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Alfredo

Drama trágico en cinco actos

Joaquín-Francisco Pacheco



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PERSONAJES
 

 
ALFREDO.
RICARDO.
JORJE. ---
RUJERO.
ROBERTO.
UN GRIEGO.
UN PEREGRINO.
BERTA.
ÁNJELA.
Criados.
Damas.
Esclavos.
Monteros.
 

La escena es en Sicilia: los actos 1.º, 2.º , 3.º y 5.º en el castillo de Ricardo; el 4.º a la falda del monte Etna.

 




ArribaAbajoActo I

El Presentimiento


 

Un salón del castillo: puertas y ventanas.

 

1.ª

ALFREDO. -   (Acabando de escribir.)  Es necesario, Roberto: forzoso, necesario partir. Esta voz que se levanta en mi pecho, que incesantemente está resonando en mis oídos, que me acompaña por donde quiera como una sombra... esta voz es un aviso de los cielos, para recordarme mi descuido, y señalarme mi deber. Bastante tiempo la he resistido: bastante he cerrado mi corazón a su llamamiento; oigámosla, y sigámosla por fin. Tratemos de acabar con esa fantasma que me persigue. Y que sólo puede disiparse en las playas de la Palestina...

 (Se levanta.)  La suerte de Rujero, el gozo que guardaba esperimentar al verle unirse con tu hija, han podido sólo detenerme hasta ahora. Ya se concluyó: ya está asegurada la felicidad de ambos... Cuando los rayos del sol naciente vuelvan a dorar la altiva cumbre del Monjibelo, Alfredo saludará por última vez las costas de Sicilia, y engolfándose en esos mares preguntará al Oriente su felicidad o su desgracia.

ROBERTO. -  Lo habéis decidido, por fin... estáis resuelto a emprender esa peregrinación... ¡sea! Un escudero no tiene derecho para oponerse a vuestra voluntad; su obligación es sólo cumplirla... Pero si los consejos, si las reflexiones de una anciano pudieran hacerse oír en ese corazón que está rebosando juventud: si os dignaseis escucharme con la deferencia que me habéis mostrado otras veces...

ALFREDO. -  Siempre te la mostraré del mismo modo. Tú sabes que toda mi vida te he mirado como a un padre; y yo sé que me has aconsejado siempre como pudieras haberlo hecho con un hijo.

ROBERTO. -  Mas ahora...

ALFREDO. -  Ahora... no te debo engañar. Yo no soy libre en esta determinación. Parece que una mano sobrenatural, que una potencia misteriosa me impele fuera de mi patria. Esta memoria de mi padre está siempre comprimiendo mis entrañas: su nombre retumba como un trueno dentro de mí: su imajen vaga continuamente ante mis ojos... ¿Por qué no ha de ser un aviso? ¡Ay!, tal vez oprimido de cadenas, sumerjido en una prisión horrorosa, sólo con sus recuerdos y sus pesares, invoca a Alfredo para que lo liberte, y ¡Alfredo no responde a su desesperación!

ROBERTO. -  Y aun cuando así fuera ¿qué conseguiríais con atravesar los mares, y sepultaros también vos mismo en esa malhadada Palestina? ¿Habíais luego de descubrir su existencia? ¿Habíais de conquistarle su libertad? -Desengañaos, Alfredo. Un velo misterioso cubre la suerte de vuestro padre. Tres lustros se han cumplido, desde que abrumado de dolor por la pérdida de su esposa, tomó la cruz, y emprendió la peregrinación de la Tierra Santa. Diariamente, desde entonces, hemos visto en Sicilia mil cruzados que tornaban de aquel país: en este mismo castillo habéis hospedado los más ilustres caballeros de Felipe Augusto y de Ricardo de Inglaterra... ¡Pues bien! Ninguno os ha dado razón de vuestro padre... Sabéis los rescates que se han verificado..., vuestro padre no ha sido comprendido en ninguno... -Creedme, Alfredo: esa marcha que intentáis es inútil. O mi señor ha querido encubrirse del mundo todo, sepultándose para siempre en algún devoto monasterio, o una corona de inmarcesible eternidad ha circundado ya su frente, y premiado dignamente su virtud.

ALFREDO. -  Tal vez... sí ¡tal vez! Entonces... yo besaré la tierra regada con su sangre: yo ofreceré al pie de su sepulcro el homenage del amor filiar: yo elevaré mis oraciones a los cielos, donde tendrá su morada, y le pediré me guíe con su ejemplo, y me infunda su valor para vengarle de los enemigos de nuestra ley.

ROBERTO. -  No, Alfredo: invocadle desde vuestros dominios, e imitadle en gobernar a vuestros vasallos. Primero que abandonarse a los impulsos del entusiasmo o de la devoción, está el cumplimiento de las obligaciones... Permitidme que os hable con franqueza. Desde que se ha apoderado de vuestro ánimo esa melancolía, habéis descuidado la administración de justicia en vuestros pueblos. No es ese el ejemplo de vuestro padre: no es esa la conducta que nos hacían esperar vuestros primeros ensayos. Volved a las antiguas ocupaciones: desechad esa preocupación que os ofusca el juicio; y sed de nuevo el orgullo y la esperanza de Sicilia.

ALFREDO. -  Tú tienes razón, querido Roberto: tú tienes razón..., pero no me es posible variar. Ya te lo he dicho: una fuerza irresistible me arrebata... Mira, mira la cruz sobre mi pecho: déjame, pues, que siga mi destino; ¡que se cumpla como esté determinado!... ¡Ay!, no pienses que esta partida tiene para mí encantos que me arrebaten..., no: el corazón se me arranca al abandonar este castillo, donde mis ojos se abrieron a la luz del día; estas bóvedas que han resonado tantas veces con los ecos de mi harpa; esas praderas, donde he gozado tanto en los bellos años de mi juventud. No hay en este contorno una roca, un árbol, una fuente, que no esté unida para mí con algún recuerdo agradable... ¿No quedas tú aquí también, mi querido Roberto? ¿No queda aquí Rujero, que es la mitad de mi corazón?... Y a pesar de todo yo pugno por irme: yo corro tras de un deber..., ¡ay!, quizá también corro por huir del sendero del crimen!...

ROBERTO. -  ¿Por huir del sendero del crimen?... ¡Vos!

ALFREDO. -  ¡Roberto!..., tú... ¿no crees?...  (Señalando al corazón.) 

ROBERTO. -  Lo que yo creo, Alfredo, es que deliráis..., que vuestra imajinación os estravía.

ALFREDO. -   (Muy vivamente.)  No, Roberto: no la calumnies: no calumnies la imajinación... Ella es un don de la divinidad: ella penetra la losa de los sepulcros, y rasga el velo que cubre al porvenir: ella invoca a la eternidad y a la nada; y la nada y la eternidad responden a su voz, y se levantan en su presencia...! - (Pausa.)  Estoy cansado..., me convendría quedarme solo un instante... Mi querido Roberto..., ¡es necesario!, ¡necesario! -¿Querrás encargarte de disponer los preparativos de mi marcha?

ROBERTO. -  (¡Qué joven!... Y ¡tan infeliz por sus pensamientos!)



2.ª

 

ALFREDO.

 

  ¡No me entiende!..., ¡nadie me entiende!... Rujero sólo me entendía; pero Rujero ha entregado a Ánjela su corazón..., ¡yo no tengo a quien entregarle el mío! -Partiré: partiré..., trataré en fin de apaciguar este cáncer que devora mi pecho. Un mundo nuevo va a comparecer a mi presencia: una vida que no he esperimentado..., ¡mejor! Allí se lidia contra los enemigos de Cristo: allí se combate por la gloria de la cruz: aquella es la tierra del heroísmo y de la inmortalidad... ¡Gofredo! ¡Tancredo! ¡Ricardo de Inglaterra! Vuestra gloria ha crecido en aquellos lugares, como la palma que adorna sus desiertos, como el cedro que corona las cimas de sus montañas. Quizá mi gloria crecerá también como la vuestra, y mi nombre se confundirá con vuestro nombre en los cantos del trovador... ¡Ay!, el sentimiento que me impele es tal vez más puro que el que os conducía a vosotros..., ¡mi padre!, ¡mi padre, sepultado hace tanto tiempo en aquellas rejiones!...  (Pausa.) 

 

(Principia a oírse un preludio de harpa. En seguida una voz canta el siguiente romance. ALFREDO manifiesta sorpresa, ajitación..., corre a las ventanas.... último, queda suspenso escuchando muy atentamente, y cual si temiese perder una palabra sola.)

 
LA VOZ.-
«Ya luce en los cielos, señal de victoria,
el astro que eclipsa la luna de Agar...
¡Guerreros de Cristo!, volad a la gloria:
sus palmas radiantes os tiende Cedar.
---
¡Ricardo!... Ricardo volaba el primero,
brillando entre todos cual rayo de luz...
Torrentes de sangre derrama su acero...
¡Victoria a Ricardo!, ¡victoria a la Cruz!
---
Un velo le envuelve: su gloria se apaga,
efímera lumbre que el viento llevó...
Su nombre tan sólo fantástico vaga,
cual sombra de tumba que el Jenio evocó.
---
¡Despierta, Ricardo!... Tu amigo se lanza,
romper tus cadenas ansiando o morir...
¡Despierta, Ricardo!... Victoria y venganza
su espada de fuego sabrá conseguir!»

