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ArribaEspaña en la muerte de Galdós

Pablo Beltrán de Heredia


Los españoles recibieron la noticia de la muerte de Galdós con un cierto sentimiento de sorpresa. Para muchos era una realidad inexistente hacía tiempo. Para otros, un elemento de la naturaleza que podía hacer frente incluso a la muerte. «Parecía un castillo roquero -escribió en España nueva Ángel Samblancat-... Le ha costado a la tierra rendirlo. Ha luchado con él muchos años a brazo partido...»

En efecto, su recia contextura empieza a quebrantarse a principios de siglo. Tuvo por entonces un ligero ataque de reuma, al que no dio importancia. Poco después se iniciaba el proceso de la ceguera, que tanto amargaría el final de su vida. Era ya una manifestación de la arterioesclerosis que termina hundiendo al viejo coloso.

La primera noticia detallada de su última enfermedad la encontramos en El país, de 1 de enero de 1920: «Galdós está enfermo. Vive sin poder abandonar el lecho desde el mes de agosto. El médico, señor Marañón, prohíbe que le visite gente que no sea la habitual en servirle y cuidarle. Su sobrino don José Hurtado de Mendoza, que le cuida como cuidó a su madre, hermana del 'tío Benito', evita en lo posible toda impresión desagradable o excesiva por la emoción. Aún ignora Galdós que falleció su amigo el doctor Tolosa Latour. No sabrá que ha fallecido otro de sus buenos amigos, Estrañi. No sabe que Benavente llevó al teatro su Audaz...»

La última vez que salió a dar su acostumbrado paseo en coche abierto por la Moncloa -para «oler» a Madrid- fue el 22 de agosto de 1919. En su organismo había hecho presa ya la arterioesclerosis. Desde entonces, postrado en un sillón, reanimado por las inyecciones, esperaba tranquilo el tránsito supremo, consciente del avance de la muerte. Logró, sin embargo, superar la crisis. Pero el día 13 de octubre, en que sufrió el primer ataque de uremia, se vio nuevamente obligado a guardar cama, para no volver a levantarse del lecho.

El 10 de noviembre, según comunicaba el ABC del día siguiente, «su estado era alarmante, en especial porque el decaimiento del pulso acusaba la probabilidad de algún colapso». Daba la sensación de hallarse muerto. Por aquellos días le visita el novelista e íntimo amigo suyo José López Pinillos, quien confesaría a un redactor de La libertad: «Vengo de ver a Galdós y le juro a usted que no quiero volver a verle. He llorado como un chico. Su voz parece cosa del otro mundo. Su semblante es tan pálido, tan pálido, que mete miedo». Vuelve, sin embargo, a reanimarse, hasta que el 20 de diciembre sufre una nueva y definitiva recaída.

El día 29 se acentuó la gravedad, con unas intensas hemorragias gástricas, producidas por la uremia, que persistieron durante tres días. El enfermo entra en periodo preagónico. Su inteligencia, muda en la inconsciencia del coma, recobra sólo a intervalos la lucidez. Prácticamente, no conocía más que al doctor Marañón. «Me asombra cómo puede vivir aún», exclamó éste más de una vez. El día 2 de enero de 1920, a pesar de cuanto se hizo para combatir la amenaza de hipertensión arterial, una alarmante subida de ésta puso en peligro su existencia. Pareció salvar la situación una hemorragia intestinal; pero el estado de abatimiento del enfermo, la dificultad de alimentarle y el rápido progreso del proceso urémico precipitarían el desenlace.

La gravedad aumentó de manera considerable, en la madrugada del día 3, al presentarse una angustiosa crisis cardiaca. De nada sirvieron los esfuerzos del doctor   —90→   Marañón. Galdós había entrado en su larga y plácida agonía. Iba extinguiéndose lentamente. En torno del lecho se hallaban su hija María y su yerno Juan Verde, su sobrino José Hurtado de Mendoza, su secretario Rafael de Mesa, Eusebio Feito, hijo del asistente de su hermano, el general Pérez Galdós, que llegó a ser capitán general de Canarias, y el fidelísimo criado Paco.

A media noche, parecía encontrarse algo más aliviado. Después de haber cesado la hemorragia, pudo tomar algún alimento. Logró incluso conciliar el sueño. En vista de ello, el doctor Marañón se retiró a su domicilio alrededor de las tres de la madrugada. También procuraron descansar un momento los familiares y amigos que velaban en la casa. Únicamente permanecieron en la habitación José Hurtado de Mendoza y Rafael de Mesa, quien llevaba cuatro noches sin dormir. A las tres y veinticinco, se hallaba éste hablando por teléfono, en el vestíbulo, con un periodista, cuando oyó un grito alucinante. Dejó caer el auricular y corrió al dormitorio del enfermo. Encontró a don Benito despierto y sobresaltado; intentaba aún incorporarse en la cama, llevándose las manos a la garganta, como si se ahogara. Poco después dejaba caer la cabeza sobre la almohada y contraía ligeramente la boca. Había dejado de existir. Eran las tres y media de la madrugada del día 4 de enero de 1920.

«Tan sin dolor fue la muerte -comentaría La época, en su número de aquel mismo día- que el maestro parece en verdad dormido». Era cierto: «quienes le vieron en los últimos momentos -según hizo notar El imparcial-, se mostraban sorprendidos, pues antes de la muerte la expresión era continuamente dolorosa»; habiéndose trocado luego, como observa El liberal, en «un gesto de serenidad y reposo. La muerte parece haber devuelto a Galdós algo de la juventud, porque aparece su rostro menos cansado, menos envejecido que en los días en que reposaba angustiosamente en su lecho...»

Y es que la muerte fue mucho más benévola con él que la vida. «...pocos conocen la historia de los últimos años de... Galdós -puede leerse en El imparcial-. Los tristes días en que durante el verano se ha debatido con las dolencias físicas, con las sombras que paulatinamente pugnaban por invadir el soberano espíritu del maestro, la declinación fisiológica y moral del anciano que se envolvía en silencio para reservar para sí los postreros rayos de su genio que se apagaba...» Quizá pudiéramos preguntamos hoy si estas líneas únicamente reflejan aquellos últimos meses o, más bien, los años finales de la vida del escritor.

