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Bandidos, piratas y espías en la novela y el costumbrismo: Ramón López Soler y Antonio Flores

Enrique Rubio Cremades





En un determinado momento de la historia de la literatura los bandidos, piratas y espías se configuran como una parte esencial de la ficción literaria. Los géneros literarios se nutren de estas tres tipologías para dar vida a sanguinarios o justos bandidos y piratas, sin desdeñar la figura del espía que milita en un determinado bando, o el denominado espía doble, que sirve a las dos partes en conflicto por el interés que de ambas le resulta. Las dos primeras modalidades se dan con cierta prodigalidad en Ramón López Soler; la segunda, en Antonio Flores, fundamentalmente en su novela Doce españoles de brocha gorda (1846).

La figura del bandido encuentra un lugar señero en la literatura romántica española. La producción literaria centrada en esta modalidad de personaje o héroe de ficción es copiosa tanto por la presencia de bandidos o piratas justos como de otros crueles y, evidentemente, injustos. Las razones de su existencia son de índole muy diversa y los motivos, por regla general, también son de carácter heterogéneo, pues su alejamiento de la sociedad va desde la afrenta amorosa hasta la misantropía y sed de venganza. De igual forma existe una modalidad literaria en la que el bandido huye para evitar un castigo judicial que nunca estuvo justificado por predisposiciones criminales, ni tampoco por codicia. De esta suerte nace el bandido justo, el pirata honesto, justiciero, vengador y juez. Su conducta no corresponde a la del criminal. El error, el desengaño, la difamación o su juvenil genio e irreflexión le hacen ser culpable o parecerlo. Ello le aboca al ostracismo social, al castigo y a la persecución legal y, evidentemente, a tomarse la justicia por su mano, acogiendo bajo su tutela o mando a otros injustamente tratados a fin de aplicar una especial justicia cuya finalidad no es otra que vengarse de los propios o malévolos opresores. No son rebeldes, ni su osadía obedece a una idea suprapersonal, solo son héroes de ficción sumergidos en un mar de emociones, que, en múltiples ocasiones, muestran arrepentimiento y manifiestan su deseo de conversión, rebelándose contra sus compañeros de banderías carentes de sentimientos generosos. El pirata de Colombia (1832), de López Soler, es una prueba evidente, al igual que su novela Jaime el Barbudo (1832) es una muestra de este tipo de bandidos que si bien tuvieron una existencia real plagada de lances cruentos, su conducta, plasmada en la ficción literaria, es bien distinta. En cualquier caso, tanto en una novela como en la otra los abusos sociales como trasfondo del destino de los bandoleros o piratas justos están siempre presentes, fundamentalmente en el inicio de sus andaduras y aventuras propias de los forajidos que, normalmente, transcurren en bosques frondosos, montañas inaccesibles o en un barco pirata que surca los mares más tempestuosos que cualquier mortal pudiera imaginar.

La existencia de estos personajes la encontramos en la literatura áurea, aunque su razón de existir se halle, fundamentalmente, a partir del siglo XVIII, pues los abusos sociales como trasfondo del destino de los bandidos justos nos remiten a unas fechas o época determinada, no antes del siglo mencionado. Es obvio que los orígenes de la literatura europea están marcados por las figuras de personajes marginados por la ley por defender una causa justa, por los derechos dinásticos o por defender la propia patria ante invasiones extranjeras, como la universal figura de Robin Hood, de forajidos que inspiraron a legiones de escritores, gracias a las obras The Tale of Gamelyn (hacia 1340) o A Gest of Robin Hood (1340/1450). Mira de Amescua -El esclavo del demonio-, J. Pérez Montalbán -Un gusto trae mil disgustos-, Tirso de Molina -El condenado por desconfiado-, Calderón -Un castigo en tres venganzas, Las tres justicias en una, La devoción de la cruz-, entre otros autores, abordan desde una perspectiva fantástica la vida y hazañas de estos bandidos que figuran en dicha dramaturgia, en la que no faltan visiones de origen diabólico. De todas ellas la que más concomitancias tiene con Jaime el Barbudo es la titulada Un gusto trae mil disgustos, pues el bandido se ve obligado a salir de su escondite por salvar a su padre, mientras que en Jaime el Barbudo, el protagonista cae en desgracia por escaparse de la prisión injusta, por la enfermedad y muerte de su madre, tal como apunta Florencio L. Parreño en su novela sobre Jaime el Barbudo, cuya trama difiere en gran medida a la recreación de los hechos que sobre dicho bandido realiza López Soler. El tejedor de Segovia, de Ruiz de Alarcón, guarda ciertas semejanzas con la novela El pirata de Colombia, pues en ambos escritores los protagonistas se convierten en jefes de los marginados por la ley, adquiriendo el rango de capitanes con nobles intenciones. Evidentemente, los contextos históricos son bien distintos y los desenlaces discordantes, pero aun así factibles de comparación. El personaje Jaime el Barbudo, protagonista de la novela de López Soler, guarda poca fidelidad con el Jaime Barbudo real (Rubio, 1992), ya que se asemeja más al salteador Roque Guinard que aparece en El Quijote, pues es cortés, justiciero, generoso, ayuda a los pobres, a las familias necesitadas, devoto y creyente. Modelo literario que López Soler pudo tener en cuenta, pues era buen conocedor de la obra cervantina y del Siglo de Oro en general, tal como demuestra en sus artículos publicados en El Europeo, fundamentalmente el ensayo «Análisis de la cuestión agitada entre románticos y clasicistas». Sus colaboraciones en El Correo General de Madrid, Cartas Españolas, Revista Española o El Español dan probada cuenta de sus conocimientos literarios. La lectura de sus trabajos posibilita la afirmación que en su día emitieron afamados críticos, como en el caso de Menéndez Pelayo (1881), que en el prólogo que figura al frente del Teatro selecto de Calderón de la Barca afirma que el Romanticismo español constituyó una auténtica revolución gracias a la polémica entre José Joaquín de Mora y Nicolás Böhl de Faber, Aribau y López Soler en El Europeo.

Bandidos, piratas y espías confluyen con no poca proliferación en la narrativa y dramaturgia europea, pues tanto el caballero como el bandido sustentaban funciones parecidas, ya que ambos, como representantes naturales de la fuerza y de la lealtad, se veían enfrentados ante una sociedad corrupta, considerándoseles protectores y auxiliadores de los débiles y oprimidos. Schiller, autor estudiado y difundido por López Soler en sus colaboraciones periodísticas, describe en sus novelas bandas de ladrones que se ajustan a estos parámetros, como en su obra Die Raüber, que influyó en el relato de W. Godwin Things as They Are or The Adventures of Caleb Wiliams, que narra las aventuras y desventuras de un grupo de bandidos en lucha contra los representantes de la justicia y los vicios de la sociedad. El tema también está emparentado con el Götz de Goethe en el caso de López Soler y, fundamentalmente, con las novelas scottianas, pues no debemos olvidar que él fue el introductor de las novelas de Scott en España, tal como se constata ampliamente en el prólogo que figura al frente de su novela histórica Los bandos de Castilla (Rubio, 2002: 392-298). No es extraña la figura del marginado de la ley, el bandido, en López Soler, pues la lectura de Rob Roy o Ivanhoe, publicadas escasos años antes de su novela Jaime el Barbudo, 1817 y 1829, respectivamente, influyeron en la novela de López Soler, publicada en el año 1832, en la célebre imprenta de Bergnes de las Casas. No olvidemos tampoco la famosa obra de Víctor Hugo, Hernani (1830), celebérrimo personaje que se convirtió en bandido por vengar a su padre y cuya figura se divulgó en las letras españolas. Obra excelente, sin fisuras, tal como constata Larra desde las páginas de El Español el 26 de agosto de 1836. Todavía a mediados del siglo XIX la figura del bandido era admirada y llevada al teatro gracias al fervor del público por dichos personajes, como en la obra Elena, de Bretón de los Herreros. Recuérdese el comportamiento del bandido Rejón, protector y claro defensor de Elena, abrumada y temerosa del vil comportamiento de los bandidos que componían la cuadrilla.

Es bien sabido y notorio que López Soler es el introductor de la novela histórica. Él mismo lo notifica, tal como hemos señalado con anterioridad. No es menos cierto también que fue el introductor de la novela de piratas -El pirata de Colombia- y de bandidos -Jaime el Barbudo-. La elección de este último personaje se debió, en opinión personal, a la fama que tuvo en su época, a su conducta en la Guerra de la Independencia, a su comportamiento en el Trienio Liberal y a sus servicios prestados al grupo absolutista denominado «El Ángel Exterminador». Todo ello intercalado con sus aventuras y desventuras como bandolero en las sierras y contornos entre las provincias de Alicante y Murcia. Su ajusticiamiento fue destacado en toda la prensa española1. Testigos de la época también lo constatan en sus escritos y tras ser condenado a muerte el 19 de diciembre de 1824, fue ajusticiado en la Plaza de Santo Domingo de Murcia. Tal como era costumbre en estos casos, su cuerpo fue descuartizado, «friendo sus miembros para depositarlos en jaulas de hierro, que fueron colocando en Crevillente, el Carche y otros sitios donde el infortunado bandolero había delinquido» (Parreño, 1873: II, 516). Su cabeza se colocó a la entrada de Crevillente, las manos en Jumilla y gargantas de Crevillente; el pie derecho en Elche y el izquierdo en Hondón de las Nieves.

Los hechos, aventuras y desventuras del bandolero de López Soler no guardan relación con los documentos analizados sobre su vida. Todo es ficción, ni siquiera el paisaje guarda vinculación con el contexto geográfico en el que se desarrollan los hechos. López Soler toma como pretexto la figura del Barbudo, pero no a la manera galdosiana, de sus Episodios Nacionales, sino para ampararse en la fama de un personaje popular en la España de su época y que garantizaba su éxito editorial. El pretexto, pues, puede ser la muerte o ejecución de un celebérrimo bandido o un suceso luctuoso que en su día pudiera provocar una conmoción general, comentándose dicho suceso en toda la prensa española de la época, como en el caso del terrible terremoto de Orihuela que sembró de muertos toda la comarca de la Vega Baja del río Segura, cuyos lindes geográficos se sitúan entre las provincias de Alicante y Murcia. Estanislao de Kotska Vayo, célebre por sus novelas históricas, fundamentalmente por la titulada La conquista de Valencia por el Cid, escribió a los tres meses de dicho suceso, año 1829, la novela Los terremotos de Orihuela o Enrique y Florentina, consciente su editor, el célebre Cabrerizo, del éxito editorial del relato.

Jaime el Barbudo era famoso en su época y López Soler es consciente de ello, al igual que el impresor Bergnes de las Casas. El relato desvirtúa los hechos, pues el bandolero de López Soler es generoso, roba a los ricos, ayuda a los pobres y solo mata en defensa propia. Se bate como un caballero, es respetado en toda la comarca en que se desarrollan sus correrías y nunca censurará al rey, pues la opresión, la sumisión, no nace de una figura que representa la fuente natural de la justicia. Por todo ello es por lo que no se puede considerar dicho relato como un episodio nacional a la manera de Galdós, tal como señala la crítica (Ferreras, 1979), pues su lucha va dirigida contra los opresores, contra quienes cometen injusticias. López Soler ofrece de esta forma una serie de tramas encaminadas, por un lado, a ejercer la justicia, la equidad, entre los más necesitados, pues los representantes oficiales de dicha justicia no la ejercen con honradez, sino con viles intenciones; por otro, Jaime el Barbudo se revela como un hombre magnánimo, bondadoso, que ayuda a unos jóvenes amantes cuya felicidad está plagada de obstáculos, pues allanará el camino de dichos héroes novelescos -Rodrigo de Portoceli y Julia, hija de los condes de Carolina-.

La segunda novela de López Soler, El pirata de Colombia, publicada en el año 1832, introduce en España el relato de piratas, de corsarios. Bien es verdad que tanto el rebelde como el pirata o bandolero fueron descritos por Goethe, Byron, Schiller, Hugo, Espronceda, entre otros, pero la primera novela original, al igual que las primeras novelas históricas y de bandidos publicadas en España, se debió a López Soler. Sin embargo, en El pirata de Colombia concurren una serie de hechos que posibilitaron el silencio de la crítica, pues no figuró nunca en los repertorios bibliográficos de novelas, ni siquiera en los más relevantes y excelentes estudios, como en el debido a José F. Montesinos (1972). En la nota introductoria que figura al frente de El pirata de Colombia, López Soler proporciona un interesante material noticioso sobre el protagonista de su novela, Roberto Gibbs, pirata inglés, quimerista, provocativo y poco amante de la tranquilidad doméstica. Alistado en la armada naval norteamericana en el preciso momento de su ruptura con Gran Bretaña, dará probadas muestras de su arrojo como marino de guerra en la fragata Chesapeake. Tras un cúmulo de peripecias -prisión y destierro-, se enrolará de nuevo en la corbeta anglo-americana La Safo en donde, por motivos que no se ofrecen al lector, se ve obligado a desertar y evitar el castigo de la justicia, enrolándose en una embarcación corsaria. Las injusticias sociales impulsan al héroe novelesco a militar en un navío cuyos marineros solo piensan en el combate y en el enriquecimiento personal, actuando de forma violenta y bárbara en sus abordajes. Si las injusticias sociales han empujado a Gibbs a la piratería, como en el Corsario de Byron, su conducta, pese a ser temeraria y casi suicida en ciertos momentos, nunca estuvo fuera del código del honor, actuando siempre de forma justa y honesta, tanto con sus enemigos como con los marineros de la embarcación. El relato de López Soler proclama, de principio a fin, su canto a la piratería, en consonancia con los afamados y conocidos versos pertenecientes a la Canción del pirata, de Espronceda, composición publicada tres años más tarde en El Artista, 26 de enero de 1835. Espronceda, tal como ha señalado la crítica, entronca con un tipo de aventurero perteneciente a la tradición literaria europea -Vigny, Schiller, Scott, Byron, Hugo, entre otros- e inicia esta modalidad literaria inexistente en España. Según Robert Marrast, Espronceda será el primero que introduzca el personaje, el pirata, en la poesía española del siglo XIX para «que afirme y reivindique con orgullo su independencia frente a la sociedad, su amor a la libertad, y, dicho sea en una palabra, su rebelión contra un mundo cuyos intereses y preocupaciones éticas le parecen irrisorios y absurdos» (1970: 37).

La totalidad de dichas prácticas y conductas asumidas por la visión del pirata de Espronceda pueden hacerse extensivas a la novela de López Soler, con la salvedad de que fue publicada con anterioridad, tal como ya hemos apuntado. De esta forma El pirata de Colombia debe figurar como el primer texto en la historia de la literatura española referido a las novelas de aventuras cuya finalidad es cantar la vida de la piratería, tal como de forma continuada lleva a cabo López Soler, pues su protagonista representa el símbolo de la libertad, independencia y rebelión contra la sociedad. Roberto Gibbs es el auténtico rey de los mares, el único ser que puede jactarse en el mundo de una ilimitada independencia. Su credo ideológico es, en este sentido, claro, diáfano, ya que no reconoce ley ni predominio alguno, siendo insensible a las pompas de la vanidad. La osadía, el valor, la temeridad y la audacia serán los únicos preceptos a cumplir, pues el pirata «ataja los huracanes y su valor le hace triunfar de los contrarios; para él no hay obstáculos, despliégase a sus ojos la inmensidad de los mares y diviértese con las bellezas que danzan en sus tempestuosas riberas» (1832b: 45). Gibbs siempre hace gala de un alma heroica, que aspira de continuo a la libertad y no está dispuesto a encerrarla ni en los alcázares de un príncipe, ni en el amurallado recinto de un castillo. Siempre detesta las despreciables mansiones del mundo y reafirma su libertad y dignidad de pirata. Al igual que Espronceda su barco será su tesoro, su dios la libertad y su única patria la mar. No teme a la muerte y perder su libertad equivaldría a malograr por completo su existencia. El propio Gibbs personifica todos estos rasgos y considera la conducta del pirata como la más auténtica para regir su propio destino, pues,

«[...] entre nosotros se ensalza el verdadero mérito, a lo menos el más valiente manda, el más experto dirige, y no se ven estas vergonzosas diferencias que autorizan en la sociedad el nacimiento, la educación y la fortuna. Los vientos impelen mi barca, el astro de la noche lo alumbra y tiene al mundo entero por senda; si truena la tempestad halágame la idea de burlarla, si el cañón de las batallas, halágame la idea de vencerlas. No hay un momento en la vida del pirata que se parezca a otro momento; sus pasatiempos son los peligros, sus riquezas las del orbe, su imperio el vasto espacio por donde hierven las olas».


(47-48)                


Novela de aventuras, de piratas, en la que no falta un motivo de ilustre tradición literaria y romántico: la redención del héroe por amor. La heroína de ficción, mujer huérfana, perseguida y zarandeada por el destino, sufrirá toda suerte de vejaciones por no revelar el paradero de su amado Gibbs. Una justicia que se muestra tremendamente cruel con su amada, conduciéndola a inhumanos calabozos y vejándola con toda suerte de artimañas con el fin de conocer y averiguar la identidad del célebre pirata. Solo Gibbs podrá poner punto final a esta cadena de maldades, entregándose a la justicia. Sus días de libertad son truncados por el hacha del verdugo, por el designio de una sociedad que está en clara contradicción a su código del honor. Su entrega a la justicia con el propósito de librar del tormento a su amada acarreará su muerte, siendo juzgado y ejecutado en la plaza pública.

Las figuras de bandidos y piratas posibilitan también la aparición de personas que con disimulo y secreto observan o escuchan lo que sucede a su alrededor para comunicarlo al que tiene interés en saberlo. Así, por ejemplo, en el caso de Antonio Flores, autor de la novela ya citada Doce españoles de brocha gorda, encontramos la figura del espía doble, la persona que sirve a las dos partes en contienda por el interés que de ambas le resulta. En López Soler, fundamentalmente en su novela Jaime el Barbudo, la figura del espía es imprescindible para que el protagonista pueda robar sin poner en peligro su vida y la de su cuadrilla. Tanto en la ficción como en la realidad, el célebre bandolero mantuvo una amplia red de espías por toda la comarca en la que llevaba a cabo sus delitos, siendo informado con prontitud y no poca exactitud de todo lo que sucede en ella. Jaime el Barbudo tiene siempre cumplida noticia de cuanto acontece, desde pasajeros adinerados que transitan su comarca por motivos de negocio hasta los movimientos de los representantes de la justicia que van tras su busca y captura. En la novela de López Soler la figura del espía asoma con no poca prontitud en el inicio de los hechos, en el capítulo primero de la misma, en el momento justo de la entrada en una venta de un joven personaje que por sus trazas y figura denota una posición elevada:

«Ya sé que el Barbudo tiene muchos espías, y aun puede ser que en esta sala..., pero vuélvame la fortuna que me quita, y publicaré donde quiera la especie de generosidad de que se precia. -¿Y no me diréis, señores -preguntó a la sazón un joven forastero- si anda todavía por esos campos la cuadrilla de que hablasteis? -De manera -respondió el soldado- que se puede decir de ella lo que se cuenta de las brujas, que tan pronto aparece como desaparece, amaneciendo en Crevillente y anocheciendo en Sierra Morena o en los montes de Cullera. Si usted, señor galán, lleva algo de incitativo en la maleta, bueno será que lo deje guardadito aquí en la venta hasta que pase alguna partida de tropa, pues de lo contrario el Barbudo tiene las narices largas y olfateará el tesoro aunque se halle a treinta leguas».


(1988: 84-85)                


La red de espías es fundamental para Jaime el Barbudo en el relato de López Soler, pues le permite conocer todos los pasos de los personajes de ficción que configuran su relato. Nada escapa a sus oídos, todo lo sabe y siempre está atento y presto a las necesidades de sus protegidos. Al tratarse de un bandolero bueno, con un alto concepto del honor, creyente y devoto, protector de los más necesitados, de los pobres, de los enfermos y personas desamparadas en general, el Barbudo podrá desplazarse de un lugar a otro sin temor, pues el pueblo sabe que es él quien ejerce la justicia, el que provee a los más necesitados con toda suerte de ayuda. Los espías de López Soler no forman parte de los personajes antónimos a la virtud, como los famosos espías de Dumas, que sirven al intrigante cardenal Richelieu, como en el caso de Milady de Winter. Tampoco los espías de López Soler se asemejan a los de James Fenimore Cooper, autor de célebres obras sobre espías, como El Bravo, publicada por Bergnes de las Casas en 1834 o El Espía traducida y publicada en España en 18412, pues en ambos casos los espías sirven a una causa supranacional, no de carácter personal. Así, por ejemplo, El Espía de Cooper tiene como telón de fondo las luchas durante la guerra de la independencia americana (1774-1778), entre los Whigs o Patriots, que eran partidarios del nuevo gobierno, y los Tories o Loyalists, que se mantenían fieles a la vieja Inglaterra. El protagonista de la novela de Cooper, Harvey Birch, es un patriota que, para ayudar a Washington, se convierte en espía del ejército británico. Esta novela, a pesar de traducirse posteriormente a la de López Soler, era cumplidamente conocida por el público, pues fue adaptada al teatro y estrenada con no poca fruición en los escenarios de la época, tal como se constata, por ejemplo, en la reseña que Larra publica para la Revista Española el 2 de julio de 1833: «El Espía es uno de los caracteres que más honor hacen al distinguido talento de Fenimore Cooper, el Walter Scott americano; y la novela del que está sacado el actual drama es bastante conocido para que podamos justamente dispensarnos de hacer de él un análisis detallado» (1960: II, 242).

Otro tanto sucede con El Bravo, novela que forma parte de una trilogía de relatos ambientados en Europa. La acción de la novela es complicadísima y se desarrolla sobre el fondo de una Venecia convencional que nos recuerda el drama La conjuración de Venecia de Martínez de la Rosa: la Plaza de San Marcos, Palacio Ducal, los Plomos y el Puente de los Suspiros. Acción en la que se entrecruzan los espías, amores contrariados, sicarios y doncellas ingenuas. Tanto en las adaptaciones teatrales del relato de Cooper llevadas a la escena como en la novela aparecen los rasgos arquetípicos del Romanticismo, utilizados hasta la saciedad y censurados con hilaridad por Mesonero Romanos desde las páginas del Semanario Pintoresco Español, como en el artículo titulado «El Romanticismo y los románticos», publicado el 10 de septiembre de 1837. El Curioso Parlante con gracejo y no poco humor, al más puro estilo horaciano, lleva a cabo la más demoledora crítica del Romanticismo incluyendo entre sus elementos caracterizadores la figura del espía. Evidentemente, y entre renglones, se percibe la sutil crítica al drama La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, donde los espías juegan un papel preponderante en la trama de la obra. Su finalidad no será otra que apresar a los conjurados para celebrar un juicio sumarísimo y condenarlos a muerte. Rugiero, el protagonista, será perseguido implacablemente por los espías de Morosini desde el primer acto de la obra, teniendo un completo protagonismo a partir del acto segundo, escena primera. Esbirros del dux de Venecia que cumplirán un papel preponderante y necesario en un gobierno regido por la autocracia, al igual que en la España fernandina, tal como constata de forma excelente Galdós en su novela La Fontana de Oro o en sus Episodios Nacionales.

No faltan en esta galería de espías el curioso caso llevado por Antonio Flores en su novela Doce españoles de brocha gorda (1846), cuyo elocuente subtítulo da por sentado el carácter peculiar de la mujer-espía nacida a raíz del enfrentamiento entre isabelinos y carlistas: Doce españoles de brocha gorda que no pudiéndose pintar a sí mismos, me han encargado a mí, Antonio Flores, sus retratos. Novela de costumbres contemporáneas. En realidad se trata de la primera novela que abre el camino a la novela realista, pues está basada en los tipos ausentes de la magna colección costumbrista Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844). El mismo Flores indica en el prólogo su intención de llevar a cabo una novela basada en esos hechos:

«Pero quiso Dios que se terminase la colección de Españoles pintados, y viendo yo que por ser el acto voluntario todos los pájaros de cuenta habían huido de llevar allí sus retratos, subí corriendo al caramanchón, y abrazando a mi daguerrotipo, cual otro Sancho Panza a su amado rucio, exclamé: -¡Ven acá, tú, espejo de justicia, pincel de desengaños, paleta de claridades! ¡Sacúdete las telarañas, amigo franco, censor incorruptible, fiscal infatigable, juez imparcial, fotógrafo desinteresado! Prepara los trebejos, daguerrotipo de mi alma, que ya nos cayó que hacer por unos días, y si tú me prestas tu poderosa ayuda, hemos de bosquejar en cuatro brochazos ese puñado de Españoles sin pintar que se escurrieron entre los pintados».


(1848: 7)                


El propio Flores señala en su introducción que un grupo de españoles han permanecido indiferentes al fervor fisiológico de la época, el Granuja, la Señorita nerviosa, el Caballero de industria y la Cuca, fundamentalmente, pues a continuación figuran otros tipos que él denomina propietarios y en cuyo listado, entre los que se encuentran los citados, aparecen los siguientes: el Alma desterrada, el Marica, el Alabardero, la Vergonzante, el Señor mayor, la Jamona, el Aficionado y Sor María Magdalena de San Vicente de Paul. Listado que se complementa con otro y cuyo título es el de suplentes: el Ahijado, la Niña nerviosa, el Inglés, la Viuda excedente, el Haragán, el Hijo de siete madres, el Sargento de 1808, la Andaluza, el Doceañista, la Soltera de 35, el Ignorante y la Niña de cera.

Evidentemente todos estos tipos están ausentes de Los españoles pintados por sí mismos, colección en la que Antonio Flores colaboró, caso atípico, con cinco artículos, pues lo normal era uno o dos por escritor: El Barbero, La Santurrona, El Hortera, La Cigarrera y El Boticario. La novela Doce españoles de brocha gorda se teje mediante la galería de tipos citados por el propio Flores, engarzándolos mediante una complicada trama argumental, no exenta de elementos folletinescos, que posibilitan o abren la puerta a la novela realista, años antes que Fernán Caballero con su novela La Gaviota, publicada por entregas en El Heraldo en 1849 y en cuyo prólogo la escritora se aproxima a los postulados expuestos por el propio Flores en la edición princeps, año 1846, llevada a cabo en la Imprenta de Juan Saavedra y distribuida por la librería de Boix, el editor de la ya citada colección Los españoles pintados por sí mismos. En el Prólogo que precede a La Gaviota, Fernán Caballero considera

«[...] indispensable que, en lugar de juzgar a los españoles pintados por manos extrañas, nos vean los demás pueblos pintados por nosotros mismos [...] Los extranjeros se burlan de nosotros: tengan, pues, a bien perdonarnos el benigno ensayo de la ley de talión, a que les sometemos en los tipos de ellos que en esta novela pintamos, refiriendo la pura verdad [...] En cuanto a los demás, no es cierto que sean retratos, al menos de personas vivas. Todas las que componen la sociedad, prestan al pintor de costumbres cada cual su rasgo característico, que unidos todos como en un mosaico, forman los tipos que presenta al público el escritor».


(1990: 48)                


Pintor, retratos, tipos serán acepciones que se repitan tanto en Antonio Flores como en Fernán Caballero. Lo interesante ahora no es dilucidar a quién le corresponde la primacía del inicio de la novela realista, sino destacar la aparición de un tipo genuinamente español que nace a raíz de las guerras civiles en la España del siglo XIX, en las contiendas bélicas entre carlistas e isabelinos: la Cuca, mujer que actúa de mediadora, de tercera en turbios negocios, ganándose con astucia las simpatías de quienes desea aprovecharse. Se las ingenia para delatar, para delinquir sutilmente con engaños y tretas. Idea historias ficticias con el único propósito de introducirse en las capas sociales más altas del Madrid de mediados del siglo XIX. Su presencia en la novela supone un eslabón fundamental en la complicada y enmarañada trama argumental. La Cuca se vale de los carlistas para sus pingües negocios. Su nombre, Concha Partinmán, viuda de un coronel de artillería que murió completamente arruinado, astuta y sagaz que se alista a las filas carlistas sin dejar de negociar con los liberales. Comía «a escote», según palabras de Flores, con unos y otros, sin pagar nunca ni un céntimo. La amistad, decía ella, está más alta que la opinión política, y la tolerancia es la base de una verdadera civilización. Evidentemente esto es lo que decía, pues su conducta en la novela contradice dichos valores, pues solo le importa entresacar secretos a unos y a otros para beneficio propio. Su apariencia de mujer devota, santurrona y caritativa es, simplemente, una máscara, que le permitía recorrer los lugares más recónditos del Madrid urbano, incluidas las cárceles que albergaban a presos carlistas:

«Amiga de todas las personas notables presas por carlistas, asistía diariamente a las cárceles, vendiendo consuelos y ganando amigos, hasta que llegó a adquirir el dulce nombre de Madre de los encarcelados. Cuando hablaba con los carlistas, decía que solo por servir a su amo y señor rey D. Carlos V pedía ella hacer el sacrificio de tratar con los pícaros negros... A los liberales empleados en el gobierno de aquella época les hacía creer que sus relaciones con los carlistas podían servir a los leales para averiguar las inicuas tramas de los palomos... Para acreditarse con ambos partidos vendió secretos de unos y de otros, cobrando siempre comisión de ambos».


(1848: 80)                


Sus tretas y argucias están descritas con no poco desenfado y humor, acabando sus días como excelente jugadora de naipes, pues no olvidemos que, pese a comportarse como una espía doble, el oficio de la Cuca consistía en atraer a jugadores para concertar partidas de cartas y, al mismo tiempo, participar en el juego. La Cuca representa también en los comienzos de la novela realista determinados oficios derivados de su astucia para conseguir negocios pingües, como los de mujer mediadora en matrimonios ventajosos, pues gracias a su especial habilidad para el juego siempre estaba al corriente de quién poseía grandes sumas de dinero. Si López Soler es el primer escritor que publica en España novelas de piratas y bandidos, Antonio Flores será el primer novelista adscrito a la escuela realista que ofrece al lector una modalidad de espionaje harto curiosa y en sumo grado peculiar.






Obras citadas

  • BÖHL DE FABER, Cecilia, Fernán Caballero (1990): La Gaviota (ed. Enrique Rubio Cremades), Espasa Calpe, Madrid.
  • FERRERAS, Juan Ignacio (1979): Catálogo de novelas y novelistas del siglo XIX, Cátedra, Madrid.
  • FLORES, Antonio (1848): Doce españoles de brocha gorda, que no pudiéndose pintar a sí mismos, me han encargado a mí, Antonio Flores, sus retratos. Novela de costumbres contemporáneas, Imprenta de D. Francisco de Paula Mellado, Madrid [1846, Imprenta de D. Julián Saavedra y Cía., Librería de Boix, Madrid].
  • HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino (1979): Bandidos célebres españoles (en la Historia y en la Leyenda), Ediciones Lira, Madrid.
  • LARRA, Mariano José de (1960): Obras de Mariano José de Larra (Fígaro) (ed. Carlos Seco Serrano), Biblioteca de Autores Españoles (BAE), Madrid.
  • LÓPEZ SOLER, Ramón (1824): «Análisis de la cuestión agitada entre románticos y clasicistas», El Europeo, I, n.º 7, pp. 207-214 y I, n.º 8, pp. 254-259.
    • (1832a): Jaime el Barbudo o sea la sierra de Crevillente, Bergnes de las Casas, Barcelona.
    • (1832b): El pirata de Colombia. Relación histórica de los crímenes y aventuras del famoso delincuente que acaban de ahorcar en Nueva York, Oficina de López, Valencia.
    • (1988): Jaime el Barbudo. Las señoritas de hogaño (ed. Enrique Rubio y María de los Ángeles Ayala), Caballo-Dragón, Badalona.
  • MARRAST, Robert (ed.) (1970): José de Espronceda, Poesías líricas y fragmentos épicos, Castalia, Madrid.
  • MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino (1881): Calderón de la Barca. Teatro selecto. Precedido de un estudio crítico de don..., Luis Navarro Editor [Biblioteca Clásica], Madrid.
  • MONTESINOS, José F. (1972): Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX. Seguida del esbozo de una bibliografía española de traducciones de novelas (1800-1850), Castalia, Madrid.
  • PARREÑO, Florencio Luis (1873): Jaime Alfonso el Barbudo (el más valiente de los bandidos españoles). Novela histórica. Corregida y aumentada por..., Oficina Tipográfica del Hospicio, Madrid [edición facsímil: Artes Gráficas Soler, Elche, 1983 (ed. Manuel Pastor Torres)].
  • RUBIO CREMADES, Enrique (1992): «La narrativa de Ramón López Soler: ficción y realidad», Romance Quarterly, vol. 39, n.º 1 (febr.), pp. 17-23.
    • (2002): «La función del prólogo en la novela histórica», en Díaz Larios, Luis F., Gracia, Jordi, Martínez Cachero, José María y Rubio Cremades, Enrique (eds.), La elaboración del canon en la literatura española del siglo XIX, Universitat de Barcelona, Barcelona, pp. 392-398.


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