Campos de Castilla
Antonio Machado
[Nota preliminar: El texto que presentamos a continuación reproduce fielmente la edición de Renacimiento de 1912. Únicamente se han corregido errores tipográficos claros.]
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido,
-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina;
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan á la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente entre las voces, una.
¿Soy clásico ó romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada,
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo;
-quien habla solo, espera hablar á Dios un día-
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis á bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subia,
buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente
y dar algun respiro al pecho jadeante;
ó bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un baston, á guisa de pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitan las rapaces
aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego-.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
Un buitre de anchas alas con magestuoso vuelo
cruzaba solitario el puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma cual recamado escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda tierra
-harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra-
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en torno á Soria. -Soria es una barbacana
hacia Aragón que tiene la torre castellana-.
Veía el horizonte cerrado por colinas
obscuras, coronadas de robles y de encinas;
desnudos peñascales, algun humilde prado
donde el merino pace y el toro arrodillado
sobre la hierba rumia, las márgenes del río
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,
y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan diminutos! -carros, jinetes y arrieros-
cruzar el largo puente y bajo las arcadas
de piedra ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero.
El Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla.
¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos, ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aun van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme ó sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre ó gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía á Dios sobre la guerra.
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
ufano de nueva fortuna y su opulencia,
á regalar á Alfonso los huertos de Valencia;
ó que, tras la aventura que acreditó sus bríos,
pedía la conquista de los inmensos ríos
indianos á la corte, la madre de soldados
guerreros y adalides que han de tornar cargados
de plata y oro á España en regios galeones,
para la presa cuervos, para la lid leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento
contemplan impasibles el amplio firmamento;
y si les llega en sueños, como un rumor distante
clamor de mercaderes de muelles de levante,
no acudiran siquiera á preguntar ¿que pasa?
Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.
El sol va declinando. De la ciudad lejana
me llega un armonioso tañido de campana
-ya iran á su rosario las enlutadas viejas-.
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.
Hacia el camino blanco está el meson abierto
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.
Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores que conducen sus hordas de merinos
á Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia ó de tristeza
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
El numen de estos campos es sanguinario y fiero;
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
-no fué por estos campos el bíblico jardín-
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.
Con su frontón al Norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de grieteados muros y sucios paredones,
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!
Mientras el sol de Enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
á un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
á contemplar los montes azules de la sierra;
ó, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...
Menton agudo y pómulos marcados
por trazos de un punzón adamantino;
y de insólita púrpura manchados
los labios que soñara un florentino.
Mientras la boca sonreír parece,
los ojos perspicaces,
que un ceño de atención empequeñece,
miran y ven, profundos y tenaces.
Tiene sobre la mesa un libro viejo
donde posa la mano distraída.
Al fondo de la cuadra, en el espejo,
una tarde dorada está dormida.
Montañas de violeta
y grisientos breñales,
la tierra que ama el santo y el poeta,
los buitres y las águilas caudales.
Del abierto balcón al blanco muro
va una franja de sol anaranjada
que inflama el aire, en el ambiente obscuro
que envuelve la armadura arrinconada.
Conserva del obscuro seminario
el talante modesto y la costumbre
de mirar á la tierra ó al breviario.
Devoto de María,
madre de pecadores,
por Burgos bachiller en teología,
presto á tomar las órdenes menores.
Fué su crimen atroz. Hartóse un día
de los textos profanos y divinos,
sintió pesar del tiempo que perdía
enderezando hipérbatons latinos.
Enamoróse de una hermosa niña;
subiósele el amor á la cabeza
como el zumo dorado de la viña,
y despertó su natural fiereza.
En sueños vió á sus padres -labradores
de mediano caudal- iluminados,
del hogar por los rojos resplandores,
los campesinos rostros atezados.
Quiso heredar, ¡Oh, guindos y nogales
del huerto familiar, verde y sombrío,
y doradas espigas candeales
que colmarán las trojes del estío!
Y se acordó del hacha que pendía
en el muro, luciente y afilada,
el hacha fuerte que la leña hacía
de la rama de roble cercenada.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Frente al reo, los jueces en sus viejos
ropones enlutados,
y una hilera de obscuros entrecejos
y de plebeyos rostros -los jurados.
El abogado defensor perora,
golpeando el pupitre con la mano;
emborrona papel un escribano,
mientras oye el fiscal indiferente
el alegato enfático y sonoro,
y repasa los autos judiciales
ó, entre sus dedos, de las gafas de oro
acaricia los límpidos cristales.
Dice un ujier: «Va sin remedio al palo».
