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Campesinas

José María Gabriel y Galán





     [Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Obras completas, 6ª ed., Madrid, Aguilar, 1973, pp. 403-530 (1ª ed., 1941) y cotejada con la edición de Obras completas, Badajoz, Universitas, 1996, pp. 301-398.]





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Fecundidad

- I -

                                         ArribaAbajoMucho más alto que los anchos valles,
honda vivienda de la grey humana;
mucho más alto que las altas torres
con que los hombres a los siglos hablan;
mucho más alto que la cumbre arbórea,
llena de luz, de la colina plácida;
mucho más alto que la alondra alegre
cuando en los aires la alborada canta;
mucho más alto que la línea oscura
que hay de la sierra en la fragosa falda,
donde empieza el imperio de las fieras
y las conquistas del trabajo acaban...
Allá, en las cumbres de las sierras hoscas,
allá, en las cimas de las sierras bravas;
en la mansión de las quietudes grandes,
en la región de las silbantes águilas,
donde se borra del vivir la idea,
donde se posa la absoluta calma,
su nido asientan los silencios grandes,
el tiempo pliega sus gigantes alas
y el espíritu atento
siente flotar en derredor la nada...;
allá, en las crestas de los riscos negros,
cerca del vientre de las nubes pardas,
donde la mano que los rayos forja
las detonantes tempestades fragua,
allí vivía el montaraz cabrero
su tenebrosa vida solitaria,
melancólico Adán de un paraíso
sin Eva y sin manzanas...
 
   Las sierras imponentes
le dieron a su alma
la terrible dureza de sus focas,
la intensa lobreguez de sus gargantas,
las sombras tristes de las noches negras,
la inclemencia feroz de sus borrascas,
los ceños de sus breñas bravas,
la indolencia brutal de sus reposos
y el eterno callar de sus entrañas.
 
   Jamás movió la risa
los músculos de acero de su cara
ni ver dejaron sus hirsutos labios
unos dientes de tigre que guardaban.
 
   Un traje de pellejo,
que hiede a ubre de cabras
y suena a seco ruido
de frágil hojarasca,
cubre aquel cuerpo que parece un diente
del risco roto de la sierra parda.
 
   ¡Oh! Cuando tenue en las rocosas cumbres
la aurora se derrama
sus ámbitos tiñendo
de dulce luz violácea,
 
   ya el solitario en el peñón la espera
mirando a Oriente con quietud de estatua;
viva estatua musgosa
que siempre a solas con el tiempo habla;
esfinge viva que plegó su ceño
porque la vida le negó sus gracias,
porque azotó la soledad sus carnes,
porque el reposo congeló su alma...
 
   Y luego, cuando abajo
se muere el día de tristeza lánguida
y se ponen las peñas de las cimas
tristemente doradas,
y luego grises, y borrosas luego,
y al cabo negras, con negruras trágicas,
mirando hacia Occidente,
desde aguda granítica atalaya
recibe inmóvil el Adán salvaje
la noche negra que la sierra escala...
 
   ¿No habrá creado Dios un sol que rompa
la noche de aquel alma
y en luz de aurora fructuosa y bella
le bañe las entrañas?
 

- II -

   Bajó una tarde de las altas cumbres,
vagó errabundo por las anchas faldas
y se asomó a la vida de los hombres
desde la orilla de las breñas agrias.
Subió otra vez a su salvaje nido,
tomó a bajar a la vivienda humana
y ya movió la risa
los músculos de acero de su cara,
y sus diente de tigre, descubiertos,
dieron reflejos de marfil y nácar,
y el hosco ceño despejó la frente,
y se hizo dulce y mansa
la dulzura feroz, brava y sañuda
de aquel mirar de sus pupilas de ágata...;
cortó un lentisco y horadó su tallo,
pulió sus nudos y tocó la gaita,
y oyó por vez primera
la sierra solitaria
música ingenua, balbuciente idioma
que al hombre niño le nació en el alma.
¡Cantó la estatua al declinar la tarde!
¡Cantó la esfinge al apuntar el alba!
 
