Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Arqueología y genética, historia: una definición del cine en torno a la historia e historiografía de su invención

Luis Alonso García






ArribaAbajoEntre el epílogo y el prólogo

Hace cuatro años; dos antes del centenario del cine, leí ante este mismo auditorio un estudio sobre lo que durante mucho tiempo han sido en España los manuales universitarios de historia de los medios audiovisuales (Espada) e historia del cine (Gubern). De aquel trabajo conservaría sobre todo la intuición final, la de que la crítica última -al menos en el que hoy en día creo que aún merece la pena ser criticado; es decir, reconsiderado, actualizado- debería orientarse más al uso y el espacio (universitarios) que al contenido o el formato mismo de la obra (como tal manual).

A fin de cuentas, las críticas señaladas en aquel trabajo -el aislacionismo sectorialista y temático, la presunción de objetividad y el borrado de las huellas del historiador, el pecado del narrativismo y la sospecha de ficcionalidad, la linealidad y el teologismo, la irreflexión sobre el objeto histórico y el quehacer historiográfico-1, ya habían sido en parte apuntadas para el cine por Allen y Gomery diez años antes2 o por Lagny3 en las mismas fechas en las que el que escribe realizaba dicho «original y definitivo» trabajo de metahistoria. Pero es que, además, todos ellos son problemas que el cine comparte con la historiografía general, como oportunamente se viene reseñando al menos desde mediados del siglo en la tradición de la francesa «nueva historia» o en el anglosajón «realismo historiográfico».

Sin embargo, la confusión de usos y espacios (la divulgación, la investigación, la difusión, la erudición...; el salón doméstico, el aula universitaria, el archivo o laboratorio historiográfico) es un problema básico en la definición del fin y función de la historiografía, y curiosamente, escasamente planteado en los estudios de teoría y método de la historia. Tenemos la ventaja en nuestro campo de trabajo, y por partida doble, de contar con una amplia repercusión social: por hacer historia y por hacerla sobre cine. La gente quiere saber, escuchar y leer sobre cine, aunque ésta no sea su dedicación profesional y su interés no vaya más allá -ni menos- de un «saber algo sobre lo que ve». Corremos el peligro por ello mismo -la otra cara del «privilegio» que enorgullecía a Lefèbvre-, de caer y hacer caer a nuestros lectores en la trampa de adaptar nuestro discurso a sus exigencias, de amoldar lo que decimos y escribimos a aquello que ya saben -el eterno dilema entre porcentajes de innovación y tradición-. La exploración histórica y teórica del cine se convierte así en una continua reiteración de los tópicos y los temas repetidos desde hace una centuria. Claro está, siempre con nuevos datos, nuevas obras, nuevos descubrimientos, pero que de alguna manera sólo sirven para repetir lo dicho hasta entonces4.

Si este comportamiento es detectable y criticable de forma mayoritaria en las obras divulgativas, no es difícil imaginar cuál es la situación en la «educación superior» si se parte ya en principio de esa confusión de usos y espacios. De ahí la urgencia en el seno de la historiografía de plantear, antes incluso que cuestiones de teoría y método -¿es la historia una ciencia?-, los problemas de uso y espacio del conocimiento histórico -¿cuál es el fin e intención de la histori(ografí)a?-. De no plantearnos estos problemas, esa continua mezcla entre la erudición y la divulgación, entre la investigación y la difusión, acabará por volver inútiles aquellas cuestiones. La historia será -si es que en realidad ya no lo es en demasiadas ocasiones- algo a medio camino entre el instrumento documental y el entretenimiento cotidiano.

Como se ve, esta autocrítica -por ingenuidad- del trabajo de hace cuatro años debería suscitar una reflexión y discusión más profunda de nuestro ámbito de trabajo. Reflexión y discusión que al mismo tiempo que apuntamos dejamos de lado, o mejor dicho, retomamos a partir de uno de sus accesos marginales. Hoy, dos años después del centenario, la ponencia que aquí se presenta es, de una forma harto extraña, al mismo tiempo un cierre y una apertura del trabajo comenzado en la Universidad de Sevilla y desde entonces continuado en la Universidad Europea de Madrid, en lo que cada vez más claramente se vislumbra como una «historia y teoría de las artes y medios de expresión y comunicación». Y digo de una forma harto extraña, porque lo que se esconde bajo la redescripción historiográfica enunciada en el subtítulo -y que compone la segunda parte de esta ponencia: «una definición del cine en torno a la historia e historiografía de su invención»- apunta de modo directo -bajo la triple denominación del título: «Arqueología y Genética, Historia»- a la línea de flotación de nuestro excesivamente tranquilo campo de trabajo, la historia e historiografía del cine, el contenido y la disciplina de nuestro quehacer.




ArribaAbajoI. Arqueología y genética, historia

Entrando de lleno en ese ataque, es necesario plantear, en el orden del objeto, el agotamiento (de la historia) del cine como algo especial merecedor de una mirada propia. Agotamiento que surge, a partir de determinados enfoques históricos-teóricos, de la «progresiva consciencia de su falta de especificidad», y no de supuestas y agoreras sustituciones de viejos por nuevos medios. Si queremos que lo que digamos tenga algún sentido fuera del coto de la cinefilia estrecha es importante proclamar y entender el fin del objeto-cine en manos de aquello que lo vio nacer y a lo cual regresa a pasos agigantados ante nuestras propias narices: las prácticas aurovisuales (populares o masivas) de dos fines de siglo.

Enfoques y prácticas evidentes en su punto final, el del siglo XX. Tanto en la progresión bibliográfica que cada vez más contempla el cine como un «caso» de la historia de las representaciones culturales -desde McLuhan5 y Fulchignoni6 a Williams7 y Crowley8-, como en la sustitución del cine por otros medios (del vídeo-arte a la infografía) en ese papel que un día se le quiso asignar como «arte o medio del siglo». Pero también enfoques y prácticas obvias en su punto inicial, el del siglo XIX. Algo perceptible en la brecha abierta por la atención creciente prestada en las últimas décadas a los cines primitivos, con las figuras primeras y ejemplares de Fell9, Gaudreault10, y Burch11. Brecha ahondada hasta la quiebra por la aplicación puesta en la investigación de lo hoy neutralmente llamado «pre-cines», el campo inmenso de los entrecomillados «antecedentes y precursores»: linterna mágica y fantasmagorías, cajas ópticas y mundonuevos, panoramas y dioramas, sombromanías y teatros de sombras, cámaras oscuras y lúcidas... Un universo aurovisual que en un momento determinado terminaría cristalizando en torno al concepto y objeto «cine».