El joven cuervo la clemencia espera.
Un pueblo carne de horca, la severa
justicia aguarda que castiga al malo.
A Julio Romero de Torres
entre grises peñascales
y alguna humilde pradera,
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.
Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.
Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor.
A la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.
Tienen las altas casas
abiertos los balcones
del viejo pueblo á la anchurosa plaza.
En el amplio rectángulo desierto
bancos de piedra, evónimos y acacias,
simétricos dibujan
sus negras sombras en la arena blanca.
En el cenit, la luna y en la torre,
la esfera del reloj iluminada.
Yo en este viejo pueblo paseando,
solo, como un fantasma.
el iris sobre el campo que verdea.
Buscad vuestros amores, doncellitas
donde brota la fuente de la piedra.
En donde el agua ríe y sueña y pasa,
allí el romance del amor se cuenta.
¿No han de mirar un día, en vuestros brazos,
atónitos, el sol de primavera,
ojos que vienen á la luz cerrados,
y que al partirse de la vida ciegan?
¿No beberán un día en vuestros senos
los que mañana labrarán la tierra?
¡Oh, celebrad este domingo claro,
madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!
Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre.
Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas
y escriben en las torres sus blancos garabatos.
Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.
Entre los robles muerden
los negros toros la menuda hierba,
y el pastor que apacienta los merinos
su pardo sayo en la montaña deja.
I
La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar Abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.
II
Las tierras labrantías,
como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos
de verde oscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegre de infantil arcadia.
En los chopos lejanos del camino,
parecen humear las yertas ramas
como un glauco vapor -las nuevas hojas-
y en las quiebras de valles y barrancas
blanquean los zarzales florecidos
y brotan las violas perfumadas.
III
Es el campo undulado, y los caminos
ya ocultan los viajeros que cabalgan
en pardos borriquillos,
ya al fondo de la tarde arrebolada
elevan las plebeyas figurillas
que el lienzo de oro del ocaso manchan.
Mas si trepáis á un cerro y véis el campo
desde los picos donde habita el águila,
son tornasoles de carmín y acero,
llanos plomizos, lomas plateadas,
circuidos por montes de violeta,
con las cumbres de nieve sonrosada.
IV
¡Las figuras del campo sobre el cielo!
Dos lentos bueyes aran
en un alcor cuando el otoño empieza,
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;
y tras la yunta marcha
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla.
Bajo una nube de carmín y llama
en el oro fluído y verdinoso
del Poniente las sombras se agigantan.
V
La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
El cierzo corre por el camino yerto
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.
La nieve sobre el campo y los caminos,
cayendo está como sobre una fosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila y una niña cose
verde ribete á su estameña grana.
Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra,
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.
En torno al fuego hay un lugar vacío
y en la frente del viejo de hosco ceño
como un tachón sombrío,
-tal el golpe de un hacha sobre un leño-.
La vieja mira al campo cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.
Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.
VI
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
¡Muerta ciudad de señores
soldados ó cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan,
por las sórdidas callejas
y á la media noche ululan
cuando graznan las cornejas!
¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
VII
¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno á Soria; oscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río;
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo váis!... ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!
VIII
He vuelto á ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Alamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo váis, mi corazón os lleva!
IX
¡Oh!, sí, conmigo váis, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita,
¿me habéis llegado al alma,
ó acaso estábais en el fondo de ella?
¡Gente del alto llano numantino
que guarda á Dios como cristiana vieja,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!
Al poeta Juan R. Jiménez
I
dueño de mediana hacienda,
que en otras tierras se dice
bienestar y aquí, opulencia,
en la feria de Berlanga
prendose de una doncella,
y la tomó por mujer
al año de conocerla.
Muy ricas las bodas fueron,
y quién las vió las recuerda,
sonadas las tornabodas
que hizo Alvar en su aldea;
hubo gaitas, tamboriles,
flauta, bandurria y vihuela,
fuegos á la valenciana
y danza á la aragonesa.
II
Feliz vivió Alvargonzález
en el amor de su tierra.
Naciéronle tres varones,
que en el campo son riqueza,
y, ya crecidos, los puso,
uno á cultivar la huerta,
otro á cuidar los merinos
y dió el menor á la iglesia.
III
Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea.
Casáronse los mayores;
tuvo Alvargonzález nueras,
que le trujeron zizaña
antes que nietos le dieran.
La codicia de los campos
ve tras la muerte, la herencia,
no goza de lo que tiene
por ansia de lo que espera.
El menor, que á los latines
prefería las doncellas
hermosas y no gustaba
de vestir por la cabeza,
colgó la sotana un día
y partió á lejanas tierras.
