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Campoamor y la ironía romántica. Reflexiones sobre «El licenciado Torralba»

Ricardo Navas Ruiz





Ramón de Campoamor y su obra han sido, lo son aún, un enigma, como aventuró hace tiempo Jaime Dubón (1929):

Los críticos que han intentado penetrar en el fondo de ese temperamento literario no han acertado con la clave capaz de explicar el misterio y algunos, en el colmo del enojo, han llegado a tratarle mal.


(p. 24)                


Ese enigma en cuanto a su poesía no se origina en la simple lectura: Campoamor contó y cuenta con muchos lectores que encuentran en ella bellezas literarias y hasta modelo de sus propios textos. No se basa tampoco en la descripción de sus características, efectuada con acierto desde su aparición. Estriba, al parecer, en la incapacidad para descubrir un metalenguaje -ésa sería la clave- que armonice y explique con una terminología suficiente la disparidad entre hombre y creación poética, las supuestas contradicciones internas de ésta y el valor de una escritura en oposición a ciertos gustos o hábitos.

Una primera tarea para su descubrimiento exigiría desenmarañar la bien trabada tela de araña de elogios y reproches, visiones apresuradas y adivinaciones, condenas e instancias a explorar lo que se presiente como un valor incomprendido. No es fácil en el estado actual de los estudios campoamorescos. Seguidamente sería necesario terminar con el tópico del retorno. Periódicamente, a lo largo del siglo XX, ha habido llamadas que propugnaban la vuelta de Campoamor: Ortega y Gasset (1910), Rivas Cherif (1921), Alonso (1952), Gaos (1955), Cernuda (1957), Fernández Almagro (1957), Cano (1960), Murciano (1962), Montolí (1995, 1996). Tales llamadas son en parte ilusorias -¿quién es capaz de resucitar a un muerto, si tal es el caso?-, en parte inútiles: Campoamor no tiene que volver porque no se ha ido. Las notas de Montolí (1995, 1996) sobre su recepción e influencia dejan de una vez por todas claro este hecho. Campoamor puede no estar en la actualidad, pero sí en la historia. Su nombre es imprescindible en el estudio del desarrollo de la poesía moderna en lengua española.

Más importante es revisar las características poéticas puntualizadas hasta ahora. Vicente Gaos (1955, 1969) las sistematizó con acierto:

Toda la poesía campoamoresca está montada sobre esos contrastes o antítesis entre lo que son las cosas y lo que parecen [...] (p. 194). En Campoamor el humor y la ironía no son meros ingredientes [...]. Su poesía es esencialmente humorística, irónica. También esto es causa de que la sintamos tan alejada del gusto actual [...] (p. 195). Como es intencionado otro rasgo, de igual propósito que da a esta poesía un aire de plebeyez conceptual y estilística que se hace difícil de respirar: la nomenclatura vulgar [...] (p. 196). Quería hacer nada menos que una poesía realista, una poesía prosaica [...]. Lo que él quiso fue restaurar la unidad perdida, acercar la lengua del verso a la de la prosa [...] (pp. 197-198). La definición que Campoamor da del arte aclara bien su oposición a la «poesía filosófica» como a la «poesía moral»: «Arte es convertir en imágenes las ideas y los sentimientos [...]» (p. 201). Ahora bien, la poesía de Campoamor en buena parte, ¿qué es justamente sino poesía novelesca, narrativa [...] (p. 203). Del abstruso simbolismo de estas últimas composiciones a la brevedad tajante de las Humoradas hay toda una compleja gama de modos poéticos nada fáciles de reducir a una denominación común [...] (pp. 204-205). Pocos autores -quizá uno sólo, Cervantes- han suscitado juicios tan dispares [...] (p. 206).


Ahí está más o menos lo que se ha dicho sobre la poesía de Campoamor y muy poco se ha avanzado desde entonces. Conviene reflexionar un poco más reposadamente sobre algunas notas como introducción al análisis que sigue. Hay consenso en lo que se refiere a la esencialidad irónica o humorística -términos que los comentadores confunden por más que encierren matices diferenciadores importantes- y a su fundamento antitético entre el ser y el parecer. De hecho, ambas cualidades son de algún modo complementarias. Palacio Valdés (1879) lo apuntó tras asociar con buen tino a Campoamor con Byron, Heine y Musset:

Humorista, sin embargo, no es únicamente el que pone en contradicción su pensamiento con sus palabras, pues esta contradicción se observa en cualquier escritor satírico, sino más bien el que pone en contradicción su pensamiento con el pensamiento universal [...].


El mismo Campoamor definió el humorismo en el prólogo a las Humoradas en estos términos:

la contraposición de situaciones, de ideas, actos o pasiones encontradas. La posición de las cosas en situación antitética suele hacer reír con tristeza.


