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Alfons Cervera, bajo la luz de la memoria

Ignacio Soldevila Durante



Articulada en torno a Sunta, una mujer e cincuenta años que, sin haber salido jamás de su aldea ni haber recibido otra educación que la de su escuela rural, inicia la redacción de unas memorias, esta novela constituye un insólito logro literario en el actual panorama de la narrativa española.





Mucho debemos por herencia a la antigüedad grecolatina pero, al menos aparentemente, no la creencia en privilegios de casta que se transparentaban en la norma dramática según la cual sólo podían ser héroes de tragedia aquellos personajes a los que se les atribuía noble y elevada condición, mientras que al pueblo no le podían ocurrir -ni ocurrírsele- en la escena más que acontecimientos, ideas y sentimientos risibles, cómicos. Ciertamente la novela, como género, viene en buena parte a ocupar el lugar que en la poética aristotélica se habría reservado a la ficción en prosa correspondiente a lo que en el teatro era la comedia. Y no menos cierto es que, en su apogeo durante el siglo XIX, los personajes del pueblo llano rara vez merecían el privilegio de protagonizar en una novela otro papel que no fuera el risible o el de la exterior contemplación de sus miserias y lacras, así fuera como, en la perspectiva naturalista y luego en la neo-realista, para denuncia de la situación injusta, antidemocrática, que los mantenía en tal estado. Pero dotar a estas personas, descalzas del correspondiente coturno burgués y urbano (que los otros calzaban por herencia y educación o por escaladora ambición) de una vida interior, de una sensibilidad lírica elevada, de una fuerte capacidad de observación y de penetración del yo y del entorno, es algo que raras veces se ha intentado en las literaturas de nuestras sociedades dominadas por la burguesía, y en las que el núcleo duro de lectores (clientes, en términos mercantiles) de lo que se ha convenido en identificar (sin decirlo) como «alta» literatura (convención implícita, no obstante, en los términos usuales de «subliteratura», «literatura popular», etc.) está constituido precisamente por individuos de dicha clase, que considerarían incluso inverosímiles y rechazarían esa especie de entes literarios.

Y sin embargo, es precisamente eso lo que se intenta y se logra en la obra narrativa de Alfons Cervera que tengo el privilegio de comentar aquí. Y del riesgo corrido con la tentativa parece haber sido bien consciente su avisado creador, que ha ido estableciendo lenta, estratégicamente, la verosimilitud de su protagonista, una mujer de cincuenta años que, sin haber salido jamás de su aldea, situada en un lugar indeterminado pero evidentemente a trasmano de los grandes centros urbanos y de sus vías de comunicación entre ellos, y sin haber recibido más educación que la de su escuela primaria rural, proyecta y realiza la redacción de un texto memorial de su propia experiencia. La del descubrimiento del mundo circundante y de su identidad personal, calando cada vez a mayor profundidad a medida que, en la intimidad recogida de su cuarto, enfrentada con el desafío de su cuaderno abierto, va cobrando dominio sobre la materia y la forma de su expresión y, paralela, inextricablemente, va penetrando en la materia y en la profundidad de sus contenidos, poniendo en juego, a medida que su instrumento se va perfeccionando, las crecientes capacidades de intelección que su progresivo dominio del instrumento le va abriendo. Llega así a culminar en una percepción y concepción del mundo que, restringida en sus fuentes a las dimensiones del mínimo espacio de esa aldea perdida, a la que todo llegaba, si alcanzaba a llegar, tarde y mal, conecta, no obstante, con la problemática y las preocupaciones existenciales de nuestro tiempo. Y lo logra de manera tan entrañable y convincente que hubiera complacido, sin duda, a lectores tan sensibles como -y es el nombre que me acude inmediatamente al recuerdo, similia similibus- Albert Camus. El procedimiento al que recurre Cervera para hacer no ya creíble sino absolutamente auténtica a esa pequeña maestra de filosofía que acaba siendo Sunta, es a la vez tan sencillo e impecable que nos fuerza a la banalizada evocación del huevo de Colón. Desde las primeras escaramuzas de la incipiente escritora con su proyecto de exploración evocativa, viene arropada por una voz en off que, en secuencias claramente diferenciadas de las que proceden de la pluma de Sunta, comenta cronística y coralmente la aventura intelectual y lírica de la que es testigo de privilegio, la observa crecer y medrar en ese camino de salvación que se va abriendo penosa pero obstinadamente por los surcos que sobre el cuaderno araña, cada vez con más seguridad, su pluma. Y a medida que el texto de Sunta va cobrando fuerzas, las secuencias del comentarista-observador, que en su inicio ponían, compensatoriamente, en su vía contemplativa la penetración y la fuerza expresiva de la que la otra aún carecía, se van haciendo más discretas, retrotrayéndose a un plano de acompañamiento hasta dejar prácticamente que la voz de Sunta, ya en pleno dominio de facultades, eleve solitaria ese vuelo que, como la paloma coja llamada Alberta, la puede llevar, sin necesidad de avión ni de equipaje, hasta las Islas Afortunadas de su conquistada imaginación e inteligencia, de las que es fruto este «libro sin final donde anduve buscando la salida a los engaños del tiempo y de la memoria».

