Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Artículos de Azorín publicados en «Información». Selección


Azorín






ArribaAbajoCervantes y el idioma

Información, 28 de abril de 1949


El descubrimiento de un nuevo retrato de Cervantes -un presunto retrato- obliga al comentario. Este Cervantes es Cervantes; los otros Cervantes son caballeros que quieren ser Cervantes. Nos mira este Cervantes de un modo sesgo; sesgo en sus dos acepciones: de medio lado y sosegadamente. Tiene el Cervantes del nuevo retrato un ambiente de melancolía; su mirada es melancólica. Dice de sí Cervantes que él tiene los ojos «alegres»; pero en este retrato son tristes. Estando a solas, a solas consigo mismo Cervantes, a la edad que contaba cuando le hicieron este retrato, estaría ya un tanto cansado de la vida; habían caído sobre él muchos trabajos; no tenía más que «el día y la noche», como se dice. Pero su natural era afectuoso; no había en Madrid, digamos, en España, hombre más accesible. Y cuando alguien se apropincuaba a él, Cervantes, amigo de la conversación, trataba de sonreír; sus ojos, antes velados por la tristeza, eran ahora risueños. No apartamos la vista, estando delante del cuadro, de la mirada de Cervantes; a poco que estemos contemplando a este Cervantes, sentimos que nos envuelve la misma suave tristeza; tristeza que se resuelve en conciliadora humanidad. ¿Y qué otra cosa es el carácter de Cervantes, reflejado en todos sus libros, sino humanidad, honda humanidad?

¿Cómo quisiéramos estar viendo a Miguel de Cervantes? ¿Y dónde quisiéramos estarle viendo? En Madrid, en su casa, que él ha llamado «antigua y lóbrega», la casa de sus postrimerías, no nos pinta verlo. En una isla del Mediterráneo, convaleciente de sus heridas en Lepanto, tampoco nos decidimos a contemplarle. En una venta manchega, metido en un camaracho, en que hay una cama de bancos, como en la cama en que dormimos cuando vamos, allá en Levante, al campo, no es tampoco la imagen que ambicionamos. Mejor nos satisfacería verle escribiendo, sentado ante una mesa, deteniéndose de cuando en cuando, con la pluma en alto. ¿Y cómo escribía Cervantes?

Imaginamos que en la prosa de Cervantes existen tres grandes etapas; digamos primero que Cervantes, con sus libros, ha expandido ampliamente el español por todo el planeta. Los idiomas no se espacian por sí mismos: no son más que un medio; lo que hacen es ser llevados por las obras. Y lo que importa para la expansividad de un idioma son los bellos libres; el influjo que París, es decir, el francés, tiene en el mundo, no se debe a las cualidades que ese idio-[...] las obras que han sido en el francés escritas; de poco servirían las condiciones, sean las que sean, del idioma francés, si no las abonara una literatura aceptable a cuantos aman las letras; Cervantes, con sus libros, ha hecho, solo por la expansión del castellano, más que todos los apologistas de nuestro idioma. En el castellano de Cervantes advertimos como elementos de su expansividad, primero, el amor de Cervantes a lo concreto: lo concreto aquí es la realidad española; son las cosas de España las que Cervantes refleja en su literatura; ese sentido plástico de España es lo que ha hecho que nuestro idioma se esparza por el mundo a impulsos de Cervantes. Nótese que esta plasticidad la tienen pocos en literatura; entre los comediógrafos, por ejemplo, Tirso de Molina sabe darnos la misma sensación de realidad, realidad española, que nos da Cervantes; si Tirso a revivido modernamente, pasando de la postergación en que se le ha tenido a primer plano, a ese sentido de nuestra vida cotidiana se debe. Sería curioso formar, tanto en Cervantes como en Tirso, un catálogo de las cosas de la casa, de la calle y del campo, que existen en las obras de los dos escritores. Nos explicaríamos entonces muchos cómo Cervantes y Tirso no han sido comprendidos enteramente sino hasta los tiempos modernos en que el sentido íntimo y profundo de las cosas ha entrado en el arte.

Las tres etapas de la prosa de Cervantes a que hemos aludido, merecen un estudio serio; no haremos aquí más que insinuar algo de mucho que podríamos decir. Al regresar Cervantes de su cautiverio, se siente revivir; hay en toda su persona como una alegre renovación; es joven todavía y tiene ante sí mucha vida; quiere ser artista, como los escritores a quienes él admira; escribe un libro en que se esfuerza por ser elegante; es ese libro, con su estilo alambicado y con su hipérbaton continuado, no nos gusta; si Cervantes se engañó, no nos engañamos nosotros. No; no es este el Cervantes que nos está mirando desde el nuevo retrato. Pasa el tiempo y Cervantes se olvida de sus elegancias de estilo; quiere hacer algo que sea comprendido y gustado de todos; escribe ahora corrientemente, como si no pusiera cuidado en lo que escribe. Y ahora precisamente es cuando escribe mejor. Pero, ¿estaba satisfecho Cervantes, en la intimidad, de su estilo en el «Quijote»? ¿Le satisfacía, dijera lo que dijera, al propio «Quijote»? Algo tenía Cervantes pensado que iba a subir su nombre a lo más alto; ese algo era una novela de misterio y de lejanía. El Persiles marca la tercera etapa en la evolución como prosista, de Cervantes. Y al presente -desde hace tiempo- los lectores de Cervantes lo que prefieren, entre todas sus obras, es aquella en que puso menos cuidado al escribirla: el «Quijote», escrito tan negligentemente, que ha expandido el idioma por todo el mundo; el español, fuera de España, es español, señaladamente, por este libro, que el autor posponía al «Persiles». ¿Nos explicaremos este fenómeno? Nos lo explicamos diciendo que, por encima de todo, por encima de las interpretaciones depresivas que desde Heine se han dado del «Quijote», hay en este libro una profunda vitalidad: esa sensación de la vida que encontramos en el libro, al sentido de las cosas españolas que Cervantes tenía se debe.