No falta tampoco unanimidad al hablar de prosaísmo y de realismo, si bien hay diferencias interpretativas al respecto. No se ha elaborado suficientemente en qué relación se hallan tales términos ni cuál era el propósito de Campoamor al recurrir a la técnica que suponen, pues, cuando quería, era también capaz de creaciones intensamente líricas. De modo muy generalizado se ha implicado negativamente que la poesía prosaica representa una caída, la ruptura de una norma, pues se recurre a connotaciones derogatorias como plebeyez o vulgaridad para aludirla, aunque se reconozca la validez de una formulación teórica. El tema requeriría una amplia consideración, imposible ahora. Importa al menos puntualizar que acercar el lenguaje del verso al de la prosa no es precisamente un propósito plebeyo, sino una tarea de altas calificaciones intelectuales, y que buscar poesía en lo vulgar requiere asimismo un espíritu particularmente sensible. Campoamor era consciente de ello y ha dejado más de una observación sobre sus intenciones. Cejador y Frauca (1917) señaló con no poco entusiasmo la revolución que supuso el uso de un lenguaje llano, uso que anticipó y permitió el de Bécquer, aunque ambos poetas difieran en su objetivo. Cernuda (1957) recogió la idea al afirmar que el mérito principal de Campoamor fue el haber desterrado de la poesía española un lenguaje preconcebidamente poético.

Problema debatido resulta el de la clasificación de Campoamor como poeta lírico o narrativo. Gaos opina decididamente que su poesía es esencialmente novelesca o narrativa. Muchos, antes y después de él, sostienen lo mismo, basados en la afirmación del autor sobre la necesidad de un núcleo narrativo en toda poesía como sustento de otros elementos. Clarín (1881), Revilla (1883) y Balart (1894) defendieron, en cambio, el subjetivismo, su incapacidad para lo épico y lo dramático, la subordinación del mundo externo a su pensamiento. Pardo Bazán (1893) asumió también ardorosamente esta postura:

Nuestro primer lírico en este respecto, y por orden de fechas, acaso sea Arriaza y después Campoamor. A Zorrilla debe contársele entre los épicos [...]. Desde Campoamor ha entrado en la lírica la mujer, y con ella el misterio, el ensueño, las lágrimas, la sonrisa.


La novelista apunta la falsedad previa de la imagen femenina (petrarquismo, pastoral) frente a la verdad de la imagen campoamoresca. Y enfatiza, al hacerlo, el lirismo del escritor, radicado, como el de Salomón, en la mujer, de donde proviene todo dolor y toda poesía. Campoamor mismo, por lo que valga el testimonio, postulaba que el artista debía teñir las cosas con su propia visión.

En la misma inolvidable evocación biográfica, Pardo Bazán se ha referido a otra cualidad que, aunque define primariamente su filosofía, se aplica también a su poesía. No conviene pasarla por alto. Lo llama «filósofo de libertad, o antes bien de anarquía» y recalca su capacidad corrosiva:

Sucédele a Campoamor (guardadas todas las distancias) lo que a Kant: derriba mejor que construye, ataca mejor que defiende [...]. Campoamor ha disuelto como el ácido, lo que de veras atacó, y ya pertenecen a la historia del pensamiento, donde apenas labraron surco, esas direcciones por él tan soberanamente manteadas.


Sorprende, al leer estas caracterizaciones, que no se haya tratado de sistematizarlas bajo una teoría unificadora, como si Campoamor no tuviera un determinado propósito al escribir o no poseyera una visión coherente del mundo. Existe, sin embargo, un término que subsume todas las descripciones de esa poesía: ironía, humor, presencia del yo, contradicciones, negativismo, poder corrosivo, prosaísmo, situándola adecuadamente en un contexto. Ese término es el de ironía romántica. El autor había apuntado la pista en una dolora:


En mi vida infeliz paso las horas
mientras llega la muerte,
convirtiendo en doloras
las tristes ironías de la suerte.


González Blanco (1911) lo adivinó al hablar del humorismo transcendental, definido por Jean Paul Richter y practicado por Heine, como el propio de Campoamor: «el ciclo humorístico en que la humanidad, consciente de su derrota ante lo infinito, queda en un estado de suspensión decisivo y violento». Este humor transcendental o ironía romántica no es exactamente lo que los críticos campoamorescos han tenido en mente al hablar una y otra vez de su ironía. El concepto fue formulado por Friedrich Schlegel en Fragmentos (1798), Diálogo sobre la poesía (1800) y Sobre lo incomprensible (1800), tratando de encontrar la clave de la creación literaria de su tiempo. Frente al mundo clásico que conocía muy bien, identificó filosóficamente la raíz de lo nuevo con el predominio del yo como modelador del mundo, la condición radicalmente contradictoria de éste, la mezcla inextricable de las más distintas realidades. Reflejo y producto de estas ideas, el arte tenía que proclamar postulados que las encarnasen: ruptura de la unidad compacta y espesa de la obra, con apertura a múltiples perspectivas, fragmentándose como los añicos de un espejo roto; negación de cánones tradicionales, propiciando la confusión de géneros y estilos, de prosa y verso, de tragedia y comedia; distanciamiento de autor y obra, debiendo aquél dirigirla a capricho con la consiguiente destrucción de la falacia artística o ilusión de autonomía; autorreferencialidad o independencia con respecto a cualquier contenido externo a sí mismo. Agrupados un tanto libremente bajo la expresión «ironía romántica», estos principios fueron recogidos y ampliados por otros pensadores hasta convertirse en el núcleo mismo de la modernidad.