Al comunicar la noticia de su muerte, afirmaba El socialista: «Ayer murió Galdós; murió lo poco que de él quedaba: un organismo extenuado, incapaz ya del menor esfuerzo. Hace tiempo que realmente había dejado de existir el verdadero Galdós». En efecto, don Benito parecía en los últimos años una sombra del pasado. «Pena daba el verle sentado en su cuarto, de espaldas a la ventana y de cara a la puerta, como mirando, sin ver, a la eternidad», leemos en el diario El globo, de 5 de enero de 1920. Así le recordarían cuantos le vieron y trataron en aquella época. «Su actitud -escribió Antonio Zozaya- era la de una esfinge, y, si le molestaba algún importuno, acababa por decir, en un murmullo casi imperceptible: «Quiero marcharme». Era verdad: quería marcharse; sentía la nostalgia de lo infinito». En los últimos veinte años de su existencia, tan cargados de pesadumbres y dolores, parece advertirse en Galdós un gesto a veces imperceptible de huida y evocación liberadora del pasado. De ahí su constante ensimismamiento y la distancia involuntaria que solía mantener con todos los que le trataban.

El último destello creador de su actuación pública corresponde al estreno de Electra, el 29 de enero de 1901. Aquel acto conmueve al país y galvaniza una serie de corrientes   —91→   de opinión que impulsarían la poderosa campaña en favor de la libertad de conciencia. De tal modo se excitaron los ánimos, que el Gobierno tuvo que declarar el estado de guerra para que pudiera celebrarse la boda de la princesa de Asturias con el hijo del conde de Caserta, antiguo combatiente en las filas carlistas. La interferencia de sentimientos políticos y religiosos, durante aquellos agitados días, convierte a Galdós en ejemplo y síntesis de preocupaciones nacionales de signo regeneracionista. Quizá sea por ello la única vez que obtuvo la plena adhesión -circunstancial y fugaz- de los hombres del 98.

Desde su incipiente y ya total escepticismo, Pío Baroja medita sobre la personalidad de Galdós: «Era frío, reflexivo, calculador -decían algunos-; yo, en mi fuero interno, encontraba a veces su arte cauteloso y reservado. Pero de pronto desaparece su reserva, se abre su alma y salta como un torrente lleno de espuma, rompiendo diques y saltando obstáculos. Se abre su alma y nace Electra... El hombre analítico se ha hecho hombre vidente». Tampoco el introvertido Azorín oculta su transitorio y calculado entusiasmo: «Yo contemplo en este drama... el símbolo de la España rediviva y moderna... Saludemos a la nueva religión. Galdós es su profeta; el estruendo de los talleres, sus himnos; las llamaradas de las forjas, sus luminarias». Y el inquieto Ramiro de Maeztu, desde sus primeras posiciones revolucionarias, lanza un llamamiento proselitista: «Yo os conjuro a todos, jóvenes de Madrid, de Barcelona, de América, de Europa, para que os agrupéis en derredor del hombre que todo lo tenía y todo lo ha arriesgado por una idea, que es vuestra idea, la de los hombres merecedores de la vida».

¿Qué mutación se produjo, en España y en Galdós, para que a los veinte años del estreno de Electra podamos encontrar a su autor abatido moralmente, solo y abandonado de los mismos que de tal manera le exaltaron?

Ante todo, había transcurrido el tiempo. En los comienzos del siglo XX, Galdós era ya un anciano. Cuando muere, es un superviviente de sí mismo. Como ha señalado Eugenio d'Ors, casi todos los grandes hombres, al morir, penetran en una incierta zona de olvido, de la que pueden salir transfigurados más adelante. El drama del novelista canario fue que esas nieblas de indiferencia llegaron a rodearle en vida. Cuando contemplé la estatua de Pablo Serrano en los jardines de la Biblioteca Nacional, de Madrid, antes de ser llevada a Las Palmas, creí percibir en ella un cierto empeño simbólico. La figura humana parece estar hundida, agobiada por una realidad circundante adversa. Y yo no creo que en Galdós se produjera nunca ese fenómeno. En los años de madurez creadora, identificado con la historia o en pugna con ella, como revulsivo poderoso de la vida nacional, su esfuerzo moldeó algunas de las corrientes más impetuosas de su tiempo. Luego, difícilmente pudo sentir a su alrededor otra cosa que la oquedad del vacío.

Después de la apoteosis de Electra, aún conoce Galdós momentos de indudable carácter triunfalista. En 1913, por ejemplo, la propuesta de su nombre para el premio Nobel aglutina a elementos muy destacados de la intelectualidad española. Junto a ausencias altamente significativas de hombres de la supuesta generación del 98, aparecen las figuras de las nuevas promociones literarias: Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Moreno Villa... Todavía un año más tarde, inscrito ya en la órbita de la España oficial el partido reformista al que pertenecía don Benito, la suscripción abierta en su favor obtiene también un éxito resonante, aunque de signo distinto. La encabeza el rey, con diez mil pesetas; pero en las listas de donantes apenas encontramos ya los nombres de quienes hubieran debido mantenerse fieles a la obra y al magisterio de Galdós.

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Cierto es que la suscripción no dejaba de ofrecer aspectos muy poco atractivos. La idea fue lanzada por El caballero audaz -de apellido Carretero-, en la entrevista con Galdós publicada en La esfera el 17 de enero de 1914. «De su fortaleza de roble -comentaba el periodista- no conserva [don Benito] más que el recio esqueleto, agobiado por el peso de sus setenta años de trabajo». Es decir, que la imagen que presenta a los lectores es la de una ruina que se desmorona. De ahí que la entrevista pudiera terminar con estas palabras lamentables: «¡Pobre don Benito!... yo pienso que entre todos los españoles debiéramos proporcionarle un bienestar decoroso; conservarle como se conserva en el museo la vieja bandera que resultó hecha jirones en las victorias...» ¿Cómo es posible que no llegaran a percibirse entonces los valores perdurables de la obra de Galdós, en lugar de pretender convertirle en pieza de museo, en símbolo de un pasado ya marchito? Con esa mentalidad, no debe extrañarnos que el cronista recurriera a unos hombres que representan hoy para nosotros la antítesis de Galdós -Moya, Cavia, Dicenta...-, al pensar en quienes pudiesen llevar adelante la idea propuesta.

