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Adolfo Marsillach

Juan Antonio Ríos Carratalá





Adolfo Marsillach nunca pasó desapercibido. Hay individuos con un magnetismo que atrae la atención de quienes les rodean. Una apuesta presencia física, un exquisito sentido de la elegancia, unas maneras seductoras... pueden ser las causas. También una fuerte personalidad, escondida bajo la apariencia de una timidez que, en el caso de quien tantas veces encarnó este tipo en los escenarios, no era sinónimo de debilidad. Podía ser dubitativo, contradictorio e inseguro, pero con la fuerza de quien ama la polémica y sabe cuál es su papel. Un seductor, en definitiva, que convertía sus aparentes limitaciones en una eficaz herramienta de trabajo para que todos, cuando estaba presente, nos fijáramos en él.

Adolfo Marsillach siempre fue un hombre de teatro. Triunfó en televisión cuando en la misma todavía se podía actuar como sobre un escenario, sin prisas, con tiempo para dirigir una mirada y persuadir con la palabra, su gran instrumento. Por eso tal vez no se sintió feliz en el cine, donde a veces cuajó excelentes interpretaciones como la del Marcelino mihuresco o la de un divertido Carlos III. Su lugar, no obstante, estaba en los escenarios, en cuyos dominios conocidos desde su juventud barcelonesa siempre era el centro, con ese magnetismo de los grandes actores que, por muy polémicos que sean, a todos nos llevan de la mano con el inconfundible ritmo de sus palabras.

Aparentaba indolencia, pero nunca paró de trabajar. Fue capaz de devolvernos la pasión por los clásicos al frente de una CNTC que tanto le debe, montar espectáculos contra corriente como el mítico Marat Sade o de triunfar con sabias combinaciones como la de Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? Nunca cultivó la mística del trabajo, pero mantuvo hasta el último momento un amor sin límites al teatro, capaz incluso de combatir la cruel enfermedad que acabó con él.

Poco antes, nos dejó unas valientes memorias, polémicas, incisivas, brillantes, que daban cuenta de la reflexión continua de un individuo crítico con una envidiable lucidez. No dejó nada en el tintero, como tampoco quedaron pendientes tareas aplazadas. El tímido que tanto nos sedujo completó su trayectoria con una inquebrantable personalidad, la propia de un genio, incómodo siempre ante lo vulgar o fácil. Con su medida sonrisa, alcanzó todo lo que se propuso. Y se lo agradecemos.





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