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ArribaAbajoCapítulo XV

De cómo descubierto el enredo de Trapaza, se le desvaneció su maquinado empleo, y el castigo que llevó por él, y cómo se partió a Madrid


Uno de aquellos dos tíos de la hermosa Serafina traía consigo un hijo suyo, como se ha dicho, estudiante, el cual reparó mucho en la persona de Trapaza, no acordándose dónde había visto aquel hombre, que le parecía haber tratado y comunicado mucho; hizo reflexión de su memoria, y al cabo vino a dar en que era parecidísimo al bachiller Trapaza, sujeto tan conocido en la Universidad de Salamanca tanto por sus donosas burlas como por sus enredos.

No se afirmaba en esta sospecha, así por verle tan lucido y en dicho hábito de aquél en que le había visto, como porque vio que muchas personas se parecen tanto a otras que han padecido engaño los ojos con estas similitudes.

Con esta sospecha todas las veces que le hablaba no podía perder de la memoria al conocido Trapaza. Dijéronle que entre las cosas que se habían tratado, era una el que se fuese con ellos a holgar a Úbeda hasta que el tío de Serafina viniese de Jerez. Aceptó esto nuestro embustero, sin caer en lo que se le trazaba. Fuese con ellos a Úbeda, adonde era estimado entre toda la gente principal, porque el picarón, con su buen despejo, labia y graciosos dichos, ganaba la voluntad de todos, y más esto, cayendo en presunción de que era quien él había publicado, que todo era oro sobre azul.

Llegaron las cartas de los tíos de Serafina a Madrid y a manos de uno de los procuradores de Cortes de Sevilla, el cual, aunque conocía no haber de Pamplona procurador de Cortes que se llamase don Fadrique de Peralta, hizo diligencia por todo Madrid, por saber si tal caballero había, o don Sancho de Peralta, su hijo; mas ninguna persona hubo que le diese nuevas dél, ni menos los procuradores de Pamplona, diciéndole que, aunque en aquella ciudad había muchos caballeros de aquel apellido, de los nombres de don Fadrique, don Sancho y don Fernando, ninguno se hallaba en toda Navarra.

Esto escribieron luego a los tíos de Serafina, conque confirmó el estudiante ser el contenido Trapaza en su sospecha.

Consultaron el modo que tendrían para castigarle, y fue que en el mismo lugar adonde cometió el delito se le debía dar la pena, que era en la quinta de doña Aldonza. Allá le llevaron bien descuidado de lo que se le apercibía, diciéndole cómo el siguiente día esperaba doña Aldonza a su primo el caballero de Jerez, con cuyo voto se efectuaría el casamiento de Serafina.

Estaba Trapaza el hombre más contento del mundo, faltándole en aquella ocasión el discurso, pues no le dilató a echar de ver que aquella ficción no se podía lograr.

Llegaron aquella tarde a la quinta, donde fueron todos recibidos con mucho gusto de doña Aldonza, y mucho más de su hermosa hija, que ya no podía sufrir la ausencia de don Fernando de Peralta.

Acabada la cena, a Trapaza le pidieron que se fuese a recoger a su aposento, que tenían que comunicar con doña Aldonza en orden a disponer las cosas de la boda. Él lo creyó todo y se fue a acostar, haciéndolo así sin recelo de lo que le había de venir.

Luego que se vieron estos tíos de Serafina a solas con ella y su madre, les mostraron las cartas que de Madrid habían recibido, conque se admiraron grandemente, viendo que aquel fingido caballero era un gran enredador, y más cuando el estudiante (que se llamaba don Esteban) dijo haberle conocido en Salamanca y llamarse el bachiller Trapaza, nombre que se le puso en su tierra, y él tampoco desdecía dél en sus costumbres. Para averiguación desto, se le ordenó a don Esteban entrase a verse con el embustero y mostrase la carta, y juntamente con esto le llamase por su nombre, diciendo ser conocido, y apercibido lo demás para si se averiguase esta sospecha.

Entró con una luz al aposento de Trapaza, que acababa de entregarse al sueño, muy sin recelo de lo que le esperaba. Así como vio a don Esteban con la luz que entraba a verle, se presumió que, como persona con quien había trabado estrecha amistad, le entraba a dar alguna buena nueva de lo que entre los deudos se había consultado en la junta. Encorporóse en la cama, y esperó que don Esteban pusiese la vela sobre la cama y se acomodase en la silla que estaba a la cabecera della, lo cual hecho, le habló desta manera:

-Aunque le habré hecho al señor don Fernando mala obra en quitarle de su sosiego, se puede todo llevar por una buena nueva que le traigo, con que se ha de holgar mucho.

-Desa persona -dijo Trapaza- no me pueden venir a mí sino cosas de gusto, y así las espero.

-Cuanto a lo primero -replicó don Esteban-, importa que vuesa merced lea esa carta.

Tomóla Trapaza muy alborozado y leyó en ella las siguientes razones:

«En cumplimiento de lo que vuesa merced me ordena que sepa en orden a la persona de don Fernando de Peralta, caballero de Pamplona, puedo decir que tal caballero, como don Fadrique de Peralta, no es procurador de Cortes por aquella ciudad, sino don Francés de Beaumont y don Carlos de Ripalda; y he averiguado que tal caballero no sólo no le hay en Madrid, pero ni en toda Navarra. Aviso luego desto con el mismo correo que va a toda diligencia, porque no haya sucedido algo que después no se pueda remediar».

Suspenso y mudado de color quedó Trapaza con la carta, sin hablar palabra, pero don Esteban acudió luego a decirle:

-Mucho me espanto, señor hidalgo, que con tanto despejo y osadía vuesa merced emprenda con mentirosas relaciones de su persona engañar a estas señoras para llegar a dar la mano a quien muchos no la alcanzan por ser despreciados de su belleza, si bien la igualan en la calidad. Estas señoras están muy sentidas de su ruin término y, aunque pudieran quitarle aquí la vida sin costarles nada, lo dejan de hacer por no ensuciar sus manos en un vil sujeto como el suyo, que sabemos que por embustero le han desterrado de Salamanca, donde campaba con el nombre del Bachiller Trapaza, de que soy buen testigo, que le traté y conocí en aquella universidad ser el autor de cualquier enredo y el inventor de cualquier embuste; y esto no hay negarlo, que, desde que le vi, luego le conocí por el mismo Trapaza que no pudo sufrir aquella universidad, pues era en ella el motor de cualquier insolencia.

En lo que estas señoras se han resuelto es en que vuesa merced no se vaya por lo menos alabando de que las tuvo casi engañadas, que fuera gran aventura suya y poca maña nuestra; y así, vuesa merced se aperciba a recibir un castigo que le está prevenido, del cual no saldrá con ningún miembro quebrado ni costilla rota, sino con muchísimos azotes.

Llamó a voces a cuatro robustos mozos de la labor del campo, que aguardaban a esta ocasión con lindas cuerdas de cáñamo torcido y mojado en las manos, los cuales, entrando donde estaba el confuso Trapaza, sacándole de la cama, le comenzaron a poner el cuerpo como merecían sus delitos.

Las voces que daba eran grandes, a las cuales despertó Pernia, que estaba acostado, y conociendo el detrimento que pasaba el pobre Trapaza, no quiso aguardar a que llegase la tanda por él, y así, cogiendo sus vestidos, se fue a la huerta de la quinta y, saltando una tapia della, se puso en salvo sin dejarse ver más en toda esta memorable historia. Díjose que se fue a Sevilla y de allí se embarcó a las Indias.

Volvamos a nuestro Trapaza, que le dejaron tal los cuatro mozos, que no podía aun quejarse, si bien es verdad que él hizo la mortecina, con que a las dos señoras, madre y hija, puso en gran compasión, y temiendo que acabasen con su vida aquellos crueles ministros, les mandó que cesase la vapulación.

Tomáronle en brazos, así en camisa como estaba, y sacándole de la quinta, le pusieron así desnudo en el campo, tendido en la hierba dél, donde era compasión oír los dolorosos gemidos que daba.

No consintió doña Aldonza que esto pasase así, sino que le hizo doblar sus vestidos todos y su ropa, y desde un balcón se lo hizo arrojar en el campo, cerca de donde estaba, diciéndole ella:

-Atrevido pícaro, aunque vuestros atrevimientos merecían daros la muerte, conténtome con ese castigo que os he mandado dar; vuestros vestidos son éstos, que no quiero nada de vos. No me paréis más aquí donde yo os vea, que podrá ser que os cueste la vida. Una joya que tiene Serafina, porque presumo que la habéis hurtado, haré que se dé para rescate de cautivos, que será allí más bien empleada que volvérosla, porque no engañéis a otra con ella.

Cerró con esto la ventana y dejó al pobre azotado maldiciendo la hora en que había intentado aquella empresa con tan mentirosos fundamentos.

Vistióse lo mejor que pudo a la luz de la hermana de Febo, que salió a ver su trabajo; entróse en una alameda allí cerca, donde pasó la noche muy desacomodado por el gran dolor de las heridas que tenía en las posterioridades, de los crueles azotes que había recibido.

Desta manera pasó hasta venida el alba, que salió riendo, como dicen los poetas, y aquí debió de hacerlo, de ver al pobre Trapaza vapuleado hasta más no poder, a cuya luz se fue derecho donde estaba su tesoro y, sacándole de las entrañas de la tierra, donde le tenía escondido, se lo guardó de modo que no fuese visto de nadie.

Desta suerte se puso en camino a pie, hasta que en el primer lugar halló un arriero que caminaba hasta Andújar, ciudad de la Andalucía. Concertóse con él y, puesto sobre un macho, de ocho que llevaba la recua, sufrió por sus jornadas la flema de su caminar, que no es poca.

Llegaron a Andújar, y apeándose en un mesón donde era continuo huésped el arriero, de allí se mudó a otro Trapaza, porque con el capricho que llevaba de parecer más de lo que era, no le estaba bien que se supiese que había caminado en macho de recua; y así, luego que se vio en el otro mesón, pidió un buen aposento para mientras estuviese allí.

Con esto sosegó algo de los dolores de la vapulación, los cuales le quitaron el amor como si nunca hubiese conocido a doña Serafina.

Ofrecióse venir de Écija un coche que iba de retorno a Madrid, y en él venían dos hidalgos de aquella ciudad y un religioso del Carmen. Iba el cochero a ver si en Andújar hallaría más personas para llenar los vacíos de su coche, porque no fuese sin gente a Madrid.