Por desgracia, El caballero audaz tenía razón. Según hizo constar Antonio Zozaya, en La libertad de 4 de enero de 1920, «para la nueva literatura, hacía tiempo que había muerto Galdós... De sus pupilas había huido para siempre la luz, y su figura, antes prócer y ahora abatida, se adelantaba temblorosa al proscenio, cuando un rugido de entusiasmo del público lo llamaba a la escena...» Ese rugido de entusiasmo del público nos permite, sin embargo, descubrir el aliento de popularidad que siempre rodeó al novelista. En las calles de Madrid era la figura más admirada y querida. Los hombres se descubrían a su paso. Las mujeres señalaban, emocionadas, a los niños: «Aquel es don Benito». Una aureola de respeto y admiración populares le envolvía. En La libertad de 5 de enero de 1920, Ezequiel Endériz aporta un recuerdo personal: «No se nos olvidará una escena que presenciamos recientemente... Eran los tiempos en que el maestro, no pudiendo caminar a pie, iba en coche... Salía de un establecimiento de merendar. Un amigo le conducía del brazo. Galdós caminaba casi a tientas hacia el coche que le esperaba. Una modistilla de Madrid, bella, risueña, juguetona, así que vio al maestro, se adelantó hacia el coche, abrió la portezuela y le ayudó a subir...»

Pero la ceguera y los achaques de la vejez fueron alejándole de ese renovador contacto con el pueblo, precisamente, cuando las nuevas generaciones se distanciaban de él. Y así nos encontramos con un momento que debiera haber sido triunfal en su vida y resulta, por el contrario, significativamente doloroso. Una tarde fría de enero de 1919 fue inaugurada en el parque del Retiro, de Madrid, la estatua casi yacente que le hizo Victorio Macho. El novelista asistió al acto, en réplica apenas viva del bloque de piedra. ¿Qué figuras de la intelectualidad acompañan al patriarca de las letras españolas? Merecen ser recordados sus nombres: Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Ramón Pérez de Ayala, Emiliano Ramírez Ángel, Andrés González Blanco y Enrique de Mesa, que integraban la comisión organizadora del homenaje; el doctor Tolosa Latour, José Francos Rodríguez, Pedro de Répide, José Francés y Diego San José. No es, ciertamente, demasiado numerosa ni brillante la nómina.

En realidad, Galdós vivía al margen del mundo, recluido en el hogar de su sobrino, desde hacía tiempo. Algunos fieles acudieron puntualmente a ese refugio todas las tardes, durante varios años, para aliviar y compartir la soledad del maestro. Marciano Zurita nos ha dejado en el ABC constancia de sus nombres: Ramírez Ángel, Victorio   —93→   Macho y el mismo Zurita. De vez en cuando iban también los hermanos Álvarez Quintero, Ramón Pérez de Ayala y Enrique de Mesa. Nadie más.

En ese clima de soledad y olvido transcurren los últimos años del novelista. Y es entonces cuando prenden en su espíritu la evocación y la nostalgia. Seguramente, crearía su propio mundo, no exento de ambigüedad, mediante el impulso inefable de los sueños, en forma parecida a como plantea esa misma fuga en sus novelas, a través de seres anormales o infantiles, cuando no de criaturas en las que se confunden la realidad y la fantasía. Todos cuantos le trataron coinciden en afirmar que don Benito era un hombre que apenas hablaba; se limitaba a observar y a escuchar en silencio. Y es posible que este rasgo, tan característico, permita descubrir en su espíritu una huella reveladora de timidez. Sobre todo, si consideramos que le gustaba, en cambio, jugar con los perros y dialogar con los niños, a quienes trata igualmente en su obra con un acento de ternura en el que se percibe algo mucho más entrañable que la influencia literaria de Dickens, aun siendo tan decisiva en el novelista canario. De cómo pudieron ser aquellos largos y animados coloquios, tal vez nos dé alguna idea la carta que escribe desde Santander, en el verano de 1907, a la hija del torero Machaquito, con la que convivía habitualmente en Madrid, por ser ahijada de su sobrino Hurtado de Mendoza: «Ingrata y adorada Rafaelita: ¡Muy bien está eso; muy bien! Ni siquiera memorias me has mandado. Yo queriéndote y adorándote y pensando siempre en ti, y tú... si te he visto no me acuerdo... ¡Muy bien, muy bien! Ya me las pagarás cuando vuelva. Esto está cada día más bonito. Hay fresas, higos, melones... ¡Fastídiate!» Mucho más reveladora es todavía otra carta que don Benito, el supuesto hombre huraño y esquivo, dirige a esa misma muchacha, también fechada en Santander, el 14 de setiembre de 1916: «Querida Rafaelita, alegría de esa casa y de ésta. Desde que te fuiste a Madrid, aquí no hay más que tristeza, y un vacío muy grande. Solo en mi despacho, horas y horas, no oigo más que el gemido lastimero de las moscas presas de patas en el papel pegajoso...»

Cuando la ceguera terminó por aislarle del mundo, este gran tímido continúa protegiéndose en la fidelidad de los perros y en el afecto de los niños. Con motivo de su muerte fue recordada una deliciosa anécdota, ocurrida en los últimos años. Paseaba Galdós una tibia mañana de invierno, por la calle de Alberto Aguilera, apoyado en el brazo de Paco, «ese cordialísimo servidor -puntualiza el cronista-, casi único consuelo afectuoso en la vejez solitaria del maestro». Caminaban en silencio, muy despacio... Y de repente llega hasta ellos un chiquillo, se descubre ante el novelista y le besa la mano, mientras murmura: «¡Don Benito!» Galdós acaricia nervioso la cabeza del muchacho, y antes de que saliera éste corriendo de nuevo, le pregunta con solicitud paternal: «Tú me quieres, ¿verdad?»

