del gore- con sus infinitos despedazamientos y efusiones de sangre y vísceras- tiene en común con su referencial originario- el hardmovie   —280→   -el que todas las posibilidades están cubiertas, espectacularizadas, ofrecidas... y reducidas, por tanto, casi a la abstracción anatómico-fisiológica. Habría que delimitar, en todo caso, cuál es la ideología de esa continua mostración, de esa permanente evidencia. Curiosamente -y en contradicción con el carácter inquietante de lo siniestro que interpela a la herida constitutiva del sujeto y es, por ello, transgresor del orden (narcisista) establecido-, los «realistas» films a los que aludimos proponen una visión del mundo extraordinariamente conservadora, basada en la interiorización de arcaicas manifestaciones represivas donde la Ley -vinculada al nombre del Padre- sanciona las conductas. Observemos, por ejemplo, la singular operación que Paul Schrader ejecuta sobre La mujer pantera (Cat People, 1942, de Jacques Tourneur 1, con lo que, de paso, nos iremos acercando al tema central de esta comunicación.

¿Cómo lee Schrader a la protagonista del film y a la lógica regidora de sus acciones? Sencillamente, como a una histérica culpabilizada que busca, denodadamente, su propio castigo. A través de una dramaturgia fílmica presidida por el pecado nefando del incesto, la singular joven encarnada por Nastassia Kinski se liberará justamente pidiendo a su amado que desate -por la vía sexual- ese animal tan literalmente dormido en sus entrañas y que, puestas ya las cosas en su sitio, la siga amando desde la sublimación. La mirada del zoólogo (convertido en cuidador de una feroz pantera negra, sombrío avatar de la ya definitivamente intangible amada) se revela tan ridículamente enamorada como la de Jessica Lange intentado liberar al gran gorila de su destrucción en el final del King Kong (1976), de John Guillermin. Simplemente, hay algo ahí que no encaja; algo que, en su ingenuo realismo, contradice la coherencia interna y la verosimilitud del personaje. Fay Wray debe gritar en las zarpas del gorila gigante -versión Schoedsack-Cooper (1933)-, pero algo en la relación de la bestia con la joven rubia debe dejar traslucir cierta alquimia deseante. Recordemos que, en el estreno francés del film, un vecino de butaca de Jean Ferry enunció drásticamente la (im)posibilidad en la que se fundamenta el propio género fantástico: «De todas formas, no puede hacer nada con ella

La histérica seduce e irrita a la vez; evidencia las huellas de un deseo supremo, desvanecido en el momento de poder saciarse. Su ambigüedad es la propia del fantástico como género: aunando los papeles de víctima y verdugo denuncia, con su misma presencia, el carácter reglamentado de un mundo regido por las acomodaticias leyes de la cotidiana y doméstica seguridad. Podría reescribirse una historia del género fantástico desde la perspectiva de esos personajes entontecedoramente cotidianos -maridos y novios de las protagonistas-, que tratan de hacer frente a sus sobrehumanos rivales con medios tan irrisorios   —281→   como una silla esgrimida ante la zarpa de King Kong o un alborotado manoteo para espantar el gran murciélago tras cuya apariencia se escuda el conde Drácula (Tod Browning, 1931). En definitiva, el principio de realidad -que no debe confundirse, a tenor de esta exposición, con lo real- estaría profundamente reñido con ese principio del goce absoluto- lindante, en sus confines, con la muerte- altaneramente esgrimido, más allá del falo (como diría Lacan), por esas mujeres que han hecho del deseo su sacerdocio y su esclavitud.




