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ArribaAbajo- XXI -

Ciertamente: ¿qué culpa tenían las pobres? Así lo reconoció don Juanondón cuando su furia, una vez traspasado el punto culminante, fue perdiendo su ardor insostenible, y dando lugar a la serenidad. Limpiándose el sudor de la frente, con resoplidos más que con voces, me dijo: «Estas tontas lo pagan... ¿Qué culpa tienen ellas de que yo esté lastimado en mi honor militar? Dispénseme, señor Confusio: hoy no ve usted en mí al Arcipreste, sino al cabecilla... No sabe uno cuándo es cura ni cuándo es   —205→   soldado... El soldado, el hombre que sacrifica su vida por la Causa, salta cuando menos se piensa... Y yo me digo a veces: '¡Qué cojilondrios!, ¿es cuerdo que uno se haga matador de hombres por los derechos o los torcidos de Príncipes ingratos? ¿Valen esas coronas tan disputadas el sacrificio de hombres dignos y valientes?... ¡Con que he de ponerme las botas!... ¡Con que soy un cobarde si no me las pongo!...'. ¡Que oiga uno estas cosas!... Dígolo por las viejas, que debieran ponerse a hilar antes que meterse en estos trotes. No vaya usted a creer que es otra cosa... Juan Ruiz se ha sublevado, créalo usted, y se sublevará cuantas veces sea menester, porque ha visto y ve en los españoles un pobre pueblo sacrificado a los fanfarriosos de Madrid... Yo he tirado contra el Gobierno que agobia a España con las contribuciones, y no da ningún bienestar a los pueblos... El pueblo no come, y allá los ricos holgazanes viven de estrujar a la pobreza. Por esto me he sublevado... Y yo le dije a Cabrera cuando escoltábamos a don Carlos: 'Ni tú ni yo combatimos porque sea Rey este alcornoque. Cuando lo sea, no valdrá más que la Isabel, ni remediará la miseria del pueblo'. Y Ramón me echó los cinco, y nos apretamos las manos, diciendo: 'Cierto es, y algún día nos pedirá Dios cuenta de la sangre que hemos derramado por estos acebuches'. Yo debí haber hecho lo que Ramón: irme a Londres, y hacerme inglés, y no pensar más en este país ingrato. Pero   —206→   la tierra nos llama, y el pedazo de pan que uno tiene aquí...».

-Yo que usted, hombre independiente y adinerado -le dije-, no andaría más en la compostura y lañado de Causas, y me dedicaría en paz y gracia de Dios a cuidar mis tierras y dejarme cuidar de mis sobrinas...

-No puede uno... Se impone lo hecho ya, se impone la gente que a uno le rodea... Cuando uno es fuerza, dominio, autoridad en un pedacico de tierra, no puede abandonarlo. Los que aquí quedaran serían devorados por ese Gobierno maldito. Aquí soy fuerza y poder. ¿Por qué, amigo Confusio? Porque protejo a todos, porque reparto entre los infelices lo que a mí me sobra. La mitad de los vecinos de esta villa viven de mi amparo. Si no lo cree, salga por ahí, pregunte y entérese, ¡qué cojilondrios! No me gusta alabarme; pero me alabo, ¡rediez!, cuando llega el caso... Y por hacer tanto bien, y amparar a tanta familia, no hay aquí quien me tosa, y el Gobierno, haga yo lo que hiciere y conspire todo lo que se me antoje, no se mete conmigo... Me tiene miedo; sabe que está en mi mano la paz o la guerra en todo el territorio de la Cenia y del alto Maestrazgo... Si yo abandono esto, otro lo cogerá, y por todo paso menos porque me quiten mi mandamiento... Ya me pusieron los puntos para echarme de aquí... ¿Quién dirá usted? Pues los mismos de la Causa, cabecillas de cuartel, como decimos, y hasta convenidos de Vergara. ¡Y que no trabajaron poco hace tres   —207→   años con el Obispo para birlarme el Arciprestazgo!... En poco estuvo que se salieran con la suya. Pero yo me lié el manteo y me planté en Madrid. Por don Isidro Losa me puse en relación con la Madre Patrocinio, y ésta me lo arregló a mi gusto. Total: que aquí vine triunfante, y me zurré en mis enemigos, los de Gandesa, y en el Obispo y su pistolera madre.

-Ya ve cuán buena es sor Patrocinio, y cómo mira por los defensores del Trono y el Altar -dije yo, sin miedo ya de que mis ironías le ofendieran.

-¿La Madre? Aquí, que nadie nos oye, déjeme decir que no ha nacido bribona semejante. Si usted cree en sus llagas, con su pan se lo coma...

Dijo esto, y soltando luego toda la voz, gritó: «Chicas, venga café, vengan copas». Tomando el café que Olegaria nos trajo, y que por cierto estaba muy bueno (con la chillería y el disparo de platos, las pobres sobrinas habían puesto sus cinco sentidos en el servicio), continuamos nuestra conversación, él más sosegado de su ira, yo pinchándole más para que me descubriese todo su interior. «¿Quiere usted saber cómo estoy de ortodoxia? Pues sepa que creo todo lo que me manda creer la Iglesia Santa, y no pongo el menor pero, ¡qué cojilondrios!, a ningún dogma de los que me enseñaron y enseño... Pero fanatismo no verá en mí por ninguna cosa de fe, como no sea por la adoración y culto de la Virgen María. Eso desde   —208→   chiquito lo llevaba en mi alma, y a Dios gracias no lo he perdido ni pienso perderlo. A la Virgen acudo yo en mis lances desgraciados, y la verdad, nunca me faltó, ni tengo queja de mi abogadica celestial. Ella me sacó en mi niñez de toda enfermedad; ella me libró de mil peligros de muerte en los combates y aprietos de la campaña; ella fue mi sanidad en las heridas que recibí, mi escudo contra el fuego que cien y cien veces a boca de jarro dispararon contra mí; ella es indulgente con mis pecados, y ella me inspira las buenas obras... Todas cuantas caridades hago, a ella se las aplico, y firmísimo en este amor de Nuestra Señora, espero que la tendré a mi lado a la hora de mi muerte...».

Así habló con solemnidad semejante a la que había yo notado en su varonil rostro cuando decía la misa. Terminada la interesante declaración de su ortodoxia, en la cual resplandecía la luz de un apasionado culto mariano, paladeó su café, acompañado de la copita de aguardiente. Con esto, y mis dulces exhortaciones a la paz del ánimo, fue recobrando la que había perdido en el ya descrito berrinche, y, por último, en actitud extática, la cabeza echada atrás contra el respaldo del sillón, los ojos fijos en el techo, recitó esta oración arcaica: «'Santa Virgen escogida, -de Dios Madre muy amada, -en los cielos ensalzada, -del mundo salud e vía...'. Esta oración -dijo luego llevándose a los labios la copa- me la enseñó   —209→   mi madre cuando era niño, y siempre la digo al acostarme y levantarme. No es ésta la única que mi madre sabía; otras que recitaba de continuo también me enseñó. Oiga usted la que digo siempre que me veo en un gran aprieto: '¡Oh Santa María, -luz del día! -Tú me guía, -dame gracia y bendición -e de Jesú consolación...'. Para los lances apurados de guerra, cuando atacábamos a la bayoneta, o dábamos carga de caballería, tenía yo otra plegaria, que por el sonsonete redoblado y vivo me parecía muy propia para el paso de ataque. Oiga usted: 'Tú, Señora, -dame agora -la tu gracia -toda hora, -que te sirva -toda vía...'. Nunca dejó de ampararme la Madre de Dios. Por eso podrán decirme que si creo tanto más cuanto, en lo tocante a otros puntos de religión; pero en este punto, ¡rediez!, nadie puede decirme nada».