   Y una que trajo de color de oro
mayo gentil espléndida mañana,
con sol de fuego que arrancó resinas
de las olientes montaraces jaras,
e hizo bramar al encelado ciervo,
junto al aguaje en que su sed templaba,
e hizo gruñir al jabalí espantoso,
e hizo silbar a las celosas águilas
que por encima de los altos riscos
persiguiéndose locas volteaban...;
una mañana que vertió en la sierra
toda la luz que de los cielos baja,
todas las auras que la sangre encienden,
todos los ruidos que el oír regalan,
todas las pomas que el sentido enervan,
todos los fuegos que la vida inflaman...;
por entre ciegas madroñeras húmedas,
por entre redes de revueltas jaras,
por laberintos de lentiscos vírgenes
y de opulentas madreselvas pálidas,
y de bravíos vigorosos brezos,
y de romero cuyo aroma embriaga,
el solitario montaraz subía
rompiendo el monte con segura planta
y abriendo paso a la cabrera ruda
que vio del monte en la fragosa falda,
y fue a buscar a la vecina aldea
cual lobo hambriento que al aprisco baja.
En derechura al nido de la cumbre
radiante de alegría la llevaba.
Eva morena, de las breñas hija
y de ella locamente enamorada,
iba a la cumbre a coronarse sola
reina de la montaña.
 
   Como membrudo corredor venado,
rompe el cabrero las breñosas mallas;
como ligera vigorosa corza,
de peña en peña la cabrera salta.
Corren así temblando de alegría,
cuantas parejas por la tierra vagan,
pero ninguna tan gentil y noble
subiendo va cual la pareja humana,
que amor le dice que la altura es suya,
porque es del rey el elevado alcázar,
y es para el lobo la maraña negra
de la húmeda garganta,
y es para el feo jabalí el pantano
donde el camastro enfanga,
y es para el chato culebrón la grieta
de ambiente frío y tenebrosa entrada...
 

- III -

   Y vi una tarde el amoroso idilio
sobre la cima de la azul montaña:
un sol que se ponía,
una limpia caseta que humeaba,
una cuna de helechos a la puerta
y una mujer que ante la cuna canta...
Y el hombre en un peñasco
tañendo dulce gaita
que va trayendo hacia el dorado aprisco
los chivos y las cabras...



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Una nube

                             ArribaAbajoNo hay posibles hogaño pa eso
  -dijo el padre de ella;
y el del mozo exclamó pensativo:
 
   «Pues entonces hogaño se deja
porque yo también ando atrasao
  con tantas gabelas...
Que se casen al año que viene,
  dispués de cosecha,
  y hogaño entre dambos
  le daremos tierra
pa que el mozo ya siembre pa ellos
  esta sementera.»
  Y el mozo y la moza,
  rojos de vergüenza,
lo escucharon humildes y mudos,
sin osar levantar la cabeza.
  Y el mozo labraba,
derramaba las siete fanegas,
  regaba su trigo
con sudor de la frente morena,
y en sus sueños lo vio muchas veces
  maduro en las tierras,
  cargado en el carro,
  junto ya en las eras,
  limpio ya en las trojes,
blanqueadas tres veces por ella...
     ¡Agosto lejano!
  ¿No vienes, no llegas?
     Agosto ya vino;
  su sol ya platea
los inmensos tablares de espigas
que doblándose henchidos revientan...
  ¡Qué hermosa la hoja!
  ¡Contento da verla!
¡Qué ondear tan suave a los ojos!
  ¡Qué música aquella,
la del choque de tantas espigas
que la brisa a compás balancea!
  ¡La brisa!... ¡La brisa!...
  una tarde radiante y serena
  sopló más caliente,
  sopló con más fuerza,
humilló las espigas al suelo,
revolvió la tranquila alameda,
levantó remolinos de polvo,
  trajo nubes negras
que azotaron al suelo con gotas
  calientes y gruesas...
 
   Se pusieron los valles oscuros,
se pusieron violáceas las sierras,
y fatídica, ronca, iracunda,
vengadora, cercana, tremenda,
  zumbó la amaneza
  vibró la centella,
que rayó con su látigo el vientre
de la nube cargada de piedra...
¡Y la nube en los campos inermes
derrumbó aquella carga siniestra!...
  ¡Qué triste la hoja!
  ¡Pena daba verla!
¡Ya no pueden los mozos casarse
  cuando ellos quisieran!
  ¡Qué triste está el mozo!
  ¡Cómo llora ella!...
Y es bueno que esperen,
¡que no es firme el amor que no espera!


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La espigadora

                                ArribaAbajo¿Vas a espigar, Isabel?
¡Cuánto siento, criatura,
que bese el sol esa piel
que tiene jugo y frescura
de pétalos de clavel!
 
   Sé que espigar necesitas,
porque, aunque al sol te marchitas,
no es bueno que huelgue y duerma
quien tiene cuatro hermanitas
y tiene a su madre enferma.
 
   Mas díganme humanos ojos
si te hizo Naturaleza
para que en estos rastrojos,
hieran tus pies los abrojos
y abrase el sol tu cabeza.
 
   Entre pintados cristales
de alcázares ideales
hay cien reinas poderosas...
¡Para la más bellas cosas
no tiene el mundo fanales!
 