El cine se revela así, en una mirada algo más despegada de lo que suele ser habitual en los estudios fílmicos, como medio de la mezcla por su origen, un arte de la amalgama por su desarrollo, un objeto de la mixtura por su fin. Aunque, claro, podemos seguir llorando el desaparecido cine clásico o hacer, como la renqueante historia del arte, un discurso fosilizado las más de las veces en torno a un cadáver de doscientos cincuenta años12.

Tras señalar esa crisis del objeto cine, queda pensar lo que ha ocurrido en el orden de la disciplina. Porque, contrariamente a lo que se pudiera pensar por lo dicho hasta ahora, es necesario reconocer el continuo fortalecimiento de la historiografía cinematográfica. Es ella, antes incluso que la teoría, la que ha venido a demostrar mediante la «acumulación de pruebas» la profunda heterogeneidad de materiales y fuentes que dio sentido a eso que durante cien años ha sido conocido como cine13. Sin embargo, a pesar de la «suma de evidencias», la historiografía tradicional prefiere comportarse como si todo ello no tuviera implicaciones en la reflexión sobre su objeto y disciplina. Ahí es donde el «moderno» término «pre-cines» revela todo su poder. Sí, se acepta la existencia de una serie de prácticas aurovisuales que tienen mucho que ver con el cine. Pero sólo para afirmar a continuación que son un conjunto anterior (siglos XV XIX) o exterior (siglo XX) al «verdadero» tema. Mencionables, por tanto, pero no hasta el punto de que nos hagan repensar si realmente nos equivocamos al definir nuestro objeto de estudio, si deberíamos modificar nuestro acercamiento al mismo.

Lo paradójico de esta dualidad entre la falta de especificidad del objeto (cine) y el mantenimiento de la especificidad de la disciplina (historia) es hasta qué punto se ha instalado dicha dualidad en el enfoque que podría haber iniciado el trabajo de redescripción del objeto y la disciplina, el estudio de los pre-cines14. Dicha instalación nos permite hacer así una distinción en el cada vez mayor conjunto de investigaciones sobre los antecedentes del cine. Lo que separa a «clásicos» y «modernos» del pre-cine es el objetivo que da origen a dichos trabajos. Para los «clásicos» (Millingham15, Cuenca16, Ceram17, Deslandes y Richard18, Mitry19, Fell, Staehlin20, Tosi21) se trataba al mismo tiempo de proclamar su novedad y originalidad (en la situación y superación de lo anterior, en la diferencia o síntesis de lo exterior), y de dar al cine una genealogía a partir de la cual declarar su estatuto artístico. Para los «modernos» (Perriault22, Zotti23, Hecht24, Mannoni25, Pesenti26, Frutos27) aquella pretensión de búsqueda de las bases y las raíces se ha transformado en una forma homologable a la descrita en la historiografía tradicional de cine. La atención creciente a dichas artes y medios ha terminado por dotarlos de una creciente importancia hasta constituirse en un campo de estudios independiente. Es el cine el origen del interés, pero al final los pre-cines se han convertido en un campo aparte, tan específico y especial como aquél28.

Esta definición de los pre-cines como un nuevo objeto de estudio es la causa final de la caída en desuso de dos conceptos -«arqueología» (Ceram) y «genética» (Staehlin)- que englobaron el estudio de los antecedentes hasta fecha reciente. De esta manera, la llegada del rigor historiográfico y la difusión histórica ha supuesto también la disolución de su nexo con el cine y la creación de un nuevo compartimiento estanco. Ya no parece necesario adscribir su estudio a otra categoría que la de la tradicional «historia»: historia, sí; pero ya no del cine. Ante esta situación -constatable de forma masiva en torno al centenario- debemos afirmar el interés de tales conceptos, arqueología y genética. No se trata de simples etiquetas, sino de síntomas de un fenómeno de capital importancia para la historiografía cinematográfica. Ante la expansión conceptual de su objeto histórico -tan extensible como la propia existencia del hombre (recuérdese que para muchos todo comienza con el «Jabalí de Altamira»)- las investigaciones adoptaron como punto de partida un cierto desplazamiento formal respecto a la disciplina en la que sin embargo estaban integradas por método y práctica29.

Hablar de arqueología o de genética era la única vía para pensar en un objeto indefinido de antemano, perdido en su práctica social, desaparecidos sus rastros en gran parte. El concepto de «arqueología del cine» dotaba de un sentido de verticalidad y profundidad a lo que, respecto al llamado cine, demasiado a menudo era visto como horizontalidad y linealidad. No se trataba de reconstruir las «fases» de una periodización, sino de construir las «capas» del pasado enterradas bajo el presente. El concepto de «genética fílmica» venía a sustituir de manera mucho más directa la idea de anterioridad por la idea de interioridad. El interés no estaba en lo que se sitúa diacrónicamente delante del cine, sino en lo que se coloca sincrónicamente en su interior. No el cine como síntesis o cumbre de las artes y medios anteriores, sino el cine como un objeto y una práctica donde seguir analizando, en cada momento de su historia, la presencia de una herencia social y cultural.

La recurrencia a estos términos -nunca formalizados metodológicamente por sus autores- se situaba así en esa constatación de que todo aquel universo de los pre-cines exigía una mirada distinta. Una mirada no cimentada sobre una documentación más o menos accesible, unos textos culturales y unas prácticas sociales conocidas, sino sobre unos restos y rastros en los que al unísono estaban construyéndose objeto y disciplina.

