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Es necesario evitar que el Ayuntamiento que tiene enfermería especule con los enfermos del que no la tiene. De esto se han visto ejemplos en las provincias que reciben en su manicomio los dementes de otras.



 

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Bien sabemos que no faltará quien diga que la facilidad de exponerlos aumentará el número de los expósitos; que en Francia, por ejemplo, han disminuido en los departamentos que suprimieron algunos tornos, etcétera. Suprimiéndolos todos, se disminuirían mucho más, aumentando los infanticidios y los muertos por abandono. Al resolver este problema hay que dar en uno de dos escollos, y menos terrible nos parece aumentar los expósitos que los criminales y las víctimas. La disminución de los expósitos debe buscarse en el aumento de la moralidad y del bienestar general, no en cerrarles la puerta de la Inclusa y abrirles la del cementerio.



 

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Hay matrimonios y viudos que exponen sus hijos por la imposibilidad de lactarlos, y la provincia, por no hacer un pequeño desembolso, se carga con el expósito por muchos años, tal vez por toda la vida. Los padres, al llevar a su hijo a la Inclusa, suelen tener el propósito de sacarle cuando no necesite nodriza, pero suelen faltar a él.



 

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Si se extraña que haciendo la Beneficencia municipal hablemos de Hospicio provincial, haremos presente que al escribir una ley no se cambian instantáneamente los hábitos, las opiniones y las cosas. Los hospicios provinciales serán necesarios por mucho tiempo, para recibir a los desvalidos que ingresen y para albergar a los que han ingresado ya. Téngase presente esta advertencia para otras bases; los cambios bruscos tienen en la práctica soluciones ido continuidad que cuestan muchos dolores y lágrimas.



 

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Los ancianos, aunque no se hallen en estado de ganar el sustento, sirven para algo, y ya sus familias, ya las extrañas, que no pueden mantenerlos por sólo su trabajo, los tendrían por una retribución menor de lo que cuestan en el Hospicio. De este modo, en vez de estar ociosos, serían útiles a la sociedad en proporción de sus fuerzas, y pasarían los últimos años de la vida mucho menos tristes. Sobre esto podría decirse mucho, pero creemos que bastarán estas indicaciones.



 

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Los establecimientos generales, la gran mayoría de los provinciales y muchos municipales, están asistidos por Hijas de la Caridad; algunos no las han tenido nunca; otros, muy pocos, las han despedido o conservado en algunos departamentos, sustituyéndolas en otros con empleados. Probado como lo está por la razón y la experiencia que la sustitución de las Hijas de la Caridad por empleados es perjudicial a los acogidos y a los fondos del establecimiento, no debería dejarse al espíritu de partido o a la preocupación la facultad de elegir lo que está reconocido como lo peor.



 

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La tutela de los expósitos y desamparados ha estado bastante mal desempeñada por muchas Juntas de beneficencia y por las corporaciones populares, sobre las cuales pesan infinitas y apremiantes ocupaciones, y cuyos individuos no tienen tal vez vocación para el objeto. Sabemos de muchos casos en que el pobre expósito ha sufrido grandes perjuicios por no haber tenido quien le dé consejo. Si la caridad quisiera hacerse cargo de esta parte de la Beneficencia, muchos bienes haría; la división de trabajo no sólo es conveniente para la industria.



 

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Hemos visto con extrañeza, que en las Cortes se ha dicho que el Gobierno debía exigir el valor de los edificios destinados a beneficencia que, dejando de ser generales, pasaban a ser provinciales o municipales. ¿Cómo en el estado de penuria en que se halla la provincia y el municipio habían de hacer semejante pago? Y aunque estuviesen más desahogados, no sería razón exigirlo. Al descentralizar la beneficencia los Ayuntamientos de las grandes poblaciones, han de verse abrumados, porque no se improvisan hábitos de caridad en la población, como artículos en una ley. Lo menos que puede hacerse es darles gratis los edificios; harta dificultad tendrán para sostener a los que en ellos se albergan.



 

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Nos ha sido imposible intentar nada. El Sr. Conde de Ripalda, celoso propagador de la Obra del Socorro, y que en ausencia del Presidente la preside, tenemos entendido que quiere dar algún paso en favor de los heridos de ambos campos; las circunstancias son malas; en la última Asamblea hubo cinco individuos, los demás estaban ausentes.



 

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Olegario Carlos, de catorce años de edad, premiado por la Sociedad Económica de Barcelona por haber salvado al niño José Albert.



 
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