Algunas de estas ideas pueden espigarse dispersas en el lenguaje crítico español a lo largo del siglo XIX, pero nunca asociadas con un sistema explícitamente formulado en Alemania en sus albores ni mucho menos convertidas en poética. La consecuencia fue que, al no poseer un cuerpo coherente de doctrina, no se dispuso de un instrumento adecuado para el análisis de ciertos productos de la literatura decimonónica en los que, quizá por imitación, quizá porque así lo motivaba el espíritu del siglo, se puso en práctica la ironía romántica. La incapacidad de situar esas obras dentro del lenguaje que podía explicarlas está en la raíz de su incomprensión o, al menos, de su valoración negativa. El romanticismo español ha sido víctima, entre otras cosas, de una persistente visión impregnada de valores tradicionales y clásicos. Un caso llamativo es Campoamor, hombre del siglo XIX, romántico después de todo, si por romántico se entiende no una estrecha cronología, sino un movimiento amplio y revolucionario, gracias al cual ser romántico es ser moderno.

Habría naturalmente que plantearse ahora si el propio Campoamor tuvo conocimiento de la teoría de la ironía romántica, si de algún modo llegó hasta él la doctrina schlegeliana ya directamente, ya a través de comentadores. Con los datos que se poseen no cabe dilucidarlo en este momento. Parece que sí. Una lectura atenta de su Poética y otros textos relacionados revela datos que apuntan en esa dirección: la importancia dada al yo, la aproximación de prosa y verso, de poesía lírica y narrativa, la función del humor como revelador de las contradicciones de las cosas. En el capítulo III de la Poética habla en relación con las Doloras de «contrastes de la vida, burlas de la suerte, castigos de la Providencia, ironías del Destino» o, como ha señalado Montolí (1996), en el prólogo a Cosas de este mundo de Julián Romea, dice:

yo quería hacer reír llorando, atar los cascabeles de la locura al cetro de la filosofía y, entremezclando los asuntos, los géneros y los tonos, desviejar un poco la poesía.


Este lenguaje, en el que incluso emergen los cascabeles carnavalescos de la locura, implica bastante familiaridad con el tema. De todos modos, por lo que a la práctica atañe, fue ferviente admirador de Byron, a quien dedicó un pequeño poema, Don Juan. Y es sin duda Don Juan, ese viaje entrecortado e incompleto de un yo alucinado por la existencia, quien le ha podido servir de lejano modelo de la mejor ironía romántica.

Las reflexiones que siguen son un intento, limitado a ciertos aspectos, de aplicación de la teoría de la ironía romántica al análisis de una obra campoamoresca. Si resultase válido, cabría ampliarlo a toda ella. Vagamente citado, nunca estudiado en profundidad, El licenciado Torralba (1888) flota perdido dentro de la misma como un fantasma, olvidado antes de conocido. No es que en su día no merecería comentarios elogiosos como los de Alvear (1887), previo a su aparición, Herrero (1888) y Palau (1889). Se convirtió incluso en obligada referencia al mencionar al extraño personaje. Así, los redactores de la Enciclopedia Espasa-Calpe, en el artículo dedicado al mismo, consideraron oportuno incluir un juicio no exento de interés:

Todo el poema está empedrado de una filosofía convencional y humorística en la que, al par de rasgos de humorismo chocante y original, se tropieza con paradojas, contradicciones y muchas notas muy poco poéticas y de gusto algo dudoso.


El poema comparte con otros anteriores, Colón (1853) y El drama universal (1869), la categoría de simbólico-metafísico. Montolí (1996) los agrupa en el apartado de «Las manías de Campoamor» y los considera como un posible intento del autor por perdurar en la obra extensa o por demostrar que podía ser un poeta serio, sin ironía tal como él la entiende. Gaos (1955, 1969), al mencionarlos de paso, los calificó de abstrusos. La calificación implica en el mejor de los casos un contenido de difícil comprensión o expuesto de forma compleja; en el peor, un contenido disparatado. Si se recuerda que el poema simbólico-metafísico representa uno de los logros más ambiciosos y significativos del romanticismo, al que pertenecen Fausto, Manfredo, Don Juan, El diablo mundo, entre otros, no queda más remedio que situar a Campoamor dentro del movimiento del que sistemáticamente se le quiere excluir, pero del que nunca salió. Como ellos, El licenciado Torralba constituye una indagación en el sentido de la existencia, un lento e inexorable viaje a través del cambiante y contradictorio panorama de la peripecia vital. Y es dentro de ellos donde ha de ser examinado, no como una rareza aislada, sino como una continuación, como un fruto tardío y peculiar.

En la tradición española, El diablo mundo marca una comparación necesaria. Como Espronceda, a quien admiraba, Campoamor emprende un examen demoledor de valores sociales bien establecidos; pero gozaba sobre él de una evidente ventaja: un bagaje intelectual mucho más denso, aparte naturalmente una visión más amplia y privilegiada de su tiempo. Mientras Espronceda no puede controlar su sentimiento y, a pesar de todos sus intentos de distanciamiento, se deja arrastrar por el grito de protesta nacido de la experiencia inmediata, el escritor asturiano sonríe siempre frío, lejano y comprensivo como un buen ironista, poniendo el necesario espacio entre sí y su creación. Esa ironía, esa capacidad de jugar con la obra, con el lector, consigo mismo, quizá explique todo Campoamor. Espronceda cree todavía en soluciones; Campoamor destruye la esperanza.