Estos planteamientos sobre el objeto y la disciplina no son un intento de definir un nuevo objeto para la historia, el pre-cine -por desgracia ya definido- o una nueva disciplina, la arqueología cinematográfica o la genética fílmica -por desgracia, convertida ya en obsoleta-. Es hora, muy por el contrario, de afirmar el valor del trabajo historiográfico (como método, disciplina y práctica) y la unidad y globalidad de las artes y medios aurovisuales (como objeto definido por la teoría desde el que comprender las múltiples realizaciones de la comunicación y la expresión de la imagen y el sonido).

«Trápala» es la denominación que dimos a ese conjunto de objetos y prácticas de los pre-cines en un momento de esta larga investigación. Se trata de una traducción literaria y libre del término art trompeur, propuesto por un erudito viajero francés del siglo XVIII, Charles Patin. Denominación que hoy en día ya no estamos seguros de conservar, aunque describa con precisión algo que no es asimilable a ningún otro concepto o enfoque, empezando por el de trompe-l'oeil o trampantojo de la historia de la representación figurativa. Pero su utilidad se ve mermada por esa «especialización» que tanto criticamos en la historia de los pre-cines y por la cada vez más urgente necesidad de plantear un concepto y enfoque global.

Es en esa globalidad donde se sitúa otro término repetidas veces utilizado en esta investigación, «aurovisual»30. Lo que se describe con dicho término, más allá del excesivamente marcado -por una tecnología y una didáctica mal asimiladas- concepto del «audiovisual», es una determinada continuidad. Se trata de un término que engloba la totalidad de las artes y los medios basados en la imagen (visual) y el sonido (aural), en un intento de escapar a las «clasificaciones» que histórica y teóricamente han ordenado los productos de la cultura. Sobre todo porque dichas clasificaciones (las «bellas artes», las «artes y oficios», los «medios audiovisuales», las «tradiciones y costumbres», las «nuevas tecnologías», la «imaginería popular»...) no sólo ordenan sino que nombran aquello de lo que se puede hablar -y por tanto de lo que se debe callar- desde una determinada perspectiva y disciplina. Y es esa doble función de alusión y elisión donde un gran conjunto de objetos y prácticas fueron borrados, salvo en la mención como antecedentes y precursores, de la memoria colectiva. Dicha operación de borrado fue la que de algún modo desmontó la arqueología del cine y la genética fílmica al «descubrir» todos aquellos materiales en un recorrido diagonal por la historia de la cultura y los ámbitos de múltiples historiografías. Desmontaje que ahora quiere ser encerrado de nuevo bajo unos límites históricos e historiográficos, los de la historia del pre-cine.

Esta aclaración conceptual sobre la «trápala y el «aurovisual» nos indica -tal como muchas veces se dice aunque no siempre se perciba- hasta qué punto la teoría y la historia construyen sus objetos. Pero también cómo, una vez construido el objeto de estudio, las disciplinas se ven sometidas a un juego de continuo reenfoque dependiendo de las respuestas dadas por los objetos previamente definidos. De ahí la necesidad de conservar aquella mirada inaugurada, bajo la advocación de la arqueología y la genética, sobre un universo indefinido, perdido, desaparecido, tanto en el sentido histórico como en el historiográfico. No podemos dejar de lado -como sigue haciendo la historia oficial del cine- ni perder -como parece ocurrirle a buena parte de la nueva historia del pre-cine- aquella mirada desplazada. A la investigación documental de la historia, la arqueología y genética unen -en algo parecido a aquello que Ortega llamaba historiología- la especulación e imaginación conceptual31. Dicha actitud es una manera de no creernos tan seguros de nuestro objeto, de comprobar que siempre hay un espacio para la «pérdida» (del cine primitivo, del cine mudo, del cine clásico, del nuevo cine...) y que la historia es precisamente eso, una recuperación y una reconstrucción.




ArribaAbajoII. Definición e invención del cine

Son demasiado obvios tanto las insuficiencias de esta presentación como los interrogantes que suscitan las cuestiones metodológicas y teóricas planteadas. Pero si la «nueva historia» se planteaba hace más de cincuenta años la necesidad de superar la «historia-relato» mediante la «historia-problema», hay que reconocer que éste sería un buen ejemplo de aquellos planteamientos. Si el trabajo de hace cuatro años tenía todo el carácter ingenuo de un cierre definitivo -una liquidación de una determinada manera de entender la histori(ografí)a-, hoy sólo puedo concluir que esto es una apertura, el comienzo de un proyecto a largo plazo32.

La única manera de poder cerrar con cierta elegancia las insuficiencias e interrogantes planteados es cambiar de registro. Debemos saltar de la reflexión sobre la teoría y método de la historiografía a la historia misma, demostrar a través de un «caso» que las verdaderas insuficiencias y los interrogantes reales se plantean en la historiografía tradicional tal como se sigue ejerciendo.

Y nada más oportuno para ello que volver a aquello por lo que desgraciadamente se ha pasado entre de puntillas y a taconazos: la invención del cine. Porque, desgraciadamente -y reitero el término por ver si la cacofonía muestra hasta qué punto llega la desgracia-, el centenario del cine sólo ha servido, salvo demasiado escasas excepciones que no pueden traer consuelo, para solidificar una visión de la historia e historiografía del cine tan agónica como inservible. Y no es suficiente decir que la culpa la tiene la divulgación mediática, con ejemplos en versión televisiva que mejor es no traer a colación. Es la investigación académica la que debe debatir y revisar -y no apoyar y cimentar- ese discurso fosilizado que los medios producen ad nauseam33.

Si hay algo evidente en lo ocurrido en los fastos nacionales e internacionales del centenario es que nos hemos equivocado de fecha, aunque en realidad lo que ha ocurrido es que hemos errado en lo celebrado. Diciendo homenajear la llegada del cinematógrafo (Lumière, 1895), en realidad no hemos hecho sino celebrar el descubrimiento del cine (Griffith, 1915). Toda referencia al invento del aparato iba inmediatamente acompañada, tras un rápido repaso por inventores y pioneros, de la glosa al «verdadero y único creador del arte y del lenguaje». Lo que unido a la necesaria mención, una vez constituida oficialmente en historia de los pre-cines, de otros inventos e inventores -Marey y Demeny, Anschütz, Friese-Greene y Paul, Edison y Dickson, los hermanos Skladanovski, Reynaud, Le Prince..., por sólo mencionar los antecedentes y precursores «cinematográficos» en una cadena que podemos detener en el famastropo de Heyl (1870)-, hace que la situación de los hermanos Lumière se vuelva cada vez más insostenible.

