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ArribaAbajo Medios de comunicación social e infancia

Román López Tamén


Es cierto que la ciudad es ya una muestra permanente de imágenes, aula en la que el niño aprende a codificar e interpretar el lenguaje que le agrede e informa desde todos los rincones. También es cierto que la imagen en la publicidad urbana o en los medios de comunicación social conforma la infancia, acompaña y compite con el libro, medio tradicional en la escuela. «Aula sin muros» es el medio urbano, los ojos de los niños se cuelgan de ese irremediable paisaje y les exigen, como escribe Colombo, una «lectura forzada de la vida».

El libro fue el asidero único de construcción infantil, la lectura adquirida en la escuela con el rito heredado. El libro, que supone soledad para su trato, intimidad, elaboración propia de lo insinuado en la linealidad del texto, capacidad crítica. Hoy, dicen, la imagen lo inunda todo y a través de la técnica se impone como poderoso siervo liberado, que ofrece y exige. A él nos acomoda y se constituye en dueño arrasador.

El protagonismo de la imagen hizo entonar a muchos el réquiem por el libro, por la lectura. Se había clausurado el tiempo que inauguró Gutenberg y aparecía la unidad de los hombres y países, cosidos por los medios nuevos en la «aldea electrónica». El libro, la lectura quieta, creadora de intimidad y conciencia crítica, pasaba al desván de lo inservible. Esto se dijo.

Pero bien se ve hoy que no es así. Asombra conocer la cifra de libros editados para la infancia en el pasado año. Su crecimiento supone la existencia de muchas manos que los manejan y tantas horas de lectura e identificación con los personajes en el asumir los primeros ritos de iniciación. Es criterio bien seguro este crecimiento editorial de clara mejoría en las condiciones económicas del país. La escolarización, aunque todavía sea deficiente, es plena y la infancia se prolonga, también la adolescencia, en largos años, porque el mercado del trabajo no tiene la urgencia de ocupar una mano de obra inmadura.

Es cierto que la imagen está ahí, nueva, inmediata y fácil. La televisión ocupa tiempo y capacidad física que antes llevaba la escuela y el juego. La televisión ofrece informes de la vida diaria, también cierta memoria histórica, aunque todo ello de manera plana y elemental. Porque su público es todo el posible espectador en cualquier rincón del país.

Los niños llegan pronto a esta caja mágica y absorbente. Apagar y encender es fácil tarea, con la voz y presencia de tan importantes informadores. A partir de los tres años pueden seguir una narración mínima. Son atraídos por la agilidad de los anuncios, cuyo contenido no separan de los programas ordinarios. Y bien vemos la preocupación de educadores y sociólogos por el número de horas que en nuestra cultura   —21→   occidental dedica el niño a la pantalla. Si emplea durante la EGB alrededor de mil cuatrocientas horas al año en oír y ver la televisión y sólo ochocientas a su estar en clase, el desequilibrio de sus fuentes de información es claro.

También se dice que los medios audiovisuales proporcionan conocimiento para todos, que quizá sea el instrumento verdaderamente igualador, ya que la palabra, la escuela, es discriminadora en función de la clase social a la que se pertenece. S on los códigos lingüísticos, amplio o restringido, en el sentido de Bernstein, para interpretar el mundo. La escuela sería la continuación de las diferencias, su consolidación definitiva. Los instrumentos que allí se utilizan afirman la desigualdad de códigos lingüísticos y clases sociales.

Sin embargo, pasados los años, bien sabemos hoy que no es así, que sólo en la escuela y en el libro es donde puede llegarse a una posible igualdad en la infancia que borre los instrumentos lingüísticos que conforman el mundo y con los cuales llegan los alumnos. Que la imagen y los medios que la ofrecen no son el camino de la adecuada

imagen

(Il. Monserrat Torres, Jip en el televisor, de G. Rodari, Barcelona, Lumen, 1973)

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construcción intelectual ni la oportunidad democratizadora de los niños dispares por su origen social. Sólo la palabra en la escuela adecuada, sólo el libro, el enfrentarse con los textos en el silencio de la lectura, comprender y recrear, desarrollar una capacidad crítica y distanciadora de lo ofrecido. La inteligencia no es un simple suceder de imágenes, bien indica Piaget, equivale más al motor y mecanismos que hacen posible la proyección ordenada y lógica de las mismas. La inteligencia es capacidad operatoria más que simbolismo figurativo.

El informe Emery (1975) en palabras elementales nos dice: en el lado izquierdo del cerebro es en donde se organiza el lenguaje, el pensamiento lógico, la comprensión analítica. Ahí se llevan a cabo las funciones exclusivamente humanas, es la base de las acciones conscientes, intencionales y atemporales del hombre. Es la función crítica. Pero ante los estímulos luminosos repetitivos de la televisión se produce un hábito, y ese hemisferio deja de procesar la información, entra en baja actividad. En la mitad derecha del cerebro tienen lugar los procesos de fantasía e intuición. Allí se siguen recibiendo los estímulos. Pero el puente entre los dos hemisferios está bloqueado, la información no es filtrada, no está disponible para el análisis consciente. «Ver televisión está en el mismo grado de conciencia que el sonambulismo», de ahí la dificultad de recuerdo, del aprendizaje con este medio.

Creemos con Gourévitch que «le langage devient la seule protection efficace contre la nouvelle aliénation de l’image».

Sí a los medios audiovisuales, la televisión, por ejemplo, en la escuela. Sobre todo en aquellas materias: geografía, ciencias naturales, química, que por su naturaleza lo exigen. Pero la palabra es la primera y definitiva herramienta, fija el contenido de la imagen, evita su equivocidad. Y en el libro, sumisa en la linealidad del texto, sugiere, invita y sobre todo construye. De ahí, en la soledad de la lectura, en el diálogo o en la interrogante ante las páginas, surge la capacidad de juzgar, escoger.

No acertaron los que entonaron el réquiem del libro, impresionados por los medios electrónicos de información colectiva. Nunca se editaron en España más libros, el crecimiento de las publicaciones infantiles era impensable hace algunos años. Parece por ello que la televisión no es el único alimento de los antiguos desheredados culturales, los hijos de los que nada tuvieron. Ya es toda la infancia la que accede al libro, a la capacidad de crecer en el ensimismamiento, en el trato inagotable con los textos. Así, la información servida es ponderada. Nace una capacidad para sopesar y decidir. Es el libro en la edad escolar, y siempre, el único camino de la noticia múltiple y dispar, de la visión serena y libre del mundo.