-Las oraciones que acaba usted de recitar -le dije-, son del Arcipreste de Hita, varón docto, muy devoto de Nuestra Señora, poeta y sabio, aficionadísimo al buen vivir y al trato de mujeres, según él mismo nos cuenta en su magno Libro de buen amor. Menos en lo de acaudillar tropas y andar en guerra contra cristianos, usted y él en todo entiendo yo que se parecen; y para completar la semejanza, el de Hita era, como usted, hijo de Alcalá de Henares; como usted Arcipreste, y también se llamaba Juan Ruiz...

Ya tenía entre los dientes mi amigo algún discreto comentario sobre su semejanza   —210→   con el de Hita, glorioso poeta, cura, gastrónomo y mujeriego del siglo XIII, cuando su atención fue repentinamente sustraída por Olegaria y Toneta, que de puntillas a la puerta llegaron, queriendo ver si había pasado la nube. «Entrad, entrad sin miedo -les dijo don Juan-. Bigardas, mostrencas, ya estáis recogiendo los cascos de la loza que os tiré a la cabeza. Limpiad suelo y paredes de la grasa y piltrafas del pato, que no se podía comer. ¿Verdad, Confusio, que no se podía comer?». Animadas por el tono tranquilo del clérigo entraron otras, entre ellas Donata, y se pusieron a recoger los despojos de la refriega. Apenas comenzaron, sonó el aldabón de la puerta de la casa. Estremecimiento general, zozobra y susto repentino del Arcipreste. Donata, que había corrido a una ventana para ver quién llamaba, volvió azorada diciendo: «Señor, es mi tía...». Y don Juan Ruiz exclamó con todo el estruendo de su voz: «¡Cojilondrios, me llaman otra vez!... Tengo que ir allá». Acudiendo a recoger su gorro y balandrán, recobró el aspecto terrorífico que había traído de la calle cuando vino a comer. Sus ojos echaban lumbre, se le encendió el rostro, en su maxilar veíamos la vibración del músculo... Dando un empujón a Donata, le dijo: «A tu tía, que voy en seguida... ¡Por los cojilondrios de San Pedro, que no me hurguen, que no está este león para tafetanes!... 'Tú, Señora, -dame agora -la tu gracia -toda hora...'».

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Viéndole tan enfurruñado, le pregunté si quería que le acompañase; me respondió que iría solo. Al bajar la escalera se volvió para decirme: «Si pasea usted esta tarde, lléguese al bodegón de Llopis... ya sabe... al fin de esa calle de enfrente, torciendo a la derecha... Por allí me pasaré cuando de esta pejiguera me desocupe...».

¡Qué bien me venía quedarme solo en la casa con el rebaño mujeril! Mientras ayudaba solícito a recoger los pedazos de loza y vidrio, supe que ya tenía respuesta mi segunda epístola. En un momento en que solas conmigo quedaron en el comedor la Dolorosa y Donata, ésta, con sólo medias palabras, el mirar revelador y el gesto expresivo, me hizo saber que me daría su carta en cuanto Toneta saliera. Dicho y hecho: diez minutos después de esta telegrafía rápida, el papelito estaba en mi poder. Mientras la familia comía, me bajé a leer a la huerta, como el día anterior. Entre las hojas del primer tomo del Concilio de Trento, libro que me interesa tanto como la Vida de Bertoldo, metí el mensaje de mi odalisca, y bajo los frondosos árboles que rodean la noria, lo leí muy a mi gusto. De la primera a la segunda carta había madurado la dulcísima fruta del amor de Donata, hasta el punto de que ya manifestaba resueltamente, con amoroso abandono, sus deseos de libertad. No podía ya vivir en tan horrible suplicio... Dios le había enviado consuelos con mi presencia, y la Virgen, hablándole   —212→   al corazón, le decía que soy un hombre bueno y honrado, incapaz de engañar a la pobre prisionera que en mí confía... Decía también que ella es religiosa, y que la entusiasma verme tan aplicadito a la lectura de libros sagrados... que la Virgen la absolverá del pecado de su fuga, si en efecto puede lograrla, porque su fin no es otro que buscar la paz y la virtud fuera de aquel triste caserón.

Todo esto decía, y aún más, pues no faltaban expresiones de intenso cariño. ¡Qué triunfo, Dios mío; qué admirable victoria ganada por mi audaz estrategia de amor, con las armas de mi mérito personal y de la fogosa elocuencia que pongo en mis cartas! Sólo faltaba determinar el plan completo de la fuga, con toda la tramitación prolija de tan peliagudo negocio... No bajó aquella tarde Donata al gallinero, prudencia y disimulo dignos de alabanza. Pero en otra ocasión y lugar próximos me mostró la hermosa joven su agudeza y sus instintivas artes amorosas, porque sabedora de que yo había de salir para juntarme con don Juan en el figón de Llopis, hizo tan exacta distribución de sus quehaceres y tan feliz medida del tiempo, que cuando yo salí estaba ella barriendo el portal.

Bendije la casualidad, que era de las previstas, y me regalé con un diálogo delicioso en su apurada rapidez. Pocas palabras bastaron para repetir y afirmar el pacto de amor... Otra vez escribiría yo... Ella me señalaría   —213→   en su respuesta sitio y hora para celebrar una entrevista en la cual dejaríamos acordada la hora de evasión, etc... Preguntele yo si podíamos contar con su tía... Pedile noticia breve de los negocios, pleitos o diabluras que tenía el Arcipreste con aquella señora anciana, y quise saber el motivo de la furia del buen señor... A esto no contestó Donata más que con un vacilanteno sé, frunciendo el entrecejo y mirándome como en demanda de perdón por no ser más explícita. Comprendí que no debíamos hablar de semejante cosa: a su razón y tiempo se hablaría... y con esto terminamos. Donata me indicó que saliese, y la obedecí, condenándome al suplicio de no mirar atrás cuando atravesaba la plazuela... No puedo expresar el alborozo que llevaba yo en mi alma: era como un sol vivísimo que me alumbraba el entendimiento, y como celestial música que me lanzaba el corazón a un danzar frenético. ¡Oh portento de la hermosura, oh Erhimo, ya tu apasionado caballero abre los brazos para traerte a la libertad, a la paz y al amor! Hierros del harem, rompeos en mil pedazos. Astucias y malas artes de El Nasiry, ya nada podréis contra las invencibles armas de Confusio.



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ArribaAbajo- XXII -

Era el bodegón de Llopis un local telarañoso y mugriento, donde bebían los que tenían sed y jugaban a los naipes algunos holgazanes viciosos: en él vi el boceto, el trazo rudimentario del moderno casino, sitio de reunión, de vago charlar, mentidero y bebedero público, con el aspecto y colorido que tenían estos lugares en tiempos del Arcipreste de Hita; pero algo más era, pues allí, no el de Hita, sino el de Ulldecona, celebraba juntas, recibía embajadas y mensajes, dictaba órdenes, ejerciendo las funciones de su califato político, social y militar... Entré en el humano pesebre con el propósito de esperar a mi señor don Juan; mas resultó que ya él a mí me esperaba. Los parroquianos que en sucias mesas comían o jugaban, me miraron con curiosidad y respeto, mientras un vejete adiposo, que parecía dueño del establecimiento, me señalaba una escalera de palo, diciendo: «Arriba está Don Juanondón aguardándole». La escalera, de añoso castaño ennegrecido, chillaba con todas las tablas de sus desvencijados peldaños, cuando uno subía por ella: era un son de coplas con cadencia de romance gangoso, recitado por bocas sin dientes... El ritmo de la escalonada madera me llevó a un cuartucho ahumado, que recibía la luz de dos   —215→   agujeros, más que ventanas, con barrotes en diagonal. Mesa larga del mismo castaño musicante ocupaba el centro, y junto a ella vi a mi señor Arcipreste sentado en un banco, hablando con dos tíos de zaragüelles, grandones, macizos, terribles cuerpos para el trabajo y para la guerra. En lo que don Juan les decía, creí entender órdenes de permanecer pacíficos, y advertencias concernientes a la labranza, todo mezclado; extraño amancebamiento de Marte y Ceres. En el atezado rostro de aquellos interesantes bárbaros, vi la ingenuidad del hombre medioeval, laborioso en la paz, matón en la guerra, defensor de su terruño y de sus rudas creencias con fanático heroísmo... Despidioles don Juan a punto que entraba el hostelero con un jarro de vino blanco y pastelitos tortosinos, que llamanpanolis.