Los recuerdos y vivencias infantiles, tan frecuentes en sus libros, pueblan también su memoria en los últimos años. Al sentir la proximidad de la muerte, absorto en lejanas evocaciones, balbuceaba frases de niño, apenas inteligibles, y entonaba, con voz trémula, infantiles endechas de Canarias, dulces canciones de la tierra natal. «Juntas las manos, cerrados los ojos, el maestro retornaba a los días iniciales y el niño jugaba cerca del lecho del moribundo», escribió en el ABC Ortega Munilla. Algunas veces movía las manos, como si buscase otras manos amigas para jugar al corro. En ocasiones, llamaba a grandes voces a su madre. Era el retorno a las raíces de la vida, antes de abandonarla. Y también encontramos, junto a los recuerdos de la propia infancia, algún otro rasgo fundamental de su carácter. Unas horas antes de morir, en un momento de aparente lucidez, el novelista pidió a sus familiares que le trasladaran al   —94→   despacho. «Tengo mucho que trabajar, mucho... mucho», musitaba quien había sido un trabajador infatigable.

El patetismo de estas horas finales se acentúa con el abandono en que le dejaron los intelectuales. Un redactor de El día refirió la visita que hizo a la casa de Galdós, cuando había trascendido ya la noticia de su extrema gravedad. «Al entrar, a nuestras preguntas -confiesa el cronista-, uno de sus familiares nos dijo: 'Por aquí no ha venido ningún escritor español, pero hemos recibido estos días muchos telefonemas y telegramas del extranjero...' Estas palabras nos llenaron de frío el corazón. Enfermo y solo...»

Y es, precisamente, en el trance supremo de la muerte, cuando el novelista canario se identifica de nuevo con el pueblo, para asumir el carácter de símbolo y arquetipo de la patria. Todos los problemas nacionales de aquel tiempo habrían de confluir y fundirse, espiritualmente, en su cadáver.

Inserta en la atmósfera liberal de la época, España atravesaba uno de los momentos más dramáticos de su historia, tan propicia siempre al dramatismo. La injerencia de los militares en la vida pública, a través de las juntas de Defensa, era uno de los principales factores de alteración política. La anarquía imperaba en el país. Ninguno de los órganos de poder ejercía sus propias funciones. Los gobiernos no gobernaban con regularidad; ni conseguían sostenerse ni acababan de caer, porque no encontraban fácilmente sucesor en quien abandonar la triste herencia. En el tránsito de 1919 a 1920, ocupaba el poder un Gobierno puente de concentración parlamentaria, presidido por el conservador Allendesalazar, que no tenía más objetivo que la aprobación de los presupuestos. España era un semillero de conflictos, agitaciones y discordias.

El desorden público se hallaba directamente relacionado con el problema social. El enfrentamiento de las clases revestía caracteres de inusitada violencia. No se trataba sólo de un conflicto colectivo de intereses contrapuestos. A lo largo de los años 1919 y 1920, España se desgarra en una lucha cruenta y despiadada, en la que suelen llevar la iniciativa las fuerzas patronales, con medidas que han podido considerarse en nuestros días como síntomas de un sistema dominado por el capitalismo feudal. A finales de 1919, la revista España trazaba el siguiente esquema de nuestra vida pública: «El gran problema social se ha hecho político. En el fondo de lo que ocurre en Barcelona -donde se manifestaba con mayor agudeza el problema- lo más interesante es que aparecen en líneas descarnadas, nervio y músculo al aire, las clases sociales en lucha, apelando cada cual al auxilio de los afines. El capital apela al lock-out. Llama, no ya a la Guardia Civil, sino al Ejército. Quiere a toda costa provocar violencias, justificar la declaración del estado de guerra, ¡pegar fuerte! ¡Y acabar de una vez! ¿Acabar con qué?... Lo que busca la Federación Patronal de Barcelona, con la complicidad de la de Madrid y movidas ambas por un plan de ataque político es hacer imposible la vida de ningún Gobierno que en la cuestión social no sea suyo en cuerpo y alma, mucho más si se llama conservador...» No era ésta una apreciación partidista de los elementos liberales. Por aquellos mismos días, el ABC, de Madrid, vocero insigne de la burguesía española, amenazaba así a los directivos de la Casa del Pueblo: «En nombre de un gran sector de la opinión pública... les decimos que hay millares de ciudadanos que están dispuestos a defenderse y a atacar si fuera necesario... Las cabezas de los falsos apóstoles del proletariado responderán en lo sucesivo de los crímenes que se cometan. Ya que insisten en predicar estos procedimientos salvajes, tendrán el justo castigo que se merecen, hasta el día en que un Gobierno que sepa gobernar pueda garantizar la vida y la hacienda de los españoles. Hasta tanto, ¡ojo por ojo y   —95→   diente por diente!» Aún resultan más precisas y reveladoras -reveladoras, sobre todo, de que la historia siempre es maestra de la vida- las palabras de un corresponsal espontáneo del mismo inefable periódico, en su número de 24 de diciembre de 1919: «Hay... que defenderse contra estos chacales y contestar al terrorismo con el terrorismo... A las fieras sólo se las puede tratar como a fieras...»

Entreverado con la cuestión social, encontramos el problema religioso. La religión no era en aquellos tiempos una opción personal, una actitud de la conciencia, sino más bien un comportamiento social y político; estímulo y reflejo, a la vez, de un determinado sector de la sociedad. Justamente, el que se hallaba dispuesto a eliminar al adversario con la ley del Talión. Cuando Alfonso XIII, en mayo de 1919, consagra su reino al Corazón de Jesús, en el cerro de los Ángeles, no pretende, por lo visto, sino actualizar el trasfondo ideológico de la equívoca alianza del altar y el trono, cuya versión española continúa siendo la trilogía «Dios, Patria y Rey», que el ABC recordaba, complacido, en la reseña del acto.