Queda ya aludida la condición lírica de este texto narrativo, pero hemos de insistir en este carácter para poner de relieve los recursos poéticos que tanto la narradora como el comentarista utilizan, desde que el texto de Sunta se va adentrando en su evocación con ritmo de romance narrativo, en un lenguaje sencillo, puntualmente lastrado por menudas imperfecciones en su coherencia semántica y sintáctica, y apuntalando su progreso en una obsesiva reiteración de «estribillos» temáticos, cuyo número va engrosando a medida que las evocaciones de personajes, lugares y eventos de la pequeña vida cotidiana se van acumulando, y que mantienen siempre viva la presencia de esos andamiajes sobre los que el emparejamiento de la memoria y la sensibilidad, trenzándose, van tejiendo, en las horas crepusculares de cada día, ese complejo tapiz visionario que, a medida que se agiliza en el manejo de los instrumentos, y se puebla de fantasmales apariciones la estimulada memoria, se desteje y vuelve a tejerse con perfección cada vez mayor, iluminando más y mejor los hechos, los personajes y las vivencias y reflexiones que les dan toda su autenticidad existencial.

Por otra parte, y con admirable habilidad, Cervera ha evitado que entre el texto de Sunta y las reflexiones del comentarista se estableciera una monótona relación ecoica, que nos impulsara, según el precepto machadiano, «»a distinguir las voces de los ecos». Y ello lo logra otra vez con admirable simplicidad, al introducir un sistemático desfase entre la aparición de los datos en la narración de Sunta y la presencia de los correspondientes comentarios (unas veces se comenta antes lo que luego narrará Sunta, prolépticamente1, y otras, analépticamente, se vuelve atrás sobre lo evocado anteriormente por la narradora2). Por otra parte, es frecuente que lo que sólo se narra una vez se comente repetidas veces, o lo que se narra someramente por primera vez, se vaya amplificando en sucesivas reapariciones. Y, en fin, puede ocurrir que se comente o se cite una frase sentenciosa del texto de Sunta que sólo bastante después aparecerá por primera vez en la narración3. Con estos recursos, además, se hace aún más densa la condición lírica del conjunto textual, manteniendo vivos en el transcurso de la lectura todos los elementos que, por la tiranía cronológica del texto narrativo, no pueden ofrecerse sino en sucesión procesional, y uno a uno. Pero precisamente lo que caracteriza a esa especial visión de Sunta es la persistencia presencial de todos los elementos evocados una primera vez en su memoria, de manera que, al mismo tiempo que contribuyen coralmente a dimensionar su canto, van cada uno de ellos cobrando mayor y más corpórea entidad, hasta quedar todos ellos ocupando el primer plano en igualdad de atención y de protagonismo, como en las viejas tablas pre-renacentistas, sin sumisiones al principio de perspectiva puesta al servicio de un elemento protagónico. Lo que no quiere decir que Sunta, como figura humana, no se nos destaque entre las demás figuras que en su retablo construye, pero ese destacado desprendimiento no surge sino de su propia condición de narradora, de la particular condición de su rol. Por éste podríamos decir que es ésta no sólo una novela lírica, sino también y a la vez un Bildungsroman, una novela de la formación de la heroína, pero no sólo y sobre todo como protagonista de su propia aventura humana y del desarrollo de su persona, sino también como protagonista de su aventura en busca del vellocino de oro de su propia conciencia y de su escritura personal, que están, y no puede ser de otro modo, indisolublemente gestadas en mellizo hermanamiento. La «aventura de la escritura», por volver a la feliz expresión introducida por Gonzalo Sobejano, corre paralela a la escritura de una aventura interior, que es a la vez, ya lo hemos dicho, navegación y descubrimiento. Del descubrimiento paulatino de la realidad, y del lenguaje que la hace posible, está hecho todo el entramado de esta historia, y su andadura personal está al mismo tiempo sostenida por experiencias de carácter universal, como la que todos hemos compartido en nuestra infancia y que consiste en recibir palabras de la conversación de nuestros mayores, sobre cuyo alcance sacamos conclusiones elementales o equivocadas, que experiencias sucesivas irán modificando hasta que cobren el sentido comúnmente recibido. Entre las experiencias de este tipo relatadas por Sunta, recordaremos la relativa al término «puta», sobre cuyo sentido sacan ella y sus amigas conclusiones de una aplastante lógica contextual y, sin embargo, cómicamente erróneas. Y la cito porque da lugar a uno de los pocos pasajes humorísticos de la narración que, si por algo se caracteriza, no es precisamente por ese contrapunto tan característico -por citar autores muy de mentar en esta ocasión- de obras como El camino o La ratas de Miguel Delibes. La visión desengañada y resignada que Sunta se va construyendo del mundo a partir de sus evocadas experiencias no es propicia a esas expansiones. Hasta el extremo de que en las dos ocasiones en que el amor llama a sus puertas, éste es rechazado en la primera por una concepción espontáneamente romántica de la realidad, que no halla equivalente de lo imaginado en lo vivido. La segunda vez, coetánea al tiempo de la narración, cuando ya la experiencia del ejercicio buceador y autoexpresivo ha despejado como falsas esas brumas novelescas, pesa demasiado ya en la conciencia de Sunta su escépticamente resignada visión del mundo real para que lo acoja con la euforia entusiasmada propia del lance. Es así hasta el extremo de quedar abierto a la imaginación del lector el desenlace de la proyectada boda que, como la margarita, se deshoja sobre el último y paciente bordado del ajuar. Esa condición reiterativa de los elementos del relato que vuelven de manera azarosamente periódica a la memoria evocadora de la narradora y de su corifeo, se manifiesta no sólo en los personajes, los lugares, las anécdotas o las sentencias (que lejos de las sanchopancescas, parecen fruto natural de los personajes y marcan hitos en el desarrollo de la formación de esa personal visión de la existencia) sino en la evidente ritualización de los gestos con que la narradora va estableciendo las condiciones ambientales en las que su empresa narrativa encuentra facilitado su tránsito. Frente a esta ritualización de los gestos, contrasta la caprichosa volubilidad de la evocación memorial, de manera que la evidente evolución de la mirada de Sunta, desde sus primeras experiencias infantiles hasta los últimos instantes del tiempo de la narración, no va machaconamente pautada por una organización cronológica progresiva de los datos evocados por la memoria, sino que va respondiendo a los caprichos de la memoria, que el momento, la actitud o las circunstancias provocan. Es el lector quien tiene que ir así rehaciendo, como el propio personaje lo hizo, su ejercicio de reconstrucción del proceso evolutivo, y recomponer, sobre el desorden cronológico del tiempo evocado en el discurso y en el comento coral, el orden temporal que cubre casi medio siglo en la vida de una mujer y de una aldea. Ese tiempo se le ofrece desde una proyección en espiral (se vuelve una y otra vez hacia ciertos puntos, pero nunca en la misma posición y perspectiva) cuyos elementos regresan unas veces fantasmáticamente, después de muertos o desaparecidos, otras en coincidencia -casi siempre sólo aparentemente- entre el tiempo del relato y el de la realidad4. El retablo de personajes, agrupados en dos grandes generaciones -la de los que recuerdan la guerra civil, y la de aquellos, como la narradora, para quienes no es sino un oculto recuerdo de los mayores, a los que hay que sacarles con artimañas retazos de la memoria- constituyen un mundo donde no hay un solo títere o silueta plana (al contrario, hasta los animales cobran condición humanada y relieve por el amor de su evocadora5). Mundo que se impone al afecto del lector, que acaba por encontrar en ellos semejanza y hermandad, sin ninguna caída ni en el sentimentalismo populista ni, al contrario, en la degradación titiritera de la caricatura cruel, carpetovetónica. La evocación culmina, en vísperas de la boda, de manera natural y abierta, cuando se consumen las hojas del cuaderno, y la narradora vuelve, una última vez (ha habido otras a lo largo de su discurso), a preguntarse la razón de este insólito ejercicio: «Ya no quedan hojas en este cuaderno lleno de silencios, de juegos infantiles, de muertes y de vidas que, demasiadas veces, fueron lo mismo, demasiadas veces lo mismo, como todo lo que ha ido sucediendo en este pueblo y sucediendo también en estas páginas escritas sin saber muy bien por qué ni con qué intenciones.» Pero, poco después, en la transcripción de un diálogo con Ricardo, maestro del pueblo y primer novio, que le reprocha su obstinación en evocar lugares cosas y personas que ya no existen, apunta: «Es que no existe nada y a lo mejor por eso lo digo y lo escribo, para que vuelva a existir todo como entonces.»

Recuperación, pues, de la memoria, cuyas oscuras motivaciones apuntan a veces en reflexiones como la siguiente: «No sé si ahora estoy en esa edad en que sólo sentimos el miedo. A lo mejor sí. Y en mi travesía necesito escribir estas historias hasta conjurarlo». Pero al final aflorará la conciencia de que, a través de su palabra, reviven las voces del pasado, conjurando, reparando la herida del tiempo: «La luz del crepúsculo, esa luz que tiene el color de la memoria incierta y el olor agridulce de la soledad y del tiempo recuperado, a duras penas, en la torpeza de estas páginas escritas a no sé cuántas voces ni de quién. Unas páginas que encierran, entre todas las inseguridades del mundo, una sola certeza: que hay un lenguaje para contar historias y otro para el silencio». Como ese mismo silencio, enriquecido por una lectura que recompensa con creces el atento esfuerzo, conviene cerrar esta crónica de un insólito logro literario.





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