Frente a El diablo mundo, cuyo héroe es ficticio, también escoge como protagonista un personaje real, más próximo por lo tanto a don Juan o Fausto, porque en definitiva, si a aquél lo condiciona su existencia histórica, a éstos los marca otra forma de existencia no menos importante, la tradicional. Pero, igual que Byron y Goethe transformaron a sus personajes en símbolos de sus propias preocupaciones modernas, Campoamor convierte a Torralba en otro Campoamor, en un ser absolutamente decimonónico. Lo que está en debate no es el siglo XVI, sino el XIX. Esta ubicación, por lo demás, no debe llevar a suponer precipitadamente que Torralba sea una especie de Fausto, como sugirió Herrero (1888) ni mucho menos que parezca un don Juan, como afirma Montolí (1996), por más que el episodio de su muerte contenga ecos paródicos de la muerte del Tenorio zorrillesco. Tales equiparaciones, bastante dudosas, confunden más que aclaran.

Eugenio Torralba, según figura en el manuscrito del proceso inquisitorial (1531) de Cuenca conservado en la Biblioteca Real de El Escorial y resumido por Clemencín (1833-1839), vivió a principios del siglo XVI. Se ignoran lugar y fecha de nacimiento. Nigromante, estudiante de medicina, poseedor de un demonio familiar llamado Zaquiel, podía volar y adivinar el futuro. Hallándose en Valladolid, su demonio lo llevó a Roma por los aires para que viera el saqueo de la ciudad por las tropas imperiales en 1527, lo que pudo anunciar a los asombrados oyentes de la ciudad castellana el mismo día en que ocurrió. La inquisición lo condenó a diversas penas corporales, pero no faltó juez que lo creyera loco y digno de ser recluido en un manicomio más que castigado. Cervantes lo cita en el Quijote.

Convertir en protagonista de un poema simbólico-metafísico a tal personaje a fines del siglo XIX no era fácil. La historia de Torralba no ofrecía seguramente para un lector de ese momento otro interés que el puramente pintoresco o documental. A lo más hubiera podido servir para un cuento de brujería, un cuento fantástico o una novela antiinquisitorial. Por supuesto, Campoamor no tenía más remedio que referirla de un modo u otro, pues el personaje era ya totalmente desconocido. Y optó por lo más hábil, eficaz y económico: resumirla por boca de un familiar del Santo Oficio en una serie de «constando» acusatorios (Canto VIII, 3). Estos «constando» representan una certera incorporación del lenguaje jurídico a la poesía en una muestra de lo que la crítica llama prosaísmo, cuya transcendencia es innegable: unos treinta años más tarde, César Vallejo escribió un poema en forma parecida, «Considerando en frío, imparcialmente». Pero, hecho esto como en una especie de inciso, Campoamor deja bien claro que no es contar esa vida lo que le interesa, sino transformarla en algo significativo, en una experiencia metafísica, en una indagación sobre temas de más alto interés. Para ello se aleja de lo anecdótico, reduce a un mínimo lo episódico, se centra en unas pocas incidencias, algunas posiblemente inventadas, que le permiten el análisis del funcionamiento interior del nigromante y a través del mismo el planteamiento del sentido de la existencia humana.

El poema se estructura en una introducción y dos partes. En la introducción se resume la condición del personaje (médico), su rasgo distintivo (le acompaña un demonio familiar) y su ideología básica (pirronismo, hedonismo, materialismo). La primera parte, titulada «La mujer», encara la experiencia amorosa a través de Catalina, a la que Torralba condiciona y moldea. Predomina un juego de idealismo e instinto, de ensueño y fastidio: Catalina pasa del ángel al hombre, del hombre al demonio, hasta que su muerte propicia un alma pura que desea unirse al primer amante. La segunda parte, titulada «El hombre», describe los experimentos de Torralba con el espíritu y la materia. Desencantado del puro idealismo que representa el alma de Catalina, busca la felicidad en la materia, en la muliércula, creación del barro y el infierno. El proceso inquisitorial acaba el juego con el descubrimiento de la condición brutal del hombre y el refugio en la nada. Un final ambiguo suscita la perplejidad del lector: ¿muere Torralba en el más horrible nihilismo? ¿Oye la voz de Catalina que lo conduce al cielo? ¿Es esa voz simple ilusión?

Este modelo plantea algunos problemas de interés porque sitúa por sí mismo la obra decididamente dentro de la estética de la ironía romántica. El poema no responde a una estructura cerrada o compacta, sino abierta. Torralba le confiere solamente una unidad muy laxa. Más que protagonista, resulta un pretexto para abrir múltiples ventanas a otros personajes y episodios que permiten encarar la compleja y revuelta naturaleza de la realidad: ángeles, demonios, brujas, inquisidores, mujeres y amantes, cielo e infierno, amor y ciencia, deseos y logros, sueños ideales y caídas brutales, cinismo y moral, perversión e inocencia. La primera y segunda parte funcionan como espejos que se reflejan, propiciando una perspectiva diversa en la misma desesperada busca del sentido de la existencia: mujer y hombre recorren desde su peculiar sensibilidad el mismo camino de indagación, plasmando una imagen de totalidad de lo humano. La conclusión, supuestamente nihilista, queda relativizada mediante la ambigüedad. La sonrisa del ironista acentúa la contradicción última del ser: nada y esperanza, negación y búsqueda, sin solución final, en un eterno y sisifesco volver a empezar.