-Siéntese, amigo y tocayo -me dijo el clérigo, a quien noté totalmente aplacado del berrinche-, y charlemos; que una charla sabrosa es el mejor alivio de los ánimos destemplados... He mandado traer este blanco de Sitges y estos pasteles para reparar nuestros estómagos; que hoy apenas comimos... con el jaleo que armé en casa... y las torpezas de aquellas chicas.

-Me place mucho su compañía, señor Arcipreste -le dije-, y no rechazo el vino y los pastelitos. A lo que entiendo, este tugurio es para usted salón de embajadores, cuartel general, sala de audiencia... Aquí dicta la guerra o la paz...

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-Cierto, cierto, y acabo de dictar paces. No hay quien me saque de mi ten con ten, ni por ningún interés de fantasmones me meto yo en aventuras sin elementos para llevarlas a su término debido.

-Aquí ejerce usted su cacicato; aquí convoca el sínodo de los curas que de usted dependen, y les dicta órdenes guerreras...

-Y órdenes espirituales, amigo mío: de todo hay... Aquí me las tengo tiesas con los de Tortosa y con los de Tarragona, cuando hay alguno que me quiere fastidiar, llámese Obispo, Gobernador militar o Jefe político... Ésta es la oficina de mis auxilios a los campesinos que andan estrechos; aquí dispongo darles tanto más cuanto de trigo para simiente, dinericos para la contribución, y aquí me traen ellos sus bendiciones... No digo esto por alabarme, sino para que usted lo sepa, y salga a mi defensa cuando vaya por ahí, y algún ignorante o malicioso le hable pestes del Cabezudo de Ulldecona, como suelen llamarme en Tortosa y Gandesa...

-Yo diré de usted todo lo bueno que he aprendido en su hospitalidad y compañía... Y espero decirlo pronto, señor Arcipreste, porque ya está pesando sobre mi conciencia la ociosidad.

-No le diré que se detenga más, porque si mucho me honro con tenerle en mi casa, también me inquieta el pensar que lleve retraso en sus diligencias.

No podía yo discernir si esto me lo decía   —217→   con sinceridad, o si era delicada fórmula para indicarme que ya estoy de más aquí.

«¿Y ya no me pregunta nada el amigo Confusio -me dijo riendo- de las viejas impertinentes, que me han dado ayer y hoy la más grande matraca que puede sufrir un cristiano?».

-Nada de eso pregunto -respondí-, porque entiendo, señor Arcipreste, que usted no me respondería la verdad.

-Así es, amigo y tocayo, pues nadie está obligado a referir todas las cosas; que algunas hay que por su intríngulis no deben salir nunca del encierro de la discreción... Cuando vuelva usted por acá de paso a Madrid, si es que va por Valencia... y ya sabrá que de Valencia a Madrid tenemos ferrocarril, y hecho está un buen pedazo del que de Valencia viene hacia acá... cuando vuelva, digo, le contaré estos lances para que se divierta un poco y tome apunte de ellos, por si le da la gana de escribir algún día unas miajicas de Historia.

-No le aseguro a usted que no las escriba. El arte de referir los hechos públicos o que deben serlo, me seduce, y algunos ensayos tengo escritos de este arte difícil.

-Es usted un sabio, señorConfusio, y pocos habrá que en edad tan corta hayan reunido en su caletre tanta ciencia y tal caterva de conocimientos, de los que se sacan del alma fría de los libros. Lo que yo dudo, y con franqueza se lo digo, es que todo ese caldo soso de bibliotecas le sirva de algo...   —218→   ¿De veras está decidido a cantar misa? ¿No teme que de aquí al momento de las órdenes mayores puedan venirle arrepentimientos, o siquiera tibieza de la vocación?

-Me parece que no, señor Arcipreste. Cada día siento mayor seguridad de que no han de faltarme los alientos y el entusiasmo que me llevan por ese camino.

-Muy bien: yo le felicito por su constancia. Sin duda tiene usted un temple tan apagadico, que no temerá las zaragatas entre lo divino y lo humano, ni se verá en riesgo de pecado, o de faltar gravemente a lo divino... Yo, como hombre tan largo de experiencia que se pierde de vista, puedo aconsejarle... No se asuste porque le diga que si siente quemazones de lo humano, tan fuertes que amenacen con abrasar lo divino, no les eche agua fría de penitencias, que esto a la postre es malo, así para el cuerpo como para el alma... No sé si me explico bien... Yo he notado que es usted encogidico; pero como he visto tantos zorronglones de ojos caídos y semblante mustio, que luego han salido unos grandes peines, no sé qué opinión formar de usted. Podrá ser usted lo que parece, y podrá no serlo... ésa es mi duda. Quizás la misma duda tenga usted; que el hombre no se conoce tal como es hasta que llegan ocasiones singulares de la vida que sacan lo escondido y hacen ver a cada cual lo que tiene dentro... Pero, en fin, por lo que valga, yo le doy a usted mis consejos, y usted los toma para hoy o los guarda   —219→   para mañana, como esas cosas de apariencia inútil que guardamos creyendo que para nada han de servirnos, y el mejor día, ¡pum!, resulta que nos hacen mucha falta.

-Dígame, dígame lo que quiera -respondí gozoso y atento-, que sus opiniones son oro puro para mí. Yo quizás no sea todo lo cuitado que parezco; quizás me encuentre en el punto ese sutil en que no puedo decir con certeza si me siento bien seguro en las virtudes de humildad, castidad y limpieza de pensamientos, o si, por el contrario, me asaltan temores y barruntos de caer en esos infiernos de lo humano que me cerrarían la puerta de lo divino...

-Poco a poco -dijo el cura, echándose atrás el gorro después de atizarse una copa del blanco vino-. No estoy porque a lo humano se le llame infierno... ¿Cómo pudo hacer nuestro Criador la Humanidad para el sufrimiento y la privación de sí misma? No, no: lo humano es obra de Dios como lo es lo divino... En fin, amigo Confusio, hablemos claro, y cada cual de lo suyo. No quiero meterme en filosofainas, sino presentar a usted hechos particulares míos, tan míos como mi cuerpo y rostro. La verdad y la ciencia están en lo que a uno le pasa, y lo demás es viento de sabidurías vanas... Pues a mí me ha pasado que no he podido echar de mí el amorcico de mujer... Entiendo que sin mujer no vive el hombre; y cuanto me digan en contrario téngolo por una pesada   —220→   broma que nos quiso dar el judío Moisés, o errata de imprenta de los sagrados Cánones. Nunca dijo Nuestro Señor Jesucristo de que los sacerdotes habíamos de vivir del aire de mujer, y nada más que del aire... ya usted me entiende... y en todo caso, paso por que ello sea mérito, obligación nunca... ¿No está usted conforme conmigo?

