Bien le había favorecido la suerte a Trapaza si él supiera usar bien después de haber adquirido mal; mas su depravada inclinación, dirigida a engañar siempre, no le inclinara a seguirla, no hallándose sin hacer embustes y enredos, cosa con que vienen los hombres a perecer después y a ser escarmiento de otros.
Hallábase nuestro Trapaza con dineros muchos, no conocido en Madrid; y así le pareció con la moneda que tenía entablarse con mayor esfera.
Lo primero que hizo fue salir de embozo a la calle Mayor y comprar en casa de un bordador media docena de hábitos de Cristo y ponerlos en tres vestidos que tenía, uno negro y dos de color. Mudó de posada, yéndose a los barrios de Lavapiés, adonde dijo al huésped que él era un caballero portugués recién venido de la India de Portugal, a quien dos jornadas antes de llegar a la Corte habían hecho un hurto dos criados suyos, llevándole más de mil escudos en joyas y dineros, conque le habían dejado solo, y que así quería recibir otros dos, uno de espada y un muchacho para paje; que si tenía algún conocido que le sirviese, le recibiría como le diese fianzas bastantes de fidelidad.
El huésped, que deseaba dar gusto siempre a los que venían a su casa, pues con eso la acreditaba para que no le faltase gente en ella, le ofreció buscarle dos criados a propósito de cómo los pedía; y así los trajo estotro día, con las fianzas necesarias para que Trapaza estuviese seguro de que no le faltaría nada de su hacienda.
Fundó el hacerse portugués Trapaza en saber bien la lengua portuguesa por haber comunicado mucho con un estudiante de aquella nación en Salamanca; y así, de propósito, hablando castellano tenía acentos de portugués, que parecía haber nacido en Lisboa. Lo primero que hizo fue vestirse muy al uso de la Corte, sin afectar como figura los trajes, sino muy ajustado a lo de Palacio. Procuró tener un macho en que andar, con muy buen aderezo; y con esto fue necesario tener otra boca más, que fue un lacayo, para que cuidase así del macho como de un caballo que después compró para salir en él al Prado y a la calle Mayor, en tanto que tenía amigos que le llevasen en sus coches.
En cuanto a mostrar gravedad y tenerse en estima, no fue necesario instruciones para ello, porque él sabía bien fingir lo caballeroso, y con los ejemplares que tenía se habilitaba más.
Comenzó a acudir a la comedia, a las casas de juego, donde presto vino a tener amigos, y más ofreciendo dineros para jugar, cosa con que presto cegamos las voluntades. Anduvo siempre en aviso en no acudir adonde había caballeros portugueses, que, como era fuerza ser notado por el hábito de Cristo, quitósele de la capa y ropilla, andando en éste muy al uso (aunque ya lo ha remediado su Consejo de órdenes); desta suerte se ocultaba más de los caballeros portugueses.
Un día, que fue de los célebres de Madrid, por ser de San Blas, a cuya ermita, que está fuera de sus muros, acude todo lo noble y plebeyo de la Corte y es de los más festivos della, salió nuestro Trapaza a caballo, acompañado de otro caballero mozo del hábito de Santiago.
Olvídaseme de decir que Trapaza se puso antojos por disimular mejor el ser conocido en Madrid. Pues, como los dos hubiesen dado muchas vueltas a aquel campo de la ermita, que se ocupa de varias gentes, y en él gozasen ya de las meriendas, ya de los bailes, ya de las damas, donde muestran lucidas galas aquel día, pasaron cerca de un coche donde iban cuatro damas de grande hermosura y, con ellas, una viuda moza, que les hacía la ventaja que el sol suele a las lucientes estrellas.
Diole a Trapaza deseo de volver por allí porque la viuda le pareció bien y porque le dio el aire de haber visto aquella cara otra vez; y así rogó al compañero que tornasen a encontrarse con el coche. No fue dificultoso de acabar con él, porque también le había aficionado una bizarra dama de las cuatro, que iba al estribo del coche por aquella parte donde pasaron.
Vueltos a dejarse ver de las damas, el caballero procuró trabar conversación con la señora que iba al estribo; y como en Madrid está tan en su punto el despejo y el estar recibido hablar en los coches cuando no hay recelo de quien lo pueda impidir, fue fácil de hallar lo que pretendía. Trapaza se puso al otro lado, adonde caía la viuda, que iba en la popa, como convidada de la señora del coche, y, por ir el estribo vacío, fuele fácil de tener plática con ella.
Admiróse Trapaza en llegando a ver la viuda más de cerca, porque le pareció ver el rostro de Estefanía, aquella moza que sacó de Salamanca y le dejó a la entrada de Córdoba. Veíala llamar doña Andrea de las demás, y que estaba en aquel hábito de viuda, si bien con tanto aliño y cuidado que no hacía falta el moño ni tampoco los adornos de las galas, porque ya que no los llevase en el vestido, que era de una sedilla lustrosa, las muchas sortijas de las manos y lo oculto, era para competir con la más bizarra, porque en enaguas y manteo llevaba más gala que la más compuesta dama de Corte; dieron, pues, lugar a conversación.
Don Álvaro, que así se llamaba el del hábito de Santiago, quiso la plática singular, por estar aficionado a aquella dama; Trapaza la hubo de tener general con todas, no dejando menos admirada a la viuda, que dudaba si era Hernando Trapaza, su primer amor, porque le veía tan bizarro, con un hábito de Cristo en una venera de diamantes, ir acompañando a otro caballero con otro hábito. La habla le aseguraba ser Trapaza, y la insignia y traer antojos le desvanecía la presunción de tenerle por él. Esto mismo pasaba por el fingido don Vasco de Mascareñas, el cual, por si era Estefanía la que pensaba, procuró hablar, como que era descuido, algo portugués en los agudos dichos que decía, conque le cayó a una de aquellas damas en gracia, de modo que se le inclinó, y desto dio demostraciones de querer hablar a solas con él.