Una triste madrugada de enero de 1920 condensa y actualiza esos tres problemas fundamentales de la España de aquel tiempo; mejor dicho, de la España de todos los tiempos. Galdós murió y vivió los últimos años en un chalet que en la calle de Hilarión Eslava poseía su sobrino José Hurtado de Mendoza. En el que fue despacho del novelista, en la planta baja, quedó instalada la capilla ardiente. Unos paños negros cubrían las estanterías repletas de libros. El cadáver se hallaba colocado, junto a la ventana del jardín, a los pies de un gran crucifijo. En la severidad de la habitación detonaban los colores rojo y gualda sobre el sudario que envolvía el cuerpo sin vida. Se había cumplido, así, un vehemente deseo de don Benito. En la visita del alcalde de Madrid a sus familiares, en las primeras horas de la mañana del día 4, prometió el envío de la bandera del Ayuntamiento. Como tardara en llegar, la familia compró unos metros de tela de los colores de la bandera española, para cubrir con ella el cadáver.

Galdós había manifestado también que deseaba ser enterrado en el panteón familiar del cementerio madrileño de la Almudena, con la mayor modestia posible. Pero inmediatamente de conocer la noticia de la muerte, el Gobierno se plantea el problema de los honores que deberían tributarse al cadáver. El ministro de Instrucción Pública -Natalio Rivas- se entrevistó en la mañana del día 4 con el jefe del Gobierno, para tratar del caso. Por no haber desempeñado ningún alto cargo político, resultaba imposible tributar honores militares a don Benito después de muerto. Hubo que atenerse al modesto precedente del entierro de Campoamor. En el real decreto no se mencionaba, por supuesto, al autor de las Doloras; pero se le citó de manera expresa en algunas declaraciones oficiales. De ahí que Ortega y Gasset, en un artículo publicado sin firma en El sol del día 5, pudiese amonestar así al Gobierno: «El protocolo entiende poco de distancias, y equipara a Galdós con Campoamor. No hay desdén para el tierno poeta en señalar el deplorable contraste. El buen don Ramón, camarada de don Benito, hubiera sido el primero en protestar. Galdós era el genio. Campoamor el ingenio. La España oficial une a ambos en la hora de los falsos homenajes...»

El problema de la concesión de honores fue convertido, al instante, en bandera de agitación política. Aunque hoy nos parezca increíble, los elementos liberales y de extrema izquierda, sobre todo, se rasgaron las vestiduras ante el hecho de que las tropas no formasen la carrera ni rindiesen las armas al paso del cadáver del novelista. Lo que en rigor se planteaba era nada menos que la injerencia en la política de las juntas militares de Defensa. Las dos últimas crisis ministeriales habían sido provocadas por la expulsión de varios alumnos de la Escuela Superior de Guerra. Ante las   —96→   irregularidades descubiertas en el fallo de los tribunales de honor, las figuras más relevantes de la cultura española dirigieron al jefe del Gobierno un escrito en el que se pedía la reposición de aquellos oficiales, «como medida justa y reparadora». La primera firma, apenas un trazo tembloroso, era la de Galdós. La había estampado, cinco días antes de morir, en un momento de lucidez. También una de las primeras coronas de flores que llegó a su domicilio fue la enviada por los tenientes expulsados de la Escuela Superior de Guerra.

Todo ello hizo que no faltara quien atribuyese a un veto de las Juntas de Defensa la negativa de honores militares al cadáver. Indalecio Prieto, figura destacada ya del socialismo, al intervenir en un debate parlamentario sobre el problema militar, llegó a hacerse eco de este rumor en el Congreso. «Murió hace poco -dijo- un príncipe glorioso de las letras españolas, don Benito Pérez Galdós... Aquel hombre augusto trazó su última firma de moribundo al pie de un documento dictado por un espíritu de justicia..., solicitando de los poderes públicos un acto reparador de la injusticia cometida con los oficiales alumnos de la Escuela Superior de Guerra. Murió ese príncipe glorioso y, oídlo bien, señores diputados..., ese Gobierno vaciló, dudó y acabó por no conceder honores militares al cadáver del genio... temiendo que aquella firma postrera... pudiera ser motivo de enojos, de hostilidades que son incapaces de sentir, este es mi juicio, los elementos militares...»

Después de haberse hecho cargo del cadáver el municipio madrileño, en la mañana del día 5 fue trasladado al Ayuntamiento. Desde mucho antes, la multitud formaba largas colas para desfilar por el patio de cristales, donde se instaló la capilla ardiente. Se calcula que unas treinta mil personas rindieron este último tributo de admiración a Galdós. «Nunca como en la mañana de ayer -comentaría El sol -tuvo más justificada su denominación la Casa de la Villa, que invadieron las más genuinas representaciones del pueblo y de la clase media». No faltaron escenas emocionantes. En el silencioso y lento desfile se vio a un obrero, ya entrado en años, con un solo crisantemo en la mano. Al llegar frente al túmulo, se arrodilló, besó la flor y la echó sobre la caja. Cuando los periodistas le interrogaron, manifestó con voz entrecortada: «Yo hubiera querido traer una corona como esas que hay en el salón, un ramo de flores... Pero no tengo dinero, porque soy albañil y estoy sin trabajo con el lock-out. Pasé por Antón Martín y cogí del puesto de flores ese crisantemo...» Sin decir más, se alejó llorando. «La tramoya mejor dispuesta -pudo afirmar El socialista- es incapaz de provocar este sentimiento, que sólo se siente por la muerte de un hombre que deja tras sí una obra formidable, una labor genial...»

Parecido fervor en la expresión del duelo se advierte en la prensa, aunque no haya coincidencia en la valoración de la obra ni en la significación ideológica del escritor. El pensamiento español, órgano de la Comunión tradicionalista, después de señalar que «no era de los nuestros», termina su breve comentario con esta invocación: «Que Dios haya acogido en los brazos de su misericordia el alma de Pérez Galdós». El universo prefiere ampararse en el testimonio de Menéndez Pelayo, autor especialmente grato al diario católico, «para no remover... recuerdos que pudieran parecer poco piadosos». El debate, dirigido por Ángel Herrera, adopta una actitud de respetuosa reserva: «No es la presente, la hora de insistir en discrepancias religiosas, políticas e históricas que del egregio difunto nos separaron siempre». Pero al asociarse «al duelo de España en la muerte de uno de los escritores más gloriosos de su historia literaria», estampa en sus columnas el juicio más certero y agudo que en la prensa de aquellos días pudo leerse. Frente al criterio común de considerar a Galdós como literato costumbrista   —97→   o historiador de la España del siglo XIX, el crítico anónimo de El debate juzga que «el mérito... del autor de Zaragoza consiste en que creaba asuntos, tramas, caracteres, psicologías individuales y colectivas con tal relieve, con tal verosimilitud..., con tal realidad ideal, que diríamos haber existido, haberse realizado objetivamente...»