Ni técnica, anterior a ellos de forma numerosa; ni arte o lenguaje, no sólo posterior, sino además cuestiones indeseadas por ellos. ¿Cuál es entonces el papel de los Lumière? Porque hay que reconocer que, no habiendo «descubierto» nada y «errando» en la concepción social del cine (la famosa y dudosa advertencia a Méliès y el abandono de su industria en torno a 1900), realmente inventaron lo esencial. Claro está que hay que averiguar cuál es esa esencia no del cine -lo que sería ingenuo a estas alturas-, sino de su invento. Porque si no, es mejor borrar a los Lumière de la historia del cine, para al menos salvaguardar su honra de las previsibles acusaciones de pirateo industrial y plagio cultural.

Lo que sigue es por tanto un intento de «rehabilitación histórica», en lo que podríamos denominar el «affaire Lumière». Pero sobre todo un esfuerzo por mostrar tanto la urgencia de aceptar en la historia aquella mirada surgida en los viejos ámbitos de la arqueología y la genética, como la necesidad de no escindir prematuramente los campos del cine y el pre-cine. Aunque dicho esfuerzo y necesidad conlleven, finalmente, integrar ambos objetos en un enfoque más ancho, el mencionado de la historia y teoría del aurovisual.

Comenzaremos por tanto con la descripción del «Affaire Lumière» en sus dos vertientes: la acusación histórica de plagio -¿fueron los inventores del cine?- y la recusación historiográfica de pertinencia -¿pero de qué definición de cine?-, cuyas preguntas servirán para mostrar hasta dónde llega y puede llegar la historiografía del cine y los pre-cines con sus apriorismos y reduccionismos. Inmediatamente, haciendo tabula rasa de dicho material, pasaremos a una redescripción de esos problemas desde una perspectiva fruto tanto de aquella mirada de la arqueología y la genética como de los presupuestos de otros modelos historiográficos ausentes en nuestro ámbito.

Es evidente que «el cine existió antes de 1895», puesto así todo entre comillas, pues precisamente de lo que hay que tener cuidado es de no caer en la obviedad de tanta evidencia. Y a sabiendas de que no hablamos aquí del terreno de los antecedentes y precursores, los «tres siglos de cine» que recordaba Langlois a mediados de éste en referencia a la linterna mágica -la «lucerna mágica» de Kircher (1643 ó 1671), aunque en realidad la fuente original es Huygens (1659)-. A pesar de las falsedades y errores historiográficos (el caso ejemplar de Dickson / Edison), durante como mínimo los veinte años anteriores a 1895 se multiplican «las proyecciones fotográficas de imágenes en movimiento»: prácticas cronofotográficas, kinetoscópicas, praxinoscópicas, bioscópicas, taquiscópicas... cinematográficas (pues ni siquiera el nombre es propio de los Lumière).

En todo recorrido por la historia del cine suele mencionarse parte o toda esta larga nómina de prácticas, pero para inmediatamente nombrar las carencias o fallos (de fotografía, de proyección, de movimiento) que las invalidan como LA invención. El dramático caso de Reynaud y sus dibujos animados, o el sorprendente error de Edison y la decisión de no proyectar la imagen (menos sorprendente si su kinetoscopio se situara en relación a los usos domésticos e individuales nacientes de la fotografía y la fonografía de la época y en estrecha relación con la utopía por entonces centenaria de la televisión). El caso de Marey y Muybridge resulta más curioso, pues su exclusión es en realidad una autoexclusión: era el análisis (la descomposición de lo móvil) y no la síntesis (su recomposición) su objetivo. La proyección en movimiento, «lograda» por ambos a finales de la década de los 80, se desarrolla como un factor ilustrativo de la mostración de cada imagen aislada34.

Pasando de los «fracasos» de la invención (Friese-Greene, Le Prince, Le Roy), el último y más problemático caso es el de los hermanos Skladanovski. Ellos realizaron, dos meses antes que los Lumière, lo que se entiende por invención del cine en su descripción más fina, la utilizada por Cueto en su artículo de El País para asignárselo precisamente a los Lumière: «la proyección pública de imágenes en movimiento previo pago de una entrada». El continuo surgimiento de nuevos datos (nuevos aparatos, nuevos autores, nuevas prácticas) obliga a la extensión de la definición del invento del cine para seguir conservando a los Lumière en su posición central. Puestos a afinar, añadiremos un carácter más que invalida a los pioneros alemanes: el de la exclusividad de la sesión, pues el Bioscopio de los Skladanovski era parte de un espectáculo global de variedades35. Pero si para algo sirve este apresurado repaso por los «precursores» es para demostrar cómo la definición de la invención se realiza sobre la marcha -según van apareciendo nuevos datos-, pero sin mover ni a los Lumière de su puesto ni la concepción general del cine de su lugar.

A pesar, sin embargo, de sus «carencias» o «fallos», aquí englobamos a estos autores y prácticas bajo el epígrafe directo de «cinematografía», puesto que todos ellos responden al componente esencial que tradicionalmente define lo que el cine es: imagen en movimiento. Más curioso resulta, sin embargo, afirmar que es el «famastropo» de Heyl (1870) el primer aparato -y autor- a figurar bajo la etiqueta de «cine» y no de «pre-cine». Se trataba de una linterna con un dispositivo de 18 positivos sobre cristal (triplicados a partir de seis negativos) en torno a la torreta de la linterna mágica, movidos mediante un sistema de obturación y cruz de Malta, que producía la intermitencia de la «película» pertinente para producir, aunque muy pobremente, la ilusión del movimiento36.