Asentí sin quitarme la máscara de mi timidez, pues esto en ningún modo me convenía, y con hábiles réplicas le incité a clarearse más y descubrirme todo su interior. Al desbordamiento de su sinceridad contribuía la frecuencia con que se atizaba vasitos y más vasitos de lo añejo. «¿No cree usted como yo que la mujer es una de las más apañadas creaciones de Dios?... ¿Me negará usted que ha nacido para recibir los obsequios del hombre, y que estos obsequios son la sembradura de las generaciones?... Cierto que en la gran caterva de mujeres las hay impertinentes, desabridas y fastidiosas, y de éstas debe huir el hombre de gusto; pero las hay también adornadas de mil encantos, ¿no es verdad? ¿Y no observa usted que hay mil y mil pobrecicas que quedan sueltas y horras, porque no se casan todos los hombres que debieran casarse? ¡Ay!, el Arca del matrimonio es cada día más estrecha, y en ella no caben todas las parejas de animales, o sea de hombre y mujer. Debemos mirar con caridad a las hijas de Dios que no han encontrado colocación en el Arca... Yo he sido bueno para ellas; las he amparado, y a   —221→   muchas proporcioné buen casamiento después de tenerlas algún tiempo a mi servicio... A otras, que eran holgazanas, las he arregostado al trabajo; a las sucias, enseñé limpieza y curiosidad. Di de comer a las hambrientas, y a las ignorantes, como fieras cogidas con lazo, les di el pan de la enseñanza: lectura y escritura. He sido, aunque me esté mal el decirlo, un gran civilizador, y si me apuran, el buen pastor de esa parte del rebaño femenino condenada por el mundo a la pena capital de vestir imágenes».

No pude contener la risa. Con el vino y la natural malicia del asunto tratado, se iba poniendo el Cura en un punto de alegría y gracejo que daba mayor encanto a su sinceridad. Digno era de envidia, por haber arreglado su vida tan a gusto, agenciándose riqueza, autoridad sobre los hombres, dominio sobre las mujeres... «Muchas me han querido cuanto se puede querer -dijo poniendo un poquito de amargura en sus remembranzas-; otras han sido ingratas. No me han faltado sofocos y peloteras. Naturalmente, dejando entrar en el alma las pasiones que halagan, no podemos librarnos de las que nos atosigan: la cólera, los celos malditos. No puedo decir que he sido violento y malo más que una vez. La Virgen me lo perdone, si no me lo ha perdonado ya... Verá usted: fue en lo más duro de la guerra, siendo yo cura de Albalate y jefe de la Caballería de Quílez. Hablaba yo entonces,   —222→   para decirlo decorosamente, con una muchacha de Alcaine, que era un sol de bonita, morena como el trigo, con un sonreír de ángeles y unos ojos de fuego que disparaban bala rasa... Para decirlo de una vez, me enamoré de ella como un bestia... La puse en casa de una tía suya en Valdeconejos, a donde iba yo a verla siempre que el trajín de la facción me lo permitía... Lleváronme el soplo de que la Fabiana me estaba faltando... No lo creí. Lleváronme otro cuento: que me faltaba con un teniente de la partida del Royo... Ya dudé... Lleváronme el chisme de que Fabiana y el teniente hacían escapadas de noche por las huertas del pueblo... Allá me fui... aceché, no vi nada... Aceché más, vi... Vamos, que los cogí haciéndose fiestas. ¡Usted figúrese... con mi genio! Salté del zarzal en que estaba escondido... Agarré al teniente por un tupé muy empinadico que gastaba, y asegurándole de modo que no podía moverse, le disparé mi pistola en la sien derecha... El tiro salió por la sien izquierda... La Fabiana voló chillando, y no he vuelto a verla... ni me ocupé más de esa trotera putativa, que quedó bien castigada, con cien mil pares de cojilondrios...».

Una ráfaga de frío corrió por todo mi cuerpo al oír el trágico suceso del Cura, y al figurarme la escena bárbara y breve que con terrible concisión me contaba. Díjele que difícilmente podía Nuestra Señora perdonarle tan brutal homicidio; pero él, que de copa   —223→   en copa iba cayendo en un estado, no diré de embriaguez, pero sí de alegría voluble, dispersión juguetona de sus pensamientos, no hizo caso de mis severas palabras, y me invitó a secundarle en la empinación del codo. Resistime yo a ello, y él entonces con hipérboles de cariño, entremezclando los acentos de alegría con acentos llorones, me dijo: «Confusio mío, sigue mi consejo y toma las órdenes, sin cuidarte de lo que ahora o después te digan en contra del estado religioso tus nervios y tu sangre... No seas cuerpo sin alma... También ser alma sin cuerpo es mala cosa... Veo la vida como un jardín. Todo lo bueno que Dios hizo en este jardinico es para nosotros... para el hombre todo lo bueno, no para los burros... El burro es el que se priva de lo bueno... Lo mejor entre lo bueno es el amor... y lo más santo, lo divinamente divino. Ríete de los que dicen no a todo lo bueno y sabroso... Yo digo: la serpiente tenía razón... mi señora la serpiente supo lo que se hacía... Adiós, Confusico, vete a Tarragona... dale memorias al Deán, al Obispo y al Archipámpano... y que te echen pronto la sagrada crisma... Adiós, hijo mío, que seas bueno, que metas el dedo en la olla de la miel prohibida... Adiós». Después, su creciente alegría se extremó en un canticio, golpeando la mesa con el vaso, con ritmo de paso doble: «¡Oh, María!, -luz del día, -tú me guía -toda vía...».



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ArribaAbajo- XXIII -

Al día siguiente del suceso, más bien de la sabrosa espontaneidad del buen Arcipreste en el tabernáculo, se precipitó el curso de mi aventura con Donata, hasta llegar al punto que ella y yo deseábamos... En nuestras últimas cartas, y en una breve entrevista que tuvimos, ya después de anochecer, quedó concertado el plan de su evasión y fuga conmigo. No ocultaré que si la proximidad de mi dicha inundaba mi alma de gozo, no me veía libre de algún punzante recelo cuando pasaba por mi mente la imagen de don Juan Ruiz, a quien veía en las formas de su enojo antes que en las de su bondad. Recordaba el caso de fiereza que me había contado en el bodegón, y su poder en toda esta tierra, donde la muchedumbre de sus amigos y adeptos favorecerá sus venganzas. Y aumentaba mi intranquilidad la confusión en que me tiene la persona moral del Arcipreste, cuyo carácter verdadero no he podido penetrar en trato tan corto. En él veo cualidades excelentes, virtudes afeadas por el vicio, barbarie y talento en increíble mezcolanza, y otro revoltijo no menos extraño de orgullo feudal y supersticiones, de crueldad sectaria y democracia piadosa. Sin conocerle a fondo, ¿cómo discernir el sistema de defensa que   —225→   debo emplear contra él?... Confiaba yo en que aportase mi amada nuevos datos para el estudio del personaje, que bien pronto había de ser nuestro mayor enemigo.

Para terminar la parte de mis aventuras fechadas en esta villa de Ulldecona, consigno aquí las resoluciones que adoptamos Donata y yo para la evasión y huida. Yo me despediré de don Juan a las diez de la mañana, saliendo con mi equipaje, en dirección a Tortosa y Tarragona, con toda la tranquilidad que simular pueda, y a la mitad del caminito, poco más, en una villa nombrada Santa Bárbara, me detendré, despachando para Tortosa la tartana con mi maleta. Acto seguido me personaré en la casa de un alquilador de coches llamado Manalet, y ajustaré otra tartana, en la cual me volveré a Ulldecona, a punto del anochecer, entreteniendo el tiempo de modo que no llegue aquí hasta las doce de la noche. Al pueblo me aproximaré, rodeando, hasta un sitio que llamanLos Olmos, por la parte del camino de la Cenia, a espaldas de la parroquia y casa rectoral. Allí, junto a unos molinos aceiteros, debo esperar con mi tartana; allí se juntará conmigo Erhimo, digo, Donata.