Siempre quiso bien Estefanía a Trapaza, y si se vino de su compañía fue por ver que la desestimó en poner las manos en ella en presencia de otros, y aquel enojo la obligó a ejecutar lo que después sintió haber hecho. No sentía menos ahora que aquella dama manifestase en sus acciones parecerle bien aquel fingido caballero que a ella la enamoraba, por parecerse a quien tanto había querido, y también de su parte procuraba meterse en toda la plática sin dejar hacer baza a la aficionada dama, la cual era doncella y hija de un hidalgo honrado de la Montaña, que poco había saliera con un gran pleito en Madrid y tenía para su hija más de treinta mil escudos que la dar, sin los que había de heredar después de sus días. No llegó a saber esto Trapaza, porque había puesto sus ojos en la viuda, no perdiendo la sospecha de que era Estefanía, pues lo aseguraban su donaire y sus acciones.
Entretuvieron la tarde los dos amigos con las damas, de manera que cerrando la noche, con acompañarlas supieron las posadas de todas. La viuda y la que el otro caballero hablaba eran vecinas de una casa, y las otras, cerca dellas tenían las suyas.
Al despedirse los dos, don Álvaro tuvo licencia de la dama con quien hablaba, que era casada, para visitarla otro día. Trapaza pidiósela a su viuda, de quien fue fácil el alcanzarla, porque deseaba sumamente salir de aquella sospecha y saber quién era aquel caballero que tanto se parecía a su Hernando Trapaza.
Llegóse el otro día la hora de la visita, y juntos, los dos amigos se fueron en casa de las damas, acompañados de sus criados. Bien pensaron que las hallarían juntas, pero no fue así, porque entrando los dos en el cuarto de doña Teodora, que así se llamaba la dama casada, después de haberles ella recibido con mucho agrado, dijo a Trapaza:
-Señor don Vasco, mi amiga doña Andrea me avisó que en viniendo aquí, os suplicase de su parte que la visita se la fuésedes a hacer a su cuarto, adonde os espera. No perdáis aquí tiempo, que visita de tal dama, y más aplazada a solas, será justo de gozarla.
Con esto se despidió de doña Teodora, diciéndole que él iba muy contento, porque la comodidad que le pedía su deseo se la dejaba con ausentarse, dejándolos solos. Así se fue al cuarto de la viuda, a la cual halló en su estrado.
Estaba en una cuadra colgada de tapices pardos de bordaje, adorno de casa de viudas, un estrado de veinte y cuatro almohadas de terciopelo negro, que estaban sobre una alhombra de buen tamaño, blanca, parda y negra; a los lados, dos bufetillos de ébano y marfil, muy curiosos, y en el que la viuda tenía a su lado estaba un pequeño contador de las mismas maderas. A un lado estaba una criada con medias tocas de viuda, de buena persona.
Recibió la viuda al esperado galán con muestras de mucho gusto. Preguntáronse por sus saludes y después fueron entablando su conversación con tratar de la fiesta pasada. Quiso la viuda saber el pecho del galán, y así le dijo:
-Señor don Vasco, que no entendimos tener tan buena tarde ayer, y que el remate della fue quien nos dejó muy deseosas de ocupar otras así, si lo permitiese la soledad; pero en Madrid es dificultoso. Y esto os dijera mejor una dama de las que venían conmigo, que después que os ausentasteis, todo fue exagerar en vos vuestra cortesía, vuestro talle, vuestra agudeza de entendimiento, partes por que debéis dar muchas gracias a Dios, que os adornó dellas para enamorar a las damas, como lo quedó aquélla, según colegimos de la pasión con que os alabó, aunque confieso que quedó corta para lo mucho que se debe decir.
-No sé con qué palabras -dijo Trapaza- estime y agradezca tan colmados favores, viniendo sobrados a mis merecimientos; pero sé os decir que si me conociese el pensamiento, no ponderara de mí lo que oísteis a esa dama, por deberme menos inclinaciones de cuantas iban en el coche.
-Eso es pagar con ingratitud -dijo la viuda-, pues sus conocidos afectos, aun a uno de muy corta vista, pudieran ser intérpretes de su afición.
-Yo advertí poco en ellos -dijo Trapaza.
-¿Pues qué fue la causa? -replicó ella.
-El tener más atención a otra que a esa dama, en quien me holgarla hallar ese agasajo que significáis de esa señora -dijo él.
-¿Y no podré saber quién es? -dijo ella.
Reparó en la presencia de la criada Trapaza, y la viuda, conociéndolo, la mandó que los dejase a solas. Hízolo con una grande reverencia, y viendo la ocasión Trapaza, prosiguió diciendo a la dama:
-Quien mis ojos dirigieron la inclinación sois vos, así por la parte de hermosura y entendimiento que en vos descubrí, como por pareceros a una dama a quien yo quise mucho.
Esto deseaba saber la viuda, y así le dijo:
-De manera, señor mío, que si algún favor me habéis hecho ha sido en conmemoración de la que estimasteis, por la similitud; pues no me habéis obligado en nada, que con ese recuerdo diérades más estimación a esa inclinación, y así fuera bueno haberlo callado, conque me obligárades más. Con todo, os agradezco el favor; pero no tenéis buen gusto en dejar lo más por lo menos, aunque muchas elecciones de amor no se fundan en razón.
-Aquí no milita esa regla -dijo Trapaza-, y así yo la he hecho de lo que pidía mi gusto, conociendo cuán bien le empleo, pues hallo que no le aventaja al objeto de mi afición otro alguno.
-Bésoos las manos por eso -dijo ella-; pero, porque quedemos iguales, os quiero decir que también me habéis consolado con vuestra presencia, porque os parecéis notablemente a un caballero a quien yo quise mucho; y así, os quiero preguntar si habéis tenido algún hermano de vuestra tierra en Salamanca.
Quiso declararse tanto Estefanía para dar pie a Trapaza que, si era él, se declarase, y así la dijo:
-Un hermano mío fue allí a estudiar, que se llamaba Fernando, y cuando le llevé a aquella insigne Universidad, fue allí donde yo conocí esta dama a quien vos os parecéis tanto.
-Declarémonos más -dijo ella- señor don Fernando.
-Sea en buena hora, señora Estefanía -replicó Trapaza-; que tanto me admiro de veros cuanto vos lo estaréis de mí en el estado en que veis.
Levántose Estefanía del estrado y él de la silla, y con dos abrazos muy apretados que se dieron confirmaron haberse conocido. Con esto, pues, se tornaron a sentar, y muy de espacio se dio cuenta el uno al otro de sus vidas.
Estefanía comenzó primero la suya, siendo su principio la acción de haberle dejado por el mal tratamiento que la hizo, cosa que ella refirió con vergüenza por estar a los ojos de quien vio aquella ingratitud. En efecto, ella dijo que fue persuadida de Varguillas para hacer aquella fuga. Claro estaba: alguna disculpa había de dar, y más estando Varguillas ausente, a quien hizo cargo de su huida.
Dijo, pues, que en su compañía había llegado a Madrid, donde la primera casa en que quiso entrar a servir fue en la de un cajero de un rico genovés, adonde procuró dar gusto a sus señores, de modo que por hacerle lisonja el cajero a su dueño, viéndole falto de una criada para el gobierno de su casa, le dio a Estefanía. Allí mejoró de dicha, porque todos la querían y estimaban.
Murió la mujer del genovés, por lo cual le fue forzoso a él, de allí a dos meses, ir a Génova a hacer ciertas comparticiones con un paisano que había quebrado su crédito y le quedaban debiendo algunas personas cantidad de ducados. Llevóse a Varguillas a Génova a intercesión de Estefanía, que por hacerle bien, había dicho ser su hermano. Allá estuvo medio año, en el cual tiempo Vargas se pasó al estado de Milán a servir al rey y el genovés volvió a Madrid. Halló a Estefanía en casa de una deuda suya, donde la había dejado, muy dama, y parecióle tan bien que trató de enamorarla; mas ella supo hacer su negocio de modo que, dándose a estimar, no quiso oírle palabra alguna de afición sin que se la diese primero de esposo.
Estaba el genovés amartelado, que, cuando el amor se apodera de canas, es dificultoso el poderse echar dellas. Como se vio desdeñado de la moza, con la resolución de que, si no la daba palabra de marido, no le había de oír por ninguna veía y que no se cansase. Y así él se resolvió con sesenta y ocho años a juntarlos a veinte y seis que tenía Estefanía; y así se casó con ella con mucho contento, sabiendo ella muy bien disimular la falta con que la había de hallar para pasar por mujer honrada.
Vivió muy gustosa con el anciano genovés, estimada, regalada y querida dél; mas como el casarse es para mozos, habiéndolo de ser en el consorcio, este viejo, trocando los frenos a las edades con la hermosura de Estefanía al lado, olvidóse de las muchas navidades que tenía y, sacando esfuerzos de su flaqueza, quiso mostrarse más alentado que pedían sus años; y así, dentro de seis meses, dio consigo en la sepultura, no olvidándose de su querida esposa en el último trance de su vida, pues de lo que pudo la hizo heredera.
No le faltaron contradiciones a la herencia, porque como el genovés tenía trato de compañía sobre ajustar unas cuentas con Su Majestad en unos asientos que había hecho, le embargaron toda su hacienda hasta dar las cuentas.
Tomóselas persona que oyó con atención los ruegos de la señora doña Estefanía, y quiso hacerla todo buen pasaje. Si fue caridad o segunda intención, no nos toca el juzgarlo; lo que resultó fue que las cuentas se acabaron, y, pagado el alcance de lo que le tocaba al difunto por su parte, quedó Estefanía señora de más de quince mil ducados en muy lindos juros, joyas y menaje de casa; menos mal, pues esta hacienda la ayudó a enjugar las lágrimas de la pérdida del viejo, con esperanza de hallar otro; y así, pasado el año de viudez, se ostentó con aligerado luto a fuer de las medio viudas del siglo, y campaba con esto por la Corte, no perdiendo comedia, calle Mayor, Prado y cualquiera pública fiesta que se hiciese.
Esta relación le hizo a nuestro Trapaza Estefanía, dejándole no poco gusto de verla tan de buena dicha. Quiso darle cuenta de la suya, y como era tan pronto en mentir, la dijo que luego que se ausentó dél, se había partido despechado a Sevilla buscándola, y que como no la hallase en aquella gran ciudad, se determinó irse a Lisboa, adonde le fue la suerte tan favorable que, habiendo librado a un caballero de aquella ciudad, de lo más noble della, de que no le matasen sus enemigos, agradecido desto, le tuvo en su casa por camarada suya y de allí se le llevó a Tánger, donde en aquel presidio aprobó tan bien en las ocasiones que se ofrecieron con los moros de África, que ganó mucha opinión, y por consejo deste caballero (que se llamaba don Jorge Mascareñas), mudó el nombre de Hernando en don Vasco Mascareñas, gustando el caballero que se honrase con su apellido, y que éste había dado tanto en favorecerle que, por sus servicios, le pidió un hábito en Consejo de Portugal, el cual traía en el pecho.
Díjola cómo don Jorge había muerto en África y le había dejado tres mil ducados y heredero de sus servicios, con lo cual se había venido a la Corte a pretender un oficio para la India de Portugal.
Aunque Estefanía tenía buen entendimiento y conocía a Trapaza, no discurriendo sobre esto del hábito como poco versada en saber que no se podían hacer bien las informaciones de quien había tomado nombre supuesto, pasó por todo y creyó a Trapaza cuanto le dijo, esforzando a esto el ver que por ella había pasado otra tanta dicha, con que se hallaba señora de muy buena hacienda.