La madre lloró y el padre
dióle bendición y herencia.
IV
Alvargonzález ya tiene
la adusta frente arrugada,
y hacia la barba platea
el bozo azul de su cara.
Una mañana de otoño
salió solo de su casa;
no llevaba sus lebreles,
agudos canes de caza.
Iba triste y pensativo
por la alameda dorada;
anduvo largo camino
y llegó á una fuente clara.
Echóse en la tierra; puso
sobre una piedra la manta,
y á la vera de la fuente
durmió al arrullo del agua.
II
Tres niños están jugando
á la puerta de su casa;
entre los mayores brinca
un cuervo de negras alas.
La mujer vigila, cose
y, á ratos, sonríe y canta.
-Hijos ¿qué hacéis? -les pregunta.
Ellos se miran y callan.
-Subid al monte, hijos míos,
y antes que la noche caiga
con un brazado de estepas
hacedme una buena llama.
III
Su hermano viene á ayudarle
y arroja astillas y ramas
sobre los troncos de roble;
pero el rescoldo se apaga.
Acude el menor y enciende,
bajo la negra campana
de la cocina, una hoguera
que alumbra toda la casa.
IV
Alvargonzález levanta
en brazos al más pequeño
y en sus rodillas lo sienta:
-Tus manos hacen el fuego...
Aunque el último naciste
tu eres en mi amor primero.
Los dos mayores se alejan
por los rincones del sueño.
Entre los dos fugitivos
reluce un hacha de hierro.
II
Tiene el padre entre las cejas
un ceño que le aborrasca
el rostro, un tachón sombrío
como la huella de un hacha.
Soñando está con sus hijos,
que sus hijos lo apuñaban;
y cuando despierta mira
que es cierto lo que soñaba.
III
A la vera de la fuente
quedó Alvargonzález muerto.
Tiene cuatro puñaladas
entre el costado y el pecho
por donde la sangre brota,
mas un hachazo en el cuello.
Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan el muerto, dejando
detras un rastro sangriento;
y en la laguna sin fondo
que guarda bien los secretos,
con una piedra amarrada
á los pies, tumba le dieron.
IV
Se encontró junto á la fuente
la manta de Alvargonzález
y camino del hayedo
se vió un reguero de sangre.
Nadie de la aldea ha osado
á la laguna acercarse,
y el sondarla inútil fuera,
que es la laguna insondable.
Un buhonero que cruzaba
aquellas tierras errante,
fué en Dauria acusado, preso
y muerto en garrote infame.
V
Pasados algunos meses
la madre murió de pena.
Los que muerta la encontraron,
dicen que las manos yertas
sobre su rostro tenía,
oculto el rostro con ellas.
VI
Los hijos de Alvargonzález
ya tienen majada y huerta,
campos de trigo y centeno
y prados de fina hierba;
en el olmo viejo, hendido
por el rayo, la colmena,
dos yuntas para el arado,
un mastín y cien ovejas.
I
y los ciruelos blanquean;
ya las abejas doradas
liban para sus colmenas,
y en los nidos que coronan
las torres de las iglesias
asoman los garabatos
ganchudos de las cigüeñas.
Ya los olmos del camino
y chopos de las riberas
de los arroyos que buscan
al padre Duero verdean.
El cielo está azul, los montes
sin nieve son de violeta.
La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza;
muerto está quien la ha labrado
mas no le cubre la tierra.
II
La hermosa tierra de España,
adusta, fina y guerrera
Castilla, de largos ríos,
tiene un puñado de sierras
entre Soria y Burgos como
reductos de fortaleza,
como yelmos crestonados
y Urbión es una cimera.
III
Los hijos de Alvargonzález,
por una empinada senda,
para tomar el camino
de Salduero á Covaleda,
cabalgan en pardas mulas
bajo el pinar de Vinuesa.
Van en busca de ganado
con que volver á su aldea,
y por tierra de pinares
larga jornada comienzan.
Van Duero arriba, dejando
atrás los arcos de piedra
del puente y el caserío
de la ociosa y opulenta
villa de indianos. El río,
al fondo del valle, suena,
y de las cabalgaduras
los cascos baten las piedras.
A la otra orilla del Duero
canta una voz lastimera:
«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».
IV
Dos hijos del campo, hechos
á quebradas y asperezas,
porque recuerdan un día
la tarde en el monte tiemblan.
Allá en lo espeso del bosque
otra vez la copla suena:
«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».