ArribaAbajo- II -

He dicho hace un momento que la ambivalencia del comportamiento histérico se asimila a las reglamentaciones del género fantástico. Con ello me estaba refiriendo a la ya clásica definición de Tzvetan Todorov, según la cual «[...] el fantástico, es la duda experimentada por alguien que no conoce más que las leyes naturales, ante un acontecimiento en apariencia sobrenatural»2. Es en esa brecha, en ese ir y venir de lo racional a lo irracional -entre lo extraño y lo maravilloso- donde se ubicaría el evanescente punto de vista regidor del género. Si reconsideramos las afirmaciones de Bernard Eisenschitz a propósito de los films que Jacques Tourneur realizara para Val Lewton entre 1942-1943, encontraremos en ellas la concreta verificación de los postulados de Todorov:

«Los personajes centrales, en torno a los cuales la narración parece solicitar la adhesión emocional del espectador, ellos mismos no distinguen entre real e imaginario... Lo insólito se organizaría, pues, alrededor de estas figuras, de la ambigüedad en la que se encuentran en cuanto a su femineidad, de una proyección de su incertidumbre en cuanto a su estado de vida-muerte, de humanidad-animalidad.»3.



La sexualidad de Irena Dubrovna se asimila, en Cat People, a una pantera negra con cuyos deambuleos en la jaula del zoológico comienza el film. Un único movimiento de cámara (travelling hacia atrás) relacionará al felino con Irena, que trata de plasmar su feroz silueta en un cuaderno de dibujo. Irena sabe-subrayo el verbo- cuánto tiene que ver, en lo más profundo de su intimidad, con ese animal al que, más adelante, el instruido guardián del zoo comparará con la bestia del Apocalipsis. Irena, en su apartamento, manifestará a Oliver durante su primer encuentro que, de todos los rugidos del zoo llegados a la ventana, el   —282→   único que provoca su rechazo es, precisamente, el de la pantera: «[...] chilla como una mujer. No me gusta.» Durante la noche de bodas, una puerta cerrada separa a Irena de su perplejo marido. Al avanzar Irena la mano hacia el picaporte, venciéndose a sí misma en ese vano gesto de liberación, el oportuno, plañidero rugido de la pantera en el zoo es como un grito de advertencia. Robin Wood ha señalado en un conocido artículo4 la pertinencia de esa rima visual que en el film asocia la puerta de la alcoba con la cancela en torno a la jaula de la pantera: dos barreras originadas contra el paso del deseo y que no son sino sendas metáforas mediante las cuales se incide en el motivo de la sexualidad femenina como maldición devastadora. No insistiré -Wood lo describe con singular pertinencia y a él me remito- en ese controlado efecto de reencuadre que, al en marcar el rostro de Irena con la sombra de una mecedora proyectada en la pared, coloca un par de felinas orejas en trampantojo sobre su cabeza. Cabría resaltar que tal efecto se produce justo en el momento en que Oliver especula con la posibilidad de besarla, como todo enamorado, y ese signo indicial -premonitorio de las catástrofes por venir- une la idea del deseo sexual a la animalidad, calificando a la protagonista desde la visión misma del espectador y cómo éste percibe su imagen en el interior del plano.

Hay un doble registro del film que está en la base misma de su estructura genérica en cuanto a creación de verosímiles se refiere: el registro del saber y el de la verdad. Digamos de entrada, para simplifcar, que entre el saber de la protagonista y la verdad de la ficción se abriría la brecha de lo fantástico como duda, en la acepción de Todorov. Trataré de explicarme mejor:

-Lacan define, en su Seminario de 1969-1970, la operación deseante de la histérica como el intento de fabricar un hombre que estaría animado por el deseo de saber. ¿Qué es lo que la histérica quiere que se sepa? «[...] que el lenguaje se desliza sobre la amplitud de lo que ella puede abrir, como mujer, sobre el goce. Pero no es eso lo que le importa a la histérica. Lo que le importa es que el otro, que se llama el hombre, sepa en qué objeto se convierte en este contexto de discurso»5. Ante la proliferación de significantes emitidos por la histérica, el analista debe hacer funcionar su saber en términos de verdad. «Es con el saber en tanto medio del goce, dice Lacan, como se produce el trabajo que tiene un sentido, un sentido oscuro. Este sentido oscuro es el de la verdad»6