Diéronse uno a otro los parabienes de sus buenas fortunas, y quedó asentada amistad entre los dos. Bien quisiera Estefanía que fuera con pretexto de casamiento, pero Trapaza le desvaneció este propósito, dando salida a esto: hasta ver en qué paraban sus pretensiones no podía disponer de sí, pero que le aseguraba que no sería otra su esposa sino ella. Esto hizo por informarse de secreto si Estefanía tenía algún empleo, que al verla tan bizarra y tan alhajada, aunque en traje viudo, le dio recelos desto; y aunque pícaro en las costumbres de mentir, engañar y ser fullero, quiso que, caso que se emplease en Estefanía, por veía de consorcio, no tuviese martelo, porque después no le obligase a venganzas si hallase fantasmas en casa, cuerda resolución de quien se opone a marido y que la debían mirar todos, con que después se excusaran muchas desdichas, que por mal informados y poco advertidos suceden.
Salió de aquella visita Trapaza muy amigo con Estefanía, habiendo concertado el verse muy a menudo, que la viuda quedó muy pagada de su don Vasco, y con lo pasado había poco que conquistar. Bajó Trapaza donde estaba su amigo, a quien halló bien entretenido. Con su venida se acabó la conversación, no llevando menores esperanzas de comunicarse que Trapaza, conque los dos comunicaron, después de despedidos de la dama, en el paraje que se hallaron. Mintióle Trapaza el antiguo conocimiento de Estefanía, dándole a entender que desde aquel día comenzaba la conquista de aquella dama. Conformáronse en venir juntos a visitarlas, y con esto cada uno se dividió, yéndose a su posada.
Estefanía y su vecina se vieron aquella noche, y también trataron de sus galanes, huyendo Estefanía de darle cuenta de su antiguo empleo, como lo hizo Trapaza con don Álvaro; concertaron de sus salidas a solas para verse con ellos y de sus venidas a su casa a las horas que menos nota diesen.
Finalmente, estos dos empleos se hicieron, habiendo precedido muchas finezas de ambos galanes, que, por desmentir el antiguo conocimiento, quiso Estefanía que se hiciese con ella lo que don Álvaro con su amiga, por lo cual pasó Trapaza con mucho gusto, teniendo dispuesto entre él y su viuda de casarse para adelante, porque en dos meses que duraba la frecuencia de verse, ese tiempo se hallaba Estefanía con sospechas de preñada, por lo cual le instaba cada día que se hiciese el consorcio.
Una de las cosas que se lo estorbaban a Trapaza era haberse puesto en astillero de tan gran caballero en Madrid, huyendo no poco de verse donde estuviesen portugueses; porque, como la Corte es grande, érale fácil excusar las ocasiones de encontrarlos, por obiar el que se quisiesen informar de su persona, de quien había de dar mala relación si le preguntaban cosas de África.
En este tiempo que Trapaza era absoluto dueño de su Estefanía, y ella estaba muy contenta con su empleo, sucedió que aquella dama que hallaron en el coche, cuando las encontraron el día de San Blas, y se apasionó por Trapaza, habiendo estado ausente, volvió a la Corte. Pues como comunicase a sus amigas, en dos ocasiones de fiesta que tuvieron en sus casas, sucedió hallarse en ellas Trapaza y don Álvaro, no porque presumiesen de su estada allí alguna cosa de sus amistades, sino dando a entender que aquel era sólo conocimiento. Estuvo, pues, en las dos ocasiones nuestro Trapaza tan sazonado y donairoso que la recién venida dama (cuyo nombre era doña María) volvió a aficionarse dél, dándoselo a entender con los ojos, a hurto de las amigas. Tenía linda cara, haciendo grande ventaja a todas en hermosura.
Diose por entendido Trapaza, y también huyendo de los ojos de su Estefanía, le mostró con los suyos que deseara verse favorecido.
Salió de allí, informóse con fundamento de quién era la dama; supo lo que está dicho della y que tenía dote para apetecerle un título, con lo cual quiso comenzar esta empresa con todo secreto.
Antes de dar el primer paso en ella, un día que estaba a solas en su posada, y era día que llovía mucho, paró un coche a la puerta della; y habiendo un hombre anciano que en él venía, preguntado por él y díchole que estaba en su cuarto, subió allá, halló a nuestro fingido caballero entreteniéndose con un laúd, instrumento que tocaba diestramente, a quien arrimaba su poco de bajete con buena gracia.
Estúvole el anciano escuchando un poco, muy pagado de su voz, y habiendo acabado de cantar una letra, avisó al paje le dijese cómo estaba allí. Hízolo, y mandóle Trapaza entrar. Luego que se vio en su presencia, le puso un papel en las manos, el cual abierto decía así:
Papel de doña María a don Vasco
«Para cierta cosa que tengo que comunicar con vos, señor don Vasco, me importa que os vengáis en ese coche, donde el portador désta os guiare, asegurándoos que quien esto hace no os desea sino todo bien, porque de que le tengáis pende su gusto. El cielo os guarde.
Una servidora vuestra».
Muy descuidado Trapaza de que fuese doña María la que le escribió, se puso en el coche, pensando en el camino quien podría ser la dama del papel, y en cuantos discursos hacía no daba en lo cierto. Pasaron calles, y de unas en otras vinieron a dar en la del León, donde en una casa, a la malicia hecha paró el coche; apeáronse dél Trapaza y el escudero, y entrando en la primera sala, hallaron en ella una mujer anciana sentada en un estrado negro, por quien mostraba tener el estado de viuda. Levantóse para recibir a Trapaza, y él la saludó cortésmente, tomó asiento, y habiéndose preguntado por sus saludes, dijo la anciana desta suerte:
-Yo he sido, señor don Vasco, quien os ha escrito el papel que poco ha habéis recibido, consiguiendo con vuestra venida el intento de haber venido aquí; gracias que doy a vuestra cortesía, pues en esto habéis andado tan puntual, cosa que me da premisas lo seréis más en lo que os tengo de proponer. Una dama, amiga y señora mía, me mandó os diese este aviso: quiere que yo sepa en su nombre quién sois, vuestra patria y a qué asistís en esta Corte, reservando otra que os tengo de hacer para cuando esté satisfecha desto.