Y no estamos lejos de creer que esa cama de bancos que Cervantes pinta en una venta manchega es uno de tantos elementos que han operado el milagro. No dejemos de pensar en ello cuando en Levante, donde aún subsisten tales lechos, nos acostemos en él y hagan un sordo rumor los trasportines henchidos de hojas de panocha que hay debajo del mullido colchón.




ArribaCervantes

Información, 23 de abril de 1942


¿De qué Cervantes habláis y de qué muerte? El 23 de abril del año tantos, no se conmemora la muerte de ningún Cervantes. Hay muchos Cervantes; han nacido diversos Cervantes en múltiples poblaciones de España. No existe ya pleito entre Alcázar de San Juan y Alcalá de Henares; ni hay quien dispute a Esquivias, o Sevilla, o Toledo, o Córdoba, o Lucena el ser la cuna de Cervantes. Cervantes se halla en todas partes. ¿No lo creéis? ¿Es que vais a negar la universalidad y el total españolismo de Cervantes? Ni es del espacio ni del tiempo Cervantes; ha vivido hace siglos, vive ahora y seguirá viviendo dentro de quinientos o mil años. En una venta manchega, yo he encontrado a Cervantes; he caminado con él largo trecho por un caminejo de herradura y nos hemos despedido en un crucero; en la playa de Barcelona, una mañana de mayo, cuando todo reía -cielo, mar, horizonte infinito, olas rozadas de blanca espuma- he encontrado a Cervantes absorto en honda meditación, le he puesto la mano en el hombro; he bebido con él un vaso de aloque en la taberna que había en los bajos de su casa en Valladolid; en Valencia -si no era en Denia- le he dado la mano, al desembarcar, viniendo de Argel, para que de un bote saltara a tierra; en Sevilla he visto de lejos, cómo entraba en un patizuelo blanco y desaparecía; en fin, por no ser prolijo, he visto no sé dónde a Cervantes estar junto a una mesa, una mesa cargada de papeles con pluma y tintero, el codo apoyado en la tabla, la cara puesta en la mano, y le he oído exclamar: ¡Qué cansado estoy!

Sí, estaba cansado Cervantes. Y este cansancio -como el de todos los artistas- es nuestro descanso. Cuando nos encontramos fatigados, rendidos por los afanes cotidianos -y también por las decepciones- abrimos el «Quijote», leemos unas páginas y nos sentimos de pronto libres de nuestro agobio. No me pidáis ahora que hable de otros autores extranjeros; no quiero hablar más que de Cervantes. En cada tierra hablarán de sus propios autores. Ha escrito Cervantes varios «Quijotes»; ha escrito las Novelas ejemplares; ha compuesto su Teatro, en el cual figuran hermosas comedias; ha sentido la vida en versos delicadísimos, ha, finalmente, imaginado su «Viaje del Parnaso» y su «Epístola a Mateo Vázquez», dos producciones en que hay preciosos rasgos autobiográficos. Pero no los necesitamos: la vida de Cervantes la sabemos todos de coro; la sabemos los que trabajamos y los que sufrimos. En esos momentos nuestra similitud con Cervantes es cordialísima.

Creo que he dicho antes que Cervantes ha escrito varios «Quijotes». No os sorprendáis; del Quijote no existe solo un texto. Hay, el «Quijote» que leemos cuando niños; yo lo he oído leer por primera vez a los ocho años, durante la comida, en el refectorio de un internado religioso; creo que ese es el «Quijote» que más impresión me ha producido. Después hay el «Quijote» que leemos siendo adolescentes; luego, el que leemos en el promedio de la vida; por último, el que leemos -y acaso no volveremos a leer- en la ancianidad, cuando se acerca la invisible y cuando nosotros ponemos más tiento y más fervor en las lecturas. ¡Y cuántas cosas vemos en ese «Quijote» de la senectud que no habíamos visto antes! Y existen, además, el «Quijote» que leemos en la populosa ciudad, hirviente de estrépito y de pasiones; y el que leemos en la soledad del campo; y el que se lee en el mar, a lo largo de una travesía, y los que leemos unos en años de ventura y otros en años de infortunio.

No; el 23 de abril de 1616, no murió Cervantes. ¿Cómo ha de haber muerto en esa fecha Miguel de Cervantes Saavedra, si ahora mismo ha ido leyendo por encima de mi hombro todo lo que yo escribía en este artículo y se estaba riendo?





Indice