Estructura abierta, espejos reflectantes contradicciones y ambigüedad, he aquí un típico entramado irónico. Se impone analizar cómo ha logrado Campoamor desde él construir un poema original y válido que, bien leído, no tiene nada de abstruso. Ello supuso una serie de operaciones, la mayor parte de las cuales no podían menos sino caer dentro de otros procedimientos de la ironía romántica. La primera, de hecho la fundamental, es la inversión de la estimación del personaje. Torralba, excéntrico, loco o malvado, brujo, estaba condenado a marginación, a repulsa intelectual, a una absoluta imposibilidad para servir de paradigma inquisitivo. ¿Quién podía tomar en serio a tal personaje?

Campoamor lo eleva de condición, le confiere dignidad y respeto, llega a equipararlo al maestro de la ironía y gran buscador de la verdad, a Sócrates (Introducción, 3, y Canto VIII). Como éste, posee un demonio familiar, aunque aquí sea ángel por voluntad humorística del autor, y somete a exploración la naturaleza de la realidad:


Y cuando niego
es que imito el estilo
de aquel divino Sócrates que, ciego,
lanzó burlón de su sagrado asilo,
con palabras de fuego,
las potestades trágicas de Esquilo.


La entereza con que el autor le hace enfrentar el suplicio inquisitorial transforma definitivamente la condición humana de Torralba en modelo consciente y ejemplar de conducta. Su muerte tiene algo de socrático. Tal inversión no dejó de inquietar y sorprender a los lectores. ¿Cómo es posible equiparar a Sócrates y Torralba? Evidentemente, ello suponía una atrevida destrucción de cánones bien establecidos, igualando entidades de distinto orden, un sabio ilustre y un desconocido alquimista, una filosofía consagrada y unos experimentos esotéricos.

Este tipo de equiparaciones forma parte de uno de los mecanismos epistemológicos esenciales de la ironía romántica, consistente en la negación de determinadas jerarquías o cánones. Mediante tal estrategia se mina un principio fundamental del pensamiento occidental en el que se ha basado su propio progreso, el de la selección cualitativa, abriendo una ventana nueva a la crítica de los sistemas prevalentes y consagrados. ¿Por qué se aceptan unos y se rechazan otros? ¿Cuál es la marca de la superioridad? ¿Por qué Sócrates y no Torralba, si ambos responden al mismo anhelo de encontrar la verdad, si ambos descubren al final la inutilidad del esfuerzo? Preguntas así no asombran a nadie familiarizado con la retórica de la modernidad y la postmodernidad, aunque todavía inquietan e irritan a muchos. Nadie, por ejemplo, al leer Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, se cuestiona la fina ironía con que Borges iguala y destruye los sistemas filosóficos, llegando a concluir que «la metafísica es una rama de la literatura fantástica». En la España de Campoamor, conferir validez a las indagaciones de Torralba por la misma razón que la tienen las de Sócrates resultaba, por lo menos, desconcertante. Lo malo es que no se siga entendiendo a Campoamor hoy.

Realizada la inversión, Campoamor, no obstante, mantiene la condición de excentricidad y aun de locura de Torralba. Y la mantiene, no por la simple razón de su evidencia, sino porque, como en el caso de Sócrates, sólo desde la marginación se puede someter a crítica el sistema dominante. Sólo desde allí cabe demoler la certeza de la normalidad. Notó bien Kierkegaard (1841) que el filósofo griego simbolizaba admirablemente al ironista romántico por haber atacado el orden social de Atenas representado por los sofistas con una doctrina periférica, la del no sé nada. Campoamor hace que Torralba someta a juicio los valores de su tiempo -el tiempo del autor, recuérdese- desde actitudes no menos extrañas: el escepticismo absoluto del pirronismo, el goce vital del hedonismo, las fantasías asombrosas de la nigromancia. Hay que notar en qué grado tales doctrinas predisponen a cierta incredulidad, cierta comprensión humanizadora de las cosas, cierta aceptación serena de la existencia, cierta huida del fanatismo y la intolerancia. Nada tiene de sorprendente que, como Sócrates, sea también Torralba una víctima de la sociedad cuyos valores minaba tan peligrosamente.

Con esta operación desacralizadora quedaba expedito el camino para otros cuestionamientos a través de una visión del mundo fría unas veces, condescendiente otras, irónica siempre. En un nivel de menor importancia, El licenciado Torralba está sembrado de observaciones chocantes, muy en el estilo campoamoresco, que desmitifican creencias o mitos culturales. Tal puede ser describir un ángel usando irreverentemente representaciones pictóricas o esculturales: «a aquel niño de coro / grueso, blanco, sin barba y mofletudo» (Canto I, 2). Mucho más el referirse a Platón en estos términos: «¡Oh divino Platón, qué imbécil eres!» (Canto V, 9). Sobre la obviedad de las verdades científicas se burla en más de una ocasión:


Y en ciencias, estudiando hasta el martirio,
llegó sólo a saber, como el más lego,
que al sublime Pitágoras el griego
le gustaban las habas con delirio


(Canto II, 4)                



llegando así a saber que en todas partes
calienta el fuego y que la nieve enfría.


