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ArribaAbajoLos pastores de mi abuelo




- I -

He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos
embriagado por el vaho de los húmedos apriscos
y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar.
He comido pan sabroso con entrañas de camero
que guisaron los pastores en blanquísimo caldero
suspendido de las llares sobre el fuego del hogar.

   Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores,
he charlado largamente con los rústicos pastores
y he buscado en sus sentires algo bello que decir...
¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca
los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca
con pastores y vaqueros que rimaban el vivir!

   Se acabaron para siempre los selváticos juglares
que alegraban las majadas con historias y cantares
y romances peregrinos de muchísimo sabor.
Para siempre se acabaron los ingenuos narradores
de las trágicas leyendas de fantásticos amores
y contiendas fabulosas de los hombres del honor.

   ¡Ya se han ido, ya se han ido! Los que habitan sus majadas,
ya no riman, ya no cantan villancicos y tonadas
y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez.
Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras
de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras
de veneros naturales de exquisita limpidez.

   ¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero
que les cuente la leyenda del gentil aventurero,
la princesa encarcelada y el enano encantador.
Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro,
ni la historia fabulosa de la guerra con el moro,
ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor.

   ¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores
maldiciendo la fortuna de los amos y señores
que habitaban los palacios de la mágica ciudad;
y gruñían rencorosos como perros amarrados
venteando los placeres y blandiendo los cayados
que heredaron de otros hombres como cetros de la paz.


- II -

   Yo quisiera que tomaran a mis chozas y casetas
las estirpes patriarcales de selváticos poetas,
tañedores montesinos de la gaita y el rabel,
que mis campos empapaban en la intensa melodía
de una música primera que en los senos se fundía
de silencios transparentes, más sabrosos que la miel.

   Una música tan virgen como el aura de mis montes,
tan serena como el cielo de sus amplios horizontes,
tan ingenua como el alma del artista montaraz,
tan sonora como el viento de las tardes abrileñas,
tan süave como el paso de las aguas ribereñas,
tan tranquila como el curso de las horas de la paz.

   Una música fundida con balidos de corderos,
con arrullos de palomas y mugidos de terneros,
con chasquidos de la onda del vaquero silbador,
con rodar de regatillos entre peñas y zarzales,
con zumbidos de cencerros y cantares de zagales,
¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor!

   Una música que dice cómo suenan en los chozos
las sentencias de los viejos y las risas de los mozos,
y el silencio de las noches en la inmensa soledad,
y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas,
y el llover de los abismos en las noches tenebrosas,
y el ladrar de los mastines en la densa oscuridad.

   Yo quisiera que la musa de la gente campesina
no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina
donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.
Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas
nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas
de esta raza cuya sangre la codicia envenenó.

   Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo
pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo
penetrados de la calma de la vida montaraz.
Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,
sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados
como símbolos de un culto, como cetros de la paz.

   Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,
no la casta fabulosa de fantásticos Batilos
que jamás en las majadas de mis montes habitó,
sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,
más leales que mastines, más sencillos que corderos,
más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!

   ¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente
y saludan a la aurora con la estrofa balbuciente
que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril,
son los hijos naturales de la musa campesina
que les dicta mansamente la tonada matutina
con que sienten las auroras del sereno mes de abril.

   ¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes
que se sientan por las tardes en las peñas eminentes
y modulan sin quererlo, melancólico cantar,
son las almas empapadas en la rica poesía
melancólica y süave que destila la agonía
dolorida y perezosa de la luz crepuscular.

   ¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires
cuando dentro de las almas cristalizan en decires
que en los senos de los campos se derraman sin querer,
son los hijos elegidos que desnudos amamanta
la pujanza brava musa que al oído solo canta
las sinceras efusiones del dolor y del placer.

   ¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía
sin frenéticos espasmos de placer y de alegría
de los cuales las enfermas pobres almas van en pos,
han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas
y serenos van cantando por las plácidas llanuras
de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios.

   ¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas
la castiza vieja raza de selváticos poetas
que la vida buena vieron y rimaron el vivir!
¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca
los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca
que con ellos tuvo un día la fortuna de morir!




ArribaAbajoTradicional



El huerto que heredé de mis mayores
no tiene bellas flores
de efímero vivir ni tenues frondas;
tiene hiedra sagrada
de hojas perennes y raíces hondas;
fresca niñez y ancianidad honrada.

   Una bíblica higuera
lo llena todo con su copa oscura,
y una fuente con rica regadera,
que música me da, le da frescura.

   Lo poco que en el mundo me ha quedado
lo tengo en este huerto,
siempre al estruendo mundanal cerrado,
siempre a la voz de mi sentir abierto.
En medio está enclavado
del árido desierto,
triste vivienda de la grey humana
que duda de la tierra prometida,
cada vez más lejana,
cada vez hacia Oriente más hundida...