Ofrecióse en el cuarto lugar nuestro Trapaza y dos pasajeros; conque, acomodado con seis personas (aunque él quisiera que fueran ocho), partió de allí para la Corte, cosa que deseaba sumamente ver Trapaza, pareciéndole que en ninguna parte podría él campar mejor que en Madrid, por ser tan gran lugar y a propósito para tratar de hacer trapazas, que aún no había escarmentado del castigo de la pasada aventura.

Eran los compañeros de camino toda gente de muy buen gusto, y ninguno se quedaba en Madrid, que pasaban adelante a varias partes. Entre ellos se trabó conversación, tratando de diferentes materias.

Era el fraile muy leído y sabía bien letras humanas, y uno de los hidalgos de Écija había tratado de lo mismo, realzándose esto con un poco de natural de poeta, de que dio buenamente muestras, diciendo algunos versos suyos de buen aire y que le alabaron los demás, conque se ofreció, si no se cansaban, a entretenerles todo el camino.

Todos dijeron que recibirían gran favor; y así, cuando se cansaban de tratar de diversas materias, él remataba la conversación con versos suyos, y los demás le ayudaban con ajenos, de que Trapaza tenía abundancia en la memoria, entremetiendo algunas sátiras que él había hecho, no vendiéndolas por suyas por no desacreditar la opinión de prudente que entre ellos había cobrado con lo entendido de sus discursos.

Una tarde que iban medio dormidos, Lorenzo Antonio (que así se llamaba el poeta) les dijo que hacía el día pesado, que no se durmiesen, que les quería leer un entremés que había hecho y pensaba dar a la mejor compañía que hubiese en Madrid.

Despertaron todos y rogáronle que se les leyese, que gustarían mucho de oírle.

-Primero -dijo el poeta-, tengo de referirles a vuesas mercedes el motivo que tuve para escribirle, que fue haber salido de Écija una moza que vendía castañas, de buena cara, para Sevilla, llevada de un mercader que se aficionó a ella y la puso en paños mayores. Habiéndola este personaje dejado, volvió a Écija tan dama que no la conocíamos, donde se casó, escogiendo a uno de muchos pretendientes que tenía. Éste es el asunto. Los versos del entremés son éstos:


Entremés de «La Castañera»

Figuras dél
 

 
JUANA.
LUCÍA.
LACAYO.
ZAPATERO.
BOTICARIO.
SASTRE.
Músicos.
 

Salen LUCÍA y JUANA.

 
LUCÍA
Seas, Juana, a la Corte bien venida.
JUANA
Y tú, amiga Lucía, bien hallada,
que me verás de estado mejorada.
LUCÍA
Admirada me tiene en gran manera
verte ya dama, si antes castañera.
JUANA
No vengo muy en ello.
LUCÍA
Y tan jarifa
que el despejo a la vista satisface.
JUANA
Estos milagros el amor los hace.
Este palmo de cara, amiga mía,
dio a un mercader tal guerra y batería
que, apoderado amor de sus entrañas,
pudo sacarme de vender castañas.
Díjome su pasión, su amor, creíle;
brindóme con Sevilla, y yo seguíle;
llevóme, y al pasar Sierra Morena,
troqué la Juana en doña Madalena.
Diome vestidos, joyas y dineros,
finezas de galanes verdaderos,
que dama que se paga de parola
vivirá triste, sin dinero y sola.
Yo, que supe llevarme con mi amante,
rompí galas, campé de lo brillante,
no perdí la ocasión, logré las uñas,
que fueron de su hacienda las garduñas.
LUCÍA
¿Y en qué paró el empleo?
JUANA
¿En qué? Embarcóse
a las Indias, dejóme, y acabóse,
pero con gentil mosca.
LUCÍA
Eso me agrada.
JUANA
Quiso gozo, estaféle, y no fue nada.
Heme vuelto a Madrid desconocida,
de castañera en dama convertida,
que por amores no soy la primera
que de baja subió a mayor esfera.
Tengo mi casa así bien alhajada,
soy bien vista, aplaudida y visitada;
y porque de casarme tengo intentos,
llueven en esta casa casamientos,
y éstos de todo género de gentes.
LUCÍA
No hay duda que te sobren pretendientes.
JUANA
Hoy estoy para cuatro apercibida,
de quien soy con cautela pretendida;
un boticario, un sastre, un zapatero
y un lacayo apetecen mi dinero;
mas todos oficios me han negado
y que tienen hacienda han publicado.
LUCÍA
Gatazo quieren darte.
JUANA
No en mis días.
Hoy he de contrastar sus fullerías,
y en la proposición del casamiento
verás, que sin salirme del intento,
les declaro su estado y ejercicio,
con más los adherentes del oficio,
hasta salir con mi intención al cabo.
LUCÍA
Tu ingenio admiro, tu despejo alabo.
 

(Sale el BOTICARIO.)

 
BOTICARIO
¿Está en casa la luz que el orbe dora,
que es, en su parangón, fea la aurora?
JUANA
Sea vuesa merced muy bien venido.
BOTICARIO
A mis dos ojos las albricias pido,
pues llegar a mirar tanta hermosura;
¿Vivo en vuestra memoria, por ventura?
¿Merezco ser consorte en este empleo,
dedicado a las aras de Himeneo?
JUANA
Señor Gandul, ya es tanta su frecuencia
que ha venido a apurarme la paciencia
y a que llegue a decirle que es mi intento
que hable en su sazón del casamiento,
que estar tratando dél tarde y mañana
a la más inclinada la desgana,
no en moler, y molerme se desvele,
que parece almirez en lo que muele.
BOTICARIO
(¿Qué es esto de almirez? Si lo ha entendido...
pero el símil, sin duda, lo ha traído).
JUANA
Amor, señor Gandul, es como píldora.
BOTICARIO

  (Aparte.) 

Esto es peor.
JUANA
Que anima al desganado
a que la tome viendo lo dorado.
BOTICARIO
(Mucho toca en botica aquesta moza;
en balde ya mi calidad se emboza;
mas pienso que, sin duda, se ha sentido
de que yo alguna joya no le he ofrecido).
Señora, ya he entendido lo dorado:
me pesa de no haber adelantado.
Una joya os ofrezco.
JUANA
¡Bien lo entiende!
Con eso que me ofrece más me ofende.
Señor Gandul, pues sabe el casamiento,
viniendo a ser unión de corazones,
parece a boticarias confecciones,
diversas calidades ven perfectas
en bocados, trociscos y tabletas,
mas si amor en consorcios no es muy casto,
parecerá pegado como emplastro;
franco ha de ser, sin menguas, no publique
que es amor destilado de alambique,
porque la voluntad nunca le toma
si no es puro como agua en la redoma,
y al dicho, si no quiere su carátula
que se lo desliemos con espátula.
BOTICARIO
Aquí no hay más que hacer, voime corrido.
JUANA
¿Vase?
BOTICARIO
Sí, porque me han conocido.

 (Vase.) 

JUANA
¿Qué te parece, di?
LUCÍA
Que va de suerte
que no tratará más de pretenderte.
 

(Sale el SASTRE.)

 
SASTRE
Mil norabuenas les daré a mis ojos,
porque han llegado a ver esa lindura,
que el non plus ultra es de la hermosura;
que esa gala, ese garbo, ese prendido,
flechas doradas son del dios Cupido,
y yo despojo suyo, que postrado
estoy de ese donaire asaetado.
¿Acaba vuesarced de resolverse
y al castísimo yugo someterse?
Que como la respuesta ha dilatado,
ando de su belleza más picado.
JUANA
¿Picado? ¿Es con cincel o con puntilla?
SASTRE
(Esto va malo: el juego es de malilla,
o ya los filos por picarme aguza).
JUANA
¿Es mosqueado o es escaramuza?
SASTRE
(Quiero disimular.) Picado muero.
JUANA
Pues entiérrenle encima del tablero.
Señor Zaldívar, voy a lo importante:
vuested me ofende por pesado amante.
SASTRE
¿Por qué?
JUANA
Dirélo, pues que lo pregunta.
Mil veces esta calle me pespunta,
y es porque vuesarced está con gana
de verme como en percha a la ventana;
pero yo con clausura recogida
quisiera estar en un dedal metida,
porque tengo vecinas tan parleras
que cortan más que pueden sus tijeras.
Deje este casamiento, por su vida,
o se le hará dejar un sastricida.
SASTRE
(¡Vive Dios, que es bellaca socarrona!
Ya tiene conocida mi persona).
Aquí no hay más que hacer. Licencia pido.
JUANA
¿Vase?
SASTRE
Sí, porque ya me han conocido.
 

(Vase y sale el ZAPATERO.)

 
ZAPATERO
Prospere y guarde el cielo esa belleza,
admiración de la naturaleza.
JUANA
Sea vuesa merced muy bien llegado.
ZAPATERO
¿Vuesa merced de mí no se ha acordado?
¿Hase resuelto en este casamiento?
JUANA
Diréle a vuesarced mi pensamiento:
cualquier mujer que aspira a este contrato
anda a buscar la horma a su zapato.
ZAPATERO
(¿Horma dijo y zapato? Soy perdido:
sin duda que mi oficio le ha sabido).
JUANA
Y yo le busco, porque tengo estima,
en un novio sin serlo de obra prima,
que si veo mozuelas baladíes
que se quieren alzar en ponlevíes,
mejor podré emplearme en un velado
que esté en groserías desvirado,
que la naturaleza (no se inquiete)
también desvira sin tener trinchete;
y así, señor Galván, busco marido,
de solar, no solar tan conocido
como el de vuesarced, que tengo dote,
para que no ande oliéndome a cerote.
ZAPATERO
(Por Dios, que me sacude y que es discreta.)
JUANA
Vuelva a su solio.
ZAPATERO
¿A cuál?
JUANA
A la banqueta.
ZAPATERO
Sin responderle nada me despido.
JUANA
¿Vase?
ZAPATERO
Sí, porque ya soy conocido.
 

(Vase y sale el LACAYO.)