V
Desde Salduero el camino
va al hilo de la ribera;
á ambas márgenes del río
el pinar crece y se eleva
y las rocas se aborrascan
al par que el valle se estrecha.
Los fuertes pinos del bosque
con sus copas gigantescas
y sus desnudas raíces
amarradas á las piedras;
los de troncos plateados
cuyas frondas azulean,
pinos jóvenes; los viejos
cubiertos de blanca lepra,
musgos y líquenes canos
que el grueso tronco rodean,
colman el valle y se pierden
rebasando ambas laderas.
Juan, el mayor dice: Hermano,
si Blas Antonio apacienta
cerca de Urbión su vacada,
largo camino nos queda.
-Cuanto hacia Urbión alarguemos
se puede acortar de vuelta,
tomando por el atajo
hacia la Laguna Negra
y bajando por el puerto
de Santa Inés á Vinuesa.
-Mala tierra y peor camino.
Te juro que no quisiera
verlos otra vez. Cerremos
los tratos en Covaleda;
hagamos noche y, al alba,
volvámonos á la aldea
por este valle, que, á veces,
quien piensa atajar, rodea.
Cerca del río cabalgan
los hermanos y contemplan
como el bosque centenario
al par que avanzan, aumenta,
y los peñascos del monte
el horizonte les cierran.
El agua que va saltando
parece que canta ó cuenta:
«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».
II
En los sembrados crecieron
las amapolas sangrientas;
pudrió el tizón las espigas
de trigales y de avenas;
hielos tardíos mataron
en flor la fruta en la huerta
y una mala hechicería
hizo enfermar las ovejas.
A los dos Alvargonzález
maldijo Dios en sus tierras,
y al año pobre siguieron
luengos años de miseria.
III
Es una noche de invierno.
Cae la nieve en remolinos.
Los Alvargonzález velan
un fuego casi extinguido.
El pensamiento amarrado
tienen á un recuerdo mismo
y en las ascuas mortecinas
del hogar los ojos fijos.
No tienen leña ni sueño.
Larga es la noche y el frío
mucho. Un candilejo humea
en el muro ennegrecido.
El aire agita la llama,
que pone un fulgor rojizo
sobre entrambas pensativas
testas de los asesinos.
El mayor de Alvargonzález,
lanzando un ronco suspiro,
rompe el silencio exclamando:
-Hermano ¡qué mal hicimos!
El viento la puerta bate,
hace temblar el postigo
y suena en la chimenea
con hueco y largo bramido.
Después el silencio vuelve
y á intervalos el pabilo
del candil chisporrotea
en el aire aterecido.
El segundón dijo: ¡Hermano
demos lo viejo al olvido!
I
Azota el viento las ramas
de los álamos. La nieve
ha puesto la tierra blanca.
Bajo la nevada, un hombre
por el camino cabalga;
va cubierto hasta los ojos,
embozado en luenga capa.
Entrado en la aldea, busca
de Alvargonzález la casa,
y ante su puerta llegado,
sin echar pie á tierra, llama.
II
Los dos hermanos oyeron
una aldabada á la puerta
y de una cabalgadura
los cascos sobre las piedras.
Ambos los ojos alzaron
llenos de espanto y sorpresa
-¿Quién es? Responda, gritaron.
-Miguel, respondieron fuera.
Era la voz del viajero
que partió á lejanas tierras.
III
Abierto el portón, entróse
á caballo el caballero
y echó pie á tierra. Venía
todo de nieve cubierto.
En brazos de sus hermanos
lloró algun rato en silencio.
Después dió el caballo al uno,
al otro, capa y sombrero,
y en la estancia campesina
buscó el arrimo del fuego.
IV
El menor de los hermanos,
que niño y aventurero
fué más allá de los mares
y hoy torna indiano opulento,
vestía con negro traje
de peludo terciopelo,
ajustado á la cintura
por ancho cinto de cuero.
Gruesa cadena formaba
un bucle de oro en su pecho.
Era un hombre alto y robusto,
con ojos grandes y negros
llenos de melancolía;
la tez de color moreno
y sobre la frente comba
enmarañados cabellos.
El hijo que saca de porte
señor de padre labriego,
á quien fortuna le debe
amor, poder y dinero.
De los tres Alvargonzález
era Miguel el más bello;
porque al mayor afeaba
el muy poblado entrecejo
bajo la frente mezquina,
y al segundo, los inquietos
ojos que mirar no saben
de frente, torvos y fieros.
V
Los tres hermanos contemplan
el triste hogar en silencio;
y con la noche cerrada
arrecia el frío y el viento.
-Hermanos ¿no tenéis leña?
dice Miguel.