   Isabel: no puedo amar;
no puedo abrirte la puerta
de mi pecho y de mi hogar,
porque a otra Isabel, ya muerta,
se los juré consagrar.
 
   Y eres tan bella, Isabel,
que tengo duda cruel
de si serás sombra bella
de aquella eclipsada estrella
que viene a ver si soy fiel.
 
   Lo digo por tus miradas,
que parecen oleadas
del piélago de la gloria
y no pobres llamaradas
de bella mortal escoria;
 
   lo digo porque me suena
tu voz a salmo cristiano:
lo digo porque eres buena,
porque eres casta y serena
como noche de verano.
 
   ¡Isabel: no puedo amar!
Dios sabe que si pudiera
partir contigo mi hogar
ahora mismo te dijera:
-No vayas, niña, a espigar,
 
   que cerca de ese desierto
tengo una casa y un huerto
que entolda un viejo parral
donde estarás a cubierto
del beso de mi rival,
 
   y si espigar necesitas...,
¡descanse mi reina y duerma!,
que está en mis trojes benditas
el pan de tus hermanitas
y el pan de tu madre enferma.
 
   Mas ni estas puras y sanas
consolaciones cristianas
puedo pedir al amor...,
¡dijeran lenguas villanas
que andaba en ello tu honor!
 
   Vete a espigar, moza mía,
que si el mundo fuese honrado,
como tu honor merecía,
contigo a espigar iría
quien sabe lo que es sagrado;
 
   contigo se fuera, hermosa,
por el desierto ardoroso,
quien tiene por cierta cosa
que nadie mancha una rosa
si no es un reptil baboso.
 
   En el rincón de ese ardiente
desierto que el sol calcina
tengo yo un prado riente
con una pomposa encina
y una purísima fuente;
 
   y bajo el palio frondoso
que apaga el fuego del cielo,
yo te dejara gozoso
oyendo el decir copioso
del agua del regatuelo,
 
   y yo, afrontando fatigas
bajo ese cielo que arde,
diera envidia a las hormigas
para llevarte a la tarde
rubias manadas de espigas.
 
   ¡No puedo, sol de mis ojos!
Tendrás que ir sola, Isabel,
para que en esos rastrojos
hieran tus pies los abrojos
y el sol mancille tu piel.
 
   Tendré que verte a la vuelta,
cuando a tu pobre hogar vayas,
la trenza del jubón suelta,
rotas las pulidas sayas,
la cabellera revuelta,
 
   con polvo y sudor pegado
sobre las sienes el pelo
y hundido el seno abultado,
y el alto dorso encorvado,
y el casto mirar al suelo.
 
   Y fuerza será que vea
cómo el sol de los rastrojos
tu piel de rosa broncea
y cómo escalda y orea
tus húmedos labios rojos.
 
   Mas vete sola, Isabel,
que, aunque me cause dolor
que el sol mancille tu piel,
es más injusto y crüel
que el mundo empañe tu honor.
 
   Mejor que un decir artero
mil veces llorar prefiero
bellezas que el sol se lleve...
¡Virgen de bronce te quiero
mejor que Venus de nieve!


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La romería del amor

- I -

                                ArribaAbajoDeclinaba la tarde lentamente.
El sol enrojecido transponía
las cumbres solitarias del Poniente
tras un radiante y bochornoso día
del sol sin nubes y de siesta ardiente.
 
   A medida que el astro moribundo
sola dejaba la extensión del mundo,
la tierra, adormecida
de la pereza en el sopor profundo,
resucitaba espléndida a la vida;
y cual mujer hermosa
que de los sueños de enervante siesta
despierta triste, de vivir ansiosa,
y se dispone a la nocturna fiesta;
así Naturaleza despertando
del hondo sueño incubador del día
empezaba a moverse, preludiando
la inmensa rumorosa sinfonía
de una noche serena
de brisas mansas y de luna llena.
 
   La tarde se moría,
y a medida que el fuego se apagaba
del sol fecundador, que ya se hundía,
el monte melodioso se animaba,
la vega se reía,
se cargaban los aires de rumores,
y temblaban las hojas de alegría,
y en la atmósfera azul, rica en fulgores,
la luz crepuscular se derretía...
¡Solo la de la tarde hay en el mundo
que se pueda llamar bella agonía!
 
   El campo abrió sus pomas,
y en las alas del céfiro movido,
subieron y bajaron de las lomas
y entraron por las puertas del sentido
riquísimos aromas
de ya agostada manzanilla enana,
rosillas de gavanzos,
toronjil, hierbabuena y mejorana,
madreselva, poleos y mastranzos...
 