(Canto IV, 6)                


A nadie escapa que tales juicios derogatorios se expresan concomitantemente en el estilo más prosaico imaginable, como si la degradación de los valores requiriera la estilística, o dicho más apropiadamente al revés, como si sólo un deliberado tono prosaico pudiera reflejar la deliberada vulgarización de los valores.

Este tipo de desacralizaciones tiene sin duda su modelo, incluido el prosaísmo, en Don Juan de Byron. Espigando algunas al azar, a Platón lo llama éste: «You are a bore, / a charlatan, a coxcomb» (I, 116). Sobre Petrarca afirma: «Even Petrarch's self, if judged with due severity, / is the Platonic pimp of all posterity (V, 1). En cuanto a la posibilidad de resolver problemas de envergadura, observa escépticamente: «If I agree that what is, is, then this i call / being quite perspicous» (XI, 5). La relación con Byron parece más firme si se compara cómo el inglés y el español resumen la doctrina de Sardanápalo. Según Byron, Sardanápalo aconsejaba: «Eat, drink and love; what can the rest avail us (II, 208). Campoamor sostiene que su divisa fue: «Come bien, bebe más, goza deprisa, / porque esto es todo y lo demás es nada.» (Introducción, V).

No es el propósito de estas reflexiones enfatizar las relaciones evidentes entre Campoamor y Byron, sino tan sólo señalar el origen de ciertas desmitificaciones secundarias que esmaltan El licenciado Torralba. Mucho más importante es indicar la función de éstas. Por un lado, garantizan la continuidad de un estilo que es el habitual del autor; por otro, contribuyen a reforzar como pequeños apoyos auxiliares la visión central que forma la base misma del poema. Y ahí Campoamor, aun manteniéndose en una línea byroniana, se aleja del modelo y construye su propio mundo con fuerza creadora absolutamente original, sin caer en las abundantes digresiones, muchas veces intranscendentes, que terminan por hacer un tanto tediosa la lectura de Don Juan.

Dignificado Torralba, Campoamor somete a examen a través de sus experiencias lo que se presenta como cuestión fundamental del ser humano: su naturaleza contradictoria que le hace oscilar de la materia a la idea, del espíritu al cuerpo, en una busca inútil de solución, o al menos de síntesis que proporcione paz interior y felicidad. El médico alquimista constata la insuficiencia de cada principio. Si, por un lado, acepta que «Quien ama sólo el alma, echa la vida / en el fondo sin fondo de la nada» (V, 5), por otro busca para su muliércula, hecha de puro cuerpo, cierto espíritu que la anime, terminando por concordar con lo que dice la hechicera Estrella: «Lo que el alma no llena está vacío» (VI, 4). Pero es muy consciente de que no hay conciliación posible:


Porque hallé en mi conciencia
un insondable abismo,
al meditar en calma
que Dios, al dividirlo en cuerpo y alma,
hizo al hombre enemigo de sí mismo.


Campoamor, a través de Torralba, se ha planteado, pues, la relación de las dos doctrinas fundamentales de la filosofía en su capacidad para resolver el enigma del hombre, el idealismo y el materialismo, notando la insuficiencia de cada una. Años antes, en el «Epílogo» de El personalismo (1855), tras explicar su contacto con las mismas, concluía escépticamente: «No quiero volver a identificarme con nada, no sólo con la materia, pero ni con el mismo espíritu». Sería ésta buena ocasión para discutir la condición de filósofo de Campoamor así como la relación entre sus ideas y su conducta. Pero el tema requeriría mucho más espacio. Basten unas breves observaciones para situar el problema.

Desde un punto de vista estrictamente literario no debería haber lugar a la discusión. La crítica española sobre el siglo XIX ha caído sistemáticamente en la falacia de querer ver filósofos donde sólo hay poetas. Pero filosofía y poesía son entidades diferentes por mucho que aquélla pueda ser ocasionalmente poética o ésta filosófica. Campoamor lo dejó claro de dos maneras: cuando quiso hacer filosofía, escribió libros filosóficos; cuando hizo poesía, advirtió bien claramente en su Poética su oposición a la de tesis, según Gaos (1955, 1969) recalcó oportunamente: «Arte es convertir en imágenes las ideas y los sentimientos». Lo más que cabe discutir es si existen ideas, si hay una visión del mundo en su poesía, y cómo es. Azorín (1922), después de una serie de juicios contradictorios, propuso lo que parece una solución adecuada: «Si la filosofía es una actitud del espíritu, es decir, la actitud de un contemplador, buen filósofo, con sutilidad y elegancia, es el poeta».