Escoger a Heyl como nuevo límite entre «cine» y «pre-cine» puede parecer una selección arbitraria. Por un lado, existen precedentes más remotos: el extraño por temprano aunque fallido caso de la linterna secuencial de Zahn (1685) o el más lógico y perfeccionado de Uchatius (1855), cuya linterna estaba basada en los discos fenaquistoscópicos y fue explotada comercialmente por un tal Döbler durante un par de décadas. Por otro lado, por lo defectuoso del carácter supuestamente esencial del cine, la imagen en movimiento. Pero es que aquí precisamente se sitúa uno de los grandes errores de la historiografía respecto a la definición de la invención del cine. Contra todas las evidencias (históricas) y apariencias (historiográficas), lo esencial del invento de Lumière no fue «la imagen en movimiento». A ello tendremos que volver.

Pero antes de llegar a esa redescripción hay que pararse unos breves momentos en las definiciones del «cine». El repaso de los precursores e inventores nos ha llevado a una definición extremadamente inconsciente y rebuscada («la proyección pública y exclusiva de imágenes fotográficas en movimiento previo pago de una entrada»), necesaria para seguir manteniendo en su lugar a los Lumière. Pero es evidente que eso no es lo que se entiende por el cinematógrafo de 1895 o el cine a partir de 1915.

Empezando por el final resulta claro que el centenario ha sido realmente la celebración de Griffith y no de los Lumière, en cuanto que los manuales de historia y teoría coinciden con su público lecto-espectador en dejar claro cuál es el elemento esencial de lo que hoy se llama cine (a partir de los mitos fundacionales del lenguaje y el arte): el «contar historias»; de otro modo sería imposible entender el aguante y continua resurrección de narratologías y neoformalismos. En realidad, convendría añadir alguna definición complementaria, como la de «transmitir información» o la de «entretener el ojo», porque el juego de sustitución y superposición de tales conceptos es lo que explica tantos vaivenes de la crítica y de la historia. Pero una vez completada la definición estándar hay que certificar todo lo que se queda fuera (primitivos, vanguardias, compromisos y ensayos...), reducible a un cuarto triple factor («cine-arte: poesía o música visual, pintura en movimiento») o convertido en nada (tanteos, experimentos, fracasos, desviaciones...). El eje relato-comunicación-espectáculo define lo que cotidiana y académicamente se entiende por cine. El cine como arte es ya sólo una excusa de historiadores y teóricos para el mantenimiento de una especialización y una especificidad que hace aguas por todas partes.

Pero es evidente que en los acercamientos generales, en los puntos de partida históricos y teóricos, esta opción se vuelve insoportable -demasiadas cosas se quedan fuera o en los márgenes-. Se requiere una definición más básica y genérica -en el doble sentido histórico y teórico- antes de poder saltar abiertamente a la estético-lingüística originada en Griffith37. Es así como se acaba acudiendo, a pesar de los problemas planteados, a los hermanos Lumière, en cuanto parecen asegurar esa definición global de la disciplina de los estudios de cine.

Aquí aparece el paradigma de la «imagen en movimiento», aunque de una forma harto oscura. El caso ejemplar y canónico de estas concepciones está formulado por Aumont. Tras recoger la débil pero supuestamente invicta clasificación de las materias de la expresión formulada por Metz (1964) (imágenes, escritos, voces, música y ruidos), el autor declara que «una sola de estas materias es específica del lenguaje cinematográfico, la imagen en movimiento»38, aunque sólo para corregirse a sí mismo y afirmar inmediatamente que «la materia de la expresión propia del cine es el imagen mecánica en movimiento, múltiple y colocada en secuencia»39.

Los deslizamientos, las negaciones -y los olvidos, pues de repente ha desaparecido el carácter de proyección- son sintomáticos de una «mala conciencia». Se define el cine no por lo que fue en un momento dado, sino por lo que queremos creer que es (movimiento, fotografía, proyección), aunque tantas cosas queden fuera, aunque todos sabemos en realidad lo que ha llegado a ser (relato, comunicación y espectáculo).

La definición en realidad parece estar clara: «imagen móvil fotográfica proyectada» -Altman, apesadumbrado, recuerda en el texto citado que el «sonido» es siempre entendido como un añadido, tal y como proponía Staehlin sin ningún rubor-. Pero el problema es que los tres componentes no tienen el mismo valor, sino que están sometidos a una jerarquía: primero el movimiento, después la fotografía, por último la proyección. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si resultara que a pesar del reiterativo discurso social del 1900 -la continua referencia de los años 1895-1905 al carácter «móvil y viviente» del cinematógrafo como su esencia-, a pesar también del a la vez dubitativo y tajante discurso historiográfico posterior -«una sola de estas materias es específica del lenguaje cinematográfico, la imagen en movimiento»-, en realidad no fuera el movimiento el carácter esencial, definidor del hecho fílmico, sino muy al contrario un carácter subsidiario del entendido intuitivamente como central, la fotografía, e incluso una manera específica de entender el medio y uso de lo fotográfico, aquella inaugurada por Lumière?

Es esta redistribución del papel e importancia del movimiento y la fotografía la que puede explicar tanto la adjudicación del invento de los hermanos Lumière como el hecho de que la invención alcanzara la difusión lograda en tan escaso tiempo. No porque deba extrañar dicha rapidez en una época donde el mundo estrechaba vertiginosamente sus distancias, sino sobre todo porque se reconociera como «invento del siglo» lo que no dejaba de ser una práctica cotidiana en los últimos cincuenta años del mismo. Pero con esto entramos de lleno en la necesidad de una redescripción histórica y teórica final de la invención y definición del cine, la última estación de este recorrido.

Hay que reconocer el carácter consolador y autosatisfecho de la historiografía tradicional. Ese contar las cosas «tal como sucedieron» como si el relato no fuera una construcción del historiador antes que una restitución de lo historiado. Pero también esa operación -¿inconsciente, impensada?- que a partir del heterogéneo cúmulo de los «datos históricos» va seleccionando aquellos que deberán ser considerados «hechos historiográficos», creando al mismo tiempo una apariencia de orden donde parecía reinar el caos, y una linealidad donde despuntan los grandes nombres, las grandes obras, la nómina de los «próceres de la patria» o de los «creadores del arte y el lenguaje cinematográficos».