ALFREDO.-  ¡Ha concluido!..., sí..., ha concluido... Y parece que cantaba para mí..., que espresaba mis propios sentimientos... ¡Roberto! ¡Rujero! ¡Jenaro! ¡Roberto!...



3.ª

 

ALFREDO, ROBERTO.

 

ROBERTO.-  ¡Señor!, ¡señor!

ALFREDO. -  ¿Quién es, Roberto?

ROBERTO. -  ¿Quién, Señor?

ALFREDO. -  ¿No lo has oído?, ¿no lo has escuchado?... ¿Quién es?

ROBERTO. -  ¿El que cantaba? -Es un peregrino que se ha presentado a la puerta del castillo pidiendo una limosna. Su aspecto, su harpa, descubrían un trovador. Ánjela le exijió que cantara algún romance, y él...

ALFREDO. -  Vuela, Roberto..., vuela..., que no parta..., hazle venir a mi presencia..., ¡al momento!..., ¡al momento!



4.ª

 

ALFREDO.

 

  ¿No es por ventura un canto profético?... Es el nombre de mi padre..., es su destino..., ¡Ricardo! ¡Ricardo!, ¡padre mío! Sí, ya puedes despertar..., ya se prepara mi brazo para rasgar ese velo que te oculta..., ya se lanza Alfredo, ansiando morir o romper las cadenas que te oprimen... ¡Despierta! ¡Su espada sabrá conseguir la venganza y la victoria!



5.ª

 

ALFREDO, ROBERTO, UN PEREGRINO, RUJERO, ÁNJELA, CRIADOS, ESCLAVOS.

 

ROBERTO.-  Entrad... Estáis en presencia del Señor de este castillo.

ALFREDO. -  Acercaos, estranjero... ¿De dónde venís?

EL PEREGRINO. -  De Jénova, Señor.

ALFREDO. -  Y ¿quién sois?

EL PEREGRINO. -  Mi traje os lo está diciendo..., un peregrino de la Tierra Santa.

ALFREDO. -  ¿Cuándo habéis estado en la Palestina?

EL PEREGRINO. -  Jamás. Ahora me dirijía a ella... Caminaba para Chipre, donde dicen que se reúna la nueva cruzada.

ALFREDO. -  ¿De verdad, estranjero? ¿Nunca habéis estado en la Palestina?

EL PEREGRINO. -  Nunca, Señor... Os lo juraré por este báculo, tocado en el sepulcro de Santiago y en el altar de San Marcos de Venecia.

ALFREDO. -  ¿Qué romance es, pues, ese que acabáis de cantarnos? ¿En dónde le habéis aprendido? ¿Cuál es su significación?... Respondedme...

EL PEREGRINO. -  No la sé... Yo soy provenzal: he cultivado la gaya ciencia; y más de una de mis canciones han volado por el mundo, y repetídose en soberbios castillos... Perdonad, Señor: voy a satisfaceros... He conocido en Alemania un trobador inglés que tornaba de la Palestina... De él aprendí este romance.

ALFREDO. -  Pero ¿no os descifró su significado?

EL PEREGRINO. -  Nunca: ese era su secreto... Al pronunciar el nombre de Ricardo, solía correr una lágrima por sus mejillas... Él enseñaba el romance a todos los trabadores que encontraba en su camino; jamás empero lo cantaba.

ALFREDO. -  ¡Todo misterios!, ¡todo oscuridad!... Cuando pienso levantar el velo, descubrir la luz, me confundo más hondamente en las tinieblas!... A Dios, estranjero... Tomad.  (Le entrega algún dinero.)  Os suplico sólo que al cantar la última estrofa de vuestro romance, pongáis en ella mi nombre, el nombre de Alfredo... Es muy fácil..., no rompe la medida... -A Dios..., vais a la Tierra Santa..., yo también..., tal vez allá volveremos a encontrarnos.



6.ª

 

ALFREDO, RUJERO, ÁNJELA, CRIADOS, ESCLAVOS.

 

ALFREDO.-  ¿Estabas tú aquí, Rujero? No había reparado en ti..., ni en Ánjela tampoco... Perdonadme, amigos míos: ¡el Peregrino y su romance habían arrebatado toda mi atención!

RUJERO. -  Pero acabo de escuchar una noticia que me ha sorprendido; y al considerar esa cruz en vuestro pecho... ¡Marcháis, Señor, y no habéis contado con Rujero!

ALFREDO. -  Rujero..., en esto sólo quiero ser obedecido de ti. Acabas de formar unos lazos que no es lícito desatar por ninguna consideración humana. Ángela te ha entregado su corazón, y tú debes hacer su felicidad.

RUJERO. -  (¡Me engañasteis!)

ALFREDO. -  Sí: tú harás la felicidad de Ánjela. Ella es pura como su nombre, y merece el amor que le profesas. Yo he visto nacer ese amor, y he debido asegurarlo... -Escuchad todos. Al nuevo sol voy a partir para la Tierra Santa...

RUJERO. -  ¡Tan pronto!

ALFREDO. -  ... a donde me llaman mi obligación y una solemne promesa. De vosotros, sólo Jenaro me acompañará. Durante mi ausencia, Rujero mandará, como si fuese yo propio, en mi castillo y en mis estados. Le encargo.... le suplico que se aconseje de la esperiencia de Roberto. Quedan libres desde ahora todos mis esclavos sarracenos.  (Los ESCLAVOS se arrojan a sus pies.)  Sí, infelices, levantaos..., podéis volver al África, a llevar el consuelo a vuestras familias... ¡Tal vez tenéis hijos, que lloran la pérdida o la esclavitud de su padres!... Eximo a mis vasallos de la mitad del canon de sus tierras: sepan que Alfredo, al separarse de ellos, les ha dispensado este beneficio... Mis restantes disposiciones las encontraréis en esta carta.  (Toma el pergamino en que escribía al principio, y lo entrega a RUJERO.)  Os pido que roguéis a Dios por el buen éxito de mi empresa: acordaos todos de mí, como yo me acordaré de vosotros.



7.ª

 

Los de la anterior, ROBERTO.

 

ROBERTO.-  Perdonad, Alfredo, que os interrumpa. Un caballero cruzado, acompañado de una hermosa joven, acaban de presentarse en el castillo, y preguntan por vos. Ahí están; y únicamente aguardan vuestro consentimiento.

ALFREDO. -  ¿Quiénes podrán ser?

ROBERTO. -  Lo ignoro. Sólo puedo deciros que no parecen sicilianos.

ALFREDO. -  ¡Y bien!... Al instante.  (ROBERTO sale.)  No sé qué ajitación es esta. El corazón me palpita como si me arrastraran a un suplicio... Apenas puedo sostenerme.



8.ª

 

Los de la anterior, JORJE, BERTA.

 

ALFREDO.-  ¿Dícenme que preguntabais por mí...?

JORJE. -  ¿Sois vos Alfredo?

BERTA. -  ¿El hijo de Ricardo?

ALFREDO. -  ¡O Dios! ¿Conocéis a Ricardo?, ¿a mi padre? ¿En dónde está? ¿Cuándo le habéis visto?... ¡Por piedad, Señora!...

JORJE. -   (Tomándole la mano.)  ¡Joven!... Es preciso someternos a la voluntad de Dios!

ALFREDO. -  ¡Qué palabras! ¿Lloráis, Señora?... ¡Vos también estáis enternecido!... Rujero..., mi padre...  (JORJE señala con la mano el cielo.)  ¡Ha muerto!

JORJE. -  Sí..., vuestro padre ha recibido ya el premio de sus virtudes!

ALFREDO. -  ¡Y yo no he podido estrecharle entre mis brazos! ¡Y sus ojos habrán buscado los ojos de su hijo, antes de cerrarse para siempre! ¡Y tal vez habrá acusado mi neglijencia y mi molicie!... Mas decidme, estranjero, ¿es cierto?, ¿estáis seguro de que es verdad? ¿Cómo lo habéis sabido? ¿Le conocíais acaso?...

JORJE. -  Sí, Alfredo: yo le conocía; y lazos muy sagrados me habían unido a él... Cuatro años hace, desde mi llegada a la Palestina, hemos combatido juntos contra los enemigos del nombre cristiano. El sitio de Tolemaida inmortalizó la gloria de vuestro padre, bajo la denominación del caballero de las armas negras.

ALFREDO. -  ¡El caballero de las armas negras!

JORJE. -  Ese era el nombre con que se le conocía... Una promesa le obligaba a ocultar el suyo; y yo soy el único cruzado a quien lo ha descubierto.

ALFREDO. -  ¡Padre mío!... Así nos era imposible saber de su existencia!

JORJE. -  Pude prestarle en cierta ocasión algún servicio, y contrajimos la más sincera amistad. -Mi hermana Berta me había seguido a los Santos Lugares; viola Ricardo, y quiso que nos uniésemos más indisolublemente. Berta fue su esposa..., vuestro padre me llamó su hermano.