Tal es la parte mía en el plan; ved ahora la de mi cómplice. Donata, encargada de cerrar el portalón de la huerta, hará todo lo contrario, que es fingir que lo cierra y dejarlo abierto. Se acostará como siempre en el cuartito alto, donde también duerme Toneta.   —226→   Ya cuenta con que ésta la favorecerá con su ayuda y su silencio. Recogerá en un lío toda la ropa que pueda llevar, y a media noche bajará descalza o con alpargatas, llevando para el perro queso y pan con que acallará los ladridos del honrado animal. Ya Sultán la conoce: es su amigo y no ha de hacerle ninguna mala partida en el crítico momento... Arriesgadillo es el complot; pero confío en mi buena estrella y aguardo lo que el destino quiera depararme... Adiós, Ulldecona; adiós, orgulloso Arcipreste, y que en la próxima noche sea pesado tu sueño y ligeras las sandalias de mi amante odalisca... Punto final. A ti me encomiendo, Beramendi amigo, para quien son estos desaliñados renglones.

Tortosa,Abril.- Entiendo que los divinos ángeles y San Antonio bendito, protector de los enamorados, se pusieron de nuestra parte en aquella memorable noche, porque todo el plan presupuesto quedó cumplido sin la más leve contrariedad. ¡Jesús mío, qué suerte! A la media hora de estar yo en la espera de Los Olmos con la ansiedad que puede suponerse, vi que de la obscuridad se destacaba un bulto, cargado con otro bulto menor, o lío de ropa. El corazón, antes que la vista, me dijo que era Donata. No hallo términos con que pintar mi alegría, y la priesa con que introduje a mi fugitiva en la tartana, y di al tartanero las órdenes de salir a escape. Comprenderéis, oh insignes   —227→   Marqueses, Mecenas míos, que los primeros instantes de nuestra viajata fueron consagrados a la celebración del santo suceso, la divina libertad lograda con manifiesto auxilio del Cielo, y que el himno de júbilo y las felicitaciones consiguientes se confundían con amorosas ternezas, y con las caricias que a mi audacia consintieron la timidez y encogimiento de Donata. Luego se recogió ella en su piedad, rogándome que le permitiese rezar el rosario, a lo que no pude oponerme, por más que ni el rosario ni ninguna otra forma de devoción estaban en mi programa. Hícele mil preguntas, a las que contestó que, no creyéndose segura hasta pasar de Santa Bárbara, convenía que nos encomendáramos a Dios, dejando para las horas de tranquilidad las explicaciones y comentarios de lo que atrás quedaba y de lo que teníamos camino adelante. Hube de acompañarla en la enfadosa recitación del rosario, y en verdad, poco me importaba esta corta interrupción de nuestra dicha, teniendo ya en mi poder a la bella Erhimo, sacada por mi astucia del harem de don Juan Ruiz.

Antes de amanecer, pasado ya el lugar de Santa Bárbara, vi a mi Erhimo repuesta de su ansiedad y susto. Quise que satisficiera mi curiosidad en algunos hechos observados y nunca comprendidos durante mi residencia en Ulldecona, y empezó por aclararme el enigma de aquel misterioso casón de puerta heráldica, y del berrinche que allí   —228→   había cogido el Arcipreste, el día de la voladura de los platos.

«Te habló de una vieja cócora y pleitista -me dijo Donata-, para desorientarte. En aquella casa están escondidos el Rey y su hermano. Nadie lo sabe. Yo y algunas de nosotras lo sabemos. En la casa vive una señora anciana, rica, noble, y no partidaria de la Causa. Mi tía es criada de la señora, que se llama doña Tiburcia... Él ha querido que don Juan se lance al campo con su gente; don Juan no estaba por eso. Insistió el Rey con malos modos, y de ahí vino el sofoco del Cura y la furia que desahogó en casa con nosotras... Una cosa te pido, Juan, y es que al llegar a Tortosa, a nadie hables del pueblo y casa en que están escondidos el Rey y Príncipe; que no debemos meternos a delatores».

Pareciome muy atinado y prudente este propósito de discreción, y allá se entendiera el Gobierno con aquel Rey de pega, que no sabía por dónde salir del pantano. Luego me informó Donata de algo muy interesante, que hasta entonces era otro enigma para mí. En Tortosa nos aposentaríamos en la casa de una prima suya, llamada Polonia, con quien sostiene relaciones de amistad cariñosa. Se criaron juntas, se quieren como hermanas. Viuda de un zapador, Polonia vive del corto rendimiento de una modesta casa de pupilos, puesta bajo los auspicios de la guarnición de la plaza: son sus huéspedes un capitán, el Músico mayor y uno o   —229→   dos (en esto no estaba muy segura Donata) capellanes castrenses. Ya había escrito a Polonia notificándole su resolución de abandonar, por el procedimiento de la fuga, pues no había otro, la casa y el nada honroso patronato del Arcipreste. Segura estaba de ser bien acogida, y de que en casa de su prima podríamos trazar sosegadamente nuestros planes del porvenir. A mi recelo de que en aquel refugio nos alcanzase la persecución del celoso don Juan, opuso Donata esta afirmación tranquilizadora: «No temas, Confusio. No va el Arcipreste a Tortosa ni atado. Allí son pocos sus amigos, muchos sus enemigos, y hay unos cuantos que se la tienen jurada». Esto me dio un buen pie para pedir a Donata su opinión del carácter de don Juan. ¿Qué pensar de tal hombre? ¿Es bueno, es malo, o un plexo intrincado de cualidades recomendables y perversas?

«Es bueno -dijo la guapa moza-; todo lo bueno que puede ser el que no vive como es debido. La mala es Olegaria... envidiosa, egoísta, y además tan torcida y dañada de religión, que si se va a mirar, en nada cree: si no es atea, le falta poco... Piensa y dice cosas que hacen estremecer al Santísimo en su altar... Y no has visto otra más ambiciosa: todo lo quiere para sí... Te roba las estampicas, los pañuelos, las agujas y dedales, y hasta un bollo que tengas guardado para tu merienda... ¿Y golosa?... más que una gata. ¿Y acusona?... un horror. Ella es la que con sus chismes y cuentilorios trae revuelta   —230→   a toda la familia». Bien claro me decía Donata que sus antipatías se concentraban en la rubia. Los motivos Dios los sabrá... Quedábame yo en el Limbo de mis dudas respecto al tipo moral del Arcipreste; y por más que reiteré mis preguntas, no pude obtener de Donata más que confusiones semejantes a las mías. «En conciencia -me dijo-, no puedo responderte como tú deseas. ¿Es bueno, es malo? Yo, pobre mujer sin mundo, no puedo darte sentencia fija sobre un hombre como ése, tan raro en sus sentires, en sus pensares y en sus entenderes. Como bueno, bueno, no es, digo yo, pues siempre está faltando, Juanico, faltando a lo que manda Dios, y haciendo faltar a los demás... Como malo, malo, no es tampoco, porque a lo mejor te saca unos arranques de hombre bueno que te dejan pasmado. Así es que no sé, no sé... Tú, que eres sabio, sabrás esto de que un hombre pueda ser malo y ser bueno... y de que haya bondades malas y maldades buenas...».