Admiróse Trapaza del modo con que vino allí para saber su origen, y aunque pudo temer por lo pasado no se le hiciese algún pesar, en esta ocasión se animó a responder en orden a la quimera que había fabricado de su calidad. Y así la dijo desta suerte:
-Digo, señora mía, que satisfagáis a esa dama con decirla que yo me llamo don Vasco Mascareñas, apellido bien conocido en Portugal por noble; mi patria es Lisboa, mi profesión ser soldado; y así, por mis servicios hechos en África, pretendo que Su Majestad me dé un gobierno en la India de Portugal para volverme luego. Esto es todo lo que en las preguntas que me habéis hecho puedo informaros de mí.
-Ahora resta -dijo la anciana- que me digáis si tenéis en esta Corte algún empleo de amor, que caballero de vuestras partes, tan galán y discreto, no es posible que no esté bien ocupado.
-Prométoos -dijo Trapaza- que me han dado tan poco lugar mis ocupaciones que no he atendido a esto, conociendo de mí que cuando lo emprendiera no había de hallar cosa conforme a mi deseo, y así he vivido libremente.
-Siendo verdad lo que me aseguráis -dijo ella-, como lo creo de vuestro honrado término, os quiero decir que si sabéis agradar a quien se os muestra inclinada, que es esta dama, podréis con su empleo dejar de solicitar otras, porque ella es señora de un mayorazgo razonable, y que su padre tiene para ella sola sin otros muchos ducados de bienes libres. Esta señora os ha estado oyendo cuanto me habéis dicho detrás de aquella cortina que cubre aquella entrada de la alcoba.
A este tiempo salió la hermosa doña María, muy bizarra, con algunos colores en el rostro, que la vergüenza le acrecentó, para que diesen realce a su hermosura.
Levantóse Trapaza y, con rostro alegre, la recibió; ocupó una almohada del estrado, y volviendo la anciana a referir en su presencia las preguntas y Trapaza las respuestas, quedó asentado entre los dos que allí se hablasen ciertos días, prometiendo Trapaza de ser un fino enamorado suyo, porque aquella acción le dejó obligadísimo.
Encargóle el secreto de todo doña María, y, habiendo pasado la tarde en varias cosas de gusto, se hizo hora de volverse doña María a su casa, con no poco sentimiento suyo, porque le quería bien; y Trapaza quedó tan obligado a la fineza suya que desde aquel día comenzó a olvidar a Estefanía en cuanto a quererla bien; mas en cuanto a comunicar con ella, por razón de estado, lo conservó hasta que se descubrió este empleo como adelante se dirá. Con saber Trapaza que su dama era amiga de aquella señora anciana, no había día que no la viese.
Acudían a su casa otros caballeros mozos, y la causa era que esta señora era algebrista de voluntades y zurcidora de amores, cosa que corre en los grandes lugares como la Corte y de que deben andar advertidos los casados, pues de un enemigo encubierto con máscara de amistad es de quien se debe más guardar el honor.
Con este trato que usaba esta anciana señora era regalada, servida, festejada de todos sus parroquianos. Pues como un día acudiesen Trapaza, su amigo don Álvaro y otros cuatro caballeros a visitar la anciana, ella les dijo:
-Señores míos, una hermana mía, monja de Pinto, me ha enviado unos curiosos lienzos que le haga rifar; tres docenas son y cosa necesaria para caballeros mozos que carecen de quien les haga ropa blanca. Aquí los tengo; vuesas mercedes me los han de rifar a como quisieren, porque mi hermana despache esta ropa blanca.
Todos dijeron que eran contentos de rifar los lienzos. Trujeron naipes y ganó la rifa don Álvaro; picóse un caballero andaluz de haberla él solo pagado, y quedándose con los naipes en las manos, sacó un bolsillo con más de doscientos doblones que derramó en la mesa, conque convidó a jugar unas pintas a los otros. Eran los más tahúres, y el oro les hizo cosquillas a la vista; conque se llegaron al bufete a jugar, y Trapaza entre ellos, el cual dijo a la anciana que sólo jugaba por darla barato.
Anduvo el juego vario, ya favoreciendo a unos y ya a otros, hasta que la dicha se arrimó a Trapaza tan de veras que en espacio de dos horas les ganó dos mil y quinientos escudos en moneda, sortijas y cadenas.
Dejaron el juego, y nuestro Trapaza dio treinta escudos de barato a la señora del repentino garito, y doscientos que diese a su dama en su nombre; sin esto contentó a las criadas y al escudero de la casa, conque cobró fama de liberalísimo caballero.