ALFREDO. -  ¡Vos, señora!, ¡vos!

BERTA. -  Sí, Alfredo... En mí tenéis a la desgraciada viuda de Ricardo.

JORJE. -  Dispuso vuestro padre volver a Sicilia, y nos embarcamos en un navío jenovés que partía de Tolemaida. A las pocas leguas de navegación, dimos en medio de la flota del Saladino. Nos defendimos valerosamente como caballeros de la Cruz; pero nuestra galera fue abordada por tres a un tiempo, y al cabo los infieles se apoderaron de ella. Nosotros fuimos cautivados y cargados de cadenas: vuestro padre... pereció combatiendo.

ALFREDO. -  ¡Dios mío!

JORJE. -  Yo le vi caer a mi lado, abierto el pecho al golpe de una cimitarra..., todos le vimos espirar..., todos envidiamos su suerte, que le libertaba del cautiverio, ¡y le aseguraba la corona de los mártires...!

ALFREDO. -  ¡Sí, es envidiable!..., ¡su suerte es envidiable! ¡Lágrimas sobre nosotros que le perdemos...! Pero él..., él ha muerto como cristiano: ha caído como caen los valientes... Su nombre resplandecerá cubierto de inmarcesible gloria..., su muerte servirá de ejemplo a los que combaten por el triunfo de la Cruz...!

JORJE. -  Dos meses hemos yacido en duro cautiverio, hasta que unos caballeros de la redención ajustaron nuestro rescate. -Las galeras de San Juan iban a salir para Palermo: en ellas hemos venido... Ayer desembarcamos en las costas de Sicilia.

ALFREDO. -  ¡Bien venidos seáis, pues, a este palacio..., tan vuestro, Señora, como mío. La que mi padre elijió para compañera de su vida, debe considerarse en él como soberana... Sin embargo, una entrada más lisonjera, más triunfal, os hubiera deseado... ¡En este día todo debe ser luto y desconsuelo!... Lloraremos todos..., ¡lloraremos al que llenaba nuestros corazones, y no volveremos a ver más!...  (Éntranse.) 





ArribaAbajoActo II

La Pasión


 

Galería con asientos, jardín, en el fondo del volcán.

 

1.ª

 

ROBERTO, ÁNJELA.

 

ROBERTO.-  Pero ¿es posible que Rujero...?

ÁNJELA. -  Rujero, padre mío, no sabe más que nosotros. Como nosotros estraña la mudanza de su amigo: esa tristeza reservada y silenciosa, en que se ha trocado su anterior melancolía, tan espansiva, tan amable. En vano se ha atrevido a dirijirle algunas preguntas; Alfredo es ya otro, hasta para él... Pero vos ¿no calculáis?

ROBERTO. -  Nada, nada, Ánjela..., mi entendimiento se confunde, y no acierta a descifrar ese carácter extraordinario. Ningún motivo racional hay para tan repentina mutación. Hasta pocos días hace, todos sus escuderos, sus colonos, sus vasallos, eran a su vista hermanos, amigos, compañeros. Sus modales eran la misma dulzura..., sus consideraciones para conmigo parecían más bien las de un hijo respecto a su padre, que las de un barón poderoso respecto a un escudero suyo... Actualmente todo se ha cambiado. Sus palabras son duras, sus disposiciones ásperas, sus oídos se cierran a nuestros consejos, sus miradas y sus maneras son desdeñosas..., ya no somos en fin sino sus escuderos y vasallos, ni él es ya sino un Señor, como todos los Señores que oprimen nuestros desgraciado país.

ÁNJELA. -  Demasiado cierta es esa descripción... Aun yo misma, ¡objeto siempre de sus inocentes atenciones...! Pero no seamos injustos, padre mío: no le juzguemos con precipitación... Tal vez la noticia intempestiva de la muerte de su padre...

ROBERTO. -  No lo pienses, Ánjela... Antes de recibir esa noticia, estaba ya casi persuadido de ella; y lejos de causarle efecto, sólo servía para hacerle más dulce y más interesante.

ÁNJELA. -  Casi persuadido, decís..., pero conservaba todavía la esperanza, y no se veía abrumado por una certidumbre cruel... ¡Es tan bella la esperanza!... Esa dama inglesa fue quien vino desgraciadamente a destruirla... Desde que ella entró en este castillo, no parece sino que se ha inficionado su atmósfera...

ROBERTO. -  ¡Ánjela!

ÁNJELA. -  No sé por qué, padre mío..., pero yo no puedo amarla... Es hermosa, muy hermosa..., y sin embargo me causan un miedo..., ¡me hacen un mal sus ojos cuando los clava en los míos! Casi, casi se me hiela la sangre en el corazón... Y, a la verdad, no sé por qué... También es un poco triste, y gusta de vivir retirada... ¡Si la vierais!... Siempre anda sola; siempre buscando los sitios más ocultos... ¡Es natural!..., ¡tan joven y ya viuda!...

ROBERTO. -  ¡Silencio! Ánjela, ¡silencio!... Alfredo se acerca.

ÁNJELA. -  ¿Cuándo había yo de pensar que me daría miedo sólo de mirarle?



2.ª

 

ROBERTO, ÁNJELA, ALFREDO.

 

ALFREDO.-  ¿Habéis visto a Jenaro?

ROBERTO. -  No...

ÁNJELA. -  No le hemos visto.

ROBERTO. -  ¿Deseáis que le busque?

ALFREDO. -  ¡Y le dije que me aguardara en este sitio!... No hay barón en Sicilia peor obedecido que yo... ¡Es abusar ya demasiado de mis condescendencia!

ROBERTO. -  Voy a buscarle, y le diré...

ALFREDO. -  No es necesario. - (Pausa. ALFREDO se pasea.)  Perderemos el mejor tiempo para la cacería...  (ROBERTO se va.) 

ÁNJELA. -  ¿Salís a cazar?, ¡tan tarde...!

ALFREDO. -  ¡Tarde!... No, no es tarde...

ÁNJELA. -  Se está ya poniendo el sol... Me parecía que era tarde para cazar...

ALFREDO. -   (Con viveza y expresión.)  ¡Ánjela! ¡Ánjela! Nunca es tarde para quien...

ÁNJELA. -  ¡Qué palabras!... No os comprendo...

ALFREDO. -  (¡Insensato!..., ¿qué iba yo a decir?)

ROBERTO. -   (Entrando.)  Jenaro, señor, os aguardaba en esta puerta...

ALFREDO. -  No era ahí donde yo le había mandado... ¡Todos se creen con derecho para hacer su voluntad!  (Vase.) 

ÁNJELA. -  ¡Cuánto siento que nos hubieseis interrumpido! Si tardáis un poco, me parece que Alfredo iba a confiarme alguna pena oculta. ¡Si le vieseis qué conmovido estaba!

ROBERTO. -  ¡Conmovido!, sí..., eso es muy común..., pero no es tan fácil arrancarle su secreto. -En fin, ya estás viendo qué maneras...

ÁNJELA. -  Bajo de esas maneras, sin embargo..., no lo dudéis, padre mío..., se esconde siempre un bello corazón. ¡Pues qué!, ¿puede renunciarse en un momento a las ideas y a los hábitos de toda la vida?... Mas he aquí Rujero que llega..., ¡cuán diferente del que acaba de dejarnos!-



3.ª

 

ROBERTO, ÁNJELA, RUJERO.

 

  -...¿No es verdad, Rujero mío?, ¿no es verdad que tú eres dichoso, muy dichoso, al lado de tu padre y de tu esposa?

RUJERO. -  Sí, mi querida Ánjela. Mi cariño acia ti durará tanto como mi existencia. Tú has sido la ilusión de mi juventud: tú eres el encanto de mi vida: tú serás el consuelo de mis últimos años. A tu lado, y sólo a tu lado, es donde encuentro mi felicidad.

ÁNJELA. -  ¡Ah!, yo también cifro la mía en tu cariño, y no más que en tu cariño... Y sin embargo, me falta una circunstancia para ser completamente dichosa... Tú sueles estar triste, mi querido Rujero; y eso no puede menos de entristecerme a mí también... No me digas nada..., no te disculpes... Sé muy bien el motivo: el motivo es Alfredo y su apasionada tristeza... -¡Le quieres tanto!, ¡te interesas tanto en su suerte!

RUJERO. -  Sí, Ánjela; es verdad. El silencio obstinado, el intempestivo cambio de Alfredo, me alarma, y me desazona por él. Ya ves que este sentimiento es justo. Él ha sido el compañero de mi infancia, el amigo de mi juventud. Nos hemos amado entrañablemente; y durante muchos años no hemos tenido un secreto reservado, ni un placer, ni una pena que no fuese común a los dos. Juzgad si deberá sorprenderme la conducta que observa ahora. Él abandona cuanto amaba hasta aquí, y manifiesta en todas sus acciones una lijereza, una instabilidad, enteramente contrarias a su carácter antiguo. De espansivo se hace reservado: de bueno hasta la debilidad, se convierte en áspero hasta la dureza... Y yo sigo también la condición común..., y ya no me fía sus pensamientos..., ya recata de mí los pesares que le aflijen... ¿Cómo he de ser insensible a tantas novedades?