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-La verdad no puede decirse toda entera (no se habla de lo indecible). Debe refugiarse en un medio-decir, en una abolición del discurso organizado. Sin embargo, ¿qué es lo que el atildado doctor Judd le dice a Irena, inconsciente de que en ello le va a ir la propia vida: «Nunca creí en su historia. No le tengo miedo». Algo, en cualquier caso, demasiado explícito y en nada emparentable con ese medio-decir de la verdad. Freud no creía en sus histéricas, pero nunca se lo dijo a las interesadas y sólo le hizo la confidencia a un colega, por carta. El desenlace ya saben cuál es: el doctor, saliéndose de su papel, besa a la paciente; ésta se convierte en pantera y lo mata, no sin antes quedar mortalmente herida.

-Oliver, en cambio, ante el cadáver de Irena, dice a Alice, su futura esposa: «Ella nunca nos mintió». Es su punto de vista el que el espectador es invitado a compartir: la verdad de la ficción. La ambivalencia del género hace que tanto Oliver como Alice nos parezcan bien poco interesantes. Ambos hacen profesión de fe en un amor tan «sólido y duradero que nada pueda hacerlo cambiar ni cambiarnos a nosotros», como se dice en un diálogo del film. Y los dos se alejan en busca de la felicidad conyugal, dejando tras sí el cuerpo de Irena como resto ofrecido en oblatividad ante la jaula de la pantera, mártir de un saber absoluto que, por ello mismo, clausura la escena del goce.




Arriba- III -

Si en algo no se equivoca el doctor Judd en Cat People es en su interpretación del deseo de Irena de liberar a la pantera. Incluso llega a hablar, al respecto, de un deseo de muerte que enlazaría con la concepción freudiana expresada en Más allá del principio del placer con el nombre de Todestriebe (pulsiones de muerte), cuya característica esencial es su carácter repetitivo. Dicha repetición no sería, desde la perspectiva lacaniana, sino un retorno del goce, productor de falta, fracaso y carencia en el sujeto. La identificación del goce supondría la existencia, en el ser que habla, de un trazo unario como la forma más simple de marca en donde podría establecerse el origen del significante propiamente dicho, causa del saber, materia prima con la que trabaja todo analista. Que el sujeto del conocimiento no se identifica con el sujeto del significante es algo sabido desde las investigaciones freudianas sobre el chiste y el acto fallido: en la misma medida en que hablamos un lenguaje somos, también, hablados por él.

Irena Dubrovna es, sin duda, una mujer marcada en tanto sabedora de su goce. Las huellas del mismo, Tourneu nos las hace claramente perceptibles en esas violentas desgarraduras practicadas en el albornoz de Alice, su rival. Y, por supuesto, están presentes en los salvajes arañazos que siegan la vida del poco profesional Dr. Judd. Al final del film, Irena sabe tanto que decide identificar   —284→   -podríamos decir: hegelianamente- su saber al goce. Y esa es una ecuación sólo resuelta con la muerte. El último acto repetitivo de Irena -la última aproximación a la jaula de la pantera- está rubricado por su muerte. Nuestra tradición cultural, desde el Tristán e Isolda wagneriano hasta The Devil in Miss Jones (1973), de Gerard Damiano, también sabe de estas cosas. Incluso un distribuidor de films pornográficos ha tenido la memorable ocurrencia de rebautizar cierto producto norteamericano como Las repeticiones de Vanessa. ¡No podemos escapar al sentido!