Estaba haciendo papel de mirón un estudiante que vino allí en busca del caballero andaluz, a quien Trapaza dio cuatro doblones de barato, dejándole muy aficionado a su persona. Presto vio el efecto desto, porque esotro día este mismo estudiante a las ocho de la mañana acudió a la posada de Trapaza y, sabiendo que aún no había despertado, aguardó más de una hora entreteniéndose con los criados. Fueron llamados a las nueve de Trapaza para que le diesen de vestir; dijéronle cómo aquel estudiante le buscaba y había más de una hora que le estaba esperando para hablarle. Mandóle entrar Trapaza, bien ignorante de lo que podía querer; entró, pues, dándole los buenos días y preguntándole por su salud y habiendo sabido dél que la gozaba buena, hizo el licenciado su plática desta suerte:
-Señor don Fernando, habiendo yo nacido hijo segundo en la casa de mis padres, que está en la villa de Yepes, fue fuerza pasar con unos pobres alimentos que me daba mi hermano mayor, tan cortos que no pude estudiar con ellos más de tres años en Salamanca. Visto esto, determinéme venir a esta Corte con ánimo de procurar entrar en servicio del primero obispo que saliese electo para Indias. Con este presupuesto llegué aquí donde paso bien pobremente, que si no fuese por algunos caritativos caballeros que me conocen y me dan su mesa, no sé qué fuera de mí. En este tiempo me he valido de mi ingenio, porque soy inclinado a la poesía: he escrito algunas comedias que se me han representado con aplauso de los oyentes, que no es poco cuando el poder de los mayores ingenios que lucen en esta Corte tratan de que no haya más número de poetas cómicos porque estimen sus obras; y así se valen de la crueldad de la plebe. Pues, no está en más que su voluntad parecer bien las cosas del tablado o que la destierren a silbos dél. Yo, habiendo pasado por algunos lances déstos, he mudado rumbo mi ingenio, y así me doy a escribir libros; he impreso algunos en prosa y otros en verso, y ahora, habiendo acabado uno que intitulo Los mal intencionados destos tiempos, juguete cortesano y obra de divertimiento, me ha parecido ofrecerle a vuesa merced para que me la patrocine. Dígnese vuesa merced de aceptar su dirección, premiando esta voluntad de hacerle este servicio, para que mi buena elección tenga en esto el premio que se espera.
Con esto sacó el libro, que si bien estaba manuscrito, la encuadernación dél era curiosa.
No se había visto nuestro Trapaza en tales honras; y así, con esto echó de ver las obligaciones en que se ponían los caballeros, pues por serlo les ofrecían estos trabajos.
Estimó Trapaza el que se hubiese acordado dél antes que de otro; y así le remitió la respuesta de la aceptación del libro para el otro día, conque se despidió el licenciado dejándole el libro sobre la cama para que viese la dedicatoria dél y lo que más gustase. No se le sosegó el corazón a Trapaza hasta que vio el título del libro y fachada dél. Era el estudiante grande iluminador; y así de aguadas traía el principio del libro muy adornado de orlas brutescas. El título decía: «Los mal intencionados destos tiempos, compuesto por el licenciado Benito Díaz de Talamanca, dirigido al ilustre señor don Fernando Mascareñas, caballero del hábito de Christus», y debajo desto, las armas de los Mascareñas que él habría pedido a algún rey de armas.
Envanecióse Trapaza con la ofrenda y, como nuevo en esto, deseaba informarse de lo que debía hacer con el licenciado. Entró en esta ocasión don Álvaro, su amigo, con quien había concertado aguardarle en su posada, al cual le preguntó qué era lo que debía hacer con el que le ofrecía aquel libro. Lo que don Álvaro le dijo fue con estas razones:
-Cualquiera que escribe libros, para que se logran bien las direcciones dellos, lo primero que hace es poner los ojos en persona de partes, que sepa estimar y agradecer su ofrenda; y, haciendo su eleción, debe el escogido estimar el haber puesto en primer lugar que a otros y juntamente agradecer con dádivas aquel particular cuidado que tuvo con él. Esto os aconsejo que hagáis con el autor de esa obra, el cual ha andado prudente en haberos escogido antes a vos que a alguna comunidad, en quien se logran menos la estimación y el agradecimiento; y hablo desto con experiencia, pues de un escritor sé que después de haber acabado un libro con no poco desvelo y cuidado suyo, revolviendo papeles y escudriñando autores, le dirigió a una ciudad de las insignes de España, y cuando pensó que su trabajo tendría estimaciones y agradecimiento, le fue admitido; mas lo que resultó fue poco conocimiento de la obra y menos logro de su estudio, dictamen que tuvieron aquéllos a quienes tocaba el conservar la autoridad de su república, por parecerles que el ahorrar aquel donativo era el total desempeño suyo; conque recogió el autor su libro, proponiendo hacer empleo dél en otro.
Continuó Trapaza la correspondencia con doña María, y con las nuevas que de su liberalidad le daba la tercera destos amores le mostró querer con afecto. Sintió Estefanía esto y verle tan frío en su amor, pues dilataba el casarse con ella; y así quiso saber de raíz de qué procedía esto, andando de allí adelante con un poco de cuidado por saber adónde acudía.
En este tiempo se ofreció que el padre de doña María se la llevó a Alcalá de Henares para que allí la conociesen sus deudos y se holgase con ellos. Viéronse antes de la partida los dos amantes; hubo lágrimas en la dama, suspiros en el galán. Había de ser la ausencia por tiempo de quince días, que exageró Trapaza que se le había de hacer quince años; partió la dama, y él quedó sintiendo su partida tiernísimamente.
Acudió en el tiempo que duró esta ausencia a casa de Estefanía, mas tan melancólico que ella extrañaba esta mudanza. Algunas veces le preguntaba qué era lo que tenía, hallando en él esta novedad; mas Trapaza, suspirando, no sabía responderla, sino sólo decirla que padecía una grande aflición que le causaba aquella tristeza.
No era Estefanía tan lerda que no sospechase ser la causa algún nuevo accidente de afición que de pocos días a aquella parte tenía. Disimuló con él, procurando con su conversación divertirle y con sus donaires alegrarle, no obstante que la basca de los celos ya comenzaba a alborotarla el pecho.