ROBERTO. -  Tu esposa observaba poco ha que su mudanza ha coincidido con la llegada de la viuda de su padre. Desde entonces tuvo principio: después, ha seguido siempre en aumento.

RUJERO. -  Es cierto... Yo también lo he pensado varias veces... Pero ¿qué relación pudiera haber...?

ROBERTO. -  ¿Quién sabe?... Si la observación es esacta, no la debemos despreciar... ¿Quién sabe? Alfredo es joven: Berta está adornada de una brillante hermosura...

RUJERO. -  Me hacéis estremecer... Pero no, no..., desechad esa idea... Yo conozco a Alfredo..., es la misma virtud... Su corazón no podría mancharse con un amor incestuoso.

ROBERTO. -  ¡Es la misma virtud su corazón!... Sí..., y ve aquí por lo que yo sospecho: su virtud es la que me hace temblar... Por ella es por lo que temo que una desgraciada pasión sea el motivo de esta conducta inesplicable.

RUJERO. -  Os repito que me hacéis estremecer... ¿Sería posible? -En este caso..., forzoso es hablarle.

ÁNJELA. -  ¿Hablarle?, ¿tú, Rujero?... Y ¿no temes?...  (Principia a oscurecer.) 

RUJERO. -  Nada: ¿qué he de temer?..., ¿no es mi amigo?... Forzoso es cumplir con las obligaciones de ese nombre..., salvarle, aun a pesar suyo, si fuera necesario. -Voy a buscarle en el momento.

ÁNJELA. -  No le encontrarás. Hace un instante que salió a cazar con Jenaro..., un momento antes que tu llegaras.

RUJERO. -  (¡Otras veces no salía nunca sin mí!)

ÁNJELA. -  Pero no tardará mucho... Ahora no tiene quietud ni constancia en ninguna cosa... Y por otra parte va oscureciendo..., no puede tardar. -Escucha.... me parece..., sí: ya está de vuelta... ¿No oís el ruido de los caballos?... Por la puerta del jardín... Vedle, vedle qué pálido llega...

RUJERO. -  Aún no nos ha visto... Dejadme solo con él... No tengas ningún recelo, Ánjela mía... Descuidad... Si su secreto es el que pensáis  (a ROBERTO yo se lo arrancaré por más que lo oculte, y cuento con vuestra cooperación para libertarle del precipicio.



4.ª

 

RUJERO, ALFREDO.

 
 

(Atraviesa el teatro y se sienta al otro estremo.)

 

RUJERO. -  (No me ha visto aún.)

ALFREDO. -  El mismo hecho..., el mismo principio en todas partes... ¡La fatalidad!... ¿Será, por ventura, la fatalidad la única ley del mundo? ¿No seremos todos sino débiles instrumentos de su poder; vanos juguetes de sus arcanos misteriosos?

RUJERO. -  (No sé si interrumpirle...)

ALFREDO. -  Entonces..., la virtud no sería más que un nombre vano; y esta lucha en que consumo mis fuerzas, el delirio de una necia vanidad... Entonces..., no habrá remedio: yo seré arrastrado, como la rama que cayó en el torrente..., despedazado, como la garza cojida por el halcón... Esta garza y este halcón: ...en vano quise impedirlo: ...su destino... Mucho mal, mucho mal me han hecho... No puedo desterrarlos de mis memoria!

RUJERO. -  (Es forzoso arrancarle a sus cavilaciones.) -Me perdonaréis si me llego a interrumpiros... Pareciome, haber observado tal palidez en vuestro semblante...

ALFREDO. -  ¡Puede ser!

RUJERO. -  ¿Os sentís con alguna incomodidad? ¿Padecéis acaso?... Pero ¡necio de mí!, ¿cómo he de tener duda en vuestros padeceres? ¿Pasa un día, una hora, un solo momento, en que vuestro corazón no esté desgarrado?... En vano queréis ocultármelo, Alfredo: no es fácil que yo me equivoque sobre los afectos de vuestro corazón... Sin embargo, me parecéis tan abatido esta tarde!...

ALFREDO. -  ¡Rujero!..., nosotros hemos hablado varias veces de la fatalidad y del destino..., y concluíamos siempre por despreciar estas ideas... ¿Crees tú que tuviésemos razón?...

RUJERO. -  Sí..., ciertamente..., lo creo...

ALFREDO. -  Escucha. -Salía yo esta tarde a cazar..., no por cazar..., ¿qué sé yo por qué?... Apenas me había retirado cincuenta pasos del castillo, cuando una bellísima garza, la más hermosa que he visto en mi vida, vino a presentarse delante de mí... Mi primer movimiento fue soltar sobre ella el halcón, cuyos ojos centelleaban de alegría al contemplarla... A este impulso sucedió una idea de lástima: tuve compasión de su inocencia, y reprimí mi movimiento... Volví el caballo en otra dirección..., pero la garza voló también acia aquel lado... Me dirijí nuevamente por allí... Esta constancia de buscar la muerte, este empeño de ofrecerse al peligro, me empeñó más en salvarla... Decidime a volver al castillo: ...entonces desapareció..., y mi corazón descansaba, libre del peso horroroso que le oprimiera: ...Casi tocaba a la puerta, cuando se me presenta otra bandada..., suelto el halcón se lanza sobre ella: ...un instante, y ¡ya no existía!... ¡Rujero! ¿Quién impelía a la garza, para que se precipitara a su muerte?..., ¿quién ha burlado mis esfuerzos por salvarla?

RUJERO. -  Nuestra vida está llena de misterios..., ¿quién puede dudarlo, Señor?..., pero no, no nos impele una potencia irresistible... Siempre tenemos fuerza para defendernos..., siempre, para quebrantar y sacudir el yugo de las pasiones.

ALFREDO. -  Tú no sabes, Rujero..., tú no sabes lo que son las pasiones... Tú no has esperimentado sino pasiones fáciles, inocentes, capaces de un lejítimo desahogo... ¡Pero yo!...

RUJERO. -  ¡Vos!... Ya lo sé, Alfredo..., vos... ¡Y bien!..., para este caso es el esfuerzo... Es necesario que las dominéis... Es necesario que lanzéis de vuestro pecho lo que nunca ha debido entrar en él...

ALFREDO. -   (Levantándose furioso.)  ¡Rujero!

RUJERO. -  Podéis hacer lo que os parezca... Si porque he adivinado los combates de vuestro corazón: ...si porque quiero fortificar vuestros sentimientos de rectitud: ...si porque deseo libertaros del precipicio a cuyo borde marcháis..., os place también atravesar con ese acero al amigo de vuestra infancia... Entonces creería haberme equivocado, y pensaría que ya habíais caído en una sima horrorosa, de la que fuera en vano quereros retirar.

ALFREDO. -  No... ¡Rujero!, ¡no!... ¡Mis manos son todavía inocentes!

RUJERO. -  Y vuestro corazón también... El que combate no está vencido aún, y puede prometerse la victoria... ¡Alfredo!, es menester salvaros...

ALFREDO. -  ¡Rujero!..., ¡amigo mío!

RUJERO. -  ¡Llorad..., sí..., llorad!, esas lágrimas son la prenda del triunfo... No las habíais derramado en mucho tiempo; y ved ahí el motivo de mis temores...

ALFREDO. -  ¡Ay!, tú no sabes el combate atroz que desgarra mi pecho: ...tú ignoras los furores de la pasión que me consume... No es una pasión humana; es un amor frenético, infernal: es una llama irresistible: es un ascua de hierro candente, enterrada dentro del corazón... En vano la he combatido, Rujero: en vano he luchado con todas mis fuerzas: en vano he llamado a mi socorro los auxilios de la razón y de la virtud... El acero se clavaba más profundamente: el ascua abrasaba con más intensidad mis entrañas... No creas que me desconozco... Yo he sido bárbaro, bárbaro contigo, bárbaro con todos los que me rodean. En el estravío de mi imaginación, buscaba en esa barbarie la fuerza que me faltaba para resistir... Yo he trastornado todos mis hábitos: he buscado la distracción en otras aficiones..., ¡tal vez hasta en otros vicios!... ¡Insensato! ¿Dónde ocultarse de sí propio?, ¿dónde olvidar un pensamiento, cuando él solo forma nuestra existencia?

RUJERO. -  ¡Alfredo!

ALFREDO. -  ¡La fatalidad, Rujero!, ¡la fatalidad!..., ella domina el universo..., ¡ella sola!... La garza buscaba al halcón; y en vano, ¡en vano procuraba yo impedir su muerte!... ¿Quién la fascinaba?..., ¡la fatalidad! Ella me conduce, ella me impele con su brazo de hierro... Mi resistencia..., ¿de qué sirve mi resistencia?... Sólo he de hacer más áspera, más desgraciada, más estrepitosa mi caída.