Camino adelante, repetíamos de vez en cuando las tiernísimas expresiones de nuestro afecto, al rodar trompicoso de la tartana; nuestra conversación se iniciaba con cualquier asunto, y siempre, sin saber cómo, derivaba hacia la familia, casa y asuntos del Arcipreste. Por esta razón me enteré de interesantes particularidades, que quiero consignar sin demora para satisfacción de mi amigo Beramendi, y de los ociosos que en edad próxima o lejana leyeren estas   —231→   deshilvanadas aventuras. Pues, según las referencias de Donata, son muy variadas la procedencia, categoría y funciones de cada cabeza de ganado en la femenina grey del buen Hondón. Mujeres hubo allí que debieron al amor su ingreso en el hogar; mas esto no era lo común; mujeres hubo que entraron simplemente a servir; otras que eran hijas de antiguas servidoras; otras que llegaron inopinadamente sin más razón que la caridad del Arcipreste, gran amparador de huérfanas, y aliviador de viudas ahogadas, y de familias venidas a menos. No todas las muchachas que entraron con este carácter, dando a la casa vislumbres de hospicio, incurrieron en debilidad de amor con el Cura. Hubo casos rarísimos: feas que pecaron, y hermosas que salieron tan puras como habían entrado.

Comprendía Donata en la síntesis de familia a las que yo designaba, por su edad, en las dos clases de amas y sobrinas. Y resultaba que eran sobrinas algunas que yo tuve por amas, y al contrario; y otras, las más, no tenían nada de sobrinas por razón de parentesco. Por ejemplo, Carmeta, ya madura, era sobrina efectiva, hija de una hermana de don Juan; Toneta, la Dolorosa, era hija de Monsa, una de las más viejas amas, prima hermana de don Juan. Clasificadas por el lenguaje, resultaban los dos grandes grupos, aragonés y catalán, dominando el primero, porque de tierra de Teruel solían mandarle al poderoso Arcipreste   —232→   remesas de lucidas zagalonas para que las amparase y pusiera en la carrera de matrimonio. Olegaria, la pérfida y venenosa rubia, es catalana, y no tiene vínculo de sangre con el patrono, ni con ninguna de sus amas o amadas de diferente edad y abolengo: vino al cotarro como de aluvión. Si la costumbre de no despedir a nadie acreditaba el buen corazón del Cura, por otra parte era grave mal, porque la familia crecía desmedidamente, con riesgo de choques y zaragatas. Por último, de sí misma habló Donata muy poco, y aún ignoraba yo totalmente su origen, el cómo y cuándo entró en la familia, y otros mil pormenores y circunstancias que eran sin duda de grande interés. A mis insinuaciones pidiéndole estas para mí preciosas noticias, se anticipó así: «No te impacientes, Juanico, que tiempo tenemos de hablar de todo, y de que yo te cuente lo que es fácil de decir y lo que no se dice sin trabajo y pena».

Nuestro viaje se acortaba por momentos, y a las primeras luces del día vimos un paisaje en que Donata reconoció las inmediaciones de Tortosa. Ya estaba cerca la caudalosa corriente del Ebro; ya se veían los cerros que circundan la histórica ciudad; ya llegábamos a nuestro refugio, y empalmábamos el fin de una vida con los comienzos de otra, que habrá de ser felicísima... Estimulados ambos por la frescura de la mañana y por el gozo que trae siempre un nuevo día, renovamos nuestro juramento de amor,   —233→   y sellamos el pacto con arrebatadas ternezas. Libertad dijimos al salir de Ulldecona; voluntaria esclavitud proclamamos al enfilar el puente de barcas para entrar en la venturosa ciudad, que a Donata y a mí nos pareció la más bella y alegre del mundo... como que fue espejo en que nuestra felicidad se reproducía.

Y a medida que nos internábamos en la población, dejado el suplicio de la tartana, mayor alegría sentimos. Hízome admirar Donata la diligencia con que acudían los hombres a sus varias industrias y trabajos, la belleza y lozanía de las mujeres, la no menos opulenta hermosura de los frutos del suelo, que en el mercado acreditan la feracidad del vergel circundante... Estas impresiones, y el cielo azul, la luz vivísima que hacía sonreír a todas las cosas, y el caudal majestuoso del Ebro, penetraban en mí con las formas de amor, de esperanza.

Pensó Donata que antes de entrar en la que había de ser nuestra casa, situada en lo que llaman el Rastro, debíamos ir a la Catedral a dar gracias a Dios y a pedir a la Virgen de la Cinta que nos amparase en la vida nueva que emprendíamos. Me pareció muy bien. A la santa iglesia nos fuimos, la cual por fuera es de un greco-romano mazacote y pedantesco, interiormente bella, mística, ornada de primores artísticos y de ingenuas fruslerías costosas, que mueven a la devoción. La Virgen de la Cinta, ante cuya majestad estuvimos arrodillados largo rato,   —234→   es linda, consoladora, de expresión divinamente afable. Ninguna imagen he visto que me haya cautivado tanto como ésta, ninguna que tan bien sintetice en su rostro la dulzura y la gracia... Nunca vi manos tan puras como las que muestran la milagrosa Cinta, ni cabeza en cuyo contorno brille con tan celestial resplandor la corona de estrellas.

Trabajillo me costó sacar a mi amada de la espléndida capilla. Por su gusto se hubiera estado allí todo el día reza que reza, sin acordarse de que hemos de alimentar nuestros cuerpos desmayados del insomnio. Salimos, y por calles para mí desconocidas, risueñas, animadas del hormigueo alegre de la vida tortosina, nos fuimos a la casa de Polonia, quien nos recibió poco menos que con palio; tan satisfecha estaba de tenernos en su compañía. Mi primera diligencia, después de tomar chocolate con lucido acompañamiento de tiernos bollos, fue salir a recoger mi maleta, y a despachar al tartanero de Ulldecona, breve ocupación en que me guió el asistente de uno de los pupilos de Polonia... Ésta nos instaló en lo más alto de su vivienda, donde estaríamos, según dijo, algo estrechitos, pero con preciosa independencia, aislados del bullicio de la casa. A mi odalisca y a mí nos agradó el aislamiento, y no nos molestó la estrechez, porque así estábamos más juntos el uno del otro. Mi querencia de las comparaciones me hizo ver en el palomar alto y recogido una reproducción   —235→   fiel de aquel otro en que anidé con la blanca Yohar, por arte y gracia de Mazaltob y Simi...

Permitidme, oh nobles Marqueses, que guarde en mi mente y en mi corazón, apartadas del descaro de las cosas escritas, la tarde de amor... la noche de intenso descanso, de un dormir hondo y dulce...




ArribaAbajo- XXIV -

Acordaron Donata y Polonia que comeríamos en la cocina, pues aunque somos huéspedes, nos consideramos de la familia. Este apartamiento fue muy de mi gusto, y no porque nos molestaran los pupilos; al contrario, en ellos encontramos afabilidad y cortesía. El Músico es un ángel; el Capitán un aragonés de lo más corriente y francote que he visto en mi vida; el Castrense (no son ya dos, sino uno) un señor picoteado de viruelas, de mediana edad, un poco duro de semblante, pero sencillo y cariñoso en su trato, persona excelente, si no me engañaba el primer vistazo. Observo con gusto que mi Donata se afana desde hoy por ayudar a su prima en los trajines domésticos. En la cocina están las dos tan entretenidas, que da gusto verlas. Otra observación fugaz: Polonia es guapa, frescachona; pero no llega ni con mucho a la clásica belleza hispano-árabe de Donata-Erhimo.