Galdós en el jardín del chalet de su sobrino

Galdós en el jardín del chalet de su sobrino. Foto Alfonso

Galdós en su alcoba

Galdós en su alcoba. 17 de abril de 1118. Foto Alfonso

Última firma de Galdós, en defensa de los oficiales expulsados de la Escuela Superior de Guerra

Última firma de Galdós, en defensa de los oficiales expulsados de la Escuela Superior de Guerra

Alcoba donde murió Galdós

Alcoba donde murió Galdós. Foto Maffiote

Mascarilla de Galdós

Mascarilla de Galdós. Foto Alfonso

Capilla ardiente de Galdós, en el Ayuntamiento de Madrid

Capilla ardiente de Galdós, en el Ayuntamiento de Madrid. Foto Campúa

El entierro de Galdós a su paso por la Puerta del Sol

El entierro de Galdós a su paso por la Puerta del Sol. Foto Salazar

No faltaron, desde luego, los desabridos gestos excepcionales. La voz realmente discordante fue la de El siglo futuro, desde su radical y obstinado integrismo. «Galdós no fue nuestro -puntualizaba este periódico en su número del día 5-. Fue de nuestros enemigos, y lo sigue siendo. Respetuosamente, en silencio, dejemos que los muertos entierren a sus muertos... Contemplamos silenciosos el desfile del cortejo fúnebre... pero volviendo la mirada hacia... la obra sectaria del escritor, ante las ideas que perduran en las páginas que, incluso periódicos como El Debate reputan inmortales, no queremos que, ahora como siempre, en la vida material y en la vida espiritual del autor que tantas veces hizo gala de su anticlericalismo y combatió a la Iglesia, seamos nosotros culpables de silencio, que fuera traicionar a nuestras ideas o pudiera reputarse asentimiento tácito al panegírico, si no cobardía». Ningún periódico recogió el destemplado comentario, ni para rebatirlo. El diario universal, portavoz del conde de Romanones, se había anticipado a escribir: «Sobre el cadáver, cubierto como los libros en que el maestro puso todos sus entusiasmos patrióticos y juveniles, con la bandera nacional, ciernen aún sus alas los negros fantasmas del odio engendrado por el más torpe de los fanatismos:... el fanatismo de la ignorancia interesada...» El diario católico El universo no haría sino recordar el entrañable afecto que mutuamente se profesaron Galdós y Pereda: «Adversarios en el terreno de las ideas, la amistad personal de ambos novelistas no se entibió nunca... A las cariñosas disputas que ambos tenían sobre la cuestión religiosa siguió una larga correspondencia epistolar, en que Pereda tomó a pecho el traer a Galdós a sus puntos de vista... 'nada negó Pereda en tantas cartas, aunque mucho, muy importante, confesó en las suyas el gran novelista [canario]'... Quizá fuera -termina aventurándose- que por lo menos en sus propósitos no había dejado nunca de ser católico». Desde luego, en ningún momento se reconoció tan furibundo librepensador como algunos le juzgaban. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, el 6 de febrero de 1897, se limita a confesar que siempre ha visto sus convicciones oscurecidas por sombras misteriosas, que hacen que su espíritu se muestre turbado e inquieto. En rigor, es el mismo sentimiento que había expuesto a Pereda el 6 de junio de 1877: «En mí está tan arraigada la duda de ciertas cosas, que nada me la puede arrancar. Carezco de fe, carezco de ella en absoluto. He procurado poseerme de ella y no lo he podido conseguir». Lo que no impide que reconozca ante su amigo, unos días más tarde, que «el catolicismo es la más perfecta de las religiones positivas», aunque estime perjudicial su influencia en la política.

También encontramos actitudes hostiles y silencios muy significativos entre los elementos liberales renovadores de la vida española, que tantas veces habían utilizado el nombre de Galdós como bandera política. Ante el hecho de su muerte, Azorín no publica una sola línea en las páginas del ABC, donde entonces colaboraba. Tampoco le dedican el menor comentario Ramiro de Maeztu y el modernista Cansinos Assens, cuyas firmas eran habituales por aquellas fechas en La correspondencia de España. Valle Inclán se limitaría, posiblemente, a perfilar el burdo calificativo de «el garbancero» que aplica a don Benito en Luces de bohemia ese mismo año, y del que llegó un día a arrepentirse. De los hombres de la llamada generación del 98, nadie más que Unamuno dejó oír su voz en la prensa diaria. Concretamente, en El liberal de 5 de enero, al que dictó por teléfono desde Salamanca el artículo titulado «La sociedad   —98→   galdosiana». Con su característica vehemencia, formula allí don Miguel una valoración crítica injusta y desenfocada. «Apenas hay en la obra novelesca y dramática de Galdós -afirma- una robusta y poderosa personalidad individual... Si de la obra novelesca... se puede extraer alguna psicología elemental y poquísimo complicada, será difícil extraer sociología de ella. No refleja una sociedad, sino una muchedumbre».

En el entierro de don Benito no figura ninguno de los hombres del 98, así como tampoco de las generaciones literarias posteriores, cuyo enfrentamiento con su obra aparece reflejado en el comentario despreciativo de Antonio Espina, tres años más tarde, en el primer número de la Revista de Occidente. Mucho más increíble resulta la ausencia, en aquellos momentos, de la Institución Libre de Enseñanza. Nunca dejó de manifestar Galdós un afecto sincero y profundo por Giner de los Ríos. Y, sin embargo, en 1920, desaparecido ya éste, el Boletín de la Institución no recoge la noticia de la muerte del novelista, ni refleja en sus páginas el sentimiento que esa muerte pudo producir. Galdós no perteneció, desde luego, a la Institución. Pudiera atribuirse a ello el motivo de esa actitud. Pero en la primera junta general de accionistas celebrada aquel año -el día 28 de mayo- se hizo constar, en cambio, el dolor de la asociación por la pérdida del profesor Dorado Montero, «sin ser oficialmente de la Institución», como se especificaba de manera concreta en el acta.

Al entierro, efectuado en la tarde del día 5, no faltaron los elementos oficiales. En la presidencia figuraba el Gobierno en pleno; marchaba destacado el ministro de Instrucción Pública, por ostentar la representación personal del rey. También formaban en la comitiva delegaciones ministeriales, académicas, universitarias y políticas. Pero quien estuvo presente, sobre todo, fue el pueblo. Al organizarse el cortejo, en la plaza de la Villa, el desfile adquirió un cierto empaque protocolario. La gente se arracimaba en los balcones y llenaba las aceras. El comercio había cerrado espontáneamente sus puertas. Los guardias de Seguridad apenas lograban contener a la multitud, que pretendía incorporarse a la comitiva. Pero no hubo el menor tumulto, ni carreras, ni gritos. El desfile por la calle Mayor resultó impresionante. Resonaban solemnes los compases de la marcha fúnebre del Ocaso de los dioses, interpretada por la Banda municipal, cuando fue rasgado el aire por la voz potente de un estudiante, que lanzó un clamoroso ¡Viva Galdós! «El vítor -precisa El liberal- encontró eco en el gentío, que respondió [unánime] a aquella manifestación inesperada y sencilla, que tan bien traducía la proclamación de la inmortalidad del hombre excelso».

Cuando la comitiva llegó a la altura de la calle de Espartero, el jefe del Gobierno y varios ministros abandonaron la presidencia, para poder asistir al debate parlamentario de aquella tarde en el Senado. «Nos lo explicamos -comentaría España nueva-. Cuando muere un genio, las calabazas no guardan luto». A partir de ese instante resulta difícil contener a la multitud. En la Puerta del Sol, una compacta masa humana entorpecía el tránsito. El fúnebre cortejo marchaba lentamente... Y al entrar en la calle de Alcalá, desde uno de los balcones del Hotel París, una mujer enlutada, temblorosa y deshecha en llanto, comienza a arrojar flores sobre el féretro. Era la actriz Margarita Xirgu.

La multitud había ido haciéndose cada vez más densa. En la misma calle de Alcalá, ante el Ministerio de Hacienda, un gentío inmenso decidió interponerse entre la carroza y la presidencia oficial del duelo. Las fuerzas montadas de Seguridad evolucionaron para contener a la multitud. Al no conseguirlo, el capitán Salgado -«célebre por sus brutales cargas»- lanzó los caballos sobre la masa humana. Las gentes corrieron despavoridas. Algunos hombres hicieron frente a los guardias, mientras las mujeres les   —99→   insultaban desde las aceras. De este modo, el único movimiento de tropas en el entierro de Galdós fue el despliegue de las fuerzas de Seguridad contra unos hombres del pueblo que pretendían aproximarse a su cadáver.

Claro es que aquellos hombres eran, en su mayoría, socialistas. La Casa del Pueblo, la Federación Gráfica Española y las Juventudes Socialistas habían convocado a sus huestes. El órgano del partido, en su número de 4 de enero, razonaba así el llamamiento: «Don Benito no era solamente un genio de la Literatura, no era sólo el novelista y el dramaturgo: era un gran corazón, era un alma siempre dispuesta a acoger los grandes ideales de justicia y de libertad... Nosotros amamos a don Benito y seguiremos amando su memoria, porque fue un gran trabajador que puso siempre sus facultades al servicio de la elevación moral del pueblo».

Después de la despedida oficial del duelo, en la plaza de la Independencia, la mayor parte del gentío prosiguió la marcha a pie. Los obreros y menestrales rodearon y acompañaron la carroza hasta el lejano cementerio de la Almudena. En la comitiva sólo había figurado antes una mujer, alterando las costumbres de la época: la actriz Catalina Bárcena. Ahora, las mujeres del pueblo parecen haber olvidado sus problemas y angustias, para acompañar también en su último recorrido por las calles de Madrid al «más incansable obrero de la regeneración española», como calificara El imparcial a Galdós en 1901. La vida del proletariado madrileño no podía ser más dura en aquellos momentos. El lock-out patronal privaba de trabajo a unos treinta mil obreros. La situación resultaba dramática. El periódico La mañana pudo resumirla así, el día 1 de enero, «... miseria en Madrid, Hambre, frío y huelgas...»

Al llegar la comitiva al cementerio, esas masas proletarias asisten en silencio y con profundo respeto a las dos únicas manifestaciones religiosas de todo el sepelio. Ante la capilla, primero, y luego al pie de la tumba, fueron rezados unos responsos. Aunque organizada por el Gobierno, la conducción del cadáver tuvo un carácter estrictamente civil. Nadie se opuso, sin embargo, a que el cortejo traspasara los muros del que entonces se denominaba cementerio católico, para dar cumplimiento a la voluntad expresa del novelista. Cierto es que don Benito únicamente deseaba que su cuerpo reposara junto a los restos familiares; pero también es evidente que no quiso configurar su muerte, como no había querido configurar su vida, con un gesto de marcada significación antirreligiosa, haciéndose enterrar en el contiguo cementerio civil.

En esto, como en otros muchos aspectos de su existencia, no sólo advertimos en Galdós indudable espiritualidad, sino incluso una honda raíz cristiana, a la vez que un anticlericalismo militante. La clave de esta supuesta contradicción pudiera hallarse en el juicio emitido por José de Laserna, en El imparcial de 31 de enero de 1901: «Electra no es un drama antirreligioso, sino sencillamente anticlerical, lo que es diferente, aunque haya gentes que crean o digan, sin creerlo, que es lo mismo». De idéntica manera pensaba el propio Galdós de otro de sus más discutidos libros, en carta dirigida a Pereda el 10 de marzo de 1877: «¿Qué hay de volterianismo en Gloria? Nada. Habrá todo menos eso. Precisamente me quejo allí... de lo irreligiosos que son los españoles... Si he presentado la libertad de cultos como preferible aun en España a la unidad religiosa, no he necesitado romperme la cabeza para encontrar ejemplos sólo con llamar la atención sobre los países realmente civilizados, los cuales, por mucho que quieran decir, son todos cultamente superiores al nuestro, a esta menguada España, educada en la unidad católica, y que es en gran medida el país más irreligioso, más blasfemo y más antisocial y más perdido del mundo... Creo sinceramente que si en España existiera la libertad de cultos, se levantaría a prodigiosa altura   —100→   el catolicismo, se depuraría la nación del fanatismo y... ganaría muchísimo la moral pública y las costumbres privadas, seríamos más religiosos, más creyentes, veríamos a Dios con más claridad, seríamos menos canallas, menos perdidos de lo que somos...»

Los fanatismos e incomprensiones de uno y otro bando terminaron, sin embargo, por desenfocar la auténtica personalidad del novelista. A las pocas horas de su muerte, por ejemplo, escribía en España nueva Ángel Samblancat: «Si él viviera hoy, si él tuviera nuestros ardientes treinta años, sería, como nosotros, revolucionario, sindicalista y bolchevique; es decir, anarquista tres veces». La afirmación resultaba completamente gratuita. De manera implícita lo reconoció El socialista, cuando decía en su número de 4 de enero: «A pesar de sus circunstanciales actuaciones en la política, [Galdós] no era un político...» En efecto, los rasgos principales de su carácter constituyen el reverso de las cualidades propias del político. Según recordaría el Diario universal, su obra «no fue sino un constante clamor, una perpetua invitación a la tolerancia, a la paz, al amor entre los hermanos...» De ahí que en el mismo periódico pudiera también afirmarse: «...el maestro ha muerto de... Amor: de amor a un ideal y de tristeza al verle derrumbarse al empuje de la baja condición humana...» Son casi las mismas palabras con las que definió El día la producción del novelista: «un canto a la Bondad y al Bien, ejes supremos de la vida».

En las horas últimas de su existencia, también hubo de gravitar, necesariamente, sobre Galdós el problema religioso. ¿Cómo se desarrolla el proceso espiritual de su muerte? La pregunta nos enfrenta con una de las cuestiones más delicadas y difíciles de abordar.

El liberal, de Madrid, publicaba el 12 de enero de 1920 la siguiente carta dirigida a su director por José Hurtado de Mendoza: «Mi querido amigo: Al leer la prensa de estos días, veo que El liberal del 5 dice: 'Según informes de la familia de Galdós y sus íntimos, don Benito recibió hace muy pocos días todos los auxilios espirituales, habiendo muerto, por tanto, dentro de la comunión católica'. Por su memoria, le ruego rectifique esa indicación, por no ajustarse a la verdad de los hechos».

La rectificación, un poco ambigua, respondía por completo a la realidad. Galdós murió sin recibir los sacramentos, a pesar de lo cual no faltaron periódicos que insistieran en que había muerto en el seno de la Iglesia católica. Se fundaban para ello en unas declaraciones hechas a la prensa por José Alcaín, amigo íntimo y albacea testamentario del novelista. Lo ocurrido entonces habría de repetirse en nuestros días, de forma casi idéntica, en la muerte de Ortega y Gasset, incluso con el mismo médico de cabecera.

Al conocerse la gravedad de don Benito, acudió un sacerdote a su domicilio, con el propósito de confesarle. No accedieron los familiares, para evitar una emoción peligrosa al enfermo, quien se mostraría luego de acuerdo con la decisión adoptada. Pero unos días más tarde pudo dialogar a solas con él otro sacerdote conocido de la familia; quizás el que asistió en su muerte a las hermanas de Galdós. Finalizada la visita, al cabo de unas dos horas, el sacerdote expuso a la familia el deseo de celebrar una misa en la alcoba del enfermo, para administrarle la comunión. Aunque la idea fuese también desechada, el albacea de don Benito jamás puso en duda que éste había fallecido cristianamente.

Y tal vez tuviera razón, si es que el enfermo se hallaba en plena lucidez cuando recibió la visita del sacerdote. Para que una muerte pueda considerarse cristiana, sobre todo desde nuestra perspectiva posconciliar, no es indispensable haber recibido los sacramentos. Una persona -un cristiano- puede lícitamente rechazarlos, cuando le   —101→   violenten las implicaciones sociales o políticas que la aceptación supondría, siempre que no se acompañe la negativa de alguna manifestación pública de hostilidad. Por otra parte, si un creyente debe adoptar siempre una actitud de fundamental respeto frente al misterio de la comunicación del hombre con Dios, en ningún momento sería lícito plantearse el problema de ese misterio con un mezquino espíritu proselitista que permitiese un trueque interesado de posiciones ideológicas después de la muerte.

En el frío atardecer de aquel 5 de enero, la multitud se agolpaba en torno a la fosa abierta en el cementerio de la Almudena... Una de las más impresionantes estampas de Castelao sobre la guerra civil española, en el álbum titulado Galicia mártir, decía escuetamente al pie: «Non enterran cadavres; enterran semente»... La emoción había prendido en el ánimo de todos. Sujeto por unas gruesas cuerdas, se vio desaparecer el ataúd en la fosa. Cayeron las primeras paletadas de tierra. Después, algunas flores. Luego, tierra y más tierra. Muchos de los que asistían a la triste ceremonia lloraban en silencio. ¿Acertarían a comprender, además, el verdadero significado de aquella escena? Las sombras de la noche terminan por cubrir el cementerio. La muchedumbre inicia a pie el regreso a Madrid...

Al cabo de cincuenta años, acerquémonos también nosotros a la misma tumba, para recoger de ella la lección de tolerancia, de amor y de paz, que en su vida y en su obra ejemplificó don Benito Pérez Galdós, y de la que tan necesitados estamos siempre -también ahora- los españoles.

Universidad de Texas







 
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