Hasta qué punto esa historia e historiografía responden a un esquema cognitivo similar al de la aprehensión del mundo por parte del conocimiento cotidiano explica tanto su fuerza como la dificultad para desmontarlas o renovarlas. De ahí que, en el interior de ese modelo de comprensión del pasado, sea imposible parir una nueva visión del cine. Toda «redescripción historiográfica» se acaba contemplando como una simple «corrección histórica». De forma que más de uno pensará que mi objetivo es demostrar que el cine fue en realidad inventado por los alemanes Skladanovski dos meses antes de la fecha aceptada, o por el británico veinticinco años antes.

Muy por el contrario, creo firmemente en la invención del cine por parte de los Lumière. Claro está que, una vez aclaremos qué es eso de la invención y qué es lo que exactamente inventaron. Para explicarlo, debemos abandonar el modelo de historiografía del cine e irnos a los instrumentos teóricos y metodológicos de la historia de la tecnología y de la ciencia -tal y como la proponen Thuillier40 o Basalla41-, o más específicamente Flichy42 para el campo de los medios de comunicación.

De esta manera, el «affaire Lumière», con todas las implicaciones delictivas y morales de las que está cargada la palabrita affaire (Dreyffus no andaba lejos), se transforma en la «captura Lumière», donde el término «captura», a pesar de sus orígenes cinegéticos, pretende señalar -tal como se utiliza en el caso de la telegrafía, la telefonía o la radiodifusión- simplemente uno de los mecanismos básicos de la invención tecno-científica. Operación, en el caso que nos ocupa, divisible en dos pasos: el centramiento tecnológico y el desplazamiento ideológico.

En el centramiento tecnológico, el papel de los Lumière ha sido repetidamente dibujado en la bibliografía reciente, y de forma semejante para lo ocurrido con Morse y el telégrafo o con Marconi y la radio. Lo que los franceses aportan es el final de un proceso que tiene su inicio trescientos años antes en sentido extenso -cámara oscura (Porta, 1558) y linterna mágica (Huygens, 1659)- y entre cincuenta y veinticinco años en sentido intenso -de Uchatius (1845) a Heyl (1870)-.

La «historia de la invención» debería dejar de ser la hagiografía de sus puntos señeros y luminosos -el sueño de una noche de invierno en el que Louis Lumière inventa el cine («Mon frère, en une nuit, avait inventé le cinématographe») para transformarse en el recorrido por una serie de tentativas, fracasos, hallazgos, penumbras y oscuridades. Lo que aportaron los Lumière en sentido tecnológico se puede reducir por tanto a una simple combinación de oportunidad técnica (mediante un trabajo de investigación documental por toda Europa) y de disponibilidad económica e industrial (poseen dinero suficiente para hacer que sus diseños mecánicos se ejecuten correctamente y la infraestructura necesaria para realizar un proyecto larvado durante casi un año antes de su explosión).

La figura de los Lumière parece así quedar rebajada, atenuada. Pero es que en el orden de la tecnología y de la ciencia (por no entrar en discusión sobre lo que sucede y se cuenta en el arte) las cosas ocurren generalmente de este modo y no como les gustaría pensar a la hagiografía y a la crónica. Además, aunque resulte sorprendente, lo que se entiende coloquialmente por invención es siempre más una cuestión de ideas que de aparatos.

Si los Lumière poseyeron alguna originalidad, ésta se sitúa en el orden de las ideas, donde su papel no se ciñe a un simple centramiento o síntesis tecnológica, sino que se define por un desplazamiento ideológico. Desplazamiento que resultaba imprescindible, tal y como ya antes hemos sugerido, para que el cinematógrafo se entendiera como un nuevo invento y no como un aparato o una práctica más de las habitualmente vistas y oídas en las capitales europeas y americanas. Resulta por ello curioso que este desplazamiento no sea un punto de reflexión esencial ni de la historia de cine o pre-cine ni de los trabajos teóricos. (Cfr. en especial al caso del por otra parte apreciable El ojo interminable: cine y pintura de Jacques Aumont).

El primer intento de ese desplazamiento tiene que ver, como venimos anunciando, con el predominio dado a la fotografía en el conjunto de los componentes básicos del cine, y a la cual se someten el movimiento y la proyección. Pero no sólo se trata de que la base técnica sea fotográfica -lo que no ocurre en el caso de Reynaud, entre otros- sino que es la estética del medio fotográfico la que se injerta en el hecho cinematográfico. La única manera de entender la diferencia de las películas de Lumière con las películas de Edison o de los Skladanovski previas al cinematógrafo es que estos últimos, aunque utilicen una base técnica fotográfica, están utilizando una base estética no fotográfica. Base asociada a los dibujos estroboscópicos -del fenaquinoscopio al praxinoscopio, tan en boga desde la década de los treinta-, o a las imágenes gráficas del análisis del movimiento, sobre todo en Marey. Las películas de los Skladanovski (v.gr. unos saltimbanquis que dan vueltas en una pértiga) enrolladas en una cinta sinfín repetible una y otra vez, o las películas de Edison y Dickson, rodadas contra un fondo negro, muestran claramente cómo su estética se insertaba en una tradición que iba de la estroboscopia a la cronofotografía, y que hacía que sus aparatos, aunque fueran técnicamente «nuevos», se asociaran automáticamente a unas prácticas tradicionales.

Si denominamos desplazamiento a este dominio de lo fotográfico en el cine es precisamente porque lo que realizan los Lumière no es el invento de una nueva estética, sino el amoldamiento de la técnica cinematográfica a la estética fotográfica -no por casualidad son industriales de dicho campo-, aunque dicho esto con toda la cautela necesaria. Pues, por un lado, su estética no es la del dominio «fotoartístico» de la época -bajo la férula del «pictorialismo»- sino el del naciente dominio «fotodoméstico», el de la expansión social de la autorrepresentación de las clases burguesas y populares. Por otro, hay que reconocer que dicho amoldamiento a la fotografía fue realizado con una adaptación inaudita al ritmo y el movimiento fílmicos. La mayor parte de sus películas no son «imágenes fotográficas con movimiento añadido», sino verdaderas «composiciones pensadas en y por el movimiento». De ahí el tremendo impacto (shock) causado entonces -impacto que, debemos repetir, era / es absolutamente necesario a la idea de la invención- y aun hoy en día, pues algo que sorprende al contemplar cien años después aquellos primeros programas (La salida de los obreros, La llegada del tren, Saliendo del puerto...) es su pertinencia para hacer evidente que nos encontrábamos ante una forma nueva de ver las cosas.