  —236→  

Un día más, y sigo observando. El Capellán consagra diariamente un mediano rato al arreglo de las cuentas de Polonia. En un librito le va poniendo el gasto, sin omitir lo más insignificante y menudo, y por otro lado van los ingresos. Gracias a don Jesús Portela (que así se llama) la simpática patrona lleva sus negocios con admirable claridad y limpieza. No podrán decir lo propio las innumerables pupileras esparcidas por el ancho mundo. Mi dominante espíritu de comparación háceme pensar en Lucila y en el novio administrativo que le ha salido para enderezar su existencia hacia las ordenadas esferas de la Economía Política y Privada... Otra cosa: no sé de dónde habrá sacado mi buen Capellán que yo soy un gran teólogo, y que cuando llegue a Tarragona saldrá el Arzobispo a recibirme como a un enviado del Papa, o poco menos. Esta idea del buen Portela, me le pinta como un administrativo forrado de inocencia paradisíaca.

Sigo observando y enterándome de todo: el Capitán se empeña en llevarme a ver el Castillo, que desarrolla su imponente grandeza en los altos de la ciudad. Me dejo llevar y querer, y en los baluartes, oficiales de distintas armas se nos unen... Me cuentan el suceso de la Rápita, que aún no ha dejado de ser aquí la diaria comidilla de todas las bocas. ¿De qué se ha de hablar más que de la calaverada orteguista, del estúpido desenlace de aquel drama político, el peor   —237→   aderezado y compuesto que nos ofrece nuestra Historia, primer teatro del mundo en sediciones y pronunciamientos?

Reproduzco una noticia breve, fugaz nota recogida de un testigo presencial, Teniente del Provincial de Tarragona: «Salimos de San Carlos. Ignorábamos a dónde se nos llevaba. Esto fue el día 2. Hasta entonces nada sospechábamos, o por mejor decir, ninguno de nosotros sacaba del corazón su vaga sospecha... Habíamos visto dos tartanas que iban delante de las tropas a regular distancia. Cuando el General a ellas se acercaba, se descubría con todo respeto y reverencia... Ya empezaba a correr un cierto run-run de boca en boca. Llegamos a un sitio llamado Coll de Creu, donde se hizo alto para comer... Formamos pabellones, y los soldados se quitaron las mochilas. En la vanguardia se sirvió la comida al General y a cinco o seis personas más, debajo de unos árboles... Yo no puedo referir lo que pasó... sólo diré que en nuestro batallón corrió de punta a punta una ráfaga de luz, de inspiración; nos pusimos todos en pie, abandonando las raciones; sonó toque de llamada; los soldados echaron mano a las mochilas. Nuestro Teniente Coronel nos habló a gritos: '¡Hijos, vamos vendidos!... ¡Viva Isabel II!' Yo no sé lo que pasó, vuelvo a decir. Sé que algunos soldados señalaban una nube de polvo en que iba Ortega con cuatro más, a galope tendido. Desaparecieron... Los del Provincial de Lérida nos contaron luego que a   —238→   los desconocidos caballeros de la tartana les cogió el pánico cuando estaban comiéndose un pavo que llevaban entre papeles. Cada uno de ellos se arregló como pudo con un alón o pata, y comiendo iban cuando arreó disparada la tartana, y se perdió también en nube de polvo».

No se abren aquí las bocas más que para decir algo del desgraciado Ortega. Los que no hablan de su insensato alzamiento, hablan de su captura. A Ortega encontramos en la sopa y en la escudella; Ortega sale a relucir en toda charla de paseantes; Ortega, en la sala y en la cocina. En la de Polonia estábamos cuando entró a encender un cigarrillo en las brasas del fogón el castrense don Jesús Portela, y nos contó cómo había sido capturado el General en su fuga... Tan ciegos estaban él y sus compañeros de locura, que en vez de correrse a la costa en busca de un falucho que les llevara mares adentro, se metieron en el corazón de España. No podían desechar la ilusión de que el país se sublevaba por la Causa. Soñaban con el levantamiento general, con Madrid convertido a la fe montemolinista. Siguiendo este fantasma, se internaban de pueblo en pueblo, camino de su perdición. El hijo del conde de Sobradiel, ayudante de Ortega, era un valiente soñador que creía encontrar en cada pueblo lo que no encontraron en Tortosa... Todo su afán era llegar a Alcoriza, donde contaban con fantásticos auxilios del Barón de la Linde... Pero en   —239→   Calanda se acabaron las ilusiones: los fugitivos chocaron con un alcalde que los reconoció y los puso debajo del recaudo de la Guardia civil... Todo esto nos refirió el Capellán, que acabó abominando del carlismo como ciudadano consecuente que milita en la Unión liberal, y debe su posición a Posada Herrera.

Pasa otro día, y se ensancha la esfera de mis amistades. Conozco y trato a sinnúmero de oficiales de la guarnición y de los batallones que en mal hora trajo de Baleares Ortega. Éste no tiene la cabeza buena, en concepto de muchos, y sólo así se explican sus inauditas rarezas y actos extravagantes. En Palma, cuando preparaba la desatinada expedición, iba de taller en taller, vestido de paisano, con botas, vigilando la compostura del armamento... Pues al traerle prisionero desde Calanda a Tortosa, los que le custodiaban sufrieron acerbas quejas y reproches del desgraciado General, irritado de las incomodidades inherentes a su triste situación. Pedía lo que no podían darle, y reclamaba lo que en aquellos míseros pueblos no existía. Es hombre de hábitos elegantes, hecho a los refinamientos del tocador. Le desesperaba el no poder mudarse de ropa. En Alcañiz pidió un traje negro de pana, y no hubo más remedio que hacérselo en breve tiempo. Vestir de negro, con botas altas de charol, guantes color lila, era un atavío muy del gusto de aquel hombre, a quien la conciencia de su buena figura y porte, y   —240→   los éxitos sociales, inclinaban a la presunción.

Temiendo un arrebato de locura o despecho, los guardianes del General no le permitían afeitarse, con lo que movían mayores arrebatos de la presunción. La idea de estar feo y poco galán sacaba de quicio al hombre tanto como le irritaba su fracaso militar y político. Pero aún hubo de ser más vivo el enojo del pobre Ortega cuando se le sirvió la comida sin cuchillos ni tenedores, que esto es de rigor tratándose de presos en quienes se supone con fundamento la demencia suicida. La porquería de comer con los dedos le sublevaba; ponía el grito en el cielo; clamaba contra sus verdugos; protestaba de su buena intención patriótica en la empresa frustrada, y decía: «Yo haré saber a la Europa este bárbaro tratamiento que se da a un General español, por el hecho de querer traer a su patria la paz definitiva. Yo no soy carlista, no soy absolutista... quiero la fusión de las dos ramas, deseo ardiente de todo español honrado... Yo defiendo la causa fusionista, y por ella moriré, si así lo quieren mis enemigos».

¡Infeliz hombre! Mimado de la sociedad y favorecido de las damas, su buena figura y sus relaciones no habían tenido poca parte en los fáciles adelantos de su carrera militar. Era un caso del señoritismoendiosado, que desvanecido con los triunfos sociales, acaba por creerse un derecho y una fuerza. Fuerza ilusoria es, bomba de vidrio, fundida   —241→   en salones y tertulias, y que al salir disparada de estas esferas, se estrella en mil cascos contra el primer muro que encuentra. ¿Verdad, amigo Beramendi, que Ortega no es más que una víctima del señoritismo, y que éste debe ser atado con cintas de seda para que nunca intente salir de los dorados espacios de la frivolidad al campo de la acción?