Centrémonos ahora en esa peculiar secuela de Cat People que es La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944), de Gunter von Fritsch y Robert Wise. Si el film de Tourneur concluía con acordes harto sombríos, el de Fritsch y Wise no puede empezar de forma más sonriente: unos niños van al campo de excursión y, entre canciones y juegos, descubrimos a Amy, una encantadora niña de seis años que, buscando una amiga fuera de su habitual entorno escolar, parece encontrarla en una delicada mariposa cuyo principal atractivo reside, para ella, en su grácil revoloteo de flor en flor. Cuando Donald, compañero de la niña, intente hacerse notar ante ella, y, asumiendo los rasgos adscribibles a todo macho depredador, cace la mariposa y ofrezca sus maltratados restos en pleitesía a Amy, sólo recibirá una brusca bofetada como recompensa. Tal prueba de sensibilidad únicamente provoca el airado rechazo de su padre -el pragmático y aburrido Oliver de Cat People-, que sancionará su conducta con una poca amable reflexión «no parece normal», completada, algo después en el film, con otra no menos siniestra (claro está, desde su punto de vista): «Tiene algo enfermizo [...] Podría ser hija de Irena.»

Las ensoñaciones de Amy son equiparables al universo atávico de Irena. La identificación que practica la niña entre sus visiones y la realidad marca su diferencia con respecto a sus compañeros Amy -como Ana en El espíritu de la colmena (1972), de Víctor Erice- cree, a pies juntillas y hasta sus últimas con secuencias, en las leyes de lo fantástico. Y como aquella niña de nuestra triste postguerra, su comportamiento subvierte el orden (lógico y social) establecido:

«[...] el rechazo a separar realidad y juegos imaginarios se convierte así en transgresión: Amy habla de lo que no debe hablar, ignora la relación con los otros y la propiedad. Le basta con satisfacer sus deseos (pasearse sin objeto, encontrar amigos) para entrar en conflicto con el mundo exterior dominado por una autoridad masculina...»7 .



Tal autoridad está representada, en el film, por la figura del normativo Oliver   —285→   que, como padre severo, perservera en implantar una férrea lógica del significante, irrisoria en sus pretensiones. Cuando Amy le habla de una misteriosa voz femenina que le ha interpelado desde la ventana de una casa, insiste en que se trata de un acontecimiento real: «¡Es verdad!» Y Oliver le contesta: «Eso lo decidiré yo».

Amy es hija del deseo inconsciente de Oliver -el mismo que impulsara a un sólido ingeniero naval norteamericano a enamorarse de una joven imbuida de las leyendas ancestrales de su Servia natal- como la Brünnhilde wagneriana lo era del de Wotan (Wunschmädchen). Ambas ponen en crisis la autoridad paterna; con menor contundencia, es claro, Amy que la virgen guerrera -cuya desobediencia llevó, como se sabe, a los dioses a su ocaso-, pero también a través de una emblemática deseante que se centra en un anillo mágico. Al plantearse la narración fílmica como el proceso de aprendizaje de Amy, ésta, dice Eisenschitz, teoriza a posteriori todo el trabajo signifcante del género. Amy -y el espectador- asistirán, así, a una memorable secuencia cuya doble intertextualidad remite a la leyenda del Valle Dormido y el jinete sin cabeza8 y a las claves retóricas constitutivas del género fantástico.

La historia de Oliver e Irena es contada por Alice a la directora del colegio de Amy mientras ésta va a visitar a la señora Ferrin en su casa. Por primera y única vez se nos habla de la maldición de Irena. Dice Alice: «Es como una maldición [...] Lo peor es que parece estar dirigida hacia Amy. A veces creo que Irena ha embrujado esta casa.» El montaje paralelo, empero, es el acto enunciativo que sirve para desplazar calificativamente tanto el tema de la maldición de Irena sobre Amy como el de la casa embrujada a un espacio -la mansión de los Ferrin- exclusivamente recreado por la imaginería cinematográfica propia del fantástico. Todo está aquí presente: desde el atrezzo escenográfico (un inquietante espejo al lado de la puerta de entrada, unos animales disecados...) hasta la iluminación baja, no naturalista, marcando sombras en los rostros. Está, también, la evidencia de un escenario teatral, con cortina que se descorre y en el cual la señora Ferrin interpreta ante Amy -ante nosotros- la leyenda del jinete sin cabeza. El carácter autorreflexivo de la escena sobre las claves visuales del género encuentra su adecuado correlato al final del film: en la casa de los Ferrin se establece una perfecta transitividad de los efectos de iluminación para conseguir un clima terrorífico, donde los poderes de lo imaginario -Barbara Ferrin asimilada a Irena Dubrovna mediante una sobreimpresión dada a través del punto de vista de Amy- pueden desencadenarse con entera libertad

