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ArribaAbajoGeneral Andrés Avelino Cáceres

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Retrato

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Muchos son los bocetos, perfiles y rasgos biográficos, y aún las biografías, más o menos completas, del General Cáceres, que se han escrito después del 2 de diciembre, fecha en que ese distinguido ciudadano llegó a ser la entidad política designada para la magistratura suprema de la Nación, puesto a que asciende por la espontánea y unánime voluntad de los pueblos.

Pero en todas ellas, más o menos exactas, más o menos apasionadas, sobra o falta algo para el historiador severo que, con paso mesurado y firme, va en busca de datos basados en hechos comprobados para narrar la verdadera vida de la figura política que nos ocupa.

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Este documento no se ha escrito todavía: acaso, y tenemos razones para suponerlo, lo será dentro de poco, por pluma bien competente, con detallado conocimiento de los hechos y en las proporciones que reclama la talla del personaje y la rectitud de la historia contemporánea.

Mientras tanto, para llenar nuestro objeto en este día, de todo lo que al respecto hemos revisado, nada nos ha parecido más aparente que el perfil biográfico a que damos preferencia, el cual, aparte de sus varios méritos de verdad y corrección, tiene dos muy especiales que lo ponen en relieve sobre los demás, y que son: el ser escrito en 1884, época la más llena de azares para el General Cáceres, cuando la desgracia parecía obstinarse en opacar sus glorias, y el olvido en envolverlo entre sus brumas; y el ser debido a la delicada pluma de una mujer.

Lo reproducimos, muy complacidos de encontrar en él la imparcialidad, la justicia y la precisión, al lado de la decorosa dignidad del escritor y del patriotismo más relevante.

(«El Perú» editorial del 3 de junio de 1886.)


ArribaAbajo- I -

Entre las brumas de mi patria, asolada por la guerra de cinco años, se alzan sombras benditas a las que, escribiendo en Granada, llamaríamos los manes de los héroes que han subido al cielo, dejando, en el enlutecido horizonte, ráfagas   —177→   de luz que han de brillar perdurablemente a la contemplación de las generaciones que vienen.

Y en el suelo poblado por los muertos, caídos en holocausto del deber, como José Gálvez, Manuel Pardo, Miguel Grau; los ínclitos Bolognesi, Espinar, Suárez, Rueda, Palacios, Heros, y ¡ah!, tantos otros; se alzan unos pocos vivos recogiendo los cendales de la patria para reunirlos y formar nación.

Nuestros apuntes, que forman un ligero perfil biográfico, nada tienen que ver con la actualidad: hablamos de uno de los héroes peruanos, de un soldado infatigable que, cual Pelayo el simpático o Gonzalo el conquistador de Granada, vive en el corazón de su patria.




ArribaAbajo- II -

El 10 de noviembre de 1836 se inscribió en el libro de partidas bautismales del Sagrario de Ayacucho el nombre de ANDRÉS AVELINO CÁCERES.

Recibió las dotes del valor e inteligencia honrada de su padre, el señor don Domingo Cáceres, cuyos méritos reconocidos le alcanzaron una posición distinguida en Ayacucho, donde fue rico propietario. Creció modesto en el regazo maternal de la respetable señora Justa Dorregaray, frecuentando sólo las aulas de una escuela, primero, y de un colegio de Ayacucho, después, hasta la edad de 18 años, que fue cuando ingresó en el batallón «Ayacucho», a la escuela   —178→   militar del severo don Ramón Castilla, ese noble viejo en cuyo cerebro alcanzó vigor el nervio de la guerra. Para hacer la apología de las dotes militares y la pundonorosidad del joven subteniente Cáceres, bastaría decir que el GRAN MARISCAL CASTILLA lo hizo su predilecto y le consagró el cariño de un padre, tanto por sus propios méritos, como por reconocimiento a Cáceres padre, que se arruinó por sostener a Castilla.

Si Napoleón I adquirió la convicción de que no se había fundido la bala destinada a cortar su existencia, en el joven Cáceres, tal vez, nació alguna idea parecida; y, por eso, sea en las clases más subalternas, de las que ascendió grado por grado, sea en la flor de los años, cuando más ha podido halagarle la existencia, y en la alta graduación de General, que con justicia ha alcanzado, siempre se le vio impasible en la pelea y firme en el puesto que le señalaban sus deberes.

Cuando la memorable jornada del General Castilla, el año de 1858, que, después del sitio de Arequipa, terminó por la toma de la ciudad, el joven Cáceres hizo lujo de valor, en la columna de preferencia formada por San Román, forzando una de las barricadas de San Pedro, hasta llegar a los altos de la torre de Santa Rosa, donde, el 7 de junio, recibió un balazo en el carrillo, que lo arrojó al suelo, de donde fue recogido en calidad de muerto. Pero la Providencia   —179→   reservó la vida de ese subteniente, acaso para hacerlo ejecutor de altos designios.

Triunfante la causa patrocinada por Castilla, este mandó a Europa a Cáceres, para medicinarse; y, en efecto, consiguió la salud, quedándole sólo una ligera señal, puesta sobre su rostro por el dios de la guerra como distintivo del valor.

Marca gloriosa es esa que Cáceres ostentará orgulloso, por cuanto no está sujeta al contrabando de las medallas que lucen muchos sobre el pecho que mil veces se agita sólo con el miedo.

Destinado en diferentes batallones, jamás rehusó Cáceres el puesto del honor y de la lealtad, porque ese era el suyo, lo cual le valió merecer los respetos de sus mismos jefes, ascendiendo progresivamente hasta que llegó a mandar un batallón; pues siendo segundo jefe sofocó solo, a puerta cerrada, un motín del «Zepita». Don Manuel Pardo lo hizo primer jefe, y fue al frente del «Zepita» cuando Cáceres comenzó a atraer hacia sí las miradas de sus compatriotas, por la firmeza de sus convicciones y su lealtad, siendo el sostén de los dos gobiernos de Pardo y Prado. Ese cuerpo ha sido el modelo de la moralidad y disciplina militares, al decir de personas competentes, y al tenor de varios documentos que tengo a la vista, procedentes de fuentes autorizadas. Cáceres llegó a ser el verdadero padre de esa familia organizada, en forma de batallón, para buscar la muerte en hora dada; siendo, a su vez, querido por la   —180→   tropa, a la cual cuidaba con solícito esmero, compartiendo sus tareas con el 2º jefe, Juan B. Zubiaga, muerto en la gloriosa jornada de Tarapacá.

Mi país ha sido el teatro donde más ejercitara su sagacidad el Coronel Cáceres, porque ha regido los destinos del Cuzco en época turbulenta y aciaga, consiguiendo sembrar la confianza recíproca que se necesita entre el mandatario y el pueblo para asegurar el reinado de la paz. Nunca gozó la prensa de mayor libertad en aquel vasto departamento, donde Cáceres es mirado como hijo predilecto, y donde no hay plegaria patriótica que se levante al cielo sin mezclar el nombre del guerrero tenaz.

En 1879 se temía una ruptura de relaciones con la República de Bolivia. Cáceres fue llamado del Cuzco para ocupar la plaza de Puno con el «Zepita». Pero, si felices anduvimos en los arreglos con la aliada y hermana, no fue así con la República de Chile; y el 5 de abril, rotas las hostilidades, partió «Zepita» a Iquique y de allí pasó a Tacna, donde fue la base de aquel brillante ejército que la mano del infortunio dejó perecer, aún antes de medir sus fuerzas con el enemigo.

Aquí es donde comienza la gloriosa campaña del modesto ayacuchano, cuyo valor no ha sido estéril para arrancar los laureles de la victoria y ceñir con ellos la frente de la patria.

Para quien haya estudiado la serie de reveses que ha sufrido el Perú, -dice un notable escritor   —181→   contemporáneo-, desde Pisagua hasta Huamachuco, no puede menos que presentarse con aureola gloriosa ese militar cuyo valor sólo es comparable con su constancia; al cual encontramos siempre el mismo en Tarapacá, en el Alto de la Alianza, en San Juan, en Miraflores, en Pucará, en Marcavalle, en Acuchimay y, por fin, en Huamachuco. Tan prominente personalidad -continúa el escritor citado- no merece los denuestos de los tímidos ni la persecución de los culpables. Ante ella deben inclinarse agradecidos los que aman a la patria, admiran el valor, y aplauden la constancia.




ArribaAbajo- III -

Después del desastre de San Francisco, donde el infortunio y otras causas que no me permitiré calificar, se dieron cita para sombrear los horizontes de la patria, vino una ráfaga de luz en la acción de Tarapacá, donde Cáceres luchó como león enfurecido; pues, a decir de un viejo soldado cuzqueño que le acompañaba como corneta de órdenes, ese hombre era el rayo mismo sembrando el pavor y la muerte con los valientes del «Zepita» y «2 de Mayo», que formaban la división de que era Comandante General.

Tarapacá, una de nuestras pocas glorias campales, que, por fatalidad, quedó sin un resultado prácticamente provechoso, dio, sin embargo, a conocer el temple de los peruanos y reveló en Cáceres al caballero y al hombre de la caridad.

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Cáceres morigeró la soldadesca encruelecida con la idea de la represalia contra el enemigo vencido y desconcertado, ejemplo que no fue imitado por el adversario, quien, poco tiempo después, asesinaba a ilustres heridos como el Coronel y el Comandante del batallón «Huáscar».

Después del Campo de la Alianza, arena siniestra también para nuestro pabellón, el ínclito Cáceres tocó el suelo cuzqueño, donde llegó fugitivo, pobre y errante; pero llevando en la mente la esperanza de hallar la hora de las victorias. Allí fue recibido con los altos honores que se merecía, y halagado por el pueblo con manifestaciones públicas, como las que recibió el día 28 de julio de 1880 en el general del colegio de Ciencias y Artes; y de estas manifestaciones recibió, igualmente y con entusiasmo unánime, en todos los pueblos que tocaba en su tránsito.

Poco tiempo después emprendió su viaje por tierra para Lima, donde llegó a hacerse cargo del tercer cuerpo del ejército, compuesto de tres divisiones; y allí peleó, disputando palmo a palmo la entrada a la capital en las infaustas jornadas de San Juan y Miraflores, en que hizo prodigios de valor, buscando la muerte y regando con su sangre aquellos campos estériles donde se le vio, como a la bruja de la fábula, duplicarse para recorrer la línea y encender el ardor bélico de los que sembraron con sus cadáveres el camino victorioso de Chile.

En Miraflores perdió sus once ayudantes,   —183→   muertos o heridos, de modo que, al finalizar la batalla, estaba herido y solo, luchando, aún así, con sin igual denuedo.

La herida que recibiera el Coronel Cáceres en Miraflores, como la que recibió también en Tarapacá, le obligó a permanecer en Lima algunos días para atender a su curación; pero, muy luego, desoyendo las súplicas de la esposa, y burlando la vigilancia de la policía chilena, como él mismo lo dice, salió para el departamento de Ayacucho, donde recibió el despacho, fechado el 25 de abril de 1881, que le confería el cargo de Jefe Superior, Político y Militar del Centro.

Desde entonces, el Centro ha sido el campo de sus operaciones prodigiosas para el sostenimiento, casi providencial, de un ejército privado de todo recurso y falto de elementos de guerra que el egoísmo personal le negaba.

Veamos cómo se expresa el General Cáceres en su Memoria administrativa presentada al Congreso de Arequipa, refiriéndose a la fecha en que fue investido con el carácter de Jefe Superior del Centro.

«Desde entonces, dice, consagré incesante afán a la laboriosa tarea de organizar elementos de resistencia, para continuar la guerra hasta donde lo permitieran las fuerzas del país; porque me asistía la triste persuasión de que las condiciones de paz propuestas por el vencedor, después de la ocupación de Lima, jamás serían razonables y decorosas, como no lo fueron las   —184→   que formuló, con el carácter de inalterables, en ocasiones menos propicias para Chile, al celebrarse las conferencias en Arica.

»La carencia absoluta de recursos; el decaimiento natural de los ánimos, por los inesperados desastres de San Juan y Miraflores; las expectativas poco lisonjeras de la guerra contra un adversario poderoso, árbitro exclusivo del mar, dueño de elementos incomparablemente superiores, y lo que es peor, de las principales fuentes de riqueza fiscal, eran dificultades bastantes para triunfar de una voluntad menos inquebrantable que la mía».

Firme en sus convicciones, como lo admiramos; guiado por su amor a esta patria tan infortunada, Cáceres luchó contra toda clase de elementos encontrados para reorganizar el ejército defensor de nuestra integridad, y obtuvo, para el suelo donde nació, días de gloria, como el 5 de febrero en Pucará, del cual dio cuenta en los siguientes términos: «Las fuerzas enemigas compuestas de más de 2,000 plazas, que en cinco horas de recio combate no pudieron apagar los fuegos de las guerrillas que les salieron al encuentro, se desconcertaron con tan inesperada resistencia, prefiriendo replegarse a Pucará antes que aventurar una acción erizada de peligros, aunque para ello hubieran de renunciar, mal de su grado, a su propósito de cortar la retirada del ejército y aniquilarlo bajo el peso de sus poderosas armas.

»Las glorias de esa memorable jornada son   —185→   glorias nacionales, que merecen figurar en los fastos de la guerra del Pacífico, al lado de las que se conquistaron en los campos de Tarapacá. Chile no podrá disputarlas sin estrellarse contra el testimonio irrecusable de los hechos consumados.

»La adversidad, que parecía no haber satisfecho aún su rencorosa saña contra los valerosos soldados que me seguían, nos deparó en la travesía de nueve leguas, de Acobamba a Julcamarca, una sorpresa harto desgraciada, desatando sobre nosotros tan furiosa tempestad de viento y agua, que el desfiladero por donde caminábamos, ya entrada la noche, rodeado de profundos barrancos, se convirtió en una cadena de precipicios, a causa de la lobreguez que sobrevino y de las grietas que una lluvia torrentosa abría en el suelo deleznable, habiéndose perdido en esa noche funesta, aparte de bestias de silla y carga y de numeroso armamento, 412 individuos de tropa que rodaron al abismo; de manera que, después de tan imprevista catástrofe, el ejército del Centro quedó reducido a la escasa cifra de, poco más o menos, cuatrocientos hombres». [...]

Huamachuco fue, también, calvario de los redentores peruanos. Sus escarpadas breñas están regadas con sangre ardiente y patriota; pero esa campaña, abierta en Marcavalle y coronada en Tarma, ofrece momentos de consolación   —186→   para el espíritu, decaído por los desastres que siguieron, unos tras otros, el camino de la fatalidad.

El General Silva, el Coronel Leoncio Prado, el marino Germán Astete, el popular Manuel Tafur, el joven cuzqueño Belisario Cáceres, mil otros nombres que aquí podríamos escribir, son los que, caídos en la brecha, arma al brazo, pregonan la constancia del General Andrés Avelino Cáceres, a quien los chilenos bautizaron con el nombre de Brujo de los Andes, por su facilidad para rehacerse y volver a la lucha.

Un notable escritor boliviano ha dicho: «El General Cáceres no es un batallador automático, sino un militar patriota y reflexivo. Lo dio a conocer, con su abstención, en los primeros meses del gobierno inaugurado en la Magdalena, cuando temió que este se sometiese incondicionalmente a la voluntad del vencedor; pero luego que adquirió el convencimiento de que aquel buscaba la paz en condiciones decorosas, le prestó su importante y honroso concurso».

Tampoco es el General Cáceres el hombre ambicioso, en quien el deseo de figurar mata los mejores sentimientos de dignidad y de patriotismo; todo lo contrario: es modesto hasta la exageración, como el hombre de méritos bien adquiridos; y modesto permanece, a pesar de que su figura se yergue respetada, como la del atleta americano, luchando con perseverancia contra el principio de conquista, con el cual se ha profanado lo santo de la fraternidad del Continente.   —187→   Por eso atrae sobre sí la cariñosa atención de los suyos y el aplauso de los extraños.




ArribaAbajo- IV -

Nosotras, que ocupamos un modesto lugar entre los escritores nacionales, nos hemos permitido trazar este incorrecto perfil biográfico del General peruano, en quien se proyecta la escasa luz que resta en los antros de la patria abatida.

Es el tributo de nuestra gratitud como peruana.

Queremos terminar con la palabra, tanto más autorizada cuanto extraña, del escritor boliviano que hemos citado antes.

«Desgarrador es el cuadro a que queda reducido el Perú; y a medida que se hagan tangibles los inconvenientes, crecerá el prestigio de los hombres que lucharon por evitarlos. Entre estos figurará en primer término el General Cáceres, sin que nada ni nadie pueda eclipsar su brillo ni contener el torrente de la opinión.

»Lo vemos grande entre los escombros de su patria: todos lo admiran; y si Sucre, Lamar, Gamarra y tantos próceres de la campaña magna, volvieran a la vida, al contemplarlo, en los mismos campos de Ayacucho, sosteniendo con denuedo y con robusto brazo el bicolor peruano: Soldado, le dirían, eres digno descendiente de nosotros».

Guarden, pues, estas páginas el nombre del General Andrés Avelino Cáceres, que es el Miguel Grau de los Andes.



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ArribaAbajo- V -

Han pasado ya cinco años desde el 13 de abril de 1884, fecha en que fueron trazados los párrafos anteriores. La historia del General Cáceres se ha aumentado con las páginas que le dan más esplendoroso brillo, y el reloj de los acontecimientos ha fijado, con precisión matemática, la realización de los pronósticos que ellas contienen.

El General Cáceres ha luchado, sin descansar un segundo, para reconquistar la unidad y la autonomía de la nación.

Llevado de fatalidad en fatalidad, no por ello retrocedió en su demanda, acatando los designios providenciales que sometían a rudas pruebas su constancia y su rectitud, hasta haber conseguido cansar a la adversidad.

Derrotado el 27 de agosto de 1884 en las calles de la ciudad de Pizarro, llegó a Arequipa, donde, con reacción de mágica presteza, volvió a organizar elementos con que sostener al país en su empresa de rechazar la oligarquía.

Su última y decidida campaña del Centro, es una sucesión no interrumpida de sacrificios y de actos heroicos, notándose en todos los procedimientos del General Cáceres, la influencia positiva del más puro y envidiable patriotismo.

Buscó la concordia, quiso evitar al país la efusión de mayores torrentes de sangre hermana, y ahorrarle mayor número de horas estériles en   —189→   la marcha de su regeneración y progreso, despachando ya desde Arequipa, ya desde el Cuartel General del Centro comisiones y parlamentos, que, rechazados siempre con dañoso cálculo, fueron sólo, al fin, aceptados el 2 de diciembre de 1885, después del sacrificio irreparable de preciosas existencias, dinero y tiempo.

La página de la historia que registre la relación de los acontecimientos del mes de diciembre, y los posteriores en que ha sido el protagonista de la abnegación catoniana, será, sin duda, para el General Andrés Avelino Cáceres, la más llena de grandeza y de gloria.

Cuando pudo imponerse y ser el único, entregó en manos de la junta de Gobierno las fuerzas y la espada con que defendía la libertad peruana, y descendió, en brazos del pueblo, de la Presidencia provisoria, elevándose a la mayor altura posible en la conciencia de sus conciudadanos, y haciendo que surgiera la concordia en la familia peruana, bajo la sombra de la Constitución, mediante la sagacidad del hombre en quien nada minó el orgullo del vencedor, porque antes estaba el patriotismo verdadero.

Solucionada la situación con la Junta de Gobierno presidida por el doctor don Antonio Arenas, el país es convocado a elecciones populares, y de las ánforas de la Nación sale espontáneamente el nombre del ínclito soldado defensor de las libertades patrias.

El sufragio libre ha venido a poner los cimientos para la reconstrucción del edificio de la administración   —190→   interna, eligiéndolo su primer magistrado; e investido con las insignias del mando supremo, comenzó, a los cincuenta años de vida, la labor magna de dar paz, orden, bienestar y progreso a su patria.

El 3 de junio de 1886 fue investido el General don Andrés A. Cáceres con la banda presidencial, y al llegar al primer puesto de la República, su labor tenía que ser la del panteonero del asolado cementerio. Tocábale reunir las osamentas esparcidas por do quiera, darles sepultura, igualar el terreno y comenzar la siembra de los pocos elementos de vida salvados en la vorágine de la guerra. Y aún así, le estaba reservado luchar con elementos encontrados, que se levantan del campo-santo político como los fuegos fatuos de los panteones, infundiendo timidez a estos, desconfianza a los otros, delirios a unos cuantos.

Contemplando al obrero reconstructor casi solo en el campo, porque en la hora del festín se han hecho a un lado sus modestos consejeros de la hora triste para dar paso a la turba oportunista, logrera de las situaciones, el espíritu escudriñador de los sucesos históricos habría vacilado y temido; pero, ahí estaba la integridad moral del hombre y la honradez del ciudadano. Los mismos encarnizados enemigos del General Cáceres convienen en que, difícilmente habrá un peruano mejor intencionado ni que ostente una honradez a toda prueba como el luchador de Marcavalle, concepción y todos los campos   —191→   donde asomó el estandarte de la invasión.

No entra en mi ánimo escribir el JUICIO POLÍTICO de la administración del General Cáceres, que tocará ya a su término cuando estas líneas vean la luz pública; pero, con el propósito de afianzar la idea de la rectitud de miras y lo levantado de aspiraciones que nace del estudio moral seguido en el personaje que me ocupa, y de entre multitud de actos idénticos, señalaré su actitud en los días luctuosos del desmoronamiento del Congreso del 88, donde la minoría, en la que es preciso reconocer ante todo la entereza y patriotismo, no supo iniciar su labor ni unificar su plan de defensa parlamentaria, conformándose con seguir la rutina retrógrada de los que prohíben la lectura de un libro por conceptuarlo malo, olvidando que el siglo es de discusión, de refutación y de luz; pues, como ha dicho el ilustre León XIII, ya es la época de oponer escritos a escritos, razón a razón. Entiendo que en el orden moral sucede todo lo contrario que en el orden físico, pues, si en este, luz agregada a luz produce oscuridad; en aquel razón opuesta a razón, trae luz.

El General Cáceres, en el conflicto de las Cámaras parlamentarias, creado por la minoría del 88, ha dado una nueva prueba de su amor al país, de su buen sentido y de su ninguna aspiración bastarda. La dictadura era un hecho, y la dictadura la evitó el soldado de la ley inclinando la cabeza ante la vocinglera censura que,   —192→   más tarde, será trocada en la palabra justiciera.

Vendrá el tiempo a serenar la frente calenturienta en los mirajes políticos, y el General Cáceres será juzgado con seriedad y enaltecido con razón.

La propaganda de la instrucción y el cimiento del trabajo honrado popularizado en el pueblo por medio de la Escuela Taller en distintos departamentos, constituyen un nuevo título glorioso para el General peruano, y su palabra franca expresada ante el Congreso de 1889 en su sencillo y elocuente Mensaje, es la acentuación práctica de su amor al país, y de su honorabilidad nunca desmentida.

En el claro cielo de verano siempre cruzan nubes que lo entoldan opacando el sol. Así, en la vida de triunfos del General Cáceres, no han faltado los nubarrones del dolor que han enlutado su corazón de hijo ejemplar primero, con la muerte de su adorada madre: su cariño de padre después, con la prematura desaparición de una idolatrada hija. Y aún en esas horas de supremo duelo, el hombre ha sabido sobreponerse al pesar, y con el coraje del soldado volver al afán diario del servicio de esta patria que le cuenta como buen elemento de renacimiento, y como el más mimado de sus hijos.





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ArribaAbajoMaría Ana Centeno de Romainville

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Retrato

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ArribaAbajo- I -

¡Cuán puros son los goces del escritor que consagra su pluma a todo aquello que se relaciona con el país querido que le vio nacer! Y yo que tuve la fortuna de despertar en el Perú el recuerdo del ilustre nombre de la señora Francisca Zubiaga de Gamarra, la mujer guerrera; omitiría la realización de mis más caros propósitos, si no recogiese en una página, algo de la vida de la señora María Ana Centeno viuda de Romainville, para que mañana se encuentre en los libros de la historia cuzqueña el nombre de la matrona que supo enriquecer su país no solo con el   —196→   ejemplo de las virtudes que practicó, sino también con un hermosísimo museo de antigüedades peruanas, el mejor, sin disputa, que ha poseído el Perú.

Mas, si esto es suficiente para darle el derecho de vivir para la historia, no lo es menos la popularidad que su nombre adquirió no sólo en su patria, sino también en el viejo mundo, por su amor extremado a ejercer la hospitalidad. Sin temor de aparecer como exagerada, podría comparar a la señora Centeno, del Cuzco, con Madama Geoffrin, en Francia, y Miss María Carpenter en Inglaterra.

Como la primera, supo crearse el mejor salón que tuvo la sociedad cuzqueña, siendo su casa el centro de la ilustración. Como la segunda, dotada de ese magnánimo corazón que nutre la caridad, se hizo la providencia del desgraciado y del huérfano; y consiguió que su finca fuese a la vez el refugio del viajero que llegaba al Cuzco, ávido de conocer la Capital del Imperio incaceo o buscando trabajo o la adquisición de conocimientos topográficos para traernos hoy una nueva industria, y mañana una espléndida mejora.

¡Qué belleza de sentimientos encontré en el corazón de la ilustre señora que me ocupa!

¡Cuántas veces tuve la suerte de admirar su sagacidad extremada para el pobre; la dulzura y amenidad de su lenguaje, la exactitud y agudeza de sus comparaciones, la franqueza y expansión de ese corazón tan generoso!...

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¡¡¡Cuántas veces la escuché, niña aún, consolar al afligido con palabras llenas de la santa unción caritativa, y la vi derramar lágrimas a la contemplación del infortunio ajeno!!! Ella, que poseía una esmerada educación nutrida por la frecuente lectura que la aleccionaba, en las ciencias; ella que fue mujer, no podía dejar de poseer esa exquisita sensibilidad que tan alto habla en favor del sexo débil.

He aquí algunos datos que he adquirido, mediante la colaboración de uno de los hijos de aquella señora a quien consagré tanto cariño como amistad.




ArribaAbajo- II -

La sociedad del Cuzco tenía en su seno un distinguido matrimonio, el del señor don Anselmo Centeno con la señora Manuela Sotomayor, y de este nació María Ana el 26 de julio de 1816.

Centeno que tuvo la gloria de ser uno de los fundadores de la Independencia junto con los Becerras, los Angulos y otros, mereció que el Libertador Bolívar lo llamase en el Cuzco como Consejero, y luego fue empleado de la nueva administración republicana, alcanzando la medalla de «la legión de honor» que don Simón Bolívar concedió a los iniciadores de la Independencia. Durante el gobierno de Gamarra y Santa Cruz, fue sucesivamente Prefecto y Comandante General del departamento, pasando después   —198→   a desempeñar el cargo de Director y fundador de la primera casa de moneda que tuvo el Perú, la misma que se instaló en el Cuzco.

María Ana descendía de este caballero: ella podía ser llamada la hija modelo, porque durante su vida dio muestras de conservar ese ternísimo cariño y profunda veneración que el buen hijo debe a los autores de su existencia.

Para María Ana no había sacrificio posible cuando se trataba de sus queridos padres, lo cual viene a comprobar la conducta que ella observó durante la enfermedad de la señora Sotomayor que, postrada en el lecho del dolor por una parálisis general durante diez años, no fue abandonada ni un instante por la querida hija que junto a su lecho ambicionaba devolver la salud a la idolatrada madre, sin omitir ningún desvelo. Pero, todo fue vano, y María Ana vio descender al sepulcro la madre que tanto amó, habiendo recibido de ella una última pero elocuentísima manifestación de cariño lleno de gratitud.

Día antes de su muerte, la señora Sotomayor tomó entre sus manos los vestidos de su inseparable hija, y los llevó a los labios.

¡¡Cuán elocuente agradecimiento!!...

¡¡Cuántas bendiciones pediría al cielo en aquellos momentos esa madre moribunda para la hija incansable, solícita y amorosa!!...

La suerte proporcionó a María Ana una ocasión más para manifestar el cariño filial que su corazón atesoraba. Cuando el General Torrico   —199→   entró al Cuzco en 1839 y cometió las tropelías que deshonraron su nombre, tropelías que eran la arma favorita de los revolucionarlos de aquel tiempo; el señor Centeno fue condenado a un cupo de 50,000 pesos por considerársele el más rico del país; pero, como este caballero no tuviese la cantidad exacta en metálico, se vio a su generosa hija despojarse de sus predilectas joyas y cuanto tenía de valor para empeñar o venderlo, a fin de salvar al padre. Una vez satisfecha la suma, Centeno fue obligado a salir del país y llevó su destierro a Yanahuara de Arequipa, y María Ana lo siguió porque comprendía que entonces más que nunca necesitaba su desventurado padre de los consuelos y la compañía de una hija. Todo lo arrostró; de todos los sinsabores del padre, compartió ella con noble abnegación, y prodigándole los más exquisitos cuidados hasta 1841 en que la joven regresó al Cuzco, siguiendo Centeno para Lima, donde vivió el resto de sus días.

Sola María Ana, sin otra ocupación que la de llenar su noble ambición de juntar un museo de antigüedades, tarea a la que se consagró desde los 15 años, encontró su hogar sombrío y triste sin la compañía y los encantos que le proporcionaban sus queridos padres: pero luego pasó a ser la madre de una distinguida familia.

Solicitada en matrimonio por don Pedro Romainville, comerciante honrado y uno de los primeros franceses que visitaron el Cuzco, se casó con él en Mayo de 1842. Este enlace disgustó   —200→   a su padre y chocó en exceso no solo a la sociedad cuzqueña, sino también a todos los parientes de la señora sabedores como eran de que la mano de María Ana había sido solicitada por muchos hijos del Perú de distinguida posición y que más tarde han ocupado elevados puestos en la política del país.

Pero María Ana, ajena a las preocupaciones de la sociedad de entonces que miraba los extranjeros como seres distintos y desnudos de religión, y persuadida como toda mujer inteligente, de que no es la posición social ni el dinero lo que forma la dulcísima felicidad conyugal, sino la comunicación íntima de dos corazones que se aman y se identifican en el amor, dio su mano al escogido de su corazón, y con él fue feliz, a despecho de la opinión social tan propensa a opinar en lo que no puede hacerlo con juicio recto.

Por desventura este enlace tuvo la corta duración del placer en el mundo.

En octubre de 1847 María Ana quedó viuda: su corazón fue sujetado a la terrible prueba y experimentó el supremo de los dolores viendo sepultadas, junto con el querido de su alma, todas sus ilusiones de mujer y de buena esposa.

Por fortuna había sido madre, y dos niños, recuerdo del hombre que amó, fueron en adelante los objetos de sus asiduos cuidados: el amor maternal fue el llamado a consolar su viudedad, la misma que conservó hasta su muerte.

Tan excelente hija como había sido María   —201→   Ana, era natural que fuese también la mejor de las madres: en efecto, poquísimas en nuestro país, se han sujetado a los sacrificios de la señora Centeno para educar y atender al crecimiento de sus hijos. Sufrió privaciones sin nombre, resolviéndose a una penosa separación, enviando a Francia a sus dos hijos para que completasen su educación. Pero ella tuvo la dulce recompensa de ver, antes de su muerte, que dejaba dos descendientes dignos del nombre de María Ana Centeno. Ambos han desempeñado algunos puestos en la provincia donde residen, y los dos, simultáneamente han ocupado un asiento en los salones del Congreso como Diputados por Quispicanchi.




ArribaAbajo- III -

Desde cuando la señora Centeno quedó viuda, es que la observación del historiador debe seguirla paso a paso. Ahí la vemos sola, en una situación difícil para la vulgaridad de las mujeres, pero en ninguna manera para la inteligente señora que comprende que tiene todavía una misión que llenar. La vemos independiente cual convenía a su carácter, pues debía manifestarse con todos sus rasgos de heroísmo en medio de la libertad de acción.

Romainville había dejado a su esposa una pequeña fortuna en metálico a la que juntó María Ana algunos ahorros que había hecho como mujer previsora, y en 1854 compró la finca Pucuto,   —202→   preciosa posesión que el talento de la señora Centeno supo embellecer con todos los encantos deseables en una finca de recreo, convirtiendola en un pequeño palacio semejante a la morada de los antiguos feudales. Pucuto forma un panorama encantador; con su entrada por una vistosa alameda formada de sauces y árboles corpulentos y adornada de fragantes jazmines y madre-selvas; su patio espacioso donde se ven diversas crías de animales domesticados, su espléndido caserío en cuyas paredes encuentra el observador hermosos cuadros al óleo representando personajes de la edad media, o caballeros de las órdenes de honor.

Pucuto es un lugar edeniano, donde la naturaleza atesoró todos sus encantos. Y ese sitio, continua residencia de la señora Centeno, fue el teatro en que aquesta alma noble ejercitó los bienes en favor de la humanidad, muy particularmente de la raza indígena, esa raza desgraciada que parece proscrita por sus hermanos y arrojada al seno del olvido.

Cuando en 1855 infestó el departamento del Cuzco la terrible peste que hasta hoy es recordada con dolor, los pobres indios eran los que formaban la mayor suma de víctimas, pues se veían, al decir de los que cuentan, chozas llenas de cadáveres: familias enteras perecían sin auxilio de ningún género, y es entonces cuando la señora Centeno, como otra hija de San Vicente de Paul, iba de rancho en rancho medicinando a los enfermos, consolando a los moribundos y   —203→   recogiendo a los pobres huérfanos que quedaban sin más providencia que «la señora de Pucuto».

Enternece el oír la relación que me hizo un respetable sacerdote que acompañó a la señora en esta humanitaria cruzada.

El resto de su vida, la señora María Ana fue la más entusiasta protectora de esa raza descendiente de emperadores; y desheredada, aniquilada y pobre al presente, que solo pagaba los beneficios de la señora con el más leal cariño. Pruébalo el dolor acerbo de los indígenas de Quispicanchi, cuando se supo la infausta nueva de que la señora había dejado de existir: pruébalo la suscrición que levantaron estos para mandar hacer exequias en la provincia; y no se olvide, para juzgar los hechos, que el indio es un ser indiferente por lo general para todo lo que acontece con los blancos.

Ahora, cuatro palabras acerca del carácter esencialmente hospitalario que poseía la señora. Su finca era una especie de hotel gratuito para todo el que quisiese ocuparlo, no importaba que fuese desconocido, y para esa alma caritativa tal vez esta circunstancia era una noble recomendación, porque la colocaba lejos de la recompensa.

Otro de los motivos que ponía a la señora Centeno en contacto con los viajeros que visitaban el Cuzco, era como ya lo he indicado, la propiedad de su valiosa colección de antigüedades peruanas y dijes de un valor inestimable.

  —204→  

Diferentes viajeros científicos se han ocupado de esta colección, y entre ellos el Conde de Castelneau y Mr. Paul Marcoy, enviado por el gobierno francés para hacer estudios arqueológicos; autores que hablan en sus obras del museo de la señora Centeno, considerándolo como el mejor del Perú.

El gobierno de Manuel Pardo, comprendió el valor de este monumento de pasadas tradiciones, que habla del estado de civilización de los primeros habitantes del suelo peruano. Sin embargo, nada se ha hecho para conseguirlo, y los señores Romainville, lo han vendido a un coleccionador alemán.

La señora Centeno llegó a adquirir por su museo una de aquellas pasiones histéricas, caprichosas, que casi rayan en locura. Ambicionaba enriquecerlo más y más, y cuando tocó en los últimos días de su vida, manifestó su deseo de que su cadáver fuese depositado en el salón de sus antigüedades, mientras lo trasladaban al Cementerio.

Ese día triste llegó desgraciadamente.

Desde 1873 se sintió gravemente enferma del corazón y el 22 de setiembre de 1874, durmió el sueño de los justos la virtuosa matrona cuzqueña. ¡La madre modelo tuvo que abandonar a los queridos hijos ante la fuerza irresistible del brazo de la muerte!

Llegó el momento en que la caritativa señora fuese a recibir el galardón de manos del Creador, y, sonriendo tal vez desde la mansión de los   —205→   que practicaron el bien, presenció el dolor que su partida había causado a todas las clases sociales. ¡¡Y vio desde lo infinito aquellos restos, poco ha animados por un espíritu recto y nutridos por un corazón generoso, recibiendo la última ovación del mundo, conducidos a su eterna morada en hombros de los más distinguidos miembros de la sociedad cuzqueña, y regados con las lágrimas que vierte la gratitud, la amistad y la admiración!!





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ArribaAbajoLadislao Espinar

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Retrato

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A Pedro Carbo

Siendo, pues, sinceramente religioso, no conocía la codicia, esa vitalidad de los hombres yertos, ni la cólera violenta, ese momentáneo valor de los cobardes, ni la soberbia, ese calor maldito que solo engendra víboras en el alma.


Manuel González Prada. Biografía de Grau.                



ArribaAbajo- I -

Con la doble vista que otorga la meditación a las almas soñadoras, he visto a lo lejos, entre celajes de púrpura y grana, al ángel de las victorias llevando en la mano izquierda una guirnalda de laurel y, en la diestra, el clarín de la Fama; batir sus alas en dirección al cerro de San Francisco,   —210→   y allí inclinarse reverente, coronar las sienes de un guerrero que blandía la refulgente espada y ambos subir después a las regiones diáfanas de la inmortalidad.

El ángel, tocando el sonoro clarín, parecía llamar la atención del Perú todo para que, admirando al valiente, entonase agradecido himnos de alabanza.

Fijando detenidamente la mirada en el guerrero coronado con la guirnalda, y casi envuelto ya en las vaporosas nubes del infinito, he reconcentrado mis recuerdos desde la infancia, y he reconocido las facciones del que se iba así lleno de gloria, cumpliendo en la tierra con su deber como peruano, a recibir en el cielo su galardón como creyente.

Y empalmando las manos a Dios heme repetido:

¡Él es! ¡Él es!

¡Bendito sea!

Vive allá inmortal.

Acá vivirá también en el corazón de la República.




ArribaAbajo- II -

Yo era una niña.

Tendría ocho años, a lo sumo; y, aún vestía la negra túnica del duelo por la muerte de mi madre.

Mi familia, siguiendo la costumbre establecida, dejaba la ciudad para pasar el verano en los encantadores   —211→   baños de Huancaro, situados a dos millas del Cuzco, en la campiña sur, sembrada de maíz, perfumada por las flores del mastuerzo y sombreada por los saúcos y alisos, donde están diseminadas las casa-quintas, ocupando el oriente un magnífico corredor cuyo fondo lo forma la hilera de pozas numeradas y provistas de puerta y cerradura, de modo que cada familia arrendataria lleva la exclusiva del baño, excepto las dos de los extremos que son sumamente grandes y están destinadas al tráfico general de los bañantes masculinos.

Ese año nuestra vecindad se componía de la familia Carrera, con la que principió la temporada invitándose a rezar el rosario, entablando plática expansiva hasta la hora del chocolate, y acabando por formar vida común, juntando las mesas y entrando a la cocina las señoras de la casa a preparar las humitas, los chimbos, el mazapán y todas aquellas golosinas extra en que son tan entendidas mis paisanas.

En la familia vecina había un joven sumamente simpático y religioso: lo notaba a pesar de mis ocho años, y tal vez no por la precocidad de malicia sino porque él empleaba amabilidad exquisita fomentando mis travesuras de niña; llegamos a ser los mejores amigos y siempre estábamos juntos en el paseo, en la mesa y en el rosario, que él rezaba arrodillado y con sincera devoción.

Ladislao contaría en aquella época 20 años pues corría el 63, se festejaba el 16 de mayo,   —212→   a su mamá le oí decir: mi hijo nació en nuestra casa de la calle de Matará, en la madrugada del día en que precisamente salía su padre en el destacamento que, en 1843, fue a contener los desórdenes de un pueblo insurreccionado por los abusos del Subprefecto.

Ese pueblo fue Livitaca de la provincia de Chumbivilcas.

El padre de Ladislao fue el Coronel don Fernando Espinar, ecuatoriano, venido de Colombia en las huestes libertadoras enganchadas por don Antonio José de Sucre, y aprisionado en matrimonio por la interesante señora Josefa Carrera, amiga íntima de mi abuela materna doña Manuela Gárate de Usandivaras, y antagonista bien declarada de doña Francisca Zubiaga de Gamarra. Digo esto porque un día, paseando en la posa Nº 1 de caballeros de los baños de Huancaro ya citados, dijo la señora Gárate:

-Aquí se bañaba doña Francisca en traje de Eva, y más de una vez la sacaron del agua con perlesía.

-Cosas de la Pancha mi sea Manuelita, ni tal pataleta que le daba; su gusto era que los de la comitiva la sacasen en brazos, para admirar su blancura mate y las formas de que tan pagada vivía ella -contestó doña Josefa con cierto desdén.

Investigando más tarde el motivo de aquel antagonismo entre personas de la talla de la Zubiaga y la Carrera, alguien me aseguró que doña Francisca dijo alguna vez hablando de Ladislao:   —213→   ese niño es hijo de Felipe Santiago Salaverry.

Comparando fechas, entre la de la muerte de la Zubiaga y el nacimiento de Ladislao, encuentro la sinrazón del dicho que, atribuido a la señora de Gamarra, subsiste sin embargo como creencia entre las gentes del Cuzco, muchas de ellas serias e ilustradas.

Y bien:

El Coronel Espinar se casó con doña Josefa poco tiempo después que la batalla de Ayacucho sellara la emancipación política, y parece que en rato de entusiasmo varonil recibió el sacramento sin el requisito de la licencia que exige la ordenanza militar, cosa que amostazó a Sucre; pero como quiera que tampoco para este eran indiferentes las faldas, ni la edad del Mariscal de Ayacucho lo llamaba a indefinido en materia de amor, conoció a Josefita Carrera y no tardó en disculpar la valentonada que hizo el Capitán Espinar, casándose antes de tener grado capaz de soportar aquella tonadilla cuotidiana de «para la plaza».

Largos años vivió el matrimonio sin indicios de fruto de bendición, y a fe que no con el beneplácito de la señora, quien realizó dos viajes a los baños termales de Lares ponderados por sus propiedades fecundizadoras.

Efectivamente, a los pocos meses doña Josefa dio señales de maternidad, y como si la naturaleza se complaciera en sus obras tardías y meditadas,   —214→   ese hijo fue Ladislao Espinar, nacido en signo de virtud doméstica y gloria nacional.

Es su boceto biográfico el que voy a trazar, pidiendo a mi memoria los mejores recuerdos que de él conservo, desde que le conocí niña, y a la historia de la guerra del Pacífico sus más limpias hojas, para esculpir en ellas el nombre de un cuzqueño modesto, callado y valiente, como son los hijos de aquel noble pueblo.




ArribaAbajo- III -

El colegio de la «Convención» fundado por el doctor don Pio B. Meza contó, entre sus alumnos, al joven Ladislao, quien hizo sus estudios preparatorios con resolución de abrazar la carrera de las armas que, por aquella época, estaba tan distante de llegar al desprestigio que ha alcanzado en nuestros tiempos.

Las glorias obtenidas en la campaña de la Independencia por el Coronel Espinar, cuyo relato era la veta que él explotaba para las veladas de familia, enardecían la imaginación de Ladislao, a quien el cariño materno quería inclinar a la profesión de abocado, oponiéndose tenazmente a que su hijo tomase la carrera de las armas. Pero la vocación de Ladislao lo llamaba al cuartel, y una tarde se presentó al batallón 4.º de línea donde sentó plaza como sargento 2.º, acción que hizo derramar abundantes lágrimas a doña Josefa; pero el Coronel, su padre, torciendo el negro mostacho y frunciendo el entrecejo,   —215→   aprobó la resolución del joven, consolando a su esposa con la acostumbrada frasecita que usaba en familia:

-Pepita, no amostazarse, que la corneta tocará generala.

Trascurrido poco tiempo, Ladislao dejó la ciudad para recorrer con su batallón muchos pueblos del litoral, y cuando regresó, a los tres años, ya lucía los codiciados galones de oficial, conquistados en dos acciones de armas en las revueltas internas que tanto abundan en el Perú.

Ladislao Espinar era Subteniente.

En 1865 volvía a salir el batallón, y Ladislao obtuvo de su madre la promesa de dejar el Cuzco para trasladarse a Lima, donde fijaría su residencia.

En efecto, la familia Espinar llegó a la capital en 1865, cuando el hijo acababa de ser ascendido, en 15 de marzo, a Teniente graduado, valiéndole su comportamiento y moral ejemplarizadora la efectividad del grado, que se le confirió el 29 de octubre del mismo año.

Una seria enfermedad de su padre, que creo fue la que lo llevó al sepulcro, obligó al joven Espinar a separarse temporalmente del servicio hasta que, empeñada la patria en el hidalgo reto español, fue a tomar nuevamente la guardada toledana, que esgrimió con valor y denuedo el 2 de mayo del 66, después de cuya jornada era capitán efectivo.

Los acontecimientos políticos, en el Perú, tienen   —216→   la rápida duración y desenlace de las tramoyas de la «Gran Ópera».

En el Perú, la comedia más divertida es la de la política, donde actúan personajes y sucesos, inverosímiles en la creación de un autor dramático, pero reales en las tablas sin telón corredizo.

La dictadura es, con todo, la petipieza silbable en este país, esencialmente democrático-republicano.

Espinar amaba la constitucionalidad de su patria con la convicción del hombre que sabe respetar los derechos de otro hombre.

Por eso no debe extrañarse que, audaz y arrojado, triunfara en Arequipa el 23 de octubre del 67 contra la «Columna de Honor» que sostenía la dictadura, y entonces fue hecho mayor graduado; ni que pelease en la célebre jornada de «Catarindo» donde el arrojado Segura clavo los memorables cañones que quedaron en el desierto arenal.

Después de la acción, Espinar recibió la clase de Sargento Mayor de Ejército.

Desde el año 67 se retiró del servicio militar, sirviendo a su patria en diferentes puestos políticos. Como Subprefecto que fue de Azángaro, le tocó sofocar una revolución que se iniciaba con funestas miras, nada menos que envolviendo la siniestra idea de guerra de razas. Entonces desplegó valor sin ejemplo, presentándose a sus enemigos y dando muerte con su propio revólver a un individuo que le apuntaba con un rifle. Poco tiempo después, en 3 de mayo de   —217→   1872, recibió el grado de Teniente Coronel, aunque permaneció retirado del servicio activo del cuartel.

En 1879 estalló la indignación del Perú por la declaratoria de guerra que le hizo Chile; sus hijos van en busca de la arma defensora, jamás creyendo en la carencia de un hombre para dirigir sus brazos: y Espinar, casado ya con la señorita Manuela Taforó, sobrina legítima22 del ilustrísimo Obispo chileno de ese apellido, es el primero en presentarse pidiendo un puesto, y marchar al sur, que debía ser el teatro de las operaciones, como agregado al E. M. G. del Ejército peruano.

En Iquique lo nombraron contralor del Hospital Militar; pero su carácter audaz no podía conformarse con este lugar de acción pasiva, si se permite la frase, para el que luchaba día a día con sus ímpetus de pelea.

El peligro tocaba a su desenlace, y una mañana el Coronel Suárez Jefe de E. M. vio llegársele a Espinar envuelto en su ancho capotón gris, ceñido a la cintura por faja azul, saludar con aire militar y decirle -mi Coronel, espero otro puesto donde yo pueda pelear como hombre por el honor de mi patria: en mi lugar debe estar un viejo.

El Coronel Suárez le estrechó la mano con calor al oír tan patriótica resolución, y le dio el comando del batallón «Zepita».



  —218→  

ArribaAbajo- IV -

Después de las desventuradas peripecias de las jornadas que prepararon el desastre del 19 de noviembre, que no es de lugar comentarlos; trabado el combate para tomar las posesiones chilenas del histórico cerro de San Francisco, cuando ascendían los batallones «Puno» y «Lima» en columna cerrada; barridos por la metralla y fusilados por la espalda23 a virtud de la indescriptible confusión en que entraron los cuerpos de retaguardia, marcharon a San Francisco cuya oficina ocuparon, Espinar comandando el «Zepita» y parte del «Illimani» destacados en guerrilla y al paso de trote rivalizando en valor, impávido sobre su caballo, iba señalando a sus soldados, con su espada, los sitios y hasta las personas que debían apuntar24. Cayó en este momento el caballo del atrevido peruano atravesado por una bala de carabina; pero enjugándose el sudor del rostro continuó la repechada, gritando, a los que le seguían ¡a los cañones!, ¡a los cañones! voces que, en el fragor de la batalla, oíanse distintamente.

Aquella batería chilena estaba comandada por el Mayor Salvo, quien había perdido la mitad de sus artilleros y veía, con asombro pasmoso, avanzar al bravo Espinar, pidiendo a gritos que los   —219→   suyos viniesen a sostener sus cañones con la infantería, y haciendo fuego con su revólver.

Percibíanse en ese solemne instante -continúa el escritor que he citado-, de la lucha con perfecta claridad, las voces y los hurras de los guerrilleros que avanzaban sobre los cañones silenciosos, que fueron tomados, perdidos y vueltos a tomar otras dos veces, cuando una bala de revólver atravesó la ancha frente del bravo Espinar que los guiaba, y quedó allí instantáneamente cadáver.

Muerto este, la batalla estaba ganada por Chile.

El Mayor Salvo recogió la espada de Espinar; y esta fue pedida por el Obispo Taforó al ya Comandante Salvo, para mandarla a su familia; pero el Comandante Salvo se negó a la entrega diciendo:

-Este es un trofeo de guerra demasiado valioso que quiero conserve mi patria. Lo guardará el Museo de Chile.

¿Y los restos de aquel valeroso soldado?

Oigamos lo que sobre el particular dice «La Libertad Electoral», diario chileno, al ocuparse de los restos del Almirante Grau y de los del Coronel Espinar.

«En la mañana del combate de Angamos, un oficial chileno vio que un tripulante del «Huáscar», lloraba delante de los restos de un cadáver mutilado, que piadosamente había recogido.

»Era el tripulante un sirviente de Grau; y los restos, todo cuanto quedaba del almirante.

  —220→  

»Entre ambos guardaron esas reliquias en una caja de plomo forrada en cedro, pensando que algún día los reclamaría su patria; y a bordo del «Blanco» las trajeron a Valparaíso, donde el intendente de la provincia comisionó al Comandante don Oscar Viel, entonces capitán de fragata, para que les diera la debida sepultura.

»El señor Viel les dio lo que tenía de más santo y querido -dioles la sepultura de sus padres.

»Un hermano político del Contra-almirante Viel, el distinguido caballero francés, don Carlos de Moneri y su hijo don Domingo, condujeron la caja a Santiago; y una mañana, en el carruaje que al efecto ofreció don Ramón Valdivieso, la llevaron al cementerio general, donde quedó en el mausoleo de la familia Viel entre los nichos que guardan los restos del General de la Independencia, don Benjamín Viel, los de su esposa señora doña Luisa Toro.

»El señor Moneri hizo poner en la caja una placa de bronce, que recuerda los títulos del ilustre finado, y actualmente trabajan una urna de mármol para mejor conservarla.

»He aquí ahora la copia de la partida original de defunción, tomada del libro diario de la tesorería de los establecimientos de Beneficencia de Santiago, página 183.

»Santiago, octubre 20 de 1879. Cargo: 20 pesos pagados por don Carlos de Moneri por depositar en el mausoleo del señor General Viel   —221→   los restos del señor Contra-almirante del Perú don Miguel Grau, fallecido el 8 del actual a bordo del monitor «Huáscar», en Angamos, cuyos restos han sido conducidos desde Valparaíso, según decreto del señor intendente de esa provincia, fecha 22 del presente, número 236, por el cual se autoriza al capitán de fragata de la armada de la República, don Oscar Viel, para que los conduzca a esta y cuyo decreto queda archivado en esta oficina. Los restos los contiene un cajón de doce pulgadas de alto, once de ancho y diez y siete de largo, madera de cedro y han sido depositados ayer domingo 26. (Firmado) -Carlos Moneri.

»Después del combate de San Francisco, el ejército chileno se descubrió con respeto en presencia del cadáver del heroico Comandante Espinar -otro olvidado- que sacrificó su vida al honor de su bandera, muriendo a veinte pasos de los cañones del Comandante Salvo, hasta donde llegó sin miedo sobre su caballo blanco.

»Con un sentimiento igual de admiración y respeto al infortunio y la gloria, un convoy de las naves que combatió el Almirante Grau, como grande y como bravo, se haría, sin duda, el honor de llevar al Perú sus restos para que duerman en el suelo de la patria -recompensa que sueñan así los héroes como los más humildes soldados.

»Y las banderas de las naves, llevarían el luto que un día entristeció a todos los chilenos».



  —222→  

ArribaAbajo- V -

Exhalar la vida al pie de los cañones del enemigo, en sus propias baterías, después de trepar una montaña que lanzaba fuego en todas direcciones; es algo que recuerda la epopeya gloriosa de la toma de Granada.

Quien así supo escalar las posiciones chilenas; bien merece el culto agradecido de los buenos, y la oración de arrepentimiento de todos aquellos que huyeron en la hora necesaria, y a quienes sería preciso recordarles que, cuando un valiente muere por la Patria, nace un astro en el cielo de su pueblo.

Condensando en corto periodo toda la historia del mártir puedo decir: Ladislao Espinar cayó en el morro de San Francisco, el Comandante Salvo recogió su espada, y el Cuzco vio en su cielo una estrella más de resplandor propio.

¡Alúmbrele perdurablemente!

Y en la hora de las recompensas y de las reparaciones del error, acuérdese la Nación de los gloriosos restos de Espinar y de los huérfanos hijos de aquel ilustre prócer de la defensa patria.





  —[223-224]→     —225→  

ArribaAbajoIgnacio de Castro

A Emilio Gutiérrez de Quintanilla


ArribaAbajo- I -

Llevada por mi afición al estudio de los autores que podemos llamar clásicos en la Literatura peruana, después de gustar las bellezas del estilo de Garcilaso y la sublimidad de pensamiento de Espinosa Medrano, consagrábame a la investigación de nuevas vetas literarias, cuando mi padre puso en mis manos un ejemplar de la «Relación de la Fundación de la Real Audiencia del Cuzco, en 1788, y de las fiestas etc.» obra escrita por el doctor don Ignacio de Castro, y cuyo contenido   —226→   despertó en mí no solo una profunda admiración sino un interés vehemente por conocer algo de la vida y antecedentes de tan galano escritor; y desde aquella época le consagré muchas horas de mi trabajosa existencia, sin esperar para esta momentos bonancibles que me permitiesen, como al presente, la publicación de los apuntes, en un tomo especial. Tal vez le plugo cansarse al destino adverso; tal vez la constancia y la resignación han ganado la batalla fiera, y allá van las noticias relativas al ilustre escritor del siglo pasado cuya erudición, método de trabajo y seriedad de labor, atraen la simpatía con fuerza irresistible.




ArribaAbajo- II -

Las investigaciones históricas con relación a las notabilidades que han descollado en el Perú, nos muestran estas, a cada paso, levantándose entre hogares humildes, como si la Providencia quisiera asegurar la idea de que Ella reparte sus dones con la medida y la previsión propias sólo de quien gobierna la creación con leyes sapientísimas. Así, hallar reunidos en una sola persona los atributos del talento, la fortuna y la aristocracia pasajera que otorga el dinero, no es cosa corriente entre las gentes de letras.

Con el distintivo del hogar honrado y pobre, vino al mundo, en la ciudad de Tacna, en el año 1732, un niño que estaba predestinado a escalar   —227→   el templo del saber y ocupar un puesto distinguido en su patria.

La infancia de ese niño corrió en medio de las alucinaciones que hacen soñar con grandes destinos y sentir la secreta impulsión a una senda desconocida.

Así pasó la de Ignacio Castro, hasta los nueve años en que, avivados sus deseos de instruirse, se trasladó a Moquegua, donde existía un colegio, al que ingresó, y devoró con avidez las ciencias, cultivando latinidad y letras, hallándose en poco tiempo superior a sus maestros, lo que le hizo pensar en un centro de mayor ilustración, y se dirigió al Cuzco cuya Universidad floreciente brindaba la ciencia en copa de flores, atrayendo a la juventud inteligente con la deslumbradora luz de una enseñanza superior, profunda y ordenada.

Castro encaminó su planta hacia aquel verdadero templo del saber humano, donde brillaban a la sazón el talento y las virtudes del Padre Juan Sánchez con resplandores vivísimos, alcanzando a reflejarse mas allá de los confines patrios. Llegado al Cuzco el estudiante de Moquegua, fue recibido por el Padre Sánchez con distinciones especiales, constituyéndose en maestro y protector del joven peregrino para cultivar su privilegiado talento, dictándole filosofía y teología en el Colegio de San Bernardo cuyos claustros ostentaron bien pronto una notabilidad intelectual que ganó las preeminencias de la pasantía, adquiriendo a la vez el conocimiento   —228→   de los idiomas griego, latino, inglés, francés, italiano, portugués y quechua, idiomas generalizados en aquel tiempo entre las gentes ilustradas del Cuzco, como he tenido ocasión de ver en la biblioteca particular del doctor Manuel Torres y Matto Vocal de la Corte de Justicia, que estaba formada de obras escritas en los idiomas apuntados, incluso el castellano25.

No trascurrió mucho tiempo cuando Castro, como dice un autor contemporáneo suyo, «gusta de lo fino, exquisito y delicioso del idioma, le son familiares los Padres de la latinidad, y como conquistador de la razón recoge con placer los preciosos despojos de la corte de Augusto».

Una vez en posesión de la gran clave del saber, aún en edad temprana, le son también familiares los poetas extranjeros, y no ignora ninguno de los textos de los oradores célebres, despertando los personajes por estos narrados todos los resortes de una memoria verdaderamente privilegiada, emporio de toda la celebridad que alcanzó el hombre. Su frente ostenta luego la borla doctoral, ganada en rigurosa oposición, y el público aplaude no a un joven estudiante, como revela su edad, sino a un portento de ciencia y de modestia.




ArribaAbajo- III -

La nombradía del doctor Castro importaba ya una reputación literaria, cuando otro hombre   —229→   superior, como él también, el doctor don Juan de Castañeda, obispo de la diócesis cuzqueña, lo solicita para maestro de Moral de sus familiares, y en la magnífica biblioteca que posee le abre nuevos horizontes de luz. Aquí comienza la carrera gloriosa del joven, quien con su comportamiento gana el cariño del Prelado que, con la suave palabra del Pastor, predispone aquella alma sublime para las augustas funciones sacerdotales, esplendentes en aquella época, y lo ordena con título de cura de la doctrina de Checca.

Fuertemente estimulada su sed por beber la ciencia en las purísimas fuentes de los clásicos, las letras halagan por completo sus aficiones reconcentradas en el estudio profundo y la meditación. A la lectura diaria de las fuentes dogmáticas, reúne la de buenos libros, cultivo de las lenguas, estudio de bellas artes, alternando con su grey los deberes de la más ajustada disciplina.

Catequiza, ama, consuela y auxilia al feligrés promoviendo su felicidad, como pastor, y no devorando las ovejas como lobo hambriento.

El fruto de los estudios del doctor Castro no tarda en exhibirse sazonado y rico; y la Catedral del Cuzco presenta en los fastos de su historia las oposiciones lucidas del doctor Ignacio de Castro a las sillas vacantes. La «oración jaculatoria» que pronunció en el recibimiento del obispo doctor don Agustín de Gorrichátegui, llamado el Mecenas de los literatos, acabó   —230→   de presentarlo como a la antorcha del púlpito peruano, dirigiéndose hacia él todas las miradas de admiración, siendo para él las alabanzas de los doctos y los respetos de propios y extraños.

El obispo Gorrichátegui le encomendó en seguida la visita del partido de Tinta, donde la ilustrada rectitud de Castro restauró las glorias evangélicas, ofuscadas por la ignorancia y la carencia absoluta de todo celo doctrinario. Esta comisión tan elevadamente cumplida, le preparó la senda para nuevos triunfos en el teatro a que estaba destinado; pues, se vio colocado en el Rectorado del Colegio de San Bernardo con el privilegio del curato de San Gerónimo.

El campo de la enseñanza era, indudablemente, el más a propósito para que la inteligencia de este personaje diese todo el fruto deseado por el obispo Gorrichátegui y por la sociedad en general; y en efecto, su talento se presentó con el brillo de una erudición sorprendente. «Contraído al progreso de las ciencias, mejoró mucho los estudios y encaminó a la juventud a los adelantamientos que se dejaron ver como resultado de sus doctrinas, de su erudición y fina crítica»26. Cedió al Colegio todas las rentas del curato de San Gerónimo; y en esa etapa de progresos intelectuales, admiró como orador, como teólogo y canonista, y a esta época gloriosa corresponde la ordenación que hizo de multitud de manuscritos que dejó aún inéditos, a su muerte,   —231→   en los que se hallan compilados cumplidísimas disertaciones, y excelentes sermones, sobresaliendo el «Apóstrofe fúnebre» del monarca don Carlos, que poseía en su biblioteca particular el Deán de la Catedral del Cuzco doctor Carazas.

Según la concienzuda opinión de un autor de su época, «su lectura era inmensa, su tino y crítica exactos. Frutos y testimonios de uno y de otros son las censuras que se leen al reverso de todos los libros que componían su copiosa biblioteca, formadas de su puño y letra y en el idioma en que se hallaba escrito el libro». Este dato no solo revela laboriosidad, sino lectura metódica y ordenada, como cumple a quien dedica su vida al comercio literario.

Ya que hablamos de los trabajos salidos de la pluma del doctor Castro, consignaré aquí ocho volúmenes en folio, en que están compiladas las noticias más preciosas de bellas letras, historia y ciencias eclesiásticas; y presentaré en primera línea la curiosa obra que remitió a Madrid sobre la relación de sellos o «Fundación de la audiencia del Cuzco en 1788» que se publicó en la real villa, en la imprenta de la viuda de Ibarra, 287 páginas en cuarto.

Esta obra, ya rara en nuestros tiempos, que he mencionado al comenzar este trabajo, es un modelo de estilo narrativo, y ciertamente que hoy puede constituir un tesoro bibliográfico para cualquiera biblioteca americana.

No quiero pasar a otra materia, sin hacer gustar   —232→   a los lectores las bellezas descriptivas y la riqueza de imágenes que abunda en este libro, y por eso copiaré, para muestra del estilo, el siguiente párrafo de exordio a la narración de una corrida de toros. Dice:

«Así procedían todos a conducir la numerosa tropa de fieras que de propósito se tenían paciendo en algún otero vecino a la ciudad para que en esta especie de batida tuviese más lugar el gusto que el ejercicio. Así se corrían las principales calles, y se llevaba la brava, y cornuda tropa como en reseña, para que el pueblo ya conmovido reconociese, a un solo golpe de ojo la grandeza del espectáculo que se le ofrecía. Así eran introducidos los toros en el bello circo de la plaza que les daba un desahogado coso, para que antes de confinarse en el toril, advirtiese la curiosidad aficionada, ya la vistosa piel matizada de manchas en el uno, ya la robusta, y pungente armadura en el otro, la distribución exacta de miembros, el enojoso aspecto, los ojos vibrando fuego, la dura pezuña con que se bate el suelo; y las demás horrorosas dotes que hacen respetable la fiereza, para pedir después a elección los brutos que más notables se hicieron en este primer alarde de las corridas. En estas lides matutinas tenían más lugar, y desempeño los toreadores de a caballo. Desprendida una de estas fieras del toril, en que la acompañaban sus semejantes, por una estrecha crujía en que se le maltrata con clamores desordenados, con golpes, contusiones y heridas, sale escoltada de sola su horrura a dominar el espacioso circo. La copia de objetos insólitos que le van de tropel a la imaginativa, la diversidad de colores que le invaden la vista, la sonora confusión de instrumentos, voces, sonidos destemplados y roncos, zumbido del aire que sacudido por todas partes le pulsa el oído, el hallarse sin acogida de individuo de su especie que   —233→   le pueda ofrecer, o seguridad de asilo, o igualdad de destino; conmueve su indignación, llama su fuerza, entumece su rabia, aguza sus puntas, erige su cerviz, engríe su brio, inflama sus ojos, cubre de espuma su boca, y trae auxiliar a toda su sevicia.

»En este estado la provoca a combate caballero, y armado el campeón de esta contienda, le opone los acalorados espíritus que encienden al caballo que monta, que rige, que conmueve, que impele: vibra una fuerte lanza con que le amenaza; se le acerca, le da voces, la rodea en tono de mofarla: la hace percibir que desprecia su vigor, que no lo acobarda su cornígera frente: que va a obtener una plausible victoria de su ferocidad. La fiera con su abrasado, y denso aliento tupe la atmósfera, vomita fuego, encrespa el cerviguillo, se estrecha, se dilata, se avanza, se detiene, y en esta como peristáltica conmoción hiere la tierra, levanta nubes de polvo que oscurecen el circuito, reúne toda su irresistible fuerza, atropella temores, rompe dudas, y ya sin más consulta que la de su furor, acomete al que la irrita, y redobla su irritación al ver la impotencia de su esfuerzo. Se halla sin el que la insultaba que le huyó diestramente el caballo y el cuerpo: ve que se desvanecen en el aire sus iras: ve que se le repiten iguales insultos, y que en ninguno logra éxito feliz su enojo. Empeña entonces más, y más sus fuegos hasta que hecha víctima de la destreza del competidor, sale herida, sangrienta, debilitada, postrada, y muerta.

»Se repitieron en otros toros estas admirables escenas mientras venía el término perentorio de ese rato. Entonces todos se retiraban a preparar nuevas ansias de ver lo que había de dar el circo en la tarde, que ya no distaba. Nadie se acuerda que esta es la hora de la mesa, y todos la dejarían desierta, si la lid propagara su duración, pero es   —234→   preciso ceder al intervalo que media. Se come sin hallar gusto en los manjares: parecen interminables las pocas horas que se dan al descanso, y aun antes que inste el tiempo del espectáculo, ya se llenan ventanas, balcones, tablados, y cuantos reductos se dispusieron para catorce, o quince mil espectadores que congrega este embeleso.

»Estas dos primeras tardes competían a excederse, y porfiaban en sus esmeros de grandeza. Será difícil declarar la palma por alguna de ellas. La segunda tuvo la ventaja de aprender magnificencia de la primera, para imitar lo que vio, y según se dijo, superar lo que imitaba.

»Las tres de la tarde eran como el toque de convocación al espectáculo. Situáronse entonces los señores Ministros de la Real Audiencia en su eminente puesto, y recibidas por un Ayudante de órdenes las que daba el señor Regente, juntamente con una rica llave de oro (que cedía después en servicio de este ilustre Ministro, y la regalaba a una de las señoras de más clase) corría, o volaba en un caballo, que entonces necesitaba calzar alas para sustraerse al ímpetu primero de la fiera que iba a abrir la expectabilidad de la escena. Abierta la puerta en ceremonia, devolvía el mensajero la llave, y se colocaba en su sitio. Ya el toro tenía entonces en expectación a la plaza. Millares de ojos le medían la estatura, millares de bocas se soltaban en elogio de su ceño, de su robustez, de su velocidad, de sus retorcidas, agudas, y elevadas astas, le celebraban el color, le aplaudían la postura; millares de anuncios le aseguraban los estragos que haría, y casi se los deseaban.

»Ninguno de los toros que lidiaron estas tardes salió desnudo a la Plaza, como si se avergonzasen de comparecer en el circo sin más ornato que el que les costearon la naturaleza, y las selvas. Los que antiguamente sacrificaba la idolatría en las aras de sus mentidos Dioses, iban llenos de la   —235→   grandeza que los vestía para la mayor solemnidad de aquel culto. Los que se corrieron estas tardes, quizá los excedían. No sólo se les doraban los cuernos, y se les formaban lazos de cintas, cordeles de oro, y vendas de ricos tejidos como a aquellos; sino que todos se presentaban con albardas de tisúes, brocados, lamas, y cuantas telas de oro, plata y seda trabajan aquellas naciones, que porque sostienen con estas fábricas el esplendor de sus soberanías, decía un discreto que colocaban en sus oficinas sus doceles. Todas iban orladas de galones anchos de oro y plata, de flecos y borlas de lo mismo (sabe el público que nada pondero); cubríanles las frentes de láminas, o tarjetas de plata bellamente labradas. Traían collares, pretales, y caídas de gruesos cordones de pesos fuertes. ¡Que cebo para la temeridad! ¡Qué incitatorio para la inconsideración! ¡Qué nuevo impulso para la osadía de los toreros».

Los trabajos mencionados, no constituyen el total de los que salieron de aquella inteligencia superior. La defensa que hizo del doctor don Manuel de Moscoso y Peralta, obispo que fue del Cuzco y posteriormente arzobispo de Granada, acometido por la envidia y la emulación mezquina que siempre se cobija bajo plumas pequeñas, es una obra notable en su género y en paralelo con otra sobre el «Misterio de la Concepción».

El doctor Ignacio de Castro fue nombrado socio de la «Amantes del país», sociedad que, en Lima, publicaba el «Mercurio Peruano» donde colaboró con el anagrama de ASIGNIO SARTOC, siendo notables sus correspondencias sobre «el   —236→   señorismo de las mujeres», y su disertación sobre «la ceguedad ilustrada».

Don Pedro de Ureta y Peralta, en su galana «Descripción de la ciudad de Arica» y su vasta jurisdicción correspondiente a la intendencia de Arequipa en el Perú, se ocupa con preeminencias de las dos notabilidades peruanas, contemporáneas del autor, que son el doctor don Isidro Herrera cura de San Pedro de Buenavista en el arzobispado de Charcas, y del doctor Castro, ambos naturales de Tacna y dice de este último: «No debía yo detener mi imaginación en preparar colores para su retrato; pero aquella natural propensión que tiene el hombre a elogiar lo raro cuando es bello, me impele con dulce violencia a recordar sus merecimientos. Este fue aquel presbítero, que debiendo su natalicio a Tacna y su educación a un ilustre preceptor, empezó a formar, con su inspiración y buen ejemplo, aquel fondo de luces que después tanto brillaron en este hemisferio, y que el tiempo, devorador de los más robustos edificios, lejos de destruir sus fundamentos, le hará ocupar en la posteridad aquel lugar que merece este sabio privilegiado».

Los que recogemos noticias biográficas, al través del tiempo y delineamos personajes ocultos ya por la sombría nube del pasado, tenemos que apoyarnos, con frecuencia, en el testimonio de autores de las épocas en que vivieron aquellos, buscando la opinión más caracterizada. De otro modo, correríamos el riesgo de   —237→   levantar el edificio de la leyenda con decorados fantásticos; y por esto, no ha de extrañar al lector encontrarse a menudo con referencias copiadas de tal o cual trabajo.




ArribaAbajo- IV -

El doctor Castro fue atacado de una hidropesía, única enfermedad que le aquejó la salud; y desde 1790 fue avanzando el mal a grandes pasos.

Cuando vio acercarse el fin de la jornada terrestre, el justo, con la serenidad de ánimo que brindan las creencias arraigadas, hizo sus disposiciones, dejando a los pobres el importe de su rica librería, y a la iglesia del curato que sirvió sus ornamentos sagrados.

Recibió los sacramentos con la santidad y la presencia de espíritu del alma verdaderamente cristiana; luego que sintió que se le declaraba la agonía de la muerte, pidió que le leyesen el capítulo 17 del Evangelio de San Juan, y a la voz del sublime himno que Jesús dirigió a su Eterno Padre, partió también al cielo el que, bajo la vestidura mortal del doctor don Ignacio de Castro, dio lustre a las letras nacionales y gloria al nombre peruano.

Corría entonces el año 1792, y Castro contaba 59 años de edad.

«La conformidad admirable en sus últimas horas, las lecciones de su sano corazón con las que enjugaba las lágrimas de los que en rededor lamentaban   —238→   su partida, se deben mirar como el premio de sus buenas obras y el recto uso de sus luces», ha dicho el esclarecido autor del elogio fúnebre del doctor Castro, y agrega citando a La Rochefoucauld: Con incredulidad y corrupción es extravagancia pisar la muerte.

Si la muerte del justo es pintada con la dulzura y la paz de quien se liberta del cautiverio para entrar en posesión del reino paterno, era natural que de ella disfrutase quien, como el doctor Ignacio de Castro, vivió consagrado a la enseñanza y al augusto ministerio cuyos prestigios van en dolorosa decadencia. El doctor Castro repetía con frecuencia las palabras del Conde de San Albán: la filosofía en la muerte es la religión; pues, de este profundo pensamiento se desprende la clase de vida y la utilidad que el hombre reporta de las horas concedidas para habitar el mundo de la prueba.

Castro durmió el sueño del hombre de bien, mereciendo su sepulcro ser regado con las lágrimas sinceras de sus discípulos de San Bernardo, quienes acordaron un epitafio latino digno de perpetuar la memoria del sabio y de inspirar veneración para el justo.





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ArribaAbajoJosé A. Morales Alpaca

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Retrato

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No cruzó estérilmente el valle del dolor, y en la losa que cubre sus despojos, pueden grabarse caracteres que señalen a la juventud virtudes dignas de imitar.


C. Matto                



ArribaAbajo- I -

Patriota esclarecido, apóstol de la ciencia, amigo leal: esa es la trinidad que halló hospedaje durante 48 años, en la vestidura humana que volvió al seno de la tierra el 9 de julio de 1889, después de haber sembrado el bien, y practicado acciones altamente patrióticas, bajo el nombre de José a. Morales Alpaca.

  —242→  

Como todos los espíritus superiores tuvo para su encarnación el albergue de un hogar virtuoso formado por el matrimonio de don Antonio Morales y la señora María Alpaca, viendo la luz de la existencia del 17 de setiembre del año 1841, en la ciudad de Arequipa.

El niño que descollaba sumiso y obediente entre sus hermanos, pronto sacudió el rocío del vergel paterno, yendo a buscas el vivificante sol de la instrucción en el Colegio de San Francisco de la metrópoli morisca, como llama la ilustre Gorriti a la ciudad de la piedra blanca.

Ese Colegio por los años de 849 y 850 del siglo que corre, recibía calor y aliento del cerebro cultivado de un sacerdote, docto en ciencias y rico en virtudes, llamado el Padre Juan Calienes, a cuyos cuidados fue confiado el nuevo alumno.

Reconcentrando mis observaciones, en la vida práctica siempre encuentro confirmada la idea que tengo de que, la educación religiosa de la niñez, ha dado al Perú sus mejores hijos y, entre otros, enumero a Manuel Pardo, Miguel Grau, Ladislao Espinar, Francisco Bolognesi, con su infancia nutrida por la doctrina cristiana, y cuya muerte, si bien cubrió de luto el corazón de la República, también proyectó sobre la Patria la eterna luz de la gloria en los espacios de la inmortalidad. Y de entre ellos, aunque en esfera distinta, veo desfilar también a José A. Morales alpaca, cuya vida intelectual nació a la sombre de aquellas doctrinas que le   —243→   dieron la conciencia del deber cumplido, ante todo, y sobre todo, la veneración del honor, el respeto de la palabra empeñada y la dignidad del ciudadano.

Tuve la satisfacción de haber conocido y tratado al doctor Morales Alpaca; y la energía de su carácter me hace pensar que no sería aventurado ni llevaría la tilde de la exageración el asegurar que, llegada la oportunidad, él habría hecho lo que hizo el ínclito Ugarte: asirse del pabellón bicolor, soltar la brida, aplicar las espuelas al corcel y lanzarse al abismo, lleno de fe en el porvenir de su patria.

Pero, no adelantemos los juicios que deben seguir la ilación de este trabajo.

Terminados los estudios preparatorios, debía elegir carrera, y, con la vaporosa intuición, hija del cielo, recorrió el campo de todas las profesiones, fijando su mirada en aquella que, pidiendo mayor caudal de sacrificios, también ofrece mayores ventajas para ejercitar el bien. El lecho del dolor de la humanidad, y el anfiteatro, atrajeron su voluntad para cursar Medicina; y fue esta la que despertó las aficiones del niño y obtuvo los desvelos del joven, hasta 1861, en que la Universidad del G. P. San Agustín le confirió el grado de Bachiller en Medicina y Ciencias, a los 20 años de su edad.

No he de detenerme en valorizar el cúmulo de sacrificios, austeridad y abnegación que el estudio de la ciencia de Galeno impone a los que, con verdadera vocación, se consagran a su   —244→   aprendizaje, puesto que el respeto universalmente tributado a los médicos, abona la justicia de todo honor que pudiese recopilar aquí para esos abnegados soldados de la ciencia que luchando, día a día, en la escuela con los libros, en el hospital con las dolencias y en el anfiteatro con los despojos de la humanidad, llegan a la meta doctoral sólo para arreciar el combate peleando, brazo a brazo, con la muerte para arrebatarle sus presas. El médico caminando tras el dolor y la miseria material para curarlos, como el sacerdote del alma que enjuga las lágrimas, va también con la sien rodeada por esa aureola blanquecina que es el ideal del espíritu, aunque, no ofreciendo como este, en el altar, el incienso de la purificación, sino la columna del fósforo y la savia de la propia existencia desprendidos del cerebro y mantenidos por una voluntad inquebrantable.

Morales Alpaca abrazó la profesión con verdadero amor, y por esto, en su sed de saber, abandona las playas de la patria y se traslada a Europa, donde el adelanto de la ciencia, merced a los elementos de que allá se dispone y la consiguiente organización de los hospitales, ofrece anchuroso campo de aprendizaje práctico.

Hoy mismo, que la Facultad e Medicina de Lima poco tiene que envidiar a las del viejo continente y nada a las de América del Sur, por la buena enseñanza que da a sus matriculados, la fuente cristalina de la ciencia y la verdad se señala en Europa, y allá se lanzan con avidez todos   —245→   los que quieren beber de sus caudales y pueden subvenir los crecidos gastos que el viaje impone.




ArribaAbajo- II -

Llegado a Francia, Morales Alpaca, en 1862, las Universidades de París y Bruselas le abrieron sus puertas y, una vez que tomó asiento, fue el primero por su contracción al estudio y la austeridad de sus costumbres. Encerrado en ese círculo que para el estudiante comprende las salas de los hospitales, las clínicas y los laboratorios de análisis, ajeno al bullicio tentador de las grandes capitales, no tuvo el joven otra compañía que la de sus enfermos, sus profesores y sus libros; así que la borla doctoral no tardó en ceñir su frente.

Se recibió de Médico y Cirujano en 1866, después de brillantísimas pruebas. Este resultado, empero, no dejó colmadas sus ambiciones de gloria.

El amor patrio agitaba su corazón de peruano; quiso buscar renombre y volver al Perú con algún distintivo especial. Con ese propósito se dedicó a la mecánica aplicada a la cirugía, modificando enseguida varios instrumentos de física, lo que le valió distinciones honoríficas de la Academia de Bruselas, el diploma de doctor en ciencias naturales de la célebre «Universidad Católica» de Lowaina (Bélgica) y el título de médico interino de los hospitales de Bruselas,   —246→   de cuya Universidad era miembro condecorado, así como de la «Sociedad Latino-Americana».

En aquella época, presentó a la Real Academia de Medicina y Cirugía de Bruselas un MEMORIAL modificando el fórceps, que llevó a su mayor perfeccionamiento, obra que los entendidos en la materia conceptúan la más importante en su género, y que hoy figura con el nombre de «Fórceps de Morales Alpaca» en los tratados de Cirugía y Ginecología publicados en Europa.

Poco tiempo después, dio cuenta de la intervención de un nuevo porta-nudo para las operaciones de parto, presentando, respectivamente, dos memoriales sobre la teoría de la supuración y sobre la modificación del aparato de oclusión neumática de Mr. Jules Guerin.

Con tales precedentes, la «Real Sociedad de ciencias médicas» de Amberes, lo hizo con su miembro activo, y la de Bruselas, que he citado, ordenó la publicación de todos los estudios practicados por el doctor Morales Alpaca, celebrando con tal motivo un acuerdo donde las frases honrosas y justicieras enaltecían el nombre del médico peruano que me ocupa.

La actividad de su cerebro, en aquel tiempo, es envidiable, pues, lejos de circunscribirse a su sola profesión facultativa, aspira al mayor realce del nombre americano, y funda la «Sociedad Americana» con el objeto de estudiar y publicar en el viejo hemisferio los progresos de este   —247→   mundo de Colón mal conocido, y peor juzgado, al otro lado del Atlántico.

Difundía estos conocimientos el doctos Morales Alpaca en importante colaboración ofrecida a varios notables periódicos europeos, sin descansar un solo día en la proficua labor que se impuso, cuando la infausta nueva del terremoto ocurrido en el Perú, el 13 de agosto de 1868, conmovió hondamente su corazón filial, obligándole a volver a Arequipa, ciudad que encontró convertida en escombros.

Por una grata coincidencia, llega al hogar materno el 17 de setiembre de 1869, aniversario de su natalicio y, al cruzar los dinteles paternos el hombre que volvía cargado de ciencia y de glorias, tornó a ser el tierno niño que, bañado en lágrimas, estrechaba en sus brazos a la adorada madre y a las tres hermanas, a cuyo amor ha rendido el culto de su corazón, hasta el supremo instante de la muerte.




ArribaAbajo- III -

Una vez en el Perú, el doctos Morales Alpaca, precedido por los honrosos títulos que abonaron su permanencia en el extranjero, el porvenir era suyo. Pero, acatando como el que más las leyes y ordenanzas de su patria, su primer cuidado fue el de trasladarse a Lima, presentándose a la Facultad de Medicina, ante la cual rindió las pruebas exigidas por el reglamento para obtener la refrendación de sus diplomas;   —248→   verificado esto, regresó a Arequipa lugar en el que ejerció su profesión y donde el acierto en sus curaciones muy pronto confirmó la fama de que venía acompañado el estudiante de París y de Bruselas.




ArribaAbajo- IV -

Como llevo dicho, la actividad intelectual del doctor Morales Alpaca, era superior a las aptitudes comunes de un hombre; y por esto, sin abandonar el ejercicio de su noble profesión, consagró también a su país sus servicios civiles.

Elegido Director de la Beneficencia de Arequipa, tomó el cargo con la vehemencia de labor propia de su carácter, manifestando especial interés y verdadera preocupación por la suerte de ese pueblo indigente, siempre explotado por los merodeadores políticos, y se declaró su personero y defensor.

Arequipa a su vez, no desatendió la actitud del joven facultativo y, apreciando sus dotes independientes y progresistas, le otorgó sus poderes para representarlo como Diputado en el Congreso de 1876.

Ingresado al seno de la Representación Nacional, abordó con entereza de carácter la defensa de los derechos del pueblo, sin limitarse a patrocinar los intereses de una localidad dada, sino los de la República en general; y esta actitud le granjeó aun mayores simpatías, ya no sólo en el departamento de Arequipa, sino en   —249→   todo el territorio nacional, siendo elegido Senador, en 1877; y entonces su palabra defendió con ardor y buen éxito al departamento de la Libertad, con motivo de las gestiones del ferrocarril de Trujillo, defensa que le valió una medalla de oro, que el pueblo agradecido de Trujillo le envió por mano del Magistrado doctor don Pedro José Villaverde.

Más tarde, andando el año de 1886, abrazó con igual calor y sostuvo con brillante resultado la recuperación de los ferrocarriles del Sur -Mollendo, Puno y Cuzco- por el Gobierno nacional. Morales Alpaca ocupaba la curul parlamentaria del Senado, pues que desde el año 76 concurrió como diputado primero, y como senador posteriormente, a todos los congresos peruanos. Clasifico la nacionalidad, porque en el lapso de tiempo corrido desde aquel año, ha habido algunos Congresos cuyo origen dudoso tiene que depurar la historia con mejor derecho que una página de apuntaciones biográficas.




ArribaAbajo- V -

Corría el año 1879.

Los destinos del Perú señalaron su hora de expiación tremenda. El clarín de la guerra resonó por los ámbitos de la Patria, y esta, amenazada de muerte, llamaba a sus hijos.

Defenderla era un deber sagrado. El eco de la voz del patriotismo repercutió en el corazón   —250→   de los peruanos y ¿quién ¡vive Dios!, rehuyó el puesto?

Acaso la lobreguez de la noche angustiosa podría señalar sombras en el cielo de la defensa nacional; pero, no escribo la historia de la guerra del Pacífico sino perfiles de la vida del doctor Morales Alpaca, que deja su asiento de Senador y va a buscar un puesto, sea en las ambulancias, sea en las filas del ejército, trasladándose con tal propósito al Sur, donde inicia sus servicios.

Elegido Alcalde Municipal de Arequipa, cargo concejil que acepta con entusiasmo, su labor se multiplica a medida de sus deseos.

Contribuye a la organización de las carpas de sanidad, para asistir a sus hermanos, heridos por la destructora bala y la mortífera metralla del enemigo, piensa en la defensa del hogar y acumula elementos. Y cuando Lima, la sultana del Pacífico, cautiva con las playas sembradas de los cadáveres de sus buenos hijos, gemía bajo el yugo vencedor, la paloma apacible tórnase el león sanguinario y aguerrido.

Calló el corazón magnánimo y habló el coraje del patriota; el brazo del cirujano dejó el bisturí y el escalpelo para tomar el compás del mecánico, y encerrado en las factorías de Arequipa y Mollendo fundió un cañón de bronce, a su costa, y otros de sistema Krup, que combatieron en Huamachuco, contra las fuerzas de Gorostiaga; y Morales Alpaca es el primero en depositar su óbolo de 500 soles para adquirir   —251→   un blindado, óbolo que fue a la caja donde, en nombre del Almirante Grau, cae la ofrenda de la virgen y el ahorro del jornalero.

Poco tiempo trascurrido, perdidas las esperanzas de la defensa armada, ocupada militarmente la plaza de Arequipa, después de la poco honrosa capitulación de octubre del 83, el doctor Morales Alpaca cuyo corazón sufrió grandemente con la falta de pericia en los directores, emigra a la vecina República de Bolivia, donde su probada competencia facultativa salva a varias personas notables de La Paz.

Allí su entusiasmo no desmaya, pues su ocupación constante se reduce a mejorar la triste condición de su querido país y, aunado con el General don César Canevaro, conserva en la proscripción el fuego del patriotismo, hasta el momento en que el desarrollo de los acontecimientos le ofrece la coyuntura para volver, con el brazo armado en defensa de la causa legítima que servía.

El nombre del doctor Alpaca representa fuerza moral ante el pueblo arequipeño, y contribuyó en mucho al inesperado resultado de la resistencia sostenida por la autoridad, obteniéndose las franquicias de la entrada victoriosa del 20 de agosto del 84, restauradora de la ley, siendo Morales Alpaca investido por el Jefe Superior del Sur con el carácter de Prefecto, del departamento de Arequipa. En ese puesto, más que nunca delicado por los momentos de prueba en que se hallaba la causa constitucional,   —252→   después del rechazo sufrido el 27 de agosto en las calles de Lima, se desempeñó con una pericia y tacto diplomáticos dignos de encomio; y a la verdad que también se entregó de lleno a la vida del vivac y la campaña, fabricando 14 cañones de a 6 y 12, para atacar a la resistencia encastillada en la capital. Estos cañones formaron el único cuerpo de artillería que, victorioso, ocupó Lima con el General don Andrés A. Cáceres el 2 de diciembre de 1885, fecha en que se restablecieron los fueros de la Carta Constitucional con la Junta de Gobierno presidida por el doctor don Antonio Arenas, siendo el país inmediatamente convocado a elecciones populares.

Morales Alpaca vuelve a ser elegido Senador por el departamento de Arequipa; y, como siempre, despliega su bandera leal a toda legítima causa, rechazando con entereza los proyectos que no llevaban el sello de su profunda convicción en pro del bien nacional.

Con esa lealtad de pensamiento, rechazó y atacó el contrato Grace, no por espíritu de oposición sino porque como peruano, lo conceptuaba oneroso al país.

La instrucción del pueblo y el fomento de las industrias ha sido el ideal de los últimos años del doctor Morales Alpaca, y por eso no debe extrañarnos encontrarlo en las clases nocturnas de la Escuela de Artesanos de Arequipa, dando lecciones; ni la solicitud con que se propuso elaborar Vino de Champagne de la uva de Vítor,   —253→   pidiendo a Europa envases y útiles que llegaron en los días de su gravedad y muerte; menos el ardiente empeño que manifestó para la creación de un jardín botánico en su ciudad natal, ni la solicitud, sin segundo, que desplegó en favor de la clase pobre, cuando hubo allí amagos del cólera morbus. Entonces redactó y publicó una cartilla higienista que fue distribuida gratuitamente a la gente menesterosa; y presentó ante la Corporación Municipal acuerdos para proveerse de medicinas que llevasen el alivio en las horas de angustia que esperaba a la porción indigente, caso de llegar al Perú el fatídico viajero del Ganges.

Las luchas del periodismo diario tampoco fueron extrañas al doctor Morales Alpaca; pues las columnas de «La Bolsa» registraron extensas colaboraciones patrióticas, momentos antes y después de la clausura impuesta a aquel periódico, por el Jefe de la ocupación chilena.

Perseverante, en cuanto propósito abrigaba, el doctor Morales Alpaca, guiado siempre por miras levantadas del nivel de la vulgaridad, sin ese orgullo de los que mandan ni la vanidad de los que pueden, preparaba asuntos de alta importancia como la nueva ley de Municipalidades para llevarlos con su iniciativa al Senado, cuando la grave dolencia que de tiempo atrás minaba su salud, le obligó a dejar el banco parlamentario para regresar a Arequipa; pues él diagnosticó fatalmente su enfermedad, y quiso morir entre los suyos.



  —254→  

ArribaAbajo- VI -

Una vez postrado en el lecho del dolor, la resignación y la fortaleza acompañan al que supo ser fuerte y resignado en la hora de la prueba magna.

Soporta con evangélica mansedumbre todas las penalidades de la dolencia que, como llevo dicho, él mismo la conceptuaba mortal desde sus primeros síntomas.

Creyente sincero, al pensar en el término de la jornada, dirige su mirada al cielo y llama al sacerdote del catolicismo en la tierra.

¡Cuando ve, junto a su lecho, desparramada la alfombra de flores por donde va a cruzar la Majestad de Aquel que es la vida de los muertos27, y oye la campanilla que anuncia que es llegado el momento de doblar respetuosamente la rodilla, el cristiano se reconcentra en perdurable beatitud, el siervo adora y recibe a su Señor!...




ArribaAbajo- VII -

Ha rayado la aurora del 9 de julio, melancólica y triste para los que quedamos proscritos aún en este valle de lágrimas, y sonrosada y diáfana para quien se va en alas de la eterna esperanza.

  —255→  

El ángel de la muerte señala una fecha, allá en los inconmensurables espacios del infinito; aquí el reloj del tiempo marca las nueve y treinta minutos de la mañana.

El hombre debe pagar su tributo a la Naturaleza.

Los bronces sagrados del campanario de San Francisco vibran elevando una plegaria por el cristiano que agoniza. Por el rostro del moribundo ha resbalado ya la última blanquecina lágrima, y José A. Morales Alpaca se aduerme en la tierra con el sueño del justo, para despertar en el cielo.

Y cuando el doble de muerto anuncia que aquí todo ha concluido; ¡allá comienza todo! [...]

El doctor Morales Alpaca, entrado en los 48 años de su peregrinación mortal, era de estatura regular, de constitución robusta, vivo, franco y atrayente por su trato, como consecuencia de una educación esmerada.

Fue liberal de buena escuela, de la escuela cristiana que respeta los derechos y las creencias ajenas y no doblega la cerviz ante la indignidad plateada con el falso brillo de la hipocresía.

Sus creencias religiosas, cimentadas por propio razonamiento, no sufrieron jamás ese vaivén de los espíritus pobres, que establecen el flujo y reflujo según la mar en que navegan.

En familia, después que sufrió la pérdida de su madre, a quien sea dicho de paso, adoraba,   —256→   su aspiración principal era la felicidad de sus tres hermanas y una joven sobrina, con quienes formó su nido donde se respira la atmósfera de las satisfacciones que engendra la virtud en consorcio del trabajo.

Juzgando por la pureza de los afectos que allí han vivido, pienso que ese hogar no tendrá consuelo porque sé lo mucho que vale el cariño nacido de la comunidad de sentimientos.

Tal vez servirá de lenitivo al dolor del alma el recuerdo de que la existencia del doctor José A. Morales Alpaca ha sido útil a la humanidad, tanto como fecunda en virtudes y glorias estimadas y reconocidas por el país.




ArribaAbajo- VIII -

Flores nacidas en el vergel de la justicia y ajenas al espíritu de adulación, ornan la Corona Fúnebre del doctor Morales Alpaca; siendo todas ellas siemprevivas que no se marchitan con el tiempo y que vivirán diciendo al porvenir: somos la expresión del eterno reconocimiento que la sociedad debe a la memoria de un honorable ciudadano, que no cruzó estérilmente, el valle del dolor.





  —[257-258]→     —259→  

ArribaAbajoJosé Domingo Choqquehuanca

A Abelardo M. Gamarra

¡La Patria! ¡En ella cabe cuanto de grande el pensamiento alcanza! En ella el sol de redención se enciende; ella al recuerdo del futuro avanza; y su mano de plata desbordante la inmensa copa a las Naciones brinda...


Olegario V. Andrade                


Al recuerdo sagrado de la Patria, surge la imagen de todos aquellos que amaron la grandeza de su gloria y libertad. Por eso, al evocarla con las sentidas estrofas del cantor argentino que, en su ATLÁNTIDA, ha vertido el ardor de su alma americana, hemos llevado la mente hacia una personalidad   —260→   que, si en vida trabajó anheloso por el Perú, al través de los tiempos le honrará también por la pureza de sus principios y la perfección de su forma moral -si es permitido decir esto último.

No hace una centena de años que la frase un Perú era sinónimo de un tesoro. Y esto, no limitado tan sólo a la riqueza encerrada en su vasto y hermoso territorio, sino extensible a los tesoros intelectuales, de ciencia y de virtudes, en el corazón de sus hijos.

Hoy mismo, extended la mirada sobre aquellos dilatados campos. ¿Hay algo tan variado y sorprendente como los panoramas que ofrecen las serranías del Perú?

Junto a sus bosques de verde matizado se alzan sus cerros gigantes, coronados de nieves eternas que, derretidas al calor del sol, descienden, en abrillantadas corrientes, para bañar la alegre pradera.

A pocas horas de camino está la fría y helada cordillera con sus pajonales, invernadero de ganados, y los ricos minerales que despertarían la codicia si los hábitos de quietismo no hubiesen sembrado la pobreza industrial.

Aquella alegre región comprende el departamento del Cuzco: esta otra delinea el de Puno. Y esa variedad de terrenos y de climas también se retrata en el carácter de sus poblaciones y sus pobladores, como hemos de verlo en el curso de los bocetos biográficos que hemos emprendido.

Para los que hubiesen puesto en duda la inteligencia   —261→   y las sobresalientes dotes de los Incas, fundándose en la actual postración de la raza de los aborígenes del Perú, cada personaje de los que vamos delineando será siempre un reto que les haga comprender que la esclavitud degenera las razas, pero que el germen primitivo existe, y se manifiesta con potencia sorprendente allí donde se conservó pura la sangre peruana.

Si el Cuzco, en armonía con la poesía de su suelo, produjo al inimitable cantor de la lengua peruviana, doctor Espinosa Medrano, Puno fue la cuna del primer estadista que tuvo el Perú, con un cerebro frío y calculador, en cuyo corazón ardía el escondido fuego de los volcanes para arrebatarlo con las sublimes llamas de un patriotismo puritano. Este fue el doctor don José Domingo Choqquehuanca.

No es un nombre desconocido el que acabamos de trazar.

Los que han fojeado la historia patria, desde la época en que se anunciaron los albores de la hermosa mañana de su emancipación, habrán deletreado con simpatía el nombre de Choqquehuanca, colocado entre celajes de rosa tras de la colosal figura de Simón Bolívar.

Pero, ¿saben todos quién fue aquel ciudadano de corazón ardiente, de palabra fácil, y en cuyo cerebro lució el don profético de tiempos más felices que el nuestro porque los alimentaba la fe?

No.

  —262→  

Su persona y su nombre existen entre confusiones que es preciso depurar con tanto mayor empeño al presente, como que la postración de la patria exige, para ante sus hijos, el recuerdo de ejemplos dignos de imitar, legados por aquellos ilustres peruanos cuya memoria hemos de amar con amor agradecido.


ArribaAbajo- I -

En la solitaria ciudad de Azángaro, del departamento de Puno, vivió, practicando los más austeros y a la vez dulces deberes del hogar, un matrimonio indígena compuesto de Roque Choqquehuanca, la cabeza, y Melchora Béjar, el corazón.

Roque era último vástago de uno de los Incas peruanos: sus méritos, su fortuna, librada del esquileo, y su nobleza de sangre le hicieron, a más de Cacique de Azángaro, caballero cruzado y pensionado en la orden de Santiago. Su esposa, depositaria de los tiernos sentimientos religiosos que son la garantía tutelar de nuestros hogares, inclinó la voluntad de Roque, y ambos fundaron a su costa el suntuoso templo de Azángaro y muchos edificios de la población, contribuyendo a esto el entusiasmo de un hermano de Roque, don Gregorio Choqquehuanca, que llegó a ser canónigo de Dignidad Maestre Escuela en la ciudad de la Plata -Sucre- en la República de Bolivia28.

  —263→  

Así puro y honrado fue el techo bajo el cual se colocó la cuna de José Domingo, nacido el 4 de agosto de 1792, día de regocijo magno para aquel hogar feliz por muchos motivos, pero sombrío, hasta entonces, porque no le alegraba la sonrisa de un niño. La infancia de los peruanos era casi una en su desarrollo y en sus detalles.

Los besos de la madre, los desvelos de su amor, las chocheces de su afecto y los cálculos de un buen padre, hallan su lindero, o mejor dicho cambian de forma y de rumbo, el día en que se piensa en la ESCUELA.

Contaba 10 años José Domingo, cuando ocurrió en su casa aquella sublime escena de amor, abnegación y desprendimiento egoísta que ninguno que no sea padre sabrá aquilatar bien.

Debía separarse el hijo para ir a la ciudad de Arequipa, lugar elegido por sus padres para educar a José Domingo, y llegado allí, en 1802, inició su carrera literaria bajo felices auspicios, cuyo relato llenaba de orgullo el corazón de Roque y hacía llorar a Melchora.

La ternura de las madres no tiene límites; pues, al decir de Balzac, hay dos cosas insaciables: el amor de una madre y la ansiedad del jugador.

¡La madre! Ella rocía con sus lágrimas así la corona de laureles como la cadena de prisiones del hijo.

En medio de aquellas dulces tristezas que las buenas nuevas relativas a su hijo producían a   —264→   Melchora, en su corazón maternal se alzaban negros nubarrones de un presentimiento siniestro.

¿Quién es capaz de interpretar los secretos avisos del corazón de las madres? Para ellas el velo del porvenir parece más ligero, y así leen la verdad al través del tiempo.

La muerte estaba con la guadaña lista para cortar la felicidad de la familia Choqquehuanca, dejando huérfano de padre y madre al pequeño José Domingo, cuando apenas contaba 12 primaveras.

En aquella suprema orfandad que cubre de ceniza y sal las más queridas flores de las ilusiones de un niño, para el estudiante de Azángaro no hubo otro refugio de consuelos que los brindados por su tío don Gregorio. Perdidos sus padres, iba también a perder su patria, a ser extranjero, y en tierra ajena a procurarse el pan del alma que el espíritu recibe en el libro como el supremo vigorizador del infortunio.

José Domingo fue llevado a Sucre por el Canónigo, su tío, quien lo puso en el colegio de «San Juan Bautista» de aquella ciudad, floreciente entonces por su plan de estudios, la competencia de sus regentes y la moralidad de sus claustros.




ArribaAbajo- II -

Destinada a la juventud proscrita de los afectos de familia, ha puesto el buen Dios una luz   —265→   secreta en el atractivo dulce de la soledad y de la contracción.

Los espíritus bizarros se han formado casi siempre en la escuela del dolor: magnífico templo de aprendizaje en cuyos altares nuestro holocausto es la constancia.

Con el apagamiento del hogar paterno, se abrió para el joven Choqquehuanca la nueva era de su vida. No sería ya el hijo mimado de los autores de su existencia, sino el pupilo del sacerdote que espiaba su conducta con escrúpulo, y dirigía su inteligencia con interés.

Latinidad, Filosofía, Teología, todos los cursos de su plan de estudios fueron devorados, por decirlo de una vez, por el joven peruano, quien, en su calidad de forastero, hallaba un estímulo para sobreponerse a sus colegas bolivianos; y las borlas doctorales se preparaban para ornar, desde temprana edad, la frente del estudiante contraído. Esto se realizó en 1809, fecha en que se graduó de doctor, contando apenas 17 años, y con tan brillante éxito que dejó satisfechos a sus maestros, envidiosos a sus condiscípulos, y llenó de regocijo a su tío el digno Canónigo, quien ansiaba verlo vestir la túnica talar. Pero, no era el altar divino el que reclamaba a este joven, destinado por la Providencia al ministerio de otro altar no menos respetable que el primero, cual es el de la Patria, cuyo nombre entusiasmaba a Choqquehuanca con los primeros y purísimos efluvios de la libertad.   —266→  

Se decidió por terminar la carrera de Jurisprudencia, abrigando ya firme propósito de regresar al Perú, donde la causa patriota tenía fundadamente alarmado al gobierno colonial.

El año 1812 se graduó en Derechos, en los que se perfeccionó cuatro años después, esto es en 1817; emprendiendo luego su viaje de vuelta hacia el país natal para reunir su fortuna dispersa y comenzar una vida activa en cooperación de la causa independiente, en cuyas aras ya se habían inmolado tantas y tan ilustres víctimas como Tupac-Amaru, Pumaccahua, Becerra, Angulo, Farfán de los Godos y mil más.




ArribaAbajo- III -

En atrevida lucha las diminutas fuerzas libertadoras contra el gigante poder de la corona, recibieron de la Victoria, en mano propia, los laureles del triunfo, en los campos de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824.

La noticia subyugó los ánimos, con la velocidad del rayo, para hacer estallar el entusiasmo; y los peruanos sintieron bullir la sangre entre sus venas, enardecidas por el sol de la libertad que doraba ya las cumbres y alumbraba hasta los antros más recónditos de su patria.

Los empujes de Junín y Ayacucho agrandaron la personalidad de Bolívar hasta darle la talla de un dios americano. Explicable es, pues, todo lo suntuoso que los pueblos hicieron al recibirlo en su paseo triunfal por la tierra que despojada   —267→   para siempre de sus cadenas de servilismo, entonaba el himno de los libres.

El tránsito de Bolívar por los pueblos del interior de la República, marca época en los anales de lo grande y luminoso.

Pasó también por el departamento de Puno, y Choqquehuanca marchó, en compañía de varios vecinos notables de Azángaro, a la villa de Pucará a saludar al inmortal hijo de Caracas, a quien habló así:

«Quiso Dios formar de salvajes un imperio y creó a Manco-Capac. Pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de expiación, tuvo piedad de la América y os ha creado a vos. Sois, pues, el hombre de un designio providencial. Nada de lo hecho atrás se parece a lo que habéis hecho, y para que nadie pueda imitaros es preciso que no haya un mundo que libertar. Habéis fundado cinco Repúblicas que, en el inmenso desarrollo a que están llamadas, elevarán vuestra estatua a donde ninguna ha llegado.

»Con los siglos crecerá vuestra gloria, como crece la sombra cuando el sol declina».

¿Qué más podía decirse a quien nos legó la dignidad patricia?

Acaso nada más.

Bolívar no olvidó nunca aquellas sentenciosas palabras, en que la elocuencia agradecida está condensada con admirable delicadeza, ni el nombre de quien las pronunció.

La historia tampoco ha silenciado las unas ni olvidado al otro.   —268→  

El doctor don Francisco García Calderón, al hablar del Libertador en SU DICCIONARIO DE LEGISLACIÓN, dice: Mucho se ha escrito en elogio de Bolívar; pero entre todo damos la preferencia a la arenga que ante él pronunció el año 1825, en el pueblo de Pucará, el finado doctor José Domingo Choqquehuanca. He aquí algunos fragmentos de ella, e inserta los hermosos pensamientos de aquel discurso que llevamos trascritos.

El «Comercio» de Nueva York, en uno de sus números del año 1880, copia el mismo trozo que he trazado; pero, desgraciadamente, al hacer las apreciaciones histórico-biográficas, sufre una tremenda equivocación, emanada, en mi concepto, de una confusión entre el Canónigo don Gregorio Choqquehuanca, de quien ya he hecho referencia, y el héroe de la palabra de Pucará, pues dice a la letra:

«Cuando en 1825, después de la campaña del Perú, Bolívar se dirigió a Bolivia, el Cura de Pucará, doctor Choqquehuarse, oriundo de la raza indígena, lo felicitó con la arenga siguiente que, por su enérgica elocuencia y elevación, no desdice de los demás bellos rasgos en este género [...]

»El Libertador quedó admirado al escuchar semejantes conceptos en boca de un humilde cura indio, en el centro de los Andes, y agradecido a su ingenioso admirador, le ofreció un canonicato que el digno eclesiástico rehusó admitir».

  —269→  

A rectificar estas confusiones y salvar las dudas, contribuirán, no lo dudamos, las presentes líneas, basadas en buenos datos, ordenados con todo el entusiasmo del peruanismo que nos hace trabajar por la gloria de los muertos en cuya sepultura se levanta la luz de gloria para el Perú.




ArribaAbajo- IV -

Como en todos los pueblos, en la provincia de Azángaro se reunió el pueblo en comicio, y nombró al ya reputado doctor Choqquehuanca por su Delegado; cargo que desempeñó por tres meses, pero cuyo tiempo, aunque cortísimo, supo utilizarlo con ventaja digna de encomio, pues organizó la provincia según el sistema popular representativo, renunciando enseguida el cargo.

El Congreso de 1826 recibió en su seno al doctor Choqquehuanca, como Diputado por Azángaro, quien honró a tal grado el asiento legislativo, que mereció una medalla de oro del Libertador Bolívar.

Entonces inició Choqquehuanca la erección del obispado de Puno. Aquel Congreso, como es sabido, fue litigioso, y más que alguno otro pedía mesura y desprendimiento a los representantes que, por tanto, debían inspirarse en el verdadero patriotismo.

Presentada la moción pidiendo que se difiriese para otra época la instalación del Congreso,   —270→   Choqquehuanca fue de los que apoyaron esta idea que motivó serios disturbios en las Cámaras, dividiéndolas en dos bandos reñidos y exaltados, y de los que se originó el nombre de vitalicios dado a los que apoyaban la idea defendida por Choqquehuanca, -inspiración de Bolívar- siguiéndose a esta tempestad parlamentaria la revolución de Enero de 1827, siendo en consecuencia proscritos los vitalicios de la comunión política.

No me detengo en la investigación y juicio de estos procedimientos, porque meramente recopilo los datos de la vida de Choqquehuanca, señalando las faces culminantes de ella. Choqquehuanca representó otra vez la provincia de su nacimiento -Azángaro- siendo, al mismo tiempo, nombrado diputado a la Junta Departamental de Puno, puesto que prefirió al de representante, convencido de que la buena administración y la ventura de un país dependen de los empleados secundarios, y que allá hacía mayor beneficio a su departamento. Introdujo grandes reformas político-sociales, sirviendo un año de secretario, y tres de Presidente de la expresada Junta.

En 1830 dejó terminada su obra titulada Ensayo de Estadística completa de los ramos Económico-Políticos de la provincia de Azángaro del departamento de Puno de la República peruana, del quinquenio, contado desde 1825 hasta 1829 inclusive, obra de tanto aliento como fruto de una perseverancia patriótica   —271→   que, por sí sola, bastaría para recomendar el nombre de su autor ante los poderes legislativos de un país, siguiéndose las dos circunstancias especiales de haber sido Choqquehuanca el primero que, en el Perú, emprendió semejante trabajo, y la de haber recorrido, por varias veces, la provincia para dar a su obra el sello de la verdad y propiedad. Oigámosle a él mismo que, en los preliminares de su trabajo, dice: «Después de las más constantes y laboriosas contradicciones, difícilmente puede combinarse una estadística completa. Mis ideas divagaron sin término entre las diversas materias que debía comprender una obra, que, por su naturaleza complicada, exigía extraordinarios esfuerzos para metodizarla. Por repetidas veces dejé la pluma ruborizado de mi impotencia, en un empeño tan difícil; mas reanimado por mis compromisos públicos, al fin pude divisar, en la Economía Política, las reglas de su composición. Las dificultades no se terminaron en haber alcanzado el método; aún fueron más insuperables en la consecución de los datos estadísticos: fue necesario correr y recorrer la provincia, y hacer entender que la formación de la estadística no era para imponer gravámenes, ni hacer males a los pueblos, sino para promover la felicidad y prosperidad de ellos».

El ilustrado Raimondi, al hablar de esta entidad peruana, dice «que sería una felicidad para el Perú, si hubiese un Choqquehuanca en cada   —272→   provincia»29, hermoso pensamiento que, condensado, encierra la apología gloriosa de nuestro compatriota, presentándolo a la imitación y al estímulo de la juventud peruana.




Arriba- V -

Elegido Senador por el departamento de Puno en 1832, llevó Choqquehuanca a efecto la creación del obispado de Puno, quedando de Consejero de Estado después de la clausura del Congreso, y en este desempeño publicó, en 1833, la obra de Estadística que hemos relacionado, producción que el Supremo Gobierno pasó a manos del cosmógrafo mayor doctor don Gregorio Paredes, cuya opinión fue la de que «siendo un trabajo acabado, serviría de modelo en todas las provincias de la República». En consecuencia, el Gobierno compró 70 ejemplares de la obra para todas las provincias; pero, ese veneno corroedor del progreso de las naciones que los malos hijos les propinan bajo la forma de revoluciones, no permitió que de tan meritorio trabajo se cosechasen los frutos esperados.

La revolución de Salaverry, el año 1835, impidió la reunión del Congreso ordinario de aquel año, al que debía asistir Choqquehuanca como diputado electo, tercera vez, por la provincia de Azángaro; y nombrado Subprefecto de la mencionada provincia, tampoco desempeñó el puesto por la revuelta política de que hablamos.

  —273→  

El General Orbegoso que, por aquel tiempo, regía los destinos del Perú, conociendo los méritos de Choqquehuanca, lo colmaba de todo género de distinciones y le pidió fuese Prefecto de Puno, puesto que Choqquehuanca aceptó con miras de salvar a los patriotas perseguidos, y no por adhesión a Santa-Cruz.

Pero Choqquehuanca era hijo de la ley, y acatador del derecho; condiciones altamente opuestas a la práctica autoritativa de las épocas de turbulencias políticas. Se le pedía la arbitrariedad; se le exigía el olvido de las leyes juradas, y con los fusilamientos y excesos mal podía avenirse su espíritu justiciero. A los cinco meses renunció la Prefectura, contando el placer de haber salvado la vida al Gran Mariscal San Román y la del doctor Severo Malavia, notable personaje de Bolivia.

En cinco meses de atenta observación al frente de los destinos del departamento de Puno comprendió, sin duda, el reflexivo Choqquehuanca la anarquía en que se desquiciaban las nacientes instituciones patrias con la prescindencia de la ley; pues, persuadido estaba de la gran verdad doctrinaria de Montesquieu, de que el país que no respeta sus leyes, por malas que sean, camina al abismo de su destrucción; y no contando con elementos que sirvieran de atajo a aquella corriente devastadora, se retiró a buscar la soledad en el tranquilo rincón del hogar, lamentando, en pensamiento acibarado, la suerte de la Patria, rescatada a tanta costa a   —274→   la vida de la libertad republicana, defendiendo, sí, con ardor, como abogado, los derechos de los indígenas de Azángaro.

En 1845 visitó nuestro héroe la monumental ciudad del Cuzco, cuya grandeza y hermosura de paisaje animaron su existencia amortiguada; y abandonando la atonía de su espíritu, emprendió en aquella ciudad la impresión de un folleto dedicado al Gran Mariscal don Ramón Castilla, con el título de Complemento al Régimen representativo.

Muchas notabilidades literarias de Europa mantenían relaciones epistolares con Choqquehuanca; y en el Perú, Paz-Soldán, Ureta, Luna Pizarro, Vigil, Pardo (Felipe), Químper (José María), todos conservaban con él iguales relaciones, y a este último sirvió de activo colaborador en «La Reforma», periódico que redactaba en Arequipa, donde también inició Químper su carrera periodística, y cuyos primeros trabajos fueron alentados por Choqquehuanca con el entusiasmo que siempre abrigó por las buenas ideas. El doctor Químper dice: «Se hizo mi corresponsal y mi colaborador, y recuerdo haber publicado algunos escritos suyos, notables por su brío y por su sincero culto a las ideas republicanas»30.

La vida privada de este hombre ha sido ¡cosa rara! modelo de virtudes domésticas y personificación de la sagacidad y el desprendimiento.

Indio peruano, de tez oscura, ojos de mirada   —275→   centelleante, cabello negro, lacio y grueso, estatura pequeña, abdomen pronunciado, palabra firme, voz sonora y voluntad de acero; he ahí la persona.

Hoy apenas queda un hijo de aquel nieto de Incas, que, sin duda, vive olvidando los afanes de la enmarañada política con el recuerdo glorioso de sus antepasados.

La cuna del hombre está a más o menos distancia de la tumba.

En la vida fugaz sólo es cuestión de tiempo lo que nace con igualdad de fin.

Sonó la hora marcada en el reloj que mide el don de la existencia otorgada por la mano de Aquel que contempla los siglos y los mundos como segundos y como átomos. En 1854 se abrió la sepultura para el peruano que, al volver al seno de los misterios de Dios, podía asentar en su cuenta el cumplimiento del deber como hijo de la Patria.

Lloró el bronce sagrado en las alturas del campanario, y la enseña del duelo se ostentó, en el Perú, por la desaparición de uno de sus más abnegados defensores.

Y, si los restos de José Domingo Choqquehuanca, que debían estar velados por el pabellón nacional, reposan allá en las ignoradas soledades de Azángaro, su nombre se repite con carino en el poblado, y se guarda con respeto en el libro.

¡Dichosos los mortales que, al pasar por el valle de la vida, dejan huella de luz y de gloria!