 
LACAYO
El cielo le maldiga y remaldiga
a quien al verla no le da una higa.
JUANA
Aqueste, amiga mía, es el lacayo.
LACAYO
¿Viose entre flores más airoso el mayo
ni el céfiro que peina los jardines?
JUANA
¿El céfiro los peina? ¿Pues son crines?
¿No dirá que las flores almohaza?
LACAYO
(¡Vive Cristo, que ha olido la trapaza!
Y en la empresa que intento me desmayo,
que esto huele a saber que soy lacayo).
JUANA
¿Qué piensa? Diga.
LACAYO
Pienso en mi cuidado.
JUANA
No piense vuesarced, que harto ha pensado,
y esto sin dar cuidado a pensamientos.
LACAYO
Ya escampa.
LUCÍA
Ya penetra tus intentos.
JUANA
Penetre, porque más no me congoje.
LACAYO
(¡Yo la diré quién es, aunque se enoje!)
JUANA
¿Qué tiene vuesarced que está suspenso?
LACAYO
¿Qué ha de tener quien rinde al amor censo?
JUANA
¿Tanto ama?
LACAYO
Es mi fuego tan sobrado,
que el corazón me tiene medio asado.
¿Ha visto un tostador donde hay castañas
que ostenta por resquicios las entrañas,
y éste sobre un alnafe acomodado,
está siempre de brasa rodeado,
y contino le soplan con ventalle
sin el aire que pase por la calle?
Pues este corazón enternecido,
al dicho tostador tan parecido,
sufre de amor tal fuego que se abrasa,
y este tormento por amarte pasa,
más fijo siempre en esta pena fiera
que en una esquina está una castañera.
JUANA
Lucía, amiga, aquesto va perdido.
LUCÍA
¿Cómo?
JUANA
Que el socarrón me ha conocido.
LACAYO
(Piquéla y repiquéla).
JUANA
(¡Oh picarote!)
LACAYO
(Y este pique y repique traen capote).
Ya vuesarced, señora, me ha entendido,
el camino difícil ¿está llano?
JUANA
Digo que eres mi esposo: ésta es mi mano.
LUCÍA
Bueno lo vas parando, por mi vida.
JUANA
¿Pues qué he de hacer, si soy ya conocida?
LACAYO
Los músicos traía prevenidos,
con tres lacayos, todos conocidos.
LUCÍA
Salgan con las vecinas y bailemos,
y estas alegres bodas celebremos.
 

(Baile.)

 
       Una niña hermosa
       que subió el amor
       de tostar castañas
       a más presunción
       para casamiento
       galanes juntó,
       y entre cuatro amantes
       escogió el peor.
Oigan, tengan, paren, escuchen y den atención,
que hoy se juntan la almohaza y el tostador.
       La que con donaire
       de los tres fisgó,
       en el cuarto halla
       tretas de fisgón.
       Lacayo profeso
       por marido halló
       la que para dama
       hace aprobación.
Oigan, tengan, paren, escuchen y den atención,
que hoy se juntan la almohaza y el tostador.
       Castañeras que estáis en Madrid,
       venid, venid, venid a la fiesta,
       pregonando castaña cocida enjerta.
       Lacayitos de almohaza y mandil,
       venid, venid, venid a la boda,
       pregonando miseria con calzas rotas.

FIN

Alabaron todos los oyentes con muchos encarecimientos la agudeza del entremés y la extraordinaria invención suya, con que Lorenzo Antonio, su autor, se dio por favorecido.

Tomó la mano Trapaza (a quien llamaban don Vasco Mascareñas, nombre que tomó para conseguir ciertos designios que después ejercitó valiéndose de Portugal para esto, aunque se quejase el noble apellido de Mascareñas) y dijo al poeta si había escrito alguna comedia. Respondióle que nunca tal pensamiento había tenido, no porque le faltaba para hacerla ingenio, aunque la tal obra pedía muchas cosas para ser como pide el arte cómico que ahora corre, no el Terencio que con más vigor aprieta con preceptos esta composición, pero gracias a una florida vega que los ha dado más puestos en razón y ajustados al gusto, aunque pasen más horas que las pide Terencio.

-Yo -prosiguió el poeta- bien me atrevería con espacio a escribir una comedia siguiendo el estilo de las que nuevamente se han representado en España con tanta aprobación y aplauso de los oyentes. Pero doy por constante que con el trabajo y estudio consigo haberla tratado bien y que con esto sale realzada de versos, ajustándolos a los sujetos de cada personaje, de manera que el galán enamore fino, la dama le escuche tierna, el competidor lo oiga celoso, el padre aconseje prudente, el gracioso diga donaires y algunos cuentos donosos a propósito, sin traerlos por los cabellos como vemos que hacen algunos, que, acabada de poner en limpio, la muestro a dos amigos de quien tenga satisfacción que no me han de adular, sino decirme las verdades desnudamente, como lo deben hacer los tales, que éstos me la aprueban y dicen que la puedo dar a que se represente. Conseguido todo esto, falta ahora la mayor dificultad, que, como cortesano antiguo en Madrid puedo saber, y ésta es que la llevo a uno de los dos autores que allí asisten siempre, al que me parece en su aspecto más jovial de fachada. Dígole cómo tengo escrita una comedia, que la quiero dar a que me la honre, con todas aquellas razones que para captarle la benevolencia son necesarias. Pregúntame mi nombre, dígosele; recorre su memoria y hállame no ser de los de su catálogo; mírame con un modo de desprecio y al cabo dice:

-Señor mío, bien creo que será la comedia como de su ingenio de vuesa merced -cosa que diciéndola no miente-; mas hállome tan persuadido destos señores poetas de que abunda esta Corte, que no sé cuándo tendré lugar para que vuesa merced lea.

Y no es poca dicha que entonces señale día a largo plazo. Señálale; acudo con mayor puntualidad que a cumplir con la parroquia. Hállole una vez ensayando, otra haciendo alguna cuenta con alguno de sus compañeros, que, habiéndome visto, dilata porque de cansado me vaya; otra vez, si me ha visto antes, niégase. Échole algún amigo poderoso, y a más no poder, viene, ya que me he cansado, a darme audiencia con limitación, diciéndome que lea una jornada, que no tendrá lugar para más. Llama a dos poetas déstos de la mayor clase, de quien ha representado comedias. Éstos convocan a otros amigos suyos calificados por fisgones en Madrid, y con ellos júntase la compañía. Ponen al poeta cerca de un bufete, entre dos luces, como tumba de difunto. Comienza su comedia con la buena o mala gracia que Dios le ha dado en leer; que si la tiene mala es harta desdicha para él, porque como van los poetas para hacer donaires, y más no siendo conocido por de los de su runfla, están muy falsos escuchando. Si el autor no es muy entendido de comedia, está atento a cada copla a ver los semblantes que hacen los poetas, los cuales nunca le muestran bueno, o porque les parece bien o porque es cosa ridícula, pues lo uno lo deshacen y lo otro lo fingen.

Acaba su primera jornada, comienza la segunda, hay paso apretado en el medio della, acaba con otro que admire. Ya menos falsos, se hablan al oído los poetas, arquean las cejas a hurto de los representantes, y más a hurto del autor. Acábase la comedia, apretando el caso cuanto es posible y cerrándole con llave de oro; alabánsela de bien escrita por no incurrir en lisonja, pues la primera procura el poeta de llevarla de buena letra, y así, dicen en esto verdad. Dilátale la respuesta de ahí a dos días; vase el poeta con buen cuidado de volver a saber qué le dirá. Quédase el autor con los que convidó: si los poetas no son envidiosos (qué será milagro raro), alaban la comedia, diciendo ingenuamente lo que sienten della; si lo son, deshácenla cuanto pueden, hallándola más impropiedades que átomos tiene el sol. Si el autor se guía por estos pareceres, al segundo día despide al poeta, diciéndole que le pesa de estar obligado a tal príncipe, el cual le ha mandado poner dos comedias y es forzoso por esto no la poder representar, que se holgara. Si ha conocido que la comedia merece hacerse, haciéndose muy de rogar, la toma, encareciendo que sólo por el amigo que le ha rogado la oiga, lo hace.

Pónese la comedia: aciertan a saberlo los poetas que se hallaron presentes, y cuando ven que no ha aprovechado su malicia a estorbar el ponerla, válense de la mosquetería, a quien tienen sobornada, y suele malograrse una comedia aunque sea la más perfecta cosa del mundo. Cuando hay desapasionados oyentes que atajan el tumulto de los mosqueteros, acábase y continúase otros días, conque, aunque cobre fama el poeta, se le queda la dificultad para con otros autores cuando les quiere dar otras.

Ésta es la causa, señores, por que no me pongo a escribir comedias como conozco que hay mucho para llegar a alcanzar que sea oído un poeta novel.

Mucho agradó a todos el discurso del poeta y la cordura con que se abstenía de no escribir comedias. Díjole Trapaza:

-Pues si vuesa merced, con la experiencia que tiene, le parece que tiene dificultad el ser oído, ¿cómo quiere dar ese entremés a un autor de los que estuvieren en Madrid?

-Porque como cosa breve -dijo él-, es admitida, y si no le quiere representar, rómpele en su presencia, que tal vez es esto darle un bofetón cuando él conoce que es bueno. Pero las más veces le admiten, aunque se queden con él y le pongan con los otros papeles, que es para no salir más a luz.

Discurrieron sobre esto los compañeros en cuán admitida estaba la comedia y cuáles eran las que se debían dejar representar, dignas de alabarse. Encarecieron los ingenios que ahora lucen, como son: un fénix de la poesía, Fr. Lope de Vega Carpio, D. Mescua, D. Pedro Calderón, D. Montalbán, un Dr. Godínez, Gaspar de Ávila, D. Antonio Coello, D. Francisco de Rojas y otros insignes poetas que aplaude nuestra España por sus escritos, en particular aquel divino ingenio del Maestro Tirso de Molina, cuyas obras y comedias merecen eternas alabanzas a pesar del tiempo.