No se trata de una filosofía propiamente tal, sino de una actitud del espíritu, esto es, de una cosmovisión. La sutilidad y elegancia que Azorín destaca no se compaginan con el calificativo más repetido en torno a la misma, la de filósofo de calendario o de andar por casa, asociado a la falta de sutileza pensante de la burguesía de su tiempo. Campoamor se mueve en un mundo de ideas bastante complejas que seguramente esas niñas caprichosas que maliciosamente se quieren presentar como lectoras favoritas del poeta no entendían. En este sentido no está de más recordar lo que Juan Valera (1865 y 1883) opinaba. Campoamor era para él, junto con Balmes, uno de los pocos pensadores originales de España, afirmación que seguramente ha de tomarse sin ironía a pesar de la discrepancia entre sus juicios públicos y privados sobre el escritor asturiano apuntada por Bermejo Marcos (1968). Sería una contradicción que pensador de esta índole se rebajase a crear una poesía chabacana.

Tampoco resulta demasiado relevante para la apreciación de su quehacer poético la relación que exista entre él y su comportamiento. La imagen de un Campoamor pacato, buen burgués, católico de misa diaria, feliz en su matrimonio, a quien escritora tan maliciosa como Pardo Bazán (1893) se empeñaba en quererle encontrar no confesadas aventurillas, no casa -se dice- con su ideología escéptica, demoledora, cínica. Pero, frente a ello, no queda más remedio que reiterar que obra y hombre no tienen por qué coincidir en todo escritor; que en algunos la experiencia diaria es menos importante que la fantasía, los sueños, la imaginación; que el pensamiento puede originarse en consonancia o en contradicción con la vida, como un resultado o como una protesta. Campoamor, de hecho, es un ejemplo ideal de ironista romántico, pura contradicción entre ser profundo y apariencia superficial. Y ello es todo un desafío a reinterpretarlo.

Regresando tras obligado inciso a las indagaciones de Torralba, su suspensión epistemológica o duda radical acerca de la verdadera naturaleza del hombre y de las cosas se decanta en la práctica por una solución de amargo negativismo materialista, aunque en buen juego irónico siempre quede en lontananza un idealismo compensador y necesario. Este estudioso de «la materia eterna / que viene de lo mismo y va a lo mismo» (Introducción, 1) constata la prevalencia inexorable, casi determinista, del instinto en el sentimiento en que más idealismo ha vertido la cultura para describirlo, el amor. Catalina desciende fatalmente del ángel al hombre, del hombre al diablo, arrastrada por el deseo incontrolable. La fuerza cósmica del sexo se exalta en versos que presienten la glorificación erótica del modernismo. Venus reina soberana:


¡Oh deidad del placer, la única eterna,
que todo lo gobierna y desgobierna!
¡Tú al cielo y a la tierra de igual modo
haces sentir un invencible halago,
después que sepultaste en un gran lago
de polen fecundante el orbe todo,
en aquel día de expansión dichosa
en que trazó el camino de Santiago
con leche de sus pechos una diosa!


(Canto II, 7)                


El ser humano es, en definitiva, un producto de «la siempre racional naturaleza» (Canto II, 6) que le obliga a cumplir con un bien pergeñado propósito sus deberes instintivos. En el debate sobre naturaleza y yo, naturaleza e historia, cuya transcendencia dentro del romanticismo alemán ha sido bien señalada por Eichner (1982), Campoamor se alinea claramente al lado de la naturaleza. También Schlegel había dicho en uno de sus Fragmentos que el hombre es naturaleza que reflexiona sobre sí misma. Y ello le permite someter a cuestionamiento los productos del espíritu, la cultura. El escritor asturiano ha descubierto, como tantos otros, que la cultura es un valor negociable, oportunista y reemplazable, subordinado a los intereses básicos del ser humano. Debajo de ella late siempre el corazón primitivo y salvaje de la caverna prehistórica: la civilización es incapaz de transformar lo escrito profundamente en los genes.

Campoamor se enfrenta bajo tales postulados con otro de los símbolos egregios del idealismo, supuestamente máximo logro del espíritu, la religión. La religión a nivel teórico aparece inconsistente: «como todo el que estudia religiones / se quedó al fin del curso sin ninguna» (II, 1). A nivel aplicado, identificada con el catolicismo, es asociada a la hipocresía y al fanatismo del clero, que ha manejado la inquisición en su beneficio (VIII, 2 y 4):


Es muy malo el pecado,
pero es mucho peor la hipocresía
de unos viles hidalgos que a millares
aspiráis al honor de familiares
por no ser sospechosos de herejía.


Desde ahí se produce un salto cualitativo a una ironía desacralizadora de calado más profundo. El cielo es reducido a una especie de museo donde los ángeles se aburren porque no hay mujeres. Torralba sostiene «como el Corán y otros cristianos / que no hay cielo mejor que el de Mahoma». También Byron había anotado en Don Juan (I, 18) sobre el paraíso y sus diversiones: «I wonder how they got through the twelve hours...»