   Yo, cuando el sol del arenal me ciega
y en fuerza de mirar siento borrosa
la visión luminosa
donde parece que jamás se llega...
Cuando el sudor anega
mis doloridos empañados ojos,
cuando me hieren los aceros fríos
de punzantes abrojos,
cuando me azotan los hermanos míos
que me encuentro de frente en el desierto,
vertiendo sangre a ríos
y lágrimas a mares, torno al huerto.

   Mi padre se sentaba en esta piedra,
que coronó de hiedra
la mano santa de mi santa madre...
Fue un altar al amor en roca dura
con dosel de verdura,
trono de patriarca con mi padre
y urna de santa con mi madre pura.

   Ya está solo el edén. Todo es desierto.
Detrás de mis santísimos ancianos
saliendo han ido del sagrado huerto
mis amantes dulcísimos hermanos...
¡Los he visto morir, y yo no he muerto!

   ¡Jamás he comprendido
por qué Dios ha querido
que el vástago más ruin y débil sea
el último habitante de este nido.
Querrá Dios encerrarme
tal vez para ganarme,
porque en estas sagradas espesuras,
donde pasos al cielo son los días,
yo no puedo sentir cosas impura,
yo no puedo soñar cosas impías.

   He nacido en amenas,
castizas y santísimas comarcas
y corre por mis venas
sangre de venerables patriarcas
que me legaron enseñanzas buenas,
huerto, escudo, solar y oro en sus arcas.
Mas, en mi estéril soledad hundido,
Amor me ha visitado. Amor me ha herido,
y hervor de sangre que mi cuerpo inunda
dice que no he nacido
para morir estéril junto al nido
de una raza fecunda.

   Dondequiera que estés, mujer hermosa,
predestinada esposa,
que merezcas posar aquí tu planta,
que merezcas sentarte en esta piedra
que coronó de hiedra
la mano de una santa,
ven al huerto querido,
y a la sombra de Dios, Padre del mundo,
pondremos cama nueva al viejo nido
que mi sangre y mi Dios quieren fecundo.

   El Cielo todavía
no ha otorgado a mis ojos el consuelo
de deber tu hermosura, ¡oh Virgen mía!;
pero te adoro en el azul del cielo,
y en el tranquilo resbalar del día,
y en el silencio de la noche oscura,
y en la quietud del huerto sosegado,
y en el recuerdo de la gente pura
que me lo hizo sagrado.

   Te adoro en la memoria
de aquella santa de sencilla historia
que la tierra del huerto que he heredado
santificó con su adorable planta
y el dulce ambiente nos dejó inundado
de perfumes de santa.

   Ven, casta Virgen, al reclamo amigo
de un alma de hombre que te espera ansiosa
porque presiente que vendrán contigo
el pudor de la Virgen candorosa,
la gravedad de la mujer cristiana,
el casto amor de la leal esposa
y el pecho maternal que juntos mana
leche y amor para la prole sana
que a Dios le place alegre y numerosa.

   ¡Dios que lo escuchas!, acelera el día,
porque es tu sol incubador y hermoso,
y la noche es estéril y sombría,
la vida breve, el corazón fogoso,
sensible el alma mía,
soberano el Amor fructuoso
y Tú eres Padre del inmenso mundo
e hijo yo soy del mundo vigoroso
que te plugo crear grande y fecundo.

   Alegra mi desierto
con ruido de vivir cuyo concierto
pueda sonarte a coro de angelillos...
Ya ves que entre las hiedras encubierto
hay un nido minúsculo en mi huerto
con siete pajarillos...




ArribaAbajoAmor de madre




- I -

Antes de que el poeta alce su canto
a un santo amor a quien le debe tanto,
dejad que el hijo que lo santo siente,
comience haciendo, con respeto santo,
la señal de la cruz sobre su frente.
Siempre la sello con el signo eterno
cuando al borde me inclino
del mar inmenso del amor divino
o del torrente del amor materno.
La cuerda del laúd ruda y bravía,
que los canta con mísera armonía,
debiera ser el llamamiento muda,
porque la mano que lo pulsa es mía,
porque la cuerda que responde es ruda,
y el salmo santo de las cosas santas
debe bajar de alturas celestiales
con letras de seráficas gargantas
y acentos de laúdes edeniales.

   Por eso, cuando canto,
con pálido decir y acento oscuro,
el amor de aquel Dios, tres veces santo,
o el de aquella mujer, tres veces puro...;
cuando hallar he creído
con mi canción el amoroso emblema
y la recito de esperanza henchido,
me desgarran el alma y el oído,
las míseras estrofas del poema;
rompo el laúd, que acompañó mi canto,
y digo con la voz de la amargura:

   ¡Señor a quien soñé: Tú eres más santo!
¡Mujer de quien nací: tú eres más pura!