-No tenemos,
responde el mayor.
Un hombre,
milagrosamente, ha abierto
la gruesa puerta cerrada
con doble barra de hierro.
El hombre que ha entrado tiene
el rostro del padre muerto.
Un halo de luz dorada
orla sus blancos cabellos.
Lleva un haz de leña al hombro
y empuña un hacha de hierro.
I
Miguel á sus dos hermanos
compró una parte, que mucho
caudal de América trajo
y aún en tierra mala, el oro
luce mejor que enterrado
y más en mano de pobres
que oculto en orza de barro.
Dióse á trabajar la tierra
con fe y tesón el indiano,
y á laborar los mayores
sus pegujales tornaron.
Ya de macizas espigas,
preñadas de rubios granos
á los campos de Miguel
tornó el fecundo verano;
y ya de aldea en aldea
se cuenta como un milagro,
que los asesinos tienen
la maldición en sus campos.
El pueblo canta una copla
que narra el crimen pasado:
«A la orilla de la fuente
lo asesinaron.
¡Qué mala muerte le dieron
los hijos malos!
En la laguna sin fondo
al padre muerto arrojaron.
No duerme bajo la tierra
el que la tierra ha labrado».
II
Miguel, con sus dos lebreles
y armado de su escopeta,
hacia el azul de los montes
en una tarde serena,
caminaba entre los verdes
chopos de la carretera
y oyó una voz que cantaba:
«No tiene tumba en la tierra.
Entre los pinos del valle
del Revinuesa,
al padre muerto llevaron
hasta la Laguna Negra».
I
era un casona vieja,
con cuatro estrechas ventanas,
separada de la aldea
cien pasos y entre dos olmos
que, gigantes centinelas,
sombra le dan en verano
y en el otoño, hojas secas.
Es casa de labradores,
gente aunque rica plebeya,
donde el hogar humeante
con sus escaños de piedra
se ve sin entrar si tiene
abierta al campo la puerta.
Al arrimo del rescoldo
del hogar borbollonean
dos pucherrillos de barro
que á dos familias sustentan.
A diestra mano la cuadra
y el corral, á la siniestra
huerto y abejar y al fondo
una gastada escalera,
que va á las habitaciones,
partidas en dos viviendas.
Los Alvargonzález moran
con sus mujeres en ellas.
Á ambas parejas que hubieron,
sin que lograrse pudieran,
dos hijos, sobrado espacio
les da la casa paterna.
En una estancia que tiene
luz al huerto, hay una mesa
con gruesa tabla de roble,
dos sillones de baqueta,
colgado en el muro un negro
ábaco de enormes cuentas
y unas espuelas mohosas
sobre un arcón de madera.
Era una estancia olvidada
donde hoy Miguel se aposenta.
Y era allí donde los padres
veían en primavera
el huerto en flor y en el cielo
de Mayo, azul, la cigüeña
-cuando las rosas se abren
y los zarzales blanquean-
que enseñaba á sus hijuelos
á usar de las alas lentas.
Y en las noches del verano,
cuando la calor desvela,
desde la ventana al dulce
ruiseñor cantar oyeran.
Fué allí donde Alvargonzález,
del orgullo de su huerta
y del amor de los suyos,
sacó sueños de grandeza.
Cuando en brazos de la madre
vió la figura risueña
del primer hijo, bruñida
de rubio sol la cabeza,
del niño que levantaba
las codiciosas, pequeñas
manos á las rojas guindas
y á las moradas ciruelas,
aquella tarde de otoño
dorada, plácida y buena,
él pensó que ser podría
feliz el hombre en la tierra:
Hoy canta el pueblo una copla
que va de aldea en aldea.
«¡Oh, casa de Alvargonzález,
qué malos días te esperan;
casa de los asesinos,
que nadie llame á tu puerta!».
II
Es una tarde de otoño.
En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores;
enmudeció la cigarra.
Las últimas golondrinas
que no emprendieron la marcha
morirán, y las cigüeñas
de sus nidos de retamas,
en torres y campanarios,
huyeron.
Sobre la casa
de Alvargonzález, los olmos
sus hojas que el viento arranca
van dejando. Todavía
las tres redondas acacias,
frente el atrio de la iglesia
conservan verdes sus ramas
y las castañas de Indias
á intervalos se desgajan
cubiertas de sus erizos;
tiene el rosal rosas grana
otra vez, y en las praderas
brilla la alegre otoñada.