Con esta plática acabaron su jornada, y en las siguientes vinieron a parar en Illescas, habiendo de entrar aquella noche en Madrid. Quiso nuestro Trapaza informarse de Lorenzo Antonio, como prático en las cosas de la Corte, de todo lo que había en ella, y así se lo preguntó para que le sirviese de instrucción. Oyóle el poeta y le dijo estas razones:

-Madrid, insigne Corte del cuarto Filipo, monarca invicto de las Españas, es una villa de sanísimo temple, de sutiles aires y regalados mantenimientos; sus edificios son suntuosos: edifican en esta insigne villa los más títulos y señores de España casas suntuosísimas en que vivir. Aunque Madrid es antigua villa y tiene por naturales suyos muchos calificados caballeros, sus patriotas, el concurso de la gente forastera que asisten en ella, o a sus negocios y pretensiones, o a sus ganancias, como son los oficiales, o a vivir en la Corte, la hacen más populosa, y así viene a ser una patria común. Aquí no falta todo cuanto pedir puede el deseo. Hay de todas naciones, y aun entre los nuestros hay distinciones, fuera de las dos sabidas, que son nobles y plebeyos, pues aun en éstos hay más y menos. Hay de todo género de costumbres, mas aunque hay mucho mal, no falta mucho bien en la gran religión que se ve en sus devotos templos, donde hay grande frecuencia de sacramentos, y por las oraciones y santos ejercicios destos buenos no castiga Dios a los malos.

Volviendo, pues, a nuestro propósito, digo, señor don Vasco, que hay en Madrid mucha cantidad de caballeros que, portándose lucidamente, se comunican familiares con títulos y grandes con quien andan. Déstos se dividen conforme a las edades e inclinaciones: unos se inclinan a los ejercicios bélicos, y tratando de la destreza de las armas, de torear, de justar y torneos; otros, más pacíficos, tratan de oír comedias, acudir a la calle Mayor a su cotidiano paseo, no olvidando el del Prado, galantear y servir damas; otros acuden a casas del juego, donde, siendo perpetuos tahúres, no dejan alhaja que no jueguen, y hoy se ven prósperos, y mañana sin qué gastar.

Bajemos el punto. Hay cierto género de gente que llaman hijos de vecinos. Estos andan tan al uso que no perdonan al estío, primavera ni invierno. Son los que primero estrenan los trajes y con desproporción usan dellos; los que inventaron en cimentar los mostachos con cabello de las mejillas, los que subieron las ligas a las rodillas, ajustaron las mangas, acortaron las faldillas de las ropillas. Éstos pecan los más en valientes y hablan grueso. Desdichada de la moza que se somete a su voluntad, que, a título de lindos, ayuna todo el año y viste de memoria; tendrá defensor en la persona de un hijo de vecino, mas no lo será de la escarcha del invierno, dándola que se vista; mantendrá cualquier pendencia por ella, pero no le dará mantenimiento; lo que suelen dar a menudo son bofetadas y coces, que es moneda que corre en éstos para con ellas, porque la que tiene las armas de rey es para sus galas y para su juego, al que también son inclinados. Son los perpetuos cursantes de la comedia, no porque la penetren, sino por seguir el uso de sus mayores; y si uno déstos es caudillo de la mosquetería, triste del poeta que le tuviere enojado, que perecerá con sus comedias.

En cuanto a trato de mujeres, si os hubiere de decir todo lo que hay en esto, sería nunca acabar; y así, la experiencia os hará científico en esta mercaduría. Lo que os aconsejo es que gastéis con prudencia y procuréis no empeñaros a reñir por ninguna que no lo merezca.

Agradeció Trapaza la relación que Lorenzo Antonio le hizo de Madrid, y a su imaginación dejó el pensar aquella noche cuál de los caminos de aquellas jerarquías de cortesanos seguiría.

Bien se pensaba que era hora de partir; mas había sucedido bien diferente, porque como el cochero diese priesa al maestro que aderezaba el coche, que había de llegar aquella noche a Madrid, él se iba con alguna flema: de modo que, engendrando cólera en el apresurado, dijo algunas razones pesadas al maestro de coches, conque él y el cochero llegaron a las manos, sacando el cochero una herida en la cabeza, conque se entró la justicia en el caso. Al herido prendió en el mesón, dejándolo allí, y al otro en la cárcel. Curáronle, y en la primera cura no pudo determinar el cirujano cómo estaba el herido, conque los pasajeros hubieron de prestar paciencia hasta otro día.

No le estuvo mal a nuestro Trapaza, porque habiendo llegado un coche de mercaderes de Toledo, que también pasaban a Madrid, quisieron jugar un poco a las pintas después de cenar; trabóse el juego, y Trapaza estuvo un poco atento en él y vio cómo uno de los tahúres metió en él naipes hechos.

Entendía él toda las flores con eminencia y quiso por los mismos filos pegarle al tahúr; y así comenzó a parar de poco a las pintas, dejándose primero ganar cosa de veinte escudos; mas luego, volviendo sobre sí, comenzó a ganarles a todos, de suerte que antes que fuese medianoche ya les tenía pescados más de dos mil escudos en oro, plata y joyas.

Bien quisiera levantarse por consejo de Lorenzo Antonio, que le tiraba de la capa; mas como estaba de dicha, no quiso perderla; y así les sustentó el juego hasta las tres de la mañana, acompañándole don Lorenzo Antonio, y vino al cabo a ganarles más de cuatro mil escudos, los más en moneda.

Con esto se dejó el juego, retirándose Trapaza a su aposento con su compañero, a quien dio cincuenta escudos de barato, con que le dejó muy contento.

A la mañana, curado el cochero, vieron no ser la herida de consideración para que le estorbase caminar; y así, recabando con la justicia le diesen libertad, partiendo de allí a Madrid, llegando a aquella insigne villa a mediodía, donde, acomodándose cada uno en la parte que más a propósito le pareció posar, se dividieron. Trapaza se fue con Lorenzo Antonio a la calle de Silva, y tomaron una posada muy buena, si bien el de Écija por pocos días, pues no pasaron de tres los que estuvo en Madrid, partiéndose a Navarra, donde tenía un pleito. Los demás compañeros del coche también pasaban adelante; y así, sólo Trapaza se vino a quedar solo en la Corte, cosa que él deseaba mucho por ejecutar el capricho que tenía pensado.



ArribaCapítulo XVI

De cómo se entabló en la Corte Trapaza y de lo que en ella le sucedió


Bien le había favorecido la suerte a Trapaza si él supiera usar bien después de haber adquirido mal; mas su depravada inclinación, dirigida a engañar siempre, no le inclinara a seguirla, no hallándose sin hacer embustes y enredos, cosa con que vienen los hombres a perecer después y a ser escarmiento de otros.

Hallábase nuestro Trapaza con dineros muchos, no conocido en Madrid; y así le pareció con la moneda que tenía entablarse con mayor esfera.

Lo primero que hizo fue salir de embozo a la calle Mayor y comprar en casa de un bordador media docena de hábitos de Cristo y ponerlos en tres vestidos que tenía, uno negro y dos de color. Mudó de posada, yéndose a los barrios de Lavapiés, adonde dijo al huésped que él era un caballero portugués recién venido de la India de Portugal, a quien dos jornadas antes de llegar a la Corte habían hecho un hurto dos criados suyos, llevándole más de mil escudos en joyas y dineros, conque le habían dejado solo, y que así quería recibir otros dos, uno de espada y un muchacho para paje; que si tenía algún conocido que le sirviese, le recibiría como le diese fianzas bastantes de fidelidad.

El huésped, que deseaba dar gusto siempre a los que venían a su casa, pues con eso la acreditaba para que no le faltase gente en ella, le ofreció buscarle dos criados a propósito de cómo los pedía; y así los trajo estotro día, con las fianzas necesarias para que Trapaza estuviese seguro de que no le faltaría nada de su hacienda.

Fundó el hacerse portugués Trapaza en saber bien la lengua portuguesa por haber comunicado mucho con un estudiante de aquella nación en Salamanca; y así, de propósito, hablando castellano tenía acentos de portugués, que parecía haber nacido en Lisboa. Lo primero que hizo fue vestirse muy al uso de la Corte, sin afectar como figura los trajes, sino muy ajustado a lo de Palacio. Procuró tener un macho en que andar, con muy buen aderezo; y con esto fue necesario tener otra boca más, que fue un lacayo, para que cuidase así del macho como de un caballo que después compró para salir en él al Prado y a la calle Mayor, en tanto que tenía amigos que le llevasen en sus coches.

En cuanto a mostrar gravedad y tenerse en estima, no fue necesario instruciones para ello, porque él sabía bien fingir lo caballeroso, y con los ejemplares que tenía se habilitaba más.

Comenzó a acudir a la comedia, a las casas de juego, donde presto vino a tener amigos, y más ofreciendo dineros para jugar, cosa con que presto cegamos las voluntades. Anduvo siempre en aviso en no acudir adonde había caballeros portugueses, que, como era fuerza ser notado por el hábito de Cristo, quitósele de la capa y ropilla, andando en éste muy al uso (aunque ya lo ha remediado su Consejo de órdenes); desta suerte se ocultaba más de los caballeros portugueses.

Un día, que fue de los célebres de Madrid, por ser de San Blas, a cuya ermita, que está fuera de sus muros, acude todo lo noble y plebeyo de la Corte y es de los más festivos della, salió nuestro Trapaza a caballo, acompañado de otro caballero mozo del hábito de Santiago.

Olvídaseme de decir que Trapaza se puso antojos por disimular mejor el ser conocido en Madrid. Pues, como los dos hubiesen dado muchas vueltas a aquel campo de la ermita, que se ocupa de varias gentes, y en él gozasen ya de las meriendas, ya de los bailes, ya de las damas, donde muestran lucidas galas aquel día, pasaron cerca de un coche donde iban cuatro damas de grande hermosura y, con ellas, una viuda moza, que les hacía la ventaja que el sol suele a las lucientes estrellas.

Diole a Trapaza deseo de volver por allí porque la viuda le pareció bien y porque le dio el aire de haber visto aquella cara otra vez; y así rogó al compañero que tornasen a encontrarse con el coche. No fue dificultoso de acabar con él, porque también le había aficionado una bizarra dama de las cuatro, que iba al estribo del coche por aquella parte donde pasaron.

Vueltos a dejarse ver de las damas, el caballero procuró trabar conversación con la señora que iba al estribo; y como en Madrid está tan en su punto el despejo y el estar recibido hablar en los coches cuando no hay recelo de quien lo pueda impidir, fue fácil de hallar lo que pretendía. Trapaza se puso al otro lado, adonde caía la viuda, que iba en la popa, como convidada de la señora del coche, y, por ir el estribo vacío, fuele fácil de tener plática con ella.

Admiróse Trapaza en llegando a ver la viuda más de cerca, porque le pareció ver el rostro de Estefanía, aquella moza que sacó de Salamanca y le dejó a la entrada de Córdoba. Veíala llamar doña Andrea de las demás, y que estaba en aquel hábito de viuda, si bien con tanto aliño y cuidado que no hacía falta el moño ni tampoco los adornos de las galas, porque ya que no los llevase en el vestido, que era de una sedilla lustrosa, las muchas sortijas de las manos y lo oculto, era para competir con la más bizarra, porque en enaguas y manteo llevaba más gala que la más compuesta dama de Corte; dieron, pues, lugar a conversación.

Don Álvaro, que así se llamaba el del hábito de Santiago, quiso la plática singular, por estar aficionado a aquella dama; Trapaza la hubo de tener general con todas, no dejando menos admirada a la viuda, que dudaba si era Hernando Trapaza, su primer amor, porque le veía tan bizarro, con un hábito de Cristo en una venera de diamantes, ir acompañando a otro caballero con otro hábito. La habla le aseguraba ser Trapaza, y la insignia y traer antojos le desvanecía la presunción de tenerle por él. Esto mismo pasaba por el fingido don Vasco de Mascareñas, el cual, por si era Estefanía la que pensaba, procuró hablar, como que era descuido, algo portugués en los agudos dichos que decía, conque le cayó a una de aquellas damas en gracia, de modo que se le inclinó, y desto dio demostraciones de querer hablar a solas con él.

Siempre quiso bien Estefanía a Trapaza, y si se vino de su compañía fue por ver que la desestimó en poner las manos en ella en presencia de otros, y aquel enojo la obligó a ejecutar lo que después sintió haber hecho. No sentía menos ahora que aquella dama manifestase en sus acciones parecerle bien aquel fingido caballero que a ella la enamoraba, por parecerse a quien tanto había querido, y también de su parte procuraba meterse en toda la plática sin dejar hacer baza a la aficionada dama, la cual era doncella y hija de un hidalgo honrado de la Montaña, que poco había saliera con un gran pleito en Madrid y tenía para su hija más de treinta mil escudos que la dar, sin los que había de heredar después de sus días. No llegó a saber esto Trapaza, porque había puesto sus ojos en la viuda, no perdiendo la sospecha de que era Estefanía, pues lo aseguraban su donaire y sus acciones.

Entretuvieron la tarde los dos amigos con las damas, de manera que cerrando la noche, con acompañarlas supieron las posadas de todas. La viuda y la que el otro caballero hablaba eran vecinas de una casa, y las otras, cerca dellas tenían las suyas.

Al despedirse los dos, don Álvaro tuvo licencia de la dama con quien hablaba, que era casada, para visitarla otro día. Trapaza pidiósela a su viuda, de quien fue fácil el alcanzarla, porque deseaba sumamente salir de aquella sospecha y saber quién era aquel caballero que tanto se parecía a su Hernando Trapaza.

Llegóse el otro día la hora de la visita, y juntos, los dos amigos se fueron en casa de las damas, acompañados de sus criados. Bien pensaron que las hallarían juntas, pero no fue así, porque entrando los dos en el cuarto de doña Teodora, que así se llamaba la dama casada, después de haberles ella recibido con mucho agrado, dijo a Trapaza:

-Señor don Vasco, mi amiga doña Andrea me avisó que en viniendo aquí, os suplicase de su parte que la visita se la fuésedes a hacer a su cuarto, adonde os espera. No perdáis aquí tiempo, que visita de tal dama, y más aplazada a solas, será justo de gozarla.

Con esto se despidió de doña Teodora, diciéndole que él iba muy contento, porque la comodidad que le pedía su deseo se la dejaba con ausentarse, dejándolos solos. Así se fue al cuarto de la viuda, a la cual halló en su estrado.

Estaba en una cuadra colgada de tapices pardos de bordaje, adorno de casa de viudas, un estrado de veinte y cuatro almohadas de terciopelo negro, que estaban sobre una alhombra de buen tamaño, blanca, parda y negra; a los lados, dos bufetillos de ébano y marfil, muy curiosos, y en el que la viuda tenía a su lado estaba un pequeño contador de las mismas maderas. A un lado estaba una criada con medias tocas de viuda, de buena persona.

Recibió la viuda al esperado galán con muestras de mucho gusto. Preguntáronse por sus saludes y después fueron entablando su conversación con tratar de la fiesta pasada. Quiso la viuda saber el pecho del galán, y así le dijo:

-Señor don Vasco, que no entendimos tener tan buena tarde ayer, y que el remate della fue quien nos dejó muy deseosas de ocupar otras así, si lo permitiese la soledad; pero en Madrid es dificultoso. Y esto os dijera mejor una dama de las que venían conmigo, que después que os ausentasteis, todo fue exagerar en vos vuestra cortesía, vuestro talle, vuestra agudeza de entendimiento, partes por que debéis dar muchas gracias a Dios, que os adornó dellas para enamorar a las damas, como lo quedó aquélla, según colegimos de la pasión con que os alabó, aunque confieso que quedó corta para lo mucho que se debe decir.

-No sé con qué palabras -dijo Trapaza- estime y agradezca tan colmados favores, viniendo sobrados a mis merecimientos; pero sé os decir que si me conociese el pensamiento, no ponderara de mí lo que oísteis a esa dama, por deberme menos inclinaciones de cuantas iban en el coche.

-Eso es pagar con ingratitud -dijo la viuda-, pues sus conocidos afectos, aun a uno de muy corta vista, pudieran ser intérpretes de su afición.

-Yo advertí poco en ellos -dijo Trapaza.

-¿Pues qué fue la causa? -replicó ella.

-El tener más atención a otra que a esa dama, en quien me holgarla hallar ese agasajo que significáis de esa señora -dijo él.

-¿Y no podré saber quién es? -dijo ella.

Reparó en la presencia de la criada Trapaza, y la viuda, conociéndolo, la mandó que los dejase a solas. Hízolo con una grande reverencia, y viendo la ocasión Trapaza, prosiguió diciendo a la dama:

-Quien mis ojos dirigieron la inclinación sois vos, así por la parte de hermosura y entendimiento que en vos descubrí, como por pareceros a una dama a quien yo quise mucho.

Esto deseaba saber la viuda, y así le dijo:

-De manera, señor mío, que si algún favor me habéis hecho ha sido en conmemoración de la que estimasteis, por la similitud; pues no me habéis obligado en nada, que con ese recuerdo diérades más estimación a esa inclinación, y así fuera bueno haberlo callado, conque me obligárades más. Con todo, os agradezco el favor; pero no tenéis buen gusto en dejar lo más por lo menos, aunque muchas elecciones de amor no se fundan en razón.

-Aquí no milita esa regla -dijo Trapaza-, y así yo la he hecho de lo que pidía mi gusto, conociendo cuán bien le empleo, pues hallo que no le aventaja al objeto de mi afición otro alguno.

-Bésoos las manos por eso -dijo ella-; pero, porque quedemos iguales, os quiero decir que también me habéis consolado con vuestra presencia, porque os parecéis notablemente a un caballero a quien yo quise mucho; y así, os quiero preguntar si habéis tenido algún hermano de vuestra tierra en Salamanca.

Quiso declararse tanto Estefanía para dar pie a Trapaza que, si era él, se declarase, y así la dijo:

-Un hermano mío fue allí a estudiar, que se llamaba Fernando, y cuando le llevé a aquella insigne Universidad, fue allí donde yo conocí esta dama a quien vos os parecéis tanto.

-Declarémonos más -dijo ella- señor don Fernando.

-Sea en buena hora, señora Estefanía -replicó Trapaza-; que tanto me admiro de veros cuanto vos lo estaréis de mí en el estado en que veis.

Levántose Estefanía del estrado y él de la silla, y con dos abrazos muy apretados que se dieron confirmaron haberse conocido. Con esto, pues, se tornaron a sentar, y muy de espacio se dio cuenta el uno al otro de sus vidas.

Estefanía comenzó primero la suya, siendo su principio la acción de haberle dejado por el mal tratamiento que la hizo, cosa que ella refirió con vergüenza por estar a los ojos de quien vio aquella ingratitud. En efecto, ella dijo que fue persuadida de Varguillas para hacer aquella fuga. Claro estaba: alguna disculpa había de dar, y más estando Varguillas ausente, a quien hizo cargo de su huida.

Dijo, pues, que en su compañía había llegado a Madrid, donde la primera casa en que quiso entrar a servir fue en la de un cajero de un rico genovés, adonde procuró dar gusto a sus señores, de modo que por hacerle lisonja el cajero a su dueño, viéndole falto de una criada para el gobierno de su casa, le dio a Estefanía. Allí mejoró de dicha, porque todos la querían y estimaban.

Murió la mujer del genovés, por lo cual le fue forzoso a él, de allí a dos meses, ir a Génova a hacer ciertas comparticiones con un paisano que había quebrado su crédito y le quedaban debiendo algunas personas cantidad de ducados. Llevóse a Varguillas a Génova a intercesión de Estefanía, que por hacerle bien, había dicho ser su hermano. Allá estuvo medio año, en el cual tiempo Vargas se pasó al estado de Milán a servir al rey y el genovés volvió a Madrid. Halló a Estefanía en casa de una deuda suya, donde la había dejado, muy dama, y parecióle tan bien que trató de enamorarla; mas ella supo hacer su negocio de modo que, dándose a estimar, no quiso oírle palabra alguna de afición sin que se la diese primero de esposo.

Estaba el genovés amartelado, que, cuando el amor se apodera de canas, es dificultoso el poderse echar dellas. Como se vio desdeñado de la moza, con la resolución de que, si no la daba palabra de marido, no le había de oír por ninguna veía y que no se cansase. Y así él se resolvió con sesenta y ocho años a juntarlos a veinte y seis que tenía Estefanía; y así se casó con ella con mucho contento, sabiendo ella muy bien disimular la falta con que la había de hallar para pasar por mujer honrada.

Vivió muy gustosa con el anciano genovés, estimada, regalada y querida dél; mas como el casarse es para mozos, habiéndolo de ser en el consorcio, este viejo, trocando los frenos a las edades con la hermosura de Estefanía al lado, olvidóse de las muchas navidades que tenía y, sacando esfuerzos de su flaqueza, quiso mostrarse más alentado que pedían sus años; y así, dentro de seis meses, dio consigo en la sepultura, no olvidándose de su querida esposa en el último trance de su vida, pues de lo que pudo la hizo heredera.

No le faltaron contradiciones a la herencia, porque como el genovés tenía trato de compañía sobre ajustar unas cuentas con Su Majestad en unos asientos que había hecho, le embargaron toda su hacienda hasta dar las cuentas.

Tomóselas persona que oyó con atención los ruegos de la señora doña Estefanía, y quiso hacerla todo buen pasaje. Si fue caridad o segunda intención, no nos toca el juzgarlo; lo que resultó fue que las cuentas se acabaron, y, pagado el alcance de lo que le tocaba al difunto por su parte, quedó Estefanía señora de más de quince mil ducados en muy lindos juros, joyas y menaje de casa; menos mal, pues esta hacienda la ayudó a enjugar las lágrimas de la pérdida del viejo, con esperanza de hallar otro; y así, pasado el año de viudez, se ostentó con aligerado luto a fuer de las medio viudas del siglo, y campaba con esto por la Corte, no perdiendo comedia, calle Mayor, Prado y cualquiera pública fiesta que se hiciese.

Esta relación le hizo a nuestro Trapaza Estefanía, dejándole no poco gusto de verla tan de buena dicha. Quiso darle cuenta de la suya, y como era tan pronto en mentir, la dijo que luego que se ausentó dél, se había partido despechado a Sevilla buscándola, y que como no la hallase en aquella gran ciudad, se determinó irse a Lisboa, adonde le fue la suerte tan favorable que, habiendo librado a un caballero de aquella ciudad, de lo más noble della, de que no le matasen sus enemigos, agradecido desto, le tuvo en su casa por camarada suya y de allí se le llevó a Tánger, donde en aquel presidio aprobó tan bien en las ocasiones que se ofrecieron con los moros de África, que ganó mucha opinión, y por consejo deste caballero (que se llamaba don Jorge Mascareñas), mudó el nombre de Hernando en don Vasco Mascareñas, gustando el caballero que se honrase con su apellido, y que éste había dado tanto en favorecerle que, por sus servicios, le pidió un hábito en Consejo de Portugal, el cual traía en el pecho.

Díjola cómo don Jorge había muerto en África y le había dejado tres mil ducados y heredero de sus servicios, con lo cual se había venido a la Corte a pretender un oficio para la India de Portugal.

Aunque Estefanía tenía buen entendimiento y conocía a Trapaza, no discurriendo sobre esto del hábito como poco versada en saber que no se podían hacer bien las informaciones de quien había tomado nombre supuesto, pasó por todo y creyó a Trapaza cuanto le dijo, esforzando a esto el ver que por ella había pasado otra tanta dicha, con que se hallaba señora de muy buena hacienda.

Diéronse uno a otro los parabienes de sus buenas fortunas, y quedó asentada amistad entre los dos. Bien quisiera Estefanía que fuera con pretexto de casamiento, pero Trapaza le desvaneció este propósito, dando salida a esto: hasta ver en qué paraban sus pretensiones no podía disponer de sí, pero que le aseguraba que no sería otra su esposa sino ella. Esto hizo por informarse de secreto si Estefanía tenía algún empleo, que al verla tan bizarra y tan alhajada, aunque en traje viudo, le dio recelos desto; y aunque pícaro en las costumbres de mentir, engañar y ser fullero, quiso que, caso que se emplease en Estefanía, por veía de consorcio, no tuviese martelo, porque después no le obligase a venganzas si hallase fantasmas en casa, cuerda resolución de quien se opone a marido y que la debían mirar todos, con que después se excusaran muchas desdichas, que por mal informados y poco advertidos suceden.

Salió de aquella visita Trapaza muy amigo con Estefanía, habiendo concertado el verse muy a menudo, que la viuda quedó muy pagada de su don Vasco, y con lo pasado había poco que conquistar. Bajó Trapaza donde estaba su amigo, a quien halló bien entretenido. Con su venida se acabó la conversación, no llevando menores esperanzas de comunicarse que Trapaza, conque los dos comunicaron, después de despedidos de la dama, en el paraje que se hallaron. Mintióle Trapaza el antiguo conocimiento de Estefanía, dándole a entender que desde aquel día comenzaba la conquista de aquella dama. Conformáronse en venir juntos a visitarlas, y con esto cada uno se dividió, yéndose a su posada.

Estefanía y su vecina se vieron aquella noche, y también trataron de sus galanes, huyendo Estefanía de darle cuenta de su antiguo empleo, como lo hizo Trapaza con don Álvaro; concertaron de sus salidas a solas para verse con ellos y de sus venidas a su casa a las horas que menos nota diesen.

Finalmente, estos dos empleos se hicieron, habiendo precedido muchas finezas de ambos galanes, que, por desmentir el antiguo conocimiento, quiso Estefanía que se hiciese con ella lo que don Álvaro con su amiga, por lo cual pasó Trapaza con mucho gusto, teniendo dispuesto entre él y su viuda de casarse para adelante, porque en dos meses que duraba la frecuencia de verse, ese tiempo se hallaba Estefanía con sospechas de preñada, por lo cual le instaba cada día que se hiciese el consorcio.

Una de las cosas que se lo estorbaban a Trapaza era haberse puesto en astillero de tan gran caballero en Madrid, huyendo no poco de verse donde estuviesen portugueses; porque, como la Corte es grande, érale fácil excusar las ocasiones de encontrarlos, por obiar el que se quisiesen informar de su persona, de quien había de dar mala relación si le preguntaban cosas de África.

En este tiempo que Trapaza era absoluto dueño de su Estefanía, y ella estaba muy contenta con su empleo, sucedió que aquella dama que hallaron en el coche, cuando las encontraron el día de San Blas, y se apasionó por Trapaza, habiendo estado ausente, volvió a la Corte. Pues como comunicase a sus amigas, en dos ocasiones de fiesta que tuvieron en sus casas, sucedió hallarse en ellas Trapaza y don Álvaro, no porque presumiesen de su estada allí alguna cosa de sus amistades, sino dando a entender que aquel era sólo conocimiento. Estuvo, pues, en las dos ocasiones nuestro Trapaza tan sazonado y donairoso que la recién venida dama (cuyo nombre era doña María) volvió a aficionarse dél, dándoselo a entender con los ojos, a hurto de las amigas. Tenía linda cara, haciendo grande ventaja a todas en hermosura.

Diose por entendido Trapaza, y también huyendo de los ojos de su Estefanía, le mostró con los suyos que deseara verse favorecido.

Salió de allí, informóse con fundamento de quién era la dama; supo lo que está dicho della y que tenía dote para apetecerle un título, con lo cual quiso comenzar esta empresa con todo secreto.

Antes de dar el primer paso en ella, un día que estaba a solas en su posada, y era día que llovía mucho, paró un coche a la puerta della; y habiendo un hombre anciano que en él venía, preguntado por él y díchole que estaba en su cuarto, subió allá, halló a nuestro fingido caballero entreteniéndose con un laúd, instrumento que tocaba diestramente, a quien arrimaba su poco de bajete con buena gracia.

Estúvole el anciano escuchando un poco, muy pagado de su voz, y habiendo acabado de cantar una letra, avisó al paje le dijese cómo estaba allí. Hízolo, y mandóle Trapaza entrar. Luego que se vio en su presencia, le puso un papel en las manos, el cual abierto decía así:

Papel de doña María a don Vasco

«Para cierta cosa que tengo que comunicar con vos, señor don Vasco, me importa que os vengáis en ese coche, donde el portador désta os guiare, asegurándoos que quien esto hace no os desea sino todo bien, porque de que le tengáis pende su gusto. El cielo os guarde.

Una servidora vuestra».

Muy descuidado Trapaza de que fuese doña María la que le escribió, se puso en el coche, pensando en el camino quien podría ser la dama del papel, y en cuantos discursos hacía no daba en lo cierto. Pasaron calles, y de unas en otras vinieron a dar en la del León, donde en una casa, a la malicia hecha paró el coche; apeáronse dél Trapaza y el escudero, y entrando en la primera sala, hallaron en ella una mujer anciana sentada en un estrado negro, por quien mostraba tener el estado de viuda. Levantóse para recibir a Trapaza, y él la saludó cortésmente, tomó asiento, y habiéndose preguntado por sus saludes, dijo la anciana desta suerte:

-Yo he sido, señor don Vasco, quien os ha escrito el papel que poco ha habéis recibido, consiguiendo con vuestra venida el intento de haber venido aquí; gracias que doy a vuestra cortesía, pues en esto habéis andado tan puntual, cosa que me da premisas lo seréis más en lo que os tengo de proponer. Una dama, amiga y señora mía, me mandó os diese este aviso: quiere que yo sepa en su nombre quién sois, vuestra patria y a qué asistís en esta Corte, reservando otra que os tengo de hacer para cuando esté satisfecha desto.

Admiróse Trapaza del modo con que vino allí para saber su origen, y aunque pudo temer por lo pasado no se le hiciese algún pesar, en esta ocasión se animó a responder en orden a la quimera que había fabricado de su calidad. Y así la dijo desta suerte:

-Digo, señora mía, que satisfagáis a esa dama con decirla que yo me llamo don Vasco Mascareñas, apellido bien conocido en Portugal por noble; mi patria es Lisboa, mi profesión ser soldado; y así, por mis servicios hechos en África, pretendo que Su Majestad me dé un gobierno en la India de Portugal para volverme luego. Esto es todo lo que en las preguntas que me habéis hecho puedo informaros de mí.

-Ahora resta -dijo la anciana- que me digáis si tenéis en esta Corte algún empleo de amor, que caballero de vuestras partes, tan galán y discreto, no es posible que no esté bien ocupado.

-Prométoos -dijo Trapaza- que me han dado tan poco lugar mis ocupaciones que no he atendido a esto, conociendo de mí que cuando lo emprendiera no había de hallar cosa conforme a mi deseo, y así he vivido libremente.

-Siendo verdad lo que me aseguráis -dijo ella-, como lo creo de vuestro honrado término, os quiero decir que si sabéis agradar a quien se os muestra inclinada, que es esta dama, podréis con su empleo dejar de solicitar otras, porque ella es señora de un mayorazgo razonable, y que su padre tiene para ella sola sin otros muchos ducados de bienes libres. Esta señora os ha estado oyendo cuanto me habéis dicho detrás de aquella cortina que cubre aquella entrada de la alcoba.

A este tiempo salió la hermosa doña María, muy bizarra, con algunos colores en el rostro, que la vergüenza le acrecentó, para que diesen realce a su hermosura.

Levantóse Trapaza y, con rostro alegre, la recibió; ocupó una almohada del estrado, y volviendo la anciana a referir en su presencia las preguntas y Trapaza las respuestas, quedó asentado entre los dos que allí se hablasen ciertos días, prometiendo Trapaza de ser un fino enamorado suyo, porque aquella acción le dejó obligadísimo.

Encargóle el secreto de todo doña María, y, habiendo pasado la tarde en varias cosas de gusto, se hizo hora de volverse doña María a su casa, con no poco sentimiento suyo, porque le quería bien; y Trapaza quedó tan obligado a la fineza suya que desde aquel día comenzó a olvidar a Estefanía en cuanto a quererla bien; mas en cuanto a comunicar con ella, por razón de estado, lo conservó hasta que se descubrió este empleo como adelante se dirá. Con saber Trapaza que su dama era amiga de aquella señora anciana, no había día que no la viese.

Acudían a su casa otros caballeros mozos, y la causa era que esta señora era algebrista de voluntades y zurcidora de amores, cosa que corre en los grandes lugares como la Corte y de que deben andar advertidos los casados, pues de un enemigo encubierto con máscara de amistad es de quien se debe más guardar el honor.

Con este trato que usaba esta anciana señora era regalada, servida, festejada de todos sus parroquianos. Pues como un día acudiesen Trapaza, su amigo don Álvaro y otros cuatro caballeros a visitar la anciana, ella les dijo:

-Señores míos, una hermana mía, monja de Pinto, me ha enviado unos curiosos lienzos que le haga rifar; tres docenas son y cosa necesaria para caballeros mozos que carecen de quien les haga ropa blanca. Aquí los tengo; vuesas mercedes me los han de rifar a como quisieren, porque mi hermana despache esta ropa blanca.

Todos dijeron que eran contentos de rifar los lienzos. Trujeron naipes y ganó la rifa don Álvaro; picóse un caballero andaluz de haberla él solo pagado, y quedándose con los naipes en las manos, sacó un bolsillo con más de doscientos doblones que derramó en la mesa, conque convidó a jugar unas pintas a los otros. Eran los más tahúres, y el oro les hizo cosquillas a la vista; conque se llegaron al bufete a jugar, y Trapaza entre ellos, el cual dijo a la anciana que sólo jugaba por darla barato.

Anduvo el juego vario, ya favoreciendo a unos y ya a otros, hasta que la dicha se arrimó a Trapaza tan de veras que en espacio de dos horas les ganó dos mil y quinientos escudos en moneda, sortijas y cadenas.

Dejaron el juego, y nuestro Trapaza dio treinta escudos de barato a la señora del repentino garito, y doscientos que diese a su dama en su nombre; sin esto contentó a las criadas y al escudero de la casa, conque cobró fama de liberalísimo caballero.

Estaba haciendo papel de mirón un estudiante que vino allí en busca del caballero andaluz, a quien Trapaza dio cuatro doblones de barato, dejándole muy aficionado a su persona. Presto vio el efecto desto, porque esotro día este mismo estudiante a las ocho de la mañana acudió a la posada de Trapaza y, sabiendo que aún no había despertado, aguardó más de una hora entreteniéndose con los criados. Fueron llamados a las nueve de Trapaza para que le diesen de vestir; dijéronle cómo aquel estudiante le buscaba y había más de una hora que le estaba esperando para hablarle. Mandóle entrar Trapaza, bien ignorante de lo que podía querer; entró, pues, dándole los buenos días y preguntándole por su salud y habiendo sabido dél que la gozaba buena, hizo el licenciado su plática desta suerte:

-Señor don Fernando, habiendo yo nacido hijo segundo en la casa de mis padres, que está en la villa de Yepes, fue fuerza pasar con unos pobres alimentos que me daba mi hermano mayor, tan cortos que no pude estudiar con ellos más de tres años en Salamanca. Visto esto, determinéme venir a esta Corte con ánimo de procurar entrar en servicio del primero obispo que saliese electo para Indias. Con este presupuesto llegué aquí donde paso bien pobremente, que si no fuese por algunos caritativos caballeros que me conocen y me dan su mesa, no sé qué fuera de mí. En este tiempo me he valido de mi ingenio, porque soy inclinado a la poesía: he escrito algunas comedias que se me han representado con aplauso de los oyentes, que no es poco cuando el poder de los mayores ingenios que lucen en esta Corte tratan de que no haya más número de poetas cómicos porque estimen sus obras; y así se valen de la crueldad de la plebe. Pues, no está en más que su voluntad parecer bien las cosas del tablado o que la destierren a silbos dél. Yo, habiendo pasado por algunos lances déstos, he mudado rumbo mi ingenio, y así me doy a escribir libros; he impreso algunos en prosa y otros en verso, y ahora, habiendo acabado uno que intitulo Los mal intencionados destos tiempos, juguete cortesano y obra de divertimiento, me ha parecido ofrecerle a vuesa merced para que me la patrocine. Dígnese vuesa merced de aceptar su dirección, premiando esta voluntad de hacerle este servicio, para que mi buena elección tenga en esto el premio que se espera.

Con esto sacó el libro, que si bien estaba manuscrito, la encuadernación dél era curiosa.

No se había visto nuestro Trapaza en tales honras; y así, con esto echó de ver las obligaciones en que se ponían los caballeros, pues por serlo les ofrecían estos trabajos.

Estimó Trapaza el que se hubiese acordado dél antes que de otro; y así le remitió la respuesta de la aceptación del libro para el otro día, conque se despidió el licenciado dejándole el libro sobre la cama para que viese la dedicatoria dél y lo que más gustase. No se le sosegó el corazón a Trapaza hasta que vio el título del libro y fachada dél. Era el estudiante grande iluminador; y así de aguadas traía el principio del libro muy adornado de orlas brutescas. El título decía: «Los mal intencionados destos tiempos, compuesto por el licenciado Benito Díaz de Talamanca, dirigido al ilustre señor don Fernando Mascareñas, caballero del hábito de Christus», y debajo desto, las armas de los Mascareñas que él habría pedido a algún rey de armas.

Envanecióse Trapaza con la ofrenda y, como nuevo en esto, deseaba informarse de lo que debía hacer con el licenciado. Entró en esta ocasión don Álvaro, su amigo, con quien había concertado aguardarle en su posada, al cual le preguntó qué era lo que debía hacer con el que le ofrecía aquel libro. Lo que don Álvaro le dijo fue con estas razones:

-Cualquiera que escribe libros, para que se logran bien las direcciones dellos, lo primero que hace es poner los ojos en persona de partes, que sepa estimar y agradecer su ofrenda; y, haciendo su eleción, debe el escogido estimar el haber puesto en primer lugar que a otros y juntamente agradecer con dádivas aquel particular cuidado que tuvo con él. Esto os aconsejo que hagáis con el autor de esa obra, el cual ha andado prudente en haberos escogido antes a vos que a alguna comunidad, en quien se logran menos la estimación y el agradecimiento; y hablo desto con experiencia, pues de un escritor sé que después de haber acabado un libro con no poco desvelo y cuidado suyo, revolviendo papeles y escudriñando autores, le dirigió a una ciudad de las insignes de España, y cuando pensó que su trabajo tendría estimaciones y agradecimiento, le fue admitido; mas lo que resultó fue poco conocimiento de la obra y menos logro de su estudio, dictamen que tuvieron aquéllos a quienes tocaba el conservar la autoridad de su república, por parecerles que el ahorrar aquel donativo era el total desempeño suyo; conque recogió el autor su libro, proponiendo hacer empleo dél en otro.

Continuó Trapaza la correspondencia con doña María, y con las nuevas que de su liberalidad le daba la tercera destos amores le mostró querer con afecto. Sintió Estefanía esto y verle tan frío en su amor, pues dilataba el casarse con ella; y así quiso saber de raíz de qué procedía esto, andando de allí adelante con un poco de cuidado por saber adónde acudía.

En este tiempo se ofreció que el padre de doña María se la llevó a Alcalá de Henares para que allí la conociesen sus deudos y se holgase con ellos. Viéronse antes de la partida los dos amantes; hubo lágrimas en la dama, suspiros en el galán. Había de ser la ausencia por tiempo de quince días, que exageró Trapaza que se le había de hacer quince años; partió la dama, y él quedó sintiendo su partida tiernísimamente.

Acudió en el tiempo que duró esta ausencia a casa de Estefanía, mas tan melancólico que ella extrañaba esta mudanza. Algunas veces le preguntaba qué era lo que tenía, hallando en él esta novedad; mas Trapaza, suspirando, no sabía responderla, sino sólo decirla que padecía una grande aflición que le causaba aquella tristeza.

No era Estefanía tan lerda que no sospechase ser la causa algún nuevo accidente de afición que de pocos días a aquella parte tenía. Disimuló con él, procurando con su conversación divertirle y con sus donaires alegrarle, no obstante que la basca de los celos ya comenzaba a alborotarla el pecho.

Retiróse Trapaza por cuatro días de ver a Estefanía, no saliendo de su posada, ni enviando a criado alguno a saber de la viuda Estefanía, con lo cual ella, cuidadosa, pidió un coche prestado y en él fue a ver al galán. Llegó a tiempo que, subiendo a su cuarto sin avisarle, le halló escribiendo, cosa que la puso en recelo. No quiso averiguar a quién escribía, aunque conoció que eran versos. Él apartó la escribanía, y esforzándose más de lo que pedía su condición, la recibió con muestras de alegría, disculpándose de no la haber ido a ver por hallarse tan melancólico que verla con aquella tristeza más era afligirla que entretenerla. Mostró Estefanía pesarle de que su mal pasase adelante, y esto no lo fingía, que lo quería tiernamente.

Estuvieron en conversación los dos cosa de media hora, poco más, cuando al cabo deste tiempo entró un paje de Trapaza a decir que don Álvaro venía a verle. No quiso Trapaza que viese con él a Estefanía; y así la hizo retirar a la pieza en que tenía la cama, y él salió luego a verse con su amigo don Álvaro. Era allí donde Estefanía halló escribiendo a su galán, y por no estar ociosa mientras los dos amigos estaban en conversación, quiso ver entre los papeles de Trapaza qué era lo que estaba escribiendo, y buscándolo halló este romance, el cual leyó con alguna turbación:


    Amarilis, si contemplas
cuando el espejo consultas,
la gala de tu buen talle,
el primor de tu hermosura;
    si adviertes en tu cabello,
que tanta beldad ilustra,
lazos que prenden las almas,
flechas que hieren agudas;
    si reparas en tus ojos,
que son, con luces tan puras,
cárceles de libertades,
faroles que al sol deslumbran;
    si miras en tus mejillas
que para rendir se aúnan
roja púrpura nevada
y blanca nieve purpúrea;
    si atiendes en un clavel
(que es de perfeciones suma)
primor que hechiza elocuente,
beldad que aficiona muda;
    con más cierta confianza,
con fe más firme y segura
puedes perder en la ausencia
temores que te disgustan.
    Considera que a mi amor
fuertes lazos le vinculan
por elección que fue mía
más que por violencia tuya.
    Pecho que de veras ama
no le inquietan hermosuras,
que es su libertad muy poca
cuando la afición es mucha.
    ¿Cómo ofender a quien sabe
que la opinión más augusta
la facilidad la postra
y la fineza la encumbra?
    Firme en amar persevero,
no tus temores presuman
que solicito tu agrado
cuando te forjo la injuria.
    Si ausencia, crisol de los amantes,
su misma opinión perturba,
aquel que lo cierto pierde
por lo dudoso, ¿qué busca?
    Ley de mi amor es amarte;
si la observo en mi Instituta,
¿cómo romperá esta ley
el mismo que la promulga?
    Cesen tus temores vanos,
huyan de tu pecho, huyan;
no legítima afición
la intentes hacer espúrea.
    Cuando el veloz pensamiento
continuamente se ocupa
en contemplar tu beldad,
ocasión de mi ventura.
    Si la memoria se acuerda
joven siempre, no caduca,
de glorias que ausente pierdo
entre penas importunas;
    si los suspiros volantes
las vagas regiones cruzan,
sintiendo dichas pasadas
que las contemplan futuras,
    ni recelos te inquieten,
ni pesares te confundan,
ni sospechas te persuadan,
ni celos te den angustias;
    que aunque amante soy esclavo
desa beldad sin segunda,
para venerarla siempre
y para olvidarla nunca.

Con grandísima atención leyó Estefanía el enamorado romance de Trapaza, dejándola abrasada en celos, y púsose con esta pena a discurrir quién sería la ausente dama que le dio motivo a escribirla aquel romance. Volvióle a leer, y como el nombre de Amarilis corresponde al de María y sabía ella que esta dama estaba en Alcalá y cuán aficionada le estaba a Trapaza desde que le vio en el Prado, confirmó que ella era sin duda la que le tenía enamorado. Sin esto, echó de ver que el romance la aseguraba de sus recelos, y esto era señal de haberle avisado; y considerando que habría precedido carta della, buscó entre los demás papeles que había en el bufete si hallaría la tal carta. No estaba muy dificultosa de hallar, porque el mismo Trapaza la había sacado para escribir el romance y la tenía debajo del borrador, y en ella leyó estas razones:

«Dueño mío, la priesa del portador no me dejó ser tan larga como quisiera; lo que os digo es que me trata mal esta ausencia, pues sin tu vista todos los divertimientos son penas y los gustos pesares. No pienso que me imitarás en esto, porque los hombres tienen los corazones muy anchos; y así, temo que en esta ausencia te consueles con otra hermosura; mas aunque en ella me exceda, no lo hará en amor. De hoy, jueves, en ocho días estaré en esa Corte; el viernes acudirás a casa de doña Eufrasia, donde nos veremos, que hasta entonces viviré tan recelosa como soy amante. El cielo te me guarde para mi esposo.

De Alcalá, hoy jueves.

Tuya siempre».

Con esta carta acabó de confirmar Estefanía ser doña María la dama que amaba Trapaza, admirándose mucho de ver cuán adelante estaban estos amores, porque conocía bien a la doña Eufrasia, cuya casa era receptáculo de aficiones, y en ella se había visto más de dos veces.

Sintió mucho que doña María le hubiese salteado el galán, y desde entonces toda cuanta afición le tenía se le convirtió en odio, aborreciéndole, que ya se le hacía cada instante siglos de años por volver a su casa.

Procuró Trapaza concluir con don Álvaro para que se fuese de allí; y así le dijo que le aguardase en una casa de juego, que luego acudía a ella, porque por entonces tenía cierta ocupación; hízolo don Álvaro y despejó la sala, dando lugar a que Trapaza se volviese a ver con Estefanía, la cual, por entonces, quiso disimular su enojo y hacer otra prueba del galán, que fue decir:

-Fernando mío, ¿cuándo este amor ha de tener el último vínculo de su seguridad con el santo himeneo? No estorban tus pretensiones el que nos casemos, pues lo que tú pretendes, que es oficio de asiento, no le negarán porque te cases, aun si volvieras a África a verte con los moros, creyera que dudaran darte cargo en la guerra, dejando en España mujer moza. Acaba ya con estas largas, y vea yo cumplidos mis deseos.

Con linda cosa le convidaba Estefanía a Trapaza, que era con matrimonio, cuando él trataba el suyo con su querida doña María; y así, no haciéndole buena cara a la pregunta, la dio por excusa de no lo hacer luego por estar su pretensión muy cerca de tener buen suceso, saliendo con el cargo que pretendía y que, así, la daba la palabra de que luego que saliese, casarse con ella.

Con esto la despidió, y ella, tomando el coche, no quiso volver luego en él a su posada sino irse a casa del secretario de Portugal, adonde hizo preguntarle que en qué estado estaba la pretensión de don Vasco Mascareñas, caballero portugués.

Diose este recaudo al secretario, y él, estrañando el nombre, la envió a decir que tal caballero no pretendía nada en el Consejo de Portugal. Con esto que oyó Estefanía, quiso ella saber de la boca del secretario esto para informarse de raíz, y viéndose con él le dio las señas del caballero, así de su presencia como de su hábito. Ratificóse en lo que había dicho, conque la viuda se fue sospechosa de que todo cuanto Trapaza la dijo era embuste, y como ya le conocía de atrás, fue fácil el persuadirse que la engañaba.

Con esto se fue a su posada y aguardó con harta pena el día que los dos amantes tenían concertado el verse en casa de doña Eufrasia. Llegó el plazo, que viviendo todo se acerca, y haciendo espiar a Trapaza por una parte y por otra a la dama, supo estar ya juntos en casa de la anciana, tercera de sus amores. Fue allá en una silla y aguardó que el escudero de la vieja saliese, y, sin aguardar a que la puerta la cerrase una criada, se entró en el cuarto, donde halló a Trapaza sentado en la almohada de un estrado y en otra a doña María, muy gustosos y conformes. Lo que hizo fue no más de descubrirse y decir al galán:

-Mucho me huelgo, señor mío, que con esta visita cesen vuestras melancolías; yo llevo della el desengaño bastante para conocer la falsedad de los hombres y el doblez de las amigas.

Con esto les volvió las espaldas, dejándoles no poco disgustados con lo que hizo, y a Trapaza con mucho cuidado de que su enojo no descubriese quién era y se diese con toda la pretensión y martelo en el suelo.

Aseguróle doña Eufrasia que ella apaciguaría la cólera de doña Andrea, que esto era para con ellas, aunque la acción declaró que Trapaza era cosa suya. Lo que confesó fue que antes de conocer a doña María la servía, pero que no había cosa entre los dos para estar con raíces este amor.

Estuviéronse allí hasta la tarde comiendo Trapaza con ellas, y más valiera que no, porque Estefanía, con la cólera de celosa y con la envidia que de doña María tuvo de que la sirviese su galán, se fue a verse con los consejeros del Real Consejo de Portugal y les dijo cómo un embustero engañador, con fingirse caballero, se había atrevido a hurtar el apellido de los Mascareñas de Portugal y a ponerse un hábito de Christus; dijo dónde estaba y también su posada. Enviaron allá un alguacil, el cual le halló en la misma visita y le prendió, diciéndole la causa por que le prendía, conque le vieron mudado de semblante, indicio de su culpa.

Pareció luego ante el presidente de aquel Real Consejo, y por las preguntas que le hizo, vio ni ser caballero ni traer legítimamente como tal aquel hábito. Amenazóle con tormento si no confesaba lo que le preguntaba, y él, temiendo ser jinete de un potro nunca domado, dijo todo su embuste y ficción. Lleváronle a la cárcel, embargáronle cuanto tenía, y, sustanciado el proceso dentro de quince días, fue condenado a doscientos azotes y seis años de galeras.

Hubo algunos intercesores para que los azotes no se le diesen, no porque no los merecía, sino por no ver por las calles, desnudo y a caballo en una humilde cabalgadura, a quien había andádolo en un caballo al lado de muchos caballeros bien nacidos.

Notificósele la sentencia, consintió en ella, fue rapado a fuer de bogavante galeote y puesto en el rancho de los tales.

Sintió doña María haber sido engañada de un buen talle y un hábito fingido, y corrida, se volvió a Alcalá; consolábala el no haber pasado de los límites desta materia su amor.

Estefanía se arrepintió de haber sido la causa del mal de Trapaza, ya que no tenía remedio: tan repentina es la cólera de una mujer fundada en celos que es comparada a la pólvora, presta en hacer daño.

Nuestro infelice Trapaza, con los azotes menos, salió en la cadena de los galeotes a Toledo, y de allí a Sevilla y Puerta de Santa María, donde estaban las galeras de España juntas; en una dellas entró a servir a Su Majestad nuestro Trapaza, sin sueldo.

Los sucesos de su vida se remiten a la segunda parte, que se intitulará La hija de Trapaza y polilla de la Corte, que saldrá presto con los Divertimientos alegres en torres de Zaragoza, libros de entretenimiento y gusto, esforzándose su autor en darle, si este libro se le recibe bien.




 
 
LAUS DEO
 
 


Alabado sea el Santísimo Sacramento y la Purísima Concepción de Nuestra Señora, concebida sin pecado original.

Todo debajo la corrección de la Santa Madre Iglesia.

Alonso de Castillo Solórzano



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