RUJERO. -  No, Alfredo: es necesario salvarte..., y tu amigo tiene derecho para exijirlo de ti, para compelerte a ello... ¡Lejos de nosotros esa femenil debilidad!... Hablas de tu resistencia: dices que es inútil..., y ¿qué has hecho para resistir?... El hombre combate cuerpo a cuerpo las pasiones, y no se deja rendir por ellas. Si tú hubieses ya sucumbido, si hubieran principiado a arrastrarte..., entonces sí que no sería ya tiempo. Pero aún no ha llegada ese caso: aún puedes..., aún es necesario salvarte... ¡Hijo de Ricardo!... ¿Tiemblas?, ¿te estremeces a este nombre?... ¡Bien!, estremécete, y escúchalo..., escúchalo, para tenerlo siempre delante de los ojos... ¡Hijo de Ricardo!..., ¡es menester que huyas de la viuda de tu padre!

ALFREDO. -  ¡Calla, calla!... ¡Rujero!... Que ese nombre no suene en tus labios..., jamás ha sonado en los míos... Que no le oigan..., ni los árboles, ni estas columnas, ni el viento que nos rodea... Que no sepan mi infamia..., que no repitan mi nombre como el horror y el oprobio del mundo... ¿Ignoras que si otro que tú le hubiese pronunciado..., si otro hubiera conocido mi crimen...?

RUJERO. -  Cálmate, amigo, cálmate... Jamás saldrá de mis labios una espresión indiscreta..., jamás. Pero es necesario que me obedezcas: exijo de ti la promesa formal..., el juramento de verificarlo.

ALFREDO. -  Habla..., estoy resuelto a cumplir todo lo que me ordenes.

RUJERO. -  Júramelo por tu honor..., por nuestra amistad..., por la sombra de tu padre.

ALFREDO. -  Sí, sí: lo juro..., y si no lo cumpliere, véame deshonrado a la faz del universo, y cubierto de infamia y de baldón.

RUJERO. -  En nombre de tu padre..., al nacer el día..., ¡parte para la Tierra Santa!

ALFREDO. -  ¡Rujero!

RUJERO. -   (Durante esta escena ha salido la luna.)  ¡No más!



5.ª

 

ALFREDO.

 

  ¡Al nacer el día!..., ¡partir para la Tierra Santa!... ¡Y bien!..., lo he jurado: forzoso será cumplirlo... Tiene razón: no hay otro remedio para libertarme... ¡Berta! ¡Berta!, ¿porqué te he conocido?, ¿porqué arribaste jamás a las costas de Sicilia?... Yo hubiera vivido inocente: hubiera vivido feliz..., tú me has robado mi inocencia, y no puedes darme la felicidad...



6.ª

 

ALFREDO, BERTA.

 

BERTA.-  ¿Sois vos, Alfredo?

ALFREDO. -  ¡Es ella!

BERTA. -  Pareciome oír una voz que se quejaba en este sitio..., y naturalmente me he dirijido acia él... Seríais vos..., sí: no quiero interrumpiros: ...los corazones tristes se reposan en la soledad..., y estas dulces y melancólicas noches de Sicilia..., ¡ah!..., no hay en ninguna rejión noches tan bellas como en este país.

ALFREDO. -  ¿Son bellas, decís?

BERTA. -  Vos no podéis estimarlas, Alfredo; porque no habéis esperimentado las de otras rejiones... ¡Dichoso vos, que nunca abandonasteis el suelo de vuestra patria tan hermosa!... Pero yo..., yo, juguete de un destino voluble, yo he conocido las escarchas y las nieblas de Inglaterra, y los arenales ardientes de la Palestina..., el país de los huracanes del polo, y el país de los huracanes del desierto... ¡Ay!, ¡ni en la Palestina ni en la Inglaterra se respiraba el aliento de esas flores, ni se escuchaba ese blando murmullo que es tan agradable a mi corazón!... Pero me olvidaba..., perdonadme, Alfredo: ...voy a dejaros...

ALFREDO. -  ¡Ah!, no..., ¡no me dejéis!..., continuad ¡por compasión!... ¡Son tan dulces vuestras palabras! ¡Me quedan tan cortos momentos de oírlas!

BERTA. -  ¡Cómo, Señor!, ¿marcháis?, ¿cuándo?, ¿a dónde?..., ¡nada me habíais anunciado!...

ALFREDO. -  Sí, Berta..., marcho: ...mañana mismo: ...es forzoso: ...el nuevo sol me verá lejos de aquí.

BERTA. -  Tan pronto!

ALFREDO. -  ¡Pronto!..., ¿tendríais vos interés en dilatarlo?

BERTA. -  ¡Yo!... Pero, ¿a dónde es vuestra marcha?, ¿cuál es el objeto de vuestra partida?

ALFREDO. -  ¡Lejos..., muy lejos...! Para no vernos más en este mundo... Esos desiertos arenales, esas rejiones asoladas bajo un sol sin piedad...

BERTA. -  ¿La Palestina?

ALFREDO. -  Sí, la Palestina... Allí, allí... No hay en el mundo otra esperanza, no hay otra salvación para Alfredo!

BERTA. -  Yo respeto vuestras razones, y no quiero arrancaros los secretos de vuestro corazón... ¡Quiere decir que la desgracia no se ha cansado de perseguirme...! ¡Cuando pensaba haber encontrado un apoyo, un amigo verdadero, que me hiciese más soportable mis penas..., cuando había sentido por vos la más dulce simpatía..., voy nuevamente a quedar abandonada a merced de un hermano caprichoso, y a todo el horror de un desamparo eterno.

ALFREDO. -  ¡Por piedad, Berta!, ¡por piedad!... ¡Ah!, vos no sabéis...

BERTA. -  Disimuladme si os he hablado de mí. Es la primera vez..., porque iba a ser la última. Había colocado en vos mi esperanza..., y es muy triste renunciar a ella...

ALFREDO. -  (¡Imposible!, ¡imposible!... Yo no puedo abandonarla.)

BERTA. -  Quisiera pediros un favor... Marcháis a la Palestina..., llevadme a mí también... Allí, en el monte Carmelo existe un monasterio de relijiosas, donde he pasado algunos años de mi vida..., allí existen también las únicas relaciones que me quedan en el mundo... Conducidme a él. En él rogaré a Dios por vuestra prosperidad..., y si mi memoria no os es enteramente agradable, en él podréis de tiempo en tiempo saludar alguna vez a vuestra amiga.

ALFREDO. -  No, Berta; ...no partiréis..., no partiremos... ¡Imposible!, ¡imposible!... ¡Perezca mi virtud!..., ¡imposible!... No puedo abandonaros... El crimen..., el infierno mismo..., ¿qué me importa?... No..., ¡no os abandonaré!

BERTA. -  ¡Alfredo!

ALFREDO. -  Sí, Berta: conocedlo: conoced nuestra situación..., ya es imposible callar... Yo os adoro..., yo llevo el infierno mismo, el infierno del amor, dentro de mis entrañas... He luchado..., he resistido..., he querido huir..., ¡imposible! Vos no me habéis dejado huir... Vos habéis querido precipitarme...

BERTA. -  ¡Yo!

ALFREDO. -  Tú, tú..., que también me amas, tal vez sin saberlo..., tú, que me has arrastrado al abismo donde vamos a precipitarnos uno y otro... Porque ya es forzoso, Berta: ...ya es forzoso que tú seas mía, y que yo sea tuyo..., ya es forzoso que gozemos la felicidad del delirio, pues hemos perdido la de la inocencia... ¡Forzoso, sí, forzoso...! ¡Hija de la Bretaña!, tú has nacido para mí..., un destino férreo nos une..., una mano de bronce nos impele el uno contra el otro... ¡Ven! Aquí..., a la faz del cielo y de la tierra...

BERTA. -  ¡Alfredo! ¡Alfredo!..., vuestro padre...

ALFREDO. -  ¿Qué importa mi padre?... Mi padre fue feliz antes de bajar a la rejión del descanso... Yo también lo seré... Tú me perteneces desde mi infancia: sí: porque tú has realizado todas la ilusiones que la mecieron... Me perteneces..., ¡maldición!, ¡maldición al que lo haya impedido!...

BERTA. -  ¡Por piedad, Alfredo..., no abuséis de mi debilidad...! Quizá..., ¿quién sabe?..., puede ser...

ALFREDO. -  ¡Indudable! Tú me amas... mi corazón ha incendiado el tuyo..., ese es nuestro destino... la fatalidad de nuestra estrella... ¿Quién puede impedirlo?, ¿quién? Vamos a ser felices... Seamos felices un solo momento, y después ¡que el infierno nos confunda! ¿Qué importa?... Un instante; y venga, ¡venga en seguida el rayo que nos aniquile!...

BERTA. -  ¡Qué palabras!... Tú me pierdes... Mi resistencia..., ¡ay!... ¡Alfredo!... ¡Y bien!... Yo te amo.

