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ArribaAbajo- XX -

Al entrar en Bailén, ya muy avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para disputarnos el paso. ¿A dónde habían ido los franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución dejaron allí un par de batallones para guardar punto tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de boca de los habitantes de Bailén, que salieron en masa a recibirnos, supimos que la división Vedel había pasado por allí en dirección a la Carolina.

-Nosotros les hacíamos a Vds. en Linares -dijo D. Paco, que también salió a nuestro encuentro, rebosando de júbilo-. ¡Oh!, señor conde, niño mío... ¿Está por ventura herido Vuestra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la señora marquesa y las niñas están rezando por el buen éxito de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?

Nuestro general había determinado salir en seguida para Andújar; pero como ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa de nuestro amo en cuya sala baja se nos dio un tente-tieso muy confortante.

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-Es un milagro que podamos daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate crudo -nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos artículos-. Los franceses no han dejado nada. ¡Qué horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida. ¡Ay!, la señora condesa salió a recibirlos con una serenidad que me espantó. Yo temblaba y tuve que esconderme en el oratorio, porque delante de ellos hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¿Qué modo de saquear?... En una palabra, la paja de los caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta unos tomates que tenía yo guardaditos en mi escritorio para hacer un gazpachito... todo, todo se lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo sé de mucha gente que echó la harina en los muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No lo creéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la plata de las iglesias están todas enterradas, porque esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos señores. Así estaban ellos de rabiosos, cuando vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Mengíbar, derrotados y con su general muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y qué   —179→   gritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis? Dieron muerte a muchas personas que no les hacían daño, lo cual creo yo que no se vio en ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la calle de enfrente echando bravatas y detuviéronse en la puerta de la posada de Gil, donde tenían encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me los agarran y con morriones y todo... plaf... al horno... Pero ahí viene la señora condesa, que estaba en el oratorio con las niñas.

En efecto, vimos desfilar gravemente, cubierta de negro manto, a la señora de la casa, seguida de los dos tiernos pimpollitos de sus hijas, las cuales arrojáronse llorando en los brazos de su hermano. Doña María abrazó a su hijo sin perder ni por un instante su solemne y estirado empaque, y luego saludonos a todos con mucho afecto, nombrándonos uno por uno. Cuantos componían la cuadrilla estaban presentes, menos Santorcaz, el cual desde nuestra llegada había pedido con mucha prisa a D. Paco recado de escribir, y puéstose a trazar unas cartas en el despacho de este.

La marquesa, después de saludarnos, tomó asiento y dirigió a D. Diego estas palabras dignas de la historia:

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-Hijo mío: sé todo lo que pasó en la acción del 16, y nadie me ha dicho que hicieras algo notable. ¿Has tenido miedo?

-¡Miedo! -exclamó el muchacho riendo-. No señora. He cumplido con mi deber en las filas, y nada más hasta ahora; pero su merced no se impaciente, porque aunque no soy más que soldado espero lucirme.

-¡Nada más que soldado! -dijo la condesa-. Tú no eres soldado, aunque así parezca. Cualquiera que sea el puesto que se ocupe, cada cual debe obrar conforme a su nombre y a la posición que tiene en el mundo. ¿Qué se diría de ti, de mí, de esta casa, de tu difunto padre, si en estas guerras no hicieras algo superior a lo que corresponde a un simple soldado?

-Señora -repuso el mozo con un desenfado que sorprendió a su familia-, yo haré lo que pueda, y según lo que haga, así seré más o menos que los demás. Y ya que hablo de esto, señora madre, yo quiero seguir en el ejército, yo quiero que su merced pida al Rey, ¿qué digo al Rey?, a la Junta, una bandolera.

-Tú no estás destinado a ser militar sino en esta ocasión suprema, en que la patria necesita de todos sus hijos desde el más alto al más bajo.

-Pero, señora madre, no soy nada y quiero ser algo -insistió el muchacho, mostrando una energía que nadie hasta entonces le había conocido.

-¡Que no eres nada! -exclamó la madre con sorpresa primero, después con cólera, y mirándonos a todos   —181→   como para preguntarnos si su hijo se había vuelto loco durante la campaña.

-Yo no soy nada, no soy más que un papamoscas -repuso el chico-. ¿De qué me valen esos papeluchos viejos y esos escudos de armas, si todos se ríen de mí desde que abro la boca, porque no digo más que necedades?

La marquesa se puso encendida como la grana, y sin decir palabra, miró a D. Paco, el cual confuso, absorto, aterrado por lo que acababa de oír, revolvía sus espantados ojos de un lado para otro.

-Este joven -dijo al fin el ayo-, parece que ha perdido el juicio. Señora, cuando vuelva de cumplir sus deberes de caballero en los campos de batalla, le haremos que se penetre bien de las máximas contenidas en la historia de Alejandro el Grande.

Doña María, cuya dignidad no podía consentir que semejante asunto se tratara delante de personas extrañas, hizo callar a D. Paco, y también impuso silencio a su hijo con gesto aterrador. Asunción y Presentación, después de registrar los bolsillos de su hermano, examinaban las polainas, el sombrero y la charpa, por ver, según dijeron, si aquellas prendas estaban agujeradas por alguna bala de cañón.

Pero el D. Diego, sintiendo sin duda en su cabeza un hervidero de palabras, que atropelladamente se le ocurrían conforme a la repentina fecundidad de su entender, no pudo estar callado mucho tiempo, y habló   —182→   para poner en mayores cuidados a la señora de Rumblar. Estábamos, como he dicho, en una sala baja, donde la condesa había hecho traer para nuestro regalo un par de zaques, milagrosamente salvados de la rapacidad francesa. D. Diego, luego que tal vio, volviose a nosotros que permanecíamos respetuosamente detenidos en la puerta, y con gesto de campechana confianza, nos dijo:

-Ea, muchachos, entrad todos aquí. ¿Por qué estáis en la puerta? Vaya, poneos los sombreros, que aquí todos somos iguales, todos somos compañeros de armas, y lo mismo puede matarme a mí una bala que a vosotros. Ea, bebamos juntos. ¿Tenéis vergüenza, porque soy noble y mayorazgo, y vosotros unos pobres hambrones? Fuera necedades; que hoy o mañana las Juntas quitarán todas esas antiguallas, y entonces cada cual valdrá según lo que tenga y lo que sepa.

D. Paco se puso verde al oír tales despropósitos, y llevándose la mano al corazón, miró a la condesa con semblante dolorido y contristado, como para manifestarla en la sola elocuencia de una mirada que él no había enseñado tales cosas al joven discípulo. Doña María encerraba su enojo en lo más hondo del pecho, y aunque harto se le conocían la inquietud y la ira en el furtivo centellear de sus negros ojos, nada dijo que comprometiera su dignidad, y deseando que su hijo variase de conversación, le preguntó si había   —183→   hecho en Córdoba las visitas a la señora marquesa de Leiva y su sobrina.

-Sí señora -contestó el rapaz-. Las vi; la señora condesa me dio muchos dulces, y la marquesa me preguntó si sabía ayudar a misa. Una y otra me dijeron que la joven con quien está concertado mi matrimonio, se obstina en no salir del convento, asegurando que antes quería casarse con Jesucristo que conmigo. ¡Qué ranciedades, señora madre! -añadió con nuevo arrebato-. Yo quiero seguir en el ejército, yo quiero ir a Madrid para tratar a la gente que sabe, y a los filósofos, y leer la Enciclopedia, y ver las sociedades secretas, si las hay para entonces, y aprender lo que no sé, pues D. Paco no me ha enseñado más que esa sandez de Por el barandal del cielo.

El ayo volvió a mirar compungidamente a la condesa, pintando en sus húmedos ojos la persuasión de que no había instruido al mayorazgo en tales iniquidades, y doña María reprendió a su hijo con majestad verdaderamente regia, diciéndole con pausa y aplomo estas amargas palabras:

-Hijo mío, recordarás que te entregué una espada que fue de tus abuelos. Honra da al que la ciñe, esa arma antigua; pero también ella la recibe de las manos de su poseedor, si este es persona que sabe adquirirla en los campos de batalla. ¿Deshonrarás tú esa espada que llevó el tatarabuelo de tu padre en el sitio de Maestrich, cuando medio mundo se llamaba España?

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-¡La espada! -exclamó el chico con sorpresa-. Ya no me acordaba de la dichosa espada. Si ya no la tengo.

-¿Que no la tienes? -preguntó doña María con estupefacción.

-No señora. Si no sirve para nada. Cuando dimos el primer ataque en Mengíbar, yo saqué mi espada, y a los primeros golpes que di en unas yerbas observé que no cortaba.

-¡Que no cortaba!

-No señora. Era una hoja mellada, llena de garabatos, letreros, sapos por aquí, culebras por allí, y cubierta de moho desde la punta a la empuñadura. ¿Para qué me servía? Como no tenía filo, la cambié por un sable nuevo que me dio un sargento.

-¡Y diste la espada, la espada!... -exclamó la condesa levantándose de su asiento.

La señora estaba sublime en su indignación. Parecía la imagen de la historia levantándose de su sepulcro a pedir cuentas a la generación contemporánea.

-Sí señora; se la di al sargento -añadió el mozo sacando de la vaina un sable nuevo, reluciente y de agudísimo filo-. Si aquello no servía para nada. Muy bonita, eso sí, toda llena de dibujos de plata y oro; pero, señora madre, si no cortaba... si estaba llena de orín... Vea Vd. este sable: no tiene letrero ni cabecitas, ni garrapatos: pero corta que es un gusto.

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Observamos que la condesa dio un paso hacia su hijo; que su semblante hermosamente venerable se contrajo, desfigurado por la ira; que extendió sus brazos; que comenzó a balbucir con locución atropellada, cual si su indignada lengua no acertara a encontrar una palabra bastante dura, bastante enérgica para tal situación; la vimos después llevarse ambas manos a la cabeza, retroceder, vacilar, apoyarse en el hombro de D. Paco, y por último, reponerse, dominarse, erguirse, serenarse, mirar a su hijo con desdén, señalar a la calle, donde de improviso empezaba a oírse fuerte redoblar de tambores, y decir:

-El ejército se va. Marcha, corre. Cuando se acabe la guerra te ajustaremos cuentas. Si eres valiente y vuelves vivo, a palmetazos te enseñaré quién eres. Pero si eres cobarde, no vuelvas acá.

Salimos a toda prisa, y montando en nuestras cabalgaduras, ocupamos las filas. Al punto se nos unió Santorcaz. D. Paco no quiso salir a despedirnos, porque estaba traspasado de dolor, al ver -según dijo después- cómo en una semana se torciera al soplo de las malas compañías el derecho arbolito criado con tanto esmero en el apacible huerto de sus lecciones.

Las dos muchachas salieron a las ventanas, y nos despedían agitando los mismos pañuelos con que secaban sus lágrimas. Ninguna de las dos, ni la destinada al matrimonio, que era, por lo tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro, que era ya medio doctora, habían   —186→   entendido la conversación de que he hecho mérito. Las pobrecillas veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin darse cuenta de ello.




ArribaAbajo- XXI -

Era la madrugada cuando las columnas de vanguardia comenzaron a salir de Bailén. Mi regimiento debía salir de los últimos, y mientras se puso en movimiento la artillería y los cuerpos de a pie, estuvimos más de media hora formados a la salida del pueblo y a mano derecha del camino, esperando la orden de marcha. Íbamos a Andújar, resueltos a tomar la ofensiva contra el ejército francés, que al mismo tiempo debía ser atacado por Castaños, del lado de Marmolejo. ¿Y la división de Vedel, cuyos movimientos eran la clave de aquel problema estratégico? La división de Vedel estaba en Andújar el día 16, cuando ocurrió la acción de Mengíbar, que antes he descrito. Al saber Dupont la derrota de Ligier-Belair, y la muerte de Gobert, dispuso que Vedel marchase sobre Bailén, con intención de seguirle él al día siguiente. Mientras este avanzaba a Andújar, Ligier-Belair, al vernos retirar y pasar el río, creyó que las tropas de Reding, unidas con las de Coupigny, intentaban extenderse   —187→   cautelosamente por la orilla izquierda, río arriba, tomando el camino de Linares a Guarromán, para ocupar luego la Carolina y cortar el paso de la sierra. Persuadido de esto, y sin hacer averiguaciones, emprendió la marcha hacia el Norte, creyendo anticiparse a lo que creía un rasgo de ingenio estratégico del general Reding. Llega Vedel a Bailén creyendo encontrarnos, y los franceses que quedaron allí le dicen: «Quia, los insurgentes han repasado el río y van por Linares a ocupar el paso de la sierra; pero el general Ligier-Belair, que ha comprendido el juego, ha marchado en seguida a ocupar a la Carolina, de modo que cuando lleguen los españoles, creyendo haber hecho un movimiento de primer orden, se lo encontrarán allí». Vedel oye esto y dice: «Han ido a cortar el paso de la sierra para impedirnos la retirada y matarnos aquí de hambre y sed. Pues corramos a la Carolina. Vamos; en marcha». Manda un emisario a Dupont, diciéndole: «Señor general en jefe, los insurgentes han ido a cortar el paso de la sierra. Corro a la Carolina: venga Vd. tras mí, y acabaremos con ellos».

Esto pasaba en los días 17 y 18. En tanto los insurgentes, replegados a la orilla izquierda, como he dicho, fingíamos un movimiento hacia Linares; pero en cuanto cerró la noche, los insurgentes caminamos a marchas forzadas hacia Bailén. Por eso en este pueblo nos decían: «Por aquí pasó Vedel esta mañana en dirección a la Carolina, para impedirles a Vds. que cortaran   —188→   el paso de la sierra. ¿No ibais hacia Linares?».

No; nosotros íbamos a Andújar a atacar a Dupont. En virtud de los torpísimos movimientos de los generales franceses, una gran parte de la fuerza imperial corría hacia la sierra, buscando un fantasma. Los insurgentes que ellos creían en marcha hacia la Carolina, estaban en Bailén, en marcha para Andújar. He aquí la verdadera y exacta situación de las divisiones españolas y francesas en la noche del 18 al 19 de Julio.

Íbamos a luchar con Dupont, sólo con Dupont. Pero ¿y si Vedel, conociendo a tiempo su error, retrocedía velozmente para caer de improviso sobre nuestra espalda durante el combate? Esta funesta probabilidad estaba compensada con el hecho seguro de que el ejército francés de Andújar tendría que defenderse al mismo tiempo de nosotros y de la reserva que le amenazaba del lado de Poniente. De todos modos, nuestra posición era arriesgada; por lo cual, deseando Reding cerciorarse de la verdadera distancia a que se hallaba Vedel, camino arriba había despachado desde Mengíbar al teniente de ingenieros D. José Jiménez con encargo de averiguarlo. Este valiente oficial, cuyo nombre no está en la historia, se disfrazó de arriero, y en una fatigosa jornada supo desempeñar muy bien su comisión, volviendo por la noche a decir que Vedel había pasado ya más allá de la Carolina.

Así andaban las cosas cuando nos preparábamos a   —189→   salir de Bailén al amanecer del 19. Pero no lo habíamos previsto todo; no habíamos previsto que Dupont, muy receloso de aquella ilusoria ocupación de la sierra por los insurgentes, había levantado su campo en la misma noche, y silenciosamente, sofocando los ruidos de su tropa, abandonaba la funesta y para ellos maldita ciudad de Andújar.

Era cerca de la madrugada cuando nuestros jefes disponían las columnas para la marcha. Si al comienzo de aquella misma noche, que ya se iba a extinguir, una mirada humana hubiera podido escudriñar desde la altura de los cielos lo que pasaba en aquella larga faja de sementeras y olivares que se extiende a la vera de los montes, entre estos y el Guadalquivir, habría visto que del oscuro caserío de Andújar se destacaba cautelosamente, escurriéndose por detrás de las casas una hilera de hombres y caballos; que esta hilera se iba alargando por la carretera en interminable procesión, y serpenteaba con lento paso y sin ruido y sin luces; habría visto cómo se iba extendiendo aquella raya negra, destacándose a ratos sobre la tierra blanquecina, a ratos confundiéndose con los oscuros olivos, sin dejar de seguir paso a paso como si no quisiera ser vista y anhelara apagar en el polvo el ruido de las cureñas; habría visto que iban delante unos tres mil hombres de infantería, después un escuadrón de caballos, después seis cañones, después un número inmenso de carros, tantos, tantos carros, que   —190→   ocupaban dos leguas; detrás de los carros nuevos grupos de infantería y muchos generales; después otros seis cañones, dos regimientos de coraceros, luego cuatro cañones, y al fin otro grupo de jefes, seguidos de quinientos hombres de a pie. Esta raya no se detenía en parte alguna, y avanzaba despacio y con precaución, custodiando sus dos leguas de convoy. Los hombres que la formaban, mudos y cabizbajos, presagiando sin duda funestos acontecimientos, dirían para sí: «Llegaremos a la Carolina, donde ya ha de estar Vedel, y batiendo a los insurgentes, nos abriremos paso por desfiladeros para abandonar esta tierra maldita, a la cual el Emperador ha tenido la mala ocurrencia de mandarnos... ¡Oh! ¡Cuándo os veremos tierras de la Turenne, del Poitou, de la Charente, de los Vosgos, del Artois, del Limosin!...».




ArribaAbajo- XXII -

Mientras aguardábamos la salida, nuestras lenguas no estaban ociosas, y aunque Marijuán me entretenía por un lado con sus donaires y chuscadas, por el otro era de tanto interés un diálogo entablado entre Santorcaz y D. Diego, que a las palabras de estos dirigí toda mi atención. No puedo menos de copiarlo   —191→   íntegro y tal cual lo oí, por si mis lectores quieren meditar un poco sobre el mismo tema.

-Lo que me indicó Vd. hace poco -decía Santorcaz-, acerca de que esa linda joven que se le destina para esposa no quiere salir del convento, debe tenerle sin cuidado. Esas son gazmoñerías de las muchachas españolas que, engañadas por su fantasía, se creen enamoradas de Jesucristo, cuando lo que sienten es verdadera pasión por un ideal mundano.

-Y si no quiere salir, que no salga -respondió el joven-. Si yo no la he visto, si yo no comprendo por qué razón he podido pensar en ella una sola vez.

-¿Pero la quiere Vd.?

-Confesaré a Vd. lo que me pasa. Cuando mi madre me llamó un día, y después de darme dos palmetazos porque tenía las manos manchadas de tinta, me dijo que había determinado casarme, sentí mucha alegría, y al volver a mi cuarto rompí todas las planas de escritura, diciendo a D. Paco que yo era un hombre y no me daba la gana de obedecerle. A todas horas pensaba en mi mujercita y en las delicias del matrimonio. Mi madre escribía cartas y más cartas para concertar mi boda, y cuando yo le preguntaba con la mayor curiosidad: «Señora madre, ¿cómo va eso?» me respondía: «Anda a estudiar, mocoso. Ahora con la novelería del casamiento no coges un libro en la mano». Por fin mi mamá, a fuerza de cartas lo arregló todo. Cuando fui a Córdoba creí que me la   —192→   enseñarían; pero aquellas señoras dijéronme que la discreta joven no quería salir del convento; y por último, me dieron el medallón que Vd. tiene guardado. Después la sobrina me regaló unos dulces y su tía un pito para que fuera pitando por las calles, y en mi segunda y tercera visita pasó lo mismo, excepto que no me dieron más pitos. Cuando vi el retrato me gustó tanto la muchacha, que por la calle le iba dando besos, y por la noche lo acosté conmigo en mi cama. Estoy prendado de ella; mejor dicho, lo estuve estos días atrás, porque ya, habiendo discurrido sobre la necedad de prendarme de un retrato, me río de mí mismo y digo: «¡Si de carne y hueso encontraré tantas, a qué volverme loco por una pintura!».

-Pues no, Sr. D. Diego -dijo Santorcaz-. Puesto que la señora condesa le escogió a Vd. esa esposa, sin duda es un gran partido, y Vd. debe insistir en casarse con ella.

-¿Sí? Pues vaya Vd. a sacarla del convento -añadió Rumblar-. Vamos, que según me dijeron, no hay quien le hable de otro esposo que Jesucristo.

-Ya lo he dicho: esas son gazmoñerías de las españolas, por lo general mujeres nerviosas, muy extremadas en sus pasiones, y dispuestas siempre a confundir en un mismo sentimiento la voluptuosidad y el misticismo. Cuidado con las monjitas de quince años, que reniegan del siglo y juran que han de morir de viejas en el claustro. Yo conocí una joven y   —193→   linda novicia que tampoco quería tener más esposo que Jesucristo, y que se ponía furiosa cuando la hablaban de salir del convento, hasta que un viernes santo vio a cierto joven al través de la verja del coro. A los quince días la hermosa novicia abrió por la noche una de las rejas del convento, y se arrojó a la calle, donde le esperaba su amante y hoy feliz esposo.

-¡Oh! ¡Bonitísimo suceso! -exclamó con entusiasmo D. Diego-. ¡Cuánto daría porque a mí me pasase uno semejante!

-¿Ella le ha visto a Vd.?

-No.

-Pues en cuanto le vea, apuesto a que la muchacha se apresura a salir por la puerta, sin exponerse a los peligros de arrojarse por la ventana. Pero ahora que me ocurre, Sr. D. Diego, si Vd. en vez de ser un muchacho apocadito, educado a la antigua y sencillo como un fraile motilón, fuera un hombre atrevido, arrojado... pues... como somos todos aquellos que no hemos recibido la educación de Grandes de España; si Vd. echara de una vez fuera el cascarón de huevo en que le ha empollado la ciencia de D. Paco y los mimos de sus hermanitas, ahora podríamos lanzarnos a una aventura deliciosa.

-¿Cuál, amigo Santorcaz?

-Mire Vd. Después de la batalla y cuando volvamos a Córdoba, sacar a esa muchacha del convento.

-¿Cómo?

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-Demonio, ¿cómo se hacen las cosas? ¡Si viera usted! Eso es muy divertido. ¿Ve Vd. este rasguño que tengo en la mano derecha? Me lo hice saltando las tapias de un convento. Son cinco los que he escalado, por trapicheos con otras tantas novicias y monjas. ¡Ay, Sr. D. Diego de mi alma! El recuerdo de estas y otras cosillas es lo que le alegra a uno, cuando se siente ya en las puertas de la triste vejez.

-Hombre, eso me parece muy bonito -dijo don Diego saltando sobre la silla-. Pues yo quiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarme saltando tapias de convento. Con que diga Vd. ¿qué hacemos? ¿Nos entramos de rondón en el convento y cogiendo a la muchacha me la llevo a mi casa? Sí: y habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y romper puertas y apagar luces. Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted es el hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me dice! Estoy entusiasmado, y me parece que antes de venir al ejército era yo un zoquete. Cabalmente recuerdo que he pensado alguna vez en eso que Vd. me dice ahora... sí... allá... cuando iba a misa con mi madre al convento de dominicas.

-Estas cosas, D. Diego, son la vida -añadió Santorcaz-; son la juventud y la alegría.

-¡Soberbia idea! ¿Conque vamos a buscar a esa muchachuela, mi futura esposa? ¡Qué preciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombre que se deja burlar   —195→   por niñerías de novicia. Nada, nada, mi esposa tiene que ser quiera o no quiera. Pero oiga Vd., ¿y si nos descubren los alguaciles y nos llevan presos?

-Por eso hay que andar con cuidado; pero en ese mismo cuidado, en las precauciones que es preciso tomar consiste el mayor gusto de la empresa. Si no hubiera obstáculos y peligros, no valía la pena de intentarla.

-Efectivamente. A mí me gustan los peligros, señor D. Luis. A mí me gusta todo aquello que no se sabe a dónde va a parar. Siga Vd. hablándome del mismo asunto. ¿Qué precauciones tomaremos?

-¡Oh! Cuando llegue el caso... Yo soy muy corrido en esas cosas. Ya no estoy para fiestas, es verdad, y por cuenta mía no intentaría aventuras de esta especie; pero son tan grandes las disposiciones que descubro en Vd. para ser hombre a la moderna, para ser hombre de ideas atrevidas y para echar a un lado las ranciedades y rutinas de España, que volveré a las andadas y entre los dos haremos alguna cosa.

-Pero hombre, ¿cuándo se dará esa batalla, cuándo volveremos a Córdoba, para enseñarle yo a mi señorita cómo se portan los caballeros de ideas modernas, que han recibido un desaire de las novias de Jesucristo? Pero diga Vd. Santorcaz, si perdemos la batalla, si nos matan...

-Todavía no se ha hecho la bala que me ha de matar. Y Vd., ¿qué presentimientos tiene?

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-Creo que tampoco he de morir por ahora. ¡Ay! Si viera Vd., tengo un fuego dentro de la cabeza; me hierven aquí tantos pensamientos nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se me figura he de vivir lo necesario para que sepa el mundo que existe un D. Diego Afán de Ribera, conde de Rumblar.

-¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuando niño. Fui después a Francia, donde aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta los sabios. Al volver, he encontrado a esta gente un poco menos atrasada. Parece que hay aquí cierta disposición a las cosas atrevidas y nuevas. En Madrid se han fundado varias sociedades secretas...

-¿Para asaltar conventos?

-No, no son sociedades de enamorados. Si algún día se ocupan de conventos, será para echar fuera a los frailes y vender luego los edificios...

-Pues yo no los compraría.

-¿Por qué?

-Porque esas casas son de Dios, y el que se las quite se condenará.

-¿Qué es eso de condenarse? Me río de vuestras simplezas. Pues hijo, adelantado estáis.

-Estemos en paz con Dios -dijo D. Diego-. Por eso creo que antes de robar del convento a mi novia, debemos confesar y comulgar, diciéndole al Señor que nos perdone lo que vamos a hacer, pues no es más que   —197→   una broma para divertirnos, sin que nos mueva la intención de ofenderle.

Santorcaz rompió a reír desahogadamente.

-¿Conque Vd. es de los que encienden una vela a Dios y otra al diablo? Robamos a la muchacha, ¿sí o no?

-Sí, y mil veces sí. Ese proyecto me tiene entusiasmado. Y me marcharé con ella a Madrid; porque yo quiero ir a Madrid. Dicen que allí suele haber alborotos. ¡Oh! Cuánto deseo ver un alboroto, un motín, cualquier cosa de esas en que se grita, se corre, se pega. ¿Ha visto Vd. alguno?

-Más de mil.

-Eso debe de ser encantador. Me gustaría a mí verme en un alboroto; me gustaría gritar con los demás, diciendo: abajo esto o lo otro. ¡Ay! ¡Cómo me alegraba cuando mi señora madre reñía a D. Paco, y este a los criados, y los criados unos con otros! No pudiendo resistir el alborozo que esto me causara, iba al corral, ponía cañutillos de pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto con las gallinas, me moría de risa.

Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barrabasada de su discípulo, estaba con la mirada fija en el horizonte, completamente abstraído de todo y meditando sin duda sobre graves asuntos de su propio interés. No sé cuál será la opinión que el lector forme de las ideas de aquel hombre; pero no se les habrá   —198→   ocultado que sus ingeniosas sugestiones encerraban segundo intento. El atolondrado rapaz, lanzado a las filas de un ejército sin tener conocimiento alguno del mundo, con mucha imaginación, arrebatado temperamento y ningún criterio; igualmente fascinado por las ideas buenas y las malas con tal que fueran nuevas, pues todas echaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogía con júbilo las lecciones del astuto amigo; y su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planes entre abominables e inocentes, todo anunciaba que don Diego se disponía a cometer en el mundo mil disparates.

Santorcaz después de permanecer por algunos minutos indiferente a las preguntas de su discípulo, reanudó la conversación; pero apenas comenzada esta, oímos un tiro, en seguida otro y luego otro y otro.




ArribaAbajo- XXIII -

Todos callamos: detuviéronse las columnas que habían comenzado a marchar, y desde el primero al último soldado prestamos atención al tiroteo, que sonaba delante de nosotros a la derecha del camino y a bastante distancia. Corrieron por las filas opiniones contradictorias respecto a la causa del hecho.   —199→   Yo me alzaba sobre los estribos procurando distinguir algo; pero además de ser la noche oscurísima, las descargas eran tan lejanas, que no se alcanzaba a ver el fogonazo.

-Nuestras columnas avanzadas -dijo Santorcaz-, habrán encontrado algún destacamento francés, que viene a reconocer el camino.

-Ha cesado el fuego -dije yo-. ¿Echamos a andar? Parece que dan orden de marcha.

-O yo estoy lelo, o la artillería de la vanguardia ha salido del camino.

Oyose otra vez el tiroteo, más vivo aún y más cercano; y en la vanguardia se operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones llegaron hasta nosotros. Sin duda pasaba algo grave, puesto que el ejército todo se estremeció desde su cabeza hasta su cola. Un largo rato permanecimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias de lo que ocurría; pero en nuestro regimiento no se sabía nada: todos los generales corrieron hacia la izquierda del camino, y los jefes de los batallones aguardaban órdenes decisivas del estado mayor. Por último, un oficial que volvía a escape en dirección a la retaguardia, nos sacó de dudas, confirmando lo que en todo el ejército no era más que halagüeña sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a nuestro encuentro! Teníamos enfrente a Dupont con todo su ejército, cuyas avanzadas principiaban a escaramucear con las   —200→   nuestras. Cuando nosotros nos preparábamos a salir para buscarle en Andújar, llegaba él a Bailén de paso para la Carolina, donde creía encontrarnos. De improviso unos cuantos tiros les sorprenden a ellos tanto como a nosotros: detienen el paso; extendemos nosotros la vista con ansiedad y recelo en la oscura noche; todos ponemos atento el oído, y al fin nos reconocemos, sin vernos, porque el corazón a unos y otros nos dice: «Ahí están».

Cuando no quedó duda de que teníamos enfrente al enemigo, el ejército se sintió al pronto electrizado por cierto religioso entusiasmo. Algunos vivas y mueras sonaron en las filas, pero al poco rato todo calló. Los ejércitos tienen momentos de entusiasmo y momentos de meditación: nosotros meditábamos.

Sin embargo, no tardó en producirse fuertísimo ruido. Los generales empezaron a señalar posiciones. Todas las tropas que aún permanecían en las calles del pueblo, salieron más que de prisa, y la caballería fue sacada de la carretera por el lado derecho. Corrimos un rato por terreno de ligera pendiente; bajamos después, volvimos a subir, y al fin se nos mandó hacer alto. Nada se veía, ni el terreno ni el enemigo: únicamente distinguíamos desde nuestra posición los movimientos de la artillería española, que avanzaba por la carretera con bastante presteza. Entonces sentimos camino abajo, y como a distancia de tres cuartos de legua, un nuevo tiroteo que cesó al poco rato,   —201→   reproduciéndose después a mayor distancia. Las avanzadas francesas retrocedían, y Dupont tomaba posiciones.

-¿Qué hora es? -nos preguntábamos unos a otros, anhelando que un rayo de sol alumbrase el terreno en que íbamos a combatir.

No veíamos nada, a no ser vagas formas del suelo a lo lejos; y las manchas de olivos nos parecían gigantes, y las lomas de los cerros el perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté que prestaba extraña tristeza a la situación: era el canto de los gallos que se oía a lo lejos, anunciando la aurora. Nunca he escuchado un sonido que tan profundamente me conmoviera como aquella voz de los vigilantes del hogar, desgañitándose por llamar al hombre a la guerra.

Nuevamente se nos hizo cambiar de posición, llevándonos más adelante a espaldas de una batería, y flanqueados por una columna de tropa de línea. Gran parte de la caballería fue trasladada al lado izquierdo; pero a mí con el regimiento de Farnesio me tocó permanecer en el ala derecha.

De repente una granada visitó con estruendo nuestro campo, reventando hacia la izquierda por donde estaban los generales. Era como un saludo de cortesanía entre dos guerreros que se van a matar, un tanteo de fuerzas, una bravata echada al aire para explorar el ánimo del contrario. Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas, calló. Sin   —202→   embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de aterrarnos, acometieron a una columna de la vanguardia que se destacaba para ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con relampagueo horroroso, que interrumpiéndose luego, volvió a encenderse al poco rato en la misma dirección.

Por último, aquellas tinieblas en que se habían cruzado los resplandores de los primeros tiros, comenzaron a disiparse; vislumbramos las recortaduras de los cerros lejanos, de aquel suave e inmóvil oleaje de tierra, semejante a un mar de fango, petrificado en el apogeo de sus tempestades; principiamos a distinguir el ondular de la carretera, blanqueada por su propio polvo, y las masas negras del ejército, diseminado en columnas y en líneas; empezamos a ver la azulada masa de los olivares en el fondo y a mano derecha; y a la izquierda las colinas que iban descendiendo hacia el río. Una débil y blanquecina claridad azuló el cielo antes negro. Volviendo atrás nuestros ojos, vimos la irradiación de la aurora, un resplandecimiento que surgía detrás de las montañas; y mirándonos después unos a otros, nos vimos, nos reconocimos, observamos claramente a los de la segunda fila, a los de la tercera, a los de más allá, y nos encontramos con las mismas caras del día anterior. La claridad aumentaba por grados, distinguíamos los rastrojos, las yerbas agostadas, y después   —203→   las bayonetas de la infantería, las bocas de los cañones, y allá a lo lejos las masas enemigas, moviéndose sin cesar de derecha a izquierda. Volvieron a cantar los gallos. La luz, única cosa que faltaba para dar la batalla, había llegado, y con la presencia del gran testigo, todo era completo.

Ya se podía conocer perfectamente el campo. Prestad atención, y sabréis cómo era. El centro de la fuerza española ocupaba la carretera con la espalda hacia Bailén, de allí poco distante: a la derecha del camino por nuestra parte se alzaban unas pequeñas lomas, que a lo lejos subían lentamente hasta confundirse con los primeros estribos de la sierra: a la izquierda también había un cerro; pero este cerro caía después en la margen del río Guadiel, casi seco en verano, y que emboca en el Guadalquivir cerca de Espelúy. Ocupaba el centro a un lado y otro del camino una poderosa batería de cañones, apoyada por considerables fuerzas de infantería: a la izquierda estaba Coupigny con los regimientos de Bujalance, Ciudad-Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y la caballería de España; y a la derecha estábamos además de la caballería de Farnesio, los tercios de Tejas, los suizos, los walones, el regimiento de Órdenes, el de Jaén, Irlanda y voluntarios de Utrera. Mandábanos el brigadier D. Pedro Grimarest. Los franceses ocupaban la carretera por la dirección de Andújar, y tenían su principal punto de apoyo en un espeso olivar situado   —204→   frente a nuestra derecha, y que por consiguiente servía de resguardo a su ala izquierda. Asimismo ocupaban los cerros del lado opuesto con numerosa infantería y un regimiento de coraceros, y a su espalda tenían el arroyo de Herrumblar, también seco en verano, que habían pasado. Tal era la situación de los dos ejércitos, cuando la primera luz nos permitió vernos las caras. Creo que entrambos nos encontramos respectivamente muy feos.

-¿Qué le parece a Vd. esta aventura, Sr. D. Diego? -dijo Santorcaz.

-Estoy entusiasmado -repuso el mozuelo-, y deseo que nos manden cargar sobre las filas francesas. ¡Y mi señora madre empeñada en que conservara aquella espada vieja sin filo ni punta!...

-¿Está usía sereno? -le preguntó Marijuán.

-Tan sereno que no me cambiaría por el emperador Napoleón -repuso el conde-. Yo sé que no me puede pasar nada, porque llevo el escapulario de la Virgen de Araceli que me dieron mis hermanitas, con lo cual dicho se está que me puedo poner delante de un cañón. ¿Y Vd., Sr. de Santorcaz, está sereno?

-¿Yo? -repuso D. Luis con cierta tristeza-. Ya sabe Vd. que he estado en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena.

-Pues entonces...

-Por lo mismo que he estado en tan terribles acciones de guerra, tengo miedo.

  —205→  

-¡Miedo! Pues fuera de la fila. Aquí no se quiere gente medrosa.

-Todos los soldados aguerridos -dijo Santorcaz-, tienen miedo al empezar la batalla, por lo mismo que saben lo que es.

Oído esto, casi todos los bisoños que poco antes reíamos a carcajada tendida, saludándonos con bravatas y dicharachos, conforme a la guerrera exaltación de que estábammos poseídos, callamos, mirándonos unos a otros, para cerciorarse cada cual de que no era él solo quien tenía miedo.

-¿Sabéis lo que dijo mi señora madre que hiciera al comenzar la batalla? -indicó Rumblar-. Pues me dijo que rezara un Ave-María con toda devoción. Ha llegado el momento. Dios te salve, María..., etc.

El mayorazguito continuó en voz baja el Ave-María que había empezado en alta voz, y todos los que estaban en la fila le imitaron, como si aquello en vez de escuadrón fuera un coro de religioso rezo; y lo más extraño fue que Santorcaz, poniéndose pálido, cerrando los ojos, y quitándose el sombrero con humilde gesto, dijo también Santa María...

Aún resonaba en el aire aquella fervorosa invocación, cuando un estruendo formidable retumbó en las avanzadas de ambos ejércitos. Las columnas francesas del ala derecha se desplegaron en línea y rompieron el fuego contra nuestra izquierda.



  —206→  

ArribaAbajo- XXIV -

He empleado mucho tiempo en describir la posición de los ejércitos, la configuración del terreno y el principio del ataque; pero no necesito advertir que todo esto pasó en menos tiempo del empleado por mi tarda pluma en contarlo. Nuestras fuerzas no estaban convenientemente distribuidas cuando tuvo lugar la primera embestida de los imperiales. Verificada esta, no pueden Vds. figurarse qué precipitados movimientos hubo en el centro del ejército español. Las de retaguardia, que aún llenaban la carretera, corrían velozmente a sostener la izquierda: los cañones ocupaban su puesto; todo era atropellarse y correr, de tal modo, que por un instante pareció que el primer ataque de los franceses había producido confusión y pánico en las filas de Coupigny. En tanto, los de la derecha permanecíamos quietos, y los de a caballo que ocupábamos parte de la altura, podíamos ver perfectamente los movimientos del combate, que en lugar más bajo y a bastante distancia se había acabado de trabar.

Tras las primeras descargas de las líneas francesas, estas se replegaron, y avanzando la artillería   —207→   disparó varios tiros a bala rasa. Ellos ponían en ejecución su táctica propia, consistente en atacar con mucha energía sobre el punto que juzgaban más débil, para desconcertar al enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto lograron al principio; pero nosotros teníamos una excelente artillería, y disparando también con bala rasa las seis piezas puestas en la carretera y a sus flancos, el centro francés se resintió al instante, y para reforzarle, tuvo que replegar su ala derecha, produciendo esto un pequeño avance de la división de Coupigny. Entretanto, todos teníamos fija la vista en el otro extremo de la línea y hacia la carretera, y olvidábamos la espesura del olivar que estaba delante. De pronto, las columnas ocultas entre los árboles salieron y se desplegaron, arrojando un diluvio de balas sobre el frente del ala derecha. Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo a otro, se hizo general en el frente de ambos ejércitos. La caballería, brazo de los momentos terribles, no funcionaba aún y permanecía detrás, quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias riendas.

Pero a pesar de generalizarse la lucha, en aquel primer período de la batalla todo el interés continuaba, como he dicho, en el ala izquierda. Atacada por los franceses con una valentía pasmosa, nuestros batallones de línea retrocedieron un momento. Casi parecía que iban a abandonar su posición al enemigo; pero bien pronto se repusieron tomando la ofensiva   —208→   al amparo de dos bocas de fuego y de la caballería de España, que cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un tanto los imperiales de aquella ala, y gran parte de las fuerzas que habían salido del olivar se transportaron al otro lado. Su artillería hizo grandes estragos en nuestra gente; mas con tanta intrepidez se lanzó esta sobre las lomas que ocupaba el enemigo entre el camino y el río Guadiel; con tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los soldados de línea la mortífera bala rasa y las cargas de la caballería del general Privé, que llegaron a dominar tan fuerte posición.

Antes que esto se verificara ocurrieron mil lances de esos que ponen a cada minuto en duda el éxito de una batalla. Se clareaban nuestras líneas, especialmente las formadas con voluntarios; volvían a verse compactas y formidables, avanzando como una muralla de carne; oscilaban después y parecían resbalar por la pendiente cuando las patas delanteras de los caballos de los coraceros principiaban a martillar sobre los pechos de nuestros soldados; luego estos rechazaban a los animales con sus haces de bayonetas; caían para levantarse con frenético ardor o no levantarse nunca, hasta que, por último, el ala francesa se puso en dispersión, replegándose hacia la carretera.

Mientras esto pasaba, los de la derecha se sostenían a la defensiva, y el centro cañoneaba para mantener en respeto al enemigo, porque casi gran parte   —209→   de la fuerza había acudido a la izquierda; pero una vez que se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de esta, posesionados de la altura, antes en poder de los franceses, y cuando se vio a estos aglomerarse sobre su centro, diose orden de avance a las seis piezas del nuestro, y por un instante el pánico y desorden del enemigo fueron extraordinarios. Para concertarse de nuevo y formar otra vez sus columnas tuvieron que retroceder al otro lado del puente del Herrumblar. Viéndoles en mal estado, se trató de lanzar toda la caballería en su persecución; pero varias de sus piezas, desmontadas por nuestras balas, obstruían el camino, también entorpecido con los espaldones que habían empezado a formar.

El sol esparcía ya sus rayos por el horizonte. Nuestros cuerpos proyectaban en la tierra y hacia adelante larguísimas sombras negras. Cada animal, con su jinete, dibujaba en el suelo una caricatura de hombre y caballo, escueta, enjuta, disparatada, y todo el suelo estaba lleno de aquellas absurdas legiones de sombras que harían reír a un chico de escuela.

Ustedes se reirán de verme ocupado en tan triviales observaciones; pero así era, y no tengo por qué ocultarlo. En aquel momento estábamos en una pequeña tregua, aunque la cosa no pareciera muy próxima a concluir. Hasta entonces sólo habíamos sido atacados por una parte de las fuerzas enemigas, pues la división de Barbou, algo rezagada, no estaba aún   —210→   en el campo francés. Entretanto, y mientras se tomaban disposiciones para rechazar un segundo ataque, que no sabíamos si sería por la derecha o por el centro, retiraban los españoles sus heridos, que no eran pocos, mas no ciertamente en mi división, la cual estuviera hasta entonces a la defensiva, tiroteándose ambos frentes a alguna distancia. Mi regimiento permanecía aún intacto y reservado para alguna ocasión solemne.

Los franceses no tardaron en intentar la adquisición del puente perdido. Su primer ataque fue débil, pero el segundo violentísimo. Oíd cómo fue el primero. La infantería española, desplegándose en guerrillas a un lado y a otro del camino, les azotaba con espeso tiroteo. Lanzaron ellos sus caballos por el puente; pero con tan poca fortuna, que tras de una pequeña ventaja obtenida por el empuje de aquella poderosa fuerza, tuvieron que retirarse, porque pasada la sorpresa, nuestros infantes les acribillaron a bayonetazos, dejando un sinnúmero de jinetes en el suelo y otros precipitados por sobre los pretiles al lecho del arroyo. No tuvimos tan buena suerte en el segundo ataque, porque renunciando ellos a poner en movimiento la caballería en lugar angosto, atacaron a la bayoneta con tanta fiereza, que nuestros regimientos de línea, y aun los valientes walones y suizos, retrocedieron aterrados. Yo oí contar en la tarde de aquel mismo día a un soldado de los tiradores de   —211→   Utrera, presente en aquel lance, que los franceses, en su mayor parte militares viejos, cargaron a la bayoneta con una furia sublime, que producía en los nuestros, además del desastre físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se espantaron, que en un momento viéronse pequeños, mientras que los franceses se agrandaban, presentándose como una falange de millones de hombres; que los vivas al Emperador y los gritos de cólera eran tan furiosamente pronunciados, que parecían matar también por el solo efecto del sonido; y que, por último, sintiendo los de acá desfallecer su entusiasmo y al mismo tiempo un repentino e invencible cariño a la vida, abandonaron aquel puente mezquino, ardientemente disputado por dos Naciones, y que al fin quedó por Francia.

El efecto moral de esta pérdida fue muy notable entre nosotros. Advirtiose claramente en todo el ejército como un estremecimiento de desasosiego, como una inquietud que, partiendo de aquel gran corazón compuesto de diez y ocho mil corazones, se transmitía a la temblorosa bayoneta, asida por la indecisa mano. Entonces pude observar cómo se individualiza un ejército, cómo se hace de tantos uno solo, resumiendo de un modo milagroso los sentimientos lo mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo aquella gran masa recibe y transmite las impresiones del combate con la presteza y uniformidad de un solo sistema nervioso; cómo todos los movimientos del organismo   —212→   físico, desde la mano del general en jefe hasta la pezuña del último caballo, obedecen a la alegría de un momento, a la pena de otro momento, a las angustiosas alternativas que en el discurso de cuantas horas consiente y dispone Dios, espectador no indiferente de estas barbaridades de los hombres.

La pérdida del puente sobre el Herrumblar, que al amanecer se había ganado, hizo que el ala derecha retrocediera buscando mejor posición. Casi todas las posiciones se variaron. Los generales conocían la inminencia de un ataque terrible, los soldados viejos la preveían, los bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos, reculando y estrechándose unos contra otros, olían en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una gran carnicería.

Eran las seis de la mañana y el calor principiaba a hacerse sentir con mucha fuerza. Comenzamos a sentir en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por médula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército, ni aun en la noche anterior había comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro que desde la mañana principió a atormentarnos, la sed, que todo lo destruye; alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra, porque no se sacia matando.

  —213→  

Es verdad que desde Bailén salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa, porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello. Algunas veces aquellas valerosas mujeres se exponían al fuego, penetrando en los sitios de mayor peligro, y llevaban sus alcarrazas a los artilleros del centro. En los puntos de mayor peligro, y donde era preciso estar con el arma en el puño constantemente, nos disputábamos un chorro de agua con atropellada brutalidad: rompíanse los cántaros al choque de veinte manos que los querían coger, caía el agua al suelo, y la tierra, más sedienta aún que los hombres, se la chupaba en un segundo.




ArribaAbajo- XXV -

¿Por qué sitio pensaban atacarnos los franceses? Conociendo que el centro era inexpugnable por entonces; siendo el principal objeto de Dupont abrirse camino hacia Bailén, y considerando que era peligroso intentarlo por el ala izquierda, no sólo porque allí la posición de los españoles era excelente, sino porque les ofrecía un gran peligro la cuenca del Guadiel,   —214→   determinaron atacar nuestra ala derecha, esperando abrir en ella un boquete que les diera paso. Su artillería no cesaba de arrojar bala rasa, protegiendo la formación de las poderosas columnas que bien pronto debían hostilizarnos. Al punto se reforzó el ala derecha, se desplegaron en línea varios batallones y sin esperar el ataque marcharon hacia el enemigo, amparados por dos piezas de artillería. El primer momento nos fue favorable. Pero el olivar vomitó gente y más gente sobre nuestra infantería. Por un instante confundidas ambas líneas en densa nube de polvo y humo, no se podía saber cuál llevaba ventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales, y la metralla enemiga les hacía retroceder; avanzaban ellos y adquiríamos a nuestra vez momentánea inferioridad.

Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel, cuanto era más proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin observamos síntomas de confusión en nuestras filas; vimos que se quebraban aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que chocaban unos con otros los grupos de soldados. La división se conmovió toda, y dos batallones de reserva avanzaron para restablecer el orden. Gritaban los jefes hasta perder la voz, y todos se ponían a la cabeza de las columnas, conteniendo a los que flaqueaban y excitando con ardorosas palabras a los más valientes. Los tercios de Tejas y el regimiento   —215→   de Órdenes se lanzaron al frente, mientras se restablecía el concierto en los cuerpos que hasta entonces habían sostenido el fuego. Sobre todo, el regimiento de Órdenes, uno de los más valientes del ejército, se arrojó sobre el enemigo con una impavidez que a todos nos dejó conmovidos de entusiasmo. Su coronel D. Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos los fusiles con la arrebatadora llama de sus ojos, con el gesto de su mano derecha empuñando la espada que parecía un rayo, con sus gritos que sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados.

La metralla y la fusilería enemiga se recrudecieron de tal modo, que casi toda la primera fila del valiente regimiento de Órdenes cayó, cual si una gigantesca hoz la segara. Pero sobre los cuerpos palpitantes de la primera fila pasó la segunda, continuando el fuego. Como si los tiros franceses persiguieran con inteligente saña las charreteras, el regimiento vio desaparecer a muchos de sus oficiales.

Reforzáronse también los imperiales, y desplegando nueva línea con gente de reserva, avanzaron a la bayoneta, pujantes, aterradores, irresistibles. ¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a dos monstruos que se baten mordiéndose con rabia, igualmente fuertes y que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera para seguir luchando. Cuando las bayonetas se cruzaban, el campo ocupado por nuestra infantería se clareó a trozos; sentimos   —216→   el crujido de poderosas cureñas rebotando en el suelo de hoyo en hoyo al arrastre de las mulas castigadas sin piedad; los cañones de a 12 enfilaron el eje de sus ánimas hacia las líneas enemigas; los botes de metralla penetraron en el bronce, se atacaron con prontitud febril, y un diluvio de puntas de hierro, hendiendo horizontalmente el aire, contuvo la marcha del frente francés. A un disparo se sucedía otro: la infantería, rehecha, flanqueaba los cañones, y para completar el acto de desesperación, un grito resonó en nuestro regimiento. Todos los caballos patalearon, expresando en su ignoto lenguaje que comprendían la sublimidad del momento; apretamos con fuerte puño los sables, y medimos la tierra que se extendía delante de nosotros. La caballería iba a cargar.

Vimos que a todo escape se nos acercó un general, seguido de gran número de oficiales. Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte, rubio, colorado de suyo, y en aquella ocasión encendido, como si toda su cara despidiera fuego. Era Coupigny hombre de pocas palabras; pero suplía su escasez oratoria con la llama de su mirar, que era por sí una proclama. Nosotros pusimos atención esperando que nos dijera alguna cosa; pero el general dispuso con un gesto la dirección del movimiento, y después nos miró. No necesitamos más.

«¡Viva España! ¡Viva el Rey Fernando! ¡Mueran los franceses!» exclamamos todos, y el escuadrón se   —217→   puso en movimiento. Estábamos formados en columna, y nos desplegamos en batalla sobre los costados, bajando a buen paso, pero sin precipitación, de la altura donde habíamos estado. Maniobramos luego para tener a nuestro frente el flanco enemigo; las tropas que por allí atacaban dicho flanco doblaron por cuartas para darnos paso por los claros; el jefe gritó: «A la carga»; picamos espuela, y ciegamente caímos sobre el enemigo como repentina avalancha. Yo, lo mismo que Santorcaz, el mayorazgo y los demás de la partida, íbamos en la segunda fila. Penetraron impetuosamente los de la primera, acuchillando sin piedad; los caballos bramaban de furor, sintiéndose heridos a fuego y a hierro. Algunos caían, dejando morir a sus jinetes, y otros se arrojaban con más fuerza destrozando cuanto hallaban bajo sus poderosas manos. Los de la primera fila hicieron gran destrozo; pero a los de la segunda nos costó más trabajo, porque avanzando demasiado los delanteros, quedamos envueltos por la infantería, lo cual atenuaba un poco nuestra superioridad. Sin embargo, destrozábamos pechos y cráneos sin piedad.

Yo vi a Rumblar, ciego de ira, luchando cuerpo a cuerpo con un francés; vi a Santorcaz dando pruebas de tener un puño formidable para el manejo del sable; uselo yo mismo con toda la destreza que me era posible, y lo mismo yo que mis amigos y otros muchos jinetes de mi fila nos internamos locamente por   —218→   el grueso de la infantería contraria. Otro escuadrón daba nueva carga por el mismo flanco, lo cual, observado por nosotros, nos reanimó. No íbamos mal; pero los franceses eran muchos, estaban muy hechos a tales embestidas y sabían defenderse bien de la pesadumbre de los caballos, así como de los sablazos.

Sin embargo, no retrocedían delante de nosotros. Ya se sabe que siendo el objeto de la caballería producir un gran sacudimiento y pavor en las filas enemigas por la violencia del primer choque, cuando este no da aquellos resultados y se empeñan combates parciales entre los caballos y una numerosa infantería, los primeros corren gran riesgo de desaparecer, brutales masas devoradas en aquel hervidero de agilidad y de destreza. Aunque en la carga les hicimos gran daño, no les pusimos en dispersión: los combates parciales se entablaron pronto, y fue preciso que la caballería de España, a escape traída del ala izquierda; nos reforzase, para no ser envueltos y perdidos sin remedio. Hubo un momento en que me vi próximo a la muerte. A mi lado no había más que dos o tres jinetes, que se hallaban en trance tan apurado como yo: nos miramos, y comprendiendo que era preciso hacer un supremo esfuerzo, arremetimos a sablazos con bastante fortuna. Con esto y el pronto auxilio de la carga hecha en el mismo instante por la caballería de España, salimos del apuro. Revolviendo   —219→   atrás, hundí las espuelas, y mi caballo de un salto se puso en la nueva fila. No vi a mi lado más cara conocida que la de Marijuán. El conde y Santorcaz habían desaparecido.

En el mismo instante mi caballo flaqueó de sus cuartos traseros. Intenté hacerle avanzar, clavándole impíamente las espuelas: el noble animal, comprendiendo sin duda la inmensidad de su deber y tratando de sobreponerle a la agudeza de su dolor, dio algunos botes; pero cayó al fin escarbando la tierra con furia. El desgraciado había recibido una violenta herida en el vientre, y falto de palabra para expresar su padecimiento, bramaba, aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía el cuello, parecía dar a entender que hallando un charco de agua en que remojar la lengua sus dolores serían menos vivos, y al fin se abandonó a su suerte, tendiéndose sobre el campo, indiferente al ruido del cañón y al toque de degüello.




ArribaAbajo- XXVI -

Hallándome desmontado, me dirigí a buscar un puesto entre las escoltas de la artillería o en el servicio de municiones que se hacía precipitadamente por   —220→   los tambores entre los carros y las piezas. Al dar los primeros pasos, advertí el extraordinario decaimiento de mis fuerzas físicas; no podía tenerme en pie, y el ardor de mi sangre llegado a su último extremo, me paralizaba cual si estuviese enfermo. No es propio decir que hacía calor, porque esta frase común al verano de todos los países europeos es inexpresiva para indicar la espantosa inflamación de aquella atmósfera de Andalucía en el día infernal que presenció la batalla de Bailén. El efecto que hacía en nuestros cuerpos era el de una llamarada que los azotaba por todos lados: la cara se nos abrasaba como cuando nos asomamos a un horno encendido, y deshechos en sudor, nuestros cuerpos hervían, descomponiéndose la economía entera, desde el instante en que fuertes excitaciones del espíritu dejaban de sostenerla.

Cuando me encontré a pie y a alguna distancia del combate, que seguía con ventaja para los españoles, empecé a sentir vivamente y de un modo irresistible el aguijón candente de la sed que horadaba mi lengua, y la corriente de fuego que envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal desesperación, que de prolongarse mucho hubiérame impelido a beber la sangre de mis propias venas. Por ninguna parte alcanzaba a ver la gente del pueblo que antes trajera cántaros con agua, y al buscar con ansiosa inspiración en el seco aire una partícula de agua, bebía y respiraba oleadas de polvo abrasador.

  —221→  

Por un rato perdí la exaltación guerrera y el furor patriótico que antes me dominaban, para no pensar más que en la probabilidad de beber, previendo las delicias de un sorbo de agua, y anhelando apagar aquellas ascuas pegajosas que revolvía en mi boca. Con este deseo caminé largo trecho ante las filas de retaguardia del centro: los soldados de los regimientos que allí se rehacían para salir de nuevo al frente, clamaban también pidiendo agua. Vimos con alegría que desde el pueblo venían corriendo algunos soldados con cubos; pero al punto se nos dijo que aquella agua no era para nosotros; era para otros sedientos, cuyas bocas necesitaban refrescarse antes que las nuestras, si el combate había de tener buen éxito; era para los cañones.

La resistencia enérgica de las dos piezas del ala derecha, combinadas con las seis de la batería central, y el auxilio de la caballería atacando por el flanco la línea enemiga, hizo que esta fuese rechazada, a pesar de su frente compacto e incomparable bravura. Los franceses se retiraron, dejándose perseguir y desposicionar por la infantería y caballos de nuestra derecha. Harto se conocía este resultado en los gritos de alegría, en aquel concierto de injurias con que el vencedor confirma la catástrofe del vencido, cuando este vuelve la espalda. El sitio donde yo estaba se vio despejado por el avance de nuestras tropas, y en casi todos los jefes que allí había observé   —222→   tal expresión de gozo que sin duda consideraban asegurada la victoria. ¡Oh momento feliz! Ya se podía pensar en beber. ¿Pero dónde?

Después del avance de nuestras tropas, que no ocuparon enteramente las posiciones francesas por ofrecer esto algún peligro, los soldados del regimiento de Órdenes divisaron una noria, en el momento en que los franceses que durante la acción la habían ocupado se hallaban en el caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar como un santuario cuya conquista era el supremo galardón de la victoria, y se arrojaron sobre los defensores del agua escasa y corrompida que arrojaban unos cuantos arcaduces en un estanquillo. Los enemigos, que no querían desprenderse de aquel tesoro, le defendían con la rabia del sediento. Apenas disparados los primeros tiros, otros muchos franceses, extenuados de fatiga, y encontrándose ya sin fuerzas para combatir si no les caía del cielo o les brotaba de la tierra una gota de agua, acudieron a beber, y viéndola tan reciamente disputada, se unieron a los defensores.

Yo oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!» y no necesité más. Lanceme y conmigo se lanzaron otros en aquella dirección; tomé del suelo un fusil que aún apretaba en sus manos un soldado muerto, y corrí con los demás a todo escape en dirección a la noria. Penetramos en un campo a medio segar, a trechos cubierto de altos trigos secos, a   —223→   trechos en rastrojo. La lucha en la noria se hacía en guerrillas; acerqueme a la que me pareció más floja, y desprecié la vida lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo. La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse.

Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara. La desesperación nos hizo redoblar el esfuerzo porque nos asábamos, literalmente hablando; y por último, arrojándonos sobre el enemigo resueltos a morir, la gota de agua quedó por España al grito de «¡Viva Fernando VII!».

Por un momento dejamos de ser soldados, dejamos de ser hombres, para no ser sino animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el agua, hubiera   —224→   venido un solo francés con un látigo, nos habría azotado a todos, sin que intentáramos defendernos. Después de emborracharnos en aquel néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos reconocimos otra vez en la plenitud de nuestras facultades. ¡Qué inmensa alegría!, ¡qué rebosamiento de fuerza y de orgullo!

¿Pero habíamos vencido definitivamente a los franceses? Cuando se disipó aquella lobreguez moral con que la horrible sequedad del cuerpo había envuelto el espíritu, nos vimos en situación muy difícil. Corriendo hacia la noria nos habíamos apartado de nuestro campo, y adviértase que si el ejército francés fue rechazado con grandes pérdidas, conservaba aún sus posiciones. ¿Iba a emprenderse nuevo ataque, haciendo el último esfuerzo de la desesperación? Creíamos que sí, y señales de esto notamos en el campo enemigo que teníamos tan cerca. Al punto corrimos desbandamente hacia el nuestro, que estaba algo lejos, y saltando por junto a los trigos incendiados, abandonamos la noria, por temor a que fuerzas más numerosas que las nuestras nos hicieran prisioneros.

Verdad que los franceses, no dando ya ninguna importancia a las acciones parciales, se ocupaban en organizar el resto y lo mejor de su fuerza para dar un golpe de mano, última estocada del gigante que se sentía morir. Corrimos, pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él, pasó rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete, arrogante, vanaglorioso, con   —225→   la crin al aire, entero y sin heridas, algo azorado y aturdido. Era un animal de pura casta cordobesa, lo mismo que el mío. Le seguí, y apoderándome de sus bridas, cuando volvía me monté en él: después de ser por un rato soldado de a pie, tornaba a ser jinete. Busqué con la vista el escuadrón más próximo, y vi que a retaguardia del centro se formaba en columna con distancias el de España. Entré en las primeras filas, a punto que dijeron junto a mí:

-Los generales franceses van a hacer el último esfuerzo. Dicen que hay unas tropas que todavía no han entrado en fuego, y son las mejores que Napoleón ha traído a España.

Efectivamente, el centro se preparaba a una defensa valerosa, y guarnecía sus baterías, distribuía los regimientos a un lado y otro, agrupando a retaguardia fuerzas considerables de caballería a retaguardia. Cuando esto pasaba, sentí un vivo clamor de la naturaleza dentro de mí, sentí hambre, pero ¡qué hambre!... Francamente, y sin ruborizarme, digo que tenía más ganas de comer que de batirme. ¿Y qué? ¿Este miserable hijo de España no había hecho ya bastante por su Rey y por su patria, para permitir llevarse a la boca un pedazo de pan?

Haciendo estas reflexiones, registré primero la grupera de mi cabalgadura allegadiza, donde no había más que alguna ropa blanca, y después las pistoleras, donde encontré un mendrugo. ¡Hallazgo incomparable!   —226→   No satisfecho, sin embargo, con tan poca ración, llevé mis exploraciones hasta lo más profundo de aquellos sacos de cuero, y mis dedos sintieron el contacto de unos papeles. Saquelos, y vi un pequeño envoltorio y tres cartas, la una cerrada y las otras dos abiertas, todas con sobrescrito. Leí el primer sobre que se me vino a la mano, y decía así: «Al Sr. D. Luis de Santorcaz, en Madrid, calle de...».

Había montado en el caballo de Santorcaz.




ArribaAbajo- XXVII -

Olvidándome al instante de todo, no pensé mas que en examinar bien lo que tenía en las manos. El sobrescrito de la primera carta que saqué y que estaba abierta, era de letra femenina, que reconocí al momento. El de la carta cerrada, que sin duda no estaba ya en la estafeta por detención involuntaria, era de hombre, y decía: «Señora condesa de... (aquí el título de Amaranta) en Córdoba, calle de la Espartería». El tercer sobre, también de carta abierta, era de letra de hombre y dirigido a Santorcaz. Desenvolví en seguida el envoltorio de papeles, que guardaba un bulto como del tamaño de un duro, y al ver lo que   —227→   contenía, una luz vivísima inundó mi alma y sentí dolorosa punzada en el corazón. Era el retrato de Inés.

Aquella aparición en el campo de batalla, en medio del zumbido de los cañones y del choque de las armas; la inesperada presencia ante mí de aquella cara celestial, fielmente reproducida por un gran artista; la sonrisa iluminada que creí observar sobre la placa, cuando fijé en ella mis ojos; aquella repentina visita, pues no era otra cosa, de mi fiel amiga, cuando yo hacía tan vivos esfuerzos para hacerme digno de ella, me regocijaron de un modo inexplicable. Para iluminar los rasgos y colores de aquel retrato que sonreía, valía la pena de que saliese el sol, de que existiese el mundo, de que la serie del tiempo trajera aquel día, aunque deslustrado por los horrores de una batalla.

Estreché aquella Inés de dos pulgadas contra mi corazón y la guardé en mi pecho, resuelto a no darla, aunque la materialidad del pedazo de cobre pintado no me pertenecía... Pero era preciso leer aquellos papeles que podían esclarecer alguna de mis dudas. Detúvome al principio la vergüenza de leer cartas ajenas, lo cual es cosa fea; pero consideré que Santorcaz habría muerto, fundándome en la dispersión de su caballo abandonado, y además, como la curiosidad me empezaba a picar, a escocer, a quemar de un modo muy vivo, me decidí a leer la carta abierta,   —228→   porque el deseo de hacerlo era más fuerte que todas las consideraciones.

Yo estaba completamente absorbido por aquel asunto de interés íntimo: yo no atendía a la batalla; yo no hacía caso de los cañonazos; yo no me fijaba en los gritos; yo no apartaba la cabeza del papel, aunque sentía correr por junto a mis oídos el estrepitoso aliento de la lucha. En aquel instante, entre los veinte mil hombres que formando dos grandes conjuntos, se disputaban unas cuantas varas de terreno, yo era quizás el único que merecía el nombre de individuo. Átomo disgregado momentáneamente de la masa, se ocupaba de sus propias batallas.

La carta abierta, que llevaba la firma de Amaranta, decía así, después de las fórmulas de encabezamiento:

«¿Eres un malvado o un desgraciado? En verdad no sé qué creer, pues de tu conducta todo puede deducirse. Después de una ausencia de muchos años, durante los cuales nadie ha logrado traerte al buen camino, ahora vuelves a España sin más objeto que hostigarme con pretensiones absurdas a que mi dignidad no me permite acceder. Harto he hecho por ti, y ahora mismo cuando me has manifestado tu situación, te he propuesto un medio decoroso de remediarla. ¿Qué más puedo hacer? Pero no te satisface lo que en la actualidad y siempre bastaría a calmar la ambición de un hombre menos degradado   —229→   que tú; te rebelas contra mis beneficios, y aspiras a más, amenazándome sin miramiento alguno. A todo esto contesto diciéndote que desprecio tus amenazas, y que no las temo. No, no es posible que por la amenaza consiga nadie de mí lo que me impelen a negar mi dignidad, mi categoría, mi familia y mi nombre. Nunca creí que aspiraras a tanto, y siempre pensé que te conceptuarías muy feliz con lo que otras veces has alcanzado de mí, y hoy te ofrezco, haciendo un verdadero sacrificio, porque el estado del Reino ha disminuido nuestras rentas...».

Al llegar aquí el golpe de un peso que cayó chocando con mi rodilla, me hizo levantar la vista de la carta. El soldado que formaba junto a mí, herido mortalmente por una bala perdida, había rodado al suelo. En aquel intervalo vi hacia enfrente, envueltas en espeso humo las columnas francesas que venían a atacar el centro. Pero mi ánimo no estaba para fijar la atención en aquello. Pude notar que la caballería avanzaba un poco, que después retrocedía y oscilaba de flanco; pero dejándome llevar por el caballo, con los ojos fijos en el papel que sostenía a la altura de las riendas, no puse ni un desperdicio de voluntad en aquellos movimientos de la máquina en que estaba engranado. La carta continuaba así:

«...En vano para conmoverme finges gran interés por aquel ser desgraciado que vino al mundo como testimonio vivo de la funesta alucinación y del fatal   —230→   error de su madre. ¿A qué ese sentimiento tardío? ¿A qué acusarme de su abandono? No, esa niña no existe; te han engañado los que te han dicho que yo la he recogido. Mal podría recogerla cuando ya es un hecho evidente que Dios se la llevó de este mundo. ¿A qué conduce el amenazarme con ella, haciéndola instrumento de tus malas artes para conmigo? No pienses en esto. Por última vez te aconsejo que desistas de tus locas pretensiones, y te presentes ante mí con bandera de paz. ¿Eres un malvado o un desgraciado? Yo sería muy feliz si me probaras lo segundo, porque uno de mis mayores tormentos consiste en suponer tan profundamente corrompido el corazón que hace años sólo existía para amarme...».

Con esto y la firma de Amaranta terminaba la epístola, cuya lectura, absorbiendo mi atención, me distraía de la batalla. El fragor de esta zumbaba en mis oídos como el rumor del mar, a quien generalmente no se hace caso alguno desde tierra. ¿Es tal vuestra impertinencia que queréis obligarme a contaros lo que allí pasaba? Pues oíd. Cuando la tropa francesa de línea retrocedió por tercera vez, extenuada de hambre, de sed y de cansancio; cuando los soldados que no habían sido heridos se arrojaban al suelo maldiciendo la guerra, negándose a batirse e insultando a los oficiales que les llevaran a tan terrible situación, el general en jefe reunió la plana mayor, y expuesto en breve consejo el estado de las cosas,   —231→   se decidió intentar un último ataque con los marinos de la guardia imperial, aún intactos, poniéndose a la cabeza todos los generales.

Por eso, cuando leída la carta alcé los ojos, vi delante de las primeras filas de caballería algunas masas de tropa escoltando los seis cañones de la carretera, cuyo fuego certero y terrible había sido el nudo gordiano de la batalla. Servidos siempre con destreza y al fin con exaltación, aquellos seis cañones eran durante unos minutos la pieza de dos cuartos arrojada por España y Francia, por la usurpación y la nacionalidad en un corrillo de veinte mil soldados. ¿Cara o cruz? ¿Las tomarían los franceses? ¿Se dejarían quitar los españoles aquellos seis cañones? ¿Quién podría más, nuestros valientes y hábiles oficiales de artillería, o los quinientos marinos?

Yo vi a estos avanzar por la carretera, y entre el denso humo distinguimos un hombre puesto al frente del valiente batallón y blandiendo con furia la espada; un hombre de alta estatura, con el rostro desfigurado por la costra de polvo que amasaban los sudores de la angustia; de uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno como si se lo hubiera hecho pedazos con las uñas para dar desahogo al oprimido pecho. Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont que había   —232→   venido a Andalucía, seguro de alcanzar el bastón de mariscal de Francia. El paseo triunfal de que habló al partir de Toledo había tenido aquel tropiezo.

Los repetidos disparos de metralla no detenían a los franceses. Brillaban los dorados uniformes de los generales puestos al frente, y tras ellos la hilera de marinos, todos vestidos de azul y con grandes gorras de pelo, avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si una manotada gigantesca arrebatase la mitad de la fila, así desaparecían hombres y hombres. Pero en cada claro asomaba otro soldado azul, y el frente de columna se rehacía al instante, acercándose imponente y aterrador. Acelerábase su marcha al hallarse cerca; iban a caer como legión de invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas y degollar sin piedad a los artilleros.

Los que asistían a aquel espectáculo, sin ser actores de él, estaban mudos de estupor, con el alma y la vida en suspenso, cual si aguardaran el resultado del encuentro para dejar de existir o seguir existiendo. Sin embargo esto, ¿creerán mis lectores que algo ocupaba mi espíritu más de lleno que la última peripecia? Pues sí: yo tenía en mi mano la carta cerrada, y la curiosidad por leerla no era curiosidad, era una sed moral más terrible que la sed física que poco antes me había atormentado. Incapaz de resistirla, sintiendo que todo se eclipsaba ante la inmensidad del interés despertado en mí por los asuntos de dos o   —233→   tres personas que no habían de decidir la suerte del mundo, tomé la carta, la abrí sin reparar en lo vituperable de esta acción, y al punto la devoré con los ojos, leyendo lo siguiente:

«Señora condesa: Vuestra carta me anuncia que nada puedo esperar de vos por los honrados medios que os he propuesto. Lo comprendo todo, y si en la última que me dirigisteis, dictada sin duda por vuestro propio corazón, mostrabais bastante generosidad, en esta reconozco las ideas de vuestra tía la señora marquesa, que otro tiempo os dijo que antes quería veros muerta que casada con un hombre inferior a vuestra clase. Preguntáis que si soy un malvado o un desgraciado: y contesto que ya que os alcanza la responsabilidad de lo segundo, a vos también os tocará sin duda la triste gloria de lo primero. Esta será la última que os escriba el que en algún tiempo no hubiera cambiado por todas las delicias del Paraíso el gozo de leer una letra de vuestra mano. Quizás por mucho tiempo no oigáis hablar de mí; quizás disfrutéis la inefable satisfacción de creer que he muerto; pero en la oscuridad y lejos de vos, yo me ocuparé de lo que me pertenece. ¿Quién es el culpable, vos o yo? Cuando supe en Madrid que habíais recogido a nuestra hija después de largo abandono, os prometí legitimarla por subsiguiente matrimonio, como correspondía a personas honradas. Primero me contestasteis indecisa y luego furiosa,   —234→   rechazando una proposición que calificabais de absurda e irreverente, y llamándome jacobino, francmasón, calavera, perdido, tramposo, con otras injurias que quisiera oír en tan linda boca. Yo acepto el bofetón de vuestro orgullo. Lo que no me explico es la desfachatez con que negáis haber recogido a vuestra hija. ¿Y decís que esto no me importa? Ya veréis si me importa o no. Yo sé que la habéis recogido; yo sé que está en un convento; yo sé que su boda con el conde de Rumblar está concertada; yo sé que para llevarla a cabo se han tenido en cuenta poderosos intereses de ambas familias, que la hacen imprescindible; yo sé que para llevar a efecto la legitimación, se ha consumado una superchería poco digna de personas como...».

Una inmensa conmoción, un estrépito indescriptible me obligaron a apartar la atención de la carta. Los marinos llegaban a la boca de los cañones, y un combate terrible, en que parecíamos llevar lo mejor, se había trabado. Esto era sin duda sublime; esto sacaba de quicio y conmovía el alma en su fundamento; pero ¿no había algo más en el mundo? Inés, su madre, su padre, su porvenir, su casamiento, y yo con mi desmedido y leal amor: yo, preguntándome si podría subir hasta ella, o si era preciso hacerla descender hasta mí... ¡Oh!, esta sí que era batalla; esta sí que era lucha, señores. Su campo estaba dentro de mí, y sus fuerzas terribles chocaban dentro del espacio   —235→   silencioso de mi pensamiento. ¿Cómo no atender a ella más que a otra alguna? El corazón, tirano indiscutible, agrandando inconmensurablemente las proporciones de mi batalla, la había hecho mayor que aquella de que tal vez dependían los destinos del mundo.

Yo vi los marinos próximos ya, muy próximos a nuestros cañones; sentí gritos de júbilo y de victoria pronunciados en española lengua, y aunque todo esto me conmovía mucho, la carta no concluida me quemaba la mano. Decid que yo era un estúpido egoísta; pero señores, ¿y la carta, y aquel casamiento imprescindible, y aquella superchería misteriosa?... ¿Se ganaba la batalla? Creo que sí, y la faz de Europa iba a variar sin duda. ¿Pero qué me importaba el desconcierto del Imperio, el júbilo de Inglaterra, el estupor de Rusia, los preparativos de la coalición, el descrédito del grande ejército?

¿Hemos de sobreponer el interés de los conjuntos lanzados a bárbaras guerras, al interés del inocente individuo que lucha a solas por el bien y por el amor? ¿Hemos de sobreponer el interés de la guerra, que destruye, al del amor que crea y aumenta y embellece lo creado? Reíos de mí; pero al mismo tiempo pensad en el modo de probarme que un corazón ocupa menos espacio en la totalidad del universo que los quinientos diez millones de kilómetros cuadrados de la pelota de tierra en que habitamos.

  —236→  

Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio que en el punto en que se eclipsaba la estrella que por diez años había iluminado la Europa, volví a fijar los ojos en la carta para continuar leyendo. Si no quieren Vds. enterarse de ello, no se enteren; pero es mi deber decir que la carta concluía así:

«...una superchería poco digna de personas como vos. Segura estáis y con razón de que nada puedo contra vos. En efecto, yo sé que si algo intentara sería vencido. Pobre, sin recursos, sin valimiento, ¿qué podría contra la justicia que sólo defiende a los poderosos? Pero mi hija me pertenece, y si hoy no está en mi poder, os aseguro que lo estará mañana. Entretanto guardaos vuestro dinero».

No decía más. Pero cuando acabé de leerla, ¡qué nueva y terrible fase tomaba la refriega entre los marinos y nuestros soldados! ¡Santo Dios! ¿La batalla se perdería? Los franceses, destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sacaban fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no las tenían. Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los primeros de derecha e izquierda, atacaban los segundos, daban fuego los terceros, y el servicio de municiones era hecho por paisanos.   —237→   Los franceses medio resucitados con la valentía de los marinos, pudieron habilitar dos piezas y desde lejos tomando por punto en blanco la masa de nuestra caballería, disparaban bastantes tiros. Su larga trayectoria, pasando por encima de la batería española, hería las primeras filas de mi regimiento. Este se encabritó como si fuera un solo caballo; chocamos unos con otros, y el espectáculo de dos compañeros muertos sin combatir nos llenó de terror. Al mismo tiempo oímos decir que escaseaban las municiones de cañón. ¡Terrible palabra! Si nuestros cañones llegaban a carecer de pólvora, si en sus almas de bronce se extinguía aquella indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa cuanto encuentra por delante, bien pronto serían tomados por los valientes marinos, y les aguardaba el morir inutilizados por el denigrante clavo, fruslería que destruye un gigante, alfiler que mata a Aquiles.

Esta consideración ponía los pelos de punta. ¿Sucumbiría España? ¿No le reservaba Dios la gloria de dar el primer golpe en el pedestal del tirano de Europa?... No, no es posible asistir indiferente al espectáculo de tan supremo esfuerzo, oh patria; pero te confieso que yo rabiaba por conocer el autor de aquella tercera carta que tenía en mi mano, y cuando sin desatender a tu admirable heroísmo, miré la firma y vi el nombre de Román, segundo mayordomo de mi inolvidable   —238→   ama; cuando consideré que aquel papel contendría revelaciones importantes, me dominó de tal modo la curiosidad, que por un instante desapareciste de mi espíritu, ¡oh sublime rincón de tierra, destinado más de una vez a ser equilibrio del mundo! Adiós España, adiós Napoleón, adiós guerra, adiós batalla de Bailén. Como borra la esponja del escolar el problema escrito con tiza en la pizarra, para entregarse al juego, así se borró todo en mí para no ver más que lo siguiente:

«Sr. D. Luis de Santorcaz: Voy a deciros puntualmente lo ocurrido. Todo está resuelto, y por ahora os dan con la puerta en los hocicos. La señora marquesa de Leiva, al recoger a la señorita Inés, pensó en el modo de legitimarla. Advierto a Vd. que desde que la trataron, ambas la quieren mucho, y se desviven por decidirla a que salga del convento. Cuando la señora condesa recibió la carta de Vd. en que le proponía la legitimación por subsiguiente matrimonio, mostrola a su tía, y ésta furiosa y fuera de sí preguntó si quería deshonrarse para siempre siendo esposa de semejante perdido. Lloró un poco la condesa, lo cual es indicio de que aún le queda algo de aquel amor; y por último, después de muchas reconvenciones, convinieron las dos en no admitirle a Vd. en su familia por ningún caso. Ya sabe Vd. que según consta en la fundación de este gran mayorazgo, uno de los principales de España, no habiendo   —239→   herederos directos, pasa a los de segundo grado en línea recta, por lo cual ahora correspondería al primogénito del conde Rumblar. La actual condesa de Rumblar, enterada de la aparición de una heredera, anunció a mi ama que entablaría un pleito, y vea Vd. aquí el motivo de que en casa se haya trabajado tanto por la legitimación. Por fin, las dos familias acordaron evitar la ruina de un pleito y se han puesto de acuerdo sobre esta base: casar a la señorita Inés con D. Diego de Rumblar, previa legitimación de aquella, por lo que llaman autorización del Rey, con lo cual, ambos derechos se funden en uno solo, evitando cuestiones. En cuanto al punto más difícil, la señora marquesa lo ha resuelto al fin de un modo ingenioso y seguro. La niña ha entrado al fin con pie derecho en la familia. No pudiendo legitimar la madre, porque a ello se oponen las leyes; no pudiendo aceptarse la fórmula del subsiguiente matrimonio, ni conviniendo tampoco la adopción, por no dar esto derecho a la herencia del mayorazgo, se acordó lo que voy a decir a Vd., y que sin duda le llenará de admiración. Este sesgo del asunto tiene para la familia la ventaja de que mi señora la condesa no pasará ningún bochorno. La señorita Inés ha sido reconocida por aquel...».

Un violento golpe arrebató el papel de mis manos. Encabritose mi caballo, y al avanzar siguiendo el escuadrón, sentí la estrepitosa risa de un soldado que   —240→   decía: «Aquí no se viene a leer cartas». Corrimos fuera de la carretera, y todos mis compañeros proferían exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante una espesa cortina de humo, que al disiparse permitía distinguir los restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una bandera blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluido.

Nuestros soldados se abrazaban con delirio. Confundíanse los diversos regimientos, y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los caballos recorrían orgullosos la carretera, y los generales confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta llaneza como esta. Los gritos de ¡viva España!, ¡viva Fernando VII! parecían un concierto que llenaba el espacio como antes el ruido del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra victoria y con el desastre de los franceses, primera vacilación del orgulloso Imperio. En tanto yo recorría el campamento, miraba al suelo, miraba las manos de todos, las cureñas de los cañones, los charcos de sangre, los mil rincones del suelo, junto al cuerpo de un herido y bajo la cabeza del caballo moribundo. Marijuán se llegó a mí con los brazos abiertos y gritó:

-Les vencimos, Gabriel. ¡Viva España y los españoles,   —241→   y la Virgen del Pilar a quien se debe todo! Pero ¿qué buscas, que así miras al suelo?

-Busco un papel que se me ha perdido -le contesté.




ArribaAbajo- XXVIII -

-Déjate de papeles -me dijo Marijuán- ¡Qué demonios de marinos! ¿Viste cómo atacaban?

-La hacen hija legítima por autorización real.

-¿Qué estás diciendo? Ya no queda duda que hemos vencido a Napoleón, y como este ha vencido a todo el mundo, resulta que nosotros hemos vencido al mundo entero. ¿Pero chico, no te vuelves loco? Mira cómo alzan los brazos gritando, aquellos generales que vienen por el llano. ¡Benditas penas, benditos golpes, bendito calor y bendita sed, puesto que al fin hemos salido vencedores! ¡Viva España!

-De esa manera -le dije yo, preocupado con mis guerras -entra a disfrutar el mayorazgo, casándose con D. Diego, para evitar un litigio que arruinaría a las dos familias.

-¿Qué hablas ahí, muchacho? -exclamó con sorpresa- Ya sabes que los franceses se van a entregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelva Napoleón a meterse   —242→   con los españoles! Chico; nos vamos a comer el mundo, y digo que la Junta de Sevilla es una remilgada si no nos manda conquistar a París. ¡Viva España!

-Y nuestro amo, ¿dónde está? -pregunté intranquilo-. ¿Qué ha sido del señorito de Rumblar?

-¡Creo que ha muerto! -me contestó lacónicamente Marijuán, picando espuelas y alejándose de mí.

Tan estupenda noticia dio nueva dirección a mis alborotados pensamientos. El aspecto de la refriega interior que me sacudía el alma cambió de improviso y por completo. Todo vino abajo, todo se puso de otro color, y el mundo fue distinto a mis ojos. Ignoro si en aquel momento sentí la muerte de mi amo, o si por el contrario, desbordado el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo la desaparición de quien interponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba a mis ojos el equilibrio del universo, más que Napoleón el de Europa... En medio del delirio de aquella gran victoria, una de las más trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo permanecía mudo, y mi caballo me transportaba de un lado para otro según su albedrío. En mi derredor la efervescencia de aquella patriótica alegría, de aquel entusiasmo febril causaba estrepitoso oleaje. Allí la persona humana había desaparecido fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad o la Nación, que era sin duda la que conmovía la tierra con sus gritos de gozo. El único que   —243→   se conservaba aislado, y podía llamarse hombre, era el egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con la montaña, y que rodaba solo haciendo por su propia cuenta las revoluciones establecidas por la armonía del mundo.

-Es preciso averiguar si realmente ha muerto Rumblar... ¿Entrará al fin Inés en la familia de su madre? ¿La perderé para siempre? ¿Debo reírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Un hombre como yo puede subir a tanta altura? ¿La misteriosa oscuridad de los tiempos venideros ocultará alguna cosa que destruya este nivel espantoso? ¿Puedo esperar, o resignarme desde ahora, bendiciendo la mano de la Providencia que me arroja en el polvo de donde nunca debí intentar salir?

Estas preguntas me hacía, cuando un acontecimiento no previsto vino a alterar repentinamente la situación de las cosas fuera de mí. El ejército corría a ocupar sus posiciones; la corneta y el tambor convocaban a todos los soldados, y gran número de gentes del pueblo, hombres y mujeres, corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel que venía de Guarromán en auxilio de Dupont, y ya a poca distancia, un cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida   —244→   y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación.

Al instante mandó Reding un oficio al general francés dándole cuenta de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como en el cuartel general de este se estaban ya negociando las bases de la capitulación, nos consideramos seguros de ser atacados por la parte alta del camino, a causa de que la acordada suspensión de armas debía afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de Andalucía.

A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de Irlanda y el famosísimo de Órdenes Militares que tanto se había distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de Vedel, las cuales iban llegando por momentos y tomaban posiciones. Mi regimiento fue colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería poco más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles con fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir no a combatir con los franceses, sino a   —245→   pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores, rehenes preciosos, cuales eran los restos del ejército de Dupont, que estaban en nuestro poder, como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el tajo. Durante la confusión que siguió al ataque, algunas tropas acudieron a cercar el campo francés vencido, y otras corrieron en auxilio de los regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran compromiso.

A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas, todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el primero, y los valerosos paisanos lo mismo que los soldados de línea ardían en generoso anhelo de morir si era preciso por rematar con una tarde épica la gloriosa mañana.

Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte. Casi juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección referir.

-¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrumblar o es la gente de Mengíbar? -preguntaban allí.

-Es la división de D. Manuel de la Peña, que viene por la Casa del Rey -contestó uno que a todo escape venía del primer campo de batalla.

La tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento de Dupont, había llegado, y se anunciaba al enemigo con disparos   —246→   de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del ejército, si Vedel no se sometía al armisticio, Dupont dio enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que ajustaba su general en jefe.

Seguimos, sin embargo, sobre las armas, y las entradas de la villa continuaron custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban para proporcionarnos algún descanso. Cuando me tocó dejar la guardia, dirigime a una de las muchas casas del pueblo en que curaban heridos, para que me pusieran algo en la mano izquierda, donde había recibido una contusión que aunque ligera, me escocía bastante. Regresaba luego a pie en busca de mi puesto, cuando, sintiendo una mano en mi hombro, miré y tuve el gusto de encontrarme cara a cara con D. Paco, el maestro y ayo de D. Diego.

-¿Qué ha sido del niño?, ¿dónde está? No ha venido por casa -me dijo con tono angustiado y poniéndose pálido.

-Sr. D. Paco -le contesté-, francamente, no sé dónde está el señor conde, aunque me parece que debe de estar vivo.

-¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen de Araceli, la de Fuensanta, la del Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan! Las piernas me tiemblan,   —247→   Gabriel, y si mi señor y discípulo no parece, yo no me atrevo a decírselo a la señora.

-Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluir la batalla. Andará por cualquier lado -dije para calmar su inquietud.

-Es raro que estando sano y salvo no viniese a casa, o mandara un recado. ¿En dónde hay caballería?

-En San Cristóbal, en donde estaba la batería, en la noria, en los altos de la derecha, en los del Gaudiel, hacia el Herrumblar, en muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.

-Dios lo quiera. Voy, corro a buscarlo. ¿Dime tú... ya no harán fuego, eh? ¿Habrá peligro en andar por aquí? Si quisieras acompañarme. ¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenas noticias le traigo cómo se apresuraría a venir a mi encuentro!

-¿Qué noticias, Sr. D. Francisco? ¿Se pueden saber? -pregunté disponiéndome a acompañar al ayo por el campo de batalla.

-¡Noticias estupendas y que le harán saltar de gozo! Esta mañana recibió la señora un propio de la marquesa de Leiva, anunciando que su Excelencia, con la condesa, con la señorita Inés y el señor marqués, salen de Córdoba para Madrid, a donde los llama un negocio de mucho interés para las dos familias.

-El camino no está para viajes, Sr. D. Paco.

-Vienen por Mengíbar, y anuncian que de esta   —248→   noche a mañana llegarán a casa, donde piensan detenerse algunos días, no sólo para tomar descanso, sino para que ambas familias se conozcan y traten, pues son ramas que van a injertarse, formando un solo árbol frondoso que eche profundas raíces en el suelo de la Nación y dé sombra a numerosa e ilustre prole.

-Sí -dije-, ya sé que el señorito se casa...

-¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan enreda de D. Diego!... Sí, se casa. He visto el retrato de la señorita Inés, que es un portento de hermosura. Pues sí: la niña no quería salir del convento, aunque se lo predicaran frailes teatinos; pero yo no sé; algo pasó allá a principios del mes, o sin duda la joven al ver el retrato de D. Diego, sintió la flecha del dios ceguezuelo en su corazón. Lo cierto es que ha pedido salir del convento, con gran regocijo de sus parientes, y ahora marchan todos a Madrid para las diligencias de la legitimación, porque ya sabes tú que...

-Sí, había entendido que esa joven era hija de la señora condesa.

-¡Calla, deslenguado procaz! ¡Qué has dicho! La señora condesa, prima de mi señora, había de tener semejantes tapujos. No hay tal cosa, chiquillo desvergonzado. La señorita Inés es hija de una dama extranjera, que ya no existe y que floreció hace quince años en la corte, dando que hablar por sus amores con un célebre caballero de esta ilustre familia. ¿Sabes quién es el padre de doña Inés? Pues no es otro   —249→   que ese espejo de los diplomáticos, ese discretísimo hermano de la señora marquesa de Leiva, el cual ha reconocido a la muchacha por hija suya, y ahora se apresura a legitimarla por autorización real para que entre en posesión del mayorazgo cuando Dios se sirva llamar a su seno a la señora marquesa de Leiva.

-¡Qué bien lo han compuesto todo! -exclamé sin poder contener la expresión de mi asombro.

-¿Cómo compuesto? Mi señora me ha participado esta mañana lo que acabo de decir. ¡Ah! Ese sin par diplomático, que tanta fama tiene en todas las cortes de Europa, ha dado una prueba de caballerosidad, poniendo su nombre a ese fruto de sus iracundas fogosidades juveniles, abandonado hasta hoy, y que en lo sucesivo descollará cual arbusto lozano en el pensil de la sociedad española... Pero ese D. Diego... ¿En dónde está D. Diego? Hablemos al general en jefe... preguntemos a esos soldados... Diga Vd., héroe de este día, que se anotará en los fastos de la historia con piedra blanca, albo notanda lapillo; oiga Vd., ¿ha visto Vd. por casualidad a D. Diego?

Y así iba preguntando a todos, sin que nadie le diese razón.



  —250→  

ArribaAbajo- XXIX -

Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y así que oscureció empezaron a pasarse a nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla; pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés sino español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su patria y a la verdad, que es superior a todo.

La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se habían juntado en Andújar, residencia del general en jefe, y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses en todas partes, que no les era posible moverse. Esta   —251→   vigilancia permitía descansar a una parte del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy levemente como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.

Salía yo de Bailén con un cesto de víveres para unos jefes de artillería cuando tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de algunos voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.

-¡Oh, Sr. de Santorcaz! -exclamé con la mayor sorpresa-. ¿Está Vd. vivo? Yo le hacía en el otro barrio.

-No, muchacho, vivo estoy -me respondió-. Dios quiere que todavía el que está dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el mundo.

-¿Pero tampoco está Vd. herido?

-Aquí tengo un par de rasguños; pero esto no es nada para un hombre como yo. Ya sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para ganar charreteras; pero puesto que me las dan, las tomo.

-Grandes hazañas habrá hecho el Sr. D. Luis.

-Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendime rabiosamente contra tres o cuatro franceses. Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví a nuestro campo con un águila que entregué al marqués de Coupigny. Al recoger de mis manos la bandera, el general, después   —252→   de preguntarme si era licenciado de presidio, me dijo: «Es Vd. sargento». ¿Ves? Me han puesto al frente de este pelotón de buenos muchachos; ¿quieres venirte con nosotros?

Diciendo esto señaló a los esclarecidos varones que le seguían, los cuales, o yo me engaño mucho o eran la flor y nata de Ibros, Sierra de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerísimas piernas y manos. Dile las gracias por el ofrecimiento, y seguí mi camino.

-¡Ah! ¿Qué sabe Vd. de D. Diego? -le pregunté volviendo atrás.

-Pues qué -dijo retrocediendo-, ¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió?

-No sé nada de tal caballo -repuse alejándome.

Ya avanzada la noche regresé a Bailén, donde me causó sorpresa ver una triste procesión compuesta de tres mujeres vestidas de negro, a las cuales seguían hasta media docena de hombres, llevando por delante dos criados con sendos farolillos para alumbrar el camino. Acerqueme y reconocí a doña María, con sus dos hijas, las tres cubiertas con negros mantones y muy afligidas y llorosas. Digo mal, porque si las dos muchachas se deshacían en lágrimas, la señora condesa conservaba seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el andar muy   —253→   firme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el mayor respeto y ofreciéndola mi ayuda si, como parecía, iban en busca de D. Diego.

-¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo le perdiste de vista durante la batalla? -me preguntó.

-Señora, desde la gran carga que dimos sobre el ala izquierda de los franceses dejé de ver a D. Diego.

-Yo creí que estuviera entre los heridos; pero no está. ¿Todos los muertos han sido recogidos del campo de batalla?

-Sí señora; sólo quedan los desconocidos, los paisanos que no estaban afiliados a ningún regimiento.

-Vamos a ver -dijo con un aplome, con una firmeza que me asombraron, pues no suponía tanto valor en el alma de una mujer.

-Yo acompañaré a usía con mucho gusto.

-¿Y qué tal se ha portado mi hijo? -me preguntó cuando marchábamos juntos.

-Señora, se ha portado como un héroe; se ha portado como quien es.

-¿Los jefes advirtieron su valor? ¿Elogiaron su bizarría, recordando el linaje de mi hijo?

-Sí señora, los jefes estaban con la boca abierta presenciando las hazañas de D. Diego -repuse por halagar el amor propio de la noble señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su vástago había honrado el nombre de Rumblar.

  —254→  

-¿Y amabais vosotros a mi hijo?

-¡Oh!, sí señora. D. Diego es tan bueno... y nos trata como si fuéramos todos iguales.

-¡Como si todos fuerais iguales! -exclamó doña María con ligeras muestras de enfado.

-No... vamos al decir... -indiqué corrigiendo mi lapsus-. D. Diego es un caballero y nosotros unos badulaques... quiero decir que nos trataba sin tiranía... ¡Pobre D. Diego! Pero le hemos de encontrar, señora. D. Diego está sano y salvo. Me lo dice el corazón.

-Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos a buscar a mi hijo y te recompensaré. Si parece, yo te prometo que serás su paje cuando se case.

-¡Ah, gracias señora!, muchas gracias -contesté con viveza.

-Eres modesto. ¿Crees que no mereces este honor? Aunque no lo merezcas yo te lo concedo.

Llegamos a un punto en que se distinguía un cuerpo tendido boca abajo sobre el suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y Presentación se abrazaron llorando a gritos. La curiosidad luchó un instante en nosotros con el temor, pues deseábamos acercamos al cadáver por ver si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso era. Doña María fue la primera que dio un paso y la seguimos todos. Aquel cadáver solitario de un hombre muerto por la patria, no había encontrado todavía ni un pariente, ni un amigo, ni   —255→   un camarada que se cuidase de él. No era D. Diego.

La condesa después de examinarlo alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y rezó en voz alta el Padre nuestro, a cuya oración contestamos todos muy devotamente con El pan nuestro...

Seguimos andando, y en otro sitio encontramos algunos cadáveres, que la condesa con heroísmo sobrenatural examinaba cara a cara hasta convencerse de que su hijo no estaba allí. Si nos acontecía llegar en el momento de abrir a alguno la sepultura, todos echábamos un puñado de tierra en la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en la vasta superficie del campo, no quedando huella ni marca alguna en el suelo, como no queda noticia del heroísmo individual en la historia.

Nuestras pesquisas por todo el campamento no dieron resultado alguno. Las dos hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar en castellano y en latín, recitando con fervorosa declamación cuantas oraciones sabían. Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco, que más de una vez se cayó al suelo. Sólo doña María conservaba una entereza heroica y casi bárbara que hacía creer en la superioridad del temple moral de algunos linajes sobre el plebeyo vulgo. No en vano tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el Bueno.

Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientras   —256→   reinaba en ella la desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de doña María.

-Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo -exclamó sentándose en el clásico sillón de cuero-, concédame al menos el consuelo de saber que ha muerto con honor.

-D. Diego ha de parecer, señora -dije yo con movido-. Si hubiera muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?

Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló así:

-¿Pero no hubo también un pequeño combate por donde estaba Vedel? ¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!

-Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de Dupont -repuso doña María.

-¿Y si el niño estaba herido y lo metieron en el hospital francés?...

-Yo lo he de averiguar, señora -exclamé-. Mañana mismo pediremos un salvo-conducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le encontraremos.

-Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que dices, y encuentras a mi hijo y le traes -me dijo la de Rumblar-, la recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la tierra a veces son trocadas en miseria, en tristeza, en nada por su mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta a mi casa y a mi nombre?   —257→   Dios habrá decidido que todo perezca y que las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa una vida por noble que sea?, ¿qué una familia, por grande que sea su lustre?

La enérgica entereza de aquella mujer de acero me llenó de asombro. Después continuó así:

-Yo creí que este sería un día de júbilo en mi casa. Después de la victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de llegar aquí esta noche... ¿No ha llegado? Cuide usted, don Paco, de que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?

Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por su madre. Pareciome que esta también comenzaba a sentir vacilante su varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón. Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los criados y a mí, se quedó sola.

Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una gran algazara en el patio, y al oír   —258→   esto, diome un gran vuelco el corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al diplomático que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.

Yo temía ser visto de Amaranta; pero como esta y su tía habíanse adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático, que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura. Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía en un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda pendientes de la espalda y de la cintura de Inés flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vio.




ArribaAbajo- XXX -

Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con D. Paco en el comedor.

  —259→  

-Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe -dijo el ayo-. Y si mi amo no parece el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla a un joven que prometía ser gran filósofo, y que ya era gran calígrafo.

-¡Demonio de contrariedad! -dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él-. Lo siento... a nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea Vd. la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija... ¡Ah! Sr. D. Francisco: yo he tenido una juventud muy borrascosa, como todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá Vd. de mis aventuras, pues no había en las cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera, que no se me rindiese. Después de todo es una desgracia haber nacido con tal fuerza de atracción en la persona, Sr. D. Francisco; tanto que todavía... pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe D. Diego, no por eso se quedará soltera; pues cartas tengo aquí del príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real pidiéndomela en matrimonio. Como yo tengo tantos amigos en las cortes de Europa, y en España mismo, pues... ya he sabido que las principales familias acogidas en Bayona o residentes   —260→   en Madrid, se disputan la mano de mi hija. ¿La ha visto Vd., Sr. D. Francisco? ¿Ha observado usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de aquella hermosísima, cuanto desgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me enternezco, señor D. Francisco... Pero hablemos de otra cosa, cuénteme Vd. cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh! Sr. D. Francisco, temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los militares son tan legos en esto de tratados... Yo traigo un proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia...

Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al buen D. Paco, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los cuales llegose a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:

-¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?

-No, Sr. de Santorcaz -repuse-. No sé qué gente es esa, ni me importa saberlo.

Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.

  —261→  

Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar otra vez a nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el general español escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí a D. Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D. Diego despreciado por ella? Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.

Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían abierto profundas zanjas donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían.   —262→   Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.

Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día cuando regresamos a Bailén, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el lugarteniente general del Reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas, y acordaron considerarles como prisioneros de guerra, obligándoles a entregar las armas. Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly, no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de la rendición.

También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses no hubieran llevado botín tan numeroso, habrían podido salvarse retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos quinientos carros llenos de   —263→   riquezas les puso en el aprieto de rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que los franceses hubieran podido escaparse con carros ni sin carros, porque allí estábamos nosotros para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al Imperio:

«Más hubiera querido saber su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor de comprometer lo que había robado»7.

No nos atrevimos a volver a la casa con la mala noticia de que el niño no parecía, y seguimos visitando todos los contornos, para preguntar a la gente del campo. D. Paco estaba tan fatigado, que no pudiendo dar un paso más se arrojó al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y firmes en nuestra santa empresa, nos dirigimos al campamento de Vedel, con otro oficio del general Reding. Mas vino la noche y los centinelas no nos dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a diferir nuestra expedición para el día siguiente muy temprano. Ni Marijuán, ni D. Paco ni yo teníamos esperanza alguna, y considerábamos al mayorazgo perdido para siempre.

Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba firmada, y más nos lo hacía creer la   —264→   circunstancia de que varios oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y llevando despachos.

No distábamos mucho de la ermita de San Cristóbal, cuando advertimos gran movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta que les tuvimos muy cerca, observamos que camino abajo venía hacia nosotros un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. Corría a ratos velozmente, luego se detenía y acercándose a los matorrales sacaba su sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o con una pita; luego parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo en la punta del sable.

-¡Qué veo! -exclamó D. Paco con súbita exaltación-. ¿No es aquel mozalbete el propio D. Diego, no es mi niño querido, la joya de la casa, la antorcha de los Rumblares...? Eh... D. Dieguito, aquí estamos... venid acá.

En efecto, cuando estuvimos cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo bailarín era D. Diego en persona. Él nos vio y al punto vino corriendo para abrazarnos a todos con mucha alegría.

-Venid acá, venid a mis brazos, esperanza del mundo -exclamó D. Paco, loco de contento-. ¡Si supiera Vd. cómo está mamá! ¡Buen susto nos ha   —265→   dado el picaroncillo!... ¿Pero qué ha sido eso, niño? ¿Estaba usía prisionero?

-Me cogieron prisionero junto a la ermita -dijo D. Diego-. ¿Pero estás vivo, Gabriel, y tú también, Marijuán? Yo creí que os habían matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?... Pero os contaré lo que me pasó. Después de la carga, y cuando entró la caballería de España, quedé a retaguardia del regimiento; se me murió el caballo y corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando vinimos aquí nos cogieron prisioneros los franceses, y yo les dije tantas picardías que quisieron fusilarme.

-¡Qué horror! -exclamó D. Paco-. Pero veo que es Vd. un héroe, oh mi niño querido. Creo que la mamá piensa dirigir una exposición a la Junta para que le den a Vd. la faja de capitán general.

-Me iban a fusilar -continuó el rapaz-, cuando un oficial francés tuvo lástima de mí y me salvó la vida. Después lleváronme a sus tiendas donde me dieron vino, y...

-Vamos, vamos pronto a casa, y allí contará Vd. todo -dijo D. Paco-. ¡Qué alegría! Volemos, señores. ¡Cuando la señora condesa sepa que le hemos encontrado!... ¡Ah! ¿No sabe Vd. que está ahí su novia?... ¡Qué guapísima es!... La pobre no cesa de llorar la ausencia del niño, y si no hubiese Vd. parecido, creo que la tendríamos que amortajar. Vamos, vamos al punto.

  —266→  

Corrimos todos a Bailén muy contentos. Al llegar al pueblo, uno de nosotros propuso anticiparse para anunciar a doña María la fausta nueva; pero no permitió D. Paco que nadie sino él en persona se encargase de tan dulce comisión, y con sus piernas vacilantes corrió hasta entrar en la casa diciendo con desaforados gritos: -¡Ya pareció, ya pareció!

Cuando nosotros llegamos con el joven, todos salieron a recibirle, excepto Amaranta, a quien un fuerte dolor de cabeza retenía en su cuarto. Era de ver cómo los criados, las hermanitas y la misma doña María, sin poder contener en los límites de la dignidad su maternal cariño, le abrazaban y besaban a porfía; y uno le coge, otro le deja, durante un buen rato le estrujaron sin compasión. Al fin reuniéndose todos, inclusos los huéspedes en la sala baja, don Diego fue solemnemente presentado a su novia. No puedo olvidar aquella escena que presencié desde la puerta con otros criados, y voy a referirla.




ArribaAbajo- XXXI -

Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada, cuando el diplomático se fue derecho a ella llevando de la mano a D. Diego, y le dijo:

  —267→  

-Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino, varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco como siga la guerra.

-Hijo mío -añadió doña María-, las altas prendas de la que va a ser irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión, porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal evidente de que Dios tenía decidida ya vuestra unión en sus altos designios.

-Bonito es el retrato -dijo D. Diego con un desenfado impropio de la situación-; pero Vd., Inés, lo es más todavía. ¿Y en qué consistía el no querer salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la retenían a Vd. por fuerza, esperando que al profesar les llevara un buen dote. Pero no, yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.

Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto, procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las palabras del incipiente chico.

-Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento francés -dijo a D. Diego.

-Pues me querían fusilar -repuso el mayorazgo   —268→   sentándose-. Ya me tenían puesto de rodillas, cuando un oficial mandó suspender la ejecución.

-¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?

-Porque les dije mil perrerías. Después, cuando me llevaron a la tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo muerto.

-¿Y no sabes tú -exclamó doña María sin poder disimular su indignación-, que las personas de buena crianza no beben sino poquito?

-Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome le petit espagnol.

-Lo cual, en la lengua de las Galias, quiere decir el pequeño español -dijo D. Paco.

-Pero no debió Vd. dejarse emborrachar, joven -indicó el diplomático-. Juro que si eso hubiera pasado conmigo, de un sablazo descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.

Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una sibila de Miguel Ángel.

-Pero si todos aquellos señores me querían mucho... -continuó D. Diego-. Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Díjeles que sí, y poniéndose muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida.   —269→   No quería yo más para divertirme; así es que, poniendo una silla en lugar de toro, le capeé, le puse banderillas y le di muerte con mi sable, pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados! Hasta el general acudió a verme.

-Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés -dijo la señora madre con tremenda ironía.

-Si no me querían dejar venir. Después me dijeron que les cantara el jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave-María purísima! Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si me pasaba al ejército francés, me tomarían por ayudante, llevándome a Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.

-¡Y no les distes una bofetada! -exclamó doña María clavando sus dedos en el cuero del sillón.

-¡Quia! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el Sr. de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi ayo y maestro cuando me case.

Esta vez no fue doña María la que se estremeció de sorpresa e indignación; fue la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su sobrino y al ayo.

-Pero ¿qué está diciendo el niño? -preguntó este mirando a la condesa-. ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?

  —270→  

-Cualquiera menos Vd. -contestó insolentemente el heredero-. ¡Vaya un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!

-¡Jesús! Diego, repara que estás... -dijo doña María conteniendo con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su ira.

D. Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés atendía a todo discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables observaciones, qué exactos juicios haría en aquellos momentos ante semejante escena! Su talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y las querellas de la histórica familia como el sol inmutable sobre la volteadora tierra.

Asunción y Presentación, que aguardaban coyuntura para dar expansión al comprimido gozo de sus almas, hubieran querido reír como su hermano, pero la seriedad de su madre las tenía mudas de terror.

-Esta predisposición de Vd. -dijo el marqués-, a visitar las cortes europeas me indica que se siente el niño con inclinaciones a la diplomacia. Hija mía -añadió dirigiéndose a Inés-, cada vez descubro más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y que, en tu castidad y delicadeza, procuras disimular hasta el último instante.

  —271→  

-¡Ah!, se me olvidaba decir -exclamó D. Diego riendo a carcajadas-, que los franceses me han enseñado a decir algunas palabras en su lengua.

Y levantándose al punto, hizo profundas reverencias ante Inés, diciéndole:

-Ponchú, madama. ¿Como la porta bú?

Asunción y Presentación después de mirarse una a otra creyeron que había llegado el momento de reír, y rieron dando desahogo a sus oprimidos corazones; pero como doña María no desplegó sus labios, las dos muchachitas tuvieron que ponerse serias otra vez.

-¡Oh! ¡Tres bien! -dijo el diplomático-. Señor D. Francisco, su alumno de Vd. demuestra las luces y copiosa doctrina del eruditísimo maestro.

Hizo D. Paco una graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se esclareció con una sonrisa.

Doña María callaba; pero en su pecho rugía iracunda y atormentadora la tempestad. Ella y su prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a otra el fuego de sus coléricos sentimientos.

-Otras muchas palabras sé -continuó el rapaz-; como Crenom de Dieu, Sacrebleu, exclamaciones que se dicen cuando uno está rabioso, en vez de ¡Caracoles! ¡Canastos!

Doña María se levantó de su asiento... y se volvió a sentar.

-¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses!   —272→   Uno de ellos sabía español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando VII, porque este príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y ahora está engañando a la Nación y al Emperador.

Doña María se llevó la mano a los ojos.

-Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal Gobierno, y con las muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.

-¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a Vd. la contestación a tan atrevido y antipatriótico aserto? -preguntó con énfasis el diplomático.

-Yo le dije que aquí íbamos ahora a arreglar todas esas cosas, y a quitar la santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía el Sr. de Santorcaz.

Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera estrujar la madera entre sus dedos.

-Sobre todo los mayorazgos -prosiguió Rumblar-. También le dije al francés que yo soy mayorazgo y que después de casado tendré dos vinculaciones. ¡Cómo se reía cuando le dije que era Grande de España! Todos   —273→   acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez al suelo cantando que me las pelaba.

¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza, doña María cerró los ojos, doña María golpeó el suelo con su pie derecho, doña María semejaba la imponente imagen de la tradición aplastando la hidra revolucionaria.

-Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que eran muy bonitas, y luego me dijeron que vendrían a verlas, y que si se las quería dar para casarse con ellas, puesto que también serían mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido primero.

Y luego dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:

-Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo. Una de Vds. se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la ventana a la calle.

Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera; pero aún era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su enojo... se contuvo y cerró otra vez los ojos ya que no podía cerrar los oídos.

-Después -siguió el mancebo-, me dijeron si mis hermanas usaban navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era familiar de la Inquisición.   —274→   ¡Cómo se reían aquellos condenados! Lo gracioso es que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían so, so, so.

-Un sot -dijo el diplomático-. Pues sospecho que os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad de la Nación francesa! ¡Vea Vd., Sr. D. Paco, lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!... ¿Y no les dio Vd. un par de sablazos?

-Si me querían mucho. Anoche me tuvieron toda la noche bailando el bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de cuarenta oficiales.

Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de reír; pero esta ocasión no llegaba, y consultando el rostro de su madre, veíanle cada vez más borrascoso. Así es que las dos estaban muertas de miedo.

D. Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo y dijo a su discípulo:

-Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable Vd. de otra cosa. Si no fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capítulo sobre la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de Andalucía, vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan apreciar la buena pronunciación de Vd. y su cadencioso oído, échenos cualquiera de esos romances que sabe... vamos. Atención, señores.

  —275→  

-El del Barandal del cielo -dijo Asunción respirando con alegría.

-El de los Santos pechos -dijo Presentación.

-Vamos, no se haga Vd. de rogar.

-Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.

-No, nada de franceses.

-Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yo no la entiendo.

Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:


    ¡Allons enfants de la patrie
le jour de gloire est arrivé!
    Contre nous de la tyrannie
l'etendart sanglant est levé!

Asunción y Presentación reían como locas, y doña María no dijo nada. Ninguno de la familia había entendido una palabra.

-Es bonita la canción -dijo D. Paco-, pero no la comprendemos.

Entonces el diplomático levantose ceremoniosa y gravemente, y tomando un tono de hombre severo habló así:

-¿Sabe Vd. lo que está cantando? Pues está cantando la Marsellesa, esa canción impía y sanguinaria,   —276→   señores, esa canción que acompañó al suplicio a todos los mártires de la revolución, incluso Luis XVI, mi querido amigo... porque han de saber Vds. que Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el hombro paseándonos por Versalles... ¡La Marsellesa, señores, la Marsellesa! También acompañó al cadalso a María Antonieta... ¡y qué buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!... En fin, este joven me ha horripilado con la tal tonadilla... Señora condesa, ¿está Vd. indispuesta? ¿Y tú, hermana? El caso no es para menos. Hija mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puesto mala? ¿Te causa miedo esa canción?

Inés le contestó que no tenía ni pizca de miedo. En tanto doña María, no pudiendo resistir más salió del cuarto con sus niñas. Desconcertose al punto aquella ilustre reunión, y luego no quedó en la sala más que la familia de Inés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar una escena lamentable, y fue que doña María, ciega de furor, y necesitando desahogar aquella tormenta de su espíritu sobre alguien, descargó su enojo al fin; ¿pero sobre quién, santo Dios?, ¿sobre quién?, dirán Vds... Sobre las dos inocentes muchachas, sobre los dos angelitos celestiales, Asunción y Presentación. ¿Y todo por qué? Porque entusiasmadillas con la llegada de su hermano, habían dejado de hacer no sé qué cosa encomendada a sus tiernas manos.   —277→   ¡Pobres pimpollitos! La dignidad impedía a mi señora la condesa castigar al primogénito delante de la novia y del suegro, y era forzoso que pagaran el pato las dos niñas desheredadas. Yo las vi llorando como unas Magdalenas y soplándose las palmas de las manos, escaldadas por aquel fatídico instrumento de cinco agujeros que pendía de fatal espetera en el despacho de D. Paco. Las pobrecillas estuvieron a moco y baba todo el día.




Arriba- XXXII -

Este libro va a concluir, queridísimos lectores, a quienes adoro y reverencio; va a concluir, y los notables y jamás vistos sucesos que me acontecieron en virtud del proyectado matrimonio de Inés y del encuentro de aquellas dos familias en el tortuoso y difícil camino de mis amores, serán escritos, por no caber en este volumen, en otro que pondré a vuestra disposición lo más pronto posible. Tened, pues, un adarme de paciencia, y mientras aquellas distinguidas personas se preparan para ponerse en camino hacia Madrid, a donde con vuestra venia pienso acompañarlas, atended un poco más.

El mismo día 22 encontré a Santorcaz puesto ya al   —278→   frente de su partidilla, la cual, como he dicho, estaba formada de lo mejorcito del país. Les digo a Vds. que tropa más escogida que aquella no la capitanearon los famosos caballistas José María y Diego Corrientes.

-¿Va Vd. ya de marcha? -le dije.

-Sí; dispusieron que fuera alguna fuerza de paisanos a guardar el paso de Despeñaperros, y yo solicité esta comisión que me agrada mucho. Allá voy con mi gente. ¿Quieres venir? ¿Has estado en casa de Rumblar?

-De allá vengo.

-¿Y esa familia que está ahí es la de la novia de D. Diego?

-Justamente.

-Creo que van todos para Madrid.

-Así parece.

-¿No sabes cuándo?

-Según he oído, pasado mañana. Esperan saber lo de la capitulación para llevar la noticia.

-¿Conque pasado mañana? Bien... adiós. ¿Quieres venir en mi partida?

-Gracias; adiós.

Les vi partir, y todo el día y toda la noche estuve pensando en aquella gente.

Yo no vi el triste desfile de los ocho mil soldados de Dupont cuando entregaron sus armas ante el general Castaños, porque esto tuvo lugar en Andújar. A pesar   —279→   de que la primera y segunda división habían sido las vencedoras de los franceses, la honra de presenciar la rendición fue otorgada a la tercera y a la de reserva, por una de esas injusticias tan comunes en nuestra tierra, lo mismo en estos días de vergüenza que en aquellos de gloria. Por delante de nosotros desfilaron las tropas de Vedel, en número de nueve mil trescientos hombres, y dejando sus armas en pabellón, nos entregaron muchas águilas y cuarenta cañones.

Les mirábamos y nos parecía imposible que aquellos fueran los vencedores de todo el mundo. Después de haber borrado la geografía del continente para hacer otra nueva, clavando sus banderas donde mejor les pareció, desbaratando imperios, y haciendo con tronos y reyes un juego de titiriteros, tropezaban en una piedra del camino de aquella remota Andalucía, tierra casi olvidada del mundo desde la expulsión del islamismo. Su caída hizo estremecer de gozosa esperanza a todas las Naciones oprimidas. Ninguna victoria francesa resonó en Europa tanto como aquella derrota, que fue sin disputa el primer traspiés del Imperio. Desde entonces caminó mucho, pero siempre cojeando.

España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, iba a probar, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las Naciones son invencibles.

  —280→  

-¡Cuánto siento que no esté aquí el Sr. de Santorcaz! -me dijo Marijuán al ver pasar por delante de nosotros a aquellos hermosos soldados, medio muertos de fatiga y de vergüenza-. ¿Te acuerdas de las grandes bolas que nos contaba cuando veníamos por la Mancha y nos refería las batallas ganadas por estos contra todo el mundo?

-Lo que nos contaba Santorcaz -respondí-, era pura verdad; pero esto que ahora vemos, amigo Marijuán, también es verdad.

Y ahora consideren Vds. lo que pasaba del otro lado de Sierra-Morena en aquel mismo mes de Julio. El día 7 había jurado José en Bayona la Constitución hecha por unos españoles vendidos al extranjero. El día 9 el mismo José traspasaba la frontera para venir a gobernarnos. El día 15 ganaba Bessières en los campos de Rioseco una sangrienta batalla, y al tener de ella noticia Napoleón, decía lleno de gozo: «La batalla de Rioseco pone a mi hermano en el trono de España, como la de Villaviciosa puso a Felipe V». Napoleón partió para París el 21, creyendo que lo de España no ofrecía cuidado alguno. El 20, un día después de nuestra batalla, entró José en Madrid, y aunque la recepción glacial que se le hizo le causara suma aflicción, aún le parecía que el buen momio de la corona duraría bastante tiempo.

Pero hacia los días 25, 26 y 27 se esparce por la capital un rumor misterioso que conmueve de alegría   —281→   a los españoles y llena de terror a los franceses; corre la voz de que los paisanos andaluces y algunas tropas de línea han derrotado a Dupont, obligándole a capitular. Este rumor crece y se extiende; pero nadie lo quiere creer, los españoles por parecerles demasiado lisonjero, y los franceses por considerarlo demasiado terrible. El absurdo se propaga y parece confirmarse; pero la corte de José se ríe y no da crédito a aquel cuento de viejas. Cuando no queda duda de que semejante imposible es un hecho real, la corte que aún no había instalado sus bártulos, huye despavorida; las tropas de Moncey, que rechazadas de Valencia se habían replegado a la Mancha, se unen a las de Madrid, y todos juntos, soldados, generales y Rey intruso, corren precipitadamente hacia el Norte, asolando el país por donde pasan. Aquel fantasma de reino napoleónico se disipaba como el humo de un cañonazo.

Y ahora os he de hablar de cómo la guerra que parecía próxima a concluir, se trabó de nuevo con más fuerzas; os he de hablar de aquel infeliz y bondadoso rey José y de su corte, y de su hermano, y del paso de Somosierra con la famosa carga de los lanceros polacos, y del sitio de Madrid, y de otras muchas curiosísimas cosas; pero todo se ha de quedar para el libro siguiente, donde estos históricos sucesos han de tener feliz consorcio con los no menos dramáticos de mi vida, y todo lo mucho y bueno que ocurrió en el matrimonio de Inés.

  —282→  

Por ahora guardaré prudente silencio sobre estos sucesos, pues decidido estoy a seguir al pie de la letra la reservadísima escuela del diplomático; y así os digo:

«No, no me obliguéis a hablar, no me obliguéis, abusando de la dulce amistad, a que revele estos secretos de que tal vez depende la suerte del mundo. No me seduzcáis con ruegos y cariñosas sugestiones que en vano atacan el inexpugnable alcázar de mi discreción».

A pesar de esto, ¿insistís, importunos amigos? Nada más os digo por ahora, sino que la familia de Inés salió para Madrid hacia fin de mes y en los días en que el ejército vencedor marchaba también hacia la capital de España. Esta circunstancia me permitió ir en la escolta que por el camino debía custodiar a tan esclarecida comitiva; así es que formé con los diez de a caballo que galopaban a la zaga de los dos coches. ¡Ay! Por la portezuela de uno de ellos solía asomarse durante las paradas una linda cabeza, cuyos ojos se recreaban en la marcial apostura del pequeño escuadrón.

-Estos valerosos muchachos, hija mía -le decía su padre-, son los que en los campos de Bailén echaron por tierra con belicosa furia al coloso de Europa. Veo que les miras mucho, lo cual me prueba tu entusiasmo por las glorias patrias.

Basta con esto, señores, y no digo más. En vano   —283→   me hacen Vds. señas, excitándome a hablar; en vano fingen conocer mentirosos hechos, para que yo les cuente los verídicos. ¿A qué conduce el anticipar la relación de lo que no es de este lugar? A los impacientes les diré que nada ocurrió hasta que llegamos al desfiladero de Despeñaperros. Lo pasábamos en una noche muy oscura, cuando de pronto detuviéronse los coches, oímos gritos, sonó un tiro, y algunos hombres de muy mal aspecto, saltando desde los cercanos matorrales, se arrojaron al camino. Al instante corrimos sable en mano hacia ellos... pero basta ya, y déjenme dormir, pues ni con tenazas me han de sacar una palabra más.




 
 
FIN
 
 


Octubre-Noviembre de 1873.