La controversia Skladanovski / Lumière sólo puede resolverse en este punto de análisis. Decíamos anteriormente que lo único que podía distinguir a unos de otros en aquella pedestre definición (creciente según los datos) era la exclusividad. Los Skladanovski insertaban su bioscopio en un espectáculo mayor de variedades. Pero es que la exclusividad social es la otra cara de la especificidad textual «inventada» por los Lumière. No se trata de si ellos cobraban por ver sólo cine, sino que su espectáculo estaba montado en torno a la contemplación exclusiva y en la oscuridad de una imagen nítida à-plein-air -en una síntesis entre el impresionismo y el naturalismo que a Aumont se le escapa-43. Ese es el gran hallazgo de los Lumière, el que los coloca como el principio de algo nuevo. Los franceses se aseguraron mediante una compleja serie de estrategias (sociales y textuales) -mucho más decentes que las habituales empleadas por el norteamericano Edison- para que su «innovación» pudiera comprenderse automáticamente como «invento», desde el encuadre de las tomas a la larga gestación del primer programa, desde la exclusividad de la exhibición a la «fotograficidad» de sus imágenes. Es como si, conscientes de la variedad de prácticas aurovisuales existentes en la época, los Lumière hubieran decidido que era el momento de superar la «masa crítica» y que, para superarla, había que proponer una limpieza y una nitidez nunca vistas: «esto es cine».

Sólo queda entonces decir algo sobre el «fracaso Lumière». A pesar del férreo control que ejercen sobre la producción, distribución y difusión de su invento en los primeros años, el propio éxito de su invención hace que casi inmediatamente, tras la perversión escénico-pictórica emprendida por Méliès, se dé un giro en dirección contraria a la que ellos querían imponer. Su desplazamiento hacia lo fotográfico no era sólo una cuestión de producción textual de las imágenes, sino también de consumo social de las mismas. Lo que los Lumière pretendían era constituir -en una idea cercana a la del vídeo doméstico- un gran álbum familiar y de viajes. Era una de las ideas pivote de fin de siglo, en el que en la fotografía y fonografía tienen un importante papel44, aunque sea de forma compleja, el recogimiento doméstico y el descubrimiento de la intimidad, la salida al mundo y el descubrimiento de la mundanidad.

Hasta qué punto la idea de «fracaso» es una cuestión discutible lo certifica que la historia del cine, por más que haya quedado enredada en la idea de «contar historias», nunca se ha separado en su concepción general -esa que sustenta el discurso dominante tanto de la reflexión como de la creación cinematográfica- de los valores de la limpieza escenográfica y nitidez fotográfica antes aludidas. De ahí que los Lumière sigan brillando en la histori(ografí)a del cine como su origen mítico, a pesar de todas las correcciones históricas y teóricas posibles. Ellos son los inventores porque, a fin de cuentas, dieron con la base de lo que seguimos considerando cine: un relato, o cualquier otra cosa, montando sobre un desfile de imágenes precisas, nítidas, ajustadas...; en definitiva, adscritas al paradigma figurativo de la representación pictórica académica. Y aunque esa posición tenga que mantenerse en la propia historiografía de manera ucrónica (fuera del tiempo), borrando a sus precursores, dado que el gran hallazgo se sitúa en el terreno de las ideas y no de los aparatos. Y lo que resulta más alucinante, saltando sobre todos aquellos llamados primitivos, de Méliès a Chomón, que, al devolver el cine a un determinado espacio cultural -el de lo popular-, quedaron fuera de la linealidad histórica que la historiografía ha construido. Griffith sería así no sólo el punto final de un progresivo «sometimiento» a lo narrativo, sino la recuperación de un «esclarecimiento» de lo mostrativo (al quedar la imagen sometida al relato que cuenta) que ya se encontraba en los Lumière y que se había «perdido» durante dos décadas en las filigranas escenográficas y pictóricas de los cines primitivos.

Y que quede claro, antes de poner el punto final a este «proyecto en curso» -donde muchos temas han quedado al margen y otros merecían una investigación propia-, que todo lo dicho hasta aquí no es «sólo una cuestión de historia» o de «arqueología» en el peor sentido de la palabra. Deberíamos, de una vez por todas, caer en la cuenta de que al mismo tiempo que surgía un nuevo «Arte y Lenguaje» -y tras el breve periodo de los cines primitivos-, se condenaba al ostracismo (histórico e historiográfico) a un universo complejo de prácticas aurovisuales, que sólo en este fin de siglo -de la mano de las paletas infográficas y los mundos virtuales- vuelven con la fuerza necesaria para exigir la reintegración del cine en su interior.

El papel de lo fotográfico en la definición de la invención del cine clarifica la pertinencia y profundidad de todo un campo teórico: el de la centralidad de la «captación de lo real» en el estudio de la imagen de registro (fotográfica, cinematográfica, televisiva, videográfica), con todas sus confusiones y desviaciones (Benjamin, Bazin, Barthes, Oudart, Requena). Y prepara, por otro, la posibilidad de hablar de un fin previsto para el cine, ese que anda ocurriendo entre «parques y tornados» en manos de la infografía, tecnología punta donde las haya, pero en la que nada o muy poco se reconoce ya de aquel poder de registro automático e inhumano de lo que un día se llamaron medios audiovisuales. Si queremos seguir hablando de cine, deberemos volver a corregir su definición actual, o aceptar de una vez por todas que la selección del objeto debería amplificarse a lo que antes hemos llamado «aurovisual», so pena de seguir hablando con categorías caducas y resbaladizas de objetos, medios y prácticas que exigen otra mirada. Pero esto, con su permiso y anuencia, serán otras historias45.

Entre Sevilla, 1993 y Madrid, 1997.






ArribaBibliografía

Allen, Robert C., y Gomery Douglas, Teoría y Práctica de la Historia del Cine (Barcelona, Paidós, 1995).

Alonso García, Luis, «Hacia una Historia de los Textos», en De Dalí a Hitchcock. Los caminos en el cine (La Coruña, Asociación Española de Historiadores del Cine/Centro Galego de Artes da Imaxe, 1995).

Alonso García, Luis, «Primordial, Primitivo, Antiguo y Clásico: los modos de representación cinematográfica hasta 1925» (Banda Aparte, núm. 4, febrero de 1996).

Alonso García, Luis, La oscura naturaleza del Cinematógrafo: raíces de la expresión aurovisual (Valencia, La Mirada, 1996).

Altman, Rick, «Otra forma de pensar la Historia (del cine): un modelo en crisis (Archivos de la Filmoteca, núm. 22, febrero de 1996).

Arostegui, Julio, La investigación histórica: teoría y método (Barcelona, Crítica, 1995).

Aumont, Jacques, El ojo interminable: cine y pintura (Barcelona, Paidós, 1997).

Aumont, Jacques, La imagen (Barcelona, Paidós, 1992).

Basalla, George, La evolución de la técnica (Barcelona, Crítica, 1991).

Bertetto, Paolo, y Pesenti Campagnoni, Donata, A magia da imagem: a arqueología do cinema atraves das colecções do museo nazionale del cinema di Torino (Lisboa, Centro Cultural de Belém, 1996).

Borde, Raymond, «El descubrimiento del cine olvidado y el oficio de explorador del patrimonio» (Archivos de la Filmoteca, núm. 10, octubre-diciembre de 1991).

Burch, Noël, El tragaluz del infinito (Madrid, Cátedra, 1987).

Ceram, C. W., Arqueología del Cine (Barcelona, Destino, 1965).

Comolli, Jean-Louis, «Technique et Idéologie» (Cahiers du Cinéma, núm. 229 y núm. 241, julio de 1971 y octubre de 1972).

Costa, Antonio, Da Lanterna Magica ao Cinematógrafo (Lisboa, Cinemateca Portuguesa, 1986).

Crowley, David, y Heyer, Paul (eds.), La comunicación en la Historia: tecnología, cultura, sociedad (Barcelona, Bosch, 1997).

Deslandes, Jacques, y Richard, Jacques, Histoire comparée du Cinema (París, Casterman, 1966 y 1968).

Fell, John L., El cine y la tradición narrativa (Buenos Aires, Tres Tiempos, 1977).

Fernández Cuenca, Carlos, Historia del Cine, I: La edad heroica (Madrid, Afrodisio Aguado, 1948).

Flichy, Patrice, Una historia de la Comunicación moderna: espacio público y vida privada (Barcelona, Gustavo Gili, 1993).

Frutos Esteban, Francisco Javier, La fascinación de la Imagen: los aparatos precinematográficos y sus posibilidades expresivas (Valladolid, Junta de Castilla y León/Semana Internacional de Cine, 1996).

Fulchignoni, Enrico, La Imagen en la Era Cósmica (México, Trillas, 1991).

Gaudreault, André (ed.), «Le Cinéma des Premiers Temps (1900-1906)» (Perpignan, Cahiers de la Cinémathèque, núm. 29, invierno de 1979), pp. 1-181.

Hecht, Hermann, Pre-Cinema History: an enciclopaedia and annotated bibliography of the moving image before 1896 (Londres, Bowker Saur/British Film Institute, 1993).

Lagny, Michèle, Cine e Historia: problemas y métodos en la investigación cinematográfica (Barcelona, Bosch, 1997).

Lemagny, Jean-Claude, y Rouillé, André (eds.), Historia de la Fotografía (Barcelona, Martínez Roca, 1988).

Mannoni, Laurent, Le Grand Art de la Lumière et de l'Ombre: archéologie du cinema (París, Nathan, 1994).

Mannoni, Laurent, Trois siècles de Cinema: de la lanterne magique au cinématographe (París, Réunion de Museés Nationaux, 1995).

Mannoni, Laurent; Pesenti, Donata; y Robinson, David, Lumière et Mouvement, incunables de l'image animée 1420-1896 (París/Pordenone/Turín, Cinémathèque Française, Le Giornate del Cinema Muto/Museo Nazionale del Cinema, 1996).

Mannoni, Laurent, Le mouvement continué: catalogue illustré de la collection des appareils de la cinémathèque (París, Réunion de Museés Nationaux, 1995).

McLuhan, Herbert Marshall, Comprender de los Medios de Comunicación: las extensiones del ser humano (Barcelona, Paidós, 1996).

Millingham, F., ¿Por qué nació el cine? (Buenos Aires, Nova, 1945).

Mitry, Jean, Histoire du Cinema, Art et Industrie: I. 1895-1914 (París, Editions Universitaires/Jean-Pierre Delarge, 1967).

Perriault, Jacques, Mémoires de l'Ombre et du Son: une archéologie de l'audio-visuel (París, Flammarion, 1981).

Pesenti Campognani; Donata y Robinson, David, Verso il Cinema: machine, spettacoli e mirabili visioni (Turín, Utet Libraria, 1995).

Staehlin, Carlos, Historia genética del Cine: de Altamira al Wintergarten (Valladolid, S. P. U. Valladolid, 1981).

Tosi, Virgilio, El Cine antes de Lumière (México, Universidad Autónoma de México, 1993).

Thuillier, Pierre, De Arquímedes a Einstein: las caras ocultas de la invención científica (Madrid, Alianza, 1996).

Williams, Christopher (ed.), Historia de la Comunicación: 1. Del lenguaje a la escritura; 2. De la Imprenta a nuestros días (Barcelona, Bosch, 1992).

Williams, Christopher (ed.), Cinema: the beginnings and the future (Londres, British Film Institute/University of Westminster, 1996).

Zotti Minici, Laura, y Zotti Minici, Carlo Alberto, Prima del Cinema, la Lanterne Magiche: la collezione Zotti Minici (Venecia, Marsilio, 1988).

Zotti Minici, Carlo Alberto, et al., Il Mondo Nuovo: e meraviglie della visione dal '700 alla nascita del cinema (Gabrielle Mazzota, 1988).



 
Indice