ALFREDO. -  Pero no lo digas... ¡Palabra de felicidad!..., que no la repita el eco..., que no la gocen las auras..., ¡para mí, para mí solo!... ¡Momento de placer! ¿Qué ha sido mi vida hasta ahora? ¡Vanidad..., necedad..., insipidez eterna! ¿Me amas, Berta?, ¿me amas?... Y tú me lo has dicho..., y tus labios..., tus ojos..., esas lágrimas de placer, que se escapan por tus mejillas... ¡Noche!, ¡primera noche de mi existencia!... Antorcha que iluminas mi ventura!...

 (BERTA lánguida y abandonada. ALFREDO en el mayor delirio la tiene entre sus brazos.) 



7.ª

 

ALFREDO, BERTA, JORJE.

 

JORJE.-  ¿Qué miro?... ¡Berta! ¡Alfredo!  (Corriendo a ellos.) 

BERTA. -  ¡Ay!... ¡Mi hermano!

ALFREDO. -  ¡Desgraciado!

JORJE. -  ¡Asesino!

BERTA. -  ¿Qué has hecho, Alfredo?

ALFREDO. -  Ven, Berta, ven... He castigado su crimen... ¡Él había visto mi felicidad!

 

(Al sorprender JORJE a su hermana en los brazos de ALFREDO, estos se separan, cayendo aquella sobre su asiento. ALFREDO con un movimiento prontísimo e irreflexivo saca su daga y hiere a JORJE. Este cae al suelo, gritando «¡asesino!». ALFREDO coje a BERTA en sus brazos y se la lleva. -Todo debe ser instantáneo.)

 




ArribaAbajoActo III

El Remordimiento


 

Una galería: en el fondo una capilla, que se abre para la última escena.

 

1.ª

 

RUJERO, ROBERTO.

 

ROBERTO.-  Yo estoy resuelto, Rujero: el astro de la noche me verá lejos de este castillo. ¡Bien sabe Dios cuán costoso me es el dejarlo..., cuanto ha de padecer mi espíritu al encontrarme separado para siempre de unos lugares donde pasé cincuenta años de mi vida!... Pero, hijo mío, no me es posible permanecer más tiempo en esta caverna de maldición. Mientras ha podido esperarse que Alfredo volviese en sí de sus estravíos, y que reparase por un arrepentimiento solemne y público sus crímenes y sus escándalos, he debido permanecer en su compañía, a fin de escitarlo a que siguiese este camino. Tal era mi obligación para con su padre, que me lo encomendó a su marcha, para con él, para conmigo propio... Mas cuando el tiempo y las reconvenciones han sido inútiles; cuando, lejos de contenerse en su viciosa carrera, cada día se precipita por ella con más desenfreno; cuando desprecia las amonestaciones de nuestro santo Obispo, y prepara hoy ese inmenso escándalo, que debe asombrar hasta a los infieles enemigos de nuestra ley..., no; mis ojos no se mancharán presenciando un espectáculo tan impropio; y por más que se destroze mi corazón al considerar este destierro a que voy a condenarme..., tendré valor, tendré fortaleza para llevarle a cabo.

RUJERO. -  ¿Qué queréis que os diga?..., razón tenéis para esa determinación. Yo también tuve esperanzas de reducirle a la virtud de que apostaba..., mas todas se han desvanecido... El que hace gala del crimen, ya no es accesible al arrepentimiento...

ROBERTO. -  Te he manifestado mi resolución, que es invariable: no te aconsejo que modeles por ella tu conducta..., en semejantes casos, cada uno debe consultar con su conciencia, y seguir únicamente sus impulsos... Sólo quisiera pedirte una gracia. Ánjela es tu mujer: los derechos del padre espiraron al nacer los del esposo: yo no puedo ordenarle que me siga; desearía, pues, que tú se lo permitieses... Como débil anciano, necesito un apoyo que sostenga mis últimos momentos, de una persona amada que dulcifique los largos días de mi vejez..., como padre, debo anhelar porque mi hija no respire el mismo ambiente que esa desdichada Berta. El aliento de los malvados emponzoña la atmósfera que los rodea, y puede envenenar hasta la sangre de los inocentes. -¿Me concederás esta gracia?

RUJERO. -  Descuidad, padre mío; Ánjela os acompañará..., y Rujero también.

ROBERTO. -  ¿Tú también, Rujero?

RUJERO. -  Yo..., yo, que tampoco quiero permanece a su lado... ¿Para qué? Demasiado he sufrido; y demasiado he de sufrir aún, sólo con la memoria de ese infeliz, que fue tan virtuoso... Yo os seguiré..., yo os seguiré, Roberto...

ROBERTO. -  ¡Tú me seguirás!, ¡me seguirá Ánjela!... ¡Ay!, acompañándome vosotros, ya no me parecerá tan duro mi destierro.

RUJERO. -  ¿Para qué he de permanecer aquí?... Ni él hace caso de mis palabras, ni ese misterioso y desconocido estranjero las deja llegar a sus oídos... Ese es el que me lanza de este palacio, como me ha lanzado del corazón de Alfredo. Sus consejos son los que los pierden..., los que le cierran los ojos a la luz..., los que le impelen en el precipicio... Su ominosa aparición cuando acababa de cometerse el asesinato de Jorje, su presencia como sobrenatural en todas partes, sus espresiones tan fríamente malvadas, que hielan la sangre hasta el fondo del corazón, aquella fisonomía que hace estremecerse, aquellas miradas que ningunos ojos humanos pueden sostener...



2.ª

 

RUJERO, ROBERTO, EL GRIEGO.

 

EL GRIEGO.-   Alfredo pregunta por vos..., tiene que comunicaros ciertas órdenes.

ROBERTO. -  ¿A mí?

EL GRIEGO. -  A vos... Son respectivas a la ceremonia que va a verificarse.

ROBERTO. -  Entonces..., podéis decirle que busque otro a quien comunicarlas..., porque yo no pienso contribuir por mi parte a tamaño escándalo.

EL GRIEGO. -  ¿Eso respondéis al barón?... ¿Así cumplís vuestras obligaciones?

ROBERTO. -  Eso le respondo..., así cumplo mis obligaciones... Vos le serviréis mejor..., y le acabaréis de despeñar en un precipicio sin fondo. -Ven, Rujero...

EL GRIEGO. -  Esperad, Rujero: tengo que deciros dos palabras... Ya os seguirá... (Podéis pensar de mí lo que queráis..., pero sabed que las palabras que se pronuncian más en secreto, resuenan en mis oídos tanto como las esplosiones del volcán.)

RUJERO. -  (¡Y bien!...)

EL GRIEGO. -  (Era sólo una simple advertencia...) Id... Roberto os aguarda...

RUJERO. -  (¡Apenas le habíamos nombrado!)



3.ª

 

EL GRIEGO.

 

  Así, así..., que se precipiten..., que pongan en ejecución su idea..., que partan cuanto antes del castillo... ¡Mejor!..., menos obstáculos..., menos temores. -¡He aquí Berta!...



4.ª

 

BERTA, ÁNJELA.

 

ÁNJELA.-  Permitidme, Señora, que me retire..., para mí no sería placentera esa magnífica ceremonia.

BERTA. -  ¿No lo sería para vos?... ¿No sería placentera, decís?

ÁNJELA. -  Perdonadme si mi franqueza...

BERTA. -  Pero ¿qué motivo?...

ÁNJELA. -  Dispensadme tanto atrevimiento... Los que hemos nacido en una clase vulgar, conservamos siempre mil preocupaciones... Yo confieso que lo serán las mías; pero no puedo vencerlas... No os faltarán, Señora, damas de honor ni jóvenes muy lindas, que os acompañen al altar... Permitidme..., permitidme que me retire...



5.ª

 

BERTA.

 

  ¡Ánjela!... ¡Ánjela!... No me atiende... No sé lo que pasa por mí... ¡Vedme aquí despreciada, escarnecida por una mujer de la plebe..., a quien él había colmado de beneficios..., a quien yo los reservaba todavía mayores!... ¡Insolente!... Abusa de mi carácter, de la bondad que le he manifestado con tanta franqueza..., abusa para vilipendiarme..., para abatirme..., ¡para ajar mi orgullo, y gozarse con mi humillación...! ¡Ella me ha despreciado!..., ¡a mí!..., ¡a la sangre más pura de la Bretaña!... ¡Ella se ha creído deshonrada de estar conmigo!, ¡ella se cree superior a Berta..., a la que se dignaba desde su elevación tenderle una mano para levantarla del polvo!... No sé lo que pasa por mí... ¡Insolente!... Y ¿así ha de quedar triunfante..., así jactanciosa de haberme humillado?... No... Es necesario que un hecho notable, ejemplar..., me vengue de esa desdichada, para que yo no me avergüenze de mí misma...

-¡Más crímenes, Berta! ¿No te bastan los cometidos?..., ¿no te bastan esos fantasmas que te persiguen noche y día, en as tinieblas y en la luz, en el bullicio, en la soledad, hasta en el seno de los mismos placeres que te arrastraron a cometerlos?... ¿Quieres que se levante aún otra voz tremenda, para aumentar el número de tus acusadores?... No..., no..., yo no tengo derecho para exijir de ella una estimación que mi conducta desmerece..., ella tiene derecho para despreciarme... La esposa de un villano es más honrada que la...