El risueño vecindario de Tortosa se entristece con la visión del próximo suplicio de Ortega. Empezó creyéndole criminal, y al fin le tiene por más merecedor del manicomio que del patíbulo. La execración y burlas injuriosas de los primeros días derivan rápidamente hacia la compasión. Dulce, Capitán General de Cataluña, ha llegado a Tortosa reventando de inflexibilidad. O'Donnell, desde África, ha dicho que no hay perdón, y en Madrid, el blanco corazón de Isabel se pone frenos para no dar lugar a la clemencia... Cuando nos aseguró el Capitán que el fallo cruel es inevitable, Donata y yo caímos en gran tristeza. Ortega no nos había hecho ningún daño. Dicen que el daño grande lo ha hecho al país; pero este perjuicio, si es cierto, se reparte por igual entre todos los españoles, y la porción que a nosotros nos toca es inapreciable por su pequeñez. Donata me dijo: «Vámonos a rezar a Nuestra Señora de la Cinta para pedirle que haga lo que no quieren hacer Dulce en Tortosa, O'Donnell en África y la Isabel en Madrid». Y yo, que cada día me siento más sumiso   —242→   a la bella Erhimo, digo, Donata, le respondí: «Recemos a la Virgen para que entre la sentencia y el pecho de Ortega interponga su Cinta milagrosa».

En la capilla de la Virgen pasamos la tarde. Luego fuimos de paseo hacia la puerta del Temple y el Astillero, y en nuestra conversación, divagando lentamente, sentados al fin en un recuesto donde contemplábamos la majestuosa corriente del río, surgió un pequeñísimo punto de discordia que me ha hecho cavilar más de lo que yo quisiera. Ello fue que, en el ardimiento de mi pasión, me arranqué a declarar que es broma todo lo que he dicho de cantar misa, y que mi verdadera vocación es el vivir laico en la turbulenta lucha del mundo. En mi amada noté algo como desvanecimiento súbito de una ilusión. Largo rato permaneció callada y seria, mirando las aguas del Ebro. Comprendí que mi sinceridad no fue de su gusto. Lo que a mí me parecía muy natural, perturbaba sus ideas. Vi ante mí, o entre mi persona y Donata, un mundo extraño y anormal, que nunca pensé pudiera existir. La idea laica, con su natural secuencia de matrimonio y vida regular, no era de su gusto. ¡Monstruoso fenómeno de psicología artificial, obra de las direcciones equivocadas de la existencia!...

Emprendimos el regreso con cierta esquivez el uno del otro, y sólo hablamos de cosas insignificantes. La tristeza que el incidente descrito me produjo, se desvaneció por   —243→   la noche viendo a mi Donata como siempre amorosa, quizás más que de ordinario, cual si quisiera desagraviarme. Por último, se franqueó del modo más lisonjero para mí, diciéndome: «Confusio mío, dejo aparte mis gustos en lo tocante a tu carrera. Seas tú lo que fueres, y cantes misa o dejes de cantarla, yo a ti pertenezco para toda la vida, porque tú has querido tomarme, y yo darme a ti con entera voluntad. Más te quiero cada día, y tan enamorada estoy de ti y tan cautivada de tus prendas, que si me faltara tu cariño, me faltaría también la vida». Con ardientes caricias pagué el regocijo intenso que me dio esta declaración, y ella la corroboró con nuevas ternezas, terminando nuestro nuevo pacto de amor en el alto aposento recogidito.

Repitió Donata al siguiente día sus oraciones a la Virgen de la Cinta para que se apiadase de Ortega, trayéndole el indulto, ya que ablandar no podía la dureza del Consejo. Éste fue de los que llaman ordinarios, y de él formaba parte mi compañero de vivienda, el capitán Albuerne, quien me contó que el pobre reo había protestado airadamente de no ser juzgado por un Consejo de Generales, como por su calidad le correspondía. Habló Ortega cuanto quiso, y leyó un escrito largo ante el adusto Tribunal; mas no pudo obtener clemencia, y fue condenado a morir, tremendo fallo que espeluzna. Dicen que esto es necesario para que subsista en su inmaculada doncellez la Disciplina   —244→   Militar, y en ello convendríamos todos si no supiéramos que ya está bien violada de innumerables seductores, aunque se guarda como un dogma el convencionalismo de que substancialmente convivan la violación y la virginidad.

Despojado de la dignidad militar, Ortega no dejó de ser elegante en el mayor aprieto de su vida y en los preparativos para su muerte, y encargó un traje negro de paisano, según su particular gusto, bien ajustado, con botas altas, y capa corta, que airosamente llevaba. Preso en el Castillo, era el galán peripuesto, que se desvivía por que su presencia y figura fueran admiradas de cuantos pudiesen verlas. Ante el Tribunal como ante el público, su tribulación se aliviaba revistiéndola de cierta elegancia melancólica. Su romanticismo no le abandonó un instante. Después de sentenciado, soñaba con la evasión, con el indulto, emanado del tierno corazón de Isabel; confiaba en las vehementes gestiones de la Montijo y de su hija la Emperatriz Eugenia. Hacia estas empingorotadas damas volvía mentalmente sus ojos, paseándose en la prisión con su capita terciada, en gallardas actitudes.

Una noche más... El castrense, vestido de hábitos, lo que fue para mí una transfiguración de su persona, me propuso llevarme a ver a Ortega en la capilla. No quise acompañarle. Las barbaries de la ley me llenan de frío el corazón, incapacitándolo para execrar las de los malhechores.



  —245→  

ArribaAbajo- XXV -

Acompañé a Donata a la Santa Catedral. Quería mi pobre odalisca apurar su piedad y sus oraciones para mover a la Virgen a un acto generoso por las vías comunes, o por la vía del milagro si necesario fuese... Disparatada fue, según Donata, la conducta de Ortega; pero ¿cómo dudar que en sus propósitos estaba el defender la religión? La Causa últimamente abrazada por el infeliz General, no sólo predica las buenas leyes, sino el reinado de la fe. Pues bien merecía Ortega que se le mirara como soldado de Dios, salvándole de una muerte ignominiosa.

En estas reflexiones y en el afán de sus rezos la dejé, porque me esperaba don Higinio, el Músico Mayor, con quien quedé citado en el café para irnos a ver la ejecución. Es el prototipo de la franqueza angelical, un hombre de esos que llamamos todo corazón, mejor será decirtodo nervios, porque no he visto otro más vivo, más cambiante y movedizo en sus sensaciones, ni que mejor traduzca su temperamento en un lenguaje que musicalmente puedo expresar con la notación de presto agitato. Por la mañana me contó que había visitado a Ortega en la capilla, hablando con él un ratito. ¡Qué mal rato pasó! Aunque se tiene por hombre de   —246→   fibra, capaz de resistir las más patéticas impresiones, no pudo eximirse de la pena del caso, ni disimularla frente al reo. Éste, presumido y bien compuesto de rostro hasta en los trances últimos de su vida, se mostraba ante los curiosos sereno y grave, con una melancolía de buen tono. Había escrito a su mujer una carta afectuosa; se había despedido de sus amigos y cómplices, Elío y Cavero, y hablando del suplicio próximo, trazaba un programa de él, comparándose con el bravo don Diego León, de cuyo heroísmo ante la muerte quería ser imitador fiel. Como expresara su propósito de mandar el fuego, el cura que le asistía le arguyó que es más cristiano el valor callado que el jactancioso. Así pudo quitarle de la cabeza lo de dar las voces de ¡apunten, fuego!, que revela el apego a las vanidades terrestres en el momento de cambiarlas por la eternidad gloriosa.

Todo esto lo contó el Director de la banda a un su amigo que le acompañaba y a mí. