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ArribaAbajoRecuerdos del general Lynch


ArribaAbajoEl momento psicológico

Se diría que para los grandes hombres, a quines el destino reserva una gran misión, llega un instante de prueba en que el porvenir se dibuja en sus ojos cual paisaje del aire, allende un abismo que detiene en su orilla a los corazones vulgares; pero que los predestinados salvan en la inspiración de una palabra o de un tronco; como si a su vez quisieran demostrar a la esquiva y misteriosa deidad que reparte los favores humanos, que el bronce de sus almas tiene el temple que requieren sus altos designios y las grandes obras.

En la vida del que fue general Lynch hubo un minuto semejante.

El glorioso camino que recorrió en corto tiempo, aquella porción de su vida que podría llamarse en frase vulgar la segunda parte de sus obras de ciudadano y de soldado, no arranca precisamente de su notable comportamiento como capitán y diplomático en la difícil expedición, que condujo desde Paita a Chimbote y que a tan alto punto elevó la fama de su prudencia, habilidad y coraje.

Fue ello, sin duda, una gran revelación para el país, pero no determinó la asunción del general.

La estrella de su fortuna salió en un instante mucho más modesto y secundario de su vida.

Se le apareció a las puertas del desierto que separa a Pisco de Lurín.

La expedición que marchaba por mar en demanda de un puerto de desembarco, inmediato a Lima, debía ser apoyada por un cuerpo de tropas que partieron de Pisco, siguiera por tierra, camino paralelo al de aquélla; batiera esa larga zona que se creía poblada de enemigos y diera, finalmente, la mano, en un punto de cita más o menos acordado, a la gente de las naves. Tenía, pues, la expedición terrestre grandísima importancia.

Dándole ventaja de algunos días y confiando en ella, hízose a la mar, desde el puerto de Arica, el resto del ejército expedicionario.

Al recalar en Pisco, el general en jefe y como él hasta el último tambor y cucalón, pidieron ansiosamente noticias de los adelantados.

La imaginación generosa y entusiasta de la tropa los dibuja en el desierto, sacrificándose noble y fraternalmente por ella, y como en pago anticipado de sus hazañas, se complacía además en recordar los mil peligros que debían asaltarla y había de vencer.

En Pisco, se supo que el general adelantando había hecho alto en Tambo de Mora, primera jornada del largo itinerario, detenido por la evidencia de las dificultades insuperables que el desierto ofrecía a la marcha del grueso de su división.

Pero se supo, al mismo tiempo, que el coronel Lynch, al mando de la vanguardia, seguía adelante, despreciando los hombres y los elementos por cumplir la consigna recibida.

El ejército respiró.

En cuanto al coronel Lynch, acababa de salvar impávido y triunfalmente la ancha barranca que lo separaba de su glorioso destino.

Sin embargo, al fondear la escuadra en la rada de Curayaco, no estaba en tierra la columna del coronel.

Milagrosamente, tampoco había en ella enemigos que impidieran el desembarco y esta feliz e inesperada circunstancia, disipando los temores de un combate que estaba presupuestado en el ánimo de todos, dejó libres los corazones a la generosa angustia que despertaba la ausencia del bravo marino.

¿Habría perecido en la demanda?

Nada se sabía, ni podía saberse por el momento.

Y el desierto con su horrible desamparo, la sed, el calor, el hambre y el cansancio, la hostilidad de las poblaciones, los horrores y fantasmas de lo desconocido; todo fabricaba espléndido teatro de heroísmo y de virtud a la audacia del intento y a la austera disciplina del jefe que comandaba a la hueste perdida.

Dando satisfacción a la inquietud general, enviose en busca de ella a una partida de Cazadores, la que, a poco andar, cargaba sobre la vanguardia de los buscados, engañada por los espejismos de la arena, tanto como por la extraña traza que traían aquellos empolvados y raídos viajeros.

Reconocido el error, se arrojaron las armas para estrecharse unos y otros en cordial abrazo de bienvenida y de feliz encuentro.

El coronel Lynch no sólo llegaba sano y salvo, sino que además traía, junto con su último rezagado o herido, un rico botín de reses que alimentaron por algunos días al ejército, cabalmente cuando éste se hallaba privado de carne por no sé qué causas.

Traía también el coronel un numeroso cuerpo de humildes, pero hacendosos auxiliares que, desde luego, venían aliviando a los soldados del peso de sus cargas y que más tarde habían de prestarnos muy señalados servicios domésticos: los chinos esclavos en las haciendas de caña del opulento valle de Cañete y otros.

Mucho se ha hablado de la presencia de estos chinos en nuestro campamento. Aun han dicho algunos que formaron un cuerpo de combatientes y que su capataz reconocido, el famoso Quintín Quintana, tuvo grado militar en nuestras filas.

Los chinos, al llegar a Lurín detrás de Lynch, celebraron su cónclave; mataron un gallo y mezclaron su sangre con la de sus venas y, después de reconocerse redimidos por el coronel de una odiosa esclavitud, juraron morir como un solo hombre por la causa de Chile.

De allí salieron a la plaza de la hacienda, en cuyas casas estaba el general en jefe, y Quintana hizo por todos la relación de sus desdichas y el ofrecimiento de sus servicios, terminando con estas sencillas palabras en su jerga característica: «Si tú dice mata, mata; si quema, quema; si molil, muele; nosotlos pol ti».

Por lo pronto, los chinos pasaron a ser los asistentes de los soldados de la división Lynch, los cuales ya no daban un paso para encender un cigarro o agenciar un jarro de agua. Se hacían servir indolentemente por ellos.

Y la buena voluntad y alegría de aquellos infelices no tenía límites y llegó al colmo, cuando se les repartieron trajes flamantes de brin y lograron que se les cambiara la ración de porotos por otra de arroz.

¡Pobres chinos! Fue toda una comedia su respetuosa solicitud sobre cambio del alimento que sus débiles estómagos no podían resistir.

Reunido una mañana para recibir el almuerzo, entonaron un coro, casi fúnebre por el acento, cuya letra decía: ¡Poloto no! ¡Poloto no!

Y todos se apretaban la barriga, demostrando en vivísima pantomima los retorcijones del cólico.

Desde entonces se les dio su grano favorito, y con esto se disipó la única nubecilla que tenía el cielo de su dicha.

Cuando el ejército levantó sus tiendas para dar batalla, los chinos pasaron a servir en las ambulancias y sirvieron especialmente, y de manera muy eficaz, transportando sus enseres y ayudando a recoger los heridos del campo.

Si en el tumulto del combate algunos se echaron su cuarto de espadas, aprovechando el rifle de los soldados caídos para uno que otro tirito de desahogo, eso lo hicieron en detalle y como simples aficionados solamente.

Se habló de varios que habían demostrado un raro valor.

Respecto al coronel Lynch, los chinos le guardaron siempre respeto y gratitud tan profundos que acaso no fuera raro oír su nombre en la China, pronunciado como un benefactor de esa raza tan cruelmente vendida y explotada.

Más tarde, en Lima, veíanse por las calles muchos chinos que imploraban la caridad pública, mostrando algunas dolencias verdaderamente horripilantes, y casi todos decían haber sido libertados en la expedición Lynch.

Recuerdo, entre ellos, a uno que no contaría más de treinta años de edad, hasta donde es posible calcular la vida en las caras prematuramente envejecidas de los fumadores de opio. Tenía este infeliz los pies hinchados más allá de toda ponderación y contaba que su enfermedad le provenía de haber estado nueve años con grillos en la cárcel de una hacienda, cuyas puertas le abrió el voluntario Villarroel, por orden de Lynch.

Otro chino, que era ciego, refería que había perdido la vista al salir a la luz del sol después de otros tantos años de celda obscura y solitaria que también le fue abierta por manos de Lynch.

Por esta gratitud de los chinos, en parte, y en lo demás por la relación de los recién llegados, fuéronse sabiendo, poco a poco, en el campamento, los pormenores de la hazaña que acababa de realizar el coronel Lynch con tanta fortuna y acierto.

Sólo se oían las letras de su nombre.

Por todas partes, el relato entusiasta de sus hechos.

Había velado infatigablemente por todos los suyos.

Había rendido a los más fuertes y animosos en las marchas.

Había admirado a todos por su increíble sereno valor.

Ninguno habíale sorprendido un instante de fatiga, de vacilación o de flaqueza.

Austero y a veces hasta duro en mantener las disciplina, lo había sido mucho más con su propia persona, a vista de todos.

Un inmenso aplauso saludaba todo eso, y el nombre del coronel comenzó a resonar en el campamento como una nueva diana y su personalidad a atraer las miradas de todos cual la luz de un astro que se levanta en el cielo obscuro: el astro que en vano se buscaba en el horizonte del ejército, tan poblado de estrellas como pobre entonces de grandes constelaciones.

Y el instinto de la muchedumbre dijo:

-He allí un hombre.

Porque había reconocido en el coronel Lynch la más alta de las prendas que después labraron las fortunas de su carrera y el timbre mayor de su gloria: su estoica sumisión al deber.




ArribaAbajoEn la boca de un revólver

Entre las brumas de la noche del 12 al 13 de enero de 1881, el coronel Lynch recorría las líneas de la división que comandaba, insensible como siempre a toda fatiga, pero no desvelado por la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba.

La próxima batalla, por otra parte, era también su estreno, su gran estreno de general sobre un teatro que representaban dos naciones y miraba un mundo.

Teatro demasiado vasto, sin duda, para una primera salida a la escena, si el actor era mediocre; pero muy ventajoso si estaba seguro de alcanzar el éxito o de interpretar bien su papel.

Dispensaba de otras pruebas.

Porque la verdad es que el coronel Lynch había sido hasta allí más caudillo, guerrillero y capitán expedicionario que propiamente general sobre un campo de batalla.

Esta faz de su personalidad estaba todavía en la sombra de lo desconocido.

Había tenido encuentros y tiroteos; pero no batallas campales como la que ya palpitaba en el aire y el pecho de dos grandes ejércitos que se presentían y olfateaban en lo obscuro.

Mas, fueran cuales fuesen las emociones que golpeaban el alma del debutante en aquella interminable noche de amarga y ansiosa expectativa, nada traicionaron los rasgos de su cara. Nada pudieron leer en ella los ayudantes que lo asistían; sólo brillaba en sus labios esa eterna sonrisa de cuasi femenil dulzura que tanto desconcentraba a todos.

Pero refieren algunos que un ímpetu de cólera y ofuscamiento apagó por un rato ese dulce gesto de alegría y de bondad.

Diz que cruzando una hondonada encontró el coronel a uno de los más famosos regimiento, medio revuelto como ovillo.

¡Y se da cuenta que nada es más fatal que un ovillo de hombres al alcance de las balas enemigos!

Para mayor perturbación del ánimo, los instantes eran ya supremos; pues iba a descorrerse, de un segundo a otro, el grande y trágico telón.

El coronel intentó poner orden en las filas y las atropelló con su caballo. Buscaba al jefe que mandaba.

Era éste un mozo hidalgo y valiente, que, sufriendo un pecado ajeno, batallaba en ese momento entre desesperado y confuso por desenredar el ovillo que lo envolvía.

Se dice también que el coronel estaba desde temprano encandilado en un tema que le caldeaba la cabeza. Había sentido en otra parte tufo de licor; habíasele como pegado a la nariz y hubo de parecerle que aquella confusión, casi inverosímil en cuerpo veterano y en tal momento, provenía de causa semejante.

Así lo grito al joven jefe, llegando hasta tocarlo con los encuentros de su caballo.

Dio el ofendido un paso atrás y entre las sombras apuntó su revólver al pecho del coronel, como única respuesta a tamaño agravio, lanzando cara a cara de sus soldados; pero luego, apoyándose en el hombro de un amigo, bajó el arma y escondió el rostro.

La bala habría herido a Chile, y emporcado para siempre el uniforme glorioso de su regimiento.

La noche profunda y discreta ocultó por fortuna ese drama sin palabras, aunque no sin cálidas lágrimas; mas, entre sus sombras, debió jugar un tercer personaje: entre esas sombras debió aparecerse al joven soldado la imagen del honor y de la patria para decirle que el coronel Lynch velaba por el uno y por el otro.

Los dos tenían razón. El pecador era otro.

Y así cuentan el cuento.

¿Sería cierto?

¡Qué cambio más grande hubiera tenido las cosas si una bala chilena tiende a Lynch sobre las gradas del Capitolio!




ArribaAbajoDespués de Chorrillos

La batalla había terminado. Sentíanse algunas descargas, pero perdidas y lejanas como ecos de una tempestad que se recoge a sus antros y desahoga en ellos sus últimas iras.

A la entrada de Chorrillos por el lado del cementerio y a la puerta de unos cuartos que enfrentaban a la plazuela de un templo muy aldeano, descansaba el coronel Lynch rodeado de sus ayudantes.

Vestía el coronel levita negra de marino, sombrero cucalón de paja color chocolate y se acababa de apear, después de veinte horas, de un soberbio potro negro del comandante Bascuñan, jefe de la sección de bagajes.

Hablaba afablemente del asalto al Morro Solar como de un acontecimiento ya lejano en que hubiera tenido alguna parte.

-Éste es -me dijo, obsequiándome un pliego dibujado a lápiz, el diseño de las cerrilladas que ha atacado mi división.

Estaban con él a esa hora Juan Martínez, Baldomero Dublé, Ricardo Walter, el Comandante Bascuñan, Silva Palma, los mayores Canto y Villagrán, el corresponsal de El Ferrocarril, y no muy lejos, la famosa cantinera Irene, amazona sobre un viejo caballo de pelea que no le quedaba atrás.

Ya había impartido repetidas veces sus órdenes para que los cuerpos de su división ocuparan esas mismas cerrilladas, temeroso de una sorpresa en la noche.

Partidas numerosas de soldados desfilaban delante de él, saliendo de Chorrillos, para juntarse a sus compañías.

Habían merendado, bebido y granjeado con toda prudencia. No llevaban más que lo que holgadamente cabía en el estómago y en los bolsillos.

De modo que hasta ese momento imperaba la más perfecta disciplina. El afán de los soldados, mitad instinto de conservación, mitad obediencia, era juntarse a su bandera.

Como buenos camaradas llevaban parte de su botín a los que no habían logrado bajar al pueblo.

El coronel se reía de las pintorescas escenas de aquel desfile en que los rotos lucían las bufonerías de su inagotable buen humor.

Uno pasó llevando un loro parado en el cañón del rifle y los dos hablaban a parejas, como en el Robinson de la zarzuela.

Otro lucía sobre el quepis un lujoso sombrero de señora y un tercero caminaba gravemente dentro de una capa de coro robada en la iglesia vecina.

Un muchacho se había colocado una serie de sombreros de mayor a menor, que no mediría menos de media vara de altura.

Un roto que iba detrás le disparó un tiro a boca de jarro; los sombreros volaron y el muchacho cayó al suelo como muerto; pero no era más que susto y quemazón del fogonazo en las orejas.

El coronel se formalizó y volvió a subir a caballo, cerrando con sus ayudantes la bocacalle que daba salida al campo.

Más a retaguardia formaba una mitad de zapadores al mando del joven don Eduardo Wensol, de nacionalidad sueca, impidiendo a su vez que bajaran los que estaban arriba.

El coronel ordenó que cada soldado al pasar volteara su cantimplora, quieras que no. Rotos no faltaban que por no perder hueco le habían echado dos y tres clases de licores diferentes.

Todos obedecían con la cabeza baja; sólo uno se resistió, taimado ya por las insinuaciones de la borrachera. Empuñaba un rifle resueltamente. El coronel lo derribó aturdido, rompiéndole la cabeza con el bocado del freno, al volver su caballo.

Este borracho fue la primera nube de la tormenta que se desencadenó en la noche.

En ese momento apareció por el lado de la playa un largo convoy de prisioneros peruanos. Pocos oficiales; los demás, soldados de tristísima figura.

Algunos de estos infelices, serranos tal vez que no tenían ni noción clara de las cosas, gritaron imbécilmente:

-¡Viva el general!

Los oficiales que marchaban a la cabeza del grupo se volvieron nerviosamente hacia los que gritaron; pero eran, como digo, los más infelices y a nadie se le ocurrió culparlos.

Haciendo como de jefe iba don Carlos de Piérola, que vestía uniforme de artillero y llevaba un brazo herido, a lo que recuerdo. Iba también un hermano del coronel Iglesias, en traje de paisano.

Lynch reconoció a Piérola o alguien le advirtió que pasaba en el grupo, el hecho es que en el acto envió a Ricardo Walker a decir a Piérola y a Iglesias que podían quedarse a su lado.

Tal invitación en tales momentos y sobre todo para prisioneros que ignoraban la suerte que habían de correr, hundiéndose entre un tumulto de caras enemigas, equivalía ciertamente a poner en salvo la vida, ahorrándose las inquietudes de lo incierto que, para ellos, no podía ser otra cosa que la vieja, pero siempre matadora espada de Damocles.

Tocome oír, palabra por palabra, la respuesta negativa de Piérola.

-Ruego a Ud., señor, diga al señor coronel Lynch que le doy las gracias.

El bravo y simpático Walker, que había de caer dos días más tarde en el campo de Miraflores, volvió de nuevo. Esta vez les hizo presente que Lynch se permitía recordar la amistad que le ligaba a don Nicolás, el Dictador, hermano del prisionero. El mismo Walker por su parte y como amigo de Lima tal vez, le hizo algunas reflexiones bien claras respecto a las molestias que podían sobrevenirles, inevitables en la situación en que se encontraban.

-Debo, señor, seguir la suerte que corran mis compañeros -respondió Piérola por última vez y echó a andar con los suyos.

Afortunadamente no hubo nada que lamentar, aunque estoy cierto de que más de una vez debieron recordar ellos la caballeresca invitación del coronel Lynch.

Desfilaban todavía los cautivos, cuando llegaron oficiales y soldados nuestros a dar cuenta al coronel de que recomenzaba el combate en las calles de Chorrillos.

En efecto, se oían disparos y de varios puntos se elevaban columnas de fuego y de humo.

Pero era lo cierto, únicamente, que algunos peruanos, cortados probablemente en la retirada de los suyos, se habían encerrado en dos o tres casas del pueblo, y desde las azoteas y ventanas combatían sin querer rendirse.

Así habían herido o muerto a varios transeúntes, que no contaban con aquella repentina e insensata, pero no por eso menos valerosa boqueada de una resistencia que ya todos daban por concluida.

El coronel comisionó al comandante Dublé Almeida para que fuera a poner orden y paz en lo que ocurría dentro, llevando un oficial peruano que parlamentara con los empecinados.

El comandante Dublé paró su caballo frente a la puerta y el oficial parlamentario llegó hasta el umbral. A sus primeras palabras respondieron los peruanos con varios disparos, uno de los cuales, según cuentan, le atravesó el pecho y fue a herir también a Dublé, que acababa de nacer sobre el Salto del Fraile y el Morro Solar. Oí asegurar entonces que aquel puñado de valientes y cruel, respondieron al parlamentario no sólo con la descarga que lo mató, sino que con los motes de traidor y de cobarde, claramente oídos por algunos.

El hecho enfureció a los rotos. Sin escuchar a nadie, se invitaban a voces para esa última batida, armándose, ya no para guerra lid, sino como para caza de ratones.

Lynch al saber la herida de Dublé, que estimó de alevosa, se internó en el pueblo para darle el último remezón.

La Irene, haciendo una recogida de fulares, partió con una amiga en busca del comandante herido.

Yo creí prudente no participar, por más tiempo, de la grata cuanto honrosa compañía del coronel, y me quedé con otros en los cuartos aquellos, lo cual me proporcionó unas doce horas de hambre, frío, sustos y emociones que no muchos habrán pasado iguales, porque no todos andaban como yo por entre aquellos laberintos: a la de Dios y cual moro sin señor.

Casi solo o mal acompañado -toda compañía parecía poca para la noche que aguardaba-, resolví replegarme a las casas de las haciendas de San Juan, donde dejara temprano al capitán Baeza y su compañía del Esmeralda, en custodia de algunos prisioneros y heridos enemigos.

Entre los últimos había tenido en la mañana el dolor de ver a una cholita como de once años de edad, herida a bala en una ingle.

Lloraba la pobre chiquilla, abrazada de su madre y apagando sus sollozos como si temiera importunar con su dolor a los nuevos señores que llegaban.

Vendedoras del campamento peruano, que salían con la noche de las chacras vecinas a mercar sus frutos, ella y otras muchas que allí estaban, fueron todas cogidas por el remolino de la batalla y revueltas quedaron con el tumulto del horroroso combate a bala y arma blanca que se trabó en el patio de la hacienda, en las casas, los graneros y hasta en la sacristía del mismo templo.

En una de las descargas de los nuestros, o de los suyos, cayó aquella cholita.

Con el propósito que dije, puse el caballo al galope por la ladera de los cerros; pero a poco de correr tuve que moderar la marcha y muy luego me fue imposible seguir adelante.

Era aquello la pascua del triunfo, una kermesse de campo de batalla. Bailes, cantos, amores, brindis, balazos y muertos.

Volví al sitio en que había dejado al comandante Bascuñán con algunos de sus empleados.

Eran ya más de las 5.

El general en jefe mandó a llamar a Bascuñan y quedamos tan solos, a nuestro parecer, como si con él se hubiera ido tantas personas como galones tenía el comandante.

Luego cayó la tarde y enseguida la noche en aquellos cielos sin crepúsculos.

El fondo de la cuartería en que estábamos, empezó a arder y tuvimos que salir a la calle.

Otro incendio apareció en la vereda del frente.

Esto prolongaba el día, pero dándole un tinte siniestro y horroroso.

Un grupo de soldados que pasaban por la bocacalle de la derecha se estuvo tiroteando con otro grupo que pasaba cantando por la bocacalle de la izquierda.

Los soldados reían alegremente y con gruesas palabras se llamaban por los nombres de su regimiento.

¡Adiós, niños de Talca!

¡Adiós, pues, Coquimbanos! -respondían los otros con su descarguita.

Pegados al hueco de las puertas, sosteníamos nuestros caballos de la brida, y los brutos temblorosos se agazapaban al ruido de las balas que silbaban en sus orejas.

La noche acabó de hacer tragedia de todo lo que nos rodeaban.

Cada astilla se trocaba en fantasma y todo terrón en castillo.

Se oían disparos, ayes, juramentos, refranes de tonadas cantadas en coro, el rumor lejano de las patrullas de caballería, que rondaban la ciudad, el galope de ayudantes infelices que entraban y salían, el silbido de las llamas, el crujimiento de las casas que caían y por encima de todo, un extraño murmullo como el formidable ronquido de una bestia enorme: los mil ruidos de nuestro campamento todavía en vela, que llegaban a nosotros en una sola y tremenda nota de cercana tormenta.

Decidimos salir de Chorrillos a toda costa, y emprendimos la marcha, a pie, pegados a las murallas como un grupo de contrabandistas.

Al fin quedamos dentro del cauce de una acequia sin agua en medio de un potrero, muy felices de haber arribado a tal asilo, nosotros, que pesábamos holgarnos en los mejores lechos de los opulentísimos ranchos de la oriental Chorrillos.

Una casualidad providencial nos reunió de nuevo con Bascuñan, que volvía de su llamado.

Pareciéndole muy bien el alojamiento, se tendió a nuestro lado, asegurándonos que los generales y jefes no estaban mejor.

Sus sirvientes cuidaron de nuestros caballos.

¡Qué noche! Llegué a pensar que por poca cosa había encanecido María Antonieta en la prisión de Varennes.

A la tempestad de los hombres y a sus tremendos rumores, se juntaban ahora el casero ladrido de algún perro, los suaves murmullos del mar cercano, las dulces palpitaciones de la campiña dormida y los resoplidos de mis compañeros que dormían como viejos cateadores que eran, de las terribles soledades de Atacama.

Algunas balas pasaban silbando el canto de las perdices, y como iban a rematar a los cerros donde estaba la tropa, de allí respondían voces que estaban a medio enojo:

-¡No estén tirando, ooh!

Como quien dice:

-Déjense de travesuras que es hora de dormir.

A pesar de todos los pesares, conciliaba el sueño cuando nos despertó un ruido de armas: un grupo de fantasmas se batía a treinta varas de nuestro lecho.

Un hombre cayó quejándose y los fantasmas se disolvieron en la bruma.

Al amanecer vimos que era un Talca y que estaba muerto.

Ese amanecer fue un cuadro verdaderamente sublime, incomparable con nada humano, tal como no lo disfrutó igual ni el mismo Nerón cuando se dio el espectáculo del incendio de Roma.

Soplaban a un tiempo, como despertando dulces recuerdos de días inocentes, las brisas de la campiña y del océano cargadas éstas de olorcito a mar y aquéllas del aroma de sus flores tropicales.

Sobre el fondo celeste del cielo se confundían con sus celajes rosados, las llamas rojas de cinco hogueras monumentales casi simétricamente colocadas.

Y la alegre diana de las bandas, apagando el canto de los pájaros, como que saludaba por ellos a la hermosa aurora que venía a despejar las últimas sombras de esa mala noche; mala para todos, pues si los jefes temían una sorpresa y la tropa otra pelea, nosotros, dentro de la acequia, temíamos a cada instante ser trillados por cualquier movimiento de ellas.

Mientras ensillaba mi caballo, pasó el Atacama a formar en la nueva línea de batalla. Uno de los soldados me arrebató al vuelo el tesoro de dos frazadas, cuyo valor ya sabía después de aquella noche.

Corrí naturalmente a su reconquista, muy resuelto a llegar hasta las mismas tiendas peruanas; pero por fortuna encontré luego un oficial conocido al que le referí mis cuitas.

Al ver el giro del asunto el roto tiró las frazadas:

-¡Y lo ardiloso el futre! -dijo, como dando a entender que lo hacía de puro travieso.

Un arriero de bagajes me tenía el caballo y además un trozo de carne, asada en leña de pino, según me dijo.

Había descubierto por ahí cerca de un grupo de camaradas que merendaban al amor de un buen fuego.

-Aguárdame aquí -me dijo, y corrió, volviendo al rato con una botella de burdeos.

Creo que le di un abrazo.

Él me atendía como a un niño confiado a su lealtad y a sus puños.

En un segundo viaje trajo ron ordinario. No estaba mal y le hicimos los honores, pues bebía fraternalmente conmigo y lo mismo con los otros, aunque más largo.

Al tercer viaje se apareció con cerveza negra.

Todavía le di las gracias; tan obsequiosa y paternalmente se molestaba por mí.

Pero al cuarto viaje no le dije nada y al quinto me negué redondamente a lo que traía.

-¡Tenís que tomar no más! -me gritó. Me quedé como viendo visiones. ¿Quién me había cambiado a mi ángel de la guardia?

Los tragos bebidos y la ida y la vuelta de tantos trajines habían hecho desaparecer al comedido y cariñoso acompañante y sólo quedaba el roto alumbrado que no reconoce superioridad alguna sobre lo ancho del mundo.

En cuanto pestañeó clavé espuelas a mi caballo y hasta el día de hoy...

Todo esto me pasó por no seguir al coronel Lynch, cuando creí que se iba a meter al combate trabado en las calles de Chorrillos.

Pero salvo los sustos míos, la noche del coronel no fue más tranquila ni más blando el lecho en que durmió al fresco y rumor de unos sauces de poca cabellera, como son los sauces del Perú.

Allá no lloran los sauces.




ArribaAbajoDe carnaza otra vez

En la mañana de Miraflores, el coronel hablaba con varios jefes de su división, dándoles seguridades de que en caso de una nueva batalla les tocaría formar en la reserva o poco menos.

Se contaba entre ellos don Juan Martínez.

El coronel Martínez no abrigaba la misma confianza de Lynch y tampoco los otros jefes.

En esto estaban, cuando llegó un ayudante del Cuartel General con la orden de que la división Lynch avanzara sus posiciones.

-¡No ve Ud. -gritó Martínez, sin poderse contener-, que nos echan otra vez de carnaza!

Lynch, sonriendo con esa imperturbable sonrisa que más que reflejo de su alma, poco risueña, era un pliegue natural de sus labios, pidió su caballo y mandó a cada uno a su puesto como él iba al suyo, sin decir palabra.

El coronel Martínez murió esa misma noche en una quinta de Barranco.




ArribaAbajoEn Lima

No volví a ver al coronel hasta el mes de mayo del 81.

Era ya general.

De Arica comunicaron que pasaba en el vapor con dirección al Callao. Se hicieron mil conjeturas respecto del objeto de este viaje; pero nadie sospechó que el general iba a tomar el mando del ejército, nada menos.

Fue una gran sorpresa para todos. Algunos recordaron que era marino, olvidándose bien pronto del ilustre soldado de Chorrillos y Miraflores.

Pero esto duró poco.

Al principio resonaron dolorosamente los golpes secos de la mano del general que caía por aquí y por allá como una manopla implacable y pesada. Luego todo quedó en paz, salvo un pequeño incidente.

El coronel Lagos fue debidamente honrado con un banquete de despedida al que sólo asistieron sus compañeros del ejército, los veteranos de Arauco.

Había algo de taciturno y comprimido, y diría que de girondino, en esa solemne despedida al hombre que, a juicio del ejército, era su representante más genuino y querido. Una chispa parecía saltar de todas las copas: que el elemento militar era aplastado una vez más con la llegada del nuevo jefe.

Los brindis expresaron netamente el sincero y profundo dolor de todos, sin traer ni la alegría y el bullicio que corona los festines, aún cuando sean de adiós.

Por el contrario, la atmósfera de la sala parecía irse nublando, cálida y seca como un cielo cargado de electricidad. Algunos prudentes pedían lo que se pide al cielo en esos instantes en que los pulmones se sofocan: un poco de lluvia fresca.

Se vieron correr algunas lágrimas; había llegado el período álgido, la fiebre azul de aquel resentido dolor.

Entonces se puso de pie uno de los concurrentes, alzando la copa.

-No soy hombre de palabra -dijo-, pero para lo que tengo que decir no se requieren palabras sino corazón. Todo el ejército lamenta que se le quite el mando al coronel Lagos; todos queremos que continúe al frente de nosotros porque él, más que ninguno, es el ejército.

Pues bien, señores: nada hay que lamentar, que nos diga el coronel Lagos que quiere quedarse y se quedará...

Estas palabras resonaron como las notas fúnebres y temblorosas del bronce con que los druidas se llamaban al combate.

Pero no en vano tiene Chile se estrella.

Y fue cabalmente la cualidad de marino lo que permitió al general Lynch desempeñar su elevado cargo con una imparcialidad y rectitud, respecto del ejército, que acaso le hubieran faltado a ser de la institución y tener en ella su porvenir y las pasiones inevitables en todo gremio de hombres.

Le fue fácil por eso mantenerse en una región superior a los intereses y personalidades que iba a gobernar.

No era sombra ni contrariedad para nadie. Su carrera estaba en la marina y ésta lo miraba como una gloria de familia.

De manera que podía gobernar el ejército sin mirar las caras. Los hombres no tenían para él más cara que sus hechos.

Ni amigos ni enemigos; ni deudas de amor o de odio; flores o espinas que siempre se recogen a lo largo de todo el camino, aún del que lleva a la pacífica siesta del coro.

Y, además, dotado de una increíble audacia de espíritu como de un profundo buen sentido, el general tenía de los grandes hombres de Estado el rasgo característico de la frialdad de corazón y de cabeza.

No se enamoraba de nada ni de nadie. El mismo puesto que ocupaba, así tan excelso como era, habríalo entregado al oficial de su guardia por un simple cablegrama del Gobierno. Y ésta era su gran palabra: ¡El Gobierno!

Casi Virrey del Perú, sólo se cría un mero servidor de la nación, más obligado que ninguno a la disciplina y obediencia.

Pero la medida que se aplicaba a él, la aplicaba asimismo con igual austeridad a todo subalterno, quien quiera que fuese.

Él al Gobierno; todos los demás a él.




ArribaAbajoSu llaneza

La silla del general en Jefe era casi un trono, y conquistadores y virreyes se habían sentado en ella.

De lejos no es fácil tener idea de la majestad y poder que las leyes le han dado al rango de general en jefe de un ejército que ocupa a un pueblo por el derecho tremendo de la guerra, y en que toda autoridad está en sus manos, porque allí no hay cámaras, ministros, jueces, prensa, opinión, ni nada.

Su persona era la persona misma de la nación y así el general Lynch era sencillamente Chile en el Perú.

Una grandeza que, concibo, marea a cualquier hombre, tanto lo elevan las leyes por encima de todos los hombres.

Recuerdo un baile que se le dio en el Callao.

Se danzaba en un inmenso salón lleno de caras bonitas, de fraques, uniformes cuajados de galones, bordados y medallas.

A las diez de la noche se oyó un rumor de voces y carreras. Las parejas se detuvieron y la orquesta calló.

Las bandas militares rompieron entonces con la canción nacional, alegre y sonora como un ¡hurra!

La guardia presentó las armas.

-¡El general en jefe!

Y Lynch, esbelto, arrogante y sereno, entró a la sala en medio del mar de cabezas inclinadas.

Tenía la imponente sencillez de las cosas grandes.

Las mujeres debieron ver que en el corazón de los hombres existe otra deidad más lata que su hermosura, la Patria, representada y casi adorada en aquel momento en la persona del general chileno.

Sin embargo, el general salía deprisa de aquellas fiestas para cambiarse lo que llamaba su arnés por su eterna levita y su eterna gorra de marino.

Parecía que nada de todo eso penetraba en su alma.

Muy posible que hubiera preferido un buen caballo y el sosiego de los campos a tantos esplendores.

Un día llegó la noticia de que el Gobierno le confiaba la cartera de marina. Algunos lo cumplimentaron.

-No estén tonteando -respondió el general-. ¿Creen, Uds. Que voy a ser ministro para que luego en la Cámara cualquier abogadito suplente me ponga de vuelta y media?

Esta llaneza de espíritu y de maneras servíale admirablemente, así para fumar los cigarrillos del que iba a verlo, como para zanjar dificultades, no pequeñas, de su gobierno.

Un día, por ejemplo, un alto empleado civil creyó de su deber, engañado por algunas apariencias, denunciarle algo que estimaba sino como fraude comprobado, al menos como procedimientos perjudiciales a la renta, de parte de otro jefe de oficina.

Expuesto así el asunto, el general lo encontró muy grave.

Quiso la casualidad que en ese mismo momento se presentara el denunciado.

-¡Hombre, qué a tiempo! -le dijo el general-. Vea lo que me estaba diciendo Fulano.

Y punto por punto le refirió la denuncia.

Y de este careo, para el cual ninguna de las partes estaba preparada, sacó el general lo único que le importaba y debía saber en el acto: que no había absolutamente nada.

Con esta misma flema y llaneza el general se dio a corregir ciertas exageraciones en que solían caer algunos al dar cuenta de los combates que por ese tiempo eran muy frecuentes en el interior.

El general sacó una muletilla que colgaba impasiblemente como estribillo a toda relación que le hacían de muertos, heridos o número de enemigos.

Llegaba el vencedor.

-¿Y los enemigos, cuántos serían? -preguntaba el general.

-Unos dos mil, señor.

-¡No serían tantos! ¿Y los muertos?

-Unos trescientos.

-¡Cómo habían de ser tantos! ¿Y los heridos, entonces?

-Como seiscientos.

-¿Tantos cree Ud.?

Y con estas tijeras recortaba las alas a muchas fantasías que no dejaban de ser perjudiciales.




ArribaAbajoAventura de una visita

Al general le gustaba bien poco de la compañía de sus ayudantes en las visitas que hacía a Lima. Ordinariamente andaba solo, a pie y sin espada.

Visitante de una casa de mi calle, casi todas las noches lo encontraba de recogida, entre las doce y la una de la mañana.

Los policiales que dormitaban acurrucados en los huecos de las puertas, venían a despabilarse cuando el general ya iba lejos.

Quien hubiera querido intentar (sic) contra su vida, no habría tenido más que acecharlo en cualquiera de las ocho o nueve cuadras que cruzaba para llegar a su palacio, por calles obscuras y solitarias, como calles de una ciudad que temprano atranca sus puertas, teniendo sobrados motivos para vivir medrosa y recogida.

La policía, por su cuenta, solía tomar algunas precauciones en resguardo del general.

Por el mes de julio abundaban los denuncios, ora de levantamientos, ora de ataques a la persona del general. La proximidad de las fiestas patrias del Perú determinaba una natural fermentación de los espíritus, y una vez las cosas llegaron a revestir síntomas dignos de toda consideración.

No teníamos, como digo, más de mil setecientos hombres entre Lima y el Callao.

Cáceres atacaba rudamente nuestra línea de la sierra.

Decíase que era su plan avanzar sobre Lima para dar la mano al levantamiento de la ciudad y envolvernos entre dos fuegos, después de burlar a aquellas líneas, no conocedoras como él del terreno que pisaban, lo que muy bien pudo haber sucedido, engañando como a chinos a las tropas de Iglesias, que le cerraban el paso, abandonó sus equipajes, dio media vuelta y apareció en las goteras de la capital.

No faltaban, pues, motivos para la ebullición que se advertía en los ánimos, aumentada de rato en rato por los mil rumores que corrían.

Alguien había visto a medianoche, que legaba del Callao la artillería de montaña, que entraba a palacio y abocaba sus cañones a las puertas.

Algunos comerciantes comenzaron a sacar sus libros de negocio.

Se sabía, además, que los paisanos chilenos, o se juntaban a los regimientos o se habían armado dentro de sus casas.

Al día siguiente, algunos ministros diplomáticos y otras personas que no tenían nada que ganar sí mucho que perder, en cualquier zambra soldadesca, comunicaron al general detalles muy precisos de una conspiración para hacer volar el ángulo del palacio en que estaban sus habitantes, valiéndose para ello de las covachas de baratilleros que ocupan el piso bajo del edificio y de hecho lo tienen flanqueado.

El general se limitó a dar traslado al comandante de policía y pasó el día, como siempre, en su gabinete de trabajo, que era el señalado en el complot.

Nuevas noticias vinieron a aumentar la temperatura ya caliente de los ánimos.

Como a las dos de la tarde corrió que una compañía del Buin había sido destrozada casi a las puertas de Lima, y que gran parte de nuestras fuerzas se replegaba a paso redoblado, volando los puentes a su retaguardia para librarse de la derrota.

No dudo que una ráfaga de esperanza acarició todos los corazones limeños, y como algo dejaran traslucir los semblantes y las palabras, algunos chilenos, dándose por retados, salieron a las calles a provocar encuentros personales como para demostrar que todavía estaban vivos.

Así se vio un grupo de gigantones entrar en la plaza principal a la calle de Mercaderes, a la hora del paseo, en son de combate y de jarana, con la pretensión nada menos de hacer salir de la calle a todo peruano que toparan.

Estos, por su parte, no se quedaban del todo atrás.

Fue público que al General Jefe del Estado Mayor le quitaron la vereda en la calle de Espaderos de un modo claramente provocador y ofensivo.

Las calles de Mercaderes y Espaderos son en Lima, lo que en Santiago sería la suma de Ahumada, Huérfanos y Estado, en el punto y hora de nuestro paseo.

Por la noche hubo una verdadera alarma.

Se creyó que comenzaba el principio del fin.

De pronto, algunas campanas rompieron a sonar, cosa tanto más extraña cuanto que los frailes habíanse taimado en no tocarlas, ni de día.

¿Habría llegado el momento?

¿Serían aquellos toques como la campana de San Germán, que daba la señal de concluir con los nuevos hugonotes?

Así la tragaron muchos; más luego se supo que era un incendio. Nuestros pacos pitaban como si estuvieran en las calles de Santiago.

Pero este incendio, el primero que ocurría durante nuestra permanencia, ¿no sería un pretexto para reunir al pueblo? -decían algunos.

Fue incendio liso y llano, y aquella ocasión única, por muchas razones, se perdió para los limeños, aunque difícilmente hubieran logrado sorprender al general como dentro de una ratonera; porque fue una de sus primeras precauciones estudiar la manera de salir de Lima, en pocos trancos, con su tropa, y alinearla en batalla, en punto elegido, a campo raso.

El general comprendía demasiado que todo combate dentro de la ciudad, revuelto y en detalle, le sería fatal.

En cambio, estaba persuadido de que ninguna revuelta, por poderosa que fuera, intentaría salir a provocar las masas cerradas de su ejército, dándole ocasión a un nuevo encuentro campal.

Este plan de salir a terreno llano, dejando a Lima abandonada a la explosión pasajera de una revuelta que se había de consumir por sí sola, estuvo tan maduro en el ánimo del general que recuerdo que una noche, estando en el teatro de Lima, me mandó llamar para que comunicara confidencialmente a don Manuel Vicuña que, siendo posible que el ejército tuviera que salir de un momento a otro, convenía que embarcara las municiones que tenía en el Callao y le ofreciera que efectuara la operación. El general temía fundadamente que al abandonar el puerto y la capital, los peruanos se echaran sobre esas municiones, si permanecían en tierra.

De este modo estaban los ánimos y las cosas, cierta noche en que Lynch se hallaba de visita en una de las casas cuya amistad conservaba desde el tiempo en que lució en Lima su imponente figura de capitán filibustero, que muchos recordaban todavía por su varonil belleza.

En dicha casa no las consigo con tales visitas del general y, a menudo, le reprochaban su mala costumbre de andar solo por las calles.




ArribaAbajoRiquelme

Aquella noche parecía que se cumplían los temores de sus habitantes.

Se oyó de repente un estruendo que sacudió las murallas de los altos en que estaban.

El remezón se repitió poco después con mayor violencia.

Todos se pararon de sus asientos, las caras un tanto pálidas, interrogándose unas a otras.

El general se levantó también; cogió su gorra y su espada y se dispuso a salir.

Los concurrentes le cerraron el paso, pidiéndole que evitara una imprudencia; pero el general, que abrigaba sospechas muy distintas a las de las dueñas de casa, insistió resueltamente y al fin logró bajar solo la escalera.

Los de la casa temían por su lado, un ataque al general; éste por el suyo, estaba viendo que aquélla era una tunantada de sus niños, y no quería que nadie se apercibiera de ello.

El general había calculado bien. Al abrir la puerta se encontró de manos a boca con un señor teniente que se disponía a darle un tercer espolonazo, con ánimo de desquiciarla y subir, sin saber para dónde iba.

El general se le fue encima y antes de que articulara palabra, a palos y pescozones lo arrastró hasta palacio, que no estaba lejos, y allí lo entregó a la guardia.

Nadie oyó nada. El general, muy tranquilo, volvió a la visita por su capa, contando una curiosa querella de borrachos.

Por el primer vapor envió a ésta con oficio al delincuente y según refieren muchos, a los dos meses después se lo devolvieron para allá con el grado de capitán.

Yo no lo vi con el nuevo grado; pero harto sabía que tal teniente, al sobrevivir a las batallas, había defraudado las esperanzas que su familia tuvo al verlo partir a la guerra.




ArribaAbajoProcedimientos diplomáticos del general

Si los niños del ejército dieron al principio mucho que hacer al general, no le causaron menos molestias esos niños grandes, como suelen ser los señores ministros diplomáticos, sobre todo cuando lucen su cargo en las pobres repúblicas de América.

Puede decirse que los que el general encontró en Lima tenían esa faz de inmensa superioridad y además, otra no menos curiosa, especialmente dedicada a los chilenos.

De antemano estaban todos ganados a la causa del Perú por la encantadora influencia de los salones limeños, y eran tan quisquillosos por sus fueros, coma las viejas marquesas por sus cuarteles, y tan susceptibles, y algunos tan vanos, como chiquillas regalonas y bonitas.

Molestar al general, poner a su paso una piedra en que pudiera resbalarse, alzar el grito por cualquier insignificancia que aumentara las mil preocupaciones que ya tenía en su ánimo, eran actos meritorios, signos de peruanería, que encontraban su recompensa en la acogida de los salones, donde los azuzaban con la fina y picaresca malicia limeña.

Baste decir que cuando nuestro ejército entró a Lima, casi no había una casa que no ostentara a la puerta un escudo en que el respectivo ministro de la nación tal o cual certificaba que era propiedad de súbdito extranjero y, por lo tanto, amparada por su bandera.

Así llegó a verse un pensionado de las monjas de los Sagrados Corazones protegido por la majestad de la reina de Inglaterra.

Averiguado el motivo de cosa tan rara como curiosa, vinimos a saber que la superiora, u otra categoría del pensionado, había sido inglesa veinte o treinta años atrás, siendo por lo restante dicha congregación de nacionalidad francesa, aunque bien mirado, las monjas como esposas de Jesucristo no tienen patria, si como todas las esposas siguen la condición del marido.

El hecho es que, si se hubiera creído en tales escapularios de ridícula neutralidad, acaso no hubiera resultado en todo Lima más casa de peruano que la del ilustre doctor Almenavas que escribió a la puerta suya en grandes letras de colores nacionales: «Propiedad peruana», hermoso valor de un alma entera, que más tarde le permitió despreciar ínfimas críticas para poner su ciencia al servicio de todos.

Como se ve, el general tenía que navegar por una serie de escollos, más o menos grandes y ahogados, como dicen los marinos, pero muy eficaces para dificultar la marcha y en más de un caso para echarla a pique o averiarla.

Conocidos estos antecedentes, se podrá apreciar mejor la gravedad de un lance que el general tuvo que concluir por medio de resortes de su exclusiva invención.

Una noche, en una parranda de café, la patrulla arrastró con todos los concurrentes para el cuartel de Policía.

Ante el oficial de guardia, uno de los presos declaró ser el secretario de una alta Legación europea, alegando, además, que pasaba tranquilamente por la puerta del café cuando la patrulla lo envolvió con los bullangueros.

Que no valieron rezones ni protestas puede decirlo, primero, el secretario, que pasó la noche en chirona, y después yo, que tuve motivos para saber que el oficial había querido manifestarle, en lo poco que estaba en sus manos, que amor con amor se paga.

Puede calcularse el efecto que produjo la noticia de tal desacato, exagerado por la imaginación popular, hasta el punto conveniente para caldear a toda la maquinaria diplomática, cuyos fueros habían sido de ese modo atropellados.

Pero descartando exageraciones, pillerías y malquerencias, todavía quedaba un engorroso asunto que colocaba al general en situación harto difícil.

Satisfacciones de esta laya y de la otra, castigado de los culpables, todo parecía poco.

El general concluyó por fastidiarse y mandó llamar al jefe de la patrulla.

Después de abrumarlo con una tremenda filípica de la que resultaba que el pobre oficial tenía comprometido a Chile, lo acusó de haber estado borracho.

El oficial se sublevó ante este injusto cargo y con poco trabajo logró evidenciar la calumnia.

-¡Está bien! -le dijo el general-; pero queda en pie el insulto a su persona, y el honor de mis oficiales no debe tener mancha alguna, y el que la sufra dejará de serlo.

-Sírvase su señoría decirme quién me ha insultado -respondió el joven- y el honor quedará en su puesto.

El general, sin arrugarse, le dio el nombre de secretario de la Legación.

El oficial salió echando chispas en busca de dos padrinos.

Una hora después llegaba a palacio el ministro de Brasil, interponiendo sus buenos oficios para el general impidiera el escándalo de un duelo y las graves consecuencias que podía tener.

Pasó esta nube, pero luego sobrevino otra más negra.

El ministro inglés fue insultado un día por un oficial que lo arrojó violentamente de la acera. Quiso la fortuna que el ministro fuera un hombre de puños y que en ello tuviera su amor propio.

El ministro a trompadas desarmó al oficial, y de este cabello se agarró el general para salir del paso.

Le llovían las visitas al ministro cuando el general mandó a su secretario, don Adolfo Guerrero, a explorar el campo. El ministro estaba indignado pero insistía mucho en las buenas trompadas que había dado su insolente.

Poco después se presentó el general, refiríendole al ministro que su agresor estaba tan estropeado, que era difícil creer le hubiera pegado con las manos solamente; hizo mil variaciones sobre este tema, y como al concluir le ofreciera la reparación de un severo castigo al oficial, el ministro reclamó su indulgencia en favor de la víctima, de sobra castigada a su juicio.

Por estos caminos salió el general varias veces de embrollos que a lo lejos pueden parecer pequeños, pero que en su momento fueron toda una gravísima cuestión, hasta que relaciones más cordiales se establecieron entre el Cuartel General y el Cuerpo Diplomático, a la par que los niños del ejército tomaban apresuradamente el paso de moderación y de cultura que su ilustre jefe marcaba a la cabeza.

Pero si aquel incidente ocurre contra Trescott, que acaso no soñaba con otra cosa, que con ser atropellado por algún soldado borracho, otro gallo nos hubiera cantado, ciertamente, a pesar de todos los procedimientos diplomáticos del general.




ArribaAbajoSus relaciones con Hurlbut

Cuando el ministro americano llegó a Lima, nadie pudo hacerse ilusiones respecto de su parcialidad por el Perú.

Comenzó por ocupar -ejemplo que después siguió Mr. Trescott- una espléndida mansión, la casa de Rivera, que le tenían preparada, a dos viviendas de por medio del Presidente García Calderón, y se decía que ambas se comunicaban por el interior.

El general mandó saludarlo con uno de sus ayudantes; pero el Ministro esperó el día en que asistió a la instalación del gobierno peruano en la Magdalena para pagarle la visita.

De regreso de la ceremonia, se presentó en palacio con un extraño uniforme de general, levita cerrada y casco prusiano. Parece que también era general.

Salió encantado de Lynch que le había platicado en purísimo inglés, cosa que para todo yanqui o británico realza considerablemente el valor de la persona.

A los pocos días el general le devolvió la visita, con toda esa llaneza y campechana sinceridad, que lo hacía aparecer desde las primeras palabras como un viejo amigo que abre su corazón de par en par.

Esta visita constituye un momento histórico de la vida del general, improvisado diplomático lo mismo que se había improvisado estadista y administrador.

Dejándose como arrastrar por la suave pendiente de las confidencias y desbordes del espíritu, el general le hizo una larga y exacta reseña de la situación del Perú, manifestándole que dentro del círculo en que se había situado no llegaría jamás a conocer la verdad de las cosas.

Le demostró la inestabilidad de todo gobierno que pretendiera establecerse, a causa de la división irreconciliable de los partidos, enconados hasta tal punto, que civilistas y pierolistas preferían la ocupación chilena antes de que subiera el bando rival, en razón de que los chilenos gobernaban, sin odios ni venganzas particulares, al paso que el partido que triunfara perseguiría la ruina del vencido; que la ocupación era por el momento un gran bien para el Perú, porque, alejando las luchas políticas enfriaba sus rencores; que abandonar a Lima, desde luego, sería un crimen para Chile por los cataclismos sociales que se habían de seguir; pues, por un lado Peirola estaba listo para irse sobre García Calderón, y por el otro, el populacho para caer sobre todos, como en la noche del 15 al 16 de mayo.

Tampoco descuidó de revelarle que durante la ceremonia de la Magdalena había tenido que hacer salir a las cercanías de ese punto una división de su ejército, a pretexto de ejercicio, pero, en realidad, para impedir que los montoneros que estaban en acecho, muy cerca de allí, hubieran dado fin al Gobierno y a su Congreso.

Y, en fin, que los dos eran generales y hermanos de armas, llamados a entenderse cordialmente como representantes de dos pueblos trabajadores y viriles.

Hurlbut se desbordó a su turno, y el general pudo oír con espanto que venía a impedir a nombre de los Estados Unidos toda anexión de territorio, fijando en cincuenta millones de pesos la indemnización y quedando todo lo demás a la cuenta de la guerra y de la gloria.

Hurlbut debió referir a García Calderón su entrevista con el general Lynch, y éste manifestole su candorosa inocencia, porque al día siguiente remitió al general un memorándum, en que, recogiendo velas a toda prisa, fijaba por escrito sus palabras y pedía que el general hiciera lo mismo.

El general, en carta muy amistosa y muy privada, le contestó que no podía reducir a documento oficial una conversación de amigos, como la que habían tenido; que a mayor abundamiento, hasta vedado le estaba, por cuanto carecía de toda representación diplomática, y que su papel se ceñía en tales asuntos a transmitirlos al Gobierno de Santiago, aprovechando para ello de las facilidades del cable, lo que haría con su memorándum, si así lo deseaba.

Ahí concluyó el amor de Hurlbut por el general, dedicándose en lo sucesivo a reclamar en términos bien descorteses, por cuanto se le venía a las mientes, hasta que un día el general le declaró que no le aceptaría ninguna representación más.

Dicen que finado ministro no lucía por su educación, y algo habría de cierto, porque el general, cuando no se negaba a sus visitas, se encerraba con él, ordenando que no se dejara acercar a nadie al recinto de la conferencia.

Parece que a solas se cambiaban en muy buen inglés términos bien expresivos.

Sin embargo, todavía el general logró sacarle la noticia de la venida de Trescott y Blaine.

Y así continuaron sus relaciones, hasta que una mañana, habiéndose olvidado Mr. Hurlbut de mojarse previamente la cabeza al entrar al baño, cosa que no debe descuidar la gente sanguínea, cayó muerto de una congestión cerebral.




ArribaAbajoLa vocación del general

El general tenía una debilidad muy conocida: su amor por los caballos, que rayaba ya casi en locura.

Creo que este amor sólo habría quedado satisfecho con una de aquellas manadas que gallardean en libertad en las pampas argentinas.

Fue la única pasión que se le conoció a ese hombre de alma tan eterna y voluntad tan firme que parecía que a su antojo manejaba sus emociones, sin que jamás lo traicionaran.

Cuando le anunciaron la muerte de su hijo, el único que pudo tener la gloria de llevar su nombre, el general firmaba el despacho. Leyó el parte, siguió firmando hasta concluir y, enseguida, se retiró a sus habitaciones.

Allí pasó tres días sin ver a nadie. Todos, amigos y enemigos, se inclinaron respetuosos ante su justo dolor.

Después de este desahogo concedido a su corazón de padre, el general volvió a presentarse con su sereno semblante de costumbre, como si durante esos tres días no le hubieran arrancado la rama que había de perturbarlo sobre la tierra.

El general contaba una vez que podía tanto en él la preocupación moral que llegaba a ser insensible a toda emoción física; y de este modo se explicaba su increíble resistencia para las marchas a caballo, ya fuera en la arena caldeada del desierto, ya fuera escalando las alturas de la sierra, que detenían sin aliento a los más robustos y animosos, como en las batallas de Chorrillos y Miraflores, donde bien probó que era superior a todas las flaquezas que quebrantan a la naturaleza humana.

De la primera batalla le quedó al general un recuerdo que más que recuerdo se pudiera decir que era una marca de gloria.

Sin dolor alguno, el general comenzó a advertir que su mano derecha se le iba cerrando lentamente.

En Lima ya le era imposible extenderla como lo hacía con la izquierda, viéndose claramente el encogimiento de los nervios.

El general atribuía el hecho a que en la batalla de Chorrillos, estuvo tantas horas con la espada en la mano y en ciertos instantes debió apretarla tan fuertemente, sin darse cuenta de ello, que cuando quiso envainarla costole trabajo desprender los dedos agarrotados.

Y volviendo al título de este párrafo, diré que un día el general presenciaba en la Plaza de la Exposición de Lima las evoluciones de un regimiento de caballería.

Quedó muy satisfecho de la proverbial destreza de nuestros jinetes, y después de un rato de pausa, en que pareció meditar, agregó tristemente con la pena de un hombre, que al final de su vida viene a ver que ha errado su vocación:

-¡Yo debí haber sido -dijo- de caballería!




ArribaAbajoLo que toleraba el general3

El Palacio de Gobierno en Lima tenía un rasgo característico: un portoncillo como de escape y aventuras hacia la calle que corre a sus pies. ¡Desamparados!, apartada del río por un costado de edificios y unida al puente del Rímac por una encrucijada de plazuela.

Aquel portoncillo disimulado e y estrecho, empolvado y rugoso, cuando lo conocimos, como una comadre jubilada, comunicaba con misteriosa escalera, que conducía a las habitaciones de la casa presidencial, situada en le ángulo que avecina al puente.

En Lima, ciudad sevillana de rejas y dueñas, mantillas y ojos negros, verbenas y cuchilladas de romance, como aquélla de Monteagudo, aun no se sabe quién la dio, la puerta en cuestión servía de tema a muchas leyendas y habladurías; porque a estar a ellas, los Presidentes peruanos no siempre habrían llevado la banda con la clásica honestidad que los nuestros la suya.

Así se decía que la escalerilla conservaba las huellas de muchos zapatitos y como se oía todavía en ella el rumor de faldas invisibles que se escurrían presurosas. Si no eran aprensiones, sería que allí penaban, donde pecaron, las hermosas por quienes rechinaron, murmurando, los goznes de aquella puerta.

Con trazas de histórico contaban también este otro lance: que cierta noche, la señora de un Presidente esperó tras la escalerilla la vuelta de su despabilado esposo; que lo dejó pasar sin decir palabra: pero que, probando una vez más lo de que el hilo se corta por lo delgado, desquitó sus iras conyugales en la persona del nocturno edecán de esos servicios y que, amén de los arañazos, le gritó de alcalde, peor que si le dijera «Zamba Canuta», pues de alcalde vocean en Lima al corredor de voluntades y, finalmente, que el que se daba tales penas reclamó del agravio al Presidente, y que éste, con el espiritual cinismo con que ha pasado a la historia, tuvo a bien decirle a modo de consuelo y cívico estímulo:

-Amigo: Todo cargo oficial tiene sus duras y sus maduras.

-En todos estos chascarros algo había de haber de verdad, atando colas porque cuando llegaron los nuestros a Palacio, diz que hallaron en un célebre escritorio un tierno billete dirigido a cierta madama X... Verdadero boletín de amor y de campaña que no alcanzó a partir a su destino.

¡Cartas de amor entre papeles de Estado!

El general Lynch ocupaba en ese palacio las mismas habitaciones que habían servido a din Nicolás de Piérola durante su dictadura, y presumo fuera a causa del tinte Regencia del endiablado portoncillo, tan comprometiente como una mala compañía, que los peruanos se preocupaban mucho de saber la vida y milagros de nuestro Virrey.

-Usaba o no del portoncillo.

Ésta era la cuestión.

-Es sabido -decían algunos- que el general se retiraba a la una de la mañana de su tertulia predilecta; las más veces solo, otras acompañado de un ayudante, siempre a pie.

Muchos referían haberlo visto a esas horas, solo su alma, y sin espada, reconociéndolo al pasar por su histórica gorra y aquel legendario Chesterfield que tanto aumentaba su elevado porte, y era, lo que creo, la única prenda de abrigo de su guardarropa, desde Valparaíso hasta Arequipa.

Otros aseguraban que el general Solía escaparse en altas horas de la noche, cuando por aquí, cuando para el Callao a todo correr de la máquina «Favorita».

Sea de esto lo que ustedes piensen -que nunca será lo mejor-, a fuer de cronista prolijo debo declarar, que en todo caso el general disfrutaba en Lima de un hermoso veranito de San Juan, magnífica tarde aquella juventud que aún recuerdan las antiguas vecinas de Valparaíso. A ojos de una dama que lo vio en el baile que le dio la colonia chilena del Callao, el general no representaba en esa noche más de cuarenta y cinco años, y era, a su juicio, el mejor parecido de los concurrentes.

Verdad que mucho alumbran la gloria y majestad del mando, sobre todo cuando tales prendas se llevan cual él las llevaba, no como prestadas, sino hechas a su corte y medida.

Pero lo que más se debe creer, es que muchas de aquellas correrías y aventuras eran flores alegres, con las cuales querían dar un rasgo mundano a esa gran figura que en su vida privada tenía intimidades lacedemonias y en el ejercicio del mando la forma tranquila e imponente d un gran hombre de Estado, para ajustar al Almirante, siquiera por un canto flaco, a la tradición galante del portoncillo presidencial.

Y como si esa austeridad fuera un reproche retrospectivo a los mandatarios pasados, insistían de todos modos en sospechar mocedades en la vida del general.

-Y si no fuera así, preguntaban algunos, ¿cómo Lynch tan severo para toda falta, había de tener tanta indulgencia con las travesuras amorosas de sus oficiales?

Esto era verdad.

El general no castigaba las jugarretas concernientes al renglón Pompadour de los mandamientos, si así puedo explicarme; pero sin desentenderse de los hechos se apresuraba a comprometerse por los subalternos, ofreciendo sobre tabla una reparación por las armas, cuando la cosa pasaba entre iguales.

No era lo mismo con las faltas que por algún punto menoscabaran el honor del uniforme. Su odio a las borracheras y bullangas de la calle rayaba en lo implacable. Escapaba bien el que por ellas, sólo era separado a velas apagadas y se recordará siempre un caso de su tremenda justicia.

Dos señoras limeñas hicieron llegar a su conocimiento la queja de haber sido pública y groseramente ofendidas por un oficial chileno, cuyo nombre fue fácil averiguar, porque el hecho había ocurrido en una de las estaciones del ferrocarril al Callao.

Todo era cierto, desgraciadamente. Salía de un banquete, acompañado de un amigo y extraviado por el licor, tuvo un olvido lamentable de sus deberes de caballero y de soldado.

El general reparó en el acto el agravio; la orden militar de la plaza, publicada al día siguiente en los diarios, dio a saber la expulsión del oficial delincuente, en un decreto que tenía por fundamento dos adjetivos que eran otros tantos guascazos, en la cara, uno al mal caballero, el otro al que deshonraba sus insignias.

El compañero, excusado en gran parte pos las mismas señoras, fue por tres meses a un pontón solamente, gracias a los honrosos informes que dieron sus jefes.

Y con tal vara medía el general a todos, no por parejo, sino en razón de su responsabilidad y de su grado.

Así llegó a tener a sus órdenes un ejército que será la honra eterna de Chile; que le hizo más honor ante las naciones y diole más provechos con su conducta en medio de las tentaciones de la Capua en que vivía, que con heroísmo en los campos de batalla; porque todo lo ganado en éstas, acaso no habría bastado a pagar las complicaciones y reclamos que su licencia e indisciplina hubiera ocasionado.

¡Ay de nosotros, ay de Chile, si el comportamiento del Ejército hubiera sido otro, allí donde un quique diplomático alzaba el gallo, haciendo cuestión de Estado del reclamo de cuatro mulas!

De igual modo llegó a inspirar tan profunda fe en su imparcialidad y entereza, que el pueblo vencido vino a mirarlo como a una Providencia que, en medio de las amarguras del vencimiento, le dejaba siquiera el consuelo de una justicia alta y serena, que escudaba a todos.

Pero en el punto de las travesuras galantes, ya lo hemos dicho. Los oía risueño, casi complacido, como si fueran páginas del Paul de Kock.

Y eran, en realidad, escenas de este novelista los cuentos que le referían tarde y mañana, y mezclaban una nota alegre a la ruda y enorme labor que pesaba sobre sus hombros.

Los que suponían cosas mayores, ignoraban seguramente que ese hombre vivía en un rincón del palacio como un marino en el puente de su nave; austero, grande e imponente, como un César honrado y glorioso.

Todo esto honraba a Chile y aun creo que a la especie humana; pero contrariaba bastante a los niños alegres del Ejército y de la colonia civil; porque el general estaba como latente en toda la atmósfera de Lima; en la fiesta más apartada se sentía su presencia como un vapor del aire.

-¡Si lo supiera!

Y esta idea obligaba a tomar el paso a las ovejas descarriadas.

Dentro del balcón cubierto que formaba una galería al frente de sus habitaciones, parecía que penaba de día y de noche.

Era ese balcón una trampa nocturna, una garita avanzada sobre el puente que comunicaba el centro de la ciudad con el famoso barrio de Malambo, a donde iban noche a anoche los que tenían por allí amoríos o buscaban el ruido de las cuerdas.

De regreso, tarde o temprano, todos tenían que pasar por debajo de «el balcón del general», y pasaban a la carrera, agazapados como liebres que flanquean el apostadero del galgo, cuando llevaban algún peso en la cabeza o en la conciencia.

Y no se sabía a qué horas dormía ese galgo; porque varias veces había hecho detener por la guardia de Palacio a más de una liebre retrasada, que volaba a su madriguera.

Cierta noche, una pareja que montaba un sólo caballo -ella y él-, se detuvo a mitad del puente a favor de la sombra proyectada por el toldo de un chiribitil.

Uno de a pie, que le hacía tercio, se destacó en reconocimiento del balcón. Pasó y tornó, dando la feliz noticia de la garita se veía cerrada, y obscura como una tumba.

-¡El general no estaba!

La pareja se aventuró, entonces, a cruzar ese nuevo Rubicón.

Pasaba el paso y faltaban unos pocos solamente para quedar en salvo, cuando crujieron los maderos de la galería, se alzó una de las vidrieras y por el hueco salió la voz del general intimidando alto a la enamorada copla: él debía entregarse a la guardia y ella seguir sola su camino.

De un soplo aquella orden echaba al suelo todo un hermoso castillo, como el eco del cuerno con que Ruiz Gómez arranca a Hernani de los brazos de su amada, en el instante en que la tiene por suya, y más que esto, porque la nueva Elvira no podía volver la llave al modo que Cortés quemó sus barcos.

Tantas angustias y contrariedades producía aquel mandato, que el joven arriesgó un esfuerzo supremo.

-¡Pero mi general, si va por su gusto! -dijo como cantando el aria de los violines de Judía.

-¡Sí, señor, por mi gusto! -agregó la joven que veía abierta cual boca de lobo la vivienda que acababa de abandonar en tal dulce romance.

El balcón se cerró de nuevo y la pareja siguió camino del remaje preparado, casi sin dar crédito a tanta fortuna.

Pero el almirante sabía bien que las incorregibles flaquezas humanas no tienen general en jefe.




ArribaAbajoSu vida privada

Me ha sucedido, escribiendo estos recuerdos a vuelapluma y a pura memoria, y dejando los mil y uno que podría haber exhumado con sólo registrar papeles o tomar lenguas, lo que sucede con el mar cuando se ve desde la orilla, pequeño al parecer, y después no se le encuentra fin, navegando sobre las olas, que nacen unas de otras.

Pero aún a riesgo de molestar a los que hayan tenido la paciencia de leer estos recuerdos, no dejaría tranquila mi conciencia si no abordara como remate obligado de mi tarea este tema que puede parecer vedado al que escribe; pero que yo considero que, una vez por todas, debe tocarse la faz del público y apelando al testimonio de todos los que allá le conocieron; porque de allí sale uno de los títulos más altos que tiene ese hombre eminente a la veneración y gratitud de su patria.

El general vivía en Lima como dentro de una casa de cristales. Millares de ojos estaban clavados en él. Lo miraban la ciudad y el ejército que gobernaba con toda la entereza de un hombre que puede desafiar tranquilo todos los resentimientos y todas las cóleras, seguro de que en sus acciones ninguna falta podría encontrar la circunstancia atenuante de su ejemplo.

Supo ser tan grande y austero en su vida privada como fue tan grande y glorioso en su vida pública, y en contra de lo primero, no habrá un hombre honrado que diga lo contrario, ni en Chile ni en el Perú.

Sé que no faltan por ahí contadores de chascarrillos, de esos chascarrillos que forman el repertorio menudo de las criadas ingratas o despedidas; pero ciertamente que la vida del hombre ilustre del general Lynch no sería completa si la calumnia no lo hubiera picoteado un poco como los pájaros dañinos picotean al mejor fruto.






ArribaAbajoLa guardia de los santos

En uno de los caseríos de la ruta de Ite al campo de las Yaras debía acantonarse cierto Regimiento de los nuestros en cuyas filas habíase declarado la peste viruela.

De los primeros en llegar a él fueron dos soldados, de esos que apellidaban cara de baqueta, porque nunca veían incompatibilidad la que menor, entre el servicio de la patria y el avío de la persona.

Muy luego se dieron ambos a recorrer calles y trajinar casas, si tales nombres caben en tamaña pobreza.

A un profano en el arte soldadesco del granjeo, habríale bastado tender la vista a vuelo de pájaro para decir que allí no había pan que rebanar.

Y, en efecto, en cuanto los ojos abarcaban no se divisaba un humo que acusara alguna olla puesta al fuego.

Ni siquiera se oía el ladrido de un perro abandonado; porque hombres y mujeres, chiquillos, todos habían huido al rumor de la noticia aquélla.

-¡Ya vienen los chilenos!

La misma iglesia aparecía desnuda de imágenes y ornamentos, cual si los terribles visitantes fueran enemigos no sólo de los hombres sino también de los dioses de aquel país.

Sin embargo, los dos rotos proseguían imperturbables en su misteriosa tarea.

Hubiéraseles tomado por un par de ingenieros que cateaban minas o reconocían el sitio para puesto militar.

Entraban, salían y tornaban a las mismas viviendas.

Golpeaban el suelo y las paredes.

Al fin, uno de ellos pareció convencer al otro y juntos volvieron a la iglesia.

Delante de un empolvado retablo, el que oficiaba dijo al acólito:

-¡Debajo de esta champa hay bagre!

Entrambos corrieron el cuadro, medio cosido al muro por las telas de arañas; palparon y el muro resonó con un eco de caverna.

-¿Ves? -añadió el primero.

Y a poco de trabajar rodó un bloque, dejando al descubierto la boca de una cueva obscura y húmeda.

Allí estaba el entierro del señor cura: santos de bulto, vestimentas sagradas y alguna chafalonía de fácil trueque.

En la tarde del mismo día, era el pueblo un campamento, y la iglesia, muy soplada, servía de hospital a unos cuantos enfermos.

Como a las diez de la noche, el jefe de servicio pasaba de recogida al frente de la iglesia.

Miró por ver y quedó conforme con percibir que los bultos de los centinelas se destacaban convenientemente en la sombra.

Seguía, por lo tanto, de largo su camino, cuando uno de la escolta hizo notar que aquellos centinelas no daban el ¿quién vive?; ni siquiera enderezaban las ramas que tenían como abrazadas.

Tornó bridas el jefe, y dirigiendo su caballo al primero de los bultos, llegó a tumbarlo sin que articulara palabra.

Los soldados, por su parte, daban en vano vueltas y revueltas en derredor de los misteriosos centinelas.

Sin apearse de su montura, el intrigado jefe entró en el templo.

Dos corridas de camas formaban una calle estrecha, que concluía en el mismo presbiterio.

Sobre el altar mayor veíase un gran cubo del que salían azulejas llamaradas.

Dos o tres sacerdotes, éste de casulla, aquél con capa de coro, iban y venían con mucha diligencia del tiesto a las camas y de las camas al tiesto, alzando, entre viaje y viaje, unos jarritos de lata.

-¿Qué diablos? -pensó el jefe, mirando aquella escena que pareciera de brujos a no verse tan claramente las sagradas vestiduras de los oficiantes.

Luego al olfato le saltó muy claro que lo que se administraba a los enfermos no podía ser otra cosa que el muy mentado cañazo, rabioso alcohol de cuarenta grados del cual decían los rotos que puro pateaba un poco, pero que amansándolo, quedaba como borrego.

Y lo amansaban con agua, azúcar, cuando había, y un jarreo de alto abajo.

Al ruido de las voces y de los sables, los sacerdotes que oficiaban en aquella nunca vista ceremonia, miraron hacia la puerta, y todo fue ver a tanto Comendador y hacerse ratas por entre las camas.

Pero, mal de su grado, tuvo que comparecer el cabo comandante de la guardia, encendido como tomate dentro de la casulla que no había acertado a arrancarse en sus apuros.

Era uno de los exploradores de la víspera, mozo de hasta veinte años, y en cuya cara jugueteaban todas las truhanerías de la profesión y de la edad.

Como pudo alegó el pobre, que «casi todo era pura agua» y que en cuanto a los trajes sagrados, los «niños» se los habían puesto únicamente por ahorrar la ropita del Estado...

No hay para qué decir a dónde fueron a parar esos niños que entregaban la guardia a los santos de una iglesia y se vestían como para decir misa en honor de un ponche de cañazo ardido, dentro de un templo convertido en hospital.




ArribaAbajoLos rotos y los santos

Un diario de provincia ha dado cuenta de cierto grave suceso ocurrido en el pueblo de X (más vale callar los nombres), en una de las noches de la semana que acaba de pasar con tan larga cola de calamidades.

Varios ladrones penetraron a la iglesia; se sustrajeron lo más valioso del sagrado ajuar y, no contentos con tal profanación, cometieron todavía otra mayor, arrastrando las imágenes de Dan José y de la Virgen hasta la plaza pública, poco menos que desnudas, donde en tal guisa, ala siguiente mañana, mostrolas el sol y pudo verlas el escandalizado vecindario: a ella, con cigarrillo en la boca, y a él con un naipe de las manos.

Una devota que oyó el caso, respetable señora que sostiene que no hay en Chile otros rotos descreídos que los soldados de la última campaña, en la cual, a su juicio, todos dejaron allá su sólida fe y devoción antiguas.

-¡Alguno de esos que han andado por el Perú! -dijo al punto la señora, son esa propensión a lo temerario que suele ser el pecado constitucional de muchas devotas.

No era dable contradecirla allí mismo, pero lo hago ahora -lejos de sus religiosas iras- en la convicción de que tales ladrones y bellacos, si bien pueden haber estado en el Perú y ser hasta peruanos de nacimiento, no son ni han sido soldados de nuestro ejército.

No niego que las necesidades de la guerra, crueles necesidades que a las veces se elevan a la altura de ese menester supremo de la conservación, que no reconocer pan duro, vino malo, ni mujer fea, que es como decir no tiene ni ley ni Dios, han puesto a nuestros rotos en el duro trance de echar mano de las cosas sagradas en más de un caso ciertamente; pero la historia severa e imparcial, que guarda en sus anales las acciones de los hombres, así generales como reclutas, puede testimoniar que aquéllos, aun en los más tristes extremos, supieron hermanar la necesidad con la devoción, que se supone perdida.

Más de un santo fue, sin duda, desnudado hasta la tabla rasa; pero siempre se guardó el respeto debido a la persona...

La vida y milagros de nuestros rotos de las campañas de ayer y de hoy suministran ejemplos edificantes de la verdad que vengo sosteniendo.

Entre mil episodios de su larga vida de guerrero, contaba el general N. N. una aventura que le ocurrió en sus mocedades, viniendo de la frontera a Santiago, en comisión de servicio.

Traía comunicaciones para el gobierno o conducía prisioneros, el hecho es que viajaba con escolta segura.

Obligado a dormir en los alojamientos del camino, muy a la vista de su tropa, tuvo ocasión de advertir que uno de los soldados le demostraba, no ya extrañas consideraciones, sino exagerada reverencia a un par de alforjas de su mísero equipo. Descubríase con respeto al sacarlas de la montura; conducíalas personalmente al mejor sitio y cada vez que pasaba por delante doblaba de refilón la rodilla.

Tantas veces se repitió esta escena que el general, entonces capitán, hubo de decir al soldado:

-¿Qué virtud tienen para ti esas alforjas que les rindes una rodilla?

-Le habrá parecido a mi capitán.

-Tan no me ha parecido que sobre la marcha las vas a volver.

Y como hiciera ademán de voltearlas con el pie.

-¡Yo le diré, mi capitán! -saltó el roto, interponiéndose- Es que ahí viene la Custodia...

No había para qué indagar otros pormenores; pues días antes había sido salteada la iglesia del campamento, llevándose los ladrones hasta la Custodia con la sagrada forma.

Esto era característico para el general N.

Este general, por desgracia para todos, no alcanzó a saber que aquella ya vieja campaña del Perú, en la que sirviera un alto puesto a las órdenes de Bulnes, había de tener una segunda edición aumentada y corregida por un cadete de su tiempo.

A conocerla, ¡cuántas historietas iguales no hubiera podido recoger su feliz memoria y su espíritu observador y cáustico, cuando hasta yo mismo he logrado conservar muchas con sólo poner el oído a las amenas charlas del campamento y de la tienda!

Si fueran cosa mayor, diérame el gusto de dedicarlas a su memoria, pero he de conformarme, siendo lo que son, con referirlas a la llana, que no calzaría la pequeñez del recuerdo con la persona recordada.

Y vamos a cuentos.

En aquel trancazo de lo Mena que se llama el asalto de Arica, hubo un intermedio como de concierto entre el pelear y volver de nuevo a la varilla y a las filas.

Algunos desbandados y otros comedidos, que nunca faltan, echaron allí su mano, pero corta, de triunfal granjeo.

La caballería y el Bulnes enviaban patrulla tras patrulla a suspender la fiesta. Los jefes en persona buscaban a sus niños, sabiendo que en arca abierta el justo peca y aquella arca habíase descerrajado por sí sola al estallido de las minas de dinamita.

Busca que busca, uno de estos jefes llegó hasta la iglesia del puerto y tan a tiempo que en el mismo instante se encaramaba un soldado con mucho tino sobre el altar mayor.

Recatándose en una pilastra, lo dejó hacer. El roto, hombre prevenido, miró a todos lados y no viendo a nadie, sacose el quepis devotamente con la izquierda mientras que con la derecha se guardaba en el bolsillo los aretes de la Virgen.

Tornó a cubrirse, bajó con igual tino y al cruzar la nave, volvíase inclinado para saludar..., cuando se topó con su jefe.

En las varias y todas penosas expediciones que nuestro ejército hiciera a la sierra del Perú, algunas iglesias, según refieren, tuvieron algo que lamentar, a causa especialmente de que desde los comienzos de la guerra ellas se habían anticipado a renunciar la neutralidad de lo sagrado, haciéndose refugios, agencias y fortalezas de enemigos.

Así por vía de ejemplos:

Del presbiterio de una iglesia abandonada de Lurín los soldados sacaron un buen entierro de cancos de pisco.

Aquel convento casi feudal de Ocopa, grande como un principado, fuerte como castillo guerrero, colgado a modo de un nido de águilas en las crestas de la cordillera, fue durante todas aquellas expediciones el foco encubierto de la resistencia y levantamiento de los indios fanatizados.

El señor obispo de la diócesis, sacaba de Lima cañones para las montoneras, encerrados en ataúdes que escoltaba ceremoniosamente un cortejo ad hoc. De ahí al cementerio y a medianoche, en buenas mulas para la sierra y los nuestros...

De la iglesia de Supe sacaron al bravo y hermoso teniente Volz, para matarlo a palos en la sacristía.

Como se ve, las iglesias no eran del todo inocentes en aquellos ya pasados días.

Solían comprometerse, a sabiendas de que donde las dan las toman.

Sin embargo, los rotos no tomaban nada en ellas, sino cuando no había otro pan que rebanar y el caso no daba esperas. Pero aún entonces, siempre sobresalía un rasgo que acusaba la educación religiosa que se ha sabido inculcar en nuestro pueblo...

Después de un sangriento combate en Cañete, un ala del enemigo fue acorralada entre unas tapias. En el centro, negro de pólvora, pedía gracia un cura de pueblo comarcano.

Al ponerlo de cara contra la tapia, le dijo un roto del piquete oficiante:

-Agache la cuna, su reverencia, para no pegarle en la corona.

Pero como iba diciendo.

A una de las iglesias de la sierra entraron los nuestros en son de desquite. Al primero que llegó, tocole por prelación la imagen del único altar, comenzando la tarea por guardarse una que otra chapa de plata o poco menos, que ostentaba la santa.

Al llegar a la corona, el roto se detuvo para examinarla a la luz.

-No es más que de plata, madre mía -dijo con algún desconsuelo-; pero yo te prometo que, en cuanto mejore de fortuna, te regalo una de oro, porque sólo la necesidad me obliga a dar este paso «¡tan ajeno de mí...!»

Para ser completamente verídico, debo apuntar un caso de excepción, a este respecto genial de los rotos.

Gobernando don Eusebio Lillo, en Tacna y pueblos de su partido, ocurrió en el de Pachía, pocas leguas adentro, un robo sacrílego que consternó a la provincia entera.

Se veneraba allí con la tradicional reverencia a una Virgen del Carmen que ni el rango que ocupaba en nuestro ejército, ni la visible preferencia que le diera en las batallas habrán sido parte a enajenarle el amor de aquellos feligreses.

Una mañana, la Patrona de los nuestros amaneció despojada de sus ricas vestiduras, obsequio de una suscripción popular.

No hubo que perder tiempo en echar malos pensamientos, porque los ladrones habían dejado a manera de tarjeta de visita, sobre la cabeza de la imagen, una gorra militar de brin, muy ladeada al ojo.

Eran de fijo nuestros niños.

Queriendo enjugar las piadosas lágrimas de todo un pueblo, el señor Lillo hizo cuanto humanamente era dable por descubrir las prendas robadas.

Pero todo fue inútil y la cosa quedó en la región de las sospechas temerarias hasta que tiempo después, olvidado ya el asunto, en una comedia de campamento, salió a las tablas una señorita que mostraba botas de infantería bajo el recamado manto de la Virgen del Carmen.

Antes de concluir el acto pasaba para Tacna con oficio cerrado.




ArribaUn héroe por fuerza

El 23 de octubre de 1883, poco después de las siete de la mañana, llegaron por distintos rumbos a la plaza principal de Lima los batallones Chacabuco, Esmeralda, Talca, Victoria y Bulnes; se formaron allí en columna y al son de tocatas más tristes que alegres siguieron para sus nuevos cantones de Chorrillos, Barranca y Miraflores, cerrando la marcha del fúnebre convoy de los otros ocupantes chilenos que habían salido poco antes.

Tras de esos pasos, fuerzas peruanas ocuparon a tranco de vencedores el palacio tradicional en que murió Piazarro, moraron sus virreyes y se llenó de gloria ante propios y extraños un inca chileno, nuestro general don Patricio Lynch.

Aquella matinal despedida fue cosa triste. El cielo lloraba su neblina sobre nuestros rotos que, a su vez, lloraban con un ojo, como la leña verde y las viudas jóvenes, ese trasnochado adiós a una ciudad en la que grandes y chicos, jóvenes y viejos, dejaban los recuerdos de tres años, acaso los más alegres y rumbosos de la vida...

Don Patricio, en nombre de Chile, y de sus santas leyes, acaba de entregar Lima al Gobierno del Presidente Iglesias.

Y los nuestros inclinaron la cabeza y los otros abrieron los brazos.

No es éste el caso de recordar lo que fue para nuestro ejército la vida en aquellos cantones. Soplaba sobre todas las cabezas la ventolera de la desocupación, que había de arrancarles de allí acaso para siempre y la juventud apuraba el fondo del vaso...

Los soldados decían que hasta la bandera que flameaba en la casa del general parecía como triste de tener que irse, ¡tanto se había aclimatado donde tanto se había lucido!

Por lo demás, la bullanga del campamento no dejaba oír nada de lo que ocurría en el resto del Perú. No había tiempo para tanto y apenas si algunos supieron que una expedición chilena había salido de Tacna contra Arequipa al mando del coronel Velásquez.

Arequipa no ofrecía al Ejército interés alguno; las limeñas decían que allí no se comía sino mazamorra, y como Tacna figuraba desde tiempo atrás en el inventario de nuestros bienes nacionales, las noticias que de ambas partes se recibían se estimaban como cosas de provincia, acaso de mal tono para viejos vecinos Lima.

Sin embargo, aquella última expedición en territorio peruano no era un simple paseo militar.

Velásquez comandaba un ejército de siete mil hombres.

En Tacna no llueve, sólo cae una niebla que llora el cielo sobre la desolación del desierto, y conviene desconfiar así de los climas en que las nubes no vacían sus cántaros como de los hombres que no ríen con franqueza.

Un intendente gobernaba en la provincia y cubrían la guarnición de la ciudad fracciones diseminadas del Angeles, Rengo, del Santiago 5.º de línea y algunos piquetes de los escuadrones general Cruz y general Las Heras.

No había peligro de que ave alguna de alto vuelo cayese sobre el tranquilo corral de Tacna; pero sí, quitaban un poco el sueño a sus habitantes y guardianes las correrías y sorpresas de un viejo zorro cebado desde antiguo en los descuidos de nuestro ejército y casi siempre con la fortuna que ayuda y premia a los audaces.

Era éste el montonero conocido con el nombre liso y llano de Pacheco Céspedes, llaneza que evidencia la popularidad que ya tenía bien adquirida entre amigos y enemigos.

Y a la verdad nada más brillante y hasta heroico en ese género mixto de bandido y de soldado, que la conducta de ese hombre, si en realidad hubiera sido un patriota peruano, aunque testarudo y dañino a su causa ya perdida, pero no era con todo su valor y acaso su generoso desprendimiento más que un aventurero de Cuba, profesional en bochinches armados de su tierra o de cualquiera otra parte, que ganaba, por tanto, su pan, como antiguo miguelete, alquilando su vida y sus armas para contiendas que nada le importaban, cuando a la sazón gemía su propia patria bajo el yugo de una dominación extranjera.

Lo cual no quita que con nuestras tropas hiciera si no las del Cid Campeador, sí las de Quico, Caco y Giné de Pasamonte.

Parecía no dormir ni de noche ni de día y conocer el territorio en que actuaba como los bolsillos de su chaquetón de campaña. Como Rozas en las pampas de Buenos Aires, Pacheco se orientaba de memoria en los arenales engañosos y traidores del desierto: aquél oliendo las yerbas del campo, éste mirando sólo las estrellas.

Y aún cuando en materia de caminos no hay, como se sabe, atajos sin trabajos, aquel fantasma de la camanchaca, más travieso que bellaco, andaba como duende de villorrio en villorrio, sin que nadie acertara a saber cómo ni por dónde menos a cogerle en las redes que se le tendían en las rutas más apartadas.

Tal, por ejemplo, acababa de acontecerle a un cuerpo del ejército de Velásquez en su marcha de Tacna a Arequipa. Acampa en el sitio señalado; allí sus jefes esperan con ansiedad agua y víveres para la tropa, muerta de hambre, casi enloquecida por la sed; pero se espera en vano.

Luego llega un arriero a la desbandada con el cuento de que los montoneros han dado muerte a la escolta del convoy de los víveres, llevándose hasta los fondos en que se cocina el rancho.

Una vez más Pacheco Céspedes el autor de esta jugada, y, como siempre, se ha hecho humo en los espejismos engañosos del desierto, encapado en las sombras de su cómplice peruana, la terrible camanchaca, tela que tejen con las nieblas del mar las brujas que extravían y enloquecen a los caminantes, aun a la luz plena del sol.

En una de las noches más apacibles del mes de noviembre de aquel año, cubría la guardia del pelotón del Santiago que Velásquez había dejado en Tacna, el teniente don Luis W. Fuenzalida.

Al toque de silencio en la plaza corriose al interior, cerrando tras de sí la puerta del cuartel. Era ésta una vieja barraca que deslindaba con el cementerio de la ciudad.

Momentos después de aquella maniobra a lo Don Juan Segura, una mano resuelta golpeó nerviosamente el mohoso aldabón, y una voz no menos segura respondió por la rejilla al centinela, que necesitaba hablar con el oficial de guardia.

-Puede hablar sin cuidado -respondió éste, que había acudido al estruendo de los golpes.

-Es, señor, cosa grave y reservada -insistió el otro.

-Muy bien -agregó el teniente, haciéndole entrar.

Una vez adentro, el desconocido, que era un hombre como de treinta y cinco a cuarenta años de edad. De mala ropa, pero de buena cara, dijo, acercándose masónicamente al oficial, que era indispensable hablara inmediatamente con el jefe de la plaza, porque tenía que revelarle un secreto del cual dependía por esa noche la vida de la guarnición en Tacna.

Tal entrevista era más que difícil, porque aquel jefe andaba en las afueras patrullando los retenes, y del todo imposible con el intendente de la provincia, porque estaba ausente.

El extraño personaje meditó un momento y volteando, al fin, su embozo de conspirador o de galán, entró en materia, diciendo:

-Me trae, señor, el deseo de evitar mayores desgracias que ya no aprovechan a nadie...

Miró a todos los ángulos de aquel cuarto más mezquino que lujoso en el cual y sobre «una mesa de pintado pino, melancólica luz alzaba un quinqué», y añadió, como quien disparara un arcabuz:

-Pacheco Céspedes acaba de entrar a la ciudad disfrazado, y su tropa acampa pared de por medio con este cuartel.

¡No me asuste! -le dijo Fuenzalida, enmascarando sus pensamientos con una franca sonrisa.

-Señor -replicó el otro-, en el cementerio del Lado, tras de cada sepultura hay un montonero escondido.

-¡Y Pacheco!

-¡Yo sé dónde está!

-¿De modo que Ud. me llevaría hasta su escondrijo?

-¡A eso vengo!

Y por un instante, ambos interlocutores se miraron fijamente, como dos desconocidos que en noche tenebrosa cruzan sus aceros, en un encuentro inesperado, hasta que el joven oficial gritó con voz de mando, a la chilena:

-¡Cabo de guardia!

Instantáneamente apareció éste con el aire socarrón del que ha estado escuchando, por si algo sucede, y en conformidad a lo que se le dijo, procedió a atar las manos del aparecido.

-En la guerra como en la guerra, mi señor -díjole el teniente-; ahora si usted me engaña ahora mismo me la paga; si no mis jefes sabrán agradecerle su servicio.

El desconocido no se inmutó.

¿Quién podía ser?

¿Qué interés podía llevarlo al paso peligroso que daba?

¿Era peruano?

No quiso decirlo.

Fuerza es decir que entre los recuerdos inolvidables de aquella guerra por la profundidad con que herían un amor patrio, como el de nuestro ejército, puro, absoluto, sin mancha alguna de caudillaje o divisiones políticas, queda vibrando dolorosamente este hecho: que en más de una ocasión se vio el caso de que por rencores políticos, en revancha de agravios lugareños o de odios guardados de las contiendas civiles, que allí se convertían en pasiones hereditarias e inextinguibles, un hombre llegaba a denunciar a un rival destacado, subordinado al placer de la venganza personal, intereses que a los nuestros parecían supremos intereses de la vida...

Pero hay que confesar también que las circunstancias tenían concebidas dispensas especiales a los deberes del patriotismo; por que en buena cuenta y en ley de verdad, aquellos intereses ya no podían llamarse de la nacionalidad peruana; porque la lucha nacional y práctica habían concluido con el triunfo de Huamachuco y la instalación del Gobierno del Presidente Iglesias, sin dejar ni en el llano ni en la sierra una cueva de Covadonga en qué abrigar la imagen de ninguna ilusión.

Maniatado con tan pocas ceremonias, el ministro visitante tomó asiento sin darse por ofendido en una de las pocas sillas de aquel cuarto más mezquino que lujoso.

El teniente, por su parte, importándole ya bien poco lo que aquél viera o escuchara, no tuvo inconveniente para tender a su vista el mísero juego que tenía entre sus manos.

Hizo tocar tropa, y a los pocos minutos ésta formó, armándose apresuradamente en uno de los corredores del cuartel. Eran en todo, de comandante a tambor, unos treinta hombres.

El denunciante abrió tamaños ojos.

¿Cómo, señor -exclamó asombrado- el Santiago no ha dejado aquí más gente?

-Hay más -respondió el teniente, ordenan al propio tiempo que formaran armados los músicos de la banda, lo cual apenas si alcanzó a doblar el efectivo del destacamento.

-¿Y esto es todo? -insistió el primero.

-Por el momento, mi señor, no hay más cera que la que arde; pero usted sabrá que a distancia de un buen galope tenemos refuerzos considerables.

Listan estaban, farol en mano, las patrullas que iban a salir en busca del jefe de servicio, cuando éste se apeó como evocado a la puerta del cuartel.

Impuesto, enseguida, de lo que se relacionaba con aquella parada en son de combate, y aquel extraño señor que parecía aguardar su sentencia de muerte, dijo, sentándose tranquilamente.

-Retire la tropa, teniente, porque el pájaro se ha volado como de costumbre. ¡Esto es ya una vergüenza!

-¿Pero estará cerca todavía?

-Hace rato que emprendió el vuelo, y lo peor es que no saldrá de la zona sin intentar otro golpe.

Y un poco más calmado, tras de corto y enérgico desahogo soldadesco, refirió una escena como de novela que acaba de ocurrir en la puerta de la casa de la Intendencia, que tanto se prestaba para cualquier desacato, aislada, como estaba en un suburbio desamparado. Era una gran imprudencia; pero el jefe de la provincia, encantado con sus jardines, se había negado a trasladarse a la ciudad.

Lo ocurrido era lo siguiente, que no podía ser más grave, como audacia y desvergüenza.

Otro personaje encapado -porque parecía ser aquélla, noche de capas y de espadas- se había presentado a la puerta de servicio de la casa del intendente, preguntando por éste al policial que servía de ordenanza. Desde las oraciones se había ya notado que tipos sospechosos daban por allí sus vueltas y revueltas.

Había aquél preguntado si le sería posible hablar con el intendente, y como el soldado le dijera que no estaba en la ciudad, preguntó por la señora con cierta viveza.

Entonces el soldado, cuadrándose socarronamente, le había dicho:

-Mi coronel, la señora también se ha ido.

-¿Y se puede saber a dónde?

-A Valparaíso, en el vapor que salió esta tarde.

Cortando en este punto el diálogo, el desconocido había cogido de la garganta al soldado y apuntándole con su revólver, habíale intimado orden de seguirle sin pronunciar palabra.

Enseguida había lanzado al aire un silbido como de pájaro pampero, y en el acto habían surgido de la oscuridad cinco o seis bultos que en volandas se habían llevado al policial.

El jefe de servicio, al retirarse, había pasado a la casa del intendente, y todo lo narrado lo había sabido por las sirvientas, a las cuales encontró más muertas que vivas.

-¿Pero sería el mismo Pacheco? -preguntó el teniente.

-Parece que sí, y en todo caso alguno de sus hombres de más confianza; porque como usted sabe, a toda la policía de Tacna, y aun a la tropa se le ha dado a conocer en diferentes ocasiones el retrato de Pacheco, de modo que al decirle el policial, ¡mi coronel!, fue porque le reconoció y de ahí que sacara revólver, y además, se lo llevara para evitar la voz de alarma. ¡Pobre diablo! Por ahí encontraremos su cadáver...!

El desconocido dijo, a su vez, que él había sabido, aunque ya tarde, que Pacheco entraría esa noche en Tacna, con el propósito de asaltar la casa del intendente, aprovechando las facilidades que ella presentaba para un golpe rápido y contundente, como de la escasez de tropa en la ciudad; pero no esperaba que se hubiera lanzado tan temprano.

Enseguida, guiados por él y a la luz de los farolillos, el jefe de servicio, convenientemente escoltado, se dirigió al cercano cementerio.

El desconocido no había mentido. Bastaba mirar para ver que allí acababa de acampar un crecido cuerpo de caballería, a juzgar por las huellas patentes y los desperdicios desparramados en el suelo.

No quedaba, por tanto, más que soltar las manos y la libertad del denunciante, lo que allí mismo se hizo en ley de buenos jugadores.

Pero el jefe de servicio le acompañó galantemente hasta la casa que indicó como suya, sin inconveniente alguno, tras mutuas expansiones.

Al día siguiente, desde la mañana, comenzaron a circular rumores de lo ocurrido en la noche; poco después, las mentiras eran triunfo y muchos en romería se dirigían al cementerio para ver con sus ojos las pruebas de que los montoneros de Pacheco Céspedes habían acampado allí, mientras él se lanzaba sobre su presa, a la segura con la flor de sus bravos.

Y se comentaba la escapada del intendente por el milagro de su inesperado viaje, que nadie sabía, cuando entró a la ciudad a mata caballo un muchacho corneta del escuadrón Las Heras, con la noticia de que en la mañana de ese mismo día Pacheco Céspedes había atacado con todas sus fuerzas el cantón de Pachía, que el combate había durado más de dos horas y que los muertos eran muchos de uno y de otro lado.

Desgraciadamente, los telegramas oficiales, en cuanto se reanudó la línea que había sido cortada, confirmaron la triste narración del joven corneta.

El primero que se recibió decía:

«Pacheco Céspedes, con cuatrocientos hombres, atacó hoy, a las 6 a. m., al destacamento de Pachía. Combate duró dos horas y fue rechazado, dejando en el campo dos capitanes muertos, cuarenta individuos de tropa y ochocientos animales, mulares y caballares.

Huye hacia Calientes y M. Subercaseauz lo persigue con doscientos hombres, mitad de infantería montada».



No había para qué preguntar más: durante la noche Pacheco Céspedes y su banda, tan ágil y audaz como su jefe, habían andado descansadamente la distancia que espera a Tacna de Pachía, todos bien seguros del éxito de la jornada; pues, conocían palmo a palmo el camino y, según el refrán de los arrieros viejos, no tenían río por delante ni dejaban carga atrás.

Pachía era entonces un mísero lugarejo. Situado a unos veintidós kilómetros al nordeste de Tacna, sobre el camino que conduce a La Paz, contaba apenas con doscientos y tantos habitantes.

Había sido mucho más en mejores tiempos; pero, como dice el poeta, «vino la guerra y su saña sólo había dejado en pie» el edificio de la iglesia y unas cuantas propiedades particulares, que desde la calle dejaban ver el enlucido o empapelado de sus paredes.

No era, pues, aquel villorrio, adormecido y recalentado entre las arenas del desierto, un envidiable oasis para la tropa que en él se aburría de la mañana a la noche.

Componían la guarnición 143 soldados del batallón Ángeles y 10 del escuadrón Las Heras, al mando estos últimos del Alférez Stangue, un bravo muchacho que hacía sus primeras armas en aquellas ingratas aventuras, en las que hasta los héroes como él, morían anónimamente; pues el desierto y sus camanchacas devoraban no sólo sus cadáveres, sino también su gloria.

Mandaba, en jefe, aquel destacamento, don Matías López, veterano de las guerras de Arauco. A pesar de sus servicios cuasi tradicionales, sólo había alcanzado el rango efectivo de teniente, con el grado de capitán, traidora distinción que dejaba al beneficiado con el sueldo de lo primero, y de lo segundo, las insignias que tenía que comprar.

En su parte oficial, que López, herido, escribió desde su cama, refería, más o menos, en los siguientes términos la primera parte de aquel drama:

«Salí a las 5:30 a. m., del día de ayer; me impuse de la presencia del enemigo que estaba a pocos pasos de nosotros por una descarga que hizo sobre el centinela del cuartel.

En el acto dispuse que saliera la tropa para contestar los fuegos del enemigo, disponiendo mi gente por grupos.

El enemigo nos había sorprendido, dejándose caer por el lado de Calama y aprovechándose de la oscuridad de la noche y de la camanchaca que hacían invisibles los objetos, aun a corta distancia, para tomar sus posiciones, que eran inmejorables.

Al efecto, nos tenían rodeados por el poniente, norte y sur, dejando libre sólo la parte del oriente en la extensión del camino público, pues detrás de las casas de ambos lados tenían diseminados soldados.

El enemigo se componía, a lo menos, de 400 hombres: 200 de infantería y 200 de caballería.

Estaba parapetado tras las tapias y hacía un nutrido fuego de mampuesto, teniendo una ventaja inmensa sobre los nuestros que estaban a pecho descubierto.

En medio del combate, como nos estaba estrechando demasiado el enemigo, dispuse que el Alférez Stangue, del escuadrón Las Heras, diese una carga de caballería sobre el grupo más cercano, que estaba hacia el lado oeste».



El bravo capitán que bien podía enorgullecerse de ser un representante caracterizado tanto del pundonor y coraje, como de la literatura del ejército de su tiempo, terminaba su relación con esta frase de sencilla, pero hermosa humildad:

«Por último, señor comandante, pido a usted que me excuse de lo mal ordenado y desatinado de este parte; pues lo hago desde mi cama y con el dolor de mi herida».



Volviendo atrás del parte del comandante López, hay que decir que los Las Heras, desde el principio de la jornada, se batían como infantes al amparo de los tapiales que formaban el llamado cuartel.

Por otra parte, más de uno de los grupos que peleaba a campo raso, había tenido que volver, si no a guarecerse, sí a recobrar alientos a favor de aquellos paredones, siquiera por un instante.

El mundo que los rodeaba, aunque pequeño, se les iba encima como una cosa inmensa, aplastadora, y todos, hasta los simples reclutas, se sabían de memoria lo que significaba para los soldados chilenos, no el rendirse, cual caballeros ante fuerza mayor, sino aún el caer heroicamente como Ramírez en Tarapacá y Carrera en La Concepción.

Tenían allí que morir hasta el último suspiro ¡porque el que quedara con vida, sería descuartizado a bayonetazos y quemado a fuego lento en su agonía!

¡Ramírez! ¡Tarapacá!... Estos recuerdos perseguían a los rotos como pesadilla en todos los trances apurados y les hacían el efecto del aguardiente con pólvora de las antiguas batallas con fusil de chispa.

De la Concepción se representaba aquel cuadro nunca olvidado en nuestras filas, de la joven esposa de un sargento, tendida y desnuda en el zaguán del cuartel en llamas, abierta de una cuchillada y cuyo hijo sin nacer, arrancado sacrílegamente de su nido sagrado, había sido ahorcado en el propio cuello de esa madre, con una media!...

Nadie podía hacerse ilusiones al respecto. La cuestión se reducía a morir de una vez por todas, totalmente, pero con la última bala del cinturón.

Fue entonces cuando López, ciego de ira y de coraje, sintiendo la estrangulación de la muerte, gritó a Stangue:

-¡Cargue con sus jinetes!

Aun cuando todos jugaban allí sus vidas, todos se miraban espantados.

Un caballazo de jinetes contra aquellas puertas cerradas a piedra y lodo, repletas de tiradores envalentonados por el éxito y la casi impunidad, equivalía nada menos que a una sentencia de muerte a cargo de la vida de un niño.

Stangue, sin vacilar, dio a los suyos la orden de seguirlo y, subiendo en su caballo, sereno, pero intensamente pálido, dijo a uno con triste sonrisa:

-¡Adiós, hermano!

Y volviéndose hacia un antiguo camarada, agregó con más resolución:

-¡Adiós cumpa! ¡Dígale a la prenda dónde quedan mis huesos!

Al oír estas palabras. López que ya no veía sino la derrota que se le venía encima a sangre y fuego, se volvió airadamente sobre Stangue, gritándole enfurecido:

-Señor alférez, si tiene miedo, ¡deme a mí sus espuelas!...

Stangue, sonriéndose, respondió con cariñoso respeto:

-¡Mis espuelas, comandante, son de mi cuerpo!...

Y clavándolas en su caballo, inclinada la cabeza para no topar en el techo del largo zaguán, exclamó con rabiosa desesperación:

-¡Conmigo, muchachos!

Los Las Heras que habían recibido en pleno corazón la injuria lanzada a su jefe, y sintiéndose ante la muerte hermanos con él, le siguieron sin vacilar, como un jirón de tempestad, pero Stangue, al levantar su sable en la mitad de la calle, se dobló tronchado por un huracán de balas.

A su lado cayeron dos soldados más, instantáneamente.

Agrega el parte de López que esta carga deshizo por completo el grupo que atacó, haciéndole varias bajas.

Lo que se sabe de cierto es que Stangue cayó para no levantarse más y que López, viejo tan heroico como ese niño saltó a la calle tras de la cola de los caballos al frente del último puñado de los suyos y que allí se batió de tapia en tapia y de casa en casa, hasta que el enemigo emprendió la fuga, y él, herido en un pie, fue recogido por los suyos.

Eran las 8 de la mañana.

La montonera huía montada, y López no tenía ni caballos, ni órdenes para abandonar su puesto.

Sobre el campo habían quedado:

De los contrario, 40 muertos, entre ellos el mayor don Juan Herrera y dos oficiales.

De nuestra parte, muertos Stangue, 10 soldados y un cabo de Ángeles y 4 soldados del Las Heras.

Los heridos llegaban a 23.

Y aquí se impone, no por cierto como una compensación que sería harto mezquina, sino en memoria de los desconocidos y olvidados de la patria, la grata tarea de transcribir de los partes de esa época, algunos párrafos que, aun después de tantos años, no se leen sino a través de cierta neblina entre el papel y los ojos:

-Merecen, no obstante -decía López-, una recomendación especial el subteniente don Emilio Silva, que me secundó admirablemente en todas partes durante la acción, y el teniente don Ramón B. López, que, a pesar de encontrarse enfermo, hizo cuanto pudo por combatir al enemigo, animando y dirigiendo a los soldados: «Nada diré del señor Stangue, que murió valientemente en su puesto».

El jefe militar de Tacna escribía, por su parte, al Gobierno:

«Termino, señor Ministro, haciendo una recomendación especial del capitán don Matías López, pidiendo para él la efectividad de capitán de ejército, pues, además de su buen comportamiento, abona en su favor la herida recibida, y sus largos años de servicios, en los cuales sólo ha alcanzado hasta ahora el grado de teniente de ejército».



Horas después del combate llegaba a Pachía desde Tacna, y con las instrucciones del caso, el sargento mayor, don Francisco A. Subercaseaux. Agregó allí a las fuerzas que llevaba, lo mejor de los fatigados vencedores; orientose convenientemente acerca del rumbo que siguiera Pacheco Céspedes, y a las cuatro de la tarde, tras de largo y pesado galope, entraba al caserío de Palca.

Su olfato de experto baqueano, más que la brújula de las instrucciones oficiales, le habían conducido en derechura a la champa bajo la cual se escondía el peligroso bagre.

En efecto, allí el porfiado montonero tomaba nuevos bríos, o más exactamente allí aspiraba los últimos de su aporreada vida con los sobrevivientes de la ruda jornada de la mañana.

Parte de su tropa habíase parapetado en un desfiladero que enfrentaba el camino, en tanto que otro grupo coronaba una altura hábilmente elegida.

Contra los de este último, envió Subercaseaux parte de sus Angeles, a las órdenes de los oficiales Calvo y Castro, los que en media hora de fuego y bayoneta se adueñaron de la cumbre sobre la que ya cían sin vida dos oficiales y dieciocho soldados, no obstante el cansancio de la subida y los quehaceres anteriores, como la marcha por el desierto y el desayuno de Pacía.

El combate en el plan tenía un aspecto muy diverso. Rotos los fuegos por un y otro lado, luego llamó la atención de los nuestros una escena que a ratos producía asombro y a ratos hacía reír como una inverosímil payasada.

Aquello no tenía ejemplo. Ocurría que en el centro de la tropa enemiga que blanqueaba un pequeño espacio del terreno, se destacaba un hombre, jinete en una mula que iba y tornaba en un trecho de cuatro a cinco metros, sin importarle, al parecer, un ardite la lluvia de balas que cruzaban el aire.

¿Quién podía ser aquel héroe?

¿Sería el mismo Pacheco?

Pero si era Pacheco, tal hazaña equivalía a un suicidio por fusilamiento.

En todo caso, aquel extraño jinete, a juicio de los nuestros, comandaba, sin duda, la resistencia de los suyos, con la impasibilidad de un bulto atado a una mula.

Y de las filas chilenas salían voces:

-¡Al de la mula!

-¡Apúntele a ése!

-¡Ése es Pacheco!

Sonaban las descargas y, disipado el humo, volvían las preguntas:

-¿Cayó?

-¡No ha caído!

-¡Hijuna!...

Y resonaba otra descarga de balas y carcajadas, en tanto el jinete continuaba impasible e invencible en si heroico paseo, destacándose sobre las cabezas de sus soldados.

Mas, al fin cayó con mula y todo.

Pronunciada la derrota de los contrarios, los nuestros se lanzaron a la carrera sobre el campo abandonado, deseosos, sobre todo, de ver de cerca al fantástico jefe de la mula y socorrerle si aun vivía; pero a medida que acercaban, creían todo reconocer en su traje los colores de un uniforme chileno.

Aparte de los muertos, él era el único que allí restaba.

No estaba herido ni por un rasguño. Sólo la pobre mula, acribillada a balazos, y sujeta a un poste por sólidos lazos, habíase tumbado moribunda sin soltar a su jinete.

Éste, a su vez, aparecía brutalmente atado a dos palos que atravesaban el ancho aparejo de la carga.

Aquel héroe por fuerza, no era, ciertamente, Pacheco Céspedes, ni sujeto parecido.

Era el modesto «paco», que los montoneros se habían robado a las puertas de la Intendencia de Tacna «en la misma noche de que nació aquel día».





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