-Pero ¿no voy a ser su esposa?, ¿no va a pronunciarse sobre nosotros la bendición de la iglesia?, ¿no van a lejitimarse estos lazos, a estrecharse indisolublemente con la palabra de un ministro del Señor?... Sí: dentro de pocos instantes yo seré de Alfredo, y Alfredo será mío a la faz del mundo..., un cuantioso donativo habrá lavado nuestras faltas, y apaciguado la cólera divina..., y nadie, nadie tendrá derecho de mirarme con altivez... ¡Cuánta va a ser entonces mi felicidad!... ¡Ay!, acábase el remordimiento que despedaza mi corazón..., y aunque deba morir un instante después... Acábase, fenezca esta voz que está siempre resonando en mis oídos..., que repiten las bóvedas..., que se prolonga debajo de tierra..., esta voz..., «¡incestuosa!... ¡fratricida!...»



6.ª

 

BERTA, EL GRIEGO.

 

EL GRIEGO.-  ¡Ilusión!, ¡debilidad!

BERTA. -  ¿Me escuchabais, amigo mío?

EL GRIEGO. -  Debilidad que yo me figuraba hubieseis ya desechado... ¿No os he proporcionado este medio de acallar vuestros vanos escrúpulos?... Desechadlos, Berta... Serenad vuestro corazón y vuestro semblante... ¡Estáis tan ajitada!... Alfredo va a llegar dentro de un momento... Preparaos a recibirle..., ¡que tornen las rosas a vuestras mejillas!. En cuanto a la atrevida que os ha insultado poco ha... que ha pretendido humillaros...

BERTA. -  ¡Lo sabíais!... ¿Se ha jactado quizá de ello?

EL GRIEGO. -  Descuidad en mí... No se lisonjeará de su triunfo...

BERTA. -  Pero...

EL GRIEGO. -  Alfredo viene..., os dejo bien acompañada... En eso consiste la felicidad..., creedme..., no hay nada de real y de positivo sino el placer... ¡Todo lo demás son quimeras y preocupaciones...!



7.ª

 

BERTA, ALFREDO.

 

BERTA.-  ¡Alfredo mío!

ALFREDO. -  ¡Berta..., qué conmovida estás!

BERTA. -  No: no es nada..., ya no es nada... Lo estaba hace un instante..., pero llegó nuestro amigo, y sus palabras me han animado... ¡Cuánto le debemos, Alfredo!

ALFREDO. -  Sí, Berta: le debemos mucho. -Cuando mis antiguos vasallos, mis escuderos, hasta Rujero mismo, a quien he colmado de tantas distinciones, nos miraban con aversión, con horror tal vez..., este griego sólo nos ha consagrado una fidelidad sin límites, y está multiplicando sus servicios por nuestra felicidad... Apenas indicamos un deseo, y ya le vemos cumplido por él... Hoy mismo..., si vamos a lejitimar la pasión que nos devora; si vamos a recibir las bendiciones de la Iglesia..., a su celo, a su eficacia lo debemos. -Ignorantes y supersticiosos los sacerdotes de esta isla, se negaban a santificar nuestro enlace, arrastrados por las necias preocupaciones del vulgo, y por un respeto servil acia ese viejo imbécil que ocupa la silla de Palermo... ¡Y bien!, nuestro amigo ha hecho venir un sacerdote de su patria, ese varón de eminente sabiduría, que ha escuchado con benignidad, que ha escusado nuestras faltas, que ha disipado nuestros temores, que va a pronunciar sobre nosotros la bendición que nos unirá lejítimamente...

BERTA. -  Y que acabará con nuestros remordimientos... ¿No es verdad, Alfredo?

ALFREDO. -  Sí: amor mío..., acabará... ¿No lo esperas tú también?

BERTA. -  Lo espero..., y esa esperanza es lo único que me apega a la vida... ¡Ay!, ¡qué feliz voy a ser cuando esté tranquila, libre y tranquila mi conciencia!, ¡cuántos tesoros de amor y de ventura voy a encontrar en tu compañía!... Todo, todo lo que nos rodee, hasta las fieras, hasta las plantas, hasta los seres insensibles, van a tener envidia de mi felicidad... El sol nacerá todos los días brillante y majestuoso..., la noche se levantará siempre amable y placentera..., mi vida, mi vida toda va a ser una continua ilusión, un sueño inacabable de placeres... Brotará la rosa bajo nuestras pisadas..., un aroma purísimo embalsamará el ambiente que respiremos..., una música etérea, celestial, vagará en torno de nosotros... El mar nos tenderá sus ondas apacibles..., el bosque nos dará su melancólico murmullo..., el universo entero sus jemidos de amor y de esperanza... ¡Ah! Cuando la primavera haya rociado sus dones en esta tierra de bendición..., en el sosiego de la noche..., a la dulcísima luz de la luna..., en esa playa, donde las perezosas oleadas se estrellan tan blandamente..., al vago y tierno sonido de tu harpa, que dilatará una brisa leve y aérea como la memoria del placer..., ¿no es verdad, Alfredo?..., ¡entonaremos el himno de los amores, y tu corazón y el mío se confundirán en aquella inefable delicia...!

ALFREDO. -  ¡Por piedad, Berta!, ¡por piedad!... ¡Más despacio!... Ten compasión de mí... Tú me haces espirar de placer.

BERTA. -   (Con el mayor sobresalto.)  ¡Ay!

ALFREDO. -  ¡Berta!

BERTA. -  ¡Perdón!, ¡perdón!, ¡misericordia!

ALFREDO. -  ¡Berta!

BERTA. -  ¿No la has oído?..., ¿esa voz?... ¡Perdón!... ¡No más!, ¡no más!... Alfredo, sálvame..., ¿no la oyes?... «¡Frati...!»

ALFREDO. -  ¡Calla, Berta!, ¡calla!... ¡Desdichada!... ¡Desdichados uno y otro!... ¡Qué palidez!... ¡Berta!

BERTA. -  ¿No volverá a sonar?..., ¿lo esperas, Alfredo?... ¡Ay! Nunca ha sido tan espantosa..., nunca se ha clavado tan fuertemente en mis entrañas... ¿No volverá a sonar?... ¿Crees tú que termine, cuando haya caído sobre nosotros la bendición del sacerdote?... ¡Alfredo!... ¡Qué desdichada soy!... No me dejes..., no te separes de mí un solo momento... ¿Crees tú que acabará este suplicio?

ALFREDO. -  Sosiégate, Berta: calma esa ajitación a que te abandonas, y que es tan funesta para ambos... ¡Yo no sé cuál va a ser nuestra suerte..., rodeados sin cesar de esa sombra que no nos deja un solo instante, que nos persigue más en los momentos de más ventura!... ¡Fatalidad de maldición! ¿Qué me importa el poseerte, el disfrutar de la felicidad suprema, si en el mismo delirio del placer ha de derramarse esa copa emponzoñada, para convertirlo en un infierno de dolores?... ¡Si yo pudiese aniquilarla!..., ¡si pudiese, aunque fuera a fuerza de crímenes!... ¡Imposible! Está escrito que no podamos ensordecer a esa voz, que no tengamos defensa contra ese puñal que llevamos en nuestro seno...

BERTA. -  ¡Conque no hay salvación, Alfredo! ¡Conque estoy condenada a este suplicio perdurable!... ¡Y yo formaba esperanzas lisonjeras..., esperanzas sólo de deleite por el porvenir!... ¡Dios míos!, ¿por qué he venido a este castillo?... Tú vivías inocente y feliz; yo..., no era dichosa..., ¡pero tampoco sufría este martirio imponderable!

ALFREDO. -  ¡Berta!

BERTA. -  ¡Cuánto debes maldecir mi llegada! Ella nos ha traído la perdición de ambos..., el asesinato..., el incesto..., ¡horrorosa comitiva que venía en pos de mí...! ¿Porqué no he permanecido eternamente en las mazmorras de Damieta?, ¿porqué no sumerjieron los mares mi navío, antes de arribar a estas playas?, ¿porqué no me consumió el rayo que vi estallar sobre la cima del Carmelo?... ¡Yo hubiera sido virtuosa lejos de tu lado..., tú hubieras sido feliz, a no habernos conocido!

ALFREDO. -  No, eso no..., jamás. Desecha esos pensamientos impíos, indignos de ti, indignos también de Alfredo... Nuestro destino ha sido horroroso; pero es necesario que se cumpla: ...yo no lo repudio, yo no renuncio a él. Nuestra vida está dominada por el mal..., enhorabuena: le sufriremos..., mas no dejaremos de amarnos..., no nos arrepentiremos de nuestra pasión... -Mira, Berta..., mi corazón padece tanto como el tuyo..., esas voces que resuenan para ti, también están incesantemente atronando mis oídos..., esos fantasmas que te persiguen, también están de continuo ante mis ojos... ¡Pues bien!, yo los prefiero, yo prefiero estos horrores, a esa inocencia vana e insípida de que me hablabas... ¿No los prefieres tú también, hija del norte? ¿Quisieras tú por ventura, a precio de esa triste inocencia, abandonar un corazón como el mío, separarte para siempre de la mitad de tu ser, hasta olvidar la memoria de tantos momentos de felicidad?

