Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

[Antonio Pérez en el monasterio de Piedra]

Víctor Balaguer i Cirera

Ana María Gómez-Elegido Centeno (ed. lit.)

No hay que entrar en la relación de otros sucesos que nos recuerda esta torre, pues se haría interminable este capítulo. Dejemos, pues, que otros refieran la historia de los monjes que en diferentes ocasiones y por distintas causas estuvieron presos en ella; las ceremonias que a su puerta tenían lugar cada vez que era elegido un abad y en ocasión de presentarse dos síndicos del municipio de Calatayud con ministros, timbales y clarines a cumplimentar al nuevo abad, según costumbre y precepto de aquella ciudad antiquísima; las diversiones —29— y recreos de que era teatro la plaza cuando se trataba de celebrar algún acontecimiento fausto para el monasterio, o las solemnidades religiosas cuando la comunidad salía a recibir los cadáveres de las distinguidas personas que eran patronos de la casa y tenían derecho a ser en ella sepultados.

Sólo de un curioso suceso vamos a dar cuenta para terminar este capítulo.

Cuatro horas hacía que había cerrado la noche en una del mes de abril de 1590, cuando la torre entera retemblaba al rudo golpe de los furiosos aldabonazos que a su puerta daban unos viajeros que acababan de llegar por la pedregosa y áspera senda que conducía de Ibdes a Nuestra Señora de Piedra. Montados iban en buenas mulas de paso, siendo de notar que el que más principal parecía montaba una cabalgadura aparejada con silleta y arreos de mujer, y en ella iba sentado, revelando gran postración, como si sus males o cansancio no le permitieran cabalgar de otra manera.

Largo rato estuvo golpeando a la puerta el mozo de espuela, que era un vecino de Monreal, acompañante principal de los viajeros, hasta que por fin hubo de despertar el portero, el cual se asomó a preguntar quiénes eran los que a tal hora y con tan provocantes golpes venían a turbar el silencio y recogimiento de aquella santa casa.

-Pasad recado al reverendo abad -dijo entonces uno de los viajeros levantando la voz- y decidle que demandan hospitalidad para esta noche unos caminantes que vienen rendidos y maltrechos después de larga jornada, entre los cuales se halla un muy su amigo de quien se alegrará de saber noticias su reverencia.

No se dio tan fácilmente a partido el monje portero, y hubo de pedir más explicaciones que no se le dieron; pero por fin se avino a pasar recado al abad, y, concedida —30— por éste la venia, entraban los viajeros en el patio del monasterio, descabalgando con harta pena el más principal de ellos y siendo acompañado hasta las puertas de la celda abacial por sus compañeros, quienes le llevaban casi en brazos, pues apenas podía anclar: tan fatigado o tan enfermo se encontraba.

Solos ya en la celda el abad y el desconocido huésped, fijó el primero su mirada en el recién llegado, que sostuvo silencioso el examen; y levantándose de repente entre atónito y confuso, dio algunos pasos por la estancia exclamando:

-O sueño verdaderamente, o me parece …

-No sueña, no, el reverendo padre -dijo entonces el huésped interrumpiéndole, al propio tiempo que se dejaba caer en un sitial, sin hacer caso de que el abad le hablara de pie y en tono reverente-. El mismo soy que adivinasteis, aun cuando muchas cosas pasaron desde la última vez que en la cámara real nos encontramos.

-¡Vuesa merced aquí y de esta manera! -exclamó el abad- No vuelvo de mi asombro.

-Tempora si fuerit nubila solus eris1 -contestó el huésped misterioso-. No se asombre el reverendo padre, que decirle he cómo aquí vine, a refugiarme en Aragón, que es tierra de honor y de libertad.

Así dijo el huésped, y comenzó en seguida a explicar al abad cómo, siendo poco antes ministro y valido del rey más poderoso de la tierra, se hallaba entonces fugitivo y vagabundo, buscando medios de llegar a Zaragoza, donde esperaba verse a salvo amparado por las leyes y libertades del reino.

Refirió el huésped cómo el rey le había tenido encerrado dos meses en la fortaleza de Pinto; cómo después de ellos le volvieron a Madrid dándole por cárcel una casa de la plazuela de la Villa; cómo más tarde le había —31— mandado echar por vía de apremio una cadena y un par de grillos; cómo luego le mandaron poner cuestión de tormento, sufriendo horribles trances; cómo a pesar de haberle postrado mucho el tormento resolvió fugarse, lo cual consiguió milagrosamente, y no por magia como el vulgo decía, sino ayudado de su mujer Doña Juana Coello2 y de algunos amigos; cómo había salido de Madrid, caminando sin descanso treinta leguas, alentado y fortalecido por sus amigos, que hubieron de sostenerle a veces en sus mismos brazos para que no desfalleciese; como al llegar a tierra aragonesa, viéndose ya en país libre y hospitalario, se había arrojado devotamente al suelo, besándole una y otra vez, y exclamando lleno de alegría y de esperanza: ¡Aragón! ¡Aragón!; cómo había llegado al monasterio de Piedra, después de larga y fatigosa jornada, en compañía de sus fieles amigos Gil de Mesa3 y Francisco Mayorini4; y cómo, finalmente, reclamaba de su antiguo amigo el abad albergue para aquella noche y guiaje al siguiente día, a fin de que pudiera continuar su camino el que era víctima de un suceso como otro igual no referían las historias, pues que traiciones de vasallos a reyes muchas se habían visto, pero de rey a vasallo nunca tal.

Oyó el abad en silencio la relación toda de aquellas desventuras, y abrazando en seguida a su huésped, dióle la hospitalidad que demandaba, y al día siguiente con mulas de paso del monasterio, famosas en toda la comarca, pues nunca las tuvieron mejores los más altos potentados de la tierra, con acompañamiento de doce servidores y de varios arcabuceros para defenderle y honrarle, bajó el viajero la cuesta de Nuévalos, dirigiéndose a Bubierca y a Calatayud y luego a Zaragoza, donde su llegada debía causar aquellas hondas perturbaciones y resonantes sucesos de que tan largamente se ocupan las historias, y que tan desastrado término habían —32— de tener en el cadalso donde murió Lanuza5, sucumbiendo con él las libertades aragonesas.

Tal es el recuerdo que de la visita de Antonio Pérez guardan la torre del Homenaje y en monasterio de Piedra.

FUENTE

Balaguer i Cirera, Víctor, El Monasterio de Piedra. Su historia, sus valles, sus cascadas, sus grutas, sus tradiciones y sus leyendas, Barcelona, J. A. Bastinos, 1882, pp. 28-32.

Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno.