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Bodas reales

Benito Pérez Galdós

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Si la Historia, menos desmemoriada que el Tiempo, no se cuidase de retener y fijar toda humana ocurrencia, ya sea de las públicas y resonantes, ya de las domésticas y silenciosas, hoy no sabría nadie que los Carrascos, en su tercer cambio de domicilio, fueron a parar a un holgado principal de la Cava Baja de San Francisco, donde disfrutaban del discorde bullicio de las galeras y carromatos, y del grande acopio de vituallas, huevos, caza, reses menores, garbanzos, chorizos, etc., que aquellos descargaban en los paradores. Escogió D. Bruno este barrio mirando a la baratura de las viviendas; fijose en él por exigencia de su peculio (que con las dispendiosas vanidades de la vida en Madrid iba enflaqueciendo), y por dar gusto a su esposa, la señora Doña Leandra, cuyo espíritu con invencible querencia tiraba hacia el Sur de —6→ Madrid, que entonces era, y hoy quizás lo es todavía, lo más septentrional de La Mancha. En mal hora trasplantada del cortijo a la corte, aliviaba la infeliz mujer su inmenso fastidio poniéndose en contacto con arrieros y trajinantes, con zagalones y mozos de mulas, respirando entre ellos el aire de campo que pegado al paño burdo de sus ropas traían.

Pronto se asimiló Doña Leandra el vivir de aquellos barrios: la que en el centro de Madrid no supo nunca dar un paso sin perderse, ni pudo aprender la entrada y salida de calles, plazuelas y costanillas, en la Cava y sus adyacentes dominó sin brújula la topografía, y navegaba con fácil rumbo en el confuso espacio comprendido entre Cuchilleros y la Fuentecilla, entre la Nunciatura y San Millán. Era su más grato esparcimiento salir muy temprano a la compra, con la muchacha o sin ella, y de paso hacer la visita de mesones, viendo y examinando la carga y personas que venían de los pueblos. En estas idas y venidas de mosca prisionera que busca la luz y el aire, Doña Leandra corría con preferencia cariñosa tras de los ordinarios manchegos, que traían a Madrid, con el vino y la cebada, el calor y las alegrías de la tierra. Casi con lágrimas en los ojos entraba la señora en el mesón de la Acemilería, —7→ calle de Toledo, donde paraban los mozos de Consuegra, Daimiel, Herencia, Horcajo y Calatrava, o en el del Dragón (Cava Baja), donde rendían viaje los de Almagro, Valdepeñas, Argamasilla y Corral de Almaguer. Amistades y conocimientos encontró en aquellos y otros paradores, y su mayor dicha era entablar coloquios con los trajinantes, refrescando su alma en aquel espiritual comercio con la España real, con la raza despojada de todo artificio y de las vanas retóricas cortesanas. «¿A qué precio dejasteis las cebás?... ¿No trujisteis hogaño más queso que en los meses pasados?... Soñé que llovían aguas del cielo a cantarazos por todo el campo de Calatrava. ¿Es verdad o soñación mía?... Mal debe de andar de corderos la tierra, pues casi todo lo que hoy he visto es de Extremadura. Vendiéronse los míos para Córdoba, y sólo quedaron tres machos de la última cría, y dos hembras que pedí para casa... Decidme vos: ¿ha parido ya la María Grijalva, de Peralvillo, que casó con el hijo de Santiago el Zurdo, mi compadre?... ¿Supisteis vos si al fin se tomó los dichos Tomasa, la de Caracuel, con el hijo de D. Roque Sendalamula, el escribano de Almodóvar? Hubieron puñaladas en la Venta de la tía Inés por mor de Francisquillo Mestanza, el de Puerto Lápice, y a poco —8→ no lo cuenta el novio, que es mi ahijado, y sobrino segundo de la tía de Bruno por parte de madre... ¡Ay qué arrope traéis acá, y con qué poco se contenta este Madrid tan cortesano! El que yo hacía para mis criados era mejor... Idvos, idvos pronto, que yo haría lo mesmo para no volver, si pudiera; este pueblo no es más que miseria con mucha palabrería salpimentada: engaño para todo, engaño en lo que se come, en lo que se habla, y hasta en los vestidos y afeites, pues hombres y mujeres se pegotean cosas postizas y enmiendan las naturales. ¿Qué hay en Madrid?, mucha pierna larga, mucha sábana corta, presumir y charlar, farsa, ministros, papeles públicos, que uno dice fu y otro fa; aguadores de punto, soldados y milicianos, que no saben arar; sombreros de copa, algunos tan altos que en ellos debieran hacer las cigüeñas sus nidos; carteros que se pasan el día llevando cartas... ¿pero qué tendrá que decir la gente en tanta carta y tanto papel?... carros de basuras, ciegos y esportilleros, para que una trompique a cada paso; muertos que pasan a todas horas, para que una se aflija, y árboles, Señor, árboles sin fruto, plantados hasta en las plazuelas, hasta en las calles, para que una no pueda gozar la bendita luz del sol...».

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Estos desahogos de un alma prisionera, asomándose a la reja para platicar con los transeúntes libres, que libres y dichosos eran a su parecer todos los seres que venían de la Mancha, calmaban la tristeza de la pobre señora. Por gusto de respirar vida campesina, extendía su visiteo a paradores donde más que manchegos encontraba extremeños, castellanos de Ávila o de Toro, andaluces y hasta maragatos. El mesón de los Huevos, en la Concepción Jerónima; los del Soldado y la Herradura, los de la Torrecilla y de Ursola, en la calle de Toledo; el de la Maragatería, en la calle de Segovia, y el de Cádiz, Plaza de la Cebada, junto a la Concepción Francisca, veían a menudo la escuálida y rugosa cara de Doña Leandra, que a preguntar iba por jamones que no compraba, o por garbanzos que no le parecían buenos. Los suyos -decía- eran más redondos y tenían el pico más corvo, señal de mayor substancia.

Al regresar a su casa, hecha la compra, en la que regateaba con prolija insistencia, despreciando el género y declarándolo inferior al de la Mancha, entraba en las cacharrerías, compraba teas, estropajos y cominos, especia de que tenía en su casa provisión cumplida para muchos meses, así como de orégano, laurel y otras hierbas. Gustosa del paseo, se internaba con su —10→ criada por las calles que menos conocía, como las del Grafal, San Bruno y Cava Alta, recreándose en los míseros comercios y tenduchos a estilo de pueblo que por allí veía, harto diferentes de lo que ostentan las calles centrales. Las pajerías le encantaban por su olor a granero, y las cererías y despachos de miel por el aroma de iglesia y de colmena reunidos; en la Cava Baja, como en la calle de Toledo, parábase a contemplar los atalajes de carretería y los ornamentados frontiles, colleras, cabezadas, albardas y cinchas para caballos y burros; las redomas de sanguijuelas en alguna herbolería fijaban su atención; los escaparates de guitarrero y los de navajas y cuchillos eran su mayor deleite. Rara vez sonaba en aquellos barrios el importuno voceo de papeles públicos por ciegos roncos o chillonas mujeres; las patadas y el relinchar de caballerías alegraban los espacios; todo era distinto del Madrid céntrico, donde el clásico rostro de España se desconoce a sí mismo por obra de los afeites que se pone, y de las muecas que hace para imitar la fisonomía de poblaciones extranjeras. Veíanse por allí contados sombreros de copa, que, según Doña Leandra, no debían usarse más que en los funerales; escasas levitas y poca ropa negra, como no fuese la de los señores curas; abundaban —11→ en cambio los sombreros bajos y redondos, los calañeses, las monteras de variada forma y los colorines en fajas, medias y refajos; y en vez del castellano relamido y desazonado que en el centro hablaban los señores, oíanse los tonos vigorosos de la lengua madre, caliente, vibrante y fiera, con las inflexiones más robustas, el silbar de las eses, el rodar de las erres, la dureza de las jotas, todo con cebolla y ajo abundantes, bien cargado de guindilla. Por lo que allí veía y oía Doña Leandra, érale Madrid menos antipático en las parroquias del Sur que en las del centro, y tan confortado sintió su espíritu algunas mañanas y tan aliviado de la nostalgia, que al pasar por algunas calles de las menos ruidosas, le parecieron tan bonitas como las de Ciudad Real, aunque no llegaban, eso no, a la suntuosidad, hermosura y despejo de las de Daimiel.

El contento relativo de Doña Leandra en su matutina excursión amargábase al llegar a casa cargadita de orégano y hojas de laurel, porque si era muy del gusto de ella la mudanza a la Cava Baja, sus hijas Eufrasia y Lea renegaban de la instalación en barrio tan feo y distante de la Puerta del Sol; a cada momento se oían refunfuños y malas palabras, y no pasaba día sin que estallara en la familia un —12→ vivo altercado, sosteniendo de una parte los padres el acierto de la mudanza, y las hijas maldiciendo la hora en que unos y otros juzgaron posible la vida en aquel destierro. Los chiquillos, que ya iban aprendiendo a soltar su voz con desembarazo ante las personas mayores, seguían la bandera cismática de sus hermanas, y las apoyaban en sus furibundas protestas. Vivir en tal sitio era no sólo incómodo, sino desairado, no teniendo coche. Amigas maleantes las compadecían repitiendo con sorna que se habían ido a provincias; veíanse condenadas a perder poco a poco sus amistades y relaciones, que no podían sustituir con otras en un barrio de gente ordinaria; lo que ganaban con la baratura del alquiler, perdíanlo con el mayor gasto de zapatos; los chicos, con el pretexto de la distancia, volvían de clase a horas insólitas; hasta en el orden religioso se perjudicaba la familia, porque las iglesias de San Millán, San Andrés y San Pedro hervían de pulgas, cuyas picadas feroces no permitían oír la misa con devoción.

Debe advertirse, para que cada cual cargue con su responsabilidad, que las dos hermanas no sostenían su rebeldía con igual vehemencia. A los tonos revolucionarios no llegaba nunca Lea, que combatía la nueva situación dentro —13→ del respeto debido a los padres y doblegándose a su indiscutible autoridad; pero Eufrasia se iba del seguro, extremando los clamores de su desdicha por el alejamiento de las amistades, presentándose como la única inteligencia de la familia, y rebatiendo con palabra enfática y un tanto desdeñosa las opiniones de los viejos. Respondía esta diversidad de conducta a la diferencia que se iba marcando en los caracteres de las dos señoritas, pues en la menor, Eufrasia, había desarrollado la vida de Madrid aficiones y aptitudes sociales, con la consiguiente querencia del lujo y el ansia de ser notoria por su elegancia, mientras que Lea, la mayor, no insensible a los estímulos propios de la juventud, contenía su presunción dentro de límites modestos, y no hacía depender su felicidad de un baile, de un vestidillo o de una función de teatro. Hablar a Eufrasia de volver a la Mancha era ponerla en el disparadero; Lea gustaba de la vida de Madrid, y difícilmente a la de pueblo se acomodaría; mas no le faltaba virtud para resignarse a la repatriación si sus padres la dispusieran o si desdichadas circunstancias la hicieran precisa.

En los tres años que llevaban de Villa y Corte, transformáronse las chicas rápidamente, así en modales como en todo el plasticismo —14→ personal, cuerpo y rostro, así en el hablar como en el vestir: lo que la Naturaleza no había negado, púsolo de relieve y lo sacó a luz el arte, ofreciendo a la admiración de las gentes bellezas perdidas u olvidadas en el profundo abismo del abandono, rusticidad y porquería de la existencia aldeana. De novios no hablemos: les salían como enjambre de mosquitos, y las picaban con importuno aguijón y discorde trompetilla, los más movidos de fines honestos o de pasatiempo elegante, algunos arrancándose con lirismos que no excluían el buen fin, o con románticos aspavientos, en que no faltaban rayos de luna, sauces, adelfas y figurados chorros de lágrimas. Pero las mancheguitas eran muy clásicas, y un si es no es positivistas, por atavismo Sanchesco, y en vez de embobarse con las demostraciones apasionadas de los pretendientes, les examinaban a ver si traían ínsula, o dígase planes de matrimonio.

En el alza y baja de sus amistades, las hijas de D. Bruno mantuvieron siempre vivo su cariño a Rafaela Milagro, guardando a ésta la fidelidad de discípulas en arte social. Obligadas se vieron al desvío de tal relación en días de prueba y deshonor para la Perita en dulce; pero el casamiento de esta con Don Frenético levantó el entredicho, y las manchegas —15→ pudieron renovar, estrechándolo más, el lazo de su antiguo afecto. Rafaela se hizo mujer de bien, o aparentó con supremo arte que nunca había dejado de serlo; allá volvieron gozosas Eufrasia y Lea, y ya no hubo para ellas mejor consejero ni asesor más autorizado que la hija de Milagro, en todo lo tocante a sociedad, vestidos, teatros y novios. Y véase aquí cómo la fatalidad, tomando la extraña forma de un desacertado cambio de domicilio, se ponía de puntas con las de Carrasco: cada vez que visitaban a su entrañable amiga, tenían que despernarse y despernar a D. Bruno, pues Rafaela había hecho la gracia de remontar el vuelo desde la calle del Desengaño a los últimos confines de Madrid en su zona septentrional, calle del Batán, después Divino Pastor, lindando con los Pozos de Nieve y el Jardín de Bringas, y dándose la mano con el Polo Norte, por otro nombre la Era del Mico.

Aunque todo lo dicho puede referirse a cualquier mes de aquel año 43, tan turbulento como los demás del siglo en nuestro venturoso país, —16→ hágase constar que corría el mes de las flores, famoso en tales tiempos porque en él nació y murió, con solos diez días de existencia, el Ministerio López, fugaz rosa de la política. Y también es preciso consignar que D. Bruno Carrasco y Armas se daba a todos los demonios por el sesgo infeliz que iban tomando sus negocios en Madrid, cementerio vastísimo, insaciable, de toda ilusión cortesana. No sólo se le había torcido el asunto de Pósitos, después de haber gozado esperanzas de pronta solución, sino que no hallaba medio de salir diputado ni por la provincia manchega ni por otra alguna de la Península, a pesar de los enjuagues con que Milagro había manchado su reputación de probo funcionario liberal. Ni la benevolencia de Cortina, ni los cariños y palmaditas de hombro del Ministro de la Gobernación, Sr. Torres Salanot, le valían más que para aumentarle el mal sabor de boca. Por añadidura, su plaza en una Comisión de Hacienda era honorífica, y D. Bruno no cataba sueldo ni emolumento, siéndole ya muy difícil sostener la falsa opinión de hombre adinerado; y para colmo de infortunios, cuando ya estaba extendido su nombramiento de jefe político de Badajoz y sólo faltaba la firma del Regente, he aquí que viene al suelo y se hace mil pedazos el Ministerio —17→ Rodil, en medio de un desorden y confusión formidables. Le sustituyó López, despertando en unos y otros progresistas esperanzas de mejores tiempos, y ya tenemos a D. Bruno consolándose de sus desdichas y viéndose salvado de la crisis que le amenazaba. Quería personalmente a López y le admiraba por su elocuencia. Verdad que no sacaba gran substancia de ella, achaque común a todos los admiradores del que entonces pasaba por eminente tribuno. Si ininteligibles son los oradores que padecen plétora de ideísmo, en el mismo caso están los anémicos de pensamiento, que al propio tiempo disfrutan de una fácil y florida palabra. De los más intensamente fascinados por la vana oratoria de López era D. Bruno, el cual en terrible perplejidad se veía cuando en el café le preguntaban sus amigos: «¿Pero qué ha dicho, en suma?».

En su casa, donde nadie le contradecía, manifestaba el manchego libremente su nueva cosecha de ilusiones, y la risueña esperanza de que entrábamos en una era de ventura. «Ya ven -decía-, si estamos de enhorabuena los españoles. Ha dicho D. Joaquín que se constituirá una administración paternal. Es precisamente lo que venimos pidiendo... Que se moralizará la administración en todos los ramos, y que se presentarán —18→ a las Cortes todos aquellos proyectos que promuevan la felicidad pública... Esto, esto es lo que España necesita... ¡Por fin tenemos un hombre! Y para que estemos completamente de acuerdo, también asegura que el nuevo Gabinete trabajará por la reconciliación de todos los ciudadanos que con su saber y virtudes pueden contribuir a la felicidad y lustre de la patria. ¡La reconciliación! Ese es mi tema. Y López lo hará, ayudado por los demás Ministros, Fermín Caballero, el General Serrano, Ayllón, Frías y Aguilar, ¡vaya si lo hará!... ¡Todos unidos, todos mirando por la moralidad, respetando la libertad de imprenta y cuantas libertades nos den...! Ved lo que dice el Eco del Comercio: que López es uno de los primeros hombres de Europa, y yo añado que las naciones extranjeras nos le envidian. Una palabra que no entiendo trae el periódico: dice que López es el Palladium de las libertades públicas. ¿Qué querrá significar con esto el articulista? Eufrasia, tú que eres la más leída de casa, ¿sabes lo que es Palladium?». Replicó la niña con plausible sinceridad que había oído más de una vez la palabreja; pero que no recordaba su sentido, porque tal número de voces nuevas se usaban en Madrid, traídas de Francia, que era difícil guardarlas todas en la memoria... únicamente —19→ asegurar podía que Palladium era cosa del Procomún. No se cuidó más D. Bruno de poner en claro el exótico término, y se fue en busca de noticias. Todavía no había podido el Gobierno desenvolverse de las primeras obligaciones ministeriales, y ya le habían prometido a D. Bruno los íntimos de Caballero una jefatura política más cómoda que la frustrada de Badajoz, provincia revuelta en aquellos días, a causa de los desafueros cometidos para sacar diputados, por los cabellos, nada menos que a tres lumbreras del progresismo: D. Antonio González, Don Ramón María Calatrava y D. Francisco Luján. Mejor ínsula sería para D. Bruno la provincia de Alicante, tan celebrada por su turrón como por su ardiente liberalismo.

En estas ilusiones transcurrieron diez días, no siendo preciso más para que se marchitaran las rosas primaverales del Ministerio López. Este continuaba llamando a la reconciliación, abriendo sus brazos a todos los españoles virtuosos, y los españoles virtuosos no acudían al llamamiento; quería Su Excelencia fascinarles con períodos que lisonjeaban el oído y despertaban ideas placenteras, efecto semejante al de los brillantes colores y al de los orientales perfumes. El diablo, que no duerme, levantó grave discordia entre la voluntad del Regente y la —20→ de los Ministros. Querían estos cambiar el comedero de Linaje (secretario de confianza y amigo fiel de Espartero), quitándole de la Inspección de Infantería para llevarle a una Capitanía General. Negose a firmar el decreto Su Alteza, y ya tenemos al Ministerio López boca abajo, casi sin estrenarse, guardando para mejor ocasión los proyectados abrazos, las flores y toda la perfumería política.

Creyó D. Bruno que se le caía el cielo encima con todas sus estrellas, y sintió vivísimas ganas de saber lo que era el palladium, para dar golpe en el café, usando esta palabra en una protesta viril y al propio tiempo erudita. Pero como estaba de Dios que en el desmoche continuo de patrióticas esperanzas nunca se ajase el ramillete de las de Carrasco, a la muerta ilusión sucedió bien pronto la de ser atendido y considerado por el nuevo Gabinete, que presidía D. Álvaro Gómez Becerra, y en el cual figuró asimismo un amigo de los mejores que el manchego tenía: D. Juan Álvarez Mendizábal. Faltaba que la política entrase en vías pacíficas y normales, y así habría pasado si Dios atendiese el ruego del honrado D. Bruno; mas los designios del Altísimo eran otros, y queriendo trastornar a esta insensata nación más de lo que estaba, permitió la sesión del 20 de Mayo —21→ en el Congreso, una de las más embarulladas y batallonas que en españolas asambleas se han visto. El paso de un Gobierno a otro fue grande escándalo; dijéronse allí entrantes y salientes lindezas mil; rompió el Presidente la campanilla; las tribunas vociferaban; hasta se habló de asesinos pagados que acechaban en las puertas para quitar de en medio a los ex-Ministros impopulares, y por fin Olózaga, con ardiente y cruel palabra, marcó el divorcio entre el Regente y las más notables figuras de su partido. Ya nadie se entendía; la coalición de la prensa conseguía su objeto de prender fuego al país, y los moderados, atizadores de la hoguera, bailaban gozosos en torno a las rojas llamaradas.

Entró aquella noche en su casa de la Cava Baja el buen D. Bruno en tal grado de consternación, que Doña Leandra, creyendo llegada la coyuntura de retirarse a la patria de Don Quijote, como término de aventuras fracasadas, no pudo disimular su contento; las chicas, temerosas de que, desvanecida la última ilusión paterna, se impusiese la vuelta al país nativo, perdieron el color, el apetito y hasta la respiración. Y viendo tan ceñudo al jefe de la familia y que ni con tenazas podían sacarle una palabra del cuerpo, echáronse a llorar, hasta —22→ que tantas demostraciones de pena obligaron a Carrasco a explicar la causa de su duelo.

«Esta tarde -les dijo, rechazando con austera desgana el plato de judías con que empezaba la cena-, la sesión del Congreso ha sido de gran tumulto, y con tanto coraje se tiraron de los pelos, como quien dice, una y otra familia de la Libertad, que ya no veo enmienda para la situación, y Dios tiene que hacer un milagro para que no se lo lleve todo la trampa. ¿Sabéis lo que ha dicho Olózaga esta tarde en un discurso que hizo retemblar el edificio, y que ha llenado de ansiedad y de temor a los diputados y al gentío de las tribunas? Pues ha dicho: ¡Dios salve a la Reina, Dios salve al País! Y a cada párrafo, después de soltar cosas muy buenas, con una elocuencia que tiraba para atrás, concluía con lo mismo, que a todos nos suena en la oreja y nos sonará por mucho tiempo, como la campana de un funeral: ¡Dios salve a la Reina, Dios salve al País! Quiere decir que ya todos, Nación y Reina, partidos y pueblo, somos cosa perdida, y que estamos dejados de la mano de Dios. No sé las veces que repitió ese responso tan fúnebre; lo que sé es que cuantos le oíamos estábamos con el alma en un hilo, deseando que acabase para poder tomar resuello. Salimos de la sesión pensando —23→ que este Gobierno no durará más que duró el otro, que a nuestro pobre Duque le ponen en el disparadero con tanta intriga y tantas salves y padrenuestros. Locos de alegría andan los retrógrados porque todo se les viene a la mano, y ya no hay un liberal que esté en sus cabales. Veo a mi D. Baldomero liándose la manta, y una de dos: o el hombre sale por manchegas, haciendo una hombrada y metiendo a tiros y trajanos en un puño, como sabe hacerlo cuando se le hinchan las narices, o tendrá que tomar el camino de Logroño y dejar a otro los bártulos de regentar. Ya está claro que aquí no habrá más reconciliación que la del valle de Josafat. Los hombres de juicio no tenemos pito que tocar en tales trapisondas, y bueno es que os vayáis preparando para irnos a escardar cebollinos en Torralba, de donde nunca debimos salir, ¡ajo!, porque no se ha hecho este trajín de ambiciones para los hombres de campo, y al que no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas. Habréis oído en nuestra tierra que por su mal le nacieron alas a la hormiga. Por mi mal tuve ambición, y ya veis... ya veis lo que hemos sacado desde que vivimos aquí: bambolla, mayor gasto, esperanzas fallidas, los pies fríos y la cabeza caliente. No más, no más Corte, no más política, porque así regeneraré —24→ yo a España como mi abuela, y mi entendimiento, pobre de sabidurías, es rico en todo lo tocante a paja y cebada, al gobierno de mulas y a la crianza de guarros, que valen y pesan más que el mejor discurso».

Poco más dijo, sin abandonar el tono lúgubre y las negras apreciaciones pesimistas. No cenó más que un huevo y medio vaso de vino, y se fue en busca del sueño, que calmaría sus anhelos de ciudadano y sus inquietudes de padre y esposo. Triste noche fue aquella para la familia Carrasquil, por la turbación hondísima de todos los ánimos, excepto el de Doña Leandra, que ya veía lucir la estrella que a los manchegos horizontes la guiaba. En vela pasó toda la noche pidiendo al Señor que afianzara con buenos remaches, en la voluntad de Bruno, la determinación de volver al territorio, mientras Lea y Eufrasia, en su febril desvelo, muertas de ansiedad y sobresalto, pedían a la Virgen de Calatrava, su patrona, y a la de la Paloma de acá, y a todas las españolas Vírgenes, que arreglasen con Dios por buena manera todos los piques entre cangrejos y liberales, y entre estos y el Regente, y que procurase la reconciliación de los hombres de Septiembre con los hombres de Octubre, y de los de Mayo y Agosto con los de los demás meses del año, para —25→ que D. Bruno viera sus negocios felizmente encaminados y no persistiese en el absurdo de sepultar otra vez a la familia en las tristezas de Torralba. Imaginaban una y otra que, llegado el instante fiero, oían pronunciar a Don Bruno el terrible «vámonos». Lea se resignaba con harto dolor de su corazón; Eufrasia, no: su amor filial, con ser grande, no alcanzaba ciertamente a tan tremendo sacrificio. Anticipando ambas en su pensamiento el trance fatal, la primera lloraba despidiéndose de Madrid, la segunda sufría el desconsuelo de dar un eterno adiós a sus padres y hermanos: su problema, su grave conflicto era discernir y escoger resueltamente el resorte más eficaz para no seguir a la familia.

Algún alivio tuvo en los siguientes días el pesimismo angustioso del manchego, y alguna dedada de miel atenuó su amargura. Mendizábal le había saludado con mucho afecto, y un amigo de entrambos le llevó las albricias de que no sería olvidado el expediente de Pósitos. De jefatura política no le dijeron una palabra; —26→ pero en el café corrió la especie de que se harían numerosas vacantes para que las ocupasen hombres nuevos, elementos sanos, de probada honradez y consecuencia. Un redactor de El Heraldo, periódico de batalla dirigido a la sazón por Sartorius, no cesaba de halagar a Carrasco, obstinándose en presentarle a Bravo Murillo, a Pacheco y a Pastor Díez, lo más granadito de la juventud moderada; pero el manchego repugnaba estas aproximaciones, temeroso de que tras ellas viniese algún compromiso que suavemente le apartara del dogma. A las virtudes y méritos más eminentes anteponía en su alma la consecuencia, mirándola como una preciosa virginidad que a todo trance y con las gazmoñerías más extremadas debía ser defendida, no permitiendo que el contacto más ligero la menoscabase, ni que frívolas sospechas empañaran el concepto y la opinión de su integridad. Prefería D. Bruno su ruina, la persecución y el martirio a que se le tuviera por tránsfuga de su iglesia política o por dañado de la herejía retrógrada.

Entrado junio, ya vio más claro el buen señor que su ídolo, Espartero, ponía los pies en la pendiente resbaladiza de la sima, en las propias tragaderas del abismo. A bandadas venían del extranjero los paladines de Cristina, —27→ con ínfulas y motes de caballeros de una nueva cruzada, pues habían creado una Orden militar española que a todos les solidarizaba en su empeño de restauración, y era un reclamo irresistible para los militares que del lado acá del Pirineo aguardaban los acontecimientos para decidirse por la bandera que al principiar el juego llevara mayor ventaja. Los emigrados, a quienes el poeta político D. Joaquín M. López, echando por la boca flores de trapo, y enarbolando en la mano derecha su proyecto de amnistía, quería traer a la reconciliación nacional, atacaban a España por los cuatro costados. Tan fieros venían, que causaba pavura el estridor de armas y dientes que hacían entrando aquí por mar o por tierra, ávidos de volver a los comederos y de no dejar rastro de la llamada usurpación. Narváez, como el más crúo de los invasores, embestiría por Andalucía, desembarcando en Gibraltar, que siempre fue playa de todo contrabando; los dos Conchas, que en Florencia lloraban las desdichas de la Patria, caerían sobre las costas valencianas; O'Donnell saltaría por encima del Pirineo para caer sobre Navarra o sobre Cataluña; Orive, Piquero, Pezuela, Jáuregui y otros del orden militar y del civil que suspiraban por que volviese a gobernarnos la hermosa Majestad de María Cristina, —28→ y que creían en ella como en una Minerva cristiana y católica, se agregaban a los caudillos para prestar su cooperación en la obra de reconquista.

No pasaron muchos días sin que a la emergencia de tantos paladines salvadores respondieran dentro de la plaza los pronunciamientos de esta y la otra provincia, tronando contra el Regente y pidiendo con desaforado clamor que nos trajesen pronto a la Gobernadora de marras, pues sin ella no podíamos vivir. Más de un general y más de dos, hechura de Espartero, después de hacerse los remilgados y de ponerse la mano en el corazón, toleraron los pronunciamientos o no quisieron oponerse a ellos. Sólo quedaban cuatro que, como el pobre D. Bruno, estimando su virginidad sobre todas las virtudes, no abrieron sus orejas a ninguna voz de seducción: eran Zurbano, Ena, Carondelet y Seoane.

En tanto, ansiosos de poner mano en la salvación de España, corrían a Cataluña Ametller y Bassols, y allí se encontraban con D. Juan Prim, de sangre muy caliente y entendimiento harto vivo, el cual, con su amigo Milans, sublevó a Reus, tratando de extender el incendio a todo el Principado. Don Javier Quinto, Don Jaime Ortega, que años adelante, en plena guerra —29→ de África, discurrió salvar a España con la traída de Montemolín, marcharon a Zaragoza, sin acordarse de que esta ciudad es y será siempre la primera de España en no admitir ciertas bromas y en su aversión a dejarse regenerar por el primero que llega. Los tales y otros caballeros que les seguían, ávidos de mangonear obteniendo puestos en las Juntas, fueron recibidos a puntapiés por los milicianos, que adoraban a Espartero casi tanto como a la Virgen del Pilar. Viendo que allí venían mal dadas, llevaron sus enredos a otra parte de Aragón.

Innumerables jefes del ejército y personajes políticos de la coalición se derramaban por el Reino, pronunciando todo lo que encontraban por delante y estableciendo Juntas en todo lugar donde caían. Málaga fue la primera ciudad de importancia en que se vio la insurrección formal y práctica: no pedía por el pronto la vuelta de Cristina, sino que cayera Gómez Becerra y volviese López con su lindo programa y su rosada elocuencia; sonaban las músicas, y en medio del general delirio, entregándose los malagueños al goce de dictar leyes a la autoridad central, quedaban vacíos los depósitos de tabaco y tejidos de Gibraltar, y abastecidos para largo tiempo los almacenes del comercio grande y chico. Granada y Almería se pronunciaban —30→ sin comprometerse, no renegando del Regente mientras no viesen que era segura su perdición; otras provincias adoptaban el mismo sistema, de una cuquería y eficacia admirables; en Valencia la coalición y los moderados amotinaron al pueblo y ganaron parte de la tropa, dejando casi inerme al valiente General Zabala. Asesinados el Gobernador Camacho y un agente de policía, quedó la ciudad en poder de los revoltosos. De Cartagena dieron cuenta, no sin dificultad, el Brigadier Requena y el Coronel Ros de Olano; en Cuenca triunfó el arcediano de Huete; Valladolid quedó pronunciada por el General Aspiroz; Galicia por Zambrano, y así fue propagándose la quema, hasta que no quedó parte alguna de la nación que no ardiese en cólera y no pitara muy alto pidiendo renovación de personas, cambio de política, de instituciones, como el sucio que pide mudar de ropa.

Si algunos de los pueblos pronunciados no pedían la caída del Regente, sino la vuelta del florido López, otros proclamaban la inmediata mayoría de la Reina, resultando un barullo tal, que no lo harían semejante todos los locos del mundo metidos en una sola jaula. Sólo diez y seis meses faltaban para que Espartero cumpliera el plazo de su Regencia. Aun admitiendo que su gobierno no fuera el más acertado, —31→ y sus errores muchos y garrafales, ¿no valían menos diez y seis meses de mal gobierno que todo aquel delirio, que aquel ejemplo, escuela y norma de otros mil desórdenes, de la desmoralización y podredumbre de la política por más de medio siglo?

Fue muy chusco ver a Serrano y a González Bravo marchar juntos a Barcelona por la vuelta grande del Pirineo, y entrar en la ciudad de los Condes a brazo partido, en carretela descubierta, entre las aclamaciones de un pueblo a quien hay que suponer enteramente ciego para tener la explicación de su entusiasmo. Animados por el éxito, y con el apoyo moral que Prim les daba desde Reus, determinaron los dos audaces jóvenes, el uno militar intrépido, paisano sin ningún escrúpulo el otro, constituir o resucitar el Ministerio de la coalición, y como Serrano había sido Ministro con López, no vaciló en darse título y atribuciones de hombre-gabinete o Ministro universal. Ya tenía el confuso movimiento una figura que lo sintetizase, una voluntad que unificara las varias manifestaciones de los pueblos. Lo primero que pensó el afortunado caudillo fue dirigir su galana voz a la Nación, y entre él y González Bravo enjaretaron un Manifiesto, que leído a estas distancias y a estas luces que ahora nos —32→ alumbran, nos maravilla por la desatinada flaqueza de sus razones, mezcla infantil de audacias e inocencias. Todo ello parece cosa imaginada en juegos de chicos. La imparcialidad ordena decir que los argumentos del Regente, en la proclama que enderezó a los pueblos poco antes de empollar la suya el Ministro universal, adolecen también de inconsistencia y puerilidad; pero el defecto no salta tan vivamente a la vista como en las torpes letras de Serrano y González Bravo. Se ve que estos soldados de fortuna a quienes la guerra llevó rápidamente a las cabeceras de la jerarquía militar, y estos políticos criados en los clubs, recriados con presuroso ejercicio literario en las tareas del periodismo; lanzados unos y otros a la lucha política en los torneos parlamentarios y en el trajín de las revoluciones, sin preparación, sin estudio, sin tiempo para nutrir sus inteligencias con buenos hartazgos de Historia, sin más auxilio que la chispa natural y la media docena de ideas cogidas al vuelo en las disputas; se ve, digo, que al llegar a los puestos culminantes y a las situaciones de prueba, no saben salir de los razonamientos huecos, ni adoptar resoluciones que no parezcan obra del amor propio y de la presunción. Por esto da pena leer las reseñas históricas del sin fin de revoluciones, —33→ motines, alzamientos que componen los fastos españoles del presente siglo: ellas son como un tejido de vanidades ordinarias que carecerían de todo interés si en ciertos instantes no surgiese la situación patética, o sea el relato de las crueldades, martirios y represalias con que vencedores y vencidos se baten en el páramo de los hechos, después de haber jugado tontamente como chicos en el jardín de las ideas. Causarían risa y desdén estos anales si no se oyera en medio de sus páginas el triste gotear de sangre y lágrimas. Pero existe además en la historia deslavazada de nuestras discordias un interés que iguala, si no supera, al interés patético, y es el de las causas, el estudio de la psicología social que ha sido móvil determinante de la continua brega de tantas nulidades, o lo más medianías, en las justas de la política y de la guerra.

Bueno, bueno, bueno. Ni corto ni perezoso, Prim no quería ser menos en Reus que sus amigos Serrano y González Bravo en Barcelona, y largaba también su Manifiesto, negando a Espartero los diez y seis meses que le faltaban de Regencia, y proclamando la mayoría inmediata de Isabel II. Sin sospechar entonces sus futuros destinos, ni los engrandecimientos de su figura en el porvenir; hallándose, como —34→ quien dice, en la edad del pavo, cual niño aplicado y muy inteligente que aún no conoce la discreción, llamó a Espartero soldado de fortuna, aventurero egoísta, y a Mendizábal intrigante, embaucador y dilapidador de los intereses públicos. Andando el tiempo fue de los que creyeron que la memoria de uno y otro debía perpetuarse con estatuas.

Al mismo tiempo que Serrano y González Bravo entraban en Barcelona como chiquillos con zapatos nuevos, desembarcaban en Valencia Narváez, Concha (D. Manuel) y Pezuela, asistidos de varios jefes y oficiales, entre los cuales descollaban Fulgosio, Arizcun y Contreras, y al instante se entendieron con la Junta llamada de Salvación, consagrándose todos con celo entusiasta a llevar adelante la grande aventura del alzamiento. Partió Concha sin perder tiempo hacia las Andalucías, para ponerse al frente de las tropas pronunciadas en Sevilla y Granada, y Narváez recibió de la Junta el mando de las de Valencia. No necesitaba más el guapo de Loja para tener a España —35→ por suya: diéranle soldados, una bandera que despertara simpatías circunstanciales en cualquiera región del alborotado país, y ya era el hombre que a todos se les llevaba de calle. No había otro que le igualara en aptitudes para establecer un predominio efectivo, por la sola razón de ser más audaz, más tozudo y más insolente que los demás. Dése a cada cual lo suyo, y resplandezca en la distribución de censuras y elogios la estricta justicia. Narváez supo ser el primer mandón de su época, porque tuvo prendas de carácter de que los otros carecían, porque su tiempo, falto de extraordinarias inteligencias y de firmes voluntades, reclamaba para contener la disolución un hombre de mal genio y de peores pulgas. El cascarrabias que necesitaba el país en momentos de turbación era Narváez, porque no había quien le igualase en las condiciones para cabo de vara o capataz de presidio. El barullo grande. a que nos había traído la coalición; la ceguera de los liberales confabulándose con los moderados para derribar al Regente; la confusión y escándalo inauditos de aquellas Juntas que legislaban en nombre de la Nación y repartían grados, honores y mercedes a paisanos y militares; los actos de imbecilidad o de locura que señalaban el estado epiléptico del país, requerían —36→ un baratero que con su cara dura, su genio de mil demonios, sus palabras soeces y su gesto insolente se hiciera dueño de todo el cotarro. El General bonito, como llamaban a Serrano entonces, hombre afectuoso, presumido, de arranques gallardísimos en los campos de batalla, blando en las resoluciones, cuidándose principalmente de ser grato a todo el mundo, mujeres inclusive, no servía para el caso; Prim, nacido del pueblo, tenía gustos y costumbres de aristócrata; aunque adelantado en su carrera militar, no había subido a las más altas jerarquías; si en él descollaba la inteligencia, como en Serrano el don de simpatía, no se encontraba en disposición de levantar el gallo. Concha, con extraordinario talento militar y más sagaces ideas que sus colegas, se reservaba sin duda para mejores días, y en la propia situación expectante se hallaba O'Donnell, cuya mente sajona entreveía sin duda empresas grandes que acometer en días normales. Podían ser estos los hombres del mañana; pero el hombre de aquellos días era Narváez, no embrión, sino personalidad formada, porque el baratero nace, y a poco de nacer, con sólo un par de arranques y el fácil reparto de cuatro bofetadas a tiempo y de otros tantos navajazos oportunos, ya se ha revelado a sí mismo y a los demás, —37→ ya es el poeroso ante quien todos tiemblan.

Empezaba D. Ramón revelando su poer con el desapacible y fosco mohín de su cara, de estas caras que no brindan amistad, sino rigor; de estas que sin tener chirlos parece que deben su torcida expresión a un cruce de cicatrices; de estas caras, en fin, que no han sonreído jamás, que fundan su orgullo en ser antipáticas y en hacer temblar a quien las mira. El efecto inicial causado por el rostro lo completaban los hechos, que siempre eran rápidos, ejecutivos, producidos a la menor distancia posible de la voluntad que los determinaba. No daba tiempo al enemigo, o más bien a la víctima, para parar el golpe, y sabía cogerla en el instante peligroso de la sorpresa. Ideas altas de gobierno no las necesitaba en aquella ocasión, porque el mal nacional era tal vez empacho de ideas, manjar y licores exóticos comidos y bebidos antes de tiempo en voraz gula, por lo que no habían sido digeridos. Aunque esto sea violentar el orden histórico, conviene decir ahora que cuando la Nación, gobernada una y otra vez por Narváez, y sintiéndose repuesta de sus indigestiones, le pidió ideas que la llevasen a fines gloriosos y a una existencia fecunda, Narváez no supo dárselas, sencillamente porque no las tenía. Sin poseer nunca la elevación mental —38→ que su puesto reclamaba, se murió entrado en años aquel hombre duro, que fue la mitad de un gran dictador, poseyendo en altísimo grado las cualidades del gesto bravucón y de la rapidez del mando, y desconociendo en absoluto la psicología indispensable para guiar a un pueblo. Pero esto no quita que, en ocasiones críticas del desbarajuste hispano, fuera Narváez un brazo eficaz, que supo dar a la sociedad desmandada lo que necesitaba y merecía, por lo cual le corresponde un primer puesto en el panteón de ilustraciones chicas, o de eminencias enanas, como quien dice.

Pues señor, con tantos paladines de empuje, bien armados y ostentando los falsos lemas que al pueblo fascinaban, no tuvo más remedio el Regente que echarse al campo, y así lo hizo después de las indispensables arengas a la Milicia Nacional, en que le cantaba los antiguos y ya sobados himnos militares y liberalescos. Salió el hombre, tomando la vuelta de Albacete, donde se paró en firme, con aquella pachorra fatalista que en otros tiempos había sido la pausa precursora de sus grandes éxitos y ya era como la calma lúgubre que antecede a las tempestades. Poco gratos son para el que los escribe, como para el que los lee, los pormenores de los hechos de armas que precipitaron la —39→ caída del Regente, porque ellos ofrecen una triste serie de encuentros deslucidos y de defecciones y actos inspirados por el egoísmo. La militar emulación y las virtudes cívicas estaban dormidas; no velaba más que la conveniencia personal. La oficialidad y jefes de todos los cuerpos llamados leales, a las órdenes de Seoane, Van-Halen, Carratalá y Ena, pesaban en certera balanza las probabilidades de triunfo, y viendo perdida la causa de Espartero, abandonaban las filas. Muchos a quienes repugnara la defección o el pase a las fuerzas pronunciadas, pedían la licencia absoluta, alegando que no combatirían por Espartero ni contra él. Van-Halen, que venía de Cataluña con todas las fuerzas que pudo reunir, se aterró de la merma gradual de su ejército en cada marcha. La opinión se volvía contra el Regente. Se hizo creer al pueblo que venía una época de congratulaciones y de abrazos, de alegría General y de olvido de lo pasado; que daría principio el imperio de la probidad, y que se unirían todos los hombres de corazón recto para labrar la felicidad de España. La prensa coaligada, retrógrados y progresistas, acordes en anunciar la próxima lluvia del maná, el advenimiento de los ángeles y la total regeneración del Reino bajo los auspicios de la inocente Isabel, —40→ habían ayudado a la formación de aquel delirio, obra de astutos fariseos ayudados de unos cuantos poetas hueros y de oradores vacíos.

En su parada fatalista de Albacete, Espartero padeció la mayor equivocación de su vida. En vez de empeñarse en una resistencia imposible, debió llamar a los cabezas del pronunciamiento militar y civil, y decirles: «Caballeros, aquí tienen ustedes la Regencia, el Poder y todas las investiduras que, según la opinión flamante, no merezco ya. Dejo el campo libre para que los honrados o los que lo parecen se abracen a su gusto, y para que se efectúe la reconciliación general anunciada por las musas políticas. Nombren nueva Regencia, si así les acomoda, para tirar hasta el 10 de Octubre del año próximo, fecha en que nuestra adorada Reina cumple los catorce años, y si esto no les parece bien y prefieren que la niña gobierne desde ahora, allá se las haya. Cesen ya tanto alboroto y tanta necedad; reciban de mi mano la autoridad suprema y hagan de ella lo que más les agrade, que yo a mi casa me voy, o al extranjero si en mi casa no me dejasen en paz». Esto debió decir, y habría evitado que sus enemigos se dieran luego el falso lustre de ganar batallas que, como la de Torrejón de Ardoz, casi enteramente imaginaria, sólo sirvió para —41→ que los prosélitos de Narváez colgaran a este glorias no menos resonantes que las de Aníbal, y para que llovieran las recompensas hasta encharcar todo el suelo de la Patria.

No le faltaron a Su Alteza en Albacete demostraciones de fidelidad desinteresada, y una de las más gratas fue la que hizo el jefe político de Ciudad Real, D. José del Milagro, presentando con sus respetos el homenaje de sus servicios como gobernador y como ciudadano liberal. Con el dicho sujeto venían calificados personajes de la ínsula, de limpia estirpe patriótica, y los jefes de la Milicia de Miguelturra, Daimiel, Tirteafuera y de la propia Granátula, patria del Conde-Duque, a ofrecer incondicionalmente, en defensa del pacificador de España, cuanto poseían, vidas y haciendas. Cariñoso y agradecido acogió D. Baldomero este noble mensaje, y con todos desplegó las galas de su cortesía y miramiento, extremándose en el agasajo del jefe político, a quien, por su consecuencia, colmó de alabanzas. De puro soplado no cabía en su pellejo el bueno de D. José, y se propuso seguir a la Regencia hasta la victoria o la ruina total, que de este modo la rectitud del funcionario había de tener más tarde o más temprano lucida recompensa.

Llegado el día en que Espartero dio por terminado —42→ el plantón de Albacete, Milagro le siguió, agarradito a sus faldones y remedando fielmente las diversas caras de alegría o desaliento que iba poniendo el ídolo, según las circunstancias. Tristísima fue la marcha desde Albacete a Sevilla, donde encontraron a Van-Halen asediando la plaza y tratando de obtener la rendición por la buena antes de disparar morteros y obuses. Los sevillanos, viendo ya ganada la partida por la revolución, no querían llegar al fin sin engalanarse con un poquito de heroísmo, ambicionando para su bella ciudad laureles semejantes a los de Zaragoza y Gerona. En dimes y diretes andaban sitiados y sitiadores, cuando llegó al Regente y a su ayacucho General la noticia de la furibunda batalla ganada por Narváez a los ejércitos combinados de Seoane y Zurbano en los campos de Torrejón de Ardoz, victoria que determinaron fácilmente y sin efusión de sangre los resortes estratégicos más elementales y sencillos. Las tropas de Seoane y Zurbano se pasaron al campo de Narváez, dejando a los dos caudillos espantados de su soledad... Empezaban los abrazos.

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El dedo de Dios, como algún diario de la época escribió con poético énfasis, señalaba al ídolo revolucionario, al rebelde y traidor Espartero, el único camino que debía seguir, para sumergir su ignominia en el ancho foso de los mares. A toda prisa tomó el Regente, con los restos de la dominación ayacucha, el camino de Cádiz, única plaza importante que aún no se había pronunciado; alentaba la esperanza de hacerse fuerte dentro de aquellos gloriosos muros, que habiendo sido cuna de la libertad recién nacida, debía ser su refugio cuando, ya persona mayor, volvía vencida y descalabrada. ¡Vana ilusión! Mal podría pensar D. Baldomero en que los baluartes gaditanos le dieran apoyo para la restauración de su poder, cuando no tenía ya fuerza, ni partido, ni partidarios. Al salir de Sevilla empezaron las deserciones: huían los oficiales, tras ellos los soldados; en Lebrija y Morón, Cuerpos enteros, volviendo descaradamente la espalda al viejo ídolo, corrían a campo-traviesa en busca del ídolo nuevo, que en aquel caso era D. Manuel de la —44→ Concha, el cual de la parte de Málaga venía con hueste numerosa y brava en persecución del fugitivo. La relajada moral que entonces reinaba, fruto de tantas sublevaciones y del derroche de recompensas con que las estimulaba una política vil, obró con infalible poder corruptor en las almas de los últimos ayacuchos. ¿No era un dolor que cuando en toda España derramaban ascensos a manos llenas las Juntas de Salvación, se expusieran a ser postergados o quizás perseguidos los pobrecitos jefes y oficiales que acompañaban el cadáver de la Regencia por la única razón de una etiqueta vana y de una lealtad inútil?... Espartero llegó al Puerto de Santa María sin más ejército que su escolta, sus ayudantes y un grupo de fieles amigos, entre los cuales se contaban Nogueras, Van-Halen, Infante, Linaje, Montesinos, Gurrea, Milagro y otros cuyos nombres resultan desvanecidos en el oleaje del tiempo. Refugiado en el vapor Betis, firmó el Regente su protesta, último resuello de un poder expirante, y luego se trasladó a bordo del navío Malabar, de la marina Real inglesa, el cual, guardándole miramientos exquisitos y no escatimándole los honores oficiales, le llevó a Lisboa. De Lisboa partió a Londres en otro buque inglés.

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Ved aquí extinguido un poder de la manera más pedestre y oscura, sin la brillantez ni el interés trágico que suelen acompañar a las catástrofes de imperios y a la caída de dictadores o favoritos. Todo ello es de la más estulta prosa histórica, y fuera de la postura digna que adopta el caído, no se ve ni en sus partidarios ni en sus enemigos más que amaneramiento, bajeza de ideas, finalidades egoístas. Ni resplandecen grandes virtudes ni los furores desordenados, que suelen ser signos de vitalidad en los pueblos y de grandeza de caracteres. Todo es pequeño, vulgar, con una mezcla repugnante de candor bobo y de malicia solapada. Los ataques y las defensas de palabra y por escrito revelan afectación y mentira; se hacen y sostienen con hinchado lenguaje afirmaciones en que nadie cree. La única fe que se trasluce entre tanta garrulería es la de los adelantamientos personales; el móvil supremo que late aquí y allí no es más que la necesidad de alimentarse medianamente, la persecución de un cocido y de unas sopas de ajo, ambiciones tras de las cuales despuntan otras más altas, anhelos de comodidades y distinciones honoríficas. Bien lo dice la profana Clío cuando, interrogada acerca de estas cosas tan poco hidalgas, nos muestra la imagen de la Nación desmedrada —46→ por los hábitos de ascetismo a que la han traído los que durante siglos le predicaron la pobreza y el ayuno, enseñándola a recrearse en su escualidez cadavérica y a tomarla por tipo de verdadera hermosura. Dícenos también la diosa que no puede hacer nada contra los siglos, que han amaestrado a nuestra raza en la holgazanería, imbuyéndole la confianza en que los hombres serán alimentados con semillitas que lleva y trae el viento de la Providencia. Añade que las necesidades humanas, eterna ley, despertaban al fin en el pobre español los naturales apetitos, sacándole del sueño de austeridad ascética, y al llegar esta situación, encontraba más fácil pedir a la intriga que al trabajo la mísera sopa y el trajecito pardo con que remediarse del hambre y del frío.

Y sin pedir nuevos dictámenes a la Musa, puede asegurarse que no escaseaban, en medio de tanto prosaísmo, accidentes cómicos de cierto valor estético. El General bonito declaraba a Espartero traidor a la Patria, privado de todos sus honores, y le entregaba por sí y ante sí a la execración de los españoles... A la protesta que formuló el Regente a bordo del Betis contestaron el mismo Serrano, López y Caballero con otra soflama, repitiendo lo de la execración universal, acusándole de haber saqueado —47→ las arcas públicas, y quitándole, por fin, todos sus empleos, títulos, grados y cruces. No sería justo acusar a los que tales desatinos e insulsas candideces escribían, y esta es otra de las gravísimas corrupciones de la política, que hace a los hombres desvariar ridículamente y decir mil necedades sin creer en ellas. Por esto la historia de todo grande hombre político en aquel tiempo y en el reinado de Isabel no es más que una serie de enmiendas de sí mismos, y un sistemático arrepentirse hoy de cuanto ayer dijeron. Se pasan la vida entre acusaciones frenéticas y actos de contrición, flaqueza natural en donde las obras son nulas y las palabras excesivas, en donde se disimula la esterilidad de los hechos con el escribir sin tasa y el hablar a chorros.

Lecciones de consecuencia podía dar a todos el buen Milagro, que al volver de la tierna despedida del Regente, dejándole en la lancha, era tan fanático esparterista como en los días gloriosos del 40 y del 41, y en la fidelidad de esta religión pensaba morir, legando a sus hijos, a falta de caudales que no poseía, el ejemplo de su adoración idolátrica del dogma liberal. Si en el gobierno de la ínsula que su D. Quijote le confiara había cometido mil tropelías electorales para sacar diputado a Don —48→ Bruno; si fue un gobernador muy parcial y más devoto de sus amigos que del procomún, en el terreno de los intereses conservó inmaculada pureza, y su conciencia salió de allí tan limpia como sus bolsillos. De su integridad era testimonio el hecho de que tuvo que pedir dinero a sus amigos para costearse el viaje de Cádiz a Madrid, y resignado con su suerte, por el camino iba soltando aforismos de manchega filosofía: «Todo el mal nos viene junto, como al perro los palos... A donde se piensa que hay tocinos, no hay estacas». Volvía el hombre a su casa sin otro caudal que las esperanzas en la próxima vuelta del Duque.

Cogido el mango de la sartén por los hombres de Octubre, ayudados de los hombres de Julio, reducido habían a la mayor miseria y aniquilamiento a los hombres de Septiembre. Entraron proclamando que se hundía todo, Patria, Religión, Gobierno, Monarquía, y hasta el firmamento, si no se arrancaban de las manos de Espartero aquellos diez y seis meses que de regencia le restaban, y para que no se creyese que ellos, los señores de Octubre y de Julio, ambicionaban los puestos de Regente o Tutores, declararon la mayor edad de la niña, haciéndola de golpe y porrazo mujer capacitada para pastorear el español ganado, tan pacífico y obediente. —49→ Cierto que el Duque había cometido errores políticos, algunos muy graves; pero ¿qué planes, qué ideas, qué sistema traían los nuevos curanderos para aplicar a los males antiguos un remedio eficaz? Atropellaron un poder para crear otro con los mismos y aun peores vicios; tiraron un ídolo para poner en su peana otros, que más bien debieran llamarse monigotes, cuya incapacidad se vio muy clara en el correr del tiempo. Repitieron los defectos de la Administración esparteril, agravándolos escandalosamente; si el Duque convirtió en razón de Estado la protección a los que le eran fieles; si a veces pospuso el bien General al de una media docena de compinches y paniaguados, los libertadores de Octubre y de Julio nos traían el imperio sistemático de las camarillas, del caciquismo, del pandillaje, de las asoladoras tribus de amigos, con el desprecio de toda ley y la burla del interés patrio. En el tránsito de la turbulenta infancia de Isabel a su mayor edad, vemos aparecer la pléyade funesta: hombres de talento en gran número, de brillante exterior y fecundos en palabrería, enteramente vacíos de voluntad y de rectitud, en el sentido General. Entre unos y otros, civiles y militares, no hicieron más que levantar esta Babel que tanto cuesta destruir: los Olózagas —50→ y López, por el lado liberal; los Narváez, Serranos y Conchas, por el opuesto; el mismo O'Donnell, que supo hallar un pasajero equilibrio, con un pie en cada lado, y otros que no es necesario nombrar, más que laureles merecen maldiciones, porque nada grande fundaron, ningún antiguo mal destruyeron. Entre todos hicieron de la vida política una ocupación profesional y socorrida, entorpeciendo y aprisionando el vivir elemental de la Nación, trabajo, libertad, inteligencia, tendidas de un confín a otro las mallas del favoritismo, para que ningún latido de actividad se les escapase. Captaron en su tela de araña la generación propia y las venideras, y corrompieron todo un reinado, desconceptuando personas y desacreditando principios; y las aguas donde todos debíamos beber las revolvieron y enturbiaron, dejándolas tan sucias que ya tienen para un rato las generaciones que se esfuerzan en aclararlas.

Observó en Madrid el buen Milagro mudanzas y novedades: derribos de casas, edificaciones hermosas, modas y costumbres de importación —51→ reciente, y a María Luisa la encontró muy flaca y desmedrada, a Rafaela repuesta de sus destemplanzas con la dichosa viudez y el más dichoso casamiento, a los chicos muy despiertos, adornados de relumbrones de ciencia y de pedantesca verbosidad ostentosa que en el trato escolar iban adquiriendo. Mayor sorpresa que él con estas hechuras del infalible progreso, tuvieron sus hijas viéndole venir de la ínsula sin una mota ni nada que se le pareciese; tampoco traía regalos, que con la visita al Regente tuvo que dejarse allá las ollas de arrope y dos cajitas de bizcochos de Almagro. Creían las chicas que su padre no volvería del Gobierno sin una carga de dinero, producto de su honesto ahorro y de las obvenciones propias del cargo, y les supo mal verle venir a lo náufrago que a duras penas salva la vida y lo puesto. Ciertamente se condolió más de esta desventura María Luisa, por ser pobre, que su hermana Rafaela, la cual, enriquecida por un buen matrimonio, no necesitaba para nada del socorro paterno, y así, mientras la señora de Cavallieri, al notar la vaciedad de bolsa de su señor padre, dejó traslucir su enojo, trocando su afectuoso júbilo en frialdad cercana al menosprecio, la otra, por el contrario, sintió redoblada su piedad (pues era, según dicen, aunque —52→ disoluta, mujer de buen corazón), y quiso darle la mejor prueba de su filial cariño, brindándole hospedaje y asistencia por todo el tiempo que quisiera, esto es, hasta que volviese el Duque con la contra-regeneración. Muy buena cara puso Don Frenético al oír las ofertas de su esposa, y accediendo a todo, como marido enamorado que en los ojos de ella se miraba, repitió y extremó la cariñosa protección, con lo que D. José, vencido del agradecimiento y de la ternura, bendijo a la Providencia, después a sus hijos, y se limpió las lágrimas que en tan patética escena brotaron de sus ojos.

Visitado de sus numerosos amigos, frecuentando desde el día de su llegada cafés, círculos y tertulias, entró de lleno en el mar de las conversaciones políticas, sin que ni por casualidad saliese de sus labios palabra sobre otro asunto; que así son los que adquieren ese vicio nefando. Los atacados de él, que eran casi todos los habitantes de las ciudades populosas, no se entretenían tan sólo en discutir y comentar los problemas graves de la cosa pública, sino que principalmente cebaban su apetito en la baja cuestión de personal, caídas y elevaciones de funcionarios, y en otros mil enredos, chismes y menudencias. Componían el Gobierno —53→ llamado Provisional las mismas figuras, con corta diferencia, del Gabinete de Mayo, en las postrimerías de la Regencia. Lo presidía el mismo D. Joaquín María López, que con su oratoria musical fue uno de los que más contribuyeron al desastre pasado; a Guerra y a Gobernación habían vuelto Serrano y Caballero, y gobernaba el Tesoro público el Sr. Ayllón. Aunque todos procedían de la vieja cepa progresista, el alma del Gabinete era Narváez, a quien nombraron Capitán General de Madrid. Narváez mangoneaba en lo pequeño como en lo grande, y de su secretaría y tertulia salían las notas para el terrorífico desmoche de empleados.

El angustioso lamentar de los cesantes que iban cayendo, y el bramido triunfal de los nuevos funcionarios que al comedero subían, formaban el coro en las vanas tertulias de los cafés. Otros parroquianos puntuales de aquellas mesas, satisfechos de permanecer en sus destinos, declaraban a boca llena que la última revolución, hecha con tanta limpieza de manos, derramando tan sólo algunas gotitas de sangre, era la admiración del mundo entero. El Ejército estaba contentísimo por la prodigalidad con que se había premiado su patriótico alzamiento, repartiendo sin tasa empleos, grados, —54→ honores y cruces; el pueblo bailaba de gusto, viendo a todos reconciliados sin más mira que el bien común, y confiado en que se rebajarían las contribuciones; la Iglesia también se daba la enhorabuena, porque se reanudarían pronto las buenas relaciones con el Papa y se pondría coto al ateísmo y a la impiedad; y en fin, general era el contento, porque bien a la vista estaba que entrábamos en una era de bienandanza, paz y trabajo...

Todo esto lo rebatía con múltiples razones y ejemplos D. José del Milagro, sosteniendo que la era en que estábamos era una era erial, es decir, sin trigo, porque todo el grano de ella era para los gorriones moderados. No nos alababa la Europa: lo que hacía era reírse de nosotros y de la suma necedad de los liberales. En cuanto al Ejército, justo sería pedirle que pusiera las cosas en el estado que tenían antes de los escándalos de Julio, pues bien iban comprendiendo los mismos militares que habían sido instrumento de la más odiosa de las traiciones y de la más vil de las sorpresas, expulsando al libertador de España, para traernos a media docena de generales bonitos y feos, que no eran más que servidores de Cristina y de los Muñoces. La conducta de los progresistas que habían concertado la coalición cayendo como —55→ bobos en la trampa moderada, juzgábala el ex-gobernador de la ínsula manchega en los términos más crueles y despreciativos. Con un símil ingenioso representaba el proceder de López, Olózaga, Serrano y Caballero: habían sujetado por brazos y piernas a la Libertad para que los Narváez y Conchas se hartaran de darle de puñaladas... ¡Y luego seguían tan frescos, gobernando al país y hablándonos de voluntad nacional y de reconciliación!

En su propia casa, o sea la de Rafaela, no cesaba el cotorreo de Milagro, porque allá concurrían diferentes personas, como él entregadas al feo vicio de la embriaguez política. Moderados eran algunos y moderado el dueño de la casa, antaño conocido por Don Frenético, hombre fino tolerante, que siempre ponía la cortesía y la amistad sobre las ideas; progresistas eran otros, de los poquitos que cultivaban con esmero las formas sociales, y por esto las discusiones que a cada instante se empeñaban no eran desagradables ni groseras. Entre los asiduos descollaba D. Mariano Centurión, gentilhombre de Palacio en tiempo de la tutoría de Argüelles. Aún sufría dolores agudos en la parte posterior de su individuo, efecto de la violentísima puntera con que le arrojaron del real servicio a los pocos días de la caída de su —56→ protector el Serenísimo Regente, y el hombre se llevaba sin cesar la mano, idealmente, a la parte lastimada, discurriendo a qué faldones se agarraría para enderezar de nuevo su persona y procurarse un medio decoroso de vivir. Grande amistad se trabó entre Centurión y Milagro, llegando a la más feliz armonía por la conformidad de sus juicios acerca del presente y por su incondicional adhesión al caído Espartero. Algo dijo el cortesano cesante al cesante gobernador que le obligó a modificar su esperanza en el liberalismo de la Reina. Ciertamente, Isabel era buena, cordial, afabilísima, generosa hasta la disipación, muy amante de su patria, con la cual quería candorosamente identificarse; pero por muchas cualidades nativas que en ella existiesen, imposible parecía que la pobre niña, en tan corta edad y sin adecuada educación seria y verdaderamente Real, se sustrajese a la red con que el moderantismo había cuidado de aprisionar todos y cada uno de los miembros de su juvenil voluntad. «Mire usted, querido Milagro -decía D. Mariano platicando a solas con su amigo-, desde el punto y hora en que fuimos arrojados de Palacio ignominiosamente D. Agustín Argüelles y yo, Quintana y yo, D. Martín de los Heros y yo, la Condesa de Mina y yo, y tras de —57→ nosotros bajaron de cinco en cinco peldaños las escaleras, con una mano atrás, los poquísimos liberales que allí servían, la mansión de nuestros Reyes quedó convertida en el nidal de la teocracia cangrejil. Ni allí ha quedado persona de ideas libres, ni volverá a traspasar aquellos umbrales ningún individuo de nuestra comunión. Sin hacer ningún caso del bendito López, que es un angelical marmolillo sonoro, ni de Olózaga, que mira por sí y sus adelantos antes que por el partido, han pergeñado totalmente la servidumbre de Palacio con los elementos muñociles, con los adulones de la Santa Cruz y del Duque de Bailén, con los paniaguados de Narváez, con gentezuela oscura de abolengo absolutista, hechura de los Burgos, Garellys, y aun del propio Calomarde. Han metido a la pobrecita Reina dentro de una redoma en que no puede respirar más que miasmas de retroceso. Nosotros, mirando por el partido y por nuestras posiciones legítimamente ganadas, quisimos imbuir en la Isabel los buenos principios, enseñándole el sistema que tan excelentes frutos da en Inglaterra; pero no nos dejaban los muy perros: noche y día rodeaban a las niñas pasmarotes del bando cristino, vigilándolas sin cesar, dándoles lecciones de despotismo, enseñándoles el desprecio del —58→ Progreso, y pintándonos a todos como gente sin educación, mal vestida y que no sabe ponerse la corbata, ni comer con finura, ni andar entre personas elegantes. Por esto, ¡caracoles!, ni Quintana con su gran saber, ni la Mina con su suavidad y agudeza, ni yo haciéndome el tonto para mejor colarme, pudimos llegar a donde queríamos. No cuente usted, pues, con que Palacio vuelva el rostro a la Libertad, que los moderados lo tienen todo bien guarnecido y amazacotado de su influencia, y hasta los ratoncillos roen allí por cuenta de ese gitano de mi tierra, Narváez».

Quedose de una pieza D. José, tardando algún tiempo en volver de su engaño, al cual quería dar explicación por su alejamiento sistemático de la atmósfera palatina. Jamás pisó las alfombras de la casa grande; a la Reina y Princesa no las había visto más que en la calle, cuando salían en carretela descubierta a recibir las ovaciones del pueblo. Eran las niñas símbolo precioso de la Libertad contra el Despotismo, y sus dulces nombres, decorados con —59→ los epítetos más rimbombantes y poéticos, habían conducido a nuestros ejércitos a las heroicas campañas contra el obscurantismo y la barbarie. A pesar de todo lo dicho por Centurión, le costaba trabajo arrancar de su alma la fe en las angélicas criaturas; que nada es tan poderoso como el amaneramiento, nada perdura tanto como las fórmulas de popular entusiasmo unidas al orden de ideas petrificado en una generación. De los pensamientos graves que D. Mariano despertó en el ex-gobernador de la ínsula, se distrajo este observando los latidos de la nueva revolución que en otoño se estaba preparando ya contra la que triunfara en estío. Fue que los progresistas de los pueblos iban cayendo en la cuenta de que, burlados con travesura y no sin gracia por los enemigos de la Libertad y de Espartero, habían consumado la criminal tontería de lanzar a este del Reino, quedándose todos a merced de un vencedor insolente y amenazados de triste esclavitud. Al proponerse reparar su engaño, no comprendían los infelices que si susceptible de enmienda es un error, no lo es la necedad. Sostenían en algunos pueblos las Juntas su autoridad bastarda, y Barcelona y otras ciudades grandes pedían que se reuniese una delegación de todas y cada una de las Juntas, —60→ con el nombre de Central, para que acordase lo concerniente a Regencia nueva o declaración de mayor edad de Isabel II. Con esto sobrevino una turbación honda en las provincias, y descontento de los milicianos desarmados ya o por desarmar; empezaron también a rezongar algunos cuerpos del ejército, y el Gobierno tuvo que desmentir su programa de reconciliaciones, concordias y abrazos, metiendo en la cárcel a infinidad de españoles que días antes fueron proclamados buenos, y ya se habían vuelto malos sólo por querer armar su revolucioncita correspondiente.

Siguiendo con ardiente interés y atención el rebullicio del Centralismo, creía Milagro que ya estaba armado el desquite, y que no tardaría en volver de Londres, traído en volandas por buenos y malos, el gran soldado y pacificador Baldomero I. Pero aquel amago de revolución, síntoma reciente de la diátesis nacional, pasó pronto, y la fiebrecilla de los pueblos remitió sólo con que le administrara algunos chasquidos de su látigo el guapo de Loja. También el orador angélico D. Joaquín María López iba cayendo de su burro, mejor dicho, había caído ya, y suspiraba por volver a su casa, convencido al fin de que no le llamaba Dios por el camino de dirigir a un partido y de gobernar —61→ a la Nación. Era hombre de intachable honradez, caballeroso, amante de su patria, en sus convicciones políticas noble y sincero, ambicioso de una gloria pura y desinteresada, mirando al bien general. Carecía de aptitudes para ese arte supremo del gobierno que requiere reflexión, tacto y el don singular de conocer a los hombres y entender los varios resortes de la malicia humana. Su oratoria de caja de música y el ver todos los casos y cosas del gobierno con ojos sentimentales fueron la causa de que no dejara tras sí ninguna idea fecunda, ninguna labor eficaz y duradera. Trajo a su patria, con funesto candor, el barullo y la destrucción del partido del Progreso. Pero si su figura, pasado el tiempo, pierde todo interés en la vida pública, en la vida privada es de las más bellas, dramáticas e interesantes. Mil veces más que la historia de D. Joaquín María López vale su novela, no la que escribió titulada Elisa, sino la suya propia, la que formaron los desórdenes, las debilidades y sufrimientos de su vida, y que remató una muerte por demás dolorosa. Vivió su alma soñadora en continuos aleteos tras un ideal a que jamás llegaba, y en continuas caídas de las nubes al fango; y si su bondad y abnegación en la vida pública le granjearon amigos, sobre sus flaquezas —62→ privadas arroja su manto más tupido la indulgencia humana.

Pues, señor: el lento andar de la rueda histórica trajo lo que iba haciendo ya mucha falta: nuevas Cortes, representación fresca del país, que bien a las claras expresó su voluntad favorable a la juventud moderada. En las filas de esta, risueña esperanza del país, descollaba González Bravo, que ya parecía sentar la cabeza y se abrazaba honradamente a la causa del orden, buscando el olvido de los pasatiempos demagógicos con que se abrió camino, y de las bromas pesadas que solía gastar con la excelsa Reina Doña María Cristina. De los demás que al lado de Ibrahim Clarete formaban un entusiasta batallón, muchachos de buenas familias, muy leídos y escribidos, se hablará en lugar oportuno... Lo más urgente ahora es decir que la elección de Presidente fue reñidísima, por no tener mayoría los moderados y presentarse divididos los progresistas. No habiendo reunido bastante número los dos candidatos Cortina y Cantero, echaron al redondel un tercer candidato, Olózaga, que con los votos de los aliados salió vencedor. Pronto se verá que la elección de Salustiano, la res más brava y voluntariosa del progresismo, obedeció a la idea de dar a este muerte ignominiosa; se —63→ verá con qué astuta brutalidad le asestaron la estocada maestra, que en un punto quitó de en medio al hombre y al partido.

No se les cocía el pan a las Cortes hasta no declarar la mayor edad de la Reina, y desde las primeras sesiones aplicáronse Senado y Congreso a este negocio, del cual fue primer trámite la proclamación que el Protector, Narváez de Loja, hizo en la Cámara de S. M. ante el Cuerpo diplomático, acto solemne al cual siguió otro en la Plaza Mayor, en que el propio D. Ramón María y el Brigadier Prim, ya Conde de Reus, celebraron con militar pompa y arrogancia la inauguración provisional del nuevo reinado... Ya de tal modo se le agotaba la mansedumbre al bendito López, y tan cargado le tenía su papel de salvador del País y del Trono, que se plantó resueltamente, y no hubo razones que le retuvieran un día más en el Gobierno. Como gato escaldado salió de la Presidencia, y su sucesor fue Olózaga. Todo iba pasando conforme al gusto y a las previsiones de narvaístas y palaciegos, a quienes no faltaba ya más que preparar al nuevo Ministro y cuadrarle bien para que no marrase la estocada.

Acontecimientos tan fútiles no merecen un lugar en la Historia más que a título de engranaje, y si en estas páginas figuran, no es —64→ más que por preparar la relación de otros hechos realmente grandes, famosos y trascendentalísimos, como el que a continuación se lee. Fue que una tarde, allá por el 28 de Noviembre, poco después de haber formado D. Salustiano su Ministerio, los amigos de Milagro, que tenían su tertulia política en uno de los principales cafés de la Corte, vieron entrar a D. Bruno Carrasco con el sombrero echado hacia atrás, pálido el rostro, fulgurante la mirada, señales todas de un grandísimo sobrecogimiento del ánimo. Antes de que el buen manchego satisficiera la curiosidad del noble concurso, comprendieron todos que de algún grave suceso se trataba, quizás cataclismo en las esferas, o revolución que por igual ponía patas arriba a todas las naciones de Europa... Dejáronle tomar aliento, beber algunos buches de agua, y luego se supo, con general estupefacción, que D. Bruno traía en el bolsillo el nombramiento de Subdirector de Aduanas. Habíale llamado a su despacho aquella tarde el nuevo Ministro de Hacienda, el honradísimo, inteligente y chiquitín D. Manuel Cantero, y sin preámbulos le dijo que el Gobierno de Olózaga quería rodearse de todos los consecuentes liberales que desperdigados andaban por España, y reclutar buenos españoles donde quiera que se —65→ encontrasen. Naturalmente, Cantero, que conocía los méritos de Carrasco y le apreciaba de veras, se acordó de él, y... Nada, nada, que era Subdirector de Aduanas, y ya estaba el hombre medio loco de pensar si aceptaría o no el cargo, pues si de un lado le estimulaban a la renuncia su fidelidad y adhesión a Espartero, de otro pedíanle lo contrario sus ganas de ser útil al país, y de manifestar públicamente en el terreno administrativo su honradez y laboriosidad. El tumulto que armó la noticia no es fácil describirlo: quién felicitaba con terribles voces, golpeando la mesa con los duros vasos, y con botellas y cucharas; quién soltaba pullas, calificando a D. Bruno entre los vividores que saben nadar y guardar la ropa. Alguien sostuvo que D. Baldomero se pondría furioso cuando lo supusiese, y otros opinaron que debía escribirse a Londres sin pérdida de tiempo, pidiendo consejo al Duque sobre lo que se había de hacer. No pudo Milagro disimular su contrariedad, que no llegaba a los tonos de la envidia. Inconsecuente sería Carrasco si aceptaba, a menos que no declarase el Gobierno que la situación era esencialmente progresista y anti-moderada, arrojando sin ningún escrúpulo el lastre cangrejil, y fusilando a Narváez, Serrano, Concha y Prim, por primera providencia... —66→ No menos de un cuarto de hora duró la parlamentaria confusión de la tertulia, en la que todos hablaban a un tiempo, mareando y enloqueciendo al pobre D. Bruno más de lo que estaba. La suerte suya fue que le obligó a marcharse el natural deseo de comunicar a su familia la feliz nueva. Salió de estampía, y en el cotarro siguieron zumbando los incansables moscardones, cesantes los unos y sin esperanzas, colocados otros y con el alma en un hilo por el temor de ser arrojados de sus comederos, pretendientes los demás, tenacísimos y fastidiosos, cualquiera que fuese la situación saliente y la entrante. Todos tenían hijos que mantener y ningún oficio con que ganar el pan, fuera de aquel remar continuo en las galeras políticas.

A su casa corrió D. Bruno como una exhalación, y no encontró a nadie. Las señoritas habían ido de paseo con Rafaela, los chicos correteaban con sus amigos, después de clase, y Leandra, desmintiendo en aquellos días sus hurañas costumbres, buscaba fuera de casa el alivio de su honda nostalgia. Obligado a esperarla, y no teniendo a quién comunicar su alegría, se franqueó el señor con la Maritornes, dándole conocimiento del destino y anticipando la idea de que la familia debía mudarse —67→ al centro de Madrid, pues no era cosa de que tuviera él que andar media legua todas las mañanas para ir al Ministerio; ni cómo había de llevarle la criada el almuerzo a tan larga distancia. Era costumbre y tono que los empleados almorzasen en la oficina, y que después pidieran el café al establecimiento más cercano. Luego fumaban un rato, leían el periódico y... En estos risueños pensamientos el hombre se adormecía, renegando de la tardanza de su digna esposa...

La cual entonces había contraído una dulce amistad, que era su pasatiempo más grato. Andando por paradores y tenduchos, tropezó con una paisana, del Tomelloso, propietaria de una colchonería en la calle del Ángel, y hablando de la tierra, iban apareciendo mujeres, hombres y familias que habían tenido el honor de nacer en la felice Mancha. En el término de esta cadena de relaciones y conocimientos halló Doña Leandra a una pobre señora que había visto la luz en Aldea del Rey, lugar del propio Campo de Calatrava, con lo que resultaba un paisanaje más familiar, casi con honores de parentesco. Era la tal Doña María Torrubia, viuda de un tratante en ganado de cerda, y había pasado en poco tiempo de una holgada posición a la más humilde y lastimosa, pues vivía —68→ de un humilde tráfico: vender torrados, altramuces y piñones para los chicos; para los grandes, yesca, pedernales y pajuelas. Todo su comercio lo llevaba en dos cestas colgadas de uno y otro brazo, y con él se instalaba en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, en el puente los días de fiesta. En cuanto las dos mujeres se echaron recíprocamente la vista encima, reconoció cada cual en la otra el aire y habla de la tierra, y por cariñosa atracción instintiva se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Rápidamente se dieron las informaciones precisas, nombres, linaje... y resultaron, ¡ay!, parientes, pues si Doña María era Quijada por su madre, Doña Leandra tenía sangre de Torrubia por el segundo grado de la línea paterna. Enumeró Doña María todas las familias enlazadas con los Carrascos y los Quijadas, y a Doña Leandra no se le olvidó en la cuenta ninguno de los parientes y deudos de la Torrubia ni de su difunto esposo, Mateo Montiel, a quien Bruno había tratado íntimamente. Dos horas emplearon en hacer el censo de población del Campo de Calatrava, no escapándoseles familia rica ni pobre. Daba cuenta Doña María de las casas y posesiones de los Quijadas en Peralvillo, enumerando las granjas, paneras, abrevaderos, palomares, corrales y hasta los pares de —69→ mulas. ¡Ay! Doña Leandra veía el cielo abierto, y no habría parado en tres días de platicar de materia tan sabrosa.

Separáronse las improvisadas y ya cariñosas amigas con promesa formal de reunirse todas las tardes en el Campillo de Gilimón, donde la Torrubia tenía su mísero alojamiento, junto a la tienda de un pajarero llamado Juan López, de apodo Sacris, por haber sido en su mocedad lego, y después muy metido entre curas, hasta que adoptó la industria de cazar y vender pájaros. Las horas muertas se pasaban las dos mujeres, sentaditas en los grandes pedruscos que forman poyo junto a las casas, o en el pretil que cae sobre el vertedero. Allí tomaban gozosas el sol poniente hasta su último rayo, sin dar reposo a las lenguas, trayendo a una recordación entusiasta las cosas buenas de la tierra: las excelentes comidas, superiores a todo lo de Madrid; la hermosura del campo, lleno de luz, y la deliciosa sequedad, la tierra dura sin árboles; los ganados y las personas, indudablemente más honradas y verídicas que las de la Villa y Corte, donde todo era mentira y ladronicio. Jamás se agotaba el tema, y cuando la memoria de Doña Leandra flaqueaba, la de Doña María, por remontarse a tiempos más distantes, era más enérgica y vivaz en el descubrimiento —70→ de las manchegas perfecciones.

Una tarde, después de ponderar la fortaleza y el rico sabor de las aguas de allá, dijo Doña Leandra: «Y habrá usted observado, como yo, que aquí el jabón no lava... Yo me restriego1 las manos hasta despellejarme, y nada... Este condenado jabón no limpia, y la ropa nos la traen las lavanderas con viso amarillo y sin la blancura que saca en nuestra tierra. ¡Vamos, que cuando me acuerdo del jabón que fabrica en Daimiel Norberto Casales...!, que es primo mío, por más señas...».

-Y sobrino segundo o tercero de mi difunto... ¡Aquel es jabón... sí, señora!

-¿Se acuerda? Blanco y rosadito como la nácar, con su veteado azul... Deja la ropa y las manos como si acabaran de nacer... ¿verdad?

-Verdad. Mas yo creo que aquí no se limpia una por mor de las aguas -dijo la Torrubia mostrando sus manos, que sin duda necesitaban la corriente del Jordán para descortezarse-. Sobre que da dolor de tripas, el agua de Madrid no tiene aquel líquido, ¿verdad?, aquel...

En esto llegó corriendo la Maritornes para decir a Doña Leandra que el señor había llegado y la esperaba...

—71→

«Chica, me has asustado... ¿Qué... ocurre algo?».

-Lo que hay es cosa de oficina, y de que tengo que llevarle el almuerzo -replicó la alcarreña-. Venga, señora, pronto, que el amo está contento... Mus muamos...».

Echose a la cabeza Doña Leandra el pañuelo negro, que en el calor de las alabanzas del manchego jabón se le había caído, y toda medrosica y anhelante, barruntando nuevas tristezas, invocando a la Virgen Santísima y a los santos de su devoción, enderezó los pasos a su casa, donde D. Bruno, con solemne y conmovida palabra, le dio la noticia del feliz nombramiento.

A la siguiente tarde, o mañana, que la hora no consta en los papeles coetáneos del suceso, fue Doña Leandra al encuentro de su amiga, con los espíritus muy abatidos. Rodeada de sombríos nubarrones, la tenaz idea nostálgica volteaba en su magín, como una rueda silenciosa, doliente... El empleo de Bruno no sólo alejaba la ocasión de volver a la Mancha, sino que imponía la necesidad de abandonar aquel barrio, —72→ el único de Madrid en que ella con mediano gusto se encontraba. Juntáronse las dos manchegas, y a sus pláticas dieron principio, arrimaditas al muro de las casas, para mejor gozar del sol; mas no habían pasado de los exordios, cuando el pajarero, dejando a un muchacho sirviente el cuidado de la limpieza de jaulas y el suministro de agua y cañamones, acercose a ellas y con pavorosa ronquera les dijo: «Me paiz que no acabará el día sin tremolina. ¿No saben lo que pasa? Pues ahí es nada lo del ojo... La cosa más tremendísima que se ha visto en toda Europa y sus islas alicientes...».

-¡Ay, Dios mío! -exclamó la Torrubia-. ¿Otra revolución? Mal año para el comercio.

-Mal año para todo -repitió Doña Leandra elevando los ojos al cielo-. Y díganme a mí que no están todos locos en esta tierra.

-La circunstancia de ahora -dijo Sacris, pasando de la ronquera al tono profético- será la más funestísima que habéis visto, y correrá la preciosa sangre por las calles, mismamente como en el matadero... Pues ello es que Olózaga... el que rezó la Salve en las Cortes, ahora le ha cantado el Credo a la Reina. Diz que en cuanto cogió el bastón de Ministro quiso volver a poner en pie de guerra a la Milicia Nacional, traernos otra vez al ayacucho y desarmar todo —73→ el ejército, lo que a la Reina no le hacía gracia... Llevó el decreto disoluto de quitar Cortes, y la Reina no quiso firmarlo. Furioso el hombre, paiz que cerró las puertas del camerín, y sacó una navaja, otros diz que puñal, de este tamaño, con perdón, y amenazó a la Reina con dejarla en el sitio si no firmaba; y no contento con tan tremendísima peripecia, echole mano a la ropa, la obligó a sentarse en el trono, y allí, amenazada la niña con el puñal apuntado a su tierno pecho, no tuvo más remedio que suministrar la firma... El hombre, una vez conseguida su incumbencia, tomó el portante; mas la Reina y todo el señorío de Palacio salieron dando chillidos tras él, y en la escalera le apresaron los excelentísimos alabarderos... Total, que ya está en capilla, y mañana le ahorcan... Pero andan los del Progreso muy alborotados, y dicen que no hay que colgar a Olózaga, sino a Narváez, que es el causante, pues... Los de tropa van por las calles pidiendo la exterminación de liberales, y se comprometen a estar fusilando desde por la mañana hasta la caída del sol, si la Reina lo quiere... y ved ahí el cataclismo que atravesamos...

-Pues siendo así -dijo Doña Leandra, echándose atrás el pañuelo que la sofocaba-, y si viene tan grande matanza, buen tonto —74→ será quien teniendo pueblo tranquilo donde vivir, se quede en este infierno... Voime a mi casa, que Bruno habrá llegado con tan horrendas noticias, y determinará que esta tarde nos pongamos en salvo.

-Sí, hija; didos pronto -indicó la Torrubia-, y llevadme a mí, que como en el barrio me tienen por liberala, motivado a que di muchos vivas en aquellas tardes del mes de Septiembre, cuando tiraron a la Cristina, puede que a mí quieran también colgarme... Aunque para mi sayo digo yo, con perdón del Sr. Sacris, que no será la cosa tan funestísima, ni habrá tantas horcas preparadas, pues desde el amanecer de Dios ando yo en esas calles, y no he oído nada.

Llegaron en esto al grupo dos vecinos, uno de ellos zapatero y miliciano nacional, el otro matarife, muy señalado por su patriotismo, y dieron del suceso versión distinta de la de Sacris. Olózaga llevó a la firma de la Reina el decreto de disolución, y Su Majestad obsequió al Ministro con su cartucho de dulces, después de lo cual firmó sin dificultad. Lo que había era que los despóticos, viendo que Olózaga venía con las intenciones de un jarameño, le armaron esta fea zancadilla en Palacio, figurando que la Reina no firmó de su voluntad, —75→ con lo que quitaban de en medio a todo el elemento libre.

En formidable disputa empeñáronse el zapatero y Sacris, esgrimiendo este toda su dialéctica retrógrada y eclesiástica, el otro volviendo por los sagrados fueros de la Libertad y la Milicia, y a punto estaban ya de agarrarse, no ya de lenguas, sino de uñas, cuando Doña Leandra abandonó el grupo de contendientes (que a cada instante se engrosaba con vecinos de ambos sexos), y tiró hacia su casa, donde esperaba que Bruno le daría informes de toda exactitud, y que la familia determinaría por unanimidad ponerse en salvo. Llegó, en efecto, al hogar el buen Carrasco, poco después de su esposa, y a esta y a sus hijas, que ya en la vecindad habían oído alguna vaga indicación del suceso, lo refirió y comentó con sentido, sin dar a entender que ofreciera peligro la residencia en Madrid. Doña Leandra afectó un terrible miedo; las chicas, no menos asustadas, agregaron que convenía mudarse pronto, antes hoy que mañana, porque no había más peligrosa vecindad que los barrios bajos en tiempo de revueltas. Calló la madre tragando saliva, y D. Bruno siguió diciendo que lo de Olózaga era castigo de Dios, porque tanto él como López y Caballero, las primeras figuras entre los libres, —76→ se habían mancomunado con la gente tiránica para derribar al Regente, y ya pagaban su culpa, viéndose perseguidos y deshonrados de mala manera por los que se fingieron sus amigos con el único fin de quitarle a la Nación hasta los últimos ápices de libertad.

Por el momento, no podía el Sr. de Carrasco decir más, y al café se largaba, donde fácilmente se enteraría del curso de aquel negocio. Todos los cafés ardían en disputas. Se oían los juicios mas razonables y las aseveraciones más absurdas y locas. La discreción y la demencia chisporroteaban juntas, y el humo de las vacías palabras asfixiaba a las muchedumbres que en lugar cerrado y en la calle, en cuerpos de guardia, en corredores palatinos, en ámbitos del Congreso, y en sacristías, camarines, plazuelas y portales, agitaban sus lenguas y secaban sus gargantas comentando el dramático asunto y desentrañando sus obscuros móviles.

«Señores, señores -decía D. José del Milagro en su gallinero del café, esforzando horriblemente la voz, y dando golpes en la mesa para dominar el tumulto y abrir un hueco de silencio en que depositar su opinión-. Señores... óiganme, por favor... En nombre de la patria, de la familia, del individuo, ¡ah!, les ruego —77→ que me oigan, porque si no me oyen reviento, como hay Dios... La única solución, la única solución que veo... lo digo con la mano puesta sobre mi conciencia... la única solución es que le traigamos otra vez... Sí: en este horrible desconcierto, todos los ojos se volverán al fin al héroe desterrado, al ciudadano invicto que hemos perdido porque no le merecemos, al triunfador, al regenerador, al pacificador...».

-Silencio, orden -gritaron varias bocas-, que Milagro está diciendo cosas muy buenas... ¡Silencio!

-Sí, amigos míos, compañeros míos, hermanos míos -prosiguió D. José imitando el estilo de López-: yo sostengo, yo aseguro, yo declaro que en la gravísima situación de la Patria, en el terrible conflicto de la Libertad, en este deplorable caos a que nos han traído los errores de unos y otros, no veo, no vislumbro, no puedo imaginar otro remedio ni otra salvación que la salvación y el remedio que he tenido el honor de exponer... Y la misma Reina, nuestra amadísima Soberana, que alguien quiere convertir en piedra de escándalo y en elemento, señores, en elemento de discordia y enredos... nuestra excelsa Soberana, hija de cien Reyes, será la primera que alargue sus bracitos amorosos hacia Londres, diciendo: —78→ «Espartero, ven a salvarme, que sólo en ti y en la Virgen del Pilar veo lealtad y amor verdadero; ven a librarme de esta pillería que me rodea y quiere engañarme, unos para llevarme a la demagogia, otros para vestirme de la piel del despotismo... No, no mil veces, Espartero mío: yo no quiero ser despótica ni parecerlo. Liberal nací, y liberalmente me crié, ¡ah!, entre el estruendo de los himnos populares y del horrísono fuego de cañón con que los campeones del adelanto destruían los odiados alcázares del retroceso, representado por mi señor tío. Yo quiero ser popular y que el pueblo me adore, como yo le adoro a él». Esto dirá nuestra divina Isabel, y el Pacificador oirá su voz suplicante, como la de los buenos que aún quedan aquí, y le veremos venir, tirándole de un brazo los progresistas y de otro los moderados de juicio, y empujándole los decentes de todos los partidos. Creedlo, señores y amigos: si la acusación se formula en las Cortes, si el gran barullo se arma entre olozaguistas y palaciegos, entre milicia y tropa, entre fraques y uniformes, llegará día en que la necesidad de conservar la vida inspire a todos la idea de volver los ojos al hombre de Septiembre en Madrid, al hombre de Diciembre en Luchana, al hombre de Junio en Peñacerrada, al hombre de Mayo en Guardamino; —79→ al hombre, en fin, de todos los meses del año en la patria historia... Deseemos, pues, que la confusión aumente, que vengan injurias de unos a otros, bofetadas y palos, y tras los palos, tiros, y tras los tiros, el pronunciamiento decisivo del sentido común contra las tonterías y los crímenes... He dicho».

Aunque no fueron pocos los que tomaron a risa la perorata del sesudo Milagro, escarneciéndola con aplauso burlesco, no dejó de producir su efecto en la mayoría del concurso, y algunos hubo que suspensos y meditabundos la oyeron. ¡Sería chistoso que acertara D. José y saliera para Londres una comisión de tirios y troyanos en busca del Duque para traerle a poner paz en este charco de ranas locas! Abundó Carrasco en las ideas de su amigo, añadiendo que él iría con mucho gusto a Londres para la traída del hombre de todo el año, y por de pronto lanzaría la idea para que fuese cuajando en los cerebros.

El llevar al Congreso la acusación y darle forma parlamentaria fue la más escandalosa pifia de los señores moderados o palatinos: en vez de ahogar el escándalo en su origen, echando tierra sobre el error cometido, fuera obra de quien fuese, empeñáronse en desplegar ante el país toda la malicia y desparpajo de nuestros —80→ políticos, entregando la persona de la Reina a la voracidad de las disputas y al manoseo de las opiniones. ¡Bonito principio de reinado; bonito estreno de la Majestad, que representada en una candorosa niña, debió ser resguardada de toda impureza y puesta en un fanal, a donde no llegara el hálito de las ambiciones! Por esto ha podido decir Isabel II que desde su tierna edad le enseñaron el código de las equivocaciones. Pudo añadir también que en cuanto le quitaron los andadores, dejándola correr por las asperezas del Gobierno con sus pasos propios, oyó sin cesar palabras rencorosas de unos españoles contra los otros, y sin quererlo aprendió de memoria el estribillo de que estos súbditos eran buenos, y malos los de más allá. Manos de bandidos la empujaban por estos caminos, dedos negros le señalaban otros no menos obscuros, y con pérfidas lecciones fomentaban en ella todos los defectos de su raza, dejándole el cuidado de conservar por sí misma algunas de sus virtudes. Si algo bueno tuvo no se lo debió a nadie: lo malo no es tan suyo como parece, porque poca defensa contra el mal tiene una pobre niña, gobernante de pueblos, criatura mimada y sin estudios, a quien le ponen de maestros los siete pecados capitales... y no le pusieron más de siete porque no los había.

—81→

La gran función parlamentaria, la espantosa lidia de Olózaga, soberbia res de sentido, fue de las más interesantes del régimen: desde que hubo tribuna entre nosotros, no se había visto escandalera semejante; la emoción dramática superó a cuanto dan de sí las más ingeniosas obras del romanticismo. La intriga era soberana, el enredo superior, el diálogo vivo, a veces fulminante; las peripecias, variadas y sorprendentes; a cada paso surgían escenas de pasmoso efecto. Una de las que más hondamente afectaron al público, apenas alzado el telón, fue ver entrar en escena, con su cartera debajo del brazo, algo inquieto y sobrecogido, al famoso Ibrahim Clarete, el desvergonzado libelista de El Guirigay y trompetero de motines, D. Luis González Bravo, joven lleno de gracias y de ambición, de simpatía y de cinismo, que desde el 40 acechando venía la coyuntura de un rápido encumbramiento, y al fin la encontraba. Meses antes enronquecía cantando las alabanzas de la Milicia Nacional; en Septiembre del 40 ensalzaba en Madrid a Espartero; en Julio —82→ del 43, a la coalición en Barcelona; su audacia y el arrimo de los moderados le llevaron de los clubs a las Cortes; su natural despejo y su asimilación prodigiosa hiciéronle orador notable, y capitaneó el grupito de la Joven España.

Días antes del drama en que apareció desempeñando con tanta frescura el papel de defensor de la inocente Majestad ultrajada, creyó González haber encontrado junto a Olózaga la coyuntura que perseguía. Indicaciones de amigos oficiosos le hicieron creer que aquel le haría Ministro; confiaba en ello; mas Olózaga no quiso en su cotarro gente de aluvión, y el ambicioso, con rabia y despecho fuertes, buscó en la turbada situación política otro árbol a que arrimarse, o percha con que trepar a las alturas. Los primates moderados, que querían llevar adelante la fea intriga de la acusación de Olózaga, desviando sus rostros para disimular mejor sus pensamientos, necesitaban un hombre listo y ambicioso, valiente en las disputas, poseedor de una de esas caras que afrontan todas las situaciones, de una conciencia insensible a todo escrúpulo; un hombre, en fin, de esos cuyo entendimiento no flaquea ante ninguna razón, cuyo oído no se asusta de lo que oye, cuya palabra no se asusta de lo que dice.

Prestose D. Luis a ser Ministro en el cráter —83→ de un volcán, demostrando la magnitud de su audacia, rayana en heroísmo. Hay algo de grande, no puede negarse, en esta frescura, que por un lado es picaresca, por otro lleva en sí todas las arrogancias de la caballería. La Historia vacila entre admirar a este hombre o inscribirle con asco en sus anales. Testaferro de los moderados, firmó el acta de acusación con la referencia del desacato, y el testimonio de Su Majestad, arma terrible de justicia, con la cual se podía decapitar a media España y meter en presidio a la otra mitad... Desorientado y confuso se ve el narrador de estos acontecimientos al tener que decir que aquel cínico era simpático y airoso por extremo, que fuera de la política era un hombre encantador que a todo el mundo cautivaba, ornado de sociales atractivos y aun de cristianas virtudes... ¡Oh! España, en todo fecunda, es la primera especialidad del globo para la cría de esta clase de monstruos.

Contentos de haber hallado un monstruo que tan bien se ajustaba a las necesidades de aquel momento político, los Caballeros del Orden no tenían ya nada que temer: suya era la Casa Real; España, con sus Indias, no tardaría en pertenecerles. A Olózaga dábanle ya por difunto, y con él caía para siempre, o al menos para —84→ muchos años, el espantajo del Progreso. Anhelaban acortar todo lo posible la función dramática, a fin de dar al escándalo tan sólo las dimensiones absolutamente precisas. Para que la semejanza de tal función con las de un drama o comedia fuese perfecta, el local parlamentario era el teatro de la Plaza de Oriente, aún no concluido, edificio con grandes anchuras para la sesión pública, pero sin desahogo de pasillos para el descanso y esparcimiento de los padres de la patria, y para la irrupción de vagos que iban a recoger impresiones, a charlar de política y a comentar los discursos. Entre estos holgazanes era D. Bruno de los más fijos, como si en ello estribara una sagrada obligación; y aunque no tan asiduo, también Milagro dejábase ver por allí, y con él Mariano Centurión, a veces Don Frenético. En aquel corro vocinglero solían introducirse algunos diputados, como Fermín Gonzalo Morón, amigo de Milagro; Madoz, íntimo de Centurión, y Oliván e Iznardi, que a sus ventajas de comer la sopa en todas las situaciones, unía ya la de ser representante del país en todas las legislaturas. También hocicaban en el grupo periodistas jóvenes, como Ángel Fernández de los Ríos, Coello y Quesada, Villergas y otros... Si todo lo que tantas bocas hablaban se refiriese, no habría libros —85→ ni bibliotecas bastante capaces para contenerlo: entre millones de palabras vanas, algún juicio gracioso y picante, algún relato en que vibraba la verdad, merecerían la reproducción. Milagro conservaba en su memoria multitud de trozos que bien podrían ser páginas históricas, y haciéndolos suyos, estuvo repitiéndolos hasta el año 46, en que perdieron su oportunidad. Asimismo recordaba Centurión con admirable retentiva la perorata que soltó Fermín Caballero una tarde, cuando ya la escandalosa discusión estaba en el quinto o sexto día. Fue como sigue:

«Con lo que le han dejado decir a Salustiano, con lo que hemos dicho Cortina y yo, habrá comprendido todo el mundo que lo de violentar a la Reina para que firmase es una farsa, la peor y más peligrosa que pudo haber discurrido esta gente. Hay cosas que pudieran decirse aquí, arrojarían toda la claridad que este obscuro pleito necesita. En la famosa entrevista de Salustiano con la Reina, esta se mostró como nunca jovial y juguetona, firmó todo lo que le presentó su Ministro, una cruz para el escritor francés M. Viardot, otra para el señor Morejón, y por fin, el decreto disolviendo las Cortes. Al salir Olózaga, le dio la Reina un cartucho de dulces, con recomendación —86→ expresa de que no lo abriese hasta llegar a su casa... Hemos creído si habrá sacado esta niña las mañas guasonas de su papá, que regalaba cajas de puros a los ministros cuando había decidido plantarlos en la calle o mandarlos al destierro. Pero esto es una cavilación; la Reina dio los dulces con la mayor inocencia: eran para Elisita, la niña de Olózaga... He sabido por un palaciego de todo crédito, persona veracísima, que al salir nuestro amigo de la estancia regia estaba Isabelita gozosa, más aún que de ordinario, saltona y vivaracha, y que por las trazas deseaba que se fuera el Ministro para ponerse a jugar con su hermanita y dos azafatas. Como unas dos horas estuvo enredando en el juego más de su gusto: las casitas de alquiler, y vean ustedes qué simbolismo: poco antes había jugado a desalojar las Cortes, poniendo en el Congreso los papeles de Esta casa se alquila. ¡Cosas de la vida humana, que resultan muy chuscas en la vida de los pueblos! No olvidemos que nuestra Reina cumplió ese día trece años, un mes y diez y ocho días. Díganme si no es criminal la conducta de los que han hecho a esta cándida niña, sin experiencia, sin malicia ni conocimiento de su posición y de su responsabilidad, el mal tercio de ponerla frente a un partido respetable, el —87→ partido que aseguró su Trono y defendió sus derechos... Yo les digo a estos señores que si todos de buena fe, todos con mira patriótica, no nos cuidamos de educar a esta chiquilla en las funciones de su cargo; si no la rodeamos de respeto; si no la ponemos muy alta, para que no lleguen a ella ni siquiera los rumores de nuestras disputas, demos por corrompido el Régimen y vayámonos todos ¿a dónde?, a cualquier parte, dejando que hagan sus madrigueras en las gradas del Trono cuatro clérigos y cuatro espadones...

»Pues sigo mi cuento. Jugó Su Majestad largo rato a las casitas de alquiler, y dio luego a las muñecas una espléndida comida de anises en una vajilla diminuta, y de lo que menos se acordaba Isabel II era de que nos había disuelto de una plumada, y de que había llamado al país a nuevos comicios. Todo el resto del día estuvo la niña en la mayor tranquilidad, olvidada de sus funciones graves, hasta que llegó de su casa la camarera mayor, y ¡allí fue Troya! Al enterarse de que la Reina había firmado, la Marquesa, que venía con las de Caín bien provista de instrucciones, puso el grito en el cielo y se llevó las manos a la cabeza, augurando desastres, revoluciones y el Diluvio universal. ¡Buena la había hecho la inocente Reinita! —88→ Jugando con el país como con una muñeca más, había firmado su perdición. ¡La Milicia Nacional otra vez cobrando el barato, la libertad de la imprenta despotricando a troche y moche; el ateísmo, la demagogia y cuanto hay de perverso!... Dicho esto por la Marquesa, se alborota todo Palacio. Poco después empiezan a llegar a la cámara Real los señores del margen: Narváez, Pidal, Miraflores, Serrano, el general lindísimo... Pidal, con noble inocencia, llora al saber el desacato que atribuyen a Olózaga, y también derrama una lágrima por el propio motivo nuestro amigo el angélico Frías... En fin, que allí se acordó la exoneración del Ministro, y encausarle y hacerle añicos, y no dejar luego un progresista para un remedio... Poco después llevaron al pobre González Bravo, a quien yo aprecio porque es listo, gracioso, amable y valiente, más valiente que el Cid. De su bravura indomable da testimonio la serenidad con que entró en Palacio, con las uñas todavía ensangrentadas de haber desollado viva a la reina Cristina refiriendo descaradamente los amores con Muñoz y aquellas escenas picantes de Quitapesares y del Pardo... Pues bien: reunido todo el cónclave, allí acordaron lo que se había de hacer para llevar adelante la intriga del modo más airoso. La osadía de Luis les daba —89→ esperanzas de éxito... ¡Ah!, un detalle. En el acta de acusación se dice que cuando la Reina manifestó repugnancia de firmar y quiso pedir auxilio, Olózaga se abalanzó a la puerta y echó el cerrojo. Pues la puerta de la estancia en que esto pasaba no tiene cerrojo. Lo sé como si lo hubiera visto y examinado. Pueden ustedes asegurarlo, como yo lo aseguro.

»Continúo. Pues mientras en la Cámara Regia sucedía lo que voy contando, Olózaga tan tranquilo, ignorante de todo. Había pasado el día con Manuel Cantero y otros amigos, entre los cuales me contaba yo, en la Casa de Campo, donde comimos alegres y descuidados... Al volver de la partida campestre, enterose Salustiano de lo que ocurría, fue a Palacio y no le dejaron pasar a la cámara Real, cosa inaudita y que no le dejó duda de su desgracia. El Duque de Osuna, gentilhombre de servicio, le dijo que habiéndose dignado S. M. destituirle, podía retirarse a la Secretaría de Estado, donde encontraría el decreto de exoneración. Al último de los criados se le despide con más miramiento, ¿verdad, señores? En el círculo de la amistad y en la conversación privada, hemos podido hacer confesar a Ángel Saavedra, a Pastor Díaz y al mismo Sartorius, con ser tan arrimadillo a Narváez, que esto es un escándalo, que de la —90→ polvareda de esta intriga saldrán terribles lodos, y que los moderados echan el primer borrón en el reinado de esa pobre niña... Otros no quieren confesarlo, aunque en su fuero interno piensan lo mismo, y si pudieran volverse atrás, recoger y retirar todo lo actuado, lo harían de buena gana... Ya saben ustedes, porque cien veces lo hemos dicho, que reunidos en casa de Madoz para examinar despacio el decreto firmado por la Reina, no descubrimos en la firma y rúbrica la menor señal de alteración del pulso, ni que la escritura hubiese sido hecha con violencia... Y vednos aquí en el más extraño y desigual juicio que cabe imaginar, porque no podemos poner en duda la palabra de la Reina, quien, como tal Reina y señora de los españoles, no puede haber dicho cosa contraria a la verdad. Nuestra defensa está en sostener que no hubo violencia para obtener el decreto, y que sí la hubo en la producción del acta y testimonio de Su Majestad. La verdad no se pondrá en claro, y cada cual seguirá creyendo lo que quiera. Pero no quedará bien parada nuestra Soberana, que unos y otros suponemos víctima de una violencia. ¡Qué principio de reinado! ¡Esto da pena! ¡Qué manera de empañar con nuestro vaho la aureola de esa criatura, cuya pureza debe ser —91→ fuente de toda autoridad! ¡Qué furia para dar pisotones a esa rosa, y privarla de su aroma y de su color bellísimo!...».

Con estas turbulencias y estos dramas parlamentarios, agudísimo acceso de la dolencia de la Nación, vivía en gran zozobra la buena de Doña Leandra, viéndose obligada a repetir: ni se muere padre ni cenamos. Si no se determinaba la mudanza, tampoco se veía claro lo del destino, porque caído y arrastrado por los suelos Olózaga, lo más seguro era que su sucesor revocara todos los nombramientos hechos por aquel. La familia, pues, estaba con el alma en un hilo: ni se realizaba el bien supremo de volverse todos a la Mancha, ni el problema de la vida en Madrid se les presentaba claro. Provechosa sería tal vida, aunque triste, si la posición de Carrasco fuese tal como de sus méritos podía esperarse, si a las chicas les salieran excelentes partidos, si los pequeños adelantaran en sus estudios y se hicieran ilustradillos, en disposición de seguir brillantes carreras. Pero la realidad no acababa de confirmar las risueñas —92→ ilusiones. Siempre que Doña Leandra hablaba a su esposo de la poca gracia que le hacía Madrid, se le nublaba el rostro a D. Bruno, y dejaba escapar suspiros como catedrales. Sin duda, no bastando las rentas de la propiedad manchega para sostenerse, el buen señor se había visto obligado a contraer deudas, con lo cual y las cosechas flacas y el dispendio gordo, y los arrendamientos en deplorables condiciones por favorecer a parientes menesterosos, la riqueza de la familia, grande para la Mancha, cortísima para Madrid, iba cayendo y rodando por un despeñadero cuyo fondo no se veía.

Observó Doña Leandra, en la primera semana de Diciembre, que se agravaban las melancolías de D. Bruno, como si en el proceso parlamentario de Olózaga fuese él y no Salustiano el acusado a quien los palaciegos maldecían. Había tomado el manchego como cosa suya el tremendo litigio, y en su solución se interesaba cual si en ello le fuese la vida. Diariamente daba noticias a los suyos de cuanto en el reñidero de la Plaza de Oriente iba pasando: los discursos terribles de los acusadores, la defensa de Cortina y la que de sí propio hizo el supuesto delincuente. Ponderaba el valor cívico, el sólido argumento, la palabra elegante, —93→ la sinceridad, la ironía, todo lo que, a juicio del informante, hacía de Olózaga orador más completo que los llamados Cicerón y Demóstenes, de tiempos muy antiguos... Según D. Bruno, convertido de acusado en acusador, se había crecido tanto el hombre, que ya no se le veía la cabeza de tan alta como estaba.

Llegó por fin un día en que, el escándalo, si no concluido por el esclarecimiento del asunto, fue cortado y suspenso: los propios palaciegos echaron agua a la hoguera para que no fuese terrible incendio que a toda la Nación devorase. Olózaga, por consejo de sus amigos, que veían amenazada la vida del tribuno en nocturnas asechanzas, huyó al extranjero, y el Ministerio González Bravo procuraba entrar en la normal vida política, consistente tan sólo en dar y quitar destinos. En este punto advirtió la familia de Carrasco que el cabeza de ella, lejos de calmarse, se abismaba en más negras murrias; perdía notoriamente la salud, y ni entraba bocado en su boca ni de ella salía palabra alguna. Pasaron días, y el buen hombre, por los monosílabos que pronunciaba su trémulo labio, por el tenebroso signo de su entrecejo, parecía tocado de la desesperación. «Madre, señora, madre -dijo a Doña Leandra la hija mayor-, ¿sabe lo que tiene padre en su cuarto? —94→ Pues una pistola, así, muy grande. Escondidita debajo de los libros la vi cuando limpiaba. No he querido tocarla, temiendo que se me disparase». Corrieron allá hijas y madre, aprovechando la ocasión de estar ausente Don Bruno, que había bajado al estanco, y con grandísimas precauciones se apoderaron del arma y la guardaron en paraje recóndito, donde nadie podría encontrarla. Por la noche, acostados ya todos, durmiendo los menores, en vela Carrasco, su mujer haciéndose la dormida, notó esta que el buen señor se levantaba despacito, evitando el ruido, y que con paso de ladrón a su despacho se encaminaba; púsose en acecho la señora, le sintió encender luz, oyó el chasquido de la silla cuando en ella cayó el proceroso cuerpo; le sintió luego revolviéndose con paseo de lobo enjaulado en la reducida estancia, y a veces oía secos golpes, como si D. Bruno se diera de cabezadas contra los frágiles tabiques. Más muerta que viva levantose Doña Leandra, y echándose una falda y cubriéndose con la colcha rameada, que fue lo que encontró más a mano, corrió al lado de su esposo, el cual, al verla entrar en tal disposición, silenciosa por no traer zapatos, se estremeció de susto, creyendo que le visitaba algún fantasma o alma del Purgatorio. Estaba el manchego, —95→ cuando surgió la aparición, trazando el encabezamiento de una carta. A su lado se sentó la mujer y le dijo: «Que a ti te pasa algo, y aun algos; que no es cosa buena, no puedes negármelo, Bruno, que bien lo manifiestas, no con lo que dices, sino con lo que callas, y con la cara de tinieblas que se te ha puesto. De lo que sea dame conocimiento pronto, pronto, pues si a mí no te confías, no sé a quién lo harás».

-Pues sí, mujer -dijo Carrasco, que sólo con verse provocado a la confianza, algún alivio sentía ya de la pesadumbre que agobiaba su espíritu-: me pasa lo más terrible, lo más espantoso, lo más horrendo que puede pasarle a un hombre, y si ahora te pusieras tú a imaginar cosas malas, no llegarías a la verdad de mis padecimientos, Leandra.

-Todo sea por Dios -dijo la señora, abriendo el inmenso paraguas de su conformidad evangélica para el chaparrón que venía-. Si Dios quiere probarnos y afligirnos con penas grandes, es que las merecemos, Bruno, y a su santa voluntad debemos someternos... Ya me parece que estoy al tanto de lo que nos pasa. Esta vida no es para nosotros, pobres aldeanos, y por meternos a figurar en la Corte vamos cayendo, cayendo, y está próximo el día en que —96→ tengamos que vender nuestra propiedad para comer unas sopas. En la Mancha comprábamos comida, salvo el azúcar y chocolate, pues de nuestras tierras salía el gasto de boca, y aquí, ni perejil tienes si no sueltas el dinero. Luego vienen los pingajos para vestir a las niñas y poner con ello cebo a los novios, que pican, sí, pero no caen; luego el costerío del estudio de los chicos, el cual es tan grande que en cada libro que se les compra se va el valor de medio cochino, y de un diccionario en latín sabrás que costó más de cochino y medio... en fin, Bruno, que vamos perdiendo el vellón en las zarzas de este Madrid tan malo, y a poco más nos quedaremos desnudos.

-Algo hay de eso, mujer -dijo D. Bruno suspirando-; pero no es tanto el dispendio como tú crees, y las mermas de nuestro caudal no son tales que no podamos reponerlas.

-¿Es que has tomado dinero con usura, para remediar lo flaco de las rentas, y no puedes pagarlo? Pues véndase lo que fuere menester, ya sea de lo tuyo, ya de lo mío, y salgamos de esos ahogos.

-No es eso, mujer. Algún dinero he tenido que procurarme. Después de lo que tomé a Corchales el de Tirteafuera, no hay otro préstamo que una corta cantidad que aquí me dio un —97→ amigo de Milagro, D. Carlos Maturana; pero por ahí no nos moriremos... Lo que ahora me tiene tan afligido es cosa de mayor gravedad que todas las deudas del mundo.

-Yo te aseguro -dijo Doña Leandra, sin poder salir del círculo de los intereses- que no me importa la miseria, teniendo conciencia tranquila. ¿Qué nos pasará?, ¿que lo perderemos todo, que tendremos que volvernos a nuestra tierra pidiendo limosna?

-No es eso... Nunca nos veremos en ese trance, mujer. Además, lo de los Pósitos va mejor que nunca.

-Será entonces que, caídos y hechos polvo los del Progreso, ya no tienes esperanza de ser jefe político, ni diputado, ni funcionario excelentísimo... Pues mira tú, eso sí que no me importa nada, porque díme: ¿no has vivido santamente y con la mayor holgura en nuestro pueblo sin que hicieras ninguno de esos papelones? ¿Por ventura, cuando allí nos sobraba todo, y teníamos para dar al pobre, eras tú hombre público y yo señora pública? No éramos públicos, sino honrados y trabajadores; nada debíamos a nadie, y el Señor nos colmaba de bendiciones... mientras que aquí, en este laberinto, somos unos tristes payos, que vienen al olor de la sopa boba y a ver si encuentran un —98→ par de pelagatos hambrones con quienes casar a las hijas.

-Tampoco ahora has dado en el clavo, Leandra. Todas esas desdichas que inventando vas son granos de anís en comparación de esta grande angustia que me hace desear la muerte... Para que no te devanes los sesos, te contaré lo que ocurre... He de comenzar por los antecedentes, que principio quieren las cosas, y no entenderías bien mi mal sin ver antes los caminos del demonio por donde ha venido... Pues el lunes, ¡ay!, a las tres de la tarde, me encontré en la calle de Alcalá, esquina a la que llaman Ancha de Peligros, a D. Serafín de Socobio...

-¿Aquel señor que dicen es muy leído y de mucha sal en la mollera? Fue de Palacio.

-Y ahora está otra vez al servicio de Su Majestad con mucho predicamento. Pues nos saludamos: es hombre muy fino, muy sutil, de estos que sienten crecer la hierba... Naturalmente, se habló de lo de Olózaga, y yo me desmandé: no lo pude remediar. Mi conciencia siempre por delante. Dije que los de Palacio habían armado una gran canallada, y que si triunfaban por el pronto y hacían de Isabelita una Reina despótica, luego vendrían sobre la Nación calamidades terribles; que los moderados no tenían escrúpulo, ni vergüenza, ni...

—99→

-Y el hombre, ciego de ira, te arreó una bofetada.

-Nada de eso. Díjome que me calmara, que reflexionara, que viera las cosas por el prisma de... no sé qué prisma era... Vamos, que me convidó a refrescar, y entramos en el café de Matossi. Pues, señor, tomé una limonada, con lo que se me fue enfriando la sangre, y D. Serafín me explicó el porqué y el cómo de existir el moderantismo: que no se gobierna a los pueblos con el aquel de progresar siempre, como queremos nosotros, ni con hartarnos de libertades, que en la práctica son barullo para las cabezas y vaciedad para los estómagos... Nos despedimos y... Ahora viene lo bueno, quiero decir lo malo. Al día siguiente recibo una carta de D. Serafín, que luego te enseñaré, citándome para las diez de la noche en el propio sitio... La torpeza mía fue acudir a la cita, que si allá no fuera yo, y con el desprecio le contestara, no habría caído en estas congojas... Fui por mi mal...

-Y en la esquina más obscura tenía D. Serafín hombres apostados para que te apalearan... Ya voy entendiendo.

-No entiendes nada todavía, mujer. En el café me esperaban Socobio y otro sujeto, de los más calificados de la situación, Cándido —100→ Nocedal, en pasados tiempos patriota y miliciano, hoy cangrejo rabioso. Empezaron uno y otro a darme un jabón tremendo, hija, a colmarme de elogios, que me pusieron colorado, y tales eran que creí que se burlaban de mí. Socobio, poniéndome la mano en el brazo, me decía: «Nadie puede negarle a usted el dictado de buen español entre los mejores. De hombres como usted, honrados, independientes, serios, está muy necesitada la Nación, y el Gobierno que les convoque a todos, sin reparar en las ideas, mirando sólo a los méritos, olvidando antiguas y ya olvidadas denominaciones, será el Gobierno verdaderamente regenerador...». Pues con todos estos arrumacos se me fue metiendo en el corazón. La verdad, no es uno de bronce; no se ve uno halagado así todos los días. En fin, para no cansarte, después que me adormecieron con aquellas lisonjas tan bonitas, que si buen pico tiene el uno, no le va en zaga el otro... después que me pusieron bien blando que se me caía la baba, ¡zas!, diéronme la puñalada maestra.

-¡Jesús!

-Dijéronme que González Bravo quería verme, y que allí estaban ellos para llevarme al despacho de Su Excelencia en aquel mismísimo instante.

—101→

-Ello era una emboscada -dijo Doña Leandra-. ¡Si serían granujas!

-Espérate un poco. Yo, como tan lelo me tenían con las alabanzas, me dejé conducir, como un pobre buey cansino a quien llevan al matadero... Entré... Tan pagado estaba yo de mi papel de buen español entre los mejores, que por las escaleras arriba me iba riendo de satisfacción, y cuando vi que los porteros se quitaban la gorra galonada, tan finos, ¿que me creí?, que se daban la enhorabuena por ver entrar en la casa a la flor y nata de los buenos españoles. Metiéronme en el despacho del señor Presidente del Consejo, que allí estaba de palique con dos o tres mamalones junto a la chimenea... ¡Ay!, la vista de González Bravo me trastornó; a punto estuve de echar a correr. ¿Cómo había yo de cruzar mi palabra honrada con aquel pillete, con aquel libelista escandaloso, con el acusador de Olózaga, con el difamador de la Reina Cristina, con el hombre impúdico que se ha puesto a la Nación por montera, y a todos quiere hacernos esclavos? Temblando estaba yo de que acabase con aquellos —102→ señores y viniese sobre mí... No podía yo recibirle sino con cuatro coces y bofetadas...

-Ya, ya lo entiendo todo, Bruno; no sigas. El tunante de Brabo quería cazarte con reclamo, y una vez cogiéndote allí, ¿qué le faltaba más que mandar salir a los guindillas que tenía escondidos, y sujetarte con sogas y llevarte a los sótanos?... Ya veo claro que así fue, y que logrando escaparte, andas ahora en la grandísima zozobra de que vengan a prenderte.

-Si eso hubiera hecho conmigo el tal González, no estaría yo tan turbado y afligido como ahora lo estoy, ni creería, como creo, que debo pegarme un tiro... Déjame que siga contándote, y los cabellos se te pondrán de punta... Pues acabó el Ministro con los otros, y vino a mí muy risueño, alargándome las dos manos.

-¡Ah... hi... de tal!... Comido de cuervos se vea.

-Socobio y Nocedal me presentaron y discretamente se fueron, y solo con la fiera me vi. Yo temblaba: el hombre me hizo mil carantoñas, mandándome sentar a su lado y dándome palmaditas en el hombro. Yo debí echarle mano al pescuezo y decirle: «¡Perro, traidor!...» pero lo que hice fue darle las gracias, todo confuso. «No veo en usted -me dijo el Ministro-, más que al buen español; no veo al sectario, ni —103→ eso me importa. Yo también he sido sectario, todos lo somos, y en el furor de bandería hemos cometido mil errores... Pero alguien ha de ser el primero en mandar a paseo las sectas y las denominaciones ridículas, alguien ha de haber que haga el llamamiento a la España robusta, varonil y sana, y ese alguien seré yo, o al menos pretendo serlo. Ayúdenme los buenos, y ya verán si se puede o no se puede...».

-¿Y tú...?

-Me quedé de una pieza; abrí la boca un palmo; no supe decir más que ju, ju... Francamente, me trastornaba oír tales cosas a un hombre que era para mí el más aborrecido, el más despreciable del mundo. No puedo repetir las cosas magníficas que me fue diciendo, tan bien parladas, con tal retintín de verdad y tanto aquel, que yo no sabía lo que me pasaba. Habías tú de oír su acento, y ver cómo los ojos hablaban mejor aún que la palabra... En fin, que el hombre me tenía embobado, me tenía loco. Yo me acordaba de cuando le veía desde la tribuna, vomitando mil infamias contra Olózaga, llamando poco menos que figurón a Espartero, gavilla de mentecatos a la Milicia Nacional, y me acordaba también del torcedor que me andaba por dentro oyendo tales villanías, y de las ganas que yo sentía de bajar y —104→ darle de patadas, o de ahogarle de un achuchón... Pues nada: el mismo sujeto en quien puse todos mis odios, ahora, charlando conmigo de silla a silla, me volvía lelo, me cautivaba y me convertía en un monigote... Todo por la fuerza de su amabilidad, de la miel de su labia, del juego de sus ojos y de aquel sortilegio con que el maldito se explica... Yo debí tomar una actitud muy digna y decirle: «señor González, todas esas cosas se las cuenta usted a su abuela, y a mí déjeme en paz, que tengo malas pulgas, y si me hurgan...». Pero nada de esto dije, y el muy tuno volvió a coger el incensario, dándome con él en las narices... Que yo soy un hombre de arraigo... Eso ya lo sabía... Que soy representante genuino de la clase media, el justo medio, del buen sentido y tal... que el Gobierno hará una política de concordia, de atracción, manteniendo el orden, eso sí... y procurando que los buenos españoles... ¡Demonio de González! Acabó de volverme tarumba cuando me dijo que el objeto de haberme llamado era, ¡Dios me valga!, ofrecerme el mismo puesto para que me nombró Cantero... Yo me quedé como quien ve visiones, figúrate... Respondile que mi conciencia, que tal... todo en medias palabras sin sentido, por causa del gran trastorno en que aquel hombre me había —105→ puesto... Insistió en que aceptase, burlándose con mucha gracia de mis escrúpulos. Los hombres se deben a su país, no a una cofradía, y tal y qué sé yo... Respondí que lo pensaría, pues la cosa es grave... pero muy grave... ¿No lo crees tú así?

Nada contestó Doña Leandra: abierta de par en par su boca por causa de la repentina estupefacción, ni las palabras hallaban manera de producirse, ni el pensamiento acertaba con la generación de las ideas.

«Y no paró aquí la cosa, Leandra -prosiguió D. Bruno-. Aún me faltaba la sorpresa mayor, y fue que el señor Ministro me manifestó tener conocimiento de mi pleito con el Estado por lo del Pósito. ¡Mira que estar enterado el tío, y saber todo lo que nos pasa!... Luego me dijo: 'Esta desdichada Administración nuestra es una máquina mohosa que no anda... Yo me propongo simplificarla de resortes para que los asuntos vayan más a prisa'. Y cuando me lamentaba yo de que los gobiernos anteriores no me hubieran resuelto cuestión tan sencilla, el hombre dijo: 'Es una iniquidad, un grande atropello. Como mi política es una política de reparación; como me propongo estar siempre a la defensa de todos los intereses legítimos, y facilitar, no entorpecer... desde luego aseguro a —106→ usted que dé por resuelto ese asunto en la forma que ha solicitado, pues es de rigurosa justicia...'».

Como oyese un gruñido de su esposa, Don Bruno la miró asustado. A la luz de la vela que rápidamente se consumía, moqueando a goterones el sebo y elevando en medio de la llama un pábilo negro y pestífero, vio el manchego la faz de Doña Leandra descompuesta por un asombro semejante al de los apóstoles cuando presenciaron la Transfiguración del Señor. Estaba la buena mujer en éxtasis, la boca entreabierta, la respiración imperceptible, los ojos fijos en un punto del techo, donde veían por un boquete la Bienaventuranza...

«Todavía no he concluido, mujer -siguió D. Bruno-. Aún queda algo... lo más salado, lo más increíble. El Sr. D. Luis me dijo: 'Ya sé que tiene usted mucha familia. Al chico mayor, que ha entrado en los diez y ocho años, podríamos colocarle...'».

-¡Un destino al niño! -exclamó Doña Leandra con voz un tanto desgarrada, volviendo hacia el marido su faz lívida, su mirada que reproducía el rojizo fulgor de la vela-. ¿Pero qué estás diciendo, Bruno? ¿Tú y yo soñamos?

-No, mujer, que estamos bien despiertos.

-¡A ti el empleo gordo, lo de Pósitos resuelto, —107→ y a Brunillo un destino con que atender al calzado de toda la familia! -dijo la manchega, pellizcándose los brazos para convencerse de que no soñaba-. Eso es chanza, Bruno, o el D. Luis te lo decía para escarnecerte antes de mandarte al patíbulo.

-Tú lo expresas como una doctora de Salamanca -dijo Carrasco echando su alma en un suspiro-, porque el darme este Gobierno tantas cosas, colmando todos mis deseos, es mandarme al patíbulo, no a la horca material, sino a la moral como quien dice; es deshonrarme, quitarme la virtud que más me enorgullece: la consecuencia. Ya ves, ya ves el conflicto que me ha traído ese hombre, ese diablo, con sus ofrecimientos, y harto comprendes que esté yo en la mayor amargura y en la vacilación más horrible, porque si no acepto pierdo la mejor coyuntura para restablecer y asegurar mis intereses... ¿cuándo me veré en otra?, y si acepto, ¡carambolos!, heme aquí deshonrado para siempre ante mi partido, ante mi adorada Libertad... Mereceré que mis compañeros de opinión me escupan a la cara. Figúrate las pestes que dirán de mí, lo que pensará el Duque, y cómo se holgarán los cangrejos de haberme comprado por un pedazo de pan. No, no, Leandra: yo no puedo vender mi alma, y mi alma es la Libertad. —108→ Bien claro se ve a lo que tiran esos bellacos; tiran a deshonrar al Progreso, para poder decir: «veles ahí, con tantas ínfulas y tanto presumir; veles ahí viniendo a lamernos las manos por el mendrugo que les echamos». No; Bruno Carrasco no puede prestarse a esta villanía; Bruno Carrasco no es un pelele de estos que llegan a Madrid muertos de hambre; no es de estos que gritan en las calles y alborotan, para que les den unas sopas, y en viendo el cazuelo se callan; no, no soy yo de estos... Y como no paso por tal ignominia, tendremos que recoger los bártulos y volvernos a nuestro pueblo, y allí, pegados al terruño y a la labranza santísima, esperaremos a que una nueva revolución nos traiga otra vez el Progreso... Cree tú que sin Progreso no hay paz ni decencia en la Nación...

La idea de restituirse a la Mancha con toda la familia trastornó súbitamente el caletre de Doña Leandra; pero al mismo tiempo la idea de los dones ofrecidos por González Bravo determinaba en el propio cerebro una confusión tempestuosa, que habría terminado por estallido formidable si la señora, echándose mano a la testa, no la comprimiera como para sujetar los dos hemisferios que querían separarse y caer cada uno por su lado.

—109→

«Bruno de mi alma -dijo la manchega participando del conflicto en que su esposo se veía-, si me pides consejo, no puedo dártelo en cosa tan grave con prontitud y seguridad, como cuando me preguntas si debemos sembrar alforfón o berberisco. A estas horas, las cabezas caldeadas no pueden dar de sí un pensamiento claro... Acostémonos y procuremos el descanso... pidamos a Dios el auxilio de su gracia y de su luz para resolver lo que sea más conveniente. Yo estoy, con todo lo que me has dicho, como si me hubiesen dado una paliza, o como si me hubiera caído de la torre de la iglesia... Déjame que recapacite, que coja la balanza y vaya pesando las cosas... Descansa, hijo, descargado ya de ese secreto: lo que yo discurra, lo que yo desentrañe, mañana lo sabrás. Ya no se habla ni una palabra más por esta noche».

Diciéndolo, y sin esperar observaciones ni respuesta, entapujose, y a su alcoba enderezó el paso, dando tumbos y chocando en las paredes, y se inhumó al fin en su lecho, como un difunto correntón que vuelve al descanso de la sepultura. D. Bruno, soltada ya por virtud de la confianza la opresora pesadumbre que agobiaba su espíritu, se tendió de largo y cogió un tranquilo sueño, que era sueño atrasado de tres noches. —110→ Doña Leandra, hecha un ovillo, la cabeza casi tocando a las rodillas, velaba meditando...

Que ocupaba grande y luminoso espacio en el alma de la señora manchega el deseo de replantar sus raíces en el suelo patrio, no hay para qué repetirlo. El colmo de todas sus dichas era volver a los aires de allá y emplear de nuevo las energías del cuerpo y del alma en el trajín agrícola, en la cría de tanto simpático animal, y recrearse en el trato de tanta gente honrada y fiel. Pero si entre estos dulcísimos goces y el bien de la familia, hijos y esposo, se planteaba el dilema, Doña Leandra, como esposa y madre cristiana, como mujer criada en la virtud humilde y en la verdad, no podía menos de anteponer a sus propios deseos la conveniencia de los seres queridos a quienes consagraba su existencia. De sus hondísimas meditaciones en aquella noche de prueba resultó al fin una resolución fija, clara, inquebrantable. Muriéndose de pena, aconsejaría decididamente a D. Bruno que aceptara lo que el Gobierno le ofrecía, sacrificando al bien de la familia sus escrúpulos y la fidelidad al Progreso, vana —111→ palabra sin sentido. Regó la pobre señora con su llanto las sábanas en que se envolvía, formando como una pelota, y se dijo: «Si el Señor quiere que nunca más vea yo el suelo y el cielo de mi querida Mancha, hágase conforme a su santa voluntad. ¡Viva Bruno y vivan los hijos!, y vean todos satisfechas sus ambiciones, aunque yo me muera, y queden mis pobres huesos en estos nichos, y mi alma suba al cielo, no sin pasar antes por la tierra en que nací». Esto decía llorando; al día siguiente, lavadas cara y manos, se fue a misa a San Andrés, y al volver gozosa y triste de la iglesia, cosa muy rara, alegre por haber tomado una resolución invariable, apenada por el sacrificio de sus ideales en aras de la familia, como hablando de lo mismo solía decir Bruno, se llegó a este, a punto que tomaba chocolate, y evacuó la grave consulta en esta forma:

«Marido mío, me has pedido consejo y a dártelo voy según las luces que Dios me enciende en el magín. Para mí sería lo más grato que desesperados de encontrar aquí la fortuna nos volviéramos a nuestra tierra; pero no ha de ser nunca consuelo mío lo que para ti y para nuestros hijos será tristeza, ni quiero que el bien que deseo se funde en el mal de todos, porque entonces mi bien sería muy amargo. Voy a parar, —112→ querido Bruno, en aconsejarte que ahogues las voces de la honrilla política, que es cosa de ningún precio ante la conveniencia de la familia y el porvenir de los hijos. Dime tú, desventurado: ¿qué sacaste hasta ahora de ser tan tierno amador del dichoso Progreso? Por tu fidelidad a esas paparruchas, por eso que llamas tu consecuencia, ¿qué te dieron más que sofoquinas y malos ratos? El ídolo tuyo, ese Duque y Conde que todo lo podía, ¿hizo algo por ti? ¿Acaso te dio siquiera una almendrita del turrón que repartía entre tanto mequetrefe? Si tu mérito y tu arraigo eran tan manifiestos, ¿por qué no los recompensaron? ¿Has olvidado que en el asunto del Pósito, claro como la luz, estuvieron mareándote con promesas, y que ni aun untando a esos bigardones de las oficinas pudiste lograr que anduviera el carro? El D. Olózaga, el D. Mendizábal, con tantas retóricas, tanto abrazo y tanto de mi amigo, mi respetable amigo; el D. López o Don Mieles, ¿te han dado algo? Pues mira tú: a todos esos moscones les dirás que a quien se muda Dios le ayuda, y que tal el tiempo, tal el tiento. Echando estas gramáticas por delante, les mandas a paseo, con palabras finas, eso sí, muy finas; y antes que te metan en dudas o arrepentimientos tus amigotes del café, que lo son porque tú —113→ tienes siempre seis reales para convidarles y ellos no, te vas a ese Sr. González y le dices: 'Sr. González, como buen manchego aquí estoy a que me cumpla lo prometido. Ya recomendó el sabio que cuando nos dan la vaquilla acudamos con la soguilla; vengo, pues, señor mío, sombrero en mano, a que me eche en él los beneficios. Aquí todos somos unos, y todos, llamémonos nabos, llamémonos berenjenas, estamos a lo que cae, porque eso de los hombres de Progreso y Retroceso no es más que divisas que nos ponemos para pasar el rato. Hombre honrado soy, y en cosa que a mí me encomiende la Nación no he de hacer ninguna porquería, que nací de padres cristianos y en los mandamientos de Dios me criaron. Ni al mundo vine tan desnudo que necesite del empleo para comer. Venga lo del Pósito, que es de justicia, y venga lo mío y lo del niño mayor, con promesa de colocarme también al segundo cuando tenga la edad'. Y dicho esto con mucha suposición de lo que eres y de lo que vales, tomas los papeles que te dé, que serán las testimoniales de los destinos, y te vienes para tu casita, sin pasar por el café, donde estarán Milagro, Centurión y demás hambrones, ladrando de envidia y cortándote cada sayo que dará miedo. Pero tú no hagas caso, que lo que es —114→ Milagro, si le dieran lo que a ti te dan, lo tomaría sin melindres, diciendo el muy zorro que se sacrifica por la patria».

Con tener Doña Leandra un gran ascendiente sobre su marido en cosas de conciencia y en el manejo de intereses de cuantía, no pudo, al primer ataque, llevar el convencimiento al ánimo del buen señor. Toda la mañana la pasó este dando vueltas de un lado a otro de la casa, taciturno y con los morros muy alargados. Su señora, que debía de llevar en sus venas sangre de Sancho Panza, a juzgar por la pesadez y la socarronería de su positivismo, volvió a la carga una y otra vez repitiendo y ampliando sus argumentos con la insistencia del escudero famoso cuando pedía la ínsula. Al mediodía, ya D. Bruno se tambaleaba, como un árbol herido en su tronco por el hacha; por la tarde, Doña Leandra se creía victoriosa, obteniendo de su marido promesa formal de no concurrir a la tertulia de Milagro ni tener roce alguno con gente del bando caído; y al anochecer demostraba el hombre haber llegado a la total madurez de su nuevo convencimiento, hablando con desprecio de las sectas políticas, y poniendo por cima de las garrulerías de tiros y trajanos los grandes fines de la Patria. ¿Cómo llegar a estos fines sin orden, sin que se apaciguaran —115→ los díscolos, y callaran los vocingleros, y se pusieran todos a trabajar, que era lo que hacía falta? Dentro del orden se darían libertades, ¡vaya si se darían!, y poquito a poco iríase acostumbrando la Nación a ser libre... Nada de partidos ya. Menos política y más administración, como le había dicho D. Luis con llamarada genial en la conferencia de aquella famosa noche. Abajo los partidos, y arriba para siempre el Procomún.

Estas sesudas razones y otras de evidente color sanchopancino dijo el respetable hijo de la Mancha, y tras los dichos vinieron los hechos. Todo se hizo conforme a la oferta de González Bravo y a los consejos de Doña Leandra, viniendo a ser estas dos personas, la una con carácter público, la otra privada y obscura, los determinantes de la defección del gran D. Bruno, la cual, dígase de paso, no fue tan sonada como él pensaba y temía, porque otros hubo que se dejaron seducir, y repartido el escándalo en una docena de nombres, no tocó a cada uno más que parte mínima del oprobio. Juzgando Milagro el suceso desde la cima inaccesible de su consecuencia, virtud a prueba de tentaciones, decía en el café y en la tertulia de Don Frenético: «No ha sido más que una maniobra de ese gitano de González... ¡si conoceré yo a mi gente!... —116→ una maniobra, una jugarreta para darse cierto barniz de imparcialidad, haciendo creer al país que aún queda un resto de coalición... ¡Si será pillo! Hay en ello, como digo, algo de la destreza de los gitanos para desfigurar con pinturas y postizos los borricos que venden, y hacer pasar por jóvenes a los viejos, por ágiles a los cojos... ¡Vaya con González, y qué maquiavelismos nos gasta! Ha cogido a cuatro inocentes para ponerlos de monigotes decorativos, hasta que llegue el momento en que la situación se crea segura, y entonces, ¡ay!, la patada que darán a estos pobres tránsfugas se oirá en los antípodas. Lo siento por el pobre Carrasco, persona a quien yo estimaba mucho, y por eso le di mi protección en el gobierno de Ciudad Real, que era, entre paréntesis, un gobierno dificilísimo, y allí necesitaba uno ser un Metternich para desenvolverse entre las influencias encontradas de Juan y de Pedro... Lo siento, sí, por Carrasco, y casi me inclino a disculparle. Hizo el desatino de abandonar su terruño para venirse a Madrid, metiéndose a politiquear sin entenderlo... ¿Qué había de resultar? El cataclismo, y en el cataclismo, o, si se quiere, en el diluvio, ¿qué ha de hacer un hombre cargado de familia más que agarrarse al primer tablón que le presentan?... Hay otra cosa, señores, y es —117→ que la virtud de la consecuencia pocos, muy pocos la poseen... Abundan los partidarios; pero los consecuentes, los inflexibles no abundamos... Y con estos, con nosotros sí que no se atreven. ¿Por qué no se le ocurrirá a González echarme a mí sus redes maquiavélicas? Porque me conoce y sabe cómo las gasto, porque sabe que le enseñaría yo los dientes, si viniese... y con los dientes de José del Milagro no se juega... ¡Ah, Sr. González, algún día nos veremos frente a frente, y... ya, ya se ajustará la cuenta de Olózaga, y otras, otras cuentas políticas!...».

Bien mantenido por su yerno, libre de domésticos cuidados, escupía por el colmillo D. José, y levantaba el gallo en los mentideros políticos, dándose tono de prohombre y vendiendo protección a los caídos, como candidato probable a una cartera el día no lejano en que volviese el Duque. Corriendo las semanas, concluía con incierta calma el año 43, y empezaba con febriles inquietudes el 44: los liberales, caídos con vilipendio, vendábanse presurosos las descalabraduras, y empezaban a mirar por la vida, es decir, a sublevarse aquí y allí, aprovechando cuantos medios se les presentaban. Esto no era más que continuar la historia de España, y buen tonto sería el que creyese que tal historia podía sufrir interrupción. Fueron —118→ hechos culminantes en el paso de un año a otro: el pronunciamiento de Alicante, capitaneado por un fogoso aventurero, Pantaleón Bonet, hombre audacísimo, cortado por el patrón de Ramón Cabrera con todas sus cualidades y defectos; la mudanza de la familia Carrasco de la Cava Baja a la calle Angosta de Peligros; la sublevación de Cartagena con nombramiento de Junta de salvación, que presidió un D. Antonio Santa Cruz; el catarro pulmonar que cogió Doña Leandra, paseando con su amiga la Torrubia por las afueras de la Puerta de Toledo, de resultas del cual estuvo si se va o no se va a la Mancha, quiere decirse, al otro mundo; los desarmes de la Milicia Nacional en Valladolid, San Sebastián y Burgos, con los disturbios y porrazos consiguientes; los amagos de levantamiento carlista en las provincias del Norte; los nuevos vestidos que se hicieron Lea y Eufrasia para dar testimonio público de la nueva posición de su padre y poder alternar con alguna que otra señora moderada, vestidos que, según puntualmente ha conservado la tradición, fueron de popelín adiamantado con doble reflejo, tela propia para invierno y otoño, y en ellos se adoptó la forma novísima de los cuerpos medio escotados y el cuello fruncido a la Lucrecia; la tentativa de reanudar tratos con —119→ Roma para que esta autorizase la desamortización y pudieran los moderados enriquecerse comprando por un pedazo de pan los bienes que fueron de la Santa Iglesia; las levitas que se hizo D. Bruno imitando no ya las de Mendizábal, sino las del elegante prócer marqués de Viluma... y en fin, mil sucesos y menudencias que, tejidos con estrecha urdimbre, forman la historia del vivir colectivo en aquellos tiempos, la Historia grande, integral.

Vemos luego cómo dicha Historia, mansamente, por el suave nacer de los efectos del vientre de las causas, siendo a su vez dichos efectos causas que nuevos hijos engendran, va corriendo y produciendo vida, de la cual son partes muy notorias los hechos siguientes: la mejoría de Doña Leandra, gracias al tratamiento sudorífico que la dejó en los huesos; la expedición militar de Roncali contra los sublevados alicantinos, de lo que resultó la destrucción de estos en el campo de batalla, con más empleo de la maña que de la fuerza, según se dijo; —120→ el fusilamiento de los revolucionarios de Alicante, veinticuatro víctimas con Bonet a la cabeza, bárbaro, torpe y extremado castigo que había de ser semillero de odios intensísimos, irreconciliables; las relaciones que trabaron Eufrasia y Lea con personas de más alta posición, distinguiéndose en estas nuevas amistades la de una señora renombrada por su hermosura y la amenidad de su trato, Jenara de Baraona, viuda de Navarro; la prisión de calificados progresistas como Cortina y Madoz, y las épicas palizas que recibían en los pueblos los desarmados milicianos, en desquite de las que ellos habían repartido profusamente; la declaración del legítimo matrimonio de la Reina madre con D. Fernando Muñoz, y por último, la entrada en Madrid de la propia Doña María Cristina, que acá nos volvía triunfante y feliz a gozar de su victoria.

Merece este gran suceso mención especial: Madrid ardió en fiestas para celebrar la vuelta de la Gobernadora, y los señores que mandaban y los innumerables inocentes que entonces, casi como ahora, constituían el vecindario de la capital, se desvivieron y despepitaron en obsequiar a la Reina y mostrarle su admiración. Fue un dulcísimo incendio de los corazones, una embriaguez de los cerebros. Los —121→ poetas, que en aquellas vegadas crecían con viciosa lozanía en nuestro suelo, tuvieron tema oportuno para echar odas y silvas, y apestarnos con sáficos y sonetos. Fue una de las epidemias poéticas más asoladoras del siglo. Uno de aquellos vates empezaba diciendo: Detén, ¡oh Sol!, tu espléndida carrera... y pedía el buen señor la parada del Sol para que pudiera ver el paso de Cristina por entre gallardetes, arcos de tela pintada y festones de papel, recibiendo los delirantes parabienes del pueblo. Concluía el poeta con esta estrofa:

    Mas nunca, mi Cristina, menos bella

Te contempló mi corazón de fuego;

En mi delirio amante,

Fuiste a mi pensamiento rara estrella

De ese cielo radiante;

Y en su luz celestial quedando ciego,

Te dirá mi laúd de cualquier modo

Que eres mi Dios, mi religión, mi todo.



Otras mil lindezas le dijeron, y flores diversas arrojaron al paso de Su Majestad por Valencia y al entrar en Madrid, de lo que resultó un conflicto más para el Gobierno, pues no había empleos vacantes con que premiar debidamente la lealtad y el arrebato de tantos poetas. Instalada Cristina en Palacio, ocurrió un suceso —122→ casi tan importante como la recaída de Doña Leandra (que privó a las chicas de asistir a la soberbia función del Liceo en honor de las Reinas), suceso previsto por muchos, y singularmente por Milagro, cuyas palabras textuales sobre la materia nos ha transmitido un papel de la época. «Apenas la excelsa señora -dijo D. José-, alivie su cuerpo y su espíritu de la fatiga de tantas salutaciones y de la asfixia de tanto verso, tomará la providencia que ha motivado su vuelta a estos reinos, la cual no es otra que plantar en la calle a González Bravo, o echarle rodando por las escaleras. ¿Cómo podrá olvidar la señora, por magnánima que sea... y no lo es... cómo podrá olvidar, digo, que este cínico se entretuvo en sacarle a la colada los trapitos, contando ce por be todo el idilio morganático? Esto no lo olvida Su Majestad, porque los Reyes, que siempre han sido y son buenos memoriosos, ni olvidan ni perdonan... y hacen bien: por esto son Reyes».

Lo que D. José profetizaba se cumplió puntualmente a poco de tomar respiro la Reina Madre en el Real Palacio; mas la salida de González se motivó oficialmente en el desacuerdo del Ministro de Hacienda con nuestro Embajador en Roma, el cual ofreció a la Santa Sede que haríamos tabla rasa de la Desamortización. —123→ Insistía Milagro en que su versión era la verdadera, y con chistes y pormenores muy donosos la sazonaba. Corría con grande autoridad otra que por su fuerza lógica se impuso, y era que Narváez, viendo ya cumplidos los fines del Gabinete González Bravo, y estando ya bastante suavizada la pendiente o transición entre la Libertad y el Despotismo, no había razón para mantener en aquel puesto al que sólo fue a él para guardarlo interinamente, y con mónita frailuna se le dijo a D. Luis: «Quítese, hermano, que ya no hace falta, y prémiele Dios por lo bien que ha sostenido la interinidad. Aquí estamos ya nosotros con ganas de descansar el cuerpo en ese sillón, y de coger la rienda... Pronto, pronto... Lárguese a la embajada de Portugal, a donde le destinamos, y que Dios le haga bueno». Esto le dijeron, plus minusve, y el hombre descolgó su sombrero, que de una lujosa espetera ministerial pendía, y se fue a Portugal gozoso, porque en verdad la sonrisa picaresca de Doña María Cristina le alborotaba la conciencia, y algo curado ya de su cinismo por las funciones severas y moralizadoras del poder, le asustaban las imágenes de las personas a quienes mató, como un pobre Macbeth de bajo vuelo, para ver realizado el vaticinio de las brujas. Cayó el gran cínico, —124→ dotado por naturaleza de las más bellas seducciones de palabra y trato, el hombre a quien sobraba de talento todo lo que le faltaba de escrúpulos; el que llenaba los archivos vacíos de su instrucción con los frutos repentinos de su entendimiento; el que en vez de moral tenía la prontitud imaginativa para fingirla, y en vez de ciencia el arte de ganar amigos. Y no fue su gobierno de cinco meses totalmente estéril, pues entre el miserable trajín de dar y quitar empleos, de favorecer a los cacicones, de perseguir al partido contrario y de mover, sólo por hacer ruido, los podridos telares de la Administración, fue creado en el seno de España un ser grande, eficaz y de robusta vida: la Guardia Civil».

Y continuando con pasmosa fecundidad el desarrollo de la Historia grande, como un hilo de vida sin solución, el primer hecho de alta trascendencia que se nos ofrece después de la caída de González Bravo es la del buen D. Bruno, a quien pusieron la cuenta en la mano sin decirle una palabra cortés; caída ignominiosa, que fue tema de chanzas picantes entre sus amigos liberales, y en la familia como el reventar de una bomba que difunde el espanto y la desolación. Doña Leandra estuvo sin habla todo un día, y las niñas, rabiosas y descompuestas, —125→ desahogáronse en improperios contra Narváez. Este cogió el poder que le correspondía como capataz indiscutible de los españoles desde Julio del 43... Hacia el comedero del pobre D. Bruno alargaban sus hocicos, desde tiempo atrás, otros más necesitados o que se juzgaban con mejor derecho, y Narváez no era hombre capaz de condenar a los suyos a la inanición. Ya se había dado el ejemplo de la prudencia y la imparcialidad hasta el derroche, y sería candidez mantener a cuerpo de rey a los enemigos, mientras tantos amigos se vestían con dos modas de atraso, y en su trato doméstico vivían sujetos a una bochornosa escasez de comestibles. A los faldones del Sr. Mon, nuevo Ministro de Hacienda, se agarraba media Asturias pidiendo credenciales.

Si sensible fue el trastorno producido en la casa de Carrasco por las cesantías del padre y del niño, los suspiros y el rechinar de dientes quedaron reservados en la intimidad de la familia, y grandes y chicos cuidaron de que el desastre no trascendiese al exterior, y que sobre las ruinas se alzase siempre la dignidad. No eran los Carrascos de esos a quienes la cesantía condena fatalmente a un triste interregno de zapatos rotos, de empeño de ropas, de hambres y desnudeces. El decoro de la familia —126→ exigía que todo siguiese en el mismo aspecto y decoración, y si el padre tal criterio proponía, las chicas le daban quince y raya en las demostraciones para mantenerlo coram populo. Doña Leandra, que de resultas de su último arrechucho hallábase desmejoradísima, padeciendo con mayor agudeza del terrible mal de su nostalgia, creyó por un momento que la reciente desdicha traería, como reparación física y moral, el regreso a la tierra; mas pronto hubo de convencerse, observando rostros y midiendo palabras, de que nunca había estado más lejos de la realidad aquel su ardiente deseo, que le llenaba toda el alma. Para seguir aferrados a Madrid tenían las hijas y el esposo motivos o pretextos de tanta fuerza, que Doña Leandra, heroína de prudencia y discreción, se abstenía de contradecirlos y refutarlos, y lloraba en silencio contentándose con la repatriación mental, en ocasiones de tal modo intensa que le daba la impresión y los vivos goces de la realidad. Hallábanse Lea y Eufrasia ligadas a Madrid no sólo por el lazo de amistosas relaciones, sino por noviazgos muy serios, en que se aunaban, para darles inmenso valor, el fuego de los corazones y la esperanza de provechosos casamientos. Lea, tras una serie de superficiales pasioncillas, había cogido —127→ en sus redes a un joven militar muy avanzado en su carrera, y que llegaría pronto a General, a poco juego que dieran las revoluciones anunciadas. Eufrasia, que ya había sabido marear a once galanes y divertirse con ellos, tenía en estudio a un andaluz riquísimo, de gran familia, negociante que iba para capitalista. Hallándose, pues, las dos hijas en lo más crítico de la cacería de estos pájaros de calidad, no era propio de una buena madre espantar las piezas, ni menos dejar a las cazadoras en el desconsuelo consiguiente.

Y por el lado de D. Bruno, no hallaba Doña Leandra menos cerrado el camino de sus ilusiones de patria manchega. Ante todo, el amigo D. Serafín de Socobio y otros que en el moderantismo le habían salido daban a Carrasco esperanzas de pronto desquite, bien en una plaza semejante a la perdida, bien en una jefatura política de importancia. No sólo había de estar a la mira de su reposición probable, sino que forzoso era no perder de vista el asunto de Pósitos, pues aunque la sentencia del Consejo Real le había sido favorable, completa victoria en principio, faltaba lo principal: que le devolviesen el dinero prestado al Pósito de Daimiel y que la junta de este le negaba. Camino largo y espinoso suele ser en España el —128→ que conduce del principio legal a la realización del derecho, y muchas esperanzas cortesanas se pierden en este camino. Añádase a esto, para llegar al conocimiento total del sedentarismo de D. Bruno, que sin quererlo, por grados inapreciables, se iba haciendo marisco y pegándose por secreciones calcáreas a la roca oceánica de Madrid. La vida de casino no fue la menor causa de esta adherencia. Por aquellos días estaba en todo su auge el establecimiento de recreo y dulce sociedad fundado por Córdoba, Salamanca y otros en la calle del Príncipe: a él concurrían lo más granado de la oficialidad de nuestro ejército y los personajes más simpáticos de la situación, sin que faltasen liberales blandos de buena sombra; allí la vida se deslizaba plácidamente en la conversación, en los comentarios de toda noticia social o política, en el murmurar malicioso, en el referir ameno, en la lectura de la prensa, en el billar, en el juego, etc. Al poco tiempo de introducirse en tal sociedad, Carrasco no sabía salir de ella, y entre su cuerpo y los sillones de gutapercha producíase un aglutinante que cada día era más fuertemente pegajoso. Coincidieron con esta vida otras adherencias de que por su condición reservada no se hablará mientras la necesaria armonía y el buen concierto —129→ de la totalidad histórica no lo exijan. Véase ahora si este poderoso fatalismo centrípeto no era suficiente a someter sin lucha la voluntad centrífuga de la pobre desterrada, dejándola en triste recogimiento. Procurábase consuelo Doña Leandra en la sociedad de sí misma y en los viajes imaginarios al país de sus amores, valiéndose para ello de los más rápidos medios de locomoción, ora el clavileño de su paisano, ora la escoba de las brujas.

Los días, semanas y meses del último tercio de 1844 pasaron con triste monotonía: Doña Leandra adormeciéndose en la contemplación extática de su bendita tierra, D. Bruno adaptándose fácilmente a los gratos ocios del casino, las hijas lidiando a sus novios con la doble suerte del amor honesto y de la querencia de matrimonio, y Narváez fusilando españoles, tarea fácil y eficaz a que se consagró desde el primer día de mando. Lo que él decía: «Voy a introducir grandes mejoras en el orden administrativo, a fomentar el trabajo agrícola, industrial y científico, a dar a España una vida y un ser nuevos; mas para esto necesito que —130→ esté sosegada, pues sin orden, ¿qué reformas, ni qué civilización, ni qué niño muerto? Lo primero es el orden, lo primero es hacer país...». Esta frase ha quedado desde entonces como una formulilla en los amanerados entendimientos: siempre que entraban en el Poder estos o aquellos hombres se encontraban el país deshecho, y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían más de lo que estaba. Narváez vio quizás más claro que sus sucesores y hacía país por eliminación, no creando lo bueno, sino destruyendo lo malo y corrupto, con la mira de que al fin quedase lo único sano y servible, que era él solo, rodeado de serviles adeptos. Ello es que a unos porque se sublevaban, a otros porque hacían pinitos para echarse a la calle, el hombre iba quitando de en medio gente dañosa; y tanta fue su diligencia, que a fines del 44 ya iban despachados cuatrocientos catorce individuos. Esto era una delicia, y así nos íbamos purificando, así continuábamos la magna obra de Cabrera y de otros cabecillas de la guerra civil que tiraban a la extinción de la raza, persiguiéndola y acabándola como a las pulgas, cucarachas y ratones. Creyérase que las mujeres eran demasiado fecundas y que España se poblaba de hombres con exceso, llegando a ser —131→ tantos que no cabían en el suelo patrio. Sólo así se explica que los políticos continuaran la selección iniciada por los guerrilleros, reduciendo el personal vivo al número de bocas que estrictamente correspondían a la escasa comida que aquí tenemos.

Y mientras fusilaba, no daban al D. Ramón poca guerra las disensiones dentro de su Ministerio, pues el marqués de Viluma pretendía que se devolviesen a clérigos y frailes sus bienes, y D. Alejandro Mon, uno de los pocos hombres de aquel tiempo a quien España debe una reforma útil y racional, no quería deshacer la obra de Mendizábal, y en ello fundaba planes conducentes al desarrollo de mayor riqueza. Asimismo ponía Narváez sus cinco sentidos en reanudar el buen trato con Roma, interrumpido desde los días de Espartero; y aunque el guapo de Loja no era hombre que mirase con demasiada afición a los de sotana, ni le importaban gran cosa la Iglesia ni el Papa de boca para adentro, veíase compelido por la Corte y por la normalidad política a negociar paces con San Pedro, del cual esperaba que le fortaleciese en la única religión que él profesaba: el orden santísimo, hacer orden a todo trance. De estas cosas hablaban D. Bruno y Doña Leandra cuando aquel volvía del casino a deshora. «¿No —132→ sabes, mujer, lo que ocurre? -díjole una noche-. Pues este partido, que quiere hacer un pisto del Despotismo y la Libertad, cree que no sirve para el caso ninguna de las constituciones que tenemos, y ahora trata de fabricar Constitución nueva, la cual será obra de las próximas Cortes. ¿Qué te parece? Yo no toco pito en este asunto; pero me asegura Socobio que como dedada de miel para los que fuimos liberales, y aún de corazón lo somos, se nos concederán algunos puestos en el futuro Congreso, a fin de que haya oposición, aunque sea blanda y de mentirijillas. ¿Qué opinas tú, mujer? ¿No me contestas a lo que te pregunto?... Pues me ha dicho D. Serafín con toda seriedad que si cuaja esto de los puestos de transacción, él ha de poder poco, o conseguirá que me saquen a mí por cualquier distrito de los que fácilmente maneja el Gobierno... Qué, ¿no me dices nada?... ¿Por qué no contestas? ¿Estás despierta o dormida? ¡Leandra, mujer...!». Entreabiertos los ojos, risueña la boca, el rostro como siempre descarnado y casi cadavérico, miraba Doña Leandra a su esposo; mas seguramente no le veía, porque ni con gesto ni mirada daba testimonio y señal de tener expeditas las entendederas. ¿Cómo había de contestarle si estaba en el campo de Calatrava? El —133→ hondo suspiro que exhaló, azotando el rostro de su marido con una bocanada de aire, fue como aviso de que ya venía de vuelta.

También a Narváez le llevaba su demencia del orden a estados imaginativos muy parecidos al éxtasis. Gustaba de ver caer a los que a su juicio eran estorbo para establecer la balsa de aceite en que pensaba desarrollar sus altos planes de regeneración, y no siendo en realidad un hombre cruel ni despiadado, lo parecía, por el sincero convencimiento de que sacrificando una porción de la humanidad, aseguraba la dicha de la humanidad restante. Su falta de cultura, su desconocimiento de la Historia, su ignorancia infantil de las artes de gobierno lleváronle a tan descomunal sinrazón. En Enero del 45 fusiló a Martín Zurbano y a sus hijos, después de haber intentado amansar la fiereza del guerrillero con una admonición caballeresca, que si en cierto modo hace menos odioso el carácter del tirano, no acaba de redimirle ni en la esfera privada ni en la política. Bravo hasta la insolencia, su corazón atesoraba, junto al arrojo indomable, la jactancia andaluza de que ningún otro mortal podría medirse con él. Por esto incitaba a los enemigos a dejar de serlo, y les abría los brazos diciéndoles: «Miren que soy el más crúo y no pueden —134→ conmigo. Vengan a mí, o encomiéndeze ostej a Dios». Llevaba, como se ve, al gobierno las mañas de la caballería morisca degenerada; era, como muchos de sus predecesores, poeta político, un sentimental del cuño militar, como otros lo eran del retórico.

Al son de los fusilamientos cundían las conspiraciones, y ya teníamos en el extranjero el núcleo de emigrados que trabajaban en combinación con los descontentos de acá para volver la nacional tortilla. Juntas secretas funcionaban con tapujo en Madrid y en otras capitales, y contra ellas empleaba el Gobierno la violación de la correspondencia y el huroneo de un ejército de polizontes. Víctimas de su odio al despotismo y de los ministriles de este fueron multitud de personas muy significadas. Las cárceles rebosaban de presos políticos; habíamos vuelto a los tiempos de Chaperón, o poco menos, y al delicioso sistema de las purificaciones, atenuado en la forma, más que en el fondo, por la poquita cultura ganada entre unos y otros años.

«Si toda la constancia, todo el tiempo y los esfuerzos todos de entendimiento y de lenguaje empleados aquí para establecer sistemas políticos, traídos del extranjero en paquetes, como se importan las hebillas de París o los —135→ relojes de Ginebra, se hubieran empleado en educar a los españoles, anteponiendo la educación social a la científica y literaria, España sería ya un país a medio civilizar, pudiendo ser civilizado por entero dentro de algunos años. Pero aquí hemos querido empezar el edificio por el tejado, dejando para lo último los cimientos, y los cimientos son las costumbres, los modales, la buena educación... Lo que hace del Progresismo un partido imposible, merecedor de exterminio, no es el dogma, como ellos dicen, sino la grosería, la falta de maneras, el lenguaje chabacano y pedestre...».

Esto lo decía un galán a cierta señorita, en un palco del teatro de la Cruz, donde cantaba la ópera Hernani el tenor Guasco, con la Tirelli y la Chelva. Era el galán un joven gaditano, instruidísimo y elegante, ya pasado por el extranjero, como lo demostraba el indefinible barniz, la tintura, el tufillo que distinguían su persona de otras muchas de acá. Llamábase D. Esteban Ordóñez de Castro, y comía la sopa burocrática en la Secretaría de Estado. Componía eruditos versos y cantaba en galana prosa: figuraba en el ramillete más fresco de la juventud moderada con ideas recalcitrantes, espolvoreadas de cierto escepticismo, que era entonces del mejor tono. Su buena figura, su —136→ arte de llevar la ropa y de bien hablar sin decir nada, su mediano saber de lenguas, marcábanle el camino de la diplomacia, en el cual entraba con pie derecho.

«No está usted esta noche poco fastidioso con tanto hablarme de política -le dijo Eufrasia, que con su hermana Lea daba lucimiento al palco de la viuda de Navarro-. Además, no me gusta que me hablen mal del Progreso, porque yo soy muy progresista... para que usted lo sepa».

-Eso lo dice usted para que vuelva a contarle lo que en Londres oí acerca del progreso retrospectivo de los españoles...

-¿Ya saca otra vez a Londón?... ¡Por Dios, D. Esteban!... Si ya sabemos que ha estado usted en el extranjero... Yo también; digo, siempre que se consideren como extranjis las tierras de la Mancha, por el aquel de que nadie ha estado en ellas. Y se ha perdido usted de ver unas poblaciones magníficas. ¿Ha visitado usted Ciudad Real, Daimiel?... Yo, sí... Con que guárdese su Londón y su París... Otra cosa: ¿le gusta esta ópera? Dígame su opinión sin contarnos que la vio en Francia...

-Este Verdi tiene talento, un talento salvaje, sin pulimento, sin modales; es un compositor progresista.

—137→

-A Estebanito -dijo la viuda de Navarro, que por picar en la conversación soltó el hilo de la que sostenía con Lea y con Pastor Díaz-, le gustará más Rolla, porque aunque muy joven, es de los que no progresan, y se plantan en la ominosa década. ¿Verdad que le gusta Ricci, por ser más rossiniano? Estebanito está siempre a nuestro lado, al lado de los viejos.

-Si usted no retira esas palabras, Jenara, eso que ha dicho de viejos y de vejez, refiriéndose a su bella persona, no puedo tomar parte en este debate.

-He dicho que soy vieja.

-¡Que se escriban esas palabras! Yo protesto...

-Protestamos todos, y abandonamos la discusión.

-Pero, hijas, amigos míos, ¿han olvidado que presencié la batalla de Vitoria, y vi cómo le quitaron al Rey José aquel grande equipaje que se llevaba de nuestra casa a la suya?

-¿Usted en la batalla de Vitoria? No puede ser. Los anales que tal digan son apócrifos.

-Estuvo, sí; pero todavía mamaba.

-No mamaba, Nicomedes, no mamaba, que ya era una grandullona y tenía novio. ¿No saben que el 23 me vi atropellada por los Cien mil hijos de San Luis; que aquel mismo —138→ año me mandaron a Francia con una comisión diplomática, para que catequizase a Chateaubriand... y le catequicé?... ¿No saben que Chaperón, el año 24, me metió en la cárcel?... Soy una historia viva...

-Pero contemporánea...

-No, no; a poquito que remonte mi origen, pongo mi cuna en la Edad Media. Soy viejísima, aunque no represente toda la antigüedad que me corresponde, y por ello doy gracias a Dios... Volviendo a la música, les diré que cuando Rossini estuvo en Madrid, el 29, si no recuerdo mal, y compuso el Stabat Mater, ya era yo machucha, lo que no impidió que me hiciera la corte: el minueto que me dedicó lo conservo en mi archivo con otras mil cosillas... Pero dejemos esto ahora, que alzan el telón para el tercer acto. Aquí aparece el panteón de Aquisgrán, y sale Carlos V desafiando los puñales de los conjurados... En este acto tenemos el pasaje de perdono a tutti, el más bonito de la ópera y el más filosófico. Aquí debía venir Narváez a inspirarse, en vez de cantarnos a todas horas el fusilo a tutti... Atención.

Ya llegaba el acto al coro de la conjura, cuando pegaron de nuevo la hebra D. Esteban y Eufrasia, adelgazando sus voces todo lo posible. Entre las sonoridades de la ópera se desvanecían, —139→ como en la espesura los gorjeos tenues de pájaros soñolientos, estas cláusulas, apasionadas de una parte, de otra graciosas, estocadas donosísimas de la esgrima del coqueteo: «Es usted una belleza plácida, de esas que dejan entrever al hombre las dichas puras del amor en primer término, y en segundo término, Eufrasia, las dichas del hogar...».

-¿Y en tercer término...?, porque me parece que quiere usted escamotearme un término, D. Esteban, el tercero...

-El tercero es una felicidad eterna, inalterable.

-¡Ay! ¿No cree usted que tanta, tanta felicidad empalaga? Ponga usted un poco de desdicha, de susto, de contrariedad, y quizás nos entenderemos. Tanta confianza en mí no me gusta, puede creerlo. Dude usted, hombre: llámeme pérfida, falaz, para que después me guste oírle decir lo contrario.

-Tal es mi trastorno, que olvido los preceptos más elementales del arte del galanteo. Pero más vale que le presente a usted mi corazón desnudo.

-¡Ay, desnudo no! Póngale algo de ropa.

-Desnudo de artificios, ostentando toda la verdad de este amor loco que me ha inspirado su admirable persona.

—140→

-Ni con juramento me hará creer en esa admiración de mí. Desde que usted me dijo que yo le agradaba por morena, me miro al espejo con el temor de que cada día me vuelvo más negra. Quisiera indignarme contra usted para palidecer, a ver si palideciendo a menudo me blanqueo un poco.

-No, por Dios, no estime en tan poco su tez morena, ni el parentesco con los ángeles de Murillo.

-¡Jesús!

-Y con las vírgenes de Murillo.

-Por Dios, Estebanito, no me haga creer que las Concepciones y los ángeles del pintor sevillano son tan negruchos como yo. ¡Bonitos estarían!

-¿Y esos ojos...?

-¡Hombre, algo había de tener! Pues si no tuviera unos ojos regulares, sería un espanto.

-¿Y esa nariz perfecta, y esa boca...?

-Por la Virgen, Estebanito, no defienda usted mi boca, que es tal que no tiene el diablo por dónde desecharla. ¡Si cuando me hace usted reír, y esto es a cada rato, me aguanto para no abrirla toda, y siempre procuro dejarla entornadita!

-¿Y ese talle, y ese cuerpo de palmera cimbreante?

—141→

-Bueno, bueno: paso por lo del talle. A falta de otra cosa...

-No hable de faltas quien es la perfección misma. Luego, su carácter, su dulzura, su instrucción...

-Eso no pasa, Estebanito: no he leído más que dos o tres novelas que me ha prestado Rafaela. Soy tan ignorante, que ayer, ríase usted, le pregunté a Jenara si este Carlos V que aquí sale es el mismo D. Carlos María Isidro de la guerra civil... ¡Ya ve usted qué gansada!... Pero me consuela el saber que hay mil muchachas finas en España tan burras como yo... Burras, sí: no retiro la palabra... ¿Y un joven tan ilustrado, que ha vivido en Londón, pretende entrar en finas relaciones con esta pobre manchega? No me lo hará creer, D. Esteban; no lo creeré nunca, y no hay quien me quite la idea de que usted se burla de mí.

-¡Qué atrocidad... Dios poderoso! Nunca pude imaginar que usted desconociera la verdad de mi afecto, ni que mi honrada palabra fuera puesta en duda por la mujer de mis sueños, la mujer ideal...

-Baje, baje un poco, D. Esteban, y podré creerle... Ya sé que me estima... yo también le estimo... Estebanito, ya cantan el final del acto, y ya está ese buen señor perdonando a tutti.

—142→

-Fíjese usted bien, Eufrasia, en lo que dice el Emperador y Rey...

-Tradúzcamelo si quiere que yo lo entienda, pues no sé más lengua que el castellano.

-Dice: Sposi voi siete...

-En español, cásense ustedes pronto... Ya hablaremos de eso, Estebanito; no sea tan precipitado.

Desde aquel momento, la pizpireta Eufrasia, ya muy corrida en noviazgos, según nos revela la cháchara transcrita, puso sus ojos, amparada del abanico, y con sus ojos su alma toda, en un palco frontero donde apareció Emilio Terry, objeto efectivo de sus ansias amorosas. En relaciones durante año y medio, tan tiernas y sazonadas que tuvo Himeneo encendidas las teas, rompieron inopinadamente por un fútil motivo... Amigas envidiosas llevaron a Eufrasia el cuento de que Terry mariposeaba en el escenario del Circo alrededor de aquel astro, de aquella deidad de la danza, la Guy Stephan, y no fue menester más para que se produjesen recriminaciones y celeras a que siguió un hemos concluido, pronunciado por ambas bocas con —143→ entonación solemne. Coincidió tan grave suceso con otro sonadísimo: la tentativa de asesinato del General Narváez. Dirigíase al teatro del Circo, donde bailaba la Stephan en función de gala, con asistencia de Su Majestad y Alteza, cuando unos embozados detuvieron el coche junto a los Basilios, y disparando sus trabucos a boca de jarro por las ventanillas, mataron... al ayudante señor Baseti, el cual, por un caso fortuito, había cambiado de asiento con el General. (Entre paréntesis, dígase que la opinión maliciosa señaló a D. Juan Prim como autor del atentado; pero nada se le pudo probar.) Pues cuando llegó la noticia al teatro del Circo, y se alborotó el sensible público, apartando su atención de las piruetas de la bailarina; cuando entraba el propio Narváez, declarando con su presencia que los asesinos habían errado el golpe, y con aire temerón y cara de mal genio al palco de la Reina se dirigía para recibir graciosos plácemes, precisamente en aquellos minutos estaban Eufrasia y Terry en lo más caluroso de su pelea, sotto voce.

Rodaron días y meses, entre los cuales los hubo de fúnebre tristeza para Eufrasia, que no cesaba de darse grandes atracones de beleño, buscando el olvido, y a cuantos le pedían amores contestaba con un sí como un templo. —144→ No se pueden contar los que en aquel período fueron sus novios más o menos formales; pero sí se sabe que ninguno logró rendir su afecto. La primera vez que vio a Terry después de la ruptura fue en el entierro de Argüelles. Iba el galán en la comitiva fúnebre, a pie detrás del féretro, y Eufrasia miraba el paso desde un balcón de la calle de Fuencarral. Viéronse a los pocos días en el estreno del Don Juan Tenorio en el teatro de la Cruz, y sucesivamente en el Prado, en el Liceo; pero uno y otro esquivaban la mirada, agraciándose recíprocamente con un desprecio de buen tono. En los comienzos del 45, las miradas en teatros y paseos revelaban mayor benignidad, y, por fin, eran un saeteo ardiente que llevaba y traía llamaradas... Observadora sagaz, la viuda de Navarro, al retirarse con sus amigas después de la representación de Hernani, dijo a la mancheguita: «Déjate de más tontunas, y no entretengas al pobre Estebanito. Bien a la vista está que tanto Terry como tú rabiáis ya por las paces, que es volver las cosas a su situación natural. Yo sé que Terry está cada día más loco por ti, y harto sabes tú que es el hombre que te conviene. No te digo más, hija; no pierdas tiempo, y a casa con él».

Madurillo ya, Emilio Terry, que pasaba de —145→ los treinta y ocho, no podía vencer sus mujeriegas aficiones, y trabajaba en esferas distintas, enamorando por lo bajo cuanto podía, y haciendo seriamente el cadete con las señoritas casaderas, a quienes entretenía y esperanzaba más de lo regular. Era una mariposa jamona y con las alas recompuestas, que iba de flor en flor, y el acogimiento lisonjero que abajo y arriba tenía confirmaba su nativa disposición para las campañas amorosas, lo mismo en el terreno donde no podía quebrantar la ley de honestidad, que en otros terrenos o capas de la galantería libre. No era hermoso, ni mucho menos, y su cara morena y barbuda, de facciones gruesas y ojos terroríficos, una de esas caras que espantarían a quien se la encontrase en camino solitario, habría sido totalmente incompatible con el amor si no la realzase y embelleciese el espíritu, la intención o voluntad que en el mirar penetrante y ardiente se mostraba, la ingeniosa labia con que a las cosas más vulgares daba un interés vivo, y para feliz complemento, la facha, el aire de elegancia no superado por ninguno entre sus contemporáneos. Vestía con suprema corrección inglesa, y tan airoso estaba de tiros largos como al desgaire, vestido de mañana con cualquier levitín suelto y un chaleco de moda pasada. Andaluz de Levante —146→ como Salamanca, dueño de un buen capital, y disfrutando la confianza de amigos y parientes malagueños muy ricos, se había lanzado en el vértigo mercantil con inteligencia y fortuna, especulando en jugadas de Bolsa, moviendo el gran mecanismo de las asociaciones mineras, que era la característica de aquellos tiempos en el orden de los negocios, y preparando la introducción de la magna industria del siglo: los ferrocarriles. No era, pues, Terry un farsante, de estos que explotan la credulidad de las gentes, ni un charlatán del capitalismo, que operara en el vacío con moneda figurada: sus negocios eran formales, su riqueza moderada y sólida, su disposición para negociar, seria y limpia, totalmente inglesa como su vestir, como todo su empaque social.

En los negocios solía ir con pies de plomo, atento, previsor y reflexivo, y en las empresas mujeriles con solapadas astucias o con los acometimientos repentinos de un estratégico muy ducho, conocedor de la geografía y de la oportunidad. Explicaba un amigo de Terry, años adelante, las magníficas victorias de este por una razón literaria, o que con la literatura se relaciona. Remitía ya la fiebre romántica; iba pasando la violencia en las pasiones, comúnmente fingida, pues raro era el poeta que sentía —147→ tan al vivo lo que expresaba; pasando iban los audaces giros de la expresión, las rebuscadas antítesis, el dilema terrible de amor o muerte, las casualidades fatalistas por las que el socorro de un afligido llegaba siempre tarde; pasaba también la humorada suicida, y la monomanía de poblar de cipreses y sauces el campo de nuestra existencia. Los grandes cerebros del romanticismo habían dado de sí sus últimas flores; D. Juan Tenorio, que apareció en Abril del 44, fue acogido como una obra tardía, que llegaba con dos años de retraso. Tres habían pasado desde la temprana muerte del gran Espronceda, y creyérase que había transcurrido un cuarto de siglo. Los innúmeros poetas que pasaban por sucesores del autor de El Diablo mundo, ya no maldecían desesperados la vida, ya no empleaban los acentos más roncos del alma para expresar una murria que no sentían y una melancolía negra que empezaba a ser de mal gusto.

Tras esta grandiosa procesión romántica que iba pasando y en el ocaso se desvanecía, vino otra procesión cuyas figuras traían menos poder literario, arreos no tan vistosos, vestiduras poco brillantes y armas enteramente flojas, afeminadas y deslucidas. Vino un sentimentalismo baboso que en los años siguientes hubo —148→ de dar frutos de notoria insipidez, un suspirar, un quejarse continuos, como expresión única del amor. La suprema fórmula estética fue la languidez: púsose de moda el estar lánguido; languidecían los poetas, languidecían las niñas casaderas y las jamonas que ya habían corrido el ciclo romántico en toda su extensión. En los dramas de asunto moderno, el éxito dependía de que las damas vestidas de muselinas vaporosas, con el pelo a la Cardoville, y los galanes de levita entallada, pantalón de trabillas, chaleco de raso, con la melenita ahuecada sobre la oreja, terminasen sus tiradas melosas expresando una inmensa languidez. Los novios, en sus inflamadas cartas, no hablaban ya de tomar fósforos ni de lo bonito que es pasear de noche por las calles de un cementerio: se entretenían en dar cuenta de suspiros que ahogaban el alma, o de quejidos exánimes inspirados por un deseo. El suspiro, el quejido, el deseo, la languidez, las auras embalsamadas, las noches voluptuosas, los sueños de dicha y placer, eran los chirimbolos con que jugaban constantemente los enamorados y los poetas. Hasta la prensa se veía tocada de esta demencia ñoña, y prodigaba en sus escritos los tropos más ridículos. Publicistas que pasaron por excelentes llamaban a Chateaubriand el Cisne del cristianismo, a la —149→ Habana la Virgen de los trópicos... Pues bien: Terry, adelantándose a su época lo menos un cuarto de siglo, hizo pedazos toda esta máquina de afeminación; desterró el suspirar por tiempos, las auras del deseo, y cuando hablaba con mujeres, jamás se ponía lánguido; antes bien, las embestía con un lenguaje humano, recto, sincero, varonil. De aquí sus victorias frecuentes y el partido que tenía.

Volvieron a verse Eufrasia y Terry, y a flecharse con miradas flamígeras en la representación de Maria di Rohan por Ronconi, en el Circo, y allí se tramó, para reconciliarles, la siguiente ingeniosísima combinación. Entre los muchachos que solían ir a la tertulia de la viuda de Navarro, descollaban: Rubí, que de autor de piececillas andaluzas había subido a la jerarquía de dramaturgo famoso; Campoamor, ya célebre como lírico de mucho aquel; Navarrete, escritor de costumbres, y Enrique Gil, poeta y crítico. Íntimos de este eran los Asquerinos, dos hermanos muy simpáticos que hacían dramas. Anunciábase uno de Eusebio en el teatro de Variedades, con el título un tanto estrambótico y trabalenguas de Obrar cual noble con celos, y Jenara alcanzó de Enrique Gil el obsequio de dos palcos para el estreno, comprometiéndose a ejercer de alabarda —150→ toda la noche con sus amigos hasta sacar a flote el drama, cualquiera que fuese su mérito. Uno de los palcos ocuparíalo la viuda; el otro sería remitido de parte del autor a unas damas andaluzas que infaliblemente invitarían a sus habituados Terry y Alejandro Llorente, a la sazón inseparables. Una vez colocado a tiro hecho el galán esquivo, Jenara le saludaría, llamándole a su palco para decirle dos palabras, y en el acto, con hábil maniobra, se efectuaría la tangencia de aquellos dos planetas de amor, que andaban despavoridos por los cielos buscando un punto en que juntar sus órbitas. Pero el drama, anunciado con tanto bombo, Obrar cual noble con celos, no llegó a representarse, y el plan quedó diferido en los propios términos para el estreno del drama de Valladares y Saavedra, Para un traidor un leal y Juicios de Dios, en el mismo teatro de Variedades. Todo se preparó hábilmente: Jenara ocupó su palco, escoltada por las manchegas; en el inmediato entraron las andaluzas. Acudieron mas tarde Cueto y Llorente, y por este supieron las vecinas que Terry se había ido a Sierra Almagrera para un negocio minero. El fracaso de la intriga fue tan grande como el del drama, que cayó al foso, sin que salvar pudiera al Traidor el Leal, ni a los dos juntos el Juicio de Dios.

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Si Eufrasia ne pouvait se consoler du départ de Terry, y allá se iba con Calipso en la intensidad de su pena, aventajaba por de contado a la Diosa en el arte para disimularla. La pena y el disimulo de la manchega eran cuentas con el Destino, que pagaba el pobre Ordóñez de Castro, a quien la moza oprimía con un dogal, y cada día le daba una vuelta para tenerle más ahogadito y con mayor rendimiento. Consoló a Eufrasia de su amargura cierta epístola que Terry escribió a un amigo desde el Barranco Jaroso (donde con otros negociantes, ingenieros y geognostas examinaba unos riquísimos filones), en la cual decía que la moreniya no se apartaba de su memoria, y que al regreso a Madrid trataría de volver a su buena gracia (con galicismo y todo). Súpose después que D. Emilio, habiendo recorrido varias pertenencias andaluzas y terrenos que acusaban la capa argentífera o plomífera, se fue a Málaga, y en un vapor se embarcó para Londres. A la entrada de invierno volvería.

El verano fue tan largo como fastidioso para las manchegas, no sólo por el exceso de calor, —152→ sino porque habiendo marchado Jenara a Sigüenza, se quedaron casi solas en los días caniculares, sin más recurso que dar vueltas en el Prado con D. Bruno, o con la familia de Don Serafín de Socobio, llorando el alejamiento de señoras, caballeros y dandys con quienes tenían amistad. Ordóñez de Castro voló al Puerto de Santa María, desde donde a su amada endilgaba cartas llenas de languideces. El novio de Lea, de quien se hablará pronto, andaba también por esos mundos con la tropa que acompañó a la Reina a las provincias vascongadas; y Rafaela, que comúnmente no salía, se fue por un mes a Navalcarnero. Arreciaron en aquel tristísimo verano las persecuciones contra revoltosos, y la policía, olfateando dónde guisaban motines, metiéndose con los conspiradores de profesión y atropellando a más de un inocente, no dejaba respirar a los pobres habitantes de la villa, medio asfixiados de calor. Narváez seguía fusilando, deseoso de obtener un orden perfecto; pero a medida que disminuía en España el número de los vivos, el orden se alejaba más, cubriéndose el rostro con un velo muy lúgubre. Era una delicia en aquellos días ser español; y ser madrileño, con la añadidura de haber pertenecido a la Milicia Nacional, más delicioso aún. A un pobre —153→ sastre de la calle de Toledo, llamado Gil, que al paso de los polizontes calle abajo tiró desde el piso tercero un ladrillo sin descalabrar a nadie, le cogieron, y por primera providencia le fusilaron despiadadamente. ¡Pobre Gil! ¡Quizás pensaría, cuando le llevaban a la muerte, que con su sangre y la de otros escribían los moderados la Constitución despótica llamada del 45, y que toda aquella sangre reviviría en la Historia produciendo al fin la resurrección de los hombres sacrificados!

Algo de esto pensaba D. Bruno, en su discurrir de cortos vuelos; pero como adormecido le tenía su singularísima situación política y social, no expresaba ideas tan audaces en el casino. Por aquellos meses, la diligente amistad de D. Serafín le consiguió la liquidación del asunto del Pósito, y cobró el hombre unos cuantos miles de reales, que aunque no eran ni la mitad de lo que esperaba, pareciéronle llovidos del Cielo, y con ellos tapó algunas de las enormes grietas que en su caudal abría la dispendiosa vida de Madrid. Había perdido ya el hombre la noción clara de los intereses, ignorando lo que gastaba y lo que poseía. Las rentas de la Mancha mermaban, y algún arrendatario se permitía morosidades escandalosas: deber de D. Bruno era dar una vuelta por allá; mas cuando —154→ lo pensaba, le invadía la pereza, la terrible parálisis de su voluntad, fomentada incesantemente en el casino y agravada con otras distracciones que cargaban de plomo sus miembros y su no muy viva inteligencia.

Octubre, predilecto mes de Madrid, trajo el retorno de los veraneantes, el brillo de las nuevas modas, la alegría de los teatros, la General animación y vida. Periodistas y revisteros llamaban a la juventud a las diversiones y fiestas de otoño, diciendo: «Ya nuestras bellas se aprestan a engalanar las noches del Circo, del Liceo y de la Unión». Era muy común entonces que el ingenioso cronista de salones y de teatros invocase al sexo femenino con la familiar denominación de nuestras bellas; también solían decir nuestras leonas, desconociendo lo que significaba en la sociedad parisiense la voz lionne, aplicada a las mujeres que deslumbraban a la sociedad con su elegancia original y a veces extravagante, así como con el desenfado de sus costumbres. Ofendían a las mujercitas de acá llamándolas nuestras leonas, y más acertado fuera que las llamaran nuestras gatas o nuestras perritas... Pero, en fin, el nombre importa poco, y daba gusto ver a nuestras leonas o cachorras embistiendo a los teatros, ya se diera en ellos drama, ópera o baile. Reapareció entonces —155→ el dandy, paquete, lion, fashionable, o como nombrársele quiera, D. Esteban Ordóñez de Castro, y Eufrasia tuvo ya con quién divertirse mientras le llegaba el santo de su completa devoción. Más dichosa que su hermana fue Lea, a cuyas faldas se pegó de nuevo su fiel novio Tomás O'Lean, que a los veinticinco años era ya teniente coronel, habiendo alcanzado sus mayores adelantos desde los pronunciamientos del 43. ¡Qué brillante carrera! Espartero se fue dejándole teniente a secas, y en dos años de trifulcas intestinas, sirviendo con Serrano en Cataluña, con Concha en Andalucía, ayudando a la cacería de Zurbano, había ganado el hombre tres empleos y cinco grados, amén de varias cruces que eran testimonio de su heroísmo. Siguieran las locuras de Marte en nuestro suelo, y Tomás O'Lean sería general. No podía soñar Lea mejor partido, y muy satisfecha estaba de su conquista, porque el muchacho, al aprovechamiento militar unía las ventajas de un carácter cortado para el santo matrimonio: mansedumbre, juicio, hábitos económicos, y para colmo de felicidad, una hermosa figura.

Ni aun en los tiempos del Regente fue O'Lean entusiasta del Progreso; antes bien sus amigos le tenían por arrimado a la cola, atendiendo más a las aficiones religiosas del oficial que a —156→ las políticas. Perteneciente a una familia de origen irlandés, extremada en el monarquismo y en la piedad, conservó siempre la característica de su abolengo, y en un tris estuvo que defendiera la causa del Pretendiente. Como los O'Donnell, los O'Lean se dividieron, repartiéndose entre las dos legitimidades: dos hermanos de Tomás pelearon en la facción, al lado de Zumalacárregui y de Zaratiegui; pero él, traído a la bandera cristiana por su tío D. Anselmo, grande amigo de Córdoba, empezó a servir el 36 en un regimiento de la división de Oraa, y siempre se mantuvo fiel a la disciplina y al honor. Huérfano de padre, vivía Tomás con su madre, vascongada de mollera dura, de los Emparanes de Azpeitia, señora muy tiesa, rigorista en lo social, arrebatada de fanatismo en lo religioso. No fue poca suerte para Leandra Carrasco que Doña Ignacia, a quien como a presunta suegra reverenciaba, aprobara el noviazgo de su hijo, que si así no fuese, poco le durara el contento a la señorita manchega. Tenía Tomás el don de simpatía por su afabilidad y dulzura, y aunque entre sus muchos amigos habíalos de distintos colores, descollaban en su afecto los de matices tristones y sombríos; frecuentaba la redacción de La Esperanza, y el fundador y director de esta, D. Pedro —157→ La Hoz, hombre de austeras virtudes, escritor castizo, profundo, sólido y sincero, aunque de estilo un tanto mazacote, profesaba a la madre y al hijo singular estimación.

Pero la esfera de las amistades de Tomás O'Lean era vastísima, y extendíase a los círculos juveniles más interesantes. Loco por la música, con excelente oído y retentiva prodigiosa, figuraba en la trinca de melómanos (que ya entonces se llamaban dilettantis) más ruidosa y más inteligente de Madrid. Eran todos chicos de buena familia, que tenían a gala no perder función de ópera y andar siempre entre cantantes italianos, maestros y directores de orquesta. A los estrenos de ruido en teatros de verso iban puntuales, siempre que no había novedad o atractivo grande en los de ópera. No eran estos jóvenes la más grata compañía ordinariamente, porque a menudo poníanse a disputar sobre los méritos de estos o los otros virtuosos, o las excelencias de tal o cual ópera, y como era inevitable agregar los ejemplos a las teorías, cantaban y tarareaban hasta volver locos a los que tenían la desdicha de asistir a sus reuniones. En el café de Amato, calle de la Montera, donde aquel año ponían los atriles por tarde y noche ocupando tres mesas, no había quien parara. Conocían el repertorio italiano —158→ entonces vigente mejor que el que lo inventó; algunos descollaban de tal modo en la retentiva, que decían una ópera desde el coro de introducción hasta el final. Quién ensalzaba el Roberto Devereux; quién el Rolla o Maria di Rohan; aquel no permitía que le tocasen a Bellini, el único, el ángel de la melodía; estotro, haciendo gala de su voz abaritonada, soltaba el Cruda funesta smanie de Lucia, y un chico de Jaén, bajo profundo, repetía las graves notas del Mosé: Eterno, inmenso, incomprensibil Dio. Los más felices en la canora trinca y los más envidiados de sus compañeros eran los que tenían entrada franca en los escenarios, y trataban a Ronconi y a Guasco, obsequiaban a la Tossi o a la Bertollini-Raphaelli, y tuteaban a Becerra y a Salas; los que estimando la amistad de los directores Basilio Basili y Skoczdopole más que la de príncipes y magnates, conocían por ellos los proyectos de las empresas. Sin cesar se oía: «Positivamente en Noviembre tendremos a Moriani...». «Se habla de Paolina García para la primavera...». «Se preparan dos nuevas óperas de Verdi, Attila y Juana de Arco...».

Entusiasta del divino arte, y amante ardoroso de las glorias patrias, el dilettantismo perdía la chaveta cuando algún músico español componía ópera más o menos italiana, aspirando —159→ al lauro universal. Desde que la del joven maestro Espín, Padilla o el asedio de Medina, se puso en ensayo, andaban nuestros melómanos hechos unos orates, alabando sin medida la composición de que sólo retazos conocían, anticipando por calles y cafés tal o cual frase melódica, y presagiando el éxito más resonante y feliz. Todo ello se cumplió conforme a los deseos del furioso dilettantismo. Fue aclamado Espín como digno émulo de Bellini y Donizetti, y se tuvo por cierto que Padilla daría la vuelta al mundo. Pero ya entonces había Pirineos para la salida del arte, aunque estaban abiertos para la entrada, y Espín se quedó en casa, como los artistas que le habían precedido y los que en las siguientes décadas crearon la zarzuela. El mal gobierno y las revoluciones estúpidas, desacreditando a la raza y permitiendo que cundiese la engañosa fama de su esterilidad, son culpables de las terribles aduanas que en todas las fronteras de Europa cierran el paso a las artes de nuestra tierra.

Los maestros incipientes, como Oudrid, solían agregarse al coro entusiasta de la pandilla musical, ya en el estrecho café de Amato, ya en el del Príncipe o en la pastelería de Lhardy, y lo propio hacía el más joven de los tenores italianos de la compañía del Circo, Enrique Tamberlick, —160→ que aquel año había hecho su debut con Parisina d'Este. Los conciertos privados en casa de Soriano Fuertes estrechaban las amistades, enardecían y exaltaban la fe de la religión musical: allí Oudrid, excelente pianista, daba las primicias de la Jota aragonesa con variaciones y de la Fantasía sobre motivos de Maria di Rohan; allí Tamberlick soltaba los alientos de su voz bravía, cantando trozos de compositores olvidados de viejos, o desconocidos aún de nuestro público, como Cimarosa, Paësiello, Spontini, y les revelaba la maravilla del Don Juan de Mozart, en que algún dilettanti de los más avisados vio la matriz del drama lírico. Este fue Tomás O'Lean, que por tal motivo tuvo con sus compañeros tremendas agarradas, sosteniendo que en conocimientos musicales marchábamos con medio siglo de retraso. Poseedor de alguna erudición en el arte de Euterpe, adquirida en libros y papeles extranjeros, el ilustrado joven hablaba de Mozart, que aún no nos habían traído; de Weber y Gluck, que probablemente no vendrían nunca; y por último, para confundir más a la entusiasta cuadrilla, hacía mención de las grandes obras sinfónicas, y soltaba como una bomba, produciendo estupor y escándalo, el endiablado nombre de Beethoven.

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Rara vez hablaba Tomás de estos sutiles temas con su novia, porque la pobre muchacha no los entendía. Bastante atrasada en gustos musicales y sin ninguna educación de piano ni solfeo, no le entraban en la cabeza más que las tonadillas o motivos más elementales. Lo demás era un ruido, no siempre grato. Pero nada de esto importábale al joven, que en su novia parecía estimar exclusivamente las prendas morales y caseras, mirando con indiferencia todo lo restante. Hasta la fecha correspondiente a los sucesos referidos, el militar era mirado por la manchega como perfecto tipo de mansedumbre y docilidad. Pero ya en las postrimerías del 45 presentábase el galán como querencioso de la independencia, y no se plegaba como un junco ante la voluntad y las ideas de su novia, ni al de esta sometía su criterio. A cada instante la diversidad de apreciación en materias de gusto traía la discordia, por ejemplo: a Lea no le había gustado El hombre de mundo, de Ventura de la Vega, estrenado aquel otoño por Romea, y Tomás sostenía que no había producido obra mejor la Talía española —162→ desde Moratín. No verlo así, era carecer de toda inteligencia literaria. Visitando la Exposición de artes y manufacturas españolas que se celebró en la Trinidad, Lea se extasiaba delante de las pinturas más ñoñas y ridículas: vaquitas pastando, una mesa revuelta. O'Lean le decía sin rebozo que admirar tales mamarrachos era darse patente de indocta y campesina, y le ponderaba los cuadros históricos o religiosos de Madrazo y Ribera. En otros órdenes se clareaba más la emancipación del caballero: pasaron los tiempos en que, si a la cita faltaba o se le iba el santo al cielo en la correspondencia, recibía sumiso las reprimendas de la dama, y con graciosa humildad aplacaba su enojo. Ya no era lo mismo: pecaba Tomasito gravemente contra la puntualidad amorosa, que en los noviazgos vale tanto como el amor, por ser su signo más elocuente, y al ser interrogado por la manchega, severo juez y parte lastimada, se quedaba tan fresco. Desvergonzados eran a veces los novillos: hubo tardes en que Lea no le vio el pelo en el Prado, y ni la atención tenía el joven de presentarse al obscurecer con galantes excusas. Las que daba, tardías y glaciales, eran siempre las mismas. Había pasado la tarde, o la noche o la mañana, en La Esperanza, donde sin duda los amigos —163→ que allí se reunían trataban de la cuadratura del círculo. «¿Pero qué demonios hay en esa Esperanza dichosa, para que de tal modo te atraiga, Tomás? -le decía Lea, subiendo del enojo a la cólera-. ¿Hay zambra de mujeres, o baile de sacristanes? Quisiera saber qué se te ha perdido a ti en La Esperanza, y qué piensas sacar de tanto cabildeo con escritores públicos. Política no será, porque tú me has dicho que eres escepticista».

-Esa palabra no está bien, Lea. Cierto que cuando nos conocimos, así se llamaban algunos: yo fui de los que más usaron el vocablo. Pero va cayendo en desuso, y ya no decimos escepticista, sino escéptico.

-Bueno, lo mismo da. Tú me aseguraste que no tenías opiniones políticas, ni eso te importaba, que te mantenías neutro...

-Neutral, Lea... Pues sí, te lo dije: me mantenía indefinido, incoloro, entre los partidos revolucionarios y los partidos de orden; pero llegan tiempos en que la neutralidad es falta, casi delito; tiempos que piden a todos los españoles una manifestación franca de lo que piensan y desean para nuestro país, ahora que se nos presenta el problema grave, de cuya solución depende la suerte del Reino en los años futuros.

Apremiado a más claras explicaciones, O'Lean —164→ consagró un rato a satisfacer las dudas de su amada, haciéndolo en términos rebuscados y con una suficiencia que rayaba en pedantería, marcando bien la superioridad del expositor ante las cortas luces de la pobre mujer que oía. «Ha llegado la más crítica, la más delicada ocasión de esta Monarquía gloriosa -le dijo-. Nuestra adorada Reina necesita un esposo, no sólo porque es Reina, sino porque es mujer, o dama, mejor dicho. Y ante el problema que se nos viene encima, todos los españoles de buena voluntad nos preguntamos: '¿Quién será, quién debe ser el consorte de nuestra Soberana?'. La respuesta que a muchos embaraza y confunde, para mí es facilísima. Este matrimonio debe ser no sólo un matrimonio, fíjate bien, sino un tratado de paz y alianza perpetuas entre las dos ramas de la Familia Real. Una discordia entre las ramas de tronco tan glorioso, un desacuerdo por si debe excluirse o no debe excluirse de la sucesión al sexo femenino, que comúnmente llamamos bello sexo, fíjate bien, trajo la más tremenda, la más sanguinaria de las guerras. Triunfó la opinión favorable al bello sexo; pero como los derechos de la otra parte, o sea de los varones, fíjate, continúan en pie, y el partido carlista es siempre formidable, podría reproducirse la guerra y aniquilarnos nuevamente, y —165→ aun traer la victoria de la rama viril. Medios de evitar esto y de resolver históricamente la cuestión: la empresa en que fracasó Marte, será llevada a término feliz por Himeneo, el más pacífico de los dioses. La Providencia, que tanto ha desfavorecido a nuestra Nación, ahora se vuelve benigna y dice: 'Nación, llevé tus problemas a los campos de batalla para hacerte guerrera y varonil; ahora los llevo al Tálamo, para que seas pacífica y fecunda'».

Todo esto paraba en que los de La Esperanza habían catequizado al joven militar para que pusiese su talento y su pluma al servicio de la idea patrocinada por Balmes y otros publicistas. Extendiose Tomasito en mayores explicaciones de tan feliz idea, diciendo que el sentido común hacíala suya, y que por ser la pura lógica había de imponerse a los españoles de todos los partidos. No más guerra civil, no más derechos de varones y hembras. El solitario de Bourges había tenido la dignación de abdicar en su hijo, y este, en el gallardo manifiesto que había dirigido a España, estampaba una solemne declaración, que era el más grande y filosófico de los programas: Ya no habrá partidos; ya no habrá más que españoles.

«¡Ay, Tomás de mi alma! -le dijo Lea burlona y dulce-; a ti te han sorbido el seso los de —166→ La Esperanza con el casorio de la Reina. ¿Crees tú que vas ganando algo con que el preferido sea Montemolín? ¿A ti qué te va y qué te viene en eso? A mi padre oí decir que las piedras se levantarían contra D. Carlitos si en esa boda se pensara».

A esto replicó el militar escarneciendo la ignorancia de su amada en asunto de tal trascendencia. Habíalo estudiado él con extremado detenimiento, y leído todo lo que plumas muy doctas sobre la materia habían escrito; conocía, como si de ella fuese testigo, la patriarcal vida del Rey D. Carlos en Bourges, la modestia decorosa del trato doméstico, la educación que al heredero se daba, haciéndole hombre para la adversidad, y príncipe para que mirase a gloriosos destinos. Era D. Carlos Luis un modelo de jóvenes honestos, sensatos, corteses; instruido en cuanto concierne a un caballero y a un príncipe, sencillo y afable con los inferiores, digno con los altos, muy mirado con las damas; galán sin presunción, fortalecido por el continuo ejercicio a caballo; amante de España hasta la idolatría; informado de todo principio nuevo y de toda idea culta; celoso de la dignidad de la Corona, mas sin repugnancia de la Libertad ni de sus aplicaciones al vivir de los pueblos, siempre que fueran sensatas.

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Dicho esto se retiró, resultando por el pronto una sensible frialdad en los que meses antes consagraban casi exclusivamente sus coloquios a la dulce conjugación del verbo casarse. Y de pronto, ¡ay!, otro himeneo, cien veces maldito, a perturbar venía la inocente alianza de dos criaturas tan inferiores a las grandezas del Trono. Lamentábase Lea en sus soledades de que las regias nupcias habían trastornado el seso de Tomasito; y aunque no era de temer que con la fiebre política y casamentera llegase el hombre al delirio y olvidara su compromiso de amor, no estaba tranquila, no, que harto sabía cuán peligroso es que los hombres se acaloren por una causa general, origen de guerras y trapisondas. ¡Hermosos, felicísimos días aquellos en que, ávidos de palique, aprovechaban las horas de paseo, o los minutos de cualquier entrevista breve, para engolfarse en dulces cálculos de la fecha de sus desposorios, de la futura casa, que por vergüenza no llamaban nido, de lo felices que serían, etcétera...! ¡Y ahora salíamos con que el hombre no se apasionaba más que por el casorio de la Reina! Vamos, que era para echar al demonio a todos los reyes y príncipes, y salir por la calle gritando cualquier barbaridad.

A su padre habló la señorita de la inquietud —168→ grave que en su vida se le ofrecía, y el buen señor la tranquilizó con estas razones: «Dile a ese tonto que no se ponga en ridículo defendiendo un matrimonio que no hemos de consentir los liberales... Ni está bien que un militar ande ahora al retortero de los de La Esperanza, y tome partido por el chico de Don Carlos. ¡Hombre, ni que hubiera venido de las Batuecas!... Dile también que se deje de casorios ajenos y piense en el vuestro, que es el que más a todos nos importa, pues el tiempo vuela, y ya debíais estar casados... lo cual que así mismo, mutatis, se lo he de decir yo mañana a Doña Ignacia».

Consolada con esto, a la siguiente noche manifestó a Tomasito la manchega su propia opinión sobre la necedad de tomar partido por Montemolín, agregando el juicio de su padre y el de otros amigos de la familia. Con razones tan primorosas y bien concertadas como las del mejor libro, rebatió el joven lo dicho por su novia, dando cuenta de cómo arreciaban los vientecillos que nos traían a Montemolín a compartir con Isabel el solio de San Fernando. Cosas dijo y seguridades expresó, que dejaron a Lea suspensa y aterrada. ¿Sería posible que su padre y los demás que como él pensaban quedasen tan ridículamente burlados? ¿Vendría, en efecto, —169→ Carlitos Luis...? Ya en el terreno de los bodorrios, fue Lea bastante sagaz para deslizar una interrogación acerca del suyo, y respondió Tomasito clara y prontamente: «Casada la Reina, casados nosotros... Ella, pongo por caso, esta semana; nosotros la venidera».

-¿Y será pronto?

-Más pronto quizás de lo que creen hoy todos los españoles, a excepción de la corta minoría que está en el secreto. La mañana menos pensada, fíjate bien, despertará Madrid a los sones de la campana gorda de La Gaceta, anunciando...

-¿Las bodas de Su Majestad?... Y a la semana siguiente... ja... ja... iba a decir que me llevas al altar; pero esta frase es de novela, y muy ridícula. Déjame que me ría: estoy contenta. Me hace gracia eso de que en La Gaceta tocan a casarnos nosotros... ¿Pero quién toca, Tomás?

A esta pregunta respondió el militar en voz baja y con teatral misterio: «¡El Austria!».

-¡Ah!... ya voy comprendiendo. El Austria, esa nación de donde son los austríacos, quiere que sea D. Carlos Luis el agraciado...

-Lo quiere y lo impone... Dice: «este o ninguno: yo lo mando».

-¡Ave María Purísima! ¿Pero es verdad todo —170→ eso, Tomás de mi alma? ¿Con que el Austria...? Y España no tendrá más remedio que bajar la cabeza...

-No lo haría quizás tan pronto, si lo mismo que pide el Austria no lo exigiera el Papado... El Papado es el Papa, fíjate.

-Ya lo había comprendido, hombre... ¿De modo que...? Pues ahora sí te digo que ya me parece una cosa muy buena la unión de las dos ramas. Asegúrame otra vez lo que has dicho de una semanita no más por medio, y me paso a tu partido: soy furiosa montemolinista.

-Te lo aseguro; pero esto que has oído del Austria y del Papado no lo repitas, Lea, no lo repitas, fíjate con tus cinco sentidos.

-Estate tranquilo, que no diré nada. En mi corazón guardo el secreto. ¡Bendita sea mil veces el Austria!

Con instintivo saber psicológico pensaba Lea que la lisonjera situación de ánimo en que había de poner a D. Tomás la victoria de su candidato sería favorable al cumplimiento de su promesa, es decir, que impuesto Montemolín por Austria y Roma, bien podía ser que —171→ los dos matrimonios, el grande y el chico, no distaran entre sí más que una semanita. De estas esperanzas habló con su madre, guardando reserva sobre lo del Austria; Doña Leandra se distrajo de sus tristezas contemplando el optimismo de su hija, tan parecido a un espectáculo de fuegos artificiales, y aunque la buena señora dudaba, que la duda de todo era en ella ya una segunda naturaleza, fingió creerlo por no marchitar ilusiones consoladoras. Eufrasia estaba también gozosa, porque llegó Terry, y con fácil artificio ideado por Jenara facilitose en casa de esta la tan deseada reconciliación.

Había llegado a tomar por aquellos días la persona de Doña Leandra apariencias de espectro, y la cara y pescuezo, las manos y antebrazos eran como piezas dispuestas para los estudios anatómicos: de tal modo la rugosa piel amarilla dejaba traslucir el cordaje de nervios y músculos, las azules venas y la osamenta desvencijada. La distancia entre el barrio de Peligros y las Cavas no le permitía visitar a la Torrubia con tanta frecuencia como deseara; hacíalo en los días buenos, arrastrándose por las mañanas hasta San Cayetano o la Paloma; y después de oír misa, echaba un párrafo con su amiga en el puesto donde vendía, o en la puerta de la iglesia. Por dicha suya, la Providencia —172→ le deparó nuevas amistades, y la más valiosa de aquellos días fue la que contrajo, por mediación de D. Bruno y de D. Serafín, con la tía de este, Doña Cristeta del Socobio, señora muy agradable y bondadosa, que al punto comprendió la profunda dolencia moral de la manchega, y puso de su parte cuanto podía para mitigarla. Desde los primeros instantes de su conocimiento simpatizaron, no teniendo poca parte en el repentino afecto de Doña Leandra por la Socobio la circunstancia de ser esta viuda de un manchego, natural de Piedrabuena; y aunque el difunto salió de su pueblo a los cinco años, y desde tan tierna edad no había vuelto a él, bastaba el origen para que Doña Leandra le tuviese en gran estimación, y mirase a la viuda como amiga predilecta.

Era Doña Cristeta camarista de Palacio, y aunque en el tiempo a que esto se refiere desempeñaba un destino sedentario, porque su edad y cansancio reclamaban vida más sosegada que la del servicio de Etiqueta junto a los Reyes, su personalidad y sus funciones merecen los honores de la Historia. Había entrado en la servidumbre en 1818, y al año siguiente, marcado en los fastos palatinos por el casamiento de D. Francisco de Paula con la Princesa —173→ de Nápoles Doña Luisa Carlota, esta la tomó a su inmediato servicio, y a su lado la tuvo hasta 1838, en que pasó Cristeta a la Cámara de Su Majestad. En los duros tiempos de Argüelles y la de Bélgica2, fue separada la Socobio, juntamente con otras personas de la familia, por supuestas connivencias con la Gobernadora cesante; pero al ser declarada la Reina mayor de edad, volvieron todos a sus puestos en la Etiqueta, en la Intendencia y Real Capilla; y la Camarera Mayor, marquesa de Santa Cruz, que desde aquella fecha fue la más visible influencia dentro de la casa, dio a la Socobio la Guardarropía de las Reales personas, y el mando de todas las mozas de retrete, guarnecedoras, ayudas y barrenderas.

No tardó en advertir Cristeta la incompatibilidad de su salud y de sus años con aquellos oficios que bajo su mano quiso poner la Santa Cruz, y pidió la jubilación aprovechándose de las favorables circunstancias de su edad y dilatado servicio para proporcionarse una cómoda situación pasiva. Mas ni la Camarera ni la Reinita y su hermana, que la querían entrañablemente, accedieron a la jubilación, y se le concedió el puesto de camarista con todo el sueldo, exenta de servicio, con derecho de habitar en Madrid, esto es, fuera de Palacio, y sin más —174→ obligación que acudir en auxilio de las nuevas guardarropas cuando estas lo hubieran menester. Hallábase, pues, Doña Cristeta en la más holgada y feliz situación, disfrutando de las ventajas del cargo y sin la esclavitud y trajines inherentes a este. Entraba y salía en los altos aposentos y en los bajos siempre que le daba la gana; su metimiento era como el de los mejores días y grande su dominio sobre las camaristas jóvenes, sobre las mozas de retrete, mozos de oficio, ayudas de furriera y demás piezas inferiores de tan compleja máquina. Y no sólo tenía fieles amigos en la inmensa colmena, sino también parientes muchos, distribuidos en las distintas funciones y dependencias. D. Serafín era, como se sabe, gentilhombre, y sin salir de la Etiqueta se encontraban dos Socobios más: D. Laureano, ujier, y Don Emigdio, escribiente en la Secretaría de Cámara y Estampilla. En Caballerizas, un Socobio era rey de armas, y otro ayudante del Montero Mayor. Asilo de otros individuos de tan aprovechada familia era la Intendencia, donde se podían contar hasta cinco Socobios: el uno en la Secretaría del Intendente, cargo de cuidado y responsabilidad; otro que era contador general; dos en la Tesorería, y el quinto en la Consultería. Para que no quedase rincón alguno —175→ donde no hubiese hecho su nido un Socobio, figuraba entre los capellanes D. Andrés Avelino, primo hermano de D. Serafín, y, por último, las Administraciones patrimoniales de los Reales Sitios hervían de Socobios.

No iba Doña Cristeta a Palacio todos los días, pero sí los más de la semana, y desde que tomó a su cargo el cuidado y esparcimiento de Doña Leandra, oían misa las dos en la Real Capilla; entraban luego a echar su descanso en la sacristía, donde la manchega hizo conocimiento con el capellán Andrés Avelino y con D. Víctor Ibraim, cuyo aspecto y modos de cuadrúpedo con sotana no fueron muy de su agrado. Algunas tardes subían al piso alto y visitaban a distintas personas, con lo que Doña Leandra se distraía y animaba; su familia iba notando en ella menos inapetencia; relataba con interés las magnificencias que en Palacio veía, y mostrábase en extremo cariñosa con su amiga y compañera. A veces dejábala esta en alguna de las habitaciones altas, bien recomendada, para que la entretuviesen dándole conversación, y se iba sola a los regios aposentos del piso principal, permaneciendo allí las horas muertas; volvía gozosa junto a Doña Leandra, y le prometía enseñarle lo de abajo, cuando las Reales personas se fuesen a la Granja o Aranjuez. —176→ Por fin, huroneando entre las viviendas de la servidumbre, encontraron manchegos, que fue para la señora de Carrasco gran satisfacción. ¡Vaya que manchegos en aquellas alturas! Pues en Caballerizas, a donde también fueron como visitantes curiosos, encontró Leandra más de lo que quería: carreristas, picadores y mozos que eran de allá, y hasta parientes le salieron. Bien decía ella que había Mancha en todo el mundo, y que Madrid era lo más manchego de las Españas.

¿Y cuál no sería el gozo de la expatriada cuando, metidas las dos una mañana en la Botica de Palacio a pedir varias drogas para sus achaques (las cuales a Doña Cristeta no le costaban un maravedí), topó de manos a boca con el mancebo Vicentillo Sancho, del mismísimo Pozuelo de Calatrava, sobrino segundo de Don Bruno? «Pero, hijo, no te hubiera conocido... ¡Si estás hecho un hombracho! No te he visto desde el día en que saliste del pueblo para venir a estudiar la carrera de boticario... ¡Ay!, déjame que te abrace otra vez... Me parece que estoy allá, y que veo a tu madre, la pobre Bárbara, que el día que tú partiste lloraba como una fuente, y no veíamos modo de consolarla... Pero tú, gran zopenco, ¿no sabías que vivimos aquí hace cinco años, por desinio del Señor? —177→ ¿Cómo no has ido a vernos? Ahora te digo que tienes tu casa en la calle Angosta de los Peligros, y que si no vas a vernos pronto, te descomulgamos, y ya no eres ni sobrino ni manchego ni nada». Replicó el mancebo que tenía noticias, sí, de la presencia de sus tíos en Madrid; pero que no había ido a verles por vergüenza y cortedad, pues alguien le dijo que vivían muy a lo grande, y que las niñas estaban hechas unas princesonas. Una tarde, paseando por el Prado, un amigo le enseñó a Eufrasia, que iba con una como Marquesa, y el chico se había maravillado de tanta elegancia y hermosura. Indignose con esto Doña Leandra, y dio un coscorrón al boticario para quitarle la vergüenza: «Anda, mostrenco, que no mereces nuestro cariño. Vete corriendo a mi casa, donde verás a las niñas, que aunque pronto casarán la una con un teniente coronel y la otra con un capitalista, son muy llanotas y no reniegan de su país ni de su parentela».

Con la visita de Vicente Sancho tuvo la señora un grandísimo alivio y días verdaderamente felices. Al propio tiempo aumentaba su afición a las visitas a Palacio, y nada la divertía y consolaba como oír de labios de su amiga relaciones de la vida interior de aquella inmensa casa. «Por no vestirme -le dijo Cristeta una —178→ tarde, volviendo las dos de su paseo-, no voy a ninguna ceremonia. Los que presenciaron la de anteayer, la recepción del Embajador de Francia M. de Bresson, me aseguran que nuestra salada Reina fue el encanto de los extranjeros por la divina soltura y gracia con que hizo su difícil papel. A los diez y seis años, esa criatura sin igual no tiene nada que aprender en punto a señorío regio, ni en el arte dificilísimo de ser digna y familiar, de ostentar toda la gracia y afabilidad del mundo, sentadita, como quien no dice nada, en el Trono de San Fernando. Cuentan que cuando bajó las gradas, concluida la ceremonia, y se puso a platicar con todos, diciendo a cada uno palabritas agradables, estaba tan mona, tan Reina, que... vamos... era para comérsela. Bien puede España dar gracias a Dios, pues con esa niña nos ha traído el remedio de todos los males. Y gracias también debemos darle porque con ella empieza el orden, el orden, amiga mía, que es el andar derecho todo el mundo, para que pueda el Gobierno dedicarse al fomento... Ya sabe usted que es necesario el fomento, pues... para que prospere y eche buen pelo la Nación... Y eso que ahora ¡ay!, nos viene una dificultad, la cual dejará de serlo si se hace todo como Dios manda. Hablo del casamiento, que puede ser el —179→ sumo bien o el sumo mal. Pero entiendo yo que van las cosas por el mejor camino, y si no meten el rabo las potencias, tendrá Isabel el marido que a ella y a todos nos conviene...».

Expresada por Doña Leandra con la mayor candidez la idea de que era un hecho la elección de Montemolín, pues como cosa de clavo pasado así lo aseguraba su hija primogénita, rompió en risas y burlas la Socobio, diciendo que tal casamiento sería el mayor trastorno de la Real Familia y un terrible desastre para la Nación. Confusa la oyó su amiga; mas no pudo obtener de ella referencia clara del candidato que la gente palaciega tenía por seguro.

Era la camarista de pequeña estatura, entrada en años, de rostro agraciadísimo, las facciones menudas, los ojos muy despiertos y ratoniles, el pelo casi enteramente blanco peinado con gracia, muy amable y nada perezosa, dispuesta siempre a las grandes caminatas y ascensiones de escaleras. Hablaba con tanta soltura como donaire; de su inteligencia no podían hacerse más que elogios; en su conducta matrimonial, mientras le vivió el marido, no había que poner ninguna tacha; de su exactitud y diligencia en el desempeño de su destino durante largos años, no cabía tampoco la menor censura; de su sagacidad y discreción para —180→ servicios3 de un orden familiar y reservado, nada corresponde apuntar al historiador, que además poco sabe de estas cosas. Merece, pues, Doña Cristeta sinceras alabanzas; y si hay necesidad de poner algún defectillo para guardar siquiera las apariencias de imparcialidad, dígase que era la camarista muy golosa, y que toda su vida fue apasionada de las yemas y tocinos del cielo; loca por pastelillos, bollos delicados y fruslerías dulces, así como por las copitas de licores finos y aromáticos. Cuando la edad trajo a su estómago cierta rebeldía contra el dulce, usábalo moderadamente, y retrotraída en su vejez a los gustos y travesuras de la infancia, no podía resistir a la tentación de comprar en la calle torrados, anises o caramelos de la peor calidad: con tales porquerías, que roía y mascaba despacio para no cascar sus hermosos dientes, entretenía el vicio y daba satisfacción al gusto, escupiéndolas después sin dejarlas pasar al buche.

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