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ArribaAbajo Capítulo III

Los romances



ArribaAbajo La edición de 1838

Como preámbulo a nuestro estudio de los romances de Meléndez, destaquemos un hecho curioso: los romances, más que ninguna otra obra del autor, y a diferencia de la mayor parte de las obras modernas, han sufrido una evolución póstuma. Me refiero a la edición de las Poesías de don Juan Meléndez Valdés. Edición completa con el prólogo y la vida del autor, publicada en Barcelona por la Imprenta de don Antonio Bergnes en 1838 como tomo VI de la Sección 1.ª de su Biblioteca selecta y económica, dividida en dos Secciones: la 1.ª principalmente florida y halagüeña; y la 2.ª esencialmente instructiva, sólida y fundamental. El prólogo y demás materia introductoria de este tomo son los de la edición de 1820, sin que se explique, al estilo de hoy, la procedencia del texto; pero en un anuncio de la obra publicado por el mismo Bergnes se lee: «Este tomo comprende los 4 de la edición de París... Advertimos que, en cuanto a los Romances, se han seguido puntualmente las primeras ediciones; pues el Autor, como atinadamente advierte ya Quintana en su Vida, que va al principio, solía desmejorar sus versos con el extremado ahínco en retocarlos»76. Efectivamente, la edición de 1838 está basada en la excelente preparada por Salvá y publicada en París en 1832. Las pocas y cuidadosas correcciones de Salvá han pasado íntegras a la edición de 1838. Pero lo que nos dice el anuncio en cuanto a seguir «puntualmente las primeras ediciones» de los romances no es cierto. Lo es que para muchos versos la edición de 1838 prefiere la lección de 1785 o la de 1797 a la de 1820, reproducida por Salvá; pero no lo hace en todos los casos donde hay variante, ni elimina un solo verso de los muchos que en numerosos romances añade la edición de 1820 a los textos anteriores. En otras palabras, la edición de 1838 no restaura sistemáticamente la versión de 1785 ni la de 1797, sino que imprime versiones híbridas. Es más: para muchos versos, el texto de 1838 se aparta no sólo de la edición de París (y por lo tanto de la de 1820), sino también de las de 1785 y 1797; y hasta se aparta del texto de 1820 en casos donde no hay edición anterior. ¿Provienen estos cambios de la consulta de manuscritos definitivos dejados por el poeta? En tal caso, ¿por qué no decirlo, en vez de hablar de «primeras ediciones» que para algunos romances son inexistentes? Hay, además, un caso límite: el del Romance XXIX, El náufrago (N.º 244). La composición de este romance puede fecharse exactamente en 1814, tres años antes de la muerte de Meléndez y sólo uno antes de «un fuerte accidente de parálisis que le dejó imposibilitado, y del que nunca convaleció enteramente»77. Sin embargo, del poco tiempo que pudo trabajar el poeta este romance se conservan tres manuscritos autógrafos. De las ocho variantes que comparada con las ediciones de 1820 y 1832 ofrece la de 1838, ninguna coincide con la lección de estos manuscritos.

Lo dicho nos permite asegurar que el que preparó la edición de 1838 «corrigió» los versos de Meléndez por su cuenta y según mejor le parecía. Este enmendador anónimo y seudorrestaurador de «las primeras ediciones» fue, con toda probabilidad, el curioso aventurero de las letras, José Mor de Fuentes. Mor fue, en efecto, el asesor literario del editor Bergnes78; y nos consta de su autobiografía que fue lector apasionado de Meléndez desde su juventud, cuando

[v]uelto a Aragón, estando en Zaragoza, entré en la librería de Monje, y tomando en la mano las poesías de Meléndez y habiéndome prendado de las primeras que vi, las compré, las aprendí de memoria y jamás se me han olvidado. Desde aquel punto, Meléndez ha sido para mí, a pesar de su notable desigualdad, el verdadero y casi único poeta castellano, mirando con mortal desabrimiento nuestros dieciseisenos y demás campeones del Parnaso español79.



Estas poesías que tanto impresionaron al joven aragonés deben de haber sido las recogidas en la edición de 1785. La admiración que Mor sentía por Meléndez no le cegó a su «notable desigualdad» ni le intimidó al compararse con él: una vez hecho a la producción de versos, nos dice, «compongo ahora centenares, sin desatender ni el régimen gramatical ni los requisitos métricos; antes bien, ateniéndome a las observancias de la prosodia con más esmero que Meléndez y los demás versistas» (p. 67). Ya se ve que Mor no vacilaría en enmendarle la plana a su ídolo; lo cual no quitó que la edición de 1838 terminase con una poesía encomiadora de Meléndez y sobre todo de sus «Romances sobrehumanos», y firmada con las iniciales J. M. de F.

La autobiografía de Mor de Fuentes sugiere que este sintió un interés crítico precisamente por los romances de Meléndez, al comentar la traducción del «Romance de Rosaura [sic] y otros muchos» hecha por Juan Maury (pp. 188-189); y según vimos, el editor de 1838 llamó la atención especialmente sobre los romances, restaurados, según él, al texto de «las primeras ediciones». Comparada la edición de 1838 con la de Salvá (París, 1832), se ve que aquella acepta todas las enmiendas de esta, que se aparta de ella en 40 casos que podrían considerarse o erratas o «correcciones» relativamente sencillas, aunque no por eso legítimas, como el reemplazar respetoso con respetuoso, o encienso con incienso, y que además introduce 220 nuevas lecciones a todas luces distintas de las de Salvá. De estas, nada menos que 214, o sea, el 97 por ciento del total, aparecen en los 44 poemas que bajo la rúbrica de romances (incluidos los de Doña Elvira) imprimen las ediciones de 1820, 1832 y 1838. Se ve, pues, que al preparar su edición Mor se dedicó con especial ahínco a rehacer los romances de Meléndez, creando, en efecto, versiones espurias. Algunas veces prefiere el texto de una versión auténtica anterior; pero esta preferencia ni es sistemática ni le lleva, según ya dije, a eliminar los versos añadidos en la edición de 1820. Otras veces crea, sencillamente, versos nuevos. La tendencia de estas enmiendas es, según podríamos sospechar del autobombo hace poco citado, regularizadora, literal y prosaica. Un buen ejemplo es la modificación de un verso de Rosana en los fuegos (el «Romance de Rosaura» de Mor). La historia de los versos 9-10 de este poema es la siguiente, si nos fijamos sólo en las versiones impresas:

1785: Por doquiera que camina / lleva tras sí la mañana

1797 (1): La primavera florece / do la breve huella estampa

1797 (2): La primavera florece / do la huella breve estampa

1820 y 1832: La primavera florece / de gentil la huella estampa

1838: La primavera florece / donde las huellas estampa

El verso 10 de Mor es, desde luego, de una exactitud lingüística y científica intachable; pero, ¡a qué precio! Se ha perdido la sinécdoque, el arcaísmo de do, la matización elegante de huella (breve o gentil); y se ha ganado tan sólo la representación exacta de una marcha deliberada a campo traviesa, de un estampar una huella tras otra.

El lenguaje de Meléndez se regulariza bajo la pluma de su admirador: respetoso se vuelve respetuoso, transporto se cambia en transporte, «el industrioso china» se convierte en «el industrioso chino». El adjetivo riente no es del agrado de Mor, y se reemplaza sistemáticamente por risueño. Tampoco le agrada fugaz, que sustituye por veloz, con lo cual se conserva el significado esencial, pero se pierde la connotación que tantas veces es el alma del lenguaje poético. Et sic de coeteris.

Todo lo cual sería de un interés puramente anecdótico si Leopoldo Augusto de Cueto no hubiese poseído, cuando empezó a preparar sus beneméritos tomos de Poetas líricos del siglo XVIII para la colección de Rivadeneyra, un ejemplar de la edición de 1838 y si no hubiese echado mano de ella como base para la suya, creyendo sin duda con buen criterio que debía basarse en la de 1820 y aceptando la de 1838 como lo que parece ser, una reimpresión de aquella80. Por cierto, añadió algunas «enmiendas» de su propia cosecha, como era su costumbre y la del mundo erudito de su época. El tomo LXIII de la Biblioteca de Autores Españoles contiene, pues, un texto enmendado por Salvá, quien procedió con suma cautela y anotó todas sus correcciones, y por Mor de Fuentes y Cueto, quienes cambiaron según mejor les parecía y sin advertírselo a nadie. Pero si Mor engañó, en efecto, a Cueto dándole en tantos casos gato (Mor) por liebre (Meléndez), Cueto a su vez, y sin proponérselo, engañó a todos los editores siguientes. Estos, aun cuando, como Pedro Salinas, declaran que «hemos adoptado el texto de la edición de 1820 por ser el que fijó definitivamente el poeta»81, copian siempre del texto de Cueto, creyendo con toda buena fe que están siguiendo una sencilla reimpresión del de 1820. Este hecho puede comprobarse mirando el citado verso 10 de Rosana en los fuegos en cualquier edición o antología, donde no suele faltar este romance. Que yo sepa, antes de 1981 la única edición que en este verso sigue el texto de 1820 es la de Emilio Palacios (Madrid, 1979), la cual, sin embargo, se aparta de él en el caso de otros romances. Conviene, pues, que sobre todo en el estudio de los romances estemos sobre aviso y que no saquemos de las ediciones corrientes ninguna conclusión definitiva sobre el estilo de Meléndez.




ArribaAbajo Distribución de los romances

En la edición de 1820 precede a la sección de romances la siguiente Nota del autor:

Varias consideraciones, que ya han cesado, detuvieron hasta ahora la impresión de muchos de estos romances, compuestos en los primeros años del autor. Los publicados antes se han procurado poner íntegros, o corregir con más detención que lo estaban, dándoles a todos el tono y el gusto de esta composición verdaderamente nacional y en que tanto abundamos, tan conforme con la soltura y la facilidad del habla castellana como con nuestro genio y poesía.



Con estas palabras parece sugerir el poeta que habiendo cultivado el romance en todas las épocas de su vida, publica ahora muchas obras de su juventud. Esta impresión, sin embargo, no es exacta sino a medias. Conocemos un total de 72 romances de Meléndez, si incluimos entre ellos los dos que componen la obra inconclusa Doña Elvira, las dos Alarmas escritas en ese metro en 1808, y además el Discurso I (N.º 473) y tres de las Odas filosóficas y sagradas (las II, N.º 425; XI, N.º 434; y XXIX, N.º 452), poesías que no clasificó Batilo como romances en la edición de 1820, pero que métricamente lo son. La distribución cronológica de estos poemas es la siguiente, según la agrupación que ya hemos empleado al hablar de las anacreónticas y que refleja ciertos hitos en la vida del poeta:

I(anterior a 1778):15 romances
II(anterior a 1783):17 romances
III(anterior a 1790):5 (4 romances y el Discurso I)
IV(anterior a 1799):7 (6 romances y 1 oda)
V(anterior a 1815):28 (22 romances, Doña Elvira, 2 Alarmas y 2 odas)

Es cierto que para la mayor parte de las poesías de Meléndez podemos establecer una fecha ante quam, pero no otra a qua; pero con esta salvedad sí podemos asegurar que para 28 de las que nos ocupan -el 39 por ciento de ellas- no hay ninguna indicación de que se hayan compuesto antes de 1799. Sólo 15 pueden fecharse antes de 1778, y otras 17 antes de 1783, año en que Meléndez cumplió los 29 y que sin exageración podría tomarse como límite extremo de «los primeros años del autor».

En la edición de 1820 a la que se refiere la citada Nota aparecen 48 romances: uno dedicatorio, 41 romances numerados, los dos de Doña Elvira, el Discurso y las tres odas. De estos 48 romances, uno, quizás dos, son del primer grupo cronológico y aparecen además en las ediciones anteriores. Si extendemos «los primeros años del autor» hasta 1782, podemos añadir a esta lista otros ocho romances, de los cuales seis se habían publicado igualmente en las ediciones de 1785 y 1797. Los romances inéditos que publica la edición de 1820 son 30; pero sólo cuatro, tal vez cinco, de estos pueden fecharse antes de 1799, y sólo dos, antes de 1783. Además, tres de estas fechas no pasan de ser conjeturas; y sólo para uno de estos romances antes inéditos (el N.º 233, Elisa envidiosa) hay prueba de que se haya compuesto antes de 1784, y probablemente hacia 1781. Para los demás 25 romances que se publican por primera vez en 1820, no hay ninguna prueba de que pertenezcan de veras a la primera juventud del poeta.

También podemos estudiar la suerte de los romances de Meléndez desde la perspectiva contraria, fijándonos en la evolución de sus seis colecciones. La pervivencia de algunas composiciones y la renovación de los grupos se verá en el siguiente cuadro.

Cuadro 9

Pervivencia de los romances

(Los números enmarcados representan la suma de los romances contenidos en el manuscrito o la edición.)

imagen

Si vemos en el N.º 247 el origen del N.º 206 (Rosana en los fuegos -cuestión que examinaremos dentro de poco-, de los diez romances que constituyen la colección más antigua (F), tres llegan a imprimirse, y sólo dos sobreviven hasta la edición definitiva del poeta, la de 1820. En el ms. E, que envió el poeta a su amigo Jovellanos en octubre de 1777, se añadieron cinco romances, ninguno de los cuales publicó Meléndez. En cambio, se ve que el ms. I, fechable hacia 1781, sirvió de base a la edición de 1785. Diez de sus 17 romances llegaron a imprimirse en 1785, cuando también se publicó uno procedente del ms. F, de modo que en la edición de 1785 hay sólo dos romances nuevos (o por lo menos, que no conozcamos de otras colecciones anteriores), uno de los cuales es la dedicatoria. De los trece romances que aparecen por primera vez en el ms. I, ocho se imprimen, y seis sobreviven hasta la edición de 1820. Se ve, pues, que la actitud del poeta hacia sus romances cambia marcadamente hacia 1781. Desecha entonces la mayor parte de los compuestos con anterioridad, y conserva una gran proporción de los preparados para el ms. I.

Meléndez demuestra un fuerte interés por el romance precisamente en sus últimos años. Según vemos por el cuadro, el aumento en el número de romances es muy notable en la última edición; y también sube la proporción. En la edición de 1785, el 12 por ciento de los poemas son romances. Esta proporción baja al 10 por ciento en la edición de 1797, para subir al 16 por ciento en la última edición. Esta añade más de cien poesías a las publicadas en 1797, y la cuarta parte de las añadidas son romances. Hemos visto también que los romances del último grupo cronológico son más numerosos que los de ningún otro. En las páginas que siguen, me propongo estudiar las características de los romances de cada grupo y señalar las diferencias que hay entre un grupo y otro.




ArribaAbajo Romances del grupo I

Los quince romances del primer grupo (hasta 1777) son los N.os 221a y 247-260. Diez de ellos se conservan en el ms. F, preparado en el verano de 1777; ocho de estos, más otros cinco, forman el ms. E, titulado Romances a morosos por el zagal Batilo y enviado a Jovellanos con carta del 6 de octubre de 1777, en la que dice el poeta que «son fruto de mis primeros años y algunos tienen ya más de cinco o seis»82. En el romance dedicatorio (N.º 260) de E, el poeta, dirigiéndose a sus versos, que llama «fruto... de mis niñeces», los anima a que salgan si «no queréis guardar más años / aquel antiguo retiro / donde os echó mi escarmiento / y mi razón os previno». Por lo visto, se trata de dar la impresión de que los romances se compusieron mucho antes; pero haremos bien en no fiarnos demasiado de esta impresión. Ya vimos que al retocar la Oda anacreóntica X (N.º 11), compuesta a los 23 años (en 1777) según su versión primitiva, Meléndez adelantó la fecha hasta 1773 con decir que habían «volado» diecinueve de sus «verdes años». Muy antiguo no pudo ser el retiro en que se guardaban aquellos romances. Para ninguno de ellos podemos demostrar una fecha de composición anterior a 1777; ninguno de ellos consta en el manuscrito más antiguo, A (BR-M E-41-6882), que es anterior a F y que provisoriamente fechamos hacia 1775. Después de la Carta de Jovino a sus amigos salmantinos -la Didáctica que Jovellanos les envió a estos en el segundo semestre de 1776- Meléndez puede haberse creído en el caso de «arrepentirse» de su «excesiva» dedicación al amor, para lo cual le habría venido de perlas el achacar sus composiciones amorosas a una «niñez» ya remota, aumentando de paso su precocidad poética. Todo ello no quita la posibilidad de que fuesen muy recientes aquellos romances, ni que el estímulo para la dedicación del poeta a este género tal vez fuese la publicación, por Sancha y a partir de 1776, de las Obras sueltas de Lope de Vega. Según señala Georges Demerson, no nos consta que Meléndez poseyese ni un solo tomo de esta extensa colección (I, 149); pero esto no quita que pudo haberla leído, como indudablemente leyó otras muchas obras que no figuran en el inventario de su biblioteca en 1782 (v. Demerson, I, 119 ss.), además de lo cual pudo leer romances de Lope en otras ediciones si la de Sancha despertó su curiosidad. El hecho es, según veremos, que la influencia de Lope se nota precisamente en algunos de estos primeros romances, además de la de Góngora, de la que habla el mismo poeta en su citada carta a Jovellanos: «mi modelo fue Góngora, que en este género de poesía me parece excelente».

Me he referido a los romances del primer grupo como «composiciones amorosas» porque diez de ellos tienen tema netamente amoroso y otros tres se dedican a temas afines, como la hermosura femenina. Si añadimos el romance dedicatorio a Jovellanos, que evidentemente no puede ser amoroso, sólo queda uno más (N.º 258), el que trata de la enfermedad de la zagala Arnarda, y no de tema amoroso. Este romance es uno de los enviados a Jovellanos, quien por aquellos años cortejaba a una dama conocida sólo por el seudónimo Enarda. No hay ninguna referencia en las obras de Jovino a una enfermedad de esta zagala; pero no es imposible que la Arnarda de Batilo fuese la Enarda de su amigo, y que este romance fuese, pues, un tributo de la amistad83. De todos modos, se ve que la prevalencia del tema amoroso es casi total. En ocho de estos romances, el poeta, como personaje que habla en su poema, se dirige a su amada; en uno más nos presenta a un personaje, Batilo, que habla a su amada. En sólo tres de estos romances se dirige el poeta a un supuesto y anónimo lector. Los modos más frecuentes en los romances tempranos son el imperativo (cinco poemas) y el descriptivo (cuatro poemas). En todos estos aspectos, los romances de la primera época se parecen a las anacreónticas tempranas. De los quince romances, doce sitúan su acción o su diálogo en un ambiente rústico, pastoril, cuyos personajes son zagales, zagalas y pastores. Dentro del tema amoroso, los romances nos presentan una variedad de peripecias -enamoramientos, celos, quejas- y se dirigen ya a Belisa, ya a Amarilis, ya a Galatea. Ver en ellos una historia de amor, o historias de amor, sería aventurado e inútil.

El tipo de romance que en esta su primera época cultiva Meléndez apenas se encuentra en otros poetas de su siglo. Entre los tempranos -Lobo, Luzán, Torrepalma- el romance sirve sobre todo para las composiciones familiares y festivas84. Eugenio Gerardo Lobo es autor de algunos romances amorosos, pero no encuentro relación entre ellos y los de Meléndez. Más adelante en el siglo, Nicolás de Moratín se destaca por sus romances moriscos e históricos, Jovellanos escribe romances satíricos y Cadalso tiene uno humorístico. De Fray Diego Tadeo González tenemos un romance, más galante que amoroso («Si un caminante penara»). En efecto, los únicos que, además de Meléndez, parecen haber escrito romances amorosos pastoriles son Vicente García de la Huerta y José Iglesias de la Casa. Huerta, además de algunas composiciones moriscas, las tiene también en el mismo género que Batilo, aunque no me consta ninguna relación entre los dos poetas. El caso de Iglesias es distinto, ya que él y Meléndez solían escribir sobre los mismos temas y corregirse recíprocamente los versos. Efectivamente cultivaron los dos el romance amoroso pastoril; y hasta tal punto quedaron mezclados sus intereses y sus obras que los albaceas literarios de Arcadio publicaron como suyo un romance de Batilo que habrán encontrado entre sus papeles, «Venid, venid, zagalejos», Romance IV en las Poesías póstumas de Iglesias, y el N.º 252 en la edición crítica de Meléndez.

Si para el tipo de romance que cultivó antes de 1778 mal pudo inspirarse Meléndez en los poetas de su siglo, otro es el caso con respecto a los clásicos españoles de los siglos XVI y XVII. Tres son los nombres que recordamos en esta conexión: Garcilaso, quien, aunque no fue autor de romances, gozó de una enorme popularidad entre los poetas del último tercio del XVIII como modelo del género pastoril; Góngora, tan admirado por sus romances como execrado por sus Soledades; y Lope de Vega, cuya ingente producción poética, nunca olvidada, cobró nueva actualidad con la publicación, por Antonio de Sancha y a partir de 1776, de sus Obras sueltas. Los primeros romances de Meléndez reavivan la tradición poética de los Siglos de Oro representada por estas grandes figuras. Veamos algunos ejemplos de estos esfuerzos primerizos de nuestro poeta.

El Romance XLIV (N.º 249) empieza con versos que podemos comparar con los primeros de un romance de Lope85:




Lope de Vega


   Zagala, así Dios te guarde,
que me digas si me quieres,
que aunque no pienso olvidarte
impórtame no perderme.
A tus ojos me subiste,
en ellos vi cómo llueven
cuando quieren perlas vivas
y rayos cuando aborrecen.





Meléndez, N.º 249


   Zagala del alma mía,
así en verdor floreciente
el cielo tu vida guarde
y tu belleza conserve,
   que acabes ya de decirme
si mis cariños te ofenden,
o si gustosa los oyes
en medio de tus desdenes,
   porque yo estoy tan confuso
(perdona si lo dijere)
que de miedo de enojarte
no acierto bien a quererte.
   En tus ojos, si me miras,
miro mi vida y mi muerte:
mi muerte, si están airados;
mi vida, si están alegres...


Vemos que los dos romances comienzan con la invocación de la amada, seguida de una optación («así...») y que a continuación ruegan que se aclaren los sentimientos de la amada hacia el poeta, confuso por los indicios contradictorios que emiten los ojos de ella. El primer verso de Meléndez es idéntico al verso 50 de Lope. Después de los versos citados, ambos poetas siguen con la expresión de sus dudas amorosas y vuelven a insistir en la necesidad de una aclaración:




Lope


O me quieres o me olvidas;
si me olvidas, ¿cómo vuelves?
Y si me quieres, zagala,
¿cómo gustas de mi muerte?





Meléndez


    Por eso tú, zagaleja,
dime, por Dios, claramente
si me quieres o me olvidas,
sin ficciones ni desdenes.


Aunque las conclusiones de los dos romances son algo distintas -la de Meléndez repite en sus versos finales los versos 2 a 4- creo que la semejanza basta para poder hablar de imitación lopesca. También se parecen los dos poemas en su tendencia hacia las abstracciones y en la relativa escasez de imágenes sensoriales. Notemos, para concluir, que el romance de Lope proviene de La Dorotea, que forma el tomo VII de las Obras sueltas, publicado por Sancha precisamente en 1777 como segundo de los diez tomos publicados ese año. Si Meléndez no conocía ya la obra de Lope, bien pudo conocerla por esta edición para el verano de 1777, fecha límite de la composición de su propio romance.

El Romance XLVIII (N.º 253) empieza con describir una escena que nos recuerda versos de Garcilaso y de Góngora:


    Donde el celebrado Tormes
la orilla arenosa argenta
del nácar con que benigno
salpica la verde hierba,
   mirándose en sus cristales
y sentado en una peña
que opuesta al ligero curso,
si no le rompe, le enfrena...


La situación es semejante a las descritas por Garcilaso, cuyo Salicio canta «por donde una agua clara con sonido / atravesaba el fresco y verde prado» (Eg. I), cuyo Albanio se sitúa ante una «clara fuente» (Eg. II) y quien trata de cuatro ninfas «cerca del Tajo, en soledad amena» (Eg. III). Sin embargo, los versos 1-8 de Meléndez tienen algo de barrocos, sobre todo en el verso 8, con su formulación alternativa típicamente gongorina. Este efecto lo ha buscado el poeta, según se ve al comparar las sucesivas versiones del poema. Para el verso 5 Meléndez empezó escribiendo «mirándose en la corriente» (EF1), enmendando después a «sus cristales» (FI). Los versos 7-8 rezan, en un principio: «que luchando con las ondas, / o las rompe o las enfrena» (EF1), para acabar en la formulación más antitética que citamos arriba. El adjetivo celebrado del verso 1 se convierte, en el texto incompleto del ms. I, en cristalino.

A continuación de los versos citados se nos presenta al zagal a quien se atribuyen los versos restantes:


   llorando el triste Batilo
entre míseras endechas
así hablaba a su zagala,
cual si delante estuviera...


Es inevitable la comparación con lo que dice Garcilaso de Salicio:


se quejaba tan dulce y blandamente
como si no estuviera de allí ausente
la que de su dolor culpa tenía,
y así como presente,
razonando con ella, le decía...86


El lamento del zagal, sin embargo, vuelve a caracterizarse por su culteranismo. Según él, la gentileza de su pastora es «emulación de las deas» y envidia de Citerea, aunque «la púrpura de tus labios / se ha vuelto en pálida cera, / y en nacarados jazmines / las que eran rosas pangeas».

Las mismas influencias se ven en el Romance XLIX (N.º 254), que empieza:


   Sobre la menuda arena,
debajo de un fresco aliso
que argenta de blando aljófar
un arroyo cristalino,
   mientras sus blancas ovejas
paciendo van sin peligro
sazonada hierba al prado
y al valle tierno tomillo,
   tendido está lamentando,
desdichado cuanto fino,
los rigores de una ausencia
el infelice Batilo.
   Pasando a la dulce lira
el arco, cuyo sonido
amansó un tiempo las fieras
y enfrenar pudo los ríos...


-versos que nos recuerdan no sólo las églogas de Garcilaso, sino también, en la última cuarteta citada, el comienzo de la Canción V Ad florem Gnidi. Dirigiéndose «al monte vecino», el «infelice Batilo» le dice:


¡Ay!, si mi peregrino
amor y mi dolor, ¡ay me!, supieras,
tu nativa dureza enternecieras.


Estos versos imitan los de Garcilaso: «Con mi llorar las piedras enternecen / su natural dureza y la quebrantan» (Eg. I, 197-198); y la relación queda aun más patente si leemos la redacción primitiva del lamento de Batilo: «¡Ay!, si mi peregrino, / mi tierno amor supieras, / tu natural dureza enternecieras» (F1). La repetición de estos versos como estribillo no octosilábico en un romance es, en cambio, típico de los romances de Góngora; entre los de Meléndez, sólo se encuentra en las composiciones tempranas. Después del lamento de Batilo sigue el poeta:


   Las parleras avecillas
dejan los sonoros trinos,
trocándolos lastimadas
por tristísimos quejidos;
   las fieras desde sus grutas
en lamentos compasivos,
por acompañar sus quejas,
mudan también los aullidos...


Otra vez podemos comprobar la imitación de la Égloga I de Garcilaso:


las aves que me escuchan, cuando cantan,
con diferente voz se condolecen
y mi morir cantando me adevinan;
las fieras que reclinan
su cuerpo fatigado
dejan el sosegado
sueño por escuchar mi llanto triste...


(200 ss.)                


El eco repite las «querellas» de Batilo y «el valle resuena todo», en lo cual el romance vuelve a seguir a Garcilaso: «queriendo el monte al grave sentimiento / de aquel dolor en algo ser propicio, / con la pesada voz retumba y suena» (Eg. I, 228 ss.).

Para la reacción de la naturaleza ante los sentimientos humanos el lugar clásico, en la poesía española, es, por supuesto, la Primera Égloga de Garcilaso, y hemos visto que Meléndez se aprovecha de ella en más de un romance. En otro caso, el del Romance LIII (N.º 258), sin embargo, esta influencia parece llegar a los versos de Meléndez a través de un poema de su amigo Cadalso. Comparemos los doce primeros versos del romance con la anacreóntica de Dalmiro A la peligrosa enfermedad de Filis:




Cadalso


    Si el cielo está sin luces,
el campo está sin flores,
los pájaros no cantan,
los arroyos no corren,
no saltan los corderos,  5
no bailan los pastores,
los troncos no dan frutos,
los ecos no responden...
es que enfermó mi Filis
y está suspenso el orbe.87  10





Meléndez


    Enfermó en nuestra ribera
la más hermosa aldeana,
y el sol eclipsó sus luces
y el cielo negó sus aguas;
   en medio la primavera  5
viose la tierra agostada,
y atónitos los jilgueros
no saludaron al alba;
   de dolor enmudecieron
los pastores y zagalas,  10
y cesaron en las chozas
los bailes y las lumbradas.


Vemos que Cadalso nos hace, de modo muy sistemático, una lista de ocho fenómenos naturales -si en la naturaleza nos es lícito incluir a los pastores- explicables por la enfermedad de su amada. Cuatro de estos fenómenos aparecen, con correspondencia muy exacta de vocabulario, en los versos de Meléndez, según he indicado arriba con el empleo de la letra cursiva; y un quinto aparece con ligera modificación: «los arroyos no corren» en Cadalso, «el cielo negó sus aguas» en Meléndez. El poema de Cadalso se publicó en 1773, mientras que el romance de Meléndez se envió a Jovellanos en 1777. Detrás del poema de Cadalso vemos el contexto de Garcilaso: el amor tratado en el ambiente pastoril, la pérdida de la amada -en el caso de Cadalso, sólo el peligro de perderla- y los efectos de esta pérdida en la naturaleza, para los cuales el mejor ejemplo es el lamento de Nemoroso en la estrofa 22 de la Égloga I. Russell P. Sebold ha estudiado la influencia de Garcilaso en la poesía de Cadalso y el papel de este en fomentar la devoción garcilasista de los poetas salmantinos (Cadalso, Cap. IV). Enviando un ejemplar de Garcilaso junto con unos versos propios, dijo Cadalso que enviaba «con prendas de mi amor, reglas del arte» (BAE, LXI, 256). Sebold cree -y me parece que con razón- que el «poeta joven» a quien se enviaron estos regalos fue Meléndez (p. 45); y la relación que para Cadalso existía, o debía existir, entre nuestro poeta y Garcilaso aparece también en la consolatoria de Dalmiro a las Musas: «Meléndez nacerá, si murió Laso» (BAE, LXI, 263). No hemos de sorprendernos, pues, si Batilo, además de imitar a Garcilaso, imita precisamente unos versos garcilasianos de su amigo.

Los poemas estudiados hasta aquí nos muestran que Garcilaso, Lope y Góngora tuvieron un papel importante en la concepción de los primeros romances de Meléndez. Examinemos ahora aquellos romances, entre los quince del primer grupo cronológico, que merecieron la publicación a manos del poeta. Veremos que se caracterizan por combinar en alto grado el tema amoroso con motivos de la naturaleza, generalmente presentados por medio de imágenes sensoriales relativamente desarrolladas. Como primer ejemplo, tomemos el Romance XLIII, La cita del amor (N.º 248), que aparece en los manuscritos E, F e I y en las ediciones de 1785 (X) y 1797 (Y), quedando eliminado en la de 1820; y veamos la versión más antigua de este romance, la primitiva del ms. F (F1), y la última, la de la segunda edición de 1797 (Y2).




N.º 248 (F1)


   Asomaba el sol, dorando
de un alto monte la cima,
cuando de su rica choza
mi zagaleja salía.
   Más luces va dando al campo  5
que da el sol al claro día,
más fresco aljófar que el alba
y más que la Aurora risa.
   Las rosas sus tiernas hojas
abren doquiera que mira;  10
do pone el pie nacen flores,
do la mano clavellinas;
   con delicioso concierto
cantando las avecillas
en los árboles pomposos  15
con su sombra la convidan;
   mas ella no hace caso,
que apresurada camina
do su humilde zagalejo
la está esperando, ¡qué dicha!  20
   Llegó, y tan absortos quedan
de aquella primera vista,
que uno en otro trasformado,
ninguno a hablar se atrevía.
   Sólo del zagal los ojos  25
la saludan por sus niñas-
los ojos, porque la lengua
ni aun hacer esto podía.
   Ella cortés le responde,
que siempre la cortesía,  30
no la rustiquez grosera,
fue de la belleza hija;
   y luego ya algo cobrados
se juran una fe misma,
fomentando esta esperanza  35
con recíprocas caricias.
   ¡Qué de cosas se prometen!
¡qué gustos se facilitan
para cuando en el agosto
vaya a la aldea la ninfa!  40
   Allí tramarán conciertos,
y allí entre dulces delicias
lecho les dará algún valle,
sombra alguna verde encina,
   do el venturoso garzón  45
acabe tantas conquistas
y entre regalados lazos
gozar pueda de la ninfa.
   Con esto ambos se separan
y cuanto han dicho confirman  50
con un dulcísimo beso
que se dan en la mejilla.





N.º 248 (Y2)


   Asomaba el sol, dorando
de un alto monte la cima,
cuando de su humilde choza
la bella Fili salía.
   Más luces va dando al valle  5
que el sol al cándido día,
más fresco aljófar que el mayo,
y que el alba alegre risa.
   Su tierno cáliz las flores
abren doquiera que mira;  10
do imprime el pie rosas nacen,
do la mano clavellinas.
   Con mil trinos delicados
las alegres avecillas
en los árboles pomposos  15
con su sombra la convidan;
   mas ella, sin atenderlas,
herida de amor camina,
donde su fiel zagalejo
la está esperando, ¡qué dicha!  20
   Llega en fin; y tales quedan
en su cariñosa vista,
que uno en otro transportado,
ninguno a hablar se atrevía.
   Sólo del zagal los ojos  25
le dieron la bienvenida:
los ojos, que mudo el labio
ni aun hacer esto podía.
   Ella cortés le responde,
que siempre la cortesía,  30
no la rustiquez grosera,
fue de la beldad amiga;
   y luego más bien cobrados
se juran una fe misma,
regalando su esperanza  35
con mil sencillas caricias.
   ¡Qué de amores se prometen!
¡qué glorias se facilitan
cuando en el ardiente agosto
torne a la aldea la niña!  40
   Allí tramarán conciertos;
allí en plácidas delicias
lecho les dará algún valle,
sombra alguna verde encina,
   donde el zagal venturoso  45
halle el fin de sus fatigas
y goce entre mil suspiros
su amorosa tortolita.
   Así alegres se entretienen;
y para acallar la envidia,  50
las manos se dan de esposos
y su dulce amor confirman.


El romance consiste en dos partes; los versos 1-16, descriptivos, y los versos 17-52, narrativos, recalcando la transición un cambio rítmico. La segunda parte, aunque más extensa, tiene relativamente menos interés para nosotros. Tiende hacia las expresiones abstractas (cortesía, fe, esperanza, delicias). Conviene, sin embargo, fijarnos en lo que podríamos llamar un proceso de deserotización, proceso que hemos notado también en algunas anacreónticas, v. gr., la XV (N.º 16; véase supra, pp. 50 ss.). En el verso 36, las «recíprocas caricias» de EFI1 pasan a ser «mil sabrosas caricias» en I2, y hasta «mil ardientes caricias» en IX, para acabar en «mil sencillas caricias» en Y. En el verso 46 los manuscritos y la edición de 1785 hablan de acabar «tantas conquistas», mientras que la edición de 1797 vela lo que será lo mismo con la expresión «el fin de sus fatigas». En los versos 47-48, el zagal, según las versiones más antiguas, gozará de su ninfa; pero pronto sustituye a esta ninfa «su amorosa tortolilla» o «tortolita», la cual, si bien es puramente metafórica, no deja de sugerir una transferencia del erotismo al nivel instintivo y por consiguiente inocente de los animales. En los versos finales, el poeta, no contento con el casto beso en la mejilla de las versiones EF1, introduce pronto la promesa de un futuro matrimonio, que cohonesta aún más las inocentes caricias de sus personajes. Con la edición de 1785 esta promesa adquiere forma concreta al darse la mano los futuros esposos. La primera parte de este romance describe una escena que tendremos ocasión de comentar más extensamente dentro de poco, porque con algunos cambios se repite en otros poemas y se incorpora en el romance más célebre de Meléndez. Se nos presenta la salida de la amada, semejante a la salida del sol y causa de efectos extraordinarios en la naturaleza, entre los cuales está el que del contacto de su pie o su mano nazcan flores (9-12)88. En los dieciséis versos de esta primera parte del romance encontramos motivos que nos recuerdan las anacreónticas de Batilo: la primavera, a partir de 1785 (7), las flores, los pájaros. Si añadimos a estos motivos los que nos ofrece la segunda parte -la tórtola, reflejo de las más genéricas avecillas (14), la niñez (40, a partir de la segunda versión) y la inocencia, acentuada en el proceso deserotizador- nos encontramos en un mundo poético idéntico al de las anacreónticas. Aunque una palabra como clavellinas (12) no hace sino sugerir del modo más escueto una sensación, hay en estos versos varias imágenes relativamente desarrolladas y precisas: la escena de los dos versos primeros; las tiernas hojas de las rosas (9 F1); los trinos de las avecillas entre las sombras de los árboles pomposos (13-16). Notemos también que se trata de imágenes de varios campos sensoriales: visual la primera; más bien táctil la segunda; auditiva, táctil y visual la tercera. Juntas nos expresan estas imágenes el júbilo de la naturaleza ante la aparición de la amada, aparición que aquí, como en otros romances de nuestro autor, adquiere proporciones de verdadera teofanía.

La combinación del tema amoroso con el de la naturaleza de tipo pastoril ocurre también en el romance XVI, El convite, N.º 221/221a, único romance que haya sobrevivido más o menos intacto desde la colección más antigua, el ms. F, hasta la edición de 1820. El texto se conserva en dos manuscritos tempranos (EF) y dos tardíos y en las tres ediciones. Empieza constando de 56 versos, crece muy pronto a 60 y los conserva todavía en la edición de 1797, pasa luego a 100 en el ms. O y acaba con 108 versos en la edición de 1820. Estos versos se agrupan así: la descripción de un arroyuelo, versos 1-20 en las versiones antiguas; la descripción de árboles, avecillas y abejas, versos 21-40 en las versiones antiguas; y una tercera parte, de 16 versos en el principio y muy pronto también de veinte, que introduce el tema del amor, describe el álamo a cuya sombra se reúnen los amantes y convida a la amada a que venga allí. La disposición simétrica de estas partes se remata con la recapitulación, en los versos finales y a partir de la tercera versión, de motivos tratados antes.

La descripción de la naturaleza acierta con su vivacidad desde la primera cuarteta. Veamos los versos 1-12 en la versión más primitiva y en la de la segunda edición de 1797 (Y2), omitiendo las intermedias y dejando var a más adelante el texto de 1820:




N.º 221a (EF1)


    Por entre la verde hierba
baja un arroyuelo al prado,
manchando de blanca espuma
las flores que va topando;
   precipitado desciende,
haciendo entre los guijarros
un delicioso sonido
con el curso atropellado.
   La arena bulle en sus ondas,
la arena que entre sus granos
oculta el oro más puro
que da el celebrado Tajo.





N.º 221a (Y2)


   Por entre la verde hierba
baja un arroyuelo al prado,
manchando de espuma y nácar
las flores que encuentra al paso.
   Con mil vueltas se desliza:
ora va apacible y manso;
y ora hace un blando susurro,
las guijas atropellando.
   La arena en sus ondas bulle,
la arena que entre sus granos
esconde un oro más puro
que el del celebrado Tajo.


En pocos versos tenemos aquí una gran densidad y variedad de imágenes. Vemos el color verde y el blanco, y luego también el del nácar. Se nos presenta con gran exactitud una imagen auditiva. También cabe hablar del dinamismo de estos versos y de la imagen cinética que forman todos ellos. Estas primeras cuartetas tal vez imitan el comienzo de un romance de Lope, intensificando su dinamismo. Los versos de Lope son los siguientes:


   Corría un manso arroyuelo
entre dos valles al alba,
que sobre prendas de aljófar
le prestaban esmeraldas.
Las blancas y rojas flores
que por las márgenes baña
dos veces eran narcisos
en el espejo del agua.


(Poesías líricas, II, 125)                


El motivo del reflejo, que aparece en los versos 7-8 de Lope, aparece también en nuestro 221a: «Los árboles de la orilla, / en el fondo retratados, / dos veces la vista alegran / con la pompa de sus ramos» (21-24). En su desarrollo posterior no hay contacto entre los dos poemas.

Si comparamos este romance, publicado por el poeta y único en aparecer tanto en su primera colección como en su última, con uno de los romances que aparecen en un solo texto temprano, el romance LI, «No con tan ligera planta» (N.º 256), de cuarenta versos, podremos tal vez sacar algunas consecuencias sobre los factores que determinaron la selección del poeta. La proporción de sustantivos y verbos es aproximadamente la misma en los dos romances; pero la naturaleza de los verbos es distinta. En el N.º 256 aparecen unos tres verbos abstractos para cada dos concretos; en el N.º 221a, la proporción es la inversa. La adjetivación es más intensa en el N.º 256: un adjetivo o un complemento determinativo acompaña el 75 por ciento de los sustantivos, mientras que en el N.º 221a esta proporción se reduce al 40 por ciento. Pero esta abundancia de adjetivos no significa en el 256 mayor exactitud de imágenes, porque abundan en este romance los epítetos trillados: áspero monte, dorada mies, León fogoso, llamas abrasadoras, lascivos Cupidos, voz sonora, verde tronco, mullida alfombra. Las imágenes del 221a, en cambio, son más específicas y más animadas, como es más dinámico todo el poema. Estas son algunas de las cualidades que habrá apreciado el poeta en su obra para que se decidiese a publicarla, desechando la otra. Por supuesto pasa el romance por numerosas enmiendas, que sirven, de acuerdo con lo que ya vimos en el caso de otros poemas, para suavizar tanto el elemento rústico como el erótico. Así, por ejemplo, entre los pajarillos encontramos, al principio, el ruiseñor, la tórtola y el gorrión (32 EF1), pero a esta ave vulgar la reemplaza pronto el colorín. En el tronco del álamo ha tallado un testimonio de su amor la mano del zagal poeta, inculta en la primera versión (46 F1), luego tosca (EFX) y por fin fiel (Y), para quedar eliminada del todo en la edición de 1820. En los manuscritos EF la amada se llama Belisa (43), nombre de resonancia lopesca que desaparece en las ediciones. La suavización del erotismo se ve en los versos finales:




F1


   Pues, ¿en qué nos detenemos?
Ven, Belisa, que acostados
gozaremos en su sombra
lo que ha tanto deseamos,
   y entrambos adormecidos
en ósculos y en abrazos
¡ay! lo que allí gozaremos;
¡ay! no te detengas, vamos.





Y


    Pues, ¡ay! ¿qué nos detenemos?
Ven a su umbroso descanso,
que ya del sol y tus ojos
no puedo llevar los rayos.
   Ven y a mis ruegos te inclina;
dame, adorada, la mano,
que bien este don merece
quien su corazón te ha dado.
   Celebrarán nuestra gloria
las avecillas cantando,
murmurando el arroyuelo
y balando los ganados.


Ya no se habla de besos y abrazos ni de acostarse ni adormecerse, sino de cambiar una mano por un corazón.

La etapa foral en la evolución de este romance, la de la edición de 1820 (Z), consta de 108 versos, casi el doble de los 56 primitivos. Conserva la división en tres partes, aumentándolas pero abandonando la simetría absoluta de las ediciones anteriores. Este aumento consiste en general en desarrollar motivos ya existentes en las versiones tempranas. La descripción del arroyuelo crece de cinco cuartetas a nueve. En la primera introduce el poeta, consciente de su acierto, un solo cambio: reemplaza manchando con orlando. De acuerdo con la tendencia hacia imágenes más exactas y detalladas y un énfasis mayor en la percepción sensorial, tendencia que ya notamos en las anacreónticas, Meléndez amplía su descripción del arroyuelo con estas cuartetas:


    Limpísimos sus raudales
semejan al aire vano,
que transparente nos muestra
los términos más lejanos.
   La arena en el fondo bulle,
como la del rico Tajo
rodando el oro más puro
entre sus móviles granos;
   y resbalándose en ondas
cual las que de grado en grado
forman las fáciles aguas,
remeda su curso vago.


La segunda de estas cuartetas es una adaptación de lo que viene diciendo el poeta desde los primeros manuscritos; pero traslada la arena de las ondas, lo cual es cierto en un sentido amplio y metafórico, al fondo del arroyuelo, lo cual es más exacto. La primera cuarteta, nueva, se fija de modo consciente en los efectos ópticos. La última, fruto de una observación minuciosa del arroyuelo más allá de los tópicos de murmullos y cristales, describe con exactitud la reproducción en la arena del aspecto ondulado del agua.

La segunda parte del romance pasa, en la última versión, de cinco cuartetas a ocho, desarrollando el motivo de las aves e introduciendo dos elementos nuevos: una evocación de los rebaños, sugerida tal vez por la mención de ganados al final del poema, y una recapitulación de la escena descrita, relacionada con el tema amoroso que surgirá en los versos inmediatamente siguientes de la tercera parte del romance. Estas adiciones ocupan dos cuartetas:


   mientra en la opuesta ladera,
satisfechos ya del pasto,
al frescor de su enramada
se reposan los rebaños,
   y el valle en delicias arde,
y en ventura y gozo tanto
sólo amor el pecho siente
y de amor suspira el labio.


(61-68)                


La última parte del romance pasa de cinco cuartetas a diez, dedicadas las nuevas al tema del amor, que se convierte en esta versión en deseo mutuo. Como en algunas anacreónticas, se introduce ahora un nuevo elemento erótico en la observación de los efectos fisiológicos de la pasión: «¡Oh! ¡cuál tus miradas brillan! / ¡cuán lánguidos son tus pasos! / y en tu acento y en ti toda / ¡qué nuevas delicias hallo!» (97-100). La versión final del romance (221) es, pues, una ampliación de las anteriores (221a), con pocos motivos del todo nuevos, pero con imágenes más detalladas, más exactas y más deliberadamente alusivas a la percepción sensorial.

La combinación del tema amoroso con el de la naturaleza y la presentación de esta por medio de imágenes de una cierta precisión y complejidad -factores que caracterizan los dos romances publicados que acabamos de estudiar- tienen también su papel en la suerte del romance XLII, «¡Ay, bellísima Amarilis!» (N.º 247), cuyo caso es algo distinto de los demás y merecerá nuestra atención especial cuando lleguemos a estudiar el romance más célebre de Meléndez, Rosana en los fuegos (N.º 206).

Si hasta aquí nos hemos fijado en las características de los romances más duraderos de entre las composiciones primerizas de nuestro poeta, miremos ahora brevemente algunos de los desechados. De los quince romances del primer grupo cronológico, seis aparecen una sola vez. Dos de estos no pasan ni del ms. F al ms. E. Son también romances que se distinguen de la gran mayoría por no ser pastoriles, en lo cual los acompaña sólo un romance más, el dedicatorio del ms. E; y son además de tendencia marcadamente abstracta. Los romances a los que me refiero son los XLV y XLVI (N.os 250 y 251). Veamos algunos versos de muestra:


   Como mi culpa conozco,
no quiero, mi bien, pedirte
que mi ignorancia perdones
y tus agravios olvides.


(250.1-4)                


Ni una imagen en estos versos, cuyo carácter puramente abstracto puede contrastarse con los primeros versos de «Por entre la verde hierba». No basta la personificación para infundir un elemento sensorial en los versos siguientes:


    ¿Qué me quieres, pensamiento?
Memoria mía, ¿qué quieres?
Si acordándome estos males
me privas de tantos bienes,
   mejor es que en ellos viva
sin que recelos me alteren.


(251.1-6)89                


Meléndez se dio cuenta del carácter abstracto de este romance y buscó expresiones más concretas, como en el verso 27, que enmendó de «cuando el bien se solicita» a «cuando tras el bien se corre», o el verso 46, donde «un fino querer» se cambia en «un ciego querer». Tales esfuerzos, sin embargo, eran poco para remediar la naturaleza cerebral, insubstancial de estos poemas.

La eliminación de estos romances abstractos, en cierto sentido petrarquistas, es la contrapartida de la preferencia del poeta, manifestada en sucesivas reelaboraciones y su publicación, por aquellos romances que combinan el tema amoroso con motivos de la naturaleza presentados por medio de una relativa abundancia de imágenes sensoriales cada vez más exactas y desarrolladas.




ArribaAbajo Romances del grupo II

El segundo grupo cronológico de romances lo forman los compuestos antes de 1783 y probablemente después de 1777. Catorce de ellos aparecen en el ms. I, que fecho entre 1778 y 1784, o hacia 1781. Otros dos fragmentos escritos en los márgenes del ms. F pueden atribuirse a los mismos años; y un romance más, preservado en un manuscrito suelto, creo que puede fecharse hacia 1780. De estos 17 romances, seis, entre ellos los dos fragmentos, no los publicó el poeta. Dos aparecen en la edición de 1785, pero no en las siguientes. Siete aparecen en todas las ediciones preparadas por Meléndez, y dos, aunque compuestos en estas fechas tempranas, sólo se publicaron en la edición de 1820.

En su temática poco se distinguen estos romances de los anteriores: todos se relacionan, de un modo u otro, con el amor. Los que no expresan directamente un sentimiento amoroso, presentan casos o episodios amorosos, se dirigen a la amada, o dan algún consejo relacionado con el amor y el matrimonio. En cuanto a los interlocutores que aparecen en ellos, tampoco se diferencian mayormente estos romances de los anteriores. En trece de ellos habla el poeta, asumiendo muchas veces el papel de aldeano o zagal; en los otros cuatro habla un personaje ficticio identificado por su nombre. Once de los romances se dirigen a la amada del poeta o del personaje. Cinco de los romances pueden clasificarse como expresivos de sentimientos, otros cinco como descriptivos, y cuatro como imperativos por mandar o pedir que se haga algo. Estos son también los modos más frecuentes en el grupo I; pero ha aumentado la importancia relativa de los romances expresivos y disminuido la de los imperativos.

El ambiente que nos sugieren estos romances sigue siendo con preferencia el rústico, aunque los indicios consisten sobre todo en algunas palabras aisladas como valle, aldea, pastora, zagaleja. Doce de los romances son, en mayor o menor grado, rústicos o bucólicos; cuatro no lo son; y un fragmento no puede clasificarse. De los doce romances publicados por el poeta, nueve son rústicos; de los cinco no publicados, sólo lo son dos. La influencia de los poetas del Siglo de Oro es ahora menos evidente que en el grupo I. Es más difícil encontrar relaciones directas con determinados poemas de Garcilaso, Lope o Góngora; no hay ni un romance con estribillo, aunque seguimos encontrando dos formas de romance populares en el Siglo de Oro: el lamento u otra expresión amorosa puesta en boca de un personaje y que constituye, en efecto, una extensa cita de lo cantado por ese personaje; y el romance que desemboca en el lirismo de una letrilla.

Entre los romances no publicados por Meléndez se cuentan, lógicamente, los dos borradores fragmentarios. Uno (Romance LXII, N.º 267) son quince versos muy abstractos que forman la contrapartida del N.º 251, comentado antes. En este poema («¿Qué me quieres, pensamiento?») el poeta rechaza toda desconfianza y quiere seguir esperando; en el N.º 267 («¿De qué sirve, pensamiento») rechaza toda esperanza. Los seis versos del otro fragmento (N.º 268) se dirigen a Rosana e introducen la relación, nunca hecha, de los sueños del poeta. En el romance LXI («No culpes, bella aldeana», N.º 266), versos de ocasión, se disculpa el poeta de su tardanza en felicitar a la amada en sus días. De paso, y como si tratase de recuperar con halagos lo perdido con su falta, retrata a la bella aldeana en términos convencionales, por no decir trillados: ojos como el sol, labios que son claveles, cuello de marfil, etcétera. Son imágenes sin desarrollo, menos la de los versos 70-72: «muy más bella que el alegre / prado tras lluvias tempranas / cuando el céfiro le mece». Pocas son también las imágenes que se encuentran en los otros romances no publicados: LVII («Ahogado entre mil suspiros», N.º 262), LVIII («Cuando el claro sol se pone», N.º 263), LX («Ten lástima, Galatea», N.º 265). La mención del viento hostil y del frío en el N.º 262 es la única atención que se presta a la naturaleza. Los tres romances son de forma tradicional; dos de ellos, como también el N.º 266, terminan con letrilla o tonada; y el tercero, el N.º 263, como también el N.º 265, es la cita extensa del canto de un personaje. El N.º 265 guarda relación temática con el N.º 206 (Rosana en los fuegos): un zagal enamorado canta a su amada, que lleva al Amor en sus ojos y es como el fuego y el sol, y cuya gracia conquista a todos. Entre las enmiendas hechas por el poeta en la versión primitiva de este romance (I1) nos interesa poner de realce la eliminación de la palabra zagaleja en los versos 1 y 21 («Ten lástima, zagaleja» pasa a «Ten lástima, Galatea») y la introducción en la versión final (I) de un motivo menos característico de los amores rústicos que del sentimentalismo elegante: ante una mirada tierna, el zagal enloquece y «me precipito a tus plantas / a de mil besos ardientes / y mil lágrimas bañarlas» (26-28). Veremos que este motivo forma parte del clima sentimental en el N.º 238. El Romance LVIII (N.º 263) desarrolla, sin referirse a ningún elemento rústico, el concepto sugerido por sus primeros versos: «Cuando el claro sol se pone, / otro sol para mí sale». Este sol es, por supuesto, la amada, cuya ausencia se compara a la oscuridad y en cuyo resplandor desea abrasarse el triste a quien cita el poema.

El Romance LVI, Rosana de azul (N.º 261), publicado en la edición de 1785 pero no en las siguientes, se relaciona evidentemente con Rosana en los fuegos, no sólo por el nombre de la amada, sino por referirnos cómo la alaban otros comparándola al sol, al ébano, a claveles y perlas, etc., y por terminar, como el poema más célebre, con letrilla. La base estructural de este romance es un concepto: el poeta se queja de que su amada se haya vestido de azul, color que simboliza los celos; pero recordando que este color es el del cielo, lo aprueba. El mismo concepto, aplicado a unos ojos, aparece en el soneto «Marcio, yo amé y arrepentíme amando», de Lope:


   Azules son, sin duda son dos cielos
que han hecho lo que un cielo no podía;
vida me da su luz, su color celos90


Quizás la eliminación de este romance en las ediciones subsiguientes se deba al mismo hecho de basarse de modo tan exclusivo en este juego de ingenio.

El otro romance publicado sólo en la edición de 1785 es un lamento por un amor perdido que, a diferencia del N.º 261, carece de todo elemento rústico. Se trata del Romance LIX, En un despecho (N.º 264), que tiene varios puntos de contacto con dos de los romances no publicados:




264 (versión I)


   Desdichado corazón,
¿dónde hallarás a tus males
remedio, cuando aun te niegan
el alivio de quejarte?


(1-4)                





263


    que si en mis penas no tengo
el consuelo aun de quejarme,
antes que el remedio llegue
temo que el dolor me acabe


(25-28)                





264 (versión I)


    Un tiempo, ¡ay, pasado tiempo!,
me vieron estos umbrales,
que ahora mis lágrimas bañan,
puesto en los brazos de un ángel.


(13-16)                





262


    Ahogado entre mil suspiros
al umbral de Roselana,
que con tristes labios sella
y ardientes lágrimas baña


(1-4)                





263


    Así se quejaba un triste
a los balcones de un ángel


(37-38)                


Entre los romances de estos años, este es uno de los pocos que desarrollan imágenes de la naturaleza:


    No así la vid amorosa
con mil lascivos enlaces
al olmo prende y rodea,
y es la hermosura del valle.
   La Luna desde los cielos,
envidiosa de mirarme,
su nevada luz cubría
entre pálidos celajes.
   Los rutilantes luceros
parábanse a contemplarme,
y naturaleza muda
me tributaba homenaje.


(17-28)                


Bien es cierto que estas imágenes son poco originales y que se dedican sobre todo a personificar a la naturaleza atribuyéndole simpatías con el poeta. Al publicar este romance en 1785 (edición X) el poeta no le añadió ningún verso; pero los cambios efectuados desde el ms. I obedecen a la misma tendencia culta y arcaizante que ya notamos en algunas anacreónticas:

v. 1:«Desdichado corazón» (I), «Cuitado corazón mío» (X)
v. 12:«Un tiempo, ¡ay, pasado tiempo!» (I), «Un tiempo, ¡oh fugaces horas!»
v. 15: «ahora» (I), «ora» (X) (elimina la combinación de sinalefa con sinéresis «que-ahora»)
v. 25:«Las amorosas estrellas» (1), «Los rutilantes luceros» (X)
v. 37: «feliz» (I), «felice» (X) (en posición final y por lo tanto sin efecto métrico)

Los romances probablemente compuestos entre 1778 y 1782 e incluidos en las tres ediciones preparadas por Meléndez son los siete siguientes:

I,Rosana en los fuegos, N.º 206
II, En unas bodas desgraciadas, N.º 207
IV,La declaración, N.º 209
VI,El amante crédulo, N.º 211
X,De las dichas del Amor, N.º 215
XIII,La zagala desdeñosa, N.º 218
XXX,De una ausencia, N.º 235

Estos son, por lo visto, entre los romances de este grupo cronológico, los que le merecieron el juicio más favorable a su autor. Su estudio nos permite algunas generalizaciones. Sólo dos de los siete (N.os 218 y 235) emplean lo que podríamos llamar un marco, es decir, ponen la mayor parte del romance en boca de un personaje (Belardo, Batilo, un triste, etc.) a quien se le presenta de modo sumario en la primera cuarteta o la última. Sólo dos de los siete (N.os 206 y 211) terminan con una letra o tonada. Ya hemos notado la ausencia en todos los romances de estos años de los estribillos que se encuentran en varios de los más antiguos. Todos estos rasgos estilísticos y estructurales pueden interpretarse como pasos hacia una valorización del romance como vehículo de poesía lírica. Es como si el romance, tradicionalmente narrativo y con frecuencia burlesco y satírico, introdujese casi de contrabando un elemento lírico por medio de estribillos, lamentos puestos en boca de personajes dramáticos y canciones cantadas por estos personajes. La paulatina eliminación de estos recursos permite que el romance exprese de modo directo y ya abiertamente lírico los sentimientos que se atribuyen al poeta, en su propia persona o bajo el disfraz pastoril.

También sólo dos de los siete romances que comentamos mantienen desde su primera versión hasta la última el mismo número de versos. Los otros cinco sufren un aumento que va desde el 35 por ciento (N.º 206, que empieza con 104 versos y acaba con 140) hasta el 100 por ciento (N.º 218a, que empieza con 48 versos y, con el nuevo número de 218, acaba con 96 versos). El crecimiento medio de los cinco romances es del orden de 69 por ciento. Aunque las primeras ediciones introducen numerosas enmiendas en los romances, casi todo el aumento del número de versos ocurre entre las ediciones de 1797 y la de 1820; pero no parece ser cierto lo que escribe Meléndez en su Nota de la última edición, alegando que los romances «publicados antes se han procurado poner íntegros». Estas palabras parecen insinuar que cuando se publicaban los romances en 1785 y en 1797 el poeta suprimió algunos versos; pero los manuscritos conservados en la Biblioteca de Rodríguez-Moñino (BR-M E-39-6679), en general tardíos, dan testimonio de la continua ampliación de los poemas después de 1797, mientras que el ms. I apenas se diferencia, en cuanto a número de versos para cada romance, de las primeras ediciones. Una vez más vemos aquí la tendencia de nuestro poeta a exagerar un poco la edad de sus versos.

El Romance I, Rosana en los fuegos, es el romance más conocido, y tal vez la poesía más conocida, de Meléndez. En su formación el poeta utilizó no sólo temas y motivos derivados del Siglo de Oro, sino también uno de sus propios romances del primer grupo, el N.º 247. Comparemos la versión final de este poema, la del ms. F, con la versión más primitiva (ms. I) de Rosana en los fuegos (N.º 206):




N.º 247 (F)


   ¡Ay, bellísima Amarilis!,
que el corazón me robaste
con tus divinos ojuelos
cuando te vide ayer tarde:
   ¡qué bizarra que saliste,  5
soberanamente afable,
rindiendo los corazones
con tu gracia y tus donaires!
   Al atravesar la plaza
por medio de los zagales,  10
matando de tan hermosa,
rindiendo de tan amable,
   tu airosa desenvoltura,
tus donosas libertades,
te dieron tantos cautivos  15
cuantos lograron mirarte.
   Mil esclavos te hiciste
sólo en aquel breve instante,
pero como yo ninguno
(perdona que he de alabarme),  20
   pues aunque todos conocen
de tu beldad los quilates,
yo en idolatrar los venzo
tus divinas calidades.
   Por esto fui más dichoso  25
y logré, llegando a hablarte,
ofrecerte en sola un hora
mil siglos de voluntades.
   Piadosa las recibiste;
Dios quiera que mis verdades  30
tan eternas en ti sean
como yo seré en amarte.
   Lo que Amor me martiriza
desde aquel feliz instante,
porque no se lo agradezcas  35
quiere mi fe recatarte;
   sólo diré en breve suma
porque el corazón descanse
del infierno de no verte,
de la gloria de adorarte,  40
   que al mirar embebecido
la gracia de tu semblante
y el valor de tu hermosura
y lo airoso de tu talle,
   dije, viéndome rendido  45
de hechizos tan celestiales:
«¡Ay, bellísima Amarilis,
que el corazón me robaste!».





N.º 206, versión primitiva (II)


   Del sol llevaba la lumbre
y la alegría del alba
en sus celestiales ojos
la hermosísima Rosana,
   una noche que salió  5
a los fuegos de la pascua
y a abrasar todo el valle
en mil amorosas ansias.
   Las sombras la desconocen,
la noche la rinde parias,  10
viendo dos de sus luceros
en el cielo de su cara.
   Por doquiera que ella va
lleva tras sí la mañana;
doquiera se vuelve rinde  15
la libertad de mil almas.
   El céfiro la acaricia
y mansamente la halaga;
los Cupidos la rodean
y las Gracias la acompañan,  20
   así como en el valle
descolla la altiva palma
que sus hermosos pimpollos
hasta las nubes levanta,
   o cual vid de fruto llena,  25
que con el olmo se abraza
y sus vástagos extiende
al arbitrio de sus ramas,
   así entre sus compañeras
el nevado cuello alza,  30
sobresaliendo entre todas
bien como rosa entre zarzas.
   Todos los ojos se lleva
tras sí y todo lo avasalla:
de amor mata a los pastores,  35
y de envidia las zagalas.
   Ni las músicas se atienden,
ni se gozan las lumbradas,
que todos corren por verla,
y al verla todos se abrasan.  40
   ¡Qué de suspiros se escuchan!
¡qué de vivas y de salvas!
No hay zagal que no la admire
y no se esmere en loarla.
   Cual absorto la contempla  45
y a la Aurora la compara
cuando más alegre sale
y el cielo de un albor baña;
   cual al fresco y verde aliso
que crece al margen del agua  50
cuando más pomposo en hojas
en el cristal se retrata;
   cual a la luna si muestra
llena su esfera de plata
y asoma por los collados  55
de luceros coronada.
   Otros pasmados la miran
y mudamente la alaban;
y mientras más la contemplan,
muy más hermosa la hallan,  60
   que es como el cielo su rostro
cuando en la noche callada
con todas sus luces brilla
y los ojos embaraza.
   ¡Ay! ¡qué de envidias se encienden!  65
¡ay! ¡qué de celos que causa
en las serranas del Tormes
su perfección soberana!
   Las más hermosas la temen,
mas sin osar murmurarla,  70
porque su hermosura es sol
que no consiente una mancha.
   «¡Bien haya tu gentileza,
y una y mil veces bien haya;
y abrase la envidia al pueblo,  75
hermosísima aldeana!
   Toda, toda eres perfecta,
celestiales son tus gracias;
el Amor vive en tus ojos,
y la gloria está en tu cara.  80
   La libertad me has robado;
yo la doy por bien robada;
recibe benigna el don
que mi humildad te consagra».
   Esto un zagal le decía  85
con razones mal formadas,
que salió libre a los fuegos
y volvió su esclavo a casa
   y desde entonces perdido
la Aurora a su puerta lo halla;  90
ayer le cantó esta letra
echándole la alborada:
      Zagaleja bella
      de cuerpo gentil,
      muérome de amores  95
      desde que te vi.
   Tu gala y aseo,
   tu talle y donaire,
   no tienen, zagala,
   igual en el valle.  100
      Del cielo son ellos,
   y tú un serafín;
      muérome de amores
      desde que te vi.


A primera vista notamos la semejanza entre los dos poemas. Ambos tratan el tema del amor y hacen una declaración amorosa, que en el N.º 247 constituye todo el romance y en el 206 empieza con el verso 73. En los últimos versos del N.º 247 el zagal-poeta se cita a sí mismo; el N.º 206 acaba con la cita de una letrilla que cantó el zagal-personaje. Ambos poemas describen la salida de la amada e insisten en su superioridad sobre todos y todo, superioridad que se ve en el pasmo de los zagales, al que se añade en el 206 la envidia de las zagalas, y en el amor de un zagal -el supuesto poeta en el N.º 247, un personaje ficticio dentro del poema en el N.º 206.

Además de esta semejanza general, abundan las correspondencias de detalle. En ambos poemas sale la amada (v. 5 en el N.º 247, v. 5 también en el N.º 206). En ambos se menciona la hora de esta salida: la tarde en el 247 (4), la noche en el 206 (5), que aprovecha el contraste de sombra y luces. Ambos hablan de los ojos de la amada (3; 3); ambos le adscriben calidades divinas y celestiales (24 y 46; 3, 78 y 102), alaban su gracia, donaire o gentileza (8, 13, 14, 42-44; 73, 94 ss.). La vista de la amada embebece o pasma a quien la contempla (41; 57); mata y rinde por su belleza (11-12; 15, 35), convirtiendo a los espectadores en cautivos y esclavos suyos (15,17;15-16, 81, 88). La amada es soberana (6; 68). Roba el corazón o la libertad (2, 48; 81); pero su amante, aunque se queja de las penas del amor (33, 39; 95), ofrece dedicarse a su servicio amoroso (27-28; 83-84).

Hay, sin embargo, una diferencia importante entre los dos romances. El N.º 247 habla del amor, pero no de la naturaleza. Faltan en él las imágenes sensoriales; abundan, en cambio, los términos abstractos: gracia, hermosa, amable, airosa, desenvoltura, libertades, calidades, voluntades, verdades, fe, valor, hechizos, etc. El N.º 206 añade a las líneas generales de desarrollo del N.º 247 y a los numerosos puntos de contacto que acabamos de notar los motivos de la naturaleza, que sirven para ensalzar la belleza soberana de la amada. No sólo los zagales y las zagalas, sino la misma naturaleza rinde tributo a Rosana:


   Las sombras la desconocen,
la noche la rinde parias,
viendo dos de sus luceros
en el cielo de su cara.
   Por doquiera que ella va
lleva tras sí la mañana;
doquiera se vuelve rinde
la libertad de mil almas.
   El céfiro la acaricia
y mansamente la halaga;
los Cupidos la rodean
y las Gracias la acompañan.


Se introduce aquí un elemento mitológico; pero lo que más nos interesa es la naturaleza, que sirve también para las alabanzas que de Rosana hacen los espectadores, comparándola a la palma, la vid, la rosa, la Aurora, el aliso, la luna y el cielo estrellado.

El N.º 247 es el Romance I en los mss. E y F, después de las cuales no vuelve a aparecer. La versión primitiva de F se copió en el verano de 1777, y la de E en octubre del mismo año. Las enmiendas de F, que dan su forma definitiva al poema, son posteriores, sin que se pueda precisar su fecha exacta. El ms. I, en el cual aparece por primera vez el N.º 206, se copió entre 1777 y 1784, conjeturo que hacia 1781. El N.º 206 es el romance I en este manuscrito y también en todas las ediciones que preparó el poeta. Sospecho que en su composición Meléndez aprovechó el romance anterior, el N.º 247, reelaborándolo e incorporándole los elementos de la naturaleza con los cuales acaba pareciéndose, en su combinación de temas y motivos, a los N.os 248 y 221, los otros romances del primer grupo que decidió publicar el poeta. Si no me equivoco en esta sospecha, se hace cronológicamente defensible la conjetura de R. G. Havard, de que Rosana en los fuegos se haya escrito en 1776, mientras que Meléndez se recuperaba de una enfermedad, episodio que supongo que se refiere a la estancia del poeta en la casa de la llamada Ciparis91. Sin embargo, no se trataría del N.º 206 tal como lo conocemos, sino del 247, considerado como origen suyo, y por consiguiente faltaría, en aquellas fechas, la combinación de la mujer con la naturaleza que para el citado crítico es un aspecto notable del poema (ibid.).

Si Meléndez aprovechó el N.º 247 para la creación de Rosana en los fuegos, ello no excluye la posibilidad de que se haya inspirado también en obras del Siglo de Oro. El romance de Lope, «Si tuvieras, aldeana» (Poesías líricas, II, 139), contiene varios motivos que aparecen en los dos que venimos comentando: la manifestación de la amada, su brío (cf. donaire, gentileza) y la envidia de las demás zagalas, además de las «breves estampas» de sus pies, que podrían relacionarse, según veremos, con el desarrollo posterior del N.º 206. Otro romance que según José F. Montesinos es «sin duda de Lope»92 también puede haber contribuido a la formación del N.º 206; su comienzo («Por la tarde sale Ynés / a la feria de Medina, / tan hermosa, que la gente / pensaba que amanecía») debe compararse con las alusiones a la mañana en las cuartetas iniciales de la primer a versión del N.º 206. Sigue la descripción de la hermosura de Ynés y la de su vestido; y el romance termina, como el N.º 206, con una letrilla. Finalmente, el mismo tema de la manifestación asombrosa de una zagala aparece en dos romances anónimos de la Primavera y flor de los mejores romances, «Todos los ojos se lleva» y «A festejar un disanto» (pp. 236, 237).

Como tantos otros poemas de Meléndez, Rosana en los fuegos siguió creciendo. De 104 versos en el ms. I pasó a 108 en las ediciones de 1785 y 1797, a 136 versos en el ms. O y finalmente a 140 en el ms. P y la edición de 1820. En todas estas versiones el poema mantiene su estructura y sus características principales. Se amplía la letrilla final a partir de 1797. Se añaden nuevas comparaciones entre la amada y la naturaleza: es como una perla (29 ss., añadidos en la última versión) y como el sol (69 ss., añadidos en la penúltima). También se acrece, después de 1797, un nuevo elemento mitológico:


   No el don por pobre desdeñes,
que aun las deidades más altas
a zagales cual yo humildes
un tiempo acogieron gratas;
   y mezclando sus ternezas
con sus rústicas palabras,
no, aunque diosas, esquivaron
sus amorosas demandas.


(101-108 Z)                


Estos motivos ya los había tratado Meléndez en su traducción de El vaquero (Idilio IX, N.º 170), antiguamente atribuido a Teócrito. En aquel poema, el vaquero se queja de que las ciudadanas le rechacen por rústico, a pesar del ejemplo de Venus, Diana y otras deidades.

En la evolución del N.º 206 se introduce también un elemento que ya hemos notado con respecto al N.º 248: el milagroso efecto de la amada en la naturaleza. Examinemos la historia de los versos 9 y 10 (13 y 14 en el ms. I). La redacción primitiva es: «Por doquiera que ella va / lleva tras sí la mañana», lo cual contrasta con la escena nocturna descrita en la cuarteta anterior, la tercera del ms. I. El mismo manuscrito I enmienda los versos citados a «Por dondequier que ella va / lleva tras sí la mañana». En la edición de 1785 se elimina la cuarteta alusiva a la noche, y para los que ahora son los versos 9 y 10 leemos: «Por doquiera que camina / lleva tras sí la mañana». Con la primera edición de 1797 (Y1) el poeta abandona este motivo, reemplazándolo con «La primavera florece / do la breve huella estampa». El primero de estos versos se mantiene ya de modo definitivo, pero el segundo se modifica dos veces: «do la huella breve estampa» en la segunda edición de 1797 (Y2) y en los mss. O y P; «do gentil la huella estampa» en la edición final de 1820. La virtud florígera del pie de Rosana se le atribuye por primera vez, pues, entre 1785 y 1797; pero ya vimos la misma virtud atribuida a Filis en el N.º 248, y además también en la cuarteta tercera. Las sucesivas versiones de esta cuarteta son:


   Las rosas sus tiernas hojas
abren doquiera que mira;
do pone el pie nacen flores,
do la mano clavellinas.


(EFI1)                



   Las flores sus tiernas hojas
abren doquiera que mira;
do pone el pie rosas nacen,
do la mano clavellinas.


(IX)                


Y finalmente, con mayor exactitud, ya que se trata de pétalos más que de hojas;


    Su tierno cáliz las flores
abren doquiera que mira;
do imprime el pie rosas nacen,
do la mano clavellinas.


(Y)                


El verso 9 del N.º 206, en las versiones del ms.I y de la edición de 1785 («Por doquiera que ella va», «Por dondequier que ella va», «Por doquiera que camina») nos recuerdan la formulación del verso 10 del N.º 248 («abren doquiera que mira); el verbo estampa, que aparece en 206.10 a partir de 1797, nos recuerda el imprime que, también en 1797, aparece en 248.11. El Nº 248, según vimos antes, llega hasta las ediciones de 1797, pero se elimina en la de 1820. También surge el mismo motivo en otro romance temprano, el N.º 252, cuyo comienzo nos recuerda los que acabamos de estudiar:


   Venid, venid, zagalejos,
que al campo sale Amarilis,
si es que a media tarde el alba
ver alguna vez quisisteis. [El énfasis es mío.]


Este poema, que ocurre sólo en los mss. E y F y por lo tanto se escribió para 1777 -y probablemente en ese mismo año-, es un himno a la belleza de la amada, manifestada en sus efectos milagrosos en los hombres y la naturaleza, entre los cuales se menciona el hecho de «que nacen azucenas / do su breve planta imprime» (11-12). En una versión probablemente anterior de este romance, publicada erróneamente como obra de José Iglesias de la Casa en las Obras póstumas de este amigo de Meléndez (I, 71), el verso 12 reza: «donde la sandalia imprime». Por las mismas fechas emplea el poeta un motivo semejante en la Oda anacreóntica XVI: «con una vestidura / de púrpura esplendente, / las puntas arrastrando / que el campo reflorecen» (17.77-80 DF).

Este motivo también tiene sus antecedentes en los poetas del Siglo de Oro: «porque como no los [campos] pise, / ni brotan flores al alba / ni de colores se visten»93; «dando flores bajó al valle»94; «Si la verde selva pisa, / ¡cuántas le queda a deber / clavellinas a su mano / y jazmines a su pie!»95. En los romances de Góngora aparece varias veces: «Minguilla la siempre bella, / la que bailando en el corro, / al blanco fecundo pie / suceden claveles rojos» (O.c., p. 231); «y el mismo monte se agravia / de que tus pies no le pisen, / por el rastro que dejaban / de rosas y de jazmines» (p. 64); «flores las abejas más / deberán a su coturno / que al novillo celestial» (pp. 234-235). En el romance gongorino que empieza «Al campo salió el estío / un serafín labrador» -y notemos de paso la semejanza con las referencias de Meléndez a la salida de la amada y al carácter celestial de aquella a quien incluso llama serafín (206.102 I)- se lee: «¿qué no puede una beldad, / si la tierra dos a dos / émulos lilios aborta / del pie que los engendró?» (p. 196).

Estos versos gongorinos, y tal vez otros semejantes, sirven a su vez de modelo a José de León y Mansilla, en cuya Soledad tercera leemos que una joven, «milagro de gracias tan divino, / que hermosa perla vive / en la dulce mansión de aquel collado», sale «toda vestida / ya de fuego, o de ardores, que a sus ojos / número agreste de cabreros daba / el parabién», y «las estrellas / coturno forman a su pie divino, / y tocada la hierba de su planta, / luces se alienta, flores se adelanta»96. Puede tratarse de una casualidad, ya que León y Mansilla no parece haber gozado de ningún prestigio entre los salmantinos de los años 70; pero no deja de haber varias semejanzas entre estos versos y el comienzo de Rosana en los fuegos.

Entre los amigos de nuestro poeta también encontramos el motivo que ahora nos interesa. En La fina satisfacción, romance al parecer auténtico de Iglesias, leemos: «tus plantas producen rosas» (I, 73); y en la Oda I de Jovellanos, En la muerte de Doña Engracia Olavide, de fines de 1775 o principios de 1776, se encuentra la estrofa siguiente:


    Donde estampaba con airoso impulso
la breve huella su fecunda planta,
allí a porfía mil galanas flores
      luego brotaban.


(p. 115)                


La formulación de Jovellanos corresponde muy exactamente al verso 10 de Rosana en los fuegos en las ediciones de 1797 y 1820, aunque es anterior en veinte años y probablemente anterior a los demás romances de Batilo que estamos examinando. Por su parecido con el verso 252.12 (v. supra, p. 188) es muy posible que sea el modelo según el cual componía Meléndez.

En resumen, el Romance I de Meléndez sigue creciendo hasta sus últimas versiones y se enriquece con un motivo y una imagen concreta -la del pie productor de flores- que sobrevive de los romances más tempranos de nuestro poeta y que tiene sus raíces en poetas del Siglo de Oro. Eficazmente contribuye esta imagen a dar forma plástica a la relación entre el amor y la naturaleza, relación que bien resume Havard cuando escribe, aludiendo a Rosana en los fuegos: «Woman and nature become one in the concept of fertility and procreation» (p.115). ¿Cabe mejor ilustración de este concepto que el hacer que florezca la primavera al contacto de la amada?

Dejando aparte por el momento el N.º 235, veamos ahora cómo desarrolla Meléndez los otros cinco romances que estudiamos. De las dichas del Amor, dirigido a una «bella aldeana» pero en lo demás nada bucólico, describe el templo del Amor como un «celestial alcázar» y refiere los placeres y las actividades de los escogidos para morar en él. Las enmiendas de este poema sirven sobre todo para aumentar el elemento mitológico y para dar, en una última cuarteta, una aplicación personal, algo tardía, a lo contado. Los romances II, IV, VI y XIII presentan cuatro casos o episodios del amor rústico. La declaración se relaciona con el ciclo de Rosana; el poeta dice amar desde «la noche de los fuegos» (34) y pide que la amada no desdeñe su amor «por la humildad del sujeto», súplica que recuerda los versos 101-112 de Rosana, añadidos en la última edición. La amante desdeñosa es un sermoncillo contra el desdén y la vanidad, puesto en boca de Belardo o, en la versión primitiva, Batilo:


    Esto Batilo cantaba
de una zagala a las puertas;
y ella enojada se asoma
y que se calle le ordena.


(218a.45-48 I1)                


Tema y estructura se parecen a los del Romance VII de Iglesias de la Casa, La reprensión, donde leemos:


   Así cantaba Lisardo
a los umbrales de Fenis,
que cansada de escucharle,
como quien se agravia, duerme.


(I, 79)                


El amante crédulo (N.º 211) es un romance narrado en tercera persona, una escena costumbrista o de género, semejante a las escenas rústicas que para diversión de los palaciegos pintó Goya en algunos de sus cartones. Esta semejanza puede precisarse más en el caso del N.º 207, En unas bodas desgraciadas, donde el amante rechazado lamenta el casamiento de su amada con un ganadero rico pero necio, el mismo tema inmortalizado por Goya en La boda (1791-92). Los cambios introducidos por el poeta en estos romances sirven, entre otras cosas, para despopularizar la expresión. Así, por ejemplo, los servidores del Amor en 1781 (215.36 11) pasan pronto a ser prisioneros (IXY) para acabar en adeptos (OPZ), palabra que no recoge el Diccionario de Autoridades y que ofendió lo suficiente a Mor de Fuentes para que lo cambiara en ahijados. Lo nevado del pecho de 1781 y 1785 (207.20 IX), conservado esencialmente en el lleno, nevado pecho de 1797 (Y), se latiniza a el albo turgente pecho (O) y acaba en el albo turgente seno (Z). El verbo roba (207.23 I) es sustituido por el más culto cautiva (OPXYZ). El verso «cuando el interés lo ha puesto» (207.68 O; el verso falta en IXY) se latiniza mediante la omisión del artículo y el hipérbaton: «si interés lo anuda ciego» (PZ). La sencilla declaración de 1781, «tú serás mi amor, señora» (209.3 I), conservada en 1785 («tú serás mi amor, querida»), se hace más metafórica, con un eco de los «Classiques» franceses, en las ediciones de 1797 y 1820: «tú serás mi eterna llama». Ya hemos notado la ampliación del elemento mitológico en el N.º 215. En el Romance XIII, el mal ejemplo de la vanidosa Celia, sólo mencionado en la versión más antigua, se desarrolla en tres cuartetas de la última, donde también se dedican tres cuartetas a dar ejemplos de la bondad sencilla sólo aludida antes («afable cortesía», 218a.37).

Un caso algo distinto es el del Romance XXX, De una ausencia (N.º 235), en cuyos versos se lamenta «un triste, / a quien desdichas trajeron / desde el Tormes al Eresma / y de la gloria a un infierno» (81-84 I). La queja va dirigida a una «zagala hermosa del Tormes» (3) que no es otra que Rosana, según se ve por el verso 80 y por la redacción primitiva del 13. El elemento bucólico del romance es mínimo; consiste sobre todo en llamar zagala a la amada y en hablar del Tormes y del Eresma en vez de mencionar las ciudades de Salamanca y Segovia. La novedad aquí es el aspecto autobiográfico del romance. Es cierto que otros muchos romances pueden haber expresado sentimientos del poeta o servido a sus fines personales, como también es cierto que todo poema, por autobiográfico que sea, se convierte, en cierto sentido, en ficción al constituirse como tal poema, arte y no vida. Pero todo esto no quita que algunos poemas reflejen de modo más directo que otros las circunstancias y el mundo específico en que vivía el Juan Meléndez Valdés de carne y hueso. En nuestro N.º 235 hay dos de estas circunstancias: la residencia habitual en Salamanca (el Tormes) y la ausencia en Segovia (el Eresma), donde vivía y en 1777 murió el hermano del poeta, Esteban. A partir de la edición de 1785 Meléndez cambió los versos finales, que acaban hablando de «un triste, / a quien del Tormes trajeron / al Eresma desterrado / la envidia, el odio y los celos». Sin embargo, la versión del ms. I no habla de ningún destierro, ni especifica envidia, odio, celos ni otro tipo de desdichas. En efecto, aquellas desdichas no tienen por qué ser necesariamente amorosas, y podrían muy bien haber sido la enfermedad y muerte del hermano en junio de 1777. El poeta habla también de «estas noches tristes / de luto y dolor eterno / en que a solas me consumo / y maldigo mis deseos» (49-52). Podemos ver aquí la hipérbole de un amante ausente de su amada; pero no queda muy claro que sea la ausencia la causa de esta tristeza, contrastada con el recuerdo de otras noches, tampoco mayormente placenteras, cuando el amante cantaba en vano ante la casa de su zagala. Veamos además cómo se queja el poeta en la Elegía VI, La muerte de mi hermano D. Esteban: «¡Oh noche infelicísima y de sombras / y eterno dolor llena!» (317.23-24); «Tú, noche, triste noche...» (317.58). Estos versos se escribieron en 1777 ó 1778. La semejanza de expresión entre ellos y los citados del Romance XXX sugiere para este una fecha de composición próxima a 1778 y me inclina también a creer que la enfermedad del hermano y su muerte, uno de los sucesos más catastróficos de la juventud de Meléndez, según lo demuestran sus cartas a Jovellanos, fueron las desdichas que llevaron «desde el Tormes al Eresma» al cantor de Rosana. Al preparar su romance para la publicación siete años después del fallecimiento de Esteban, estas desdichas, comprensibles antaño en un contexto privado, ya no se entenderían en público; y si se hubieran entendido, habrían desentonado con el mundo artificial de los amores bucólicos. Creo que por esto las cambió el poeta en «la envidia, el odio y los celos», los cuales, si bien tampoco dan una explicación muy precisa de la ausencia, sugieren dificultades amorosas.

Al publicar el Romance XXX también le incorporó Meléndez la cita de su propio Romance XXI (N.º 226) que leemos ahora en sus versos 77-80. Con esto crece el poema de los 52 versos que contaba en el ms. I a 56 (ediciones de 1785 y 1797); pero la edición de 1820 le añade otros 22 versos dedicados sobre todo a introducir imágenes y dar un aspecto algo más concreto a lo que hasta entonces había sido un poema bastante abstracto. Por esto se añaden símiles indicadores de la fidelidad del amante (17-20) y se evocan escenas felices de sus amores (53-72) que contrastan con la tristeza de su tiempo presente.

El carácter más personal, más autobiográfico, que hemos notado en el Romance XXX lo ostenta también uno de los dos romances que creo compuestos entre 1778 y 1782, pero que no se publicaron hasta la edición de 1820. Se trata del Romance XXXIII, Ausente de Clori, su amor solo es mi estudio (N.º 238). Respecto a este poema y algunos más ha escrito Georges Demerson:

Existe, efectivamente, en la obra poética de Batilo un conjunto de poemas de amor, muy distintos por su tono de las otras composiciones amorosas, anacreónticas o églogas. Estas obras ponen de manifiesto una sensibilidad y a veces una sensualidad hasta entonces desconocidas, y mantienen entre ellas algunas relaciones fáciles de resaltar; son como fragmentos dispersos de una sola y única historia de amor, que, de buena gana, llamaríamos el ciclo melendeciano de la Nueva Eloísa.


(II, 226)                


Entre estas composiciones incluye Demerson la Letrilla XIV, La despedida (N.º 151), la Elegía III, La partida (N.º 314), la Elegía IV, El retrato (N.º 315), nuestro Romance XXXIII y algunas más. El romance que nos ocupa se publicó, como acabamos de ver, por primera vez en 1820. Se conocen de él cuatro manuscritos sueltos, cuya fecha exacta no puede precisarse, pero que parecen ser tardíos. Sin embargo, creo que la fecha de composición puede fijarse hacia 1780 a causa de ciertas semejanzas, aludidas en parte por Demerson, entre el romance y las Elegías III y IV. En las tres obras se trata de una separación entre amantes -tema que en sí, por cierto, no es novedoso. Tanto en el romance como en la Elegía IV, el amante se proyecta en la imaginación hacia la presencia de la amada. El romance, como las elegías, emplea a veces un lenguaje entrecortado, imitando los balbuceos de la emoción:


   Y ahincada tus manos tiendes,
tus manos que de mil besos
inundo yo; tú suspiras,
y el placer... sobre tu seno...
   embriagadas, confundidas
las almas... Yo te sostengo
desfallecida en mis brazos...
y en los tuyos desfallezco...


(238.97-104)                



   Con frenética sed me precipito
sobre tu imagen muda... irresistible
la mágica virtud de tu presencia
me arrastra... desfallecen mis rodillas...
cubren mil sombras mis llorosos ojos...
un ardor... un ardor...


(315.131-136)                


Imaginándose en viaje hacia Madrid y hacia la reunión con la amada, el poeta, en el romance, escribe:




Primera versión (O2)


    grita el mayoral, el coche
se precipita ligero,
suena el látigo, y el tiro
de polvo y sudor cubierto
   entra en fin por la ancha calle
a quien la imperial Toledo
dio nombre





Versión definitiva


   aguijo el correr, la rueda
gime en su rápido vuelo,
grita el mayoral, y el tiro
de polvo y sudor cubierto
   entra en fin por la ancha calle
a quien la imperial Toledo
da nombre


(238.81-87)                


El tratamiento aquí del tema de la diligencia nos recuerda versos análogos de la Elegía III:


Habré partido yo; y el rechinido
del eje, el grito del zagal, el bronco
confuso son de las volantes ruedas,
a herir tu oído y afligir tu pecho
de un tardío pesar irán agudos...
...El coche se oye;
y del sonante látigo el chasquido,
el ronco estruendo, el retiñir agudo
viene a colmar la turbación horrible
de mi agitado corazón...


(314.46-50, 136-140)                


Estos versos, a su vez, imitan la Epístola III de Jovellanos, Epístola heroica de Jovino a sus amigos de Sevilla (1778):


...y en tanto el enojoso
sonar de las discordes campanillas,
del látigo el chasquido, del blasfemo
zagal el ronco amenazante grito,
y el confuso tropel con que las ruedas
sobre el carril pendiente y pedregoso
raudas el eje rechinante vuelven,
mi oído a un tiempo y corazón destrozan.


(p. 149)                


Cabe la posibilidad de que el imitador fuera Jovellanos; pero la creo remota, en vista de la fecha y de haber tocado Jovino motivos semejantes ya en su elegía A la ausencia de Marina, que Caso cree de hacia 177097. Como la Epístola de Jovellanos es de 1778, la Elegía III de Meléndez debe de haberse compuesto hacia la misma fecha, como también la Elegía IV, temáticamente relacionada con la III. El parecido más exacto entre el Romance XXXIII y las elegías -el tema del coche- falta en la redacción primitiva (O1) de aquel, pero se añade ya en el margen de ese mismo manuscrito (versión O2). No parece, pues, muy aventurado el considerar el romance un poema de hacia 1780.

Fijémonos también en el aumento que sufre este poema: 48 versos en la versión primitiva (O1), 52 con la añadidura del tema del coche (O), 64 en el ms. P, 96 en el Q y al parecer también en el ms. R, manuscrito fragmentario que parece acordar en todo con el Q, y 120 versos cuando por fin se publica en la edición de 1820. El ms. 12.961-13 de la Biblioteca Nacional de Madrid, un inventario autógrafo de poemas para la edición de 1820, atribuye 170 versos a este romance, pero puede tratarse de una equivocación. Aun con 120, el poema ha aumentado en 150 por ciento sobre su versión primitiva, un aumento mayor que el de ningún otro romance de este grupo cronológico. Sabemos que para muchos poemas los aumentos son más notables después de 1797, es decir, en la última época del poeta; y también es cierto que todos los manuscritos citados son tardíos, de modo que no puede probarse una fecha temprana para las primeras versiones del romance. A pesar de ello, me parece poco probable que un poema compuesto en la última época haya sufrido tan pronto un aumento tan extraordinario. Finalmente, y aunque no tenemos ninguna garantía de que el romance sea autobiográfico, en el grado en que lo es, su título y primeros versos apoyan también una fecha de composición temprana:




Ausente de Clori, su amor solo es mi estudio


   ¿Qué me aprovechan los libros!
¿de qué en mi triste aposento
morar como en cárcel dura
aherrojado siempre entre ellos!
   Mis ojos sus líneas corren,
y en oficioso desvelo
el labio terco repite
sus verdades y preceptos...


Estos versos cuadrarían muy bien al joven Batilo cuando estudiaba derecho, antes de licenciarse en 1782. Una vez que abandonó el claustro universitario por la magistratura en 1789, Meléndez iba a quejarse de sus ocupaciones jurídicas, no de sus libros.

En nuestro Romance XXXIII ve Georges Demerson (II, 229-230) la influencia de la Carta XXVI de la Primera Parte de la Nouvelle Héloïse y cita como ejemplo la cuarteta primera de las siguientes:


    en el solitario bosque
ora a tu lado me encuentro
de aquel jardín, confidente
de nuestros dulces secretos
   donde huyendo veces tantas
con inocente misterio
de la calumnia los tiros,
los ojos de un vulgo necio,
   emboscados, como solos
en medio del universo
nos cogió, expirando el día,
Clori, envidioso el lucero...


(21-32)                


Escena muy semejante la pinta el poeta en la Elegía III:


¿Te has olvidado de la selva hojosa,
do huyendo veces tantas del bullicio,
en sus obscuras solitarias calles
buscamos un asilo misterioso
do alentar libres de mordaz censura?
¿Qué sitio no oyó allí nuestras ternezas,
no ardió con nuestra llama?...


(314.114 ss.)                


Efectivamente, versos como los citados pueden recordar el jardín secreto o bosquet de Julie y Saint-Preux; pero faltan del todo en la versión primitiva del romance, como faltan también las referencias a lecturas francesas y concretamente a «la amable Julia». Veamos cuál es esa versión primitiva, la O1:




Ausente de Fany, su amor solo es mi estudio


   ¿Qué me aprovechan los libros?
¿de qué en mi triste aposento
morar como en cárcel dura
aherrojado siempre entre ellos?
   Mis ojos sus líneas corren;  5
y en oficioso desvelo
el labio terco repite
sus verdades y preceptos,
   mientras la mente, embebida,
bien mío, en mil devaneos,  10
burla mi conato y vuela
a buscar más dulce objeto.
   Traspaso los altos montes
que, alzada la frente al cielo,
hasta el paso cerrar quieren  15
a mis ardientes deseos.
   Desde su enriscada cumbre
como que avisto de lejos
la corte ya; el ansia crece,
y dejando atrás el viento,  20
   entro en fin por la ancha calle
a quien la imperial Toledo
dio nombre, a tu casa corro,
el callado umbral penetro;
   llego a tu dichosa estancia,  25
encuéntrote sola, y ciego
a tus pies me precipito
y los baño en llanto tierno.
   Tú la cariñosa mano
me tiendes; de ardientes besos  30
la inundo yo; tú suspiras,
y el placer... sobre tu seno...
   embriagadas, confundidas
las almas... Yo te sostengo
desfallecida en mis brazos...  35
y en los tuyos desfallezco...
   Fany, la mente delira;
yo en fijarla en lo que leo
me afano, su error acuso,
y al libro obstinado vuelvo,  40
   empero todo es en vano;
y por más que atarla quiero,
sin saber cómo, ocupada
siempre en ti al cabo la encuentro.
   Ríñola, pero replica  45
que tú sola eres su empleo;
y así en tu amor y mis penas
continuo que estudiar tengo.


Demerson cita, como otro paso de Rousseau imitado por Meléndez, la descripción del «observatorio» de Saint-Preux en Meillerie: «Parmi les rochers de cette côte, j'ai trouvé dans un abri solitaire, une petite esplana de d'où l'on découvre à plein la ville heureuse où vous habitez» (Parte I, Carta XXVI). Pero, ¿proceden de aquí los versos 17-19 de la versión O1, o de la versión final: «Desde su enriscada cumbre / vislumbrar en sombras creo / la corte ya...» (77-79)? Puede ser; pero recordemos que en el romance de Meléndez no se trata, como en la novela de Rousseau, de espiar la casa de la amada sin acercarse a ella, sino de ver, en la imaginación, la ciudad en que vive y lanzarse hacia ella hasta entrar en «la ancha calle / a quien la imperial Toledo / dio nombre». Como no vayamos a sugerir que todos los casos de amantes separados derivan de la Nouvelle Héloïse, nos quedamos sin ningún indicio seguro de una influencia de Rousseau en la primitiva composición de nuestro romance, bien que haya influido en su elaboración posterior -el bosque, las lecturas de los dos amantes- tanto directamente como a través de las Elegías III y IV.

Lo que ahora nos interesa no son, sin embargo, las fuentes del Romance XXXIII, sino otros aspectos. Uno de ellos es la total ausencia del elemento rústico o bucólico. Al contrario: el personaje que habla es estudiante, y su amada vive en la corte. La versión de 1820 se aleja aún más del mundo de los zagales: el estudiante es también poeta (40); él y su amada se han dedicado a lecturas francesas (Racine, Voltaire, Rousseau -versos 45 ss.); ella se había despedido de él «en el sofá desmayad» (59), y no recostada en algún verde prado. Encontramos además en este romance, no un mundo ideal o idealizado, sino reflejos del mundo concreto en que vivía el poeta, elementos que bien podríamos llamar realistas. Además de los ya citados, recordemos «los altos montes» que efectivamente hay que cruzar para llegar desde Salamanca hasta la corte y la precisión de la calle que lleva a la «dichosa estancia» de la amada, aun cuando Meléndez no puede allanarse a decir «la calle de Toledo» sin perífrasis altisonante. El coche, con sus ruidos, gritos, polvo y sudor, es otro elemento de la realidad cotidiana directamente observado, aunque en vías de convertirse en tópico literario; y lo mismo puede decirse del lenguaje entrecortado que rompe las leyes sintácticas para reflejar mejor las pasiones del corazón, tópico también a principios del siglo XIX, según nos indica un comentario del Príncipe de Ligne sobre sus cartas a las mujeres: «D'ailleurs, il n'y a pos de ces brûlures de papier, de ces exagérations de points... de messieurs les amants; il n'y a pos d' "ô cruelle! ô superbe femme! ô malheur extrême!"»98.

En efecto, el realismo de nuestro romance va acompañado de un violento sentimentalismo. Los amantes se habían encontrado «solos / en medio del universo» (29-30). La lectura de las tragedias de Racine y Voltaire los hizo temblar (45); leyendo la novela de Rousseau confundieron los «derretidos conceptos» de «la amable Julia» con los suyos propios (49-52). Llegado el momento de separarse, ella se desmaya en el sofá, él queda a sus pies «en silencio» (59-60). Reunido en su imaginación con la amada, el poeta se ve que «ciego / a tus pies me precipito / y los baño en llanto tierno» (90-92) -escena que nos recuerda el N.º 265 (cf. supra, p. 179) después de lo cual se suceden gritos, abrazos, balbuceos, besos, desfallecimientos... La realidad y la imaginación, la poesía y la vida, se funden en un amalgama romántico, característico de una literatura que, como el lenguaje balbuciente de algunos versos, quiere expresar directamente las vivencias. La literatura de tradición clásica, en cambio, suele mantener la distinción entre vida y arte, aceptando un arte deliberadamente artificial y sujeto al control métrico y sintáctico.

Finalmente nos interesa en este romance su elemento autobiográfico. Meléndez, hacia 1780, fue estudiante de derecho, frecuentaba la corte y vivía separado de ella por montañas. ¿Vivía en la Calle de Toledo, o cerca de ella, una amada suya? Concretamente, la Fany de las primeras versiones del romance, conservada aún en el título tal como lo da el poeta en su lista de 1814 (BN ms.12.961-13, f. 7v), ¿es la Condesa del Montijo, María Francisca Portocarrero, amiga, y según algunos más que amiga, de nuestro poeta?99. Desde luego, la relación que expresa el romance no es de simple amistad; y la Condesa vivió en la Calle del Duque de Alba, cerca de la de Toledo. Pero sólo se instaló en esa calle en 1792, cuando era viuda, y antes de su segundo matrimonio, con Estanislao de Lugo, en 1795. En estas fechas Meléndez estaba casado y ya no era estudiante, sino Oidor de la Chancillería de Valladolid. En 1792-93 pasó bastante tiempo en Ávila100, pero tanto allí como en Valladolid, si bien trabajaba con papeles, no era cuestión de estudiarlos para repetir «sus verdades y preceptos» (v. 8). En otras palabras, durante los tres años en que los pocos datos del romance podrían aplicarse a la Condesa, no cuadran a la biografía del poeta. En cambio, cuando este era estudiante, la Condesa vivía en la Plazuela de los Afligidos, hoy de Cristino Martos; y quien venga a la corte desde Salamanca -o Ávila o Valladolid- y desee llegar a esa plazuela no tiene por qué pasar por «la anche calle / a quien la imperial Toledo / dio nombre». Podemos concluir, por consiguiente, que si el romance es autobiográfico, como parece serlo, la amada del poeta fue madrileña, pero no fue la Condesa del Montijo. La versión final del poema sugiere también cierta elevación de clase -lecturas extranjeras, sofá-, mas estos indicios no constan en la versión primitiva.

Las sucesivas versiones del Romance XXXIII añaden la mención del coche (O2), la del bosque donde solían reunirse los amantes, tal vez inspirado por la Nouvelle Héloïse (Q), la evocación de la separación (Q) y las referencias a la novela de Rousseau (Q) y a las tragedias de Racine y Voltaire (edición de 1820). Así un poema que en un principio se proyecta hacia una reunión futura se convierte en poema que también evoca el pasado, contrastando el presente infeliz del sujeto con la felicidad recordada y la esperada. También se aparta cada vez más del ambiente rústico y popular de muchos de los romances.

¿Por qué no se publicó este romance antes de 1820, cuando las Elegías III y IV aparecen ya en 1797? Si bien puede haber en los tres poemas un fondo autobiográfico, este se especifica más en el romance. Si efectivamente se compuso hacia 1780 y es autobiográfico, su publicación puede haber parecido imprudente en 1785, sea por la dama, sea por el reciente matrimonio del poeta. No sé si las mismas razones valdrían todavía en 1797, aunque lo cierto es que en esa edición Meléndez se interesó relativamente menos por los romances. Lo que puede asegurarse es que con el Romance XXXIII, como con el XXX (De una ausencia), Meléndez emplea el romance para expresar sus propios sentimientos o por lo menos sentimientos que con toda verosimilitud pueden adscribírsele. Además, el Romance XXXIII rompe por completo con la tradición bucólico-pastoril que domina los primeros ensayos romancísticos de Batilo, y rompe también con el tipo de poesía cerebral que se dirige a una abstracción como el pensamiento o la memoria.

El otro romance compuesto entre 1778 y 1782, pero publicado por primera vez en 1820, es el XXVIII, Elisa envidiosa (N.º 233). En este caso podemos estar seguros de la fecha temprana de composición por constar el poema en el ms. I. Con este poema volvemos al ambiente rústico para escuchar el consejo que da el poeta a Elisa, resumido en la primera cuarteta-


   Si tan niña te casaron,
¿por qué murmuras, Elisa,
que las solteras se lleven
los galanes de la villa?


(texto de 1820)                


y en la última:


    que si él [tu marido] es grato a tus ojos
cuanto tú a los suyos linda,
por más que anhelar no tienes,
lastimada casadilla.


(texto de 1820)                


No sabemos quién da este consejo; sólo sabemos que no hay relación de ninguna clase entre esta persona y Elisa. El poema es uno más en la serie de romances que tratan aspectos del amor rústico, o casos amorosos. Como también el Romance XXXIII, sufre un aumento muy notable desde su primera versión (N.º 233a, ms. I, 32 versos) hasta las sucesivas versiones manuscritas (O, 76 versos; P1Q, 96 versos) y la impresa de 1820 (108 versos, un aumento de 238 %). Las versiones ampliadas describen las escaramuzas amorosas de los aldeanos y añaden imágenes (joyas, flores, etc.) referidas a las solteras. También se desarrolla el papel de Elisa. De simple aldeana pasa a ser dueña de «largos bienes» (87); y a sus obligaciones de casada, mencionadas ya en el ms. I, se añaden las de madre. El aumento considerable en la descripción detallada y vivaz obedece a la tendencia hacia una mayor precisión de imágenes, la cual ya notamos antes. En cambio, el aumento de la predicación moral se relaciona con la preocupación de los Ilustrados por la familia como base de una sociedad estable y próspera. En este respecto es curioso observar la evolución de la última cuarteta del romance, que en la versión primitiva (I1) reza:


   que si a él parecieres bien
y eres a sus ojos linda,
más que codiciar no tienes,
lastimada casadilla.


El primer verso de esta cuarteta pasa a continuación por las redacciones siguientes:

que como agradarle aciertes (I2)que como agradarle sepas (I3)que si bien él te parece (I)que si es gentil a tus ojos (O)que si él es grato a tus ojos (PQZ)

Con la versión de I se asoma por primera vez cierta mutualidad de los gustos y las obligaciones de los casados, si bien, como es lógico en un poema dirigido a la esposa, se hace más hincapié en las obligaciones de esta.

No sé por qué no se publicó este romance hasta la edición de 1820. Sin embargo, sí sabemos que la versión publicada es mucho más extensa que la primitiva, motivo más para dudar de la afirmación del poeta, de que algunos de los romances «publicados antes se han procurado poner íntegros» en la edición de 1820. Creo que en cada edición que preparó Meléndez publicó los romances incluidos en ella en el estado en que entonces los tenía, y que los aumentos que se notan entre una edición y otra no son versos que había preferido no publicar, sino versos nuevos.

Como grupo, los romances compuestos entre 1778 y 1782 se caracterizan por representar casos o escenas amorosas semejantes, en su género, a los cartones goyescos de la vida aldeana; por su tendencia moralizadora (N.os 218, 233); por su mayor subjetividad autobiográfica (N.os 235, 238); por la relativamente poca atención que se presta, con excepción del Romance I, a la naturaleza; por la eliminación de los estribillos y la paulatina emancipación de los modelos del Siglo de Oro, tanto de Garcilaso como de Lope y Góngora. En algunos casos, al seguir el desarrollo posterior de estos romances también puede hablarse de una progresiva despopularización que se manifiesta en los personajes y con la introducción de cultismos y arcaísmos, en el léxico y en las construcciones.




ArribaAbajo Romances del grupo III

Nuestro tercer grupo cronológico, el de las poesías anteriores a 1790 y cuya composición no puede fijarse antes de 1783, contiene, además del Discurso I, La despedida del anciano (N.º 473), que comentaré aparte más adelante, sólo cuatro romances, todos ellos conservados en la edición de 1820: la Dedicatoria a una señora (N.º 205), el Romance XXI, De la noche de los fuegos (N.º 226), el XXIX, La mañana (N.º 234), y el XXXVIII, Las vendimias (N.º 243). Sólo uno de estos romances, el N.º 226, es, propiamente hablando, un poema amoroso. La Dedicatoria habla de los amores juveniles del poeta en relación con sus versos; pero no expresa ningún sentimiento amoroso hacia la señora, que bien podría ser la Condesa del Montijo. El N.º 234, que estudiaremos más detenidamente dentro de poco, trata de la naturaleza; y Las vendimias es un cuadro de la vida rústica, comparable a algunos cartones que por las mismas fechas pintaba Goya e inspirado también por fuentes literarias. Este romance parece contener también un fondo autobiográfico. En los cuatro romances de este grupo el que habla es el poeta mismo -es decir, un personaje que habla en primera persona. Sólo uno de los cuatro romances va dirigido a la amada del personaje que habla; y sólo uno (Las vendimias, donde el poeta se cita extensamente a sí mismo) utiliza la presentación en marco que hemos notado en varios de los anteriores. Ninguno de ellos emplea ni estribillo ni letrilla o tonada final. Tampoco puede decirse ya que sean romances pastoriles, aunque así denomina Meléndez sus romances en las ediciones de 1785 y 1797. La Dedicatoria habla, en efecto, del campo, pero lo hace desde la perspectiva de quien ha dejado de formar parte de ese mundo:


   Oye, señora, benigna
los inocentes cantares
que del Tormes en la vega
dicta Amor a sus zagales,
   los cantares que algún día
envueltos en tiernos ayes
tal vez las serranas bellas
oyeron con rostro afable.
   En la primavera alegre
de mis años con süave
caramillo y blandos tonos
los canté por estos valles,
   cuando el bozo delicado
aun no empezaba a apuntarme,
ni el ánimo me afligían
los sabios con sus verdades.


(205, 1-16)                


Más adelante menciona el poeta su vuelta a «la paz de las cabañas» (59), pero este es un verso añadido en la edición de 1820. Sin pertenecer, pues, al mundo rústico y pastoril, este romance sirve para introducir los otros doce que le siguen en la edición de 1785. Entre ellos se recogen los «inocentes cantares» alusivos a varias peripecias del amor rústico, como En unas bodas desgraciadas, La declaración y El amante crédulo, y otros que forman lo que podemos llamar el ciclo de Rosana, poemas que presentan distintos momentos de una sola relación amorosa: Rosana en los fuegos, De una ausencia, y Rosana de azul.

A este mismo ciclo de Rosana pertenece De la noche de los fuegos (N.º 226), romance no publicado hasta 1797, pero citado ya en unos versos de la edición de 1785 (235.77-80) y por lo tanto atribuible a este grupo cronológico. Este poema es otro testimonio del proceso de despopularización y desbucolización que hemos observado antes. Falta en él toda referencia al mundo rústico, con la excepción de un zagala que leemos en el verso 61 del ms. O, pero que eliminan las versiones siguientes. Otras enmiendas siguen la misma dirección: «que si la esperanza falta» (9 O), de sintaxis idiomática, se convierte, con omisión del artículo, en un verso de sabor más culto, más latino: «que amor, si esperanza falta»; el «huerto» de O2 (22) se convierte, ya en la versión definitiva del ms. O, en «vergel». Para el verso 17, en O1 leemos «bien así como en la nube», lo que en seguida se cambia a «bien como son en la nube», y que en la edición de 1820 se enmienda a «cual son en la hórrida nube». La última edición también añade nueve cuartetas a este romance, entre ellas las cinco finales, cuyo lenguaje dista del mundo rústico:


   Cede, adorada, a este yugo [de Amor],
que sustenta el universo
y a que dóciles un día
los númenes se rindieron.
   Verás cómo siempre vivo
un purísimo venero
de delicias inefables
sacia tu labio sediento,
   cuán fino tu seno hierve
en regalados afectos,
tu boca en cantos y risas,
el alma en dichas y anhelos;
   y en el fuego de sus aras
más y más sin fin ardemos,
para gozar y adorarnos
sólo felices viviendo.
   Así sin duelos ni afanes,
bajo su glorioso cetro
triunfaremos, vida mía,
de la fortuna y el tiempo.


(226.69-88)                


El Romance XXXVIII, Las vendimias (N.º 243), no se publicó hasta 1820; pero varios factores inducen a fecharlo, con las reservas del caso, hacia 1786: por estos años solía visitar Meléndez, junto con otros poetas y artistas, la finca La Cera, propiedad de la Duquesa de Alba en Piedrahita, donde en 1786 pintó Goya el cartón La vendimia; en 1786 o antes compuso Meléndez la Oda XXVIII, Al otoño (N.º 363), que coincide con nuestro romance en algunos temas y algunas fuentes101. Varias de estas las ha señalado Georges Demerson (II, 200 ss.): la descripción que de la vendimia en Clarens hace Saint-Preux en la Carta VII de la Quinta Parte de la Nouvelle Héloïse; L'Automne en Les Saisons de Saint-Lambert (en la edición de Amsterdam, 1769, pp. 104 ss.); y Les Mois de Roucher. Añadamos L'Autunno del abate Carlo Innocenzo Frugoni, que pudo leer Meléndez en sus Poesie scelte, IV (Brescia, 1783), 6-8. La vendimia, como una de tantas escenas de la vida campestre, parece también haber sido tema casi obligatorio de la pintura y poesía descriptivas de la época. Hasta Thomson le dedica algunos versos, si bien para ello tiene que abandonar el campo inglés. El romance de Meléndez es largo -208 versos- y, aunque utiliza varias fuentes, no se deriva exclusivamente de ellas. Incluso cuando las emplea, nuestro poeta las transforma en algo nuevo. Se parece a Saint Preux en su participación en las tareas campestres desde una posición de superioridad social:


    Dadme una cesta, muchachas,
que quiero en tanta alegría
compañero ser dichoso
de vuestra dulce fatiga...


(29-32)                


El personaje de Rousseau describe la familiaridad con que trabajan juntos campesinos y amos, familiaridad que agrada a aquellos de modo que, «vogant qu'on veut bien sortir pour eux de sa place, ils s'en tiennent d'autant plus volontiers dans la leur»102. Pero mientras que en Clarens todo es sencillez, todo virtud y pureza de costumbres, Meléndez celebra los placeres sensuales. El contraste se ve muy claro precisamente en la confrontación de unos versos con su posible fuente: «La plupart de ces chansons sont de vicilles romances dont les airs ne sont pas piquants; mais ils ont je ne sais quoi d'antique et doux qui touche à la longue», escribe Saint-Preux (II, 243); «¡Oh , cómo a la par por todos / vuelan el gozo y la risa, / y las picantes tonadas / nos entretienen y animan!» (41-44), canta Batilo.

Si bien todos estos romances valen un estudio más amplio, el que más nos interesa ahora es el XXIX, La mañana (N.º 234). Con 76 versos se publicó en la edición de 1785 y con el mismo número volvió a imprimirse en 1797, pasando luego por tres versiones manuscritas, una de ellas fragmentaria, antes de alcanzar los 136 versos en la edición de 1820. Para comprender bien el significado de este romance, veamos la versión más antigua, la de 1785:


   Dejad el nido, avecillas,
y con mil cantos alegres
saludad al nuevo día,
que asoma por el oriente.
   ¡Oh, qué arreboles tan bellos!  5
¡Oh, cuán galán amanece,
de cándida luz dorando
de los montes la alta frente!
   A la Aurora el manto rico
los céfiros desenvuelven,  10
mezclando en el horizonte
la púrpura con la nieve;
   y luego inquietos vagando
entre las flores se pierden,
el rocío les sacuden  15
y sus frescas hojas mecen.
   Ellas fragantes perfumes
por oblación reverente
tributan al sol, que a darles
la vida con su luz vuelve.  20
   ¡Oh, qué bálsamo, qué olores!
¡Oh, qué gozo el alma siente!
Al respirarlos del pecho
salirse absorta parece.
   La vista vaga perdida:  25
aquí una flor la entretiene
que mil visos de luz hace
con sus perlas transparentes.
   Allí el plácido arroyuelo,
cuyas claras linfas mueve  30
el viento sin alterarlas,
apenas correr se advierte.
   Más allá el undoso río
por la llanura se tiende
con majestad sosegada  35
y cual cristal resplandece.
   El bosque umbroso a lo lejos
la vista inquieta detiene
y entre nieblas delicadas
cual humo se desvanece.  40
   El verde esmalte del campo,
este cielo que se extiende
sereno y puro, estos rayos
de luz, el tranquilo ambiente,
   este tumulto, este gozo  45
universal, con que quieren
entonar el himno al día
la turba de los vivientes,
   ¡oh, cómo me encanta! ¡oh, cómo
mi pecho late y se enciende  50
y en la común alegría
regocijado enloquece!
   La mensajera del alba,
la alondra, mil parabienes
le rinde y tan alto vuela  55
que ya los ojos la pierden.
   Tras sus nevados corderos
el pastor cantando viene
sus amores por el valle
y al rayo del sol se vuelve.  60
   El labrador cuidadoso
unce en el yugo sus bueyes,
con blanda oficiosa mano
limpiándoles la ancha frente.
   El humo en las caserías  65
en inquietas ondas crece
y a par que en el aire sube,
se deshace en sombras leves.
   ¡Cuán hermosa es, dulce Silvia,
la mañana! ¡cuánto tiene  70
que admirar! En sus primores,
¡cómo el alma se conmueve!
   Deja el lecho, y sal al campo,
que humilde a tu seno ofrece
sus nuevas flores, y juntos  75
gocemos tantos placeres.


Varios aspectos de este romance nos llaman la atención. Se destaca en seguida de la mayor parte de los romances del Siglo de Oro, y de los antiguos, en no ser narrativo. No sólo es puramente descriptivo, sino que describe la naturaleza, tema rarísimo para los romances que pudo haber leído nuestro poeta. Entre los ciento doce romances que con más o menos seguridad atribuye a Góngora la edición Millé, sólo encuentro dos que remotamente pueden compararse con este. Uno de ellos, Del palacio de la primavera (p. 167), rehúye la descripción directa de la naturaleza presentándola ya humorísticamente, ya disfrazando las flores de personajes cortesanos. El otro, «atribuible» a Góngora, es «Desátanse de las cumbres» (p. 281). En esta breve descripción faltan algunos rasgos que, según veremos, son importantes en La mañana. Entre los romances de Lope y los del propio siglo XVIII no recuerdo haber leído nada semejante a La mañana. Este romance se distingue además no sólo por describir la naturaleza, sino por no tratarla como fondo para temas amorosos, según hace Garcilaso y según también había hecho el mismo Meléndez (véase, por ejemplo, El convite, N.º 221), ni como alegoría o motivo para una lección moral. Su naturaleza tiene puntos de contacto con la del género pastoril, pero rebasa el mundo de la égloga. El pastor que aparece en estos versos está visto desde fuera, es una parte más del panorama, no el centro sentimental del poeta. Es cierto que canta «sus amores», pero el tema del romance no es el amor; y en esto también se diferencia de la mayor parte de los compuestos antes por Batilo. Finalmente, este romance nos da lo que no nos dan los anteriores, y menos los de Góngora: una escena panorámica percibida sensorialmente por un observador consciente.

Al estudiar las anacreónticas de Meléndez vimos que «a partir de 1780 ó 1782, las imágenes de nuestro poeta llegan a ser más abundantes, más detalladas y más complejas, y se presentan con más frecuencia en relación con un personaje receptor de sensaciones» (p. 92). No es que falten antes las imágenes sensoriales; lo que se añade por aquellos años es el énfasis explícito en la imagen como percepción, recibida por una sensibilidad en la cual fomenta procesos psicológicos y fisiológicos. Vimos que esta manera de describir, que refleja la filosofía de Locke, se relaciona, en cuanto a la poesía, con escritores como Thomson, quien apostrofa así lo que Meléndez llama «el bosque umbroso»:


Cool, thro' the Nerves, your pleasing
Comfort glides; The Heart beats glad; the fresh-expanded eye
And Ear resume their watch; the sinews knit;
And Life shoots swift thro all the lighten'd Limbs.


(p. 61)                


Vimos también la relación de tales descripciones con la poesía de Saint Lambert, imitador a su vez de Thomson. Ya en el discurso preliminar a Les Saisons, discurso admirado por Batilo, el poeta francés había insistido en la necesidad de pintar la naturaleza «toujours dans ses rapports avec les êtres sensibles» (p. xvi) .

Es cierto que nuestro Romance XXIX personifica a veces de acuerdo con la visión mitológica de la naturaleza; así sucede con la Aurora, con los céfiros, con las flores que dan tributo al sol y con la alondra que rinde parabienes al Alba (v. 54). También encontramos tropos tradicionales, como la metáfora de perlas por rocío (28) y el símil de cristal por agua (36). Son tropos ascendentes, en término de Dámaso Alonso, además de lugares comunes, y nos hacen sospechar que el poeta aún siente la perla como algo más bello, más «poético», que el rocío. Pero fijémonos también en las innovaciones de este poema. Notemos la abundancia de imágenes sensoriales y la variedad de campos nocionales a que pertenecen -imágenes visuales, auditivas, olfativas y cinéticas (v. gr., 50). Notemos también la matización de la imagen, su presentación en términos específicos de las condiciones visuales (por ejemplo): «aquí una flor la entretiene / que mil visos de luz hace / con sus perlas transparentes» (26-28). Además, las imágenes se nos presentan explícitamente como resultados de la actividad de los sentidos: «La vista vaga perdida» (25), «al respirarlos del pecho / salirse absorta parece» (23-24). La escena, o mejor dicho, el panorama, que se nos presenta es tridimensional: la vista oscila entre cielo y tierra, nos lleva aquí (26), allí (29), más allá (33) y a lo lejos (37). Como en un cuadro, hay un primer plano y hay un fondo, o mejor, varios planos de fondo. Análogo a esta profundidad espacial es el dinamismo que se manifiesta en la dimensión temporal del poema. El panorama no sólo es animado; percibimos su transformación:


    El humo en las caserías
en inquietas ondas crece
y a par que en el aire sube,
se deshace en sombras leves.


(65-68)                


Esto y más lo percibimos en compañía del poeta colocado como observador ante su panorama; y nuestra atención se dirige no sólo hacia lo que percibimos con -y a través de- él, sino también hacia su reacción ante lo percibido, hacia los efectos sentimentales que producen en él los efectos sensoriales:


   ¡Oh, qué bálsamo, qué olores!
¡Oh, qué gozo el alma siente!
Al respirarlos del pecho
salirse absorta parece.


(21-24)                



...En sus primores,
¡cómo el alma se conmueve!


(71-72)                



   El verde esmalte del campo,
este cielo que se extiende
sereno y puro, estos rayos
de luz, el tranquilo ambiente,
   este tumulto, este gozo
universal, con que quieren
entonar el himno al día
la turba de los vivientes,
   ¡oh, cómo me encanta! ¡oh, cómo
mi pecho late y se enciende
y en la común alegría
regocijado enloquece!


(41-52)                


Sobre todo las últimas cuartetas citadas, tan emocionadas ante el espectáculo de la naturaleza que en sus exclamaciones se atropellan los encabalgamientos, ¿no nos recuerdan versos de Jorge Guillén (v. Salinas, Romancismo, p. 10)? Aquí la naturaleza se nos presenta, efectivamente, en relación con un être sensible, proyectándose el poeta dentro de su poema y no quedándose, sensible forzosamente pero invisible, fuera de sus versos, como ocurre, por ejemplo, en el «Desátanse de las cumbres» de Góngora, o de quien sea. Además, la conmoción ante la naturaleza, explícita en el personaje del poeta, se extiende potencialmente hacia otro être sensible, Silvia. ¿Hay relación amorosa entre el poeta y Silvia? El poema nada nos dice sobre el asunto. ¿Se oculta bajo este nombre la Duquesa de Alba, como en el Romance XII, Los días de Silvia (N.º 217), y tal vez también en Las vendimias? Tampoco podemos saberlo, ni nos importa. El papel de Silvia no es el de la amada de otros poemas; es un ser amigo, emocionalmente afín al poeta, y el gozo ante la contemplación del panorama aumentará cuando se comparta: «y juntos / gocemos tantos placeres» (75-76).

La mañana es, pues, un romance pura y exclusivamente lírico, la primera descripción lírica de la naturaleza que en este género nos ofrece Meléndez, y si no la primera del romancero castellano, seguramente una de las primeras. Dentro de la trayectoria de los romances de Batilo representa lo que significa De la noche entre las anacreónticas. Entre estas falta el tema de la naturaleza como tema principal en las poesías del primer grupo cronológico. Tímidamente aparece en el grupo segundo con la Oda XLVII, De la nieve, donde pueden encontrarse reflejos de Thomson y alguno de Saint-Lambert. Cuando llegamos a los poemas de 1783-1789 aproximadamente, escasean las anacreónticas, lo mismo que los romances: sólo cinco odas contamos, pero dos de ellas tratan el tema de la naturaleza: la XXXVII, Al viento, y la que más nos interesa, la XLIII, De la noche, donde leemos:


   Ya extático los ojos
alzando, el alto cielo
mi espíritu arrebata
en pos de sus luceros;
   ya en el vecino bosque
los fijo y con un tierno
pavor sus negros chopos
en formas mil contemplo;
   ya me distraigo al silbo
con que entre blando juego
los más flexibles ramos
agita manso el viento.


(44.17-28)                


Como el romance que comentamos, la anacreóntica nos ofrece un panorama espacial animado con cierto dinamismo temporal y presentado por medio de abundantes imágenes correspondientes a una variedad de sentidos. Como el romance, la oda aparece por primera vez en la edición de 1785, y es de suponer que se haya compuesto poco antes de aquella fecha.

A los mismos años pertenece también la Epístola V de Jovellanos, dirigida precisamente A Batilo (pp. 194 ss). José Caso González la fecha como anterior a 1789, y probablemente del año 1782. Los endecasílabos de Jovino dan a su amigo una visión panorámica del paisaje leonés y añaden consideraciones filosóficas, religiosas, históricas y patrióticas surgidas de esta contemplación. Tales elementos no entran en el romance de Batilo, más ligero; pero no faltan semejanzas entre las dos composiciones, a pesar de la diferencia de metro y género. En ambos se coloca el poeta dentro de sus versos como observador del panorama. Jovellanos, como Meléndez en la oda que acabamos de citar y en el romance (véanse los versos 25 y ss., y especialmente el 38), insiste en el acto sensorial de ver:


¡Cuán alegres mis ojos se derraman
sobre tanta hermosura! ¡Cuán inquietos,
cruzando entre las plantas y las flores,
ya van, ya vienen por el verde soto
que al lejano horizonte dilatado
en su extensión y amenidad se pierde!
   Ora siguen las ondas transparentes
del ancho río, que huye murmurando
por entre las sonoras piedrezuelas;
ora de presto impulso arrebatados
se lanzan por las bóvedas sombrías
que a lo largo del soto entretejiendo
sus copas forman los erguidos olmos,
y mientras van acá y allá vagando,
la dulce soledad y alto silencio
que reina aquí, y apenas interrumpen
el aire blando y las canoras aves,
de paz mi pecho y de alegría inundan.


(7-24)                


En el romance, «la vista vaga perdida» aquí, allí, más allá, y el bosque detiene «la vista inquieta». En la epístola, los ojos inquietos «ya van, ya vienen» y «van acá y allá vagando». Son evidentes también las semejanzas entre los dos panoramas, v. gr., el bosque o soto que se disfuma en el horizonte.

El poema de Jovellanos es sobre todo visual; pero dentro de lo visual nos da, como el romance de Meléndez, un panorama también tridimensional y con otra dimensión temporal, en este caso histórica, producida por las evocaciones del pasado heroico. Ante este panorama Jovino se conmueve:


   ...¡Ah, cuánto gozo, cuánto
a vuestra vista siente el alma mía!
¡Cuán alegres mis ojos se derraman
sobre tanta hermosura!...


Compárense estos versos, y la conclusión del trozo citado antes, con los versos 41-52 del romance. En la naturaleza encuentra Jovellanos la dicha que en vano buscan los hombres en otros sitios, y para compartirla llama a su amigo:


¡Ah! ¿dónde estás, dulcísimo Batilo,
que no la vienes a gozar conmigo
en esta soledad?...


(36-38),                


invitación repetida al final de la epístola, y que podemos comparar con la del propio Batilo a Silvia, exhortándola a que «juntos / gocemos tantos placeres». La contemplación despierta en Jovino un sentimiento religioso hacia el Creador, sentimiento que también quiere compartir con el amigo:


   Ven, pues, Batilo, y a su santo nombre
juntos cantemos incesantes himnos
en esta soledad.


(69-71)                


En el romance, es «la turba de los vivientes» quien entona «el himno al día» (47-48). Notemos, finalmente, que ambos poemas son apóstrofes múltiples: Jovellanos empieza dirigiéndose a los campos, la vega, los prados y los chopos; luego habla brevemente a Natura y a los «míseros mortales», y pasa a dirigirse ya al amigo ausente, no sin entremezclar nuevos apóstrofes a Pelayo y a los «valientes astures». El romance empieza dirigiéndose a las avecillas y no cambia de interlocutor hasta el final, cuando el poeta habla a la amiga ausente, Silvia. Hay, pues, una semejanza retórica entre los dos poemas, además de las otras ya señaladas.

Por lo visto, Jovellanos y Meléndez se lanzan, por las mismas fechas, a la poesía panorámica, descriptiva, quizás, como sucedió en otros géneros también, con alguna prioridad para Jovino. Los dos representan -Jovellanos mejor que Meléndez- la introducción en la poesía española de algo semejante a la poesía topográfica inglesa. Varias características de esta se encuentran en los poemas que acabamos de comentar, sobre todo en el de Jovino: la creación de un espacio tridimensional, la proyección en el tiempo, la función directora de una visión moral103. No creo que quepa duda de que tanto Jovellanos como Meléndez reflejan en esta nueva tendencia sus lecturas extranjeras, no sólo en la dirección general de sus versos, sino también en algunos motivos concretos. En el Summer de Thomson, por ejemplo, leemos:


But yonder comes the powerful King of Day,
Rejoicing in the East. The lessening Cloud,
The kindling Azure, and the Mountain's Brow
Illum'd with fluid gold, his near approach
Betoken glad.


(p. 48)                


La segunda cuarteta de Meléndez, enmendada y ampliada en la versión final de 1820, describe así la salida del sol:


    ¡Oh, qué celajes y albores!
¡Qué de ráfagas fulgentes
con sus rayos los alumbran
y de oro los enriquecen!
   Él como en triunfo glorioso
su rápida marcha emprende,
de animada luz dorando
de los montes la alta frente...


(234.13-20 Z)                


Si estos versos reflejan los de Thomson, el desarrollo subsiguiente del tema en The Seasons no parece haber encontrado eco directo en el romance de Batilo, como tampoco lo encontraron los versos que a la mañana dedica Saint-Lambert en su Printemps (pp. 20 ss.). Es, desde luego, uno de los temas casi obligatorios de las artes de la época, que se fijan con cierta insistencia en los ciclos de las horas, los meses y las estaciones. Pensemos en Vivaldi, en Haydn y en los cartones Las floreras, La era, La vendimia y La nevada que en 1786-87 pintó Goya.

En el desarrollo que después de su versión inicial sufre La mañana se amplían los motivos del sol, de la luz y del júbilo de la naturaleza; pero no se cambian los aspectos fundamentales del poema. Lo que sí ocurre es una tendencia, observada ya en otras composiciones, hacia un lenguaje más «selecto». No es que la versión de 1785 sea popular: encontramos en ella palabras como cándida, oblación, plácido, linfas, undoso, umbroso, que con una excepción se conservan en la edición de 1820. Pero en esta leemos además: fúlgido, fulgentes, lóbregos, riente, copia (que reemplaza profusión, del ms. O), luciente, delirio, cánticos fervientes, hervor, inefable, volubles (donde en 1785 se dice inquietas), atmósfera, fausto (en vez de humilde). Tres de estas palabras enmiendan la versión original; las demás aparecen en versos añadidos después de 1797. Este no es, claro está, el vocabulario de ningún zagalejo; en cambio, nos recuerda nuestras observaciones sobre el creciente latinismo de las anacreónticas.

En resumen, pues, vemos que los romances que con cierta probabilidad pueden adscribirse a los años 1783-1789, los años del Meléndez catedrático y recién casado, son contadísimos, pero muy significativos. Señalan la ruptura con el romance del Siglo de Oro, la conversión de este género a fines puramente líricos y concretamente descriptivos, y su incorporación a las nuevas tendencias poéticas del siglo XVIII, manifestadas ya antes en Francia e Inglaterra104.

Durante estos años también usó el poeta el metro del romance para una de sus poquísimas composiciones satíricas, el Discurso I, La despedida del anciano (N.º 473). Esta obra, publicada en El Censor el 24 de mayo de 1787, es una diatriba extensa, de nada menos que 412 versos, contra la corrupción de la España moderna, a la que se condena por haber sacrificado al interés y a la prosperidad material el antiguo pudor de sus mujeres y el recio valor de sus hombres. Salen a relucir los tópicos de la época: la frivolidad, tan agudamente satirizada también por Cadalso en las Cartas marruecas, la crianza de los hijos en pechos mercenarios y el nuevo concepto que la razón ha formado de la nobleza, ya que


   Sólo es noble ante sus ojos
el que es útil y trabaja
y en el sudor de su frente
su honroso sustento gana.


(200-204)                


Temáticamente se relaciona este romance no sólo con las Cartas marruecas sino también con las Epístolas VI y VII del propio Batilo, que tratan, como él, de la situación del labrador cruelmente explotado por señores y mayordomos; y sobre todo refleja las dos sátiras contra la nobleza que en el mismo Censor publicó Jovellanos. La Sátira I había salido el 6 de abril de 1786; y la II, cuyo texto corrigió el propio Meléndez, había de aparecer una semana después del romance, el 31 de mayo de 1787105. A través de Jovellanos, y tal vez directamente, asoma también la influencia de Juvenal, sobre todo de sus Sátiras I, VI, VIII y XIV.

La sátira de Meléndez se pone en boca de «un anciano venerable» (v. 5) que aparece al principio y al final del romance caminando -se supone, de acuerdo con el título, hacia el destierro. Volvemos, pues, a la construcción en marco, la cual nos recuerda algunos de los romances anteriores y también la Sátira III de Juvenal, cuya crítica de las condiciones en Roma se pone en boca de un personaje que se va, aunque voluntariamente, de la ciudad. El poema de Meléndez es una serie de apóstrofes dirigidos por el anciano a su patria y a sus paisanos. No hay aquí imágenes desarrolladas. La crítica del poeta se mantiene sobre todo en un plano abstracto, donde, de una parte, vemos los males de la patria, como «el ciego interés», «la opulencia atroz», la calumnia, la desidia, el vicio, la codicia y la astucia, y de otra parte, lo que caracterizaba a los castellanos en su época de esplendor: la verdad, el honor, la virtud, el saber, el candor, la parsimonia, la fe, el pudor, «la paz alma» y, también entre los elementos positivos, el entusiasmo (145), palabra que para el Diccionario de Autoridades sólo significa «furor poético, fantasía o idea expresada con dichos y voces extraordinarias y en cierto modo preternaturales», y que en muchos autores anteriores a nuestro poeta tiene el valor más bien negativo de fanatismo o locura106. Los elementos concretos que aparecen en el poema funcionan sobre todo metonímicamente: cadenas, lanza, espada, aras, espiga, esteva, yugo y oro representan varias actividades humanas, como también representan distintas clases sociales el «alto alcázar» y la choza. Aun cuando temáticamente se acerca a las sátiras de Jovellanos, el romance de Meléndez sigue alejado del realismo a veces brutal de Jovino. Así, por ejemplo, la mujer corrompida, que «hoy del adúltero al lado / sin seso calles y plazas / corre impudente, y abona / las más viles cortesanas» (113-116), no se nos presenta con el lujo de detalles concretos del asturiano:


Entra barriendo con la undosa falda
la alfombra; aquí y allí cintas y plumas
del enorme tocado siembra, y sigue
con débil paso soñolienta y mustia,
yendo aún Fabio de su mano asido,
hasta la alcoba, donde a pierna suelta
ronca el cornudo y sueña que es dichoso.
Ni el sudor frío, ni el hedor, ni el rancio
eructo le perturban.


(p. 237)                


El Discurso de Meléndez está, pues, como las Sátiras de Jovellanos, al servicio de las ideas Ilustradas; pero su léxico, sus imágenes y sus recursos retóricos son, poéticamente hablando, menos innovadores que aquellos modelos o que obras como La mañana y Ausente de Clori..., del propio Batilo.