- II -

   La he visto arrodillada
junto a la cuna del enfermo hijo,
fija en el ángel la febril mirada
y en Dios clemente el pensamiento fijo.
La carita de nácar y de rosa
era un montón de podredumbre horrendo,
que la zarpa asquerosa
de horrible enfermedad iba pudriendo.
Pero la mano valerosa y fuerte
de la amorosa madre dolorida
daba un toque de vida
sobre cada mordisco de la muerte;
y aquella ardiente boca
de la sublime enamorada loca,
que respiraba lumbre
de amorosa materna calentura,
besaba la espantosa podredumbre
con locos arrebatos de ternura...

   Sudor vertiendo y devorando hieles,
yo la vi resignada
al yugo de las bregas más crueles
como una res atada.
La vi en el crudo y frío,
turbio y callado amanecer de enero,
yerta junto al helado lavadero
en las gélidas márgenes del río.
Hacia el bosque sombrío
la vi subir por los barrancos rojos;
la vi bajar de las agrestes faldas,
desgarrando sus plantas los abrojos,
desgarrando la leña sus espaldas...
Y en la espinosa vía
que sube y baja de las agrias crestas,
yo la he visto caer, como caía
Cristo divino con la cruz a cuestas.
Yo la he visto dejar su pobre casa
cuando julio cruel ciega los ojos,
bruñe los cielos y la tierra abrasa,
y en los ardientes áridos rastrojos
disputando su presa a las hormigas,
yo la he visto buscar unas espigas
perdidas entre sábanas de abrojos.
Yo la he visto cargada,
camino de la vega, con la azada,
delante de un verdugo
que a la humana legión desheredada
disputaba a pellizcos un mendrugo,
y en el hijito el pensamiento fijo,
iba la mártir amarrada al yugo,
pues solo de su sangre con el jugo
la mártir amasaba el pan del hijo.

   Yo la he visto bajar a los fangales
donde el hijo infeliz se revolcaba
donde las alas de su amor manchaba
con el lobo de amores criminales.
Era una noche brava,
sin luz y fría como el alma loca
de aquel hijo perdido,
que al antro infame a derramar ha ido
baba de impío de la torpe boca,
fango de amor del corazón podrido,
una noche de aquellas
en que, al verse tal vez más ofendido,
vela Dios las estrellas,
y no le queda al hombre
otra luz que el fulgor de las centellas
y el de la fe en el nombre
del Dios que vibra justiciero en ellas
Noches para el hogar, que nadie sabe
si en una de ellas estará dispuesto
que el mundo frágil espantado acabe,
y del naufragio en el momento grave,
el que no esté en su hogar no está en su puesto.
Y en una de esas de terrores llenas,
noches que zumban como el mar airado
el látigo de acero de las penas
echó a la madre de su hogar honrado.

   Al hijo desmandado
iba a llamar con doloroso acento
al antro tenebroso donde, hambriento,
encueva sus miserias el pecado.
Detúvose a la puerta,
muerta de angustias y de espanto muerta;
zumbaba loca la feroz orgía,
botaba la borrasca en las alturas,
y otra más brava, sin rugir, vertía
sobre el alma turbiones de amarguras.
El coro de las bestias blasfemaba,
vibraba el antro, el huracán rugía.
Dios relampagueaba
y la vieja infeliz se estremecía.

   Estaba oyendo en el feroz concierto
del hondo lupanar, negro y abierto,
la loca voz del réprobo querido...
¡Fuera menos dolor llorarlo muerto
que llorarlo perdido!
Y, acurrucada en la calleja oscura,
como una pordiosera,
transida de dolor con calentura,
con frío de terror y faz de cera,
parecía, velando en la negrura,
la muda estatua del amor que espera
la santa redención de un alma impura.
Salieron de repente
del tenebroso lupanar rugiente
dos hombres ebrios, de mirada loca,
que en la calle pararon frente a frente,
la blasfemia en la boca
y en la mano el cuchillo reluciente...
Una sola embestida,
un opaco rugido maldiciente,
el estruendo mortal de una caída
y un sordo surtidor de sangre hirviente
brotando por la boca de una herida...

   Y otro grito vibrante,
plañidero, feroz, dilacerante,
del pecho débil de la madre fuerte,
detuvo al asesino en el instante
del blandir otra vez el humeante
fino puñal sobre el rival inerte.

   Antes ebrio de vino,
antes ebrio de rabia vengadora,
y ebrio de sangre ahora,
el bárbaro asesino,
con la más espantosa de las sañas
alza el puñal que ensangrentado oprime
y lo hunde en las entrañas
llenas de amor de la mujer sublime,
y al caer la heroína sobre el hijo,
que en el charco de sangre agonizaba,
«¡Hijo del alma!», dijo
con voz de mártir que a perdón sonaba.
..........................................................
   La sangre de la débil ancianita,
cayendo sobre el pecho palpitante
del hijo agonizante,
como lluvia bendita,
corrió caliente hacia la herida abierta,
y el rojo raudalillo desatado
que abierta halló del corazón la puerta,
inundó el corazón del hijo amado.

   Las pupilas cuajadas
de la víctima inerte,
cargadas de dolor, de amor cargadas,
hundieron en el cielo sus miradas.
¡Y en él hundidas las dejó la muerte!
........................................................
   Brillaban las estrellas cual topacios
en el húmedo azul de los espacios,
que el soplo del Señor limpió de nubes,
la borrasca pasó, reinó la calma,
y, en su augusto callar, oyó mi alma
que una gentil tropilla de querubes
ante las puertas de oro
del alcázar de Dios, cantaba a coro:
«¡Señor, Señor! En el humano suelo
de tu amor una chispa aun ha quedado
que el alma de una madre trae al cielo
la de un hijo infeliz regenerado!...»
........................................................
   Más sublime te he visto
cuando salvas, ¡oh amor!, que cuando creas.
¡Tú sabes ser como el amor de Cristo,
pues sabes redimir! ¡Bendito seas!




ArribaAbajoDos paisajes




- I -

Dos paisajes: el uno soñado
y el otro vivido.

   ¡Cuán amarga, sin sueños, me fuera
la vida que vivo!
......................................................

   Era un trozo de tierra jurdana
sin una alquería;
era un trozo de mundo sin ruido,
de mundo sin vida.

   Era un campo tan solo, tan solo
como un cementerio,
donde más hondamente se sienten
los hondos silencios.

   Madroñeras, lentiscos y jaras
helechos y piedras,
madreselvas, zarzales y brezos,
retamas escuetas...

   ¡La maraña revuelta y estéril
que viste los campos
cuando no los fecunda y riegan
sudores humanos!

   No tenían trigales las lomas,
ni huertos las vegas,
ni sotillos las frescas umbrías,
ni árboles la sierra...

   No tenían las rudas labores
cantores humanos,

   ni el sabroso caer de las tardes
cantores alados.

   No tenían ni puente el riachuelo,
ni torre la aldea,
ni alegría de vida sus grises
hórridas viviendas.

   A sus puertas holgaban desnudos
niñitos hambrientos,
devorando sopores de muerte
de alma y del cuerpo.

   Y unas ruines mujeres traían
de pueblos lejanos
miserables mendrugos mohosos
envueltos en trapos...

   Y unos hombres huraños y entecos
la tierra arañaban
como ruines raposos sin presa
que el páramo escarban.

   Y una sorda quietud imponente,
grabándolo todo,
sobre el muerto vivir descargaba
su losa de plomo...


- II -

   Era un trozo de tierra jurdana
con una alquería:
era un trozo de mundo vibrante,
de ruidos de vida.

   Era un campo de flores y frutos,
con hombres y pájaros,
con caricias de sol y aguas puras,
de limpios regatos.

   Olivares azules que escalan
alegres laderas;
huertecillos con frutos de oro
que engríen las vegas.

   Recortados, pequeños trigales;
minúsculos prados
alamedas pomposas y viñas,
sotos de castaños...

   Y la sierra gentil, más arriba,
perdiendo asperezas...
¡sonriendo a medida que sube
la vida por ella!

   Colmenares que zumban y labran,
palomares blancos,
majadillas que alegran las cuestas
sonoros rebaños...

   Carboneras humosas que fingen
pequeños volcanes;
leñadores que cortan y cantan,
que llevan y traen...

   ¡La visión de los campos incultos
que ricos se tornan
si los baña del sol del trabajo
la luz creadora!

   Y tenía ya puente el riachuelo,
y torre la aldea,
y alegría de vida sus blancas
y sanas viviendas.

   Y del útil saber en un templo
limpio y diminuto,
y en el templo más grande y más sabio
del campo fecundo,

   bando alegre de niños que un hombre
discreto guiaba,
la salud y la vida bebían
del cuerpo y del alma.

   Y unas madres con leche en sus pechos,
y luz en la mente,
y en las caras morenas, dulzuras
y risas alegres,

   amasaban el pan de los suyos,
rezaban, bullían,
gobernaban la casa cantando,
¡cantando la vida!

   Y unos hombres briosos y cultos
labraban los campos
con la sana alegría que infunden
la paz y el trabajo.

   Y flotaba en los aires el ritmo
gigante y oscuro
con que alienta la tierra fecunda
preñada de frutos.
........................................................

   ¡Dos paisajes! El uno soñado
y el otro vivido.
Del vivir al soñar, ¿hay distancia?
¡Pues amor cegará tal abismo!