Retiróse Trapaza por cuatro días de ver a Estefanía, no saliendo de su posada, ni enviando a criado alguno a saber de la viuda Estefanía, con lo cual ella, cuidadosa, pidió un coche prestado y en él fue a ver al galán. Llegó a tiempo que, subiendo a su cuarto sin avisarle, le halló escribiendo, cosa que la puso en recelo. No quiso averiguar a quién escribía, aunque conoció que eran versos. Él apartó la escribanía, y esforzándose más de lo que pedía su condición, la recibió con muestras de alegría, disculpándose de no la haber ido a ver por hallarse tan melancólico que verla con aquella tristeza más era afligirla que entretenerla. Mostró Estefanía pesarle de que su mal pasase adelante, y esto no lo fingía, que lo quería tiernamente.
Estuvieron en conversación los dos cosa de media hora, poco más, cuando al cabo deste tiempo entró un paje de Trapaza a decir que don Álvaro venía a verle. No quiso Trapaza que viese con él a Estefanía; y así la hizo retirar a la pieza en que tenía la cama, y él salió luego a verse con su amigo don Álvaro. Era allí donde Estefanía halló escribiendo a su galán, y por no estar ociosa mientras los dos amigos estaban en conversación, quiso ver entre los papeles de Trapaza qué era lo que estaba escribiendo, y buscándolo halló este romance, el cual leyó con alguna turbación:
Amarilis, si contemplas | |||
cuando el espejo consultas, | |||
la gala de tu buen talle, | |||
el primor de tu hermosura; | |||
si adviertes en tu cabello, | |||
que tanta beldad ilustra, | |||
lazos que prenden las almas, | |||
flechas que hieren agudas; | |||
si reparas en tus ojos, | |||
que son, con luces tan puras, | |||
cárceles de libertades, | |||
faroles que al sol deslumbran; | |||
si miras en tus mejillas | |||
que para rendir se aúnan | |||
roja púrpura nevada | |||
y blanca nieve purpúrea; | |||
si atiendes en un clavel | |||
(que es de perfeciones suma) | |||
primor que hechiza elocuente, | |||
beldad que aficiona muda; | |||
con más cierta confianza, | |||
con fe más firme y segura | |||
puedes perder en la ausencia | |||
temores que te disgustan. | |||
Considera que a mi amor | |||
fuertes lazos le vinculan | |||
por elección que fue mía | |||
más que por violencia tuya. | |||
Pecho que de veras ama | |||
no le inquietan hermosuras, | |||
que es su libertad muy poca | |||
cuando la afición es mucha. | |||
¿Cómo ofender a quien sabe | |||
que la opinión más augusta | |||
la facilidad la postra | |||
y la fineza la encumbra? | |||
Firme en amar persevero, | |||
no tus temores presuman | |||
que solicito tu agrado | |||
cuando te forjo la injuria. | |||
Si ausencia, crisol de los amantes, | |||
su misma opinión perturba, | |||
aquel que lo cierto pierde | |||
por lo dudoso, ¿qué busca? | |||
Ley de mi amor es amarte; | |||
si la observo en mi Instituta, | |||
¿cómo romperá esta ley | |||
el mismo que la promulga? | |||
Cesen tus temores vanos, | |||
huyan de tu pecho, huyan; | |||
no legítima afición | |||
la intentes hacer espúrea. | |||
Cuando el veloz pensamiento | |||
continuamente se ocupa | |||
en contemplar tu beldad, | |||
ocasión de mi ventura. | |||
Si la memoria se acuerda | |||
joven siempre, no caduca, | |||
de glorias que ausente pierdo | |||
entre penas importunas; | |||
si los suspiros volantes | |||
las vagas regiones cruzan, | |||
sintiendo dichas pasadas | |||
que las contemplan futuras, | |||
ni recelos te inquieten, | |||
ni pesares te confundan, | |||
ni sospechas te persuadan, | |||
ni celos te den angustias; | |||
que aunque amante soy esclavo | |||
desa beldad sin segunda, | |||
para venerarla siempre | |||
y para olvidarla nunca. |
Con grandísima atención leyó Estefanía el enamorado romance de Trapaza, dejándola abrasada en celos, y púsose con esta pena a discurrir quién sería la ausente dama que le dio motivo a escribirla aquel romance. Volvióle a leer, y como el nombre de Amarilis corresponde al de María y sabía ella que esta dama estaba en Alcalá y cuán aficionada le estaba a Trapaza desde que le vio en el Prado, confirmó que ella era sin duda la que le tenía enamorado. Sin esto, echó de ver que el romance la aseguraba de sus recelos, y esto era señal de haberle avisado; y considerando que habría precedido carta della, buscó entre los demás papeles que había en el bufete si hallaría la tal carta. No estaba muy dificultosa de hallar, porque el mismo Trapaza la había sacado para escribir el romance y la tenía debajo del borrador, y en ella leyó estas razones:
«Dueño mío, la priesa del portador no me dejó ser tan larga como quisiera; lo que os digo es que me trata mal esta ausencia, pues sin tu vista todos los divertimientos son penas y los gustos pesares. No pienso que me imitarás en esto, porque los hombres tienen los corazones muy anchos; y así, temo que en esta ausencia te consueles con otra hermosura; mas aunque en ella me exceda, no lo hará en amor. De hoy, jueves, en ocho días estaré en esa Corte; el viernes acudirás a casa de doña Eufrasia, donde nos veremos, que hasta entonces viviré tan recelosa como soy amante. El cielo te me guarde para mi esposo.
De Alcalá, hoy jueves.
Tuya siempre».
Con esta carta acabó de confirmar Estefanía ser doña María la dama que amaba Trapaza, admirándose mucho de ver cuán adelante estaban estos amores, porque conocía bien a la doña Eufrasia, cuya casa era receptáculo de aficiones, y en ella se había visto más de dos veces.
Sintió mucho que doña María le hubiese salteado el galán, y desde entonces toda cuanta afición le tenía se le convirtió en odio, aborreciéndole, que ya se le hacía cada instante siglos de años por volver a su casa.