BERTA. -  ¡Alfredo! ¡Alfredo mío!

ALFREDO. -  No lo quisieras..., no puedes quererlo... Ya te lo he dicho, Berta: un destino sobrenatural nos une..., un destino que nos hiciera el uno para el otro... Es desgraciado, sí..., o a lo menos lo ha sido hasta ahora... ¿Quién sabe si mañana será más venturoso? El tiempo puede borrar mil preocupaciones que combatimos en vano..., la bendición de la iglesia...

BERTA. -  ¡Ay!, en esa..., en esa sólo está mi esperanza. ¡Si ella nos volviese la calma que hemos perdido!... ¡Con qué placer daría yo de limosna la mitad de mis bienes, por conseguirla sin separarme de tu lado!

ALFREDO. -  Esperémosla..., esperémosla aún... Nuestro amigo nos la promete...



8.ª

 

ALFREDO, BERTA, EL GRIEGO.

 

EL GRIEGO.-   Y vuestro amigo no sabe faltar a su palabra... Verdaderamente no lo merecíais... ¡Espíritus débiles, que no saben sobreponerse a una preocupación!... En fin, lo habéis querido: el sacerdote os aguarda en el altar...

ALFREDO. -  ¡No sé cómo pagaros tanto servicio!..., ¡cómo acreditaros mi agradecimiento! -Berta..., ¡cuando gustéis!...

BERTA. -  (Apenas puedo sostenerme..., ¡qué angustia!) ¡Vamos!



9.ª

 

ALFREDO, BERTA, EL GRIEGO, ROBERTO, RUJERO, ACOMPAÑAMIENTO.

 

ALFREDO.-  Roberto..., ¡vos!... Pensaba que no quisieseis ser testigo...

ROBERTO. -  Y no lo pienso ser... Pero desearía que me permitieseis dirijiros algunas palabras... ¡Tal vez serán las últimas!...

ALFREDO. -  ¿Las últimas, has dicho?

ROBERTO. -  Sí, Alfredo, las últimas..., porque mi vida, pura como estos cabellos blancos que caen sobre mi frente, no había de ir a mancillarse... Disimulad si os hablo de este modo: yo no sé disfrazar ni mentir mis sentimientos... -Bien sabéis que no he nacido vasallo de vuestros mayores: no son mi patria vuestros estados: mis ojos se abrieron a la luz en el otro lado de la montaña. Atraído por las promesas de vuestro abuelo, vino mi padre a establecerse en estos contornos: las mercedes del vuestro, las mercedes de Ricardo acabaron de fijarme en ellos. Yo los consideraba ya como una patria adoptiva, más querida aún que la verdadera; y en ella había siempre pensado que descansasen mis cenizas... ¡Ilusión, locura, el fundar proyectos en el porvenir!... Estaba determinado que a los doce lustros de mi edad había de emprender una peregrinación en busca de nueva patria, y que no había de tener en donde reclinar la cabeza... ¡No importa!... -Tomad, Señor, tomad:  (Entregándole un pergamino.)  ...os devuelvo cuantas mercedes he recibido de vuestros ascendientes y de vos... Adiós, Alfredo: ¡que el cielo os ilumine!

ALFREDO. -  Espera, Roberto..., espera... ¿Porqué tanta precipitación?, ¿porqué quieres abandonar el castillo?, ¿porqué te formas tú mismo esa fantasma, que te asuste? -¡Si lo hubieras hecho antes...! Mas ahora..., cuando la iglesia ha aprobado ya va a bendecir esta unión....

ROBERTO. -  Callad, callad, Señor..., y no añadáis el sacrilejio y la blasfemia a los demás crímenes de que estáis cargado... ¿Qué iglesia es la que aprueba esa unión escandalosa, esa unión que debe estremecer a todos los fieles?... Un sacerdote desconocido, venido, según dicen, de otras rejiones, que nos trae ese aventurero misterioso, imajen del príncipe de las tinieblas... ¿Es esta la iglesia cristiana?, ¿es esta la iglesia de Sicilia, la que presidiera al matrimonio de vuestro padre, la que os recibió al nacer, la que santificó a mi presencia vuestro nombre?... ¡La iglesia va a bendecir esta unión!, -¿cuando el Obispo de Palermo os ha conminado ya con sus cesuras, si no la rompíais en un brevísimo plazo?...

BERTA. -  ¡Alfredo!

ALFREDO. -  ¡Ea!, ¡basta, Roberto!... ¡Al punto, al punto has de partir del castillo!... Jactancioso de virtud y de honradez..., ¿te prescriben estas ser tan insolente con tus Señores?

ROBERTO. -  Vos no lo sois ya mío.

ALFREDO. -  Lo soy aún, viejo imbécil, mientras permanezcas en mi casa.

ROBERTO. -  Decís bien..., en ella no tengo ya derechos..., ¡otras veces! ¡Dios mío!, no os pido por mí aunque voy a ser muy digno de compasión..., ¡sólo para él os pido misericordia!

EL GRIEGO. -   (A ROBERTO.)  Esperad. - (A ALFREDO.)  Podéis prevenirle que lleve consigo a su hija..., discípula suya en moderación... Preguntadle a Berta, que os informará de cuán humilde se le mostraba poco hace.

ALFREDO. -  ¿Ánjela?

EL GRIEGO. -  Ánjela..., ¡digna por cierto de su nombre!

ALFREDO. -  ¿Sería posible?

BERTA. -  Sí, Alfredo. Ánjela acababa de insultarme acerbamente.

ALFREDO. -  Y ¡nada me habíais dicho!..., ¡y habíais querido sufrir en paciencia tanta humillación!... Que se presente Ánjela al instante...

RUJERO. -  ¡Deteneos!

ALFREDO. -  ¡Rujero!, ¿también tú te opones a mi voluntad?

RUJERO. -  No me opongo, Señor; voy a cumplirla... Ánjela es mi mujer... Tomad.  (Le entrega otro pergamino.)  Ya no soy yo tampoco vasallo vuestro... Ánjela va a seguirme lejos de vuestro palacio...

ALFREDO. -  ¿También tú me dejas, Rujero? ¿También tú te declaras en contra mía?

RUJERO. -  Sí..., yo os dejo..., lo que nunca pensé... ¡A Dios, Señor!..., ¡sed feliz!  (A ROBERTO.)  ¡Vamos!



10.ª

 

ALFREDO, BERTA, EL GRIEGO, ACOMPAÑAMIENTO.

 

ALFREDO.-  ¡Todos me abandonan!, ¡todos se separan de mi lado con horror! ¡Tan inmenso es mi crimen!, ¡tan patente el sello de reprobación grabado sobre mi rostro!... ¿Para qué he quedado en el mundo?, ¡para asombro, para execración universal!... ¿Llevaré, por ventura, como Caín, el signo de la maldición divina?...

BERTA. -  ¡Alfredo!

EL GRIEGO. -  ¡Dejadlo quejarse como un niño de los fantasmas que él mismo se crea! ¡Dejadlo que sea infeliz por su propia voluntad!... ¡Justo motivo es, por cierto, la marcha de un viejo caduco, y de un joven fanático, para apesadumbrarse de esa suerte!... Y ¡a la verdad, que le debemos bastante los que estamos a su lado! ¿Vale menos mi amistad que la de ese joven? ¿Vale menos el amor de Berta que...?

ALFREDO. -  ¡No, no...! Perdona, amigo mío..., perdona, mi adorada Berta, un instante de debilidad, arrancado por los recuerdos de mi juventud... ¡Vayan en buena hora lejos de aquí...!, vosotros quedáis conmigo..., tú, que te interesas más que nadie en mi ventura..., tú que eres el ídolo de mi corazón... -¡Vayan, pues, donde no vuelvan a presentarse delante de mis ojos!... Y si alguno de vosotros quiere acompañarlos  (a los del acompañamiento);  si hay alguno que esté descontento en mi compañía, que no quiera reconocer en Berta a mi esposa, que no tenga por única y soberana ley mi voluntad..., también puede seguirlos, y despedirse para siempre de estos umbrales... Yo no necesito a ninguno..., no me faltarán vasallos fieles, que tengan a mucha honra el ser admitidos en mi servicio. -¡Marchemos!



11.ª

 

(El acompañamiento se dirije a la puerta de la capilla, y se forma a los lados en dos filas. ALFREDO conduce a BERTA de la mano. -Ábrese la puerta, y se levanta de repente la sombra de JORJE: los separa, y los arroja con fuerza a uno y otro lado.)

 

LA SOMBRA.-  ¡Deteneos, sacrílegos!

ALFREDO y BERTA.-  ¡Ah!

LA SOMBRA. -  ¿No veis el mar de sangre que media entre vosotros?

 (...BERTA cae sin sentido en brazos de las damas: ALFREDO de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos. EL GRIEGO, que ha quedado en primer término, también se lo cubre. Los demás manifiestan no ver nada.- Todo instantáneo.) 




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