   Innominada pajarita albina
entonó su cantata vespertina
posada en los pimpollos del saúco,
arrulló la paloma montesina,
chilló el abejaruco
clavado en la berruga de la encina,
la atmósfera caliente saturaron
de frescas humedades las riberas,
las mieses ondearon,
gimieron las choperas...
y todo el gran paisaje
teñido del misterio de la hora,
moviendo el verde mar de su follaje,
inició la canción susurradora
que canta por las tardes su oleaje.
 
   Las sombras del crepúsculo amoroso,
velos de muerte de la tarde quieta,
cayeron sobre el valle misterioso,
cayeron sobre el alma del poeta...
 
   Y del dulce, del grato
seno profundo de la oscura fronda
de fresnos y mimbrales del regato,
romántica, alta y honda,
purísima y vibrante,
bizarra, magistral, insinuante,
más cargada que nunca de dulzura,
más henchida que nunca de armonía,
más llena de frescura,
más rica en poesía,
más intensa y sonora,
más que nunca feliz, más habladora,
surgió la incomparable,
surgió la peregrina
primorosa canción inimitable
que brota de la lengua cristalina
del pájaro cantor de los cantores,
cuando sabe que escucha sus primores
en la rama vecina
una enferma de fiebre incubadora
que extática reposa sobre el nido
donde el hondo misterio se elabora...
¡Sólo estando en amores
saben cantar así los ruiseñores!
 

- II -

   El riente lucero vespertino,
y el hijo del crepúsculo y del día,
ya en el cielo lucía
circundado de un nimbo diamantino.
 
   Delante de la ermita un valle había,
y en él alegremente
bailaba todavía
gran multitud de campesina gente.
¡Sones de tamboril, toques sentidos
de la gaita dulcísima caídos,
alegre repicar de castañuelas!...
¡Qué bien debéis sonar en los oídos
de todas las mozuelas!
 
   Tocó a su fin la alegre romería;
y tomando caminos y senderos,
se dispersó con loca algarabía
la feliz multitud de los romeros.
 
   Mansa luna redonda,
surgiendo del perfil del horizonte,
tiñó de blanco la movida fronda,
y una dulzura honda
se derramó por la extensión del monte.
 
   La alegre juventud, con sus cantares,
llenó los encinares,
y en amantes parejas separados
caminaban por valles y cañadas,
ellos enamorados
y ellas enamoradas...
 
   ¡Dichosos ellos y dichosas ellas
que unirse saben y decirse amores
debajo de una bóveda de estrellas
y encima de una sábana de flores!
 
   Solo el pobre poeta, el visionario,
el hongo de los valles de la aldea,
por los cuales pasea
un dolor siempre igual y siempre vario,
no tiene un alma amiga,
un alma de mujer hermosa y pura
que por él sienta amor y se lo diga
con la voz empañada de ternura.
 
   La luz de plata de la luna llena,
tibia, elegíaca, mística y serena,
llenaba el mundo de apacible calma:
la sangre hervía, se quejaba el alma,
y el pobre rimador lloró de pena.
 
   ¿De qué le servirán al visionario
los sueños de la loca fantasía
si al tomar de la alegre romería
nadie más que él camina solitario,
mendigo de amor y la alegría?
 
   ¿Qué le vale la musa soñadora
que le inspira sutiles creaciones?
¿Qué le vale la cítara sonora,
si sus vagas románticas canciones
son errabundas melodías muertas
cuyo ritmo ideal, desvanecido,
no llega enamorado ante las puertas
de amante corazón y amante oído?
 
   ¡Qué artificio tan ruin le parecían
sus doradas cantatas amorosas,
muertas flores pomposas
con senos de papel que no tenían
polen fecundador ni olor de rosas!
 
   ¡Qué falsas vio pasar, qué mentirosas
sus legiones de vírgenes sutiles,
sus engendros de gasas y vapores,
dislocadas bellezas femeninas
que brindaban estériles amores!
 
   ¡Cuán pobre poesía,
cuán helada, cuán pálida y vacía
aquella que brotaba
del cerebro genial que la creaba
y en estrofas de mármol la vertía!
 
   ¡Oh!, por eso al romántico ingenioso,
aéreo soñador artificioso
de otro vivir enamorado ahora,
le envadió la nostalgia tentadora
del amor fructuoso,
nutrimiento del alma soñadora,
savia pujante del vivir brioso,
el amor que en el monte se reía
y en la ermita rezaba agradecido,
y en el valle bailaba de alegría,
y al fuego del placer enardecido,
en ansias de vivir se derretía...;
un amor fuerte y sano,
tan fecundo en promesas, tan humano
como el que en alas de esperanza ciega
iba cantando por aquel camino
la canción de la vida que se entrega
en los brazos fecundos del destino.
 
   Si aquel amor su espíritu tocara,
sus entrañas de hombre sacudiera
y su mente de artista caldeara,
¡qué rica, qué sincera,
qué llena de vigor su poesía!
¡La helada realidad qué poco fría!
¡Qué sabrosa y feliz la vida fuera!
La música briosa sonaría
de sus nuevas canciones
a murmullos de plática vehemente,
y a fogoso latir de corazones,
y a rítmico alentar de pecho ardiente...
 
   -¡Más, más! ¡Más todavía!
-gimió el poeta con doliente brío-:
¡Seré de una mujer, será ella mía
y aun no seré feliz!... ¡Mas, más, Dios mío!
 

- III -

   ¡El poeta era yo! Sentíme fuerte,
llena mi carne se sintió de vida,
lleno de fe mi corazón inerte,
llena de luz mi mente oscurecida...
¡Me alcé en la tumba y sacudí la muerte!
 
   Y tomando a la ermita abandonada,
ya envuelta en la callada,
tranquila y santa soledad serena
de la noche ideal de luna llena,
ante sus muros me postré de hinojos,
al alto ventanal iluminado
alcé mi corazón, alcé mis ojos
y del fondo del pecho enamorado
me salió esta oración. «¡Virgen bendita!,
no volveré a tu ermita
a rendirte misérrimos cantares,
a poner con los hielos de la mente,
ofrendas de artificio en tus altares,
coronas de oropel sobre tu frente.
¡Volveré cuando traiga de la mano,
para rendirlo ante tus pies de hinojos,
un angelino humano
que tenga azules, como tú, los ojos!...»



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La vela

- I -

                                ArribaAbajoLa moza murió a la aurora
y el mozo no sabe nada,
que más temprano que el día
se levantó esta mañana,
y alma blanda y cuerpo recio
bregando están en la arada
con una pena muy honda,
con una tierra muy áspera.
 
   A ratos desmaya el cuerpo
y el alma a ratos desmaya,
y ya cuando al surco caen
aquellas gotas de agua,
no sabe el mozo de fijo
si son sudores o lágrimas,
que si el alma mucho sufre
y el cuerpo mucho se afana,
ruedan en uno fundidos
jugos del cuerpo y del alma.
 
   ¡Qué tarde aquella tan triste!
¡Las nubes son tan opacas!...
¡Están los campos tan mudos!...
¡Están las tierras tan pardas!...
Y la idea de la vida
¡es tan borrosa y tan vaga!
 
   Parece que Dios se ha ido
del yermo que antes llenaba
y el alma se siente sola
en el centro de la nada.
 
   ¡Señor, que todo lo llenas!
¡Señor, que todo lo abarcas!
¡No dejes solo el terruño
y a tus edenes te vayas,
que en el terruño vivimos
con el pan de la esperanza
aquel gañán que perdiera
sus dichas esta mañana
y este hijo fiel que en el surco
con las alondras te canta!
 

- II -

   ¡Qué pobremente la entierran!
La llevan en unas andas
cuatro viejos que en el campo
por viejos ya no trabajan,
y solo siete mujeres...
han podido acompañarla,
que al yugo de sus trabajos
están las gentes atadas.
 
   La marcha a veces suspenden
porque los viejos se cansan
y en el suelo depositan
la pesadísima carga,
mientras el sudor se enjugan
de sus venerables calvas.
 
   Llegaron al campo santo
cuando aquel gañán llegaba
ya con el último surco
del campo santo a la tapia,
que araba el muchacho en tierras
al cementerio rayanas
porque en vida y en amores
piensa no más el que ama.
 
   Los bueyes humedecieron
la pobre musgosa tapia
con el largo resoplido
de la postrera parada;
y el mozo, extático y mudo,
con ojos llenos de lágrimas,
vio turbiamente las luces,
vio turbiamente las andas,
y oyó el caer de la tierra,
y vio que se arrodillaban
los viejos y las mujeres
murmurando una plegaria...
 
   Cayó el mozo de rodillas,
una mano en la aguijada,
otra mano en la mancera,
un dogal en la garganta,
y en el corazón un nudo,
y un mar de hiel en el alma,
-¡Ni una velita siquiera
que tengo para alumbrarla!
Así, con honda ironía,
dijo el gañán sin palabras.
 
   Si hubiese alzado a los cielos
la triste turbia mirada,
viera mansamente ardiendo
con trémula luz opaca
el aguijón que guarnece
la enhiesta, recta, aguijada...



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Mi vaquerillo

                                ArribaAbajoHe dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió para ambos,
el rapaz su raquítica manta
¡y se quiso quitar -¡pobrecillo!-
su blusilla y hacerme almohada!
 