Existe en el film una lógica de la puesta en escena que es confirmada por el   —286→   discurso de la directora de la escuela: Amy otorga un rostro y un nombre a su amiga invisible, después de haber visto una foto de Irena. El espectador sólo verá a Irena cuando Amy haya trabado conocimiento previo con su imagen. Pero, coexistiendo con la lógica implicativa del punto de vista, está esa otra lógica del deseo, basada en el investimiento de afectos y en el don de la entrega, que rompe con toda reglamentación familiar y social. Así, el film opone la celebración normativa de la Navidad en el interior del hogar -con una coral cantando villancicos de la tradición anglosajona- a otra Navidad, exterior a la casa, aterida de frío, con Irena que canta un villancico francés (tal vez un homenaje a la nacionalidad de la actriz Simone Simon). Y ésta es la Navidad que realmente se celebra -la Navidad del deseo-, sacando a Amy del calor hogareño para intercambiar regalos con su amiga.

Los juegos de aprendizaje de Amy e Irena son auténticos rituales del conocimiento, puntuados por claras demostraciones amorosas mediante las cuales Irena prodiga a Amy cuidados -abrocharle el jersey porque hace frío, por ejemplo- que en el film nunca hemos visto manifestar a su propia madre. Pero juegos y rituales alcanzan su desembocadura final. Irena le dice a Amy: «Soy tu amiga porque me deseaste [...] Ahora debes borrarme de tu vida.» Cuando Oliver, después de haber desplegado toda una parafernalia represiva («Quiero que me digas que allí no hay nadie [...] si insistes en que tu amiga está en el jardín, tendré que castigarte») admite que él también ve a Irena, está, tal vez, estableciendo ese compromiso entre la madurez social y los poderes de lo imaginario del que habla Eisenschitz en su estudio. Pero también es cierto que la última imagen de Irena en el film no corresponde a ningún punto de vista. Amy y su padre han entrado en casa e Irena se desvanece del plano por un acto de pura enunciación narrativa que remite a la materialidad misma de su imagen. Este fading de Irena coincide con el final mismo del film pero nos habla, también, de su caída como sujeto y de la correlativa inscripción del lugar simbólico por ella demarcado. Porque -y esto no deja de ser irónico, sobre todo si lo ponemos en juego con el film anterior- Irena hace aquí las veces de un doctor Judd -eso sí, competente-, en tanto su medio-decir y su apertura al juego con el significante (función de los rituales de aprendizaje, de la enseñanza de los números, etc.) provocan el advenimiento de una verdad: la de la falta constitutiva del sujeto que habla y la de la función del olvido. Dice Lacan:

«[...] la falta de olvido es la misma cosa que la falta de ser, pues ser no es otra cosa que olvidar. El amor de la verdad es el amor a esta debilidad de la que hemos levantado el velo, es el amor a lo que la verdad oculta y que se llama la castración.»9



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Tal es el itinerario que, de un film a otro, hemos tratado de cubrir. Cat People es un film dominado por el principio del goce y su final queda rubricado por la pulsión de muerte como única solución posible. The Curse of the Cat People está todo él atravesado por la pulsión de vida -vivir es conocer, cobrar conciencia de nuestra falta originaria- y su acorde final remite a ese principio de placer que mantiene el límite en cuanto al goce y que no es sino la tensión mínima a mantener para que la vida subsista. La única maldición -que no ven ganza- de la mujer pantera es, precisamente, la de sancionar que el verdadero paraíso de la infancia es aquel que se ha perdido para siempre. Esa es la conclusión del itinerario de Amy en el film, mostrada a través del espejo del género fantástico.





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