En laderas y en alcores,
en ribazos y cañadas,
el verde nuevo y la hierba
aún del estío quemada
alternan; los serrijones
pelados, las lomas calvas,
se coronan de plomizas
nubes apelotonadas;
y bajo el pinar gigante,
entre las marchitas zarzas
y amarillentos helechos,
corren las crecidas aguas
á engrosar el padre río
por canchales y barrancas.
Abunda en la tierra un gris
de plomo y azul de plata,
con manchas de roja herrumbre,
todo envuelto en luz violada.
¡Oh, tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!
Páramos que cruza el lobo
aullando á la luna clara
de bosque á bosque, baldíos
llenos de peñas rodadas,
donde roída de buitres
brilla una osamenta blanca;
pobres campos solitarios
sin caminos ni posadas,
¡oh, pobres campos malditos,
pobres campos de mi patria!
II
Cardos, lampazos y abrojos,
avena loca y zizaña
llenan la tierra maldita,
tenaz á poda y á escarda.
Del corvo arado de roble
la hundida reja trabaja
con vano esfuerzo; parece
que al par que hiende la entraña
del campo y hace camino
se cierra otra vez la zanja.
«Cuando el asesino labre
será su labor pesada;
antes que un surco en la tierra
tendrá una arruga en su cara».
III
Martín que estaba en la huerta
cavando, sobre su azada
quedó apoyado un momento;
frío sudor le bañaba
el rostro.
Por el Oriente,
la luna llena, manchada
de un arrebol purpurino,
lucía tras de la tapia
del huerto.
Miguel tenía
la sangre de horror helada.
La azada que hundió en la tierra
teñida de sangre estaba.
IV
En la tierra en que ha nacido
supo afincar el indiano;
por mujer á una doncella
rica y hermosa ha tomado.
La hacienda de Alvargonzález
ya es suya, que sus hermanos
todo le vendieron, casa,
huerto, colmenar y campo.
I
de Alvargonzález, un día
pesada marcha emprendieron
con el alba, Duero arriba.
La estrella de la mañana
en el alto azul ardía.
Se iba tiñendo de rosa
la espesa y blanca neblina
de los valles y barrancos,
y algunas nubes plomizas
á Urbión, donde el Duero nace,
como un turbante ponían.
Se acercaban á la fuente.
El agua clara corría
sonando cual si contara
una vieja historia dicha
mil veces y que tuviera
mil veces que repetirla.
Agua que corre en el campo
dice en su monotonia:
Yo sé el crimen ¿no es un crimen
cerca del agua, la vida?
Al pasar los dos hermanos
relataba el agua limpia:
«A la vera de la fuente
Alvargonzález dormía».
II
-Anoche cuando volvía
á casa -Juan á su hermano
dijo-, á la luz de la luna
era la huerta un milagro.
Lejos, entre los rosales,
divisé un hombre inclinado
hacia la tierra; brillaba
una hoz de plata en su mano.
Después irguiose y, volviendo
el rostro, dió algunos pasos
por el huerto, sin mirarme,
y á poco lo vi encorvado
otra vez sobre la tierra.
Tenía el cabello blanco.
La luna llena brillaba
y era la huerta un milagro.
III
Pasado habían el puerto
de Santa Inés, ya mediada
la tarde, una tarde triste
de Noviembre, fría y parda.
Hacia la Laguna Negra
silenciosos caminaban.
IV
Cuando la tarde caía,
entre las vetustas hayas
y los pinos centenarios,
un rojo sol se filtraba.
Era un paraje de bosque
y peñas aborrascadas;
aquí bocas que bostezan
ó monstruos de fieras garras;
allí una informe joroba
allá una grotesca panza,
torvos hocicos de fieras
y dentaduras melladas,
rocas y rocas y troncos
y troncos, ramas y ramas.
En el hondón del barranco
la noche, el miedo y el agua.
V
Un lobo surgió, sus ojos
lucían como dos ascuas.
Era la noche, una noche
húmeda, oscura y cerrada.
Los dos hermanos quisieron
volver. La selva ululaba.
Cien ojos fieros ardían
en la selva, á sus espaldas.
VI
Llegaron los asesinos
hasta la Laguna Negra,
agua transparente y muda
que enorme muro de piedra,
donde los buitres anidan
y el eco duerme, rodea,
agua clara donde beben
las águilas de la sierra,
donde el jabalí del monte
y el ciervo y el corzo abrevan,
agua pura y silenciosa
que copia cosas eternas,
agua impasible que guarda
en su seno las estrellas.
¡Padre! gritaron; al fondo
de la laguna serena
cayeron y el eco ¡padre!
repitió de peña en peña.
Prólogo
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.
I
á los surcos del azar?...
Todo el que camina anda
como Jesús sobre el mar.
II
llamamos enemigo, ladrón de una esperanza.
Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía
que dió á cascar al diente de la sabiduría.
III
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender.
IV
cogido sin sazón...
ni aunque te elogie un bruto
ha de tener razón.
V
virtud, justicia y bondad,
una mitad es envidia,
y la otra, no es caridad.
VI
conozco grajos mélicos y líricos marranos...
El más truhán se lleva la mano al corazón,
y el bruto más espeso, se carga de razón.
VII
el tiempo no has de perder...
y á preguntas sin respuesta
¿quién te podrá responder?
VIII
de ingénita malicia y natural astucia,
formó la inteligencia y acaparó la tierra.
¡Y aún la verdad proclama! ¡Supremo ardid de guerra!
IX
hizo á Caín criminal.
¡Gloria á Caín! Hoy el vicio
es lo que se envidia más.
X
mas nunca ofende al darnos su mano el lidiador.
Virtud es fortaleza, ser bueno es ser valiente;
escudo, espada y maza llevar bajo la frente;
porque el valor honrado de todas armas viste:
no sólo para, hiere, y más que aguarda, embiste.
Que la piqueta arruine y el látigo flagele;
la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste,
y que el buril, burile, y que el cincel, cincele;
la espada punce y hienda y el gran martillo, aplaste.
XI
un día para, después,
ciegos tornar á la tierra
hartos de mirar sin ver!
XII
quien sabe que en esta vida
todo es cuestión de medida:
un poco más, algo menos...
XIII
mas grave y desarruga el ceño de Catón.
El bueno es el que guarda, cual venta del camino,
para el sediento, el agua, para el borracho, el vino.
XIV
de arcano mar vinimos, á ignota mar iremos...
Y entre los dos misterios esta el enigma grave;
tres arcas cierra una desconocida llave.
La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.
¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?
XV
un animal absurdo, que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
«Ya estoy en el secreto -se dijo-, todo es nada».
XVI
En sus diez mil disfraces para engañar confía;
y con la doble llave que guarda su mansión
para la ajena hace ganzúa de ladrón.
XVII
soñaba con los héroes de la Iliada!
Ayax era más fuerte que Diómedes,
Hector, más fuerte que Ayax,
y Aquiles el más fuerte; porque era
el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!
¡Ah, cuando yo era niño
soñaba yo en los héroes de la Iliada!
XVIII
Colón de cien vanidades,
vive de supercherías
que vende como verdades.
XIX
Juan de la Cruz, espíritu de llama;
por aquí hay mucho frío, padres, nuestros
corazoncitos de Jesús se apagan!
XX
á Dios y que á Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba.
XXI
los amoríos de ayer,
casi los tengo olvidados,
si fueron alguna vez.
XXII
que esté mi frente arrugada.
Yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
XXIII
como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras.
¡De cuántas flores amargas
he sacado blanca cera!
¡Oh, tiempo en que mis pesares
trabajaban como abejas!
Hoy son como avenas locas
ó cizaña en sementera,
como tizón en espiga,
como carcoma en madera.
Oh, tiempo en que mis dolores
tenían lágrimas buenas,
y eran como agua de noria
que va regando una huerta.
Hoy son agua de torrente
que arranca el limo á la tierra.
Dolores que ayer hicieron
de mi corazón colmena
hoy tratan mi corazón
como á una muralla vieja;
quieren derribarla, y pronto,
al golpe de la piqueta.
XXIV
embisten y una piensa.
Nunca extrañéis que un bruto
se descuerne luchando por la idea.
XXV
sacan miel, y melodía
del amor, los ruiseñores;
Dante y yo -perdón, señores-,
trocamos -perdón, Lucía-,
el amor en Teología.
XXVI
un carbonero, un sabio y un poeta.
Veréis como el poeta admira y calla,
el sabio mira y piensa...
Seguramente el carbonero busca
las moras ó las setas.
Llevadlos al teatro
y sólo el carbonero no bosteza.
Quien prefiere lo vivo á lo pintado
es el hombre que piensa, canta ó sueña.
El carbonero tiene
llena de fantasías la cabeza.
XXVII
faro, antorcha, estrella, sol...
Un hombre á tientas camina,
lleva á la espalda un farol.
XXVIII
si á la fiesta del lugar
irán por la carretera
ó campo atraviesa irán.
Discutiendo y disputando
empiezan á pelear.
Ya con las trancas de pino
furiosos golpes se dan;
ya se tiran de las barbas,
que se las quieren pelar.
Ha pasado un carretero
que va cantando un cantar:
«Romero, para ir á Roma,
lo que importa es caminar;
á Roma por todas partes,
por todas partes se va».
-siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera-
voy ligero de equipaje.
Si es de noche, porque no
acostumbro á dormir yo,
y de día, por mirar
los arbolitos pasar,
yo nunca duermo en el tren,
y, sin embargo, voy bien.
¡Este placer de alejarse!
Londres, Madrid, Ponferrada,
tan lindos para marcharse...
Lo molesto es la llegada.
Luego, el tren, al caminar,
siempre nos hace soñar,
y casi, casi olvidamos
el jamelgo que montamos.
¡Oh, el pollino
que sabe bien el camino!
¿Donde estamos?
¿Donde todos nos bajamos?
¡Frente á mí va una monjita
tan bonita!
Tiene esa expresión serena
que á la pena
da una esperanza infinita.
Y yo pienso: Tú eres buena;
porque diste tus amores
á Jesús; porque no quieres
ser madre de pecadores.
Mas tú eres
maternal,
bendita entre las mujeres,
madrecita virginal.
Algo en tu rostro es divino
bajo tus cofias de lino.
Tus mejillas
-esas rosas amarillas-
fueron rosadas, y, luego,
ardió en tus entrañas fuego;
y hoy, esposa de la Cruz,
ya eres luz, y solo luz...
¡Todas las mujeres bellas
fueran, como tú, doncellas
en un convento á encerrarse!...
Y la niña que yo quiero
¡ay! ¡preferirá casarse
con un mocito barbero!
El tren camina y camina,
y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.
¡Vamos en una centella!
-así en la costa un barco- sin que el partir te inquiete;
todo el que aguarda sabe que la victoria es suya,
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar á tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera
que el arte es largo y, además, no importa.
como luna en el agua, ó aparece
como una blanca vela;
en el mar se despierta ó se adormece.
Creó la mar y nace
de la mar cual la nube y la tormenta;
es el Creador y la criatura lo hace;
su aliento es alma, y por el alma alienta.
Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste,
y para darte el alma que me diste
en mí te he de crear. Que el puro río
de caridad que fluye eternamente,
fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío,
de una fe sin amor la turbia fuente!
ríe con sus labios rojos,
sus negros y vivos ojos,
sus dientes finos, pequeños.
Y jovial y picaresco
se lanza á un baile grotesco,
luciendo el cuerpo deforme
y su enorme
joroba. Es feo y barbudo
y chiquitin y panzudo.
Yo no sé por qué razón,
de mi tragedia bufón,
te ríes... Mas tu eres vivo
por tu danzar sin motivo.
Elogios
Á Don Miguel de Unamuno
Por su libro «Vida de Don Quijote y Sancho»
Don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,
lleva el arnés grotesco
y el irrisorio casco
del buen manchego. Don Miguel camina
jinete de quimérica montura,
metiendo espuela de oro á su locura,
sin miedo de la lengua que malsina.
A un pueblo de arrieros,
lechuzos y tahures y logreros
dicta lecciones de Caballería.
El alma desalmada de su raza,
que bajo el golpe de su férrea maza
aun duerme, puede que despierte un día.
Quiere enseñar el ceño de la duda
antes de que cabalgue, al caballero,
cual nuevo Hamlet, á mirar desnuda
cerca del corazón la hoja de acero.
Tiene el aliento de una estirpe fuerte
que soñó más allá de sus hogares,
y que el oro buscó tras de los mares.
El señala la gloria tras la muerte.
Quiere ser fundador y dice: Creo,
Dios y adelante el anima española...
Y es tan bueno y mejor que fué Loyola:
sabe á Jesús y escupe al fariseo.
Á Juan R. Jiménez
Por su libro «Arias Tristes»
Era una noche del mes
de Mayo, azul y serena,
sobre el agudo ciprés
brillaba la luna llena,
iluminando la fuente
en donde el agua surtía,
sollozando intermitente.
Solo la fuente se oía.
Después se escuchó el acento
de un oculto ruiseñor.
Quebró una racha de viento
la curva del surtidor.
Y una dulce melodía
vagó por todo el jardín:
entre los mirtos tañía
un músico su violín.
Era un acorde lamento
de juventud y de amor
para la luna y el viento,
el agua y el ruiseñor.
«El jardín tiene una fuente
y la fuente una quimera...».
Cantaba una voz doliente,
alma de la primavera.
Calló la voz y el violín
apagó su melodía.
Quedó la melancolía
vagando por el jardín.
Solo la fuente se oía.
FIN