   Una noche solemne de junio,
una noche de junio muy clara...
  Los valles dormían,
  los búhos cantaban,
  sonaba un cencerro;
  rumiaban las vacas...,
y una luna de luz amorosa,
presidiendo la atmósfera diáfana,
inundaba los cielos tranquilos
de dulzuras sedantes y cálidas.
  ¡Qué noches, qué noches!
  ¡Qué horas, qué auras!
¡Para hacerse de acero los cuerpos!
¡Para hacerse de oro las almas!
Pero el niño, ¡qué solo vivía!
  ¡Me daba una lástima
recordar que en los campos desiertos
  tan solo pasaba
  las noches de junio
rutilantes, medrosas, calladas,
y las húmedas noches de octubre,
cuando el aire menea las ramas,
y las noches del turbio febrero,
  tan negras, tan bravas,
  con lobos y cárabos,
  con vientos y aguas!...
¡Recordar que dormido pudieran
  pisarlo las vacas,
  morderle en los labios
  horrendas tarántulas,
  matarlo los lobos,
  comerlo las águilas!...
  ¡Vaquerito mío!
¡Cuán amargo era el pan que te daba!
 
   Yo tenía un hijito pequeño
  -¡hijo de mi alma,
que jamás te dejé si tu madre
sobre ti no tendía sus alas!-
  y si un hombre duro
le vendiera las cosas tan caras...
 
   Pero ¡qué van a hablar mis amores,
si el niñito que cuida mis vacas
  también tiene padres
  con tiernas entrañas?
 
   He pasado con él esta noche,
y en las horas de más honda calma
  me habló la conciencia
  muy duras palabras...
y le dije que sí, que era horrible...,
que llorándolo el alma ya estaba.
  El niño dormía
cara al cielo con plácida calma;
  la luz de la luna
puro beso de madre le daba,
  y el beso del padre
se lo puso mi boca en su cara.
 
   Y le dije con voz de cariño
cuando vi clarear la mañana:
  -¡Despierta, mi mozo,
  que ya viene el alba
y hay que hacer una lumbre muy grande
y un almuerzo muy rico!... ¡Levanta!
  Tú te quedas luego
  guardando las vacas,
y a la noche te vas y las dejas...
¡San Antonio bendito las guarda!...
 
   Y a tu madre a la noche le dices
  que vaya a mi casa,
  porque ya eres grande
y te quiero aumentar la soldada.


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Ara y canta

- I -

                                ArribaAbajoLabriego, ¿vas a la arada?
Pues dudo que haya otoñada
más grata y más placentera
para cantar la tonada
de la dulce sementera,
 
   ¿Qué has dicho? ¡Que el desgraciado
que pasa el eterno día
bregando tras un arado
jamás cantó de alegría
si alguna vez ha cantado?
 
   Es una queja embustera
la que me acabas de dar.
¿No sabes que yo sé arar?
Pues déjame la mancera,
y oye, que voy a cantar:
 

- II -

   Labriego poco paciente:
si crees que solo tu frente
vierte copioso sudor,
que sorbe innúmera gente,
sal de tu error, labrador.
 
   Lo dice quien es tu hermano,
quien canta tu lucha brava,
lo dice quien por su mano
siega la mies en verano
y el huerto en invierno cava.
 
   ¿Qué sabes tú del tributo
que el mundo al trabajo rinde,
ni qué sabes de su fruto,
si no has transpuesto la linde
del terruño diminuto?
 
   Si el mundo aquel te impusiera
yugos que impone al mejor,
pensaras que tu mancera,
si no es la más llevadera
tampoco es la cruz mayor.
 
   Te quema el sol del estío,
te azota el viento de enero
y aguantas en el baldío
los hálitos del rocío
y el golpe del aguacero.
 
   Dura y perenne es la brega
que pide riegos la vega,
que pide rejas la arada,
que pide gente la siega,
que el huerto espera la azada.
 
   y es trabajoso el descuajo,
y abrumador el destajo
y a veces nulo el afán...
¡Y tal vez es el trabajo
más duro que blando el pan!
 
   Todo es verdad, labrador;
pero en esos horizontes,
y en esas siembras en flor,
y en estos alegres montes,
¿no hay nada consolador?.
 
   ¿Todo negro es tu destino?
¿Todo el vivir te envenena?
¿De abrojos horribles llena
todo el árido camino?
¿Toda ingrata es la faena?
 
   ¿No sabes tú, labrador,
que hay frente que el tiempo arruga
escaldada en un sudor
que sana brisa no enjuga
con soplo consolador?
 
   ¿Sabes que hay ojos que ciegan
laborando en la penumbra,
mientras los tuyos se entregan
al piélago en que se anegan
de la luz que nos alumbra?
 