Su contrapeso, el infierno, es ridiculizado, al someterlo a distorsión heterodoxa en una línea no desmerecedora del ingenio quevedesco. El viaje de Torralba al lugar, descrito en el Canto VII, en busca de un soplo anímico para su muliércula, es el pretexto para una serie de reflexiones arrasadoras. A nivel superficial resulta divertido descubrir que el viejo lugar haya sido trasladado de emplazamiento porque, cuando Dante descubrió sus secretos, Dios tuvo miedo de que los demonios se contagiaran de la corrupción humana. O que el listón con la famosa inscripción «Perded toda esperanza los que entráis» tenga que ser usado por el guardián actual para atizar el fuego moribundo. Surge una inevitable imagen de arrumbamiento definitivo de una institución temida, reducida a ruinas y escombros irrecuperables. Toda una época, todas unas creencias han sido abolidas para siempre no mediante terribles argumentos o polémicas, sino mediante la sonrisa sutil y socarrona de un supuesto creyente.

Pero ese infierno a nivel profundo ha dejado su herencia, resumida en tres símbolos que allí encuentra Torralba gracias a su amigo y servidor inquisitorial Juan García: las obras de Aristóteles, el libro de moral del diablo archivero Butibamba y el mensaje final del gran Demo. Campoamor construye con este recurso uno de los cantos más densos ideológicamente de todo el poema. Se burla del imposible aristotélico-escolástico de explicar lo divino por lo humano y deducir las ideas de lo sensible (VII, 3). Hace a la Inquisición heredera de la moral del diablo que no es sino una exageración de la de Cristo: hipocresía, fanatismo, inculcar al hombre ideales falsos sabiendo su condición animal, engañarle con la esperanza y la vida futura (VII, 5). Proclama una certeza, la que el gran Demo resalta en su discurso de despedida, el dolor universal de la existencia:


Como todo en la tierra es miserable,
de miseria en miseria
hará vuestro dolor interminable
en su cópula eterna la materia.
[...]
En vano, huyendo del dolor que espanta,
la sustancia mortal se transfigura
que en el hombre, en el mármol, en la planta,
en el fondo de todo, hay amargura.


(VIII, 9)                


En otras palabras, la herencia infernal se resume en el conflicto insoluble entre idealismo y materialismo (Aristóteles), la falsa moral triunfante (libro de Butibamba) y el irremediable dolor de vivir (discurso de Demo).

Cielo, infierno, moral, religión, nobles conceptos culturales, los más temidos, los más difíciles de atacar, han caído reducidos a nada, o peor si cabe, a irrecuperable chatarra. Campoamor pudo haber propuesto reemplazarlos por otros menos polémicos, más laicos, la historia, el arte, la ciencia. Pero tal no es el caso. Es la cultura misma en todas sus manifestaciones lo que es denunciado. Implícitamente el hecho mismo de equiparar la nigromancia como método de exploración de la verdad a otros procedimientos más racionales implica la constatación de que, en realidad, ninguno lleva a ningún lado. Explícitamente se somete a cuestionamiento la capacidad de la ciencia, la historia y el arte para resolver problemas. Torralba, quizá haciéndose eco de Fausto, constata la superficialidad del descubrimiento científico («Y cual todos en física sabía / que el sol es un reloj bien construido», Introducción, 1) y su insatisfacción («no hay cansancio peor que el de la ciencia», Introducción, 5). La historia emerge como «un presidio de inmortales» (IV, 7), que queda abolida por el olvido y la naturaleza:


¡Y es ley, pueblo querido,
de que todo lo que es y lo que ha sido
acabe al fin como acabó este infierno,
que es el silencio eterno
el diapasón final de todo ruido.


(VII, 9)                


En cuanto al arte, «pues yo sé quien a Cadmo lo ahorcaría / por ser el inventor de la escritura» (IV, 5).

En las postrimerías del siglo XIX, El licenciado Torralba deja en herencia un desolado mensaje nihilista, mirando a un siglo próximo que elevaría el horror a dimensiones cósmicas. Su figura, inquieta y destructora, de ironista implacable, preside un cementerio en el que yacen, definitivamente inservibles como cacharros viejos, todos los valores. El ser humano, sin asideros, dejado a la fuerza bruta del instinto, tiene ante sí la nada que extiende por doquier su sombra impenetrable. Por ella vaga, perdido y solitario, a la busca desesperada de una verdad inexistente; en realidad, a la busca de la busca. Su condición cruel y miserable se proyecta como negro presagio sobre la hermosura física del mundo: «¡Es lástima -murmuraba el licenciado-, / que encubra tan inmensa podredumbre / la belleza exterior de lo creado». La naturaleza prepotente mira con indiferencia las tragedias que ese ser origina, recalcando la inutilidad del holocausto:


¡Es un dolor que muera
tanta inocente y bella creatura;
pero, después de esa tragedia impura,
al llegar otra vez la primavera, en el monte, en el valle, en la llanura,
se cubrirán los campos de verdura,
la verdura de rosas,
y las rosas después de mariposas.


El dolor y la muerte se yerguen como única certeza. La náusea existencial, el asco absoluto de la vida, brota incontrolable: «Mi alma siente el tedio de la vida» (VIII, 5). La extinción total, la gran Nada flota en el horizonte como refugio y consuelo. Y, sin embargo, ¿no ha oído Torralba la voz de Catalina que lo llama al cielo? Esa herencia empezará casi inmediatamente a concretarse en el cielo de cartón piedra de Altazor, sus gritos de espanto, la destrucción del último asidero de lo humano, el lenguaje, o junto a Altazor, de tantas páginas angustiadas de la vanguardia.






Bibliografía

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