Procuró Trapaza concluir con don Álvaro para que se fuese de allí; y así le dijo que le aguardase en una casa de juego, que luego acudía a ella, porque por entonces tenía cierta ocupación; hízolo don Álvaro y despejó la sala, dando lugar a que Trapaza se volviese a ver con Estefanía, la cual, por entonces, quiso disimular su enojo y hacer otra prueba del galán, que fue decir:
-Fernando mío, ¿cuándo este amor ha de tener el último vínculo de su seguridad con el santo himeneo? No estorban tus pretensiones el que nos casemos, pues lo que tú pretendes, que es oficio de asiento, no le negarán porque te cases, aun si volvieras a África a verte con los moros, creyera que dudaran darte cargo en la guerra, dejando en España mujer moza. Acaba ya con estas largas, y vea yo cumplidos mis deseos.
Con linda cosa le convidaba Estefanía a Trapaza, que era con matrimonio, cuando él trataba el suyo con su querida doña María; y así, no haciéndole buena cara a la pregunta, la dio por excusa de no lo hacer luego por estar su pretensión muy cerca de tener buen suceso, saliendo con el cargo que pretendía y que, así, la daba la palabra de que luego que saliese, casarse con ella.
Con esto la despidió, y ella, tomando el coche, no quiso volver luego en él a su posada sino irse a casa del secretario de Portugal, adonde hizo preguntarle que en qué estado estaba la pretensión de don Vasco Mascareñas, caballero portugués.
Diose este recaudo al secretario, y él, estrañando el nombre, la envió a decir que tal caballero no pretendía nada en el Consejo de Portugal. Con esto que oyó Estefanía, quiso ella saber de la boca del secretario esto para informarse de raíz, y viéndose con él le dio las señas del caballero, así de su presencia como de su hábito. Ratificóse en lo que había dicho, conque la viuda se fue sospechosa de que todo cuanto Trapaza la dijo era embuste, y como ya le conocía de atrás, fue fácil el persuadirse que la engañaba.
Con esto se fue a su posada y aguardó con harta pena el día que los dos amantes tenían concertado el verse en casa de doña Eufrasia. Llegó el plazo, que viviendo todo se acerca, y haciendo espiar a Trapaza por una parte y por otra a la dama, supo estar ya juntos en casa de la anciana, tercera de sus amores. Fue allá en una silla y aguardó que el escudero de la vieja saliese, y, sin aguardar a que la puerta la cerrase una criada, se entró en el cuarto, donde halló a Trapaza sentado en la almohada de un estrado y en otra a doña María, muy gustosos y conformes. Lo que hizo fue no más de descubrirse y decir al galán:
-Mucho me huelgo, señor mío, que con esta visita cesen vuestras melancolías; yo llevo della el desengaño bastante para conocer la falsedad de los hombres y el doblez de las amigas.
Con esto les volvió las espaldas, dejándoles no poco disgustados con lo que hizo, y a Trapaza con mucho cuidado de que su enojo no descubriese quién era y se diese con toda la pretensión y martelo en el suelo.
Aseguróle doña Eufrasia que ella apaciguaría la cólera de doña Andrea, que esto era para con ellas, aunque la acción declaró que Trapaza era cosa suya. Lo que confesó fue que antes de conocer a doña María la servía, pero que no había cosa entre los dos para estar con raíces este amor.
Estuviéronse allí hasta la tarde comiendo Trapaza con ellas, y más valiera que no, porque Estefanía, con la cólera de celosa y con la envidia que de doña María tuvo de que la sirviese su galán, se fue a verse con los consejeros del Real Consejo de Portugal y les dijo cómo un embustero engañador, con fingirse caballero, se había atrevido a hurtar el apellido de los Mascareñas de Portugal y a ponerse un hábito de Christus; dijo dónde estaba y también su posada. Enviaron allá un alguacil, el cual le halló en la misma visita y le prendió, diciéndole la causa por que le prendía, conque le vieron mudado de semblante, indicio de su culpa.
Pareció luego ante el presidente de aquel Real Consejo, y por las preguntas que le hizo, vio ni ser caballero ni traer legítimamente como tal aquel hábito. Amenazóle con tormento si no confesaba lo que le preguntaba, y él, temiendo ser jinete de un potro nunca domado, dijo todo su embuste y ficción. Lleváronle a la cárcel, embargáronle cuanto tenía, y, sustanciado el proceso dentro de quince días, fue condenado a doscientos azotes y seis años de galeras.
Hubo algunos intercesores para que los azotes no se le diesen, no porque no los merecía, sino por no ver por las calles, desnudo y a caballo en una humilde cabalgadura, a quien había andádolo en un caballo al lado de muchos caballeros bien nacidos.
Notificósele la sentencia, consintió en ella, fue rapado a fuer de bogavante galeote y puesto en el rancho de los tales.
Sintió doña María haber sido engañada de un buen talle y un hábito fingido, y corrida, se volvió a Alcalá; consolábala el no haber pasado de los límites desta materia su amor.
Estefanía se arrepintió de haber sido la causa del mal de Trapaza, ya que no tenía remedio: tan repentina es la cólera de una mujer fundada en celos que es comparada a la pólvora, presta en hacer daño.
Nuestro infelice Trapaza, con los azotes menos, salió en la cadena de los galeotes a Toledo, y de allí a Sevilla y Puerta de Santa María, donde estaban las galeras de España juntas; en una dellas entró a servir a Su Majestad nuestro Trapaza, sin sueldo.
Los sucesos de su vida se remiten a la segunda parte, que se intitulará La hija de Trapaza y polilla de la Corte, que saldrá presto con los Divertimientos alegres en torres de Zaragoza, libros de entretenimiento y gusto, esforzándose su autor en darle, si este libro se le recibe bien.
LAUS DEO
Alabado sea el Santísimo Sacramento y la Purísima Concepción de Nuestra Señora, concebida sin pecado original.
Todo debajo la corrección de la Santa Madre Iglesia.
Alonso de Castillo Solórzano