   ¿Sabes qué ambientes malsanos,
si no venenos letales
marchitan pechos humanos
con corazones leales
del tuyo dignos hermanos,
 
   mientras tu pecho sanean,
y equilibran tus sentidos,
y tus sudores orean
ricas brisas que pasean
por estos campos floridos?
 
   ¿Quieres en un mundo verte
con bravas agitaciones,
con injurias de la suerte,
con bárbaras tentaciones
y duelos, sin sangre, a muerte?
 
   ¿Qué sirena engañadora
hasta aquí a decirte llega
que en la ciudad bullidora
ni se reza, ni se llora,
ni se sufre, ni se brega?
 
   ¿Qué espíritu engañador
o torpe decirte quiso:
«Llora y suda, labrador,
que el mundo es un paraíso
regado con tu sudor?»
 
   Fuera más útil y honrado
decirte quién ha arrancado
de las entrañas de un cerro
este pedazo de hierro
de la reja de tu arado.
 
   Decirte que hornos ardientes
fundieron humanas frentes
cuando este hierro ablandaron,
y que en su masa cuajaron
sudores de hermanas gentes.
 
   Ara tranquilo, labriego,
y piensa que no tan ciego
fue tu destino contigo,
que el campo es un buen amigo
y es dulce miel su sosiego,
 
   y es salud el puro día,
y estas bregas son vigor,
y este ambiente es armonía,
y esta luz es alegría...
¡Ara y canta, labrador!



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La ciega

- I -

                                ArribaAbajoLos ojazos más llenos de amores
  eran los de Rosa,
que irradiaban envuelta en fulgores
honda sed de vivir querenciosa.
 
   Yo no sé de las dos cuál sería
  pena más doliente:
porque Rosa quedó ciega un día
la dejó de querer su Vicente.
 
   No fue objeto el galán que olvidaba
  de extraños enojos,
porque el mundo entendió que adoraba
la negrura y la luz de unos ojos,
 
   y los soles que él viera tan francos
  al amor abiertos
se quedaron inertes y blancos
como siempre se quedan los muertos.
 
   Al rincón de lo inútil de casa
  sentóse la ciega
a esperar una muerte que pasa
si el dolor con la vida le ruega;
 
   que en dejar se complace sangrando
  y a medias su obra,
el consuelo mejor alejando
del rincón donde está lo que sobra.
 
   Y, en lugar de la muerte, entró un día
  una voz humana
que en la calle de Rosa decía:
«Pues Vicente se casa con Juana.»
 
   Y la ciega sintió más intensa
  la triste negrura,
porque no hay nube negra más densa
que una nube de horrible amargura.
 

- II -

   -¡Hermanito! ¡Clemente! ¡Clemente!
  -¿qué quieres hermana?
-Yo te juro que adoro a Vicente
y que no quiero mal a la Juana...
 
   ¡Que me creas!...
  -Que sí te lo creo;
  Mas... deja esas cosas...
-Yo te juro que no es mi deseo
recrearme en venganzas odiosas...
 
   ¡Que me creas, Clemente!
  -Sí, hija;
  ¡si sé que eres buena!
Pero no quiero yo que te aflija
semejante recuerdo de pena.
 
   -No es venganza; mas óyeme, hijo:
  -¿Qué quieres, hermana?
-Ven más cerca, más cerca...
  -Y le dijo-:
¡Que le saques los ojos a Juana!...



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El ramo

- I -

                                ArribaAbajoY ¿qué quieres, Sebastián?
-Pues unos cantares, amo.
-¿Para Luciana serán?
-Son para cantarle el ramo
de la noche de San Juan.
 
   -Bueno; pues di a Luciana
que atienda y se ponga ufana
si en la canción se conoce,
y aquella noche, a las doce,
le cantas a la ventana:
 
   «Te traigo un ramo de flores
del huerto de mis amores
para adornarte la reja;
del huerto de mis mayores
te traigo mieles de abeja;
 
   y amor y trabajo, unidos,
cantando regalarán
  tus oídos
en la noche de San Juan.»
 
   «¡Si tú supieras, Luciana,
qué triste he pasado el día!...
Fue tan larga la mañana,
tan larga la tarde vana,
que yo a las dos les decía:
 
   -Si no acabáis de esconderos,
¿cuándo su luz me darán
  los luceros
de la noche de San Juan?
 
   «Me dice nuestro querer
que aquel gozar de mañana
más hondo que éste ha de ser...
Perdone el Amor, Luciana,
que no lo puedo creer.
 
   ¿Quién midió la dicha honda
que inspira al pobre galán
  esta ronda
de la noche de San Juan?»
 
   «Casta, cual noche de estío
cual la hormiga, vividora;
pura, cual puro rocío;
risueña como la aurora...»
¡Así ha de ser, hijo mío!...
 
   Y se oían concertadas
-olas que vienen y van-
  las tonadas
de la noche de San Juan.
 
   «Antes que amores sintiera
cantaba yo el esquileo,
cantaba la barbechera,
la plácida sementera
y el codicioso acarreo.
Y nunca aprendí estos sones,
porque no eran los del pan
  las canciones
de la noche de San Juan.»
 
   «Tranquilo te vi crecer;
mas no sé con qué ilusión
te pude más tarde ver,
que díjome el corazón:
 
   ¡Es la soñada mujer!
Y a un lado viejos pensares,
dime a aprender con afán
  los cantares
de la noche de San Juan.»
 
   «Te dije triste y sincero:
-¡Soy un pobre jornalero,
pero te tengo un querer!...
-También soy pobre y te quiero
-me hubiste de responder-;
y aquel año de alegrías
ya cantó el pobre gañán
  melodías
de la noche de San Juan.»
 
   «Si te pudiera pintar
unas ansias de querer
en que ahora me siento ahogar
y unas ganas de llorar
que tengo al amanecer...
¡Ay!, a encenderlas volvieras
cuando apagándose van
  las hogueras
de la noche de San Juan.»
 
   «Mas oye: vengan los días
de nuevas felicidades
y de nuevas alegrías.
Si amor promete ambrosía,
juremos fidelidades,
 
   que cuantos años vivamos
las hojas revivirán
  de estos ramos
de la noche de San Juan.»
 

- II -

   -Pero ¿lloras, Sebastián?
-Yo no sé qué es esto, amo...
-Pues lágrimas que se van...
 
   ¡Sé muy bien lo que es el ramo
de la noche de San Juan!...



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La flor del espino

- I -

                                ArribaAbajoEl padre es un tosco
labriego fornido,
áspero y velludo
gigante broncíneo.
 
   ¡La madre, una hembra
con hombrunos bríos,
desgarradas formas,
groseros aliños!
 
   ¡Y ved el misterio!...
La niña ha nacido
pequeñita y blanca
como flor de espino.
 
   ¡La teta es tan grande
como el angelito!
Parecen el bronce
y el mármol unidos.
 
   Me da mucha pena
que aquel hociquillo
tan tierno, tan puro,
tan fresco, tan rico,
toque el pezón negro
el pechazo henchido.
 
   Y ¡siento una lástima
y un miedo y un frío
cuando el gigantesco
labriego fornido
coge en sus manazas
aquel cuerpecito
blanco como el mármol,
tierno como un lirio!
 
   Como es tan pequeño,
tan blando, tan fino,
temo que las zarpas
del león broncíneo
lo hieran, lo quiebren...
¡Me da miedo y frío!
 
   Y luego, ¡qué ira
cuando le hace mimos
con aquellos dedos
callosos y heridos
y cuando le pone
con brutal cariño
los labiazos ásperos
sobre el hociquillo,
que parece un fresco
clavel con rocío!...
 

- II -

   ¡Eran aprensiones!
Después lo he sabido.
El pezón negruzco
del pechazo henchido
no mancha los labios
de los angelitos.
Es moreno y tosco,
¡pero está tan tibio!...
¡Tan tibia y tan pura
derrama en hilillos
la leche purísima
del pechazo henchido,
que ¡pobre de aquella
flor blanca de espino
sin ese venero
de vida tan rico!
 
   ¡Por eso aquel ángel
lo quiere tantísimo,
que cuando se aparta,
cansado y ahíto,
del pezón moreno
rebosante y tibio,
lo mira y sonríe,
le quiere hacer mimos,
lo dobla y lo estruja
con el hociquillo,
lo coge y lo suelta,
le da golpecitos,
y poquito a poco
se queda dormido
de hartura y de gusto
junto al calorcillo!...
 
   Ni aquellas manazas
del padre sombrío
lastiman al ángel...
¡Ya lo he comprendido!
¿Qué es lo que no torna
süave el cariño?
 
   Cogerá a su hija
como yo a mi hijo,
quien dice su madre
cuando se lo quito
desnudo del halda
para hacerle mimos:
 
   -¡Me da gusto verte
levantar al niño,
porque lo levantas
lo mismo, lo mismo
que los sacerdotes
el cuerpo de Cristo!
 

- III -

   Eran aprensiones,
¡ya lo he comprendido!
Mas queda el enigma
recóndito, vivo...
 
   El hombre es velloso,
grosero, cetrino;
la madre es hombruna
de ceños sombríos;
la débil niñita
¿por qué habrá nacido
blanca como el mármol,
tierna como el lirio?
 
   Pues es un misterio
lo mismo, lo mismo,
que el que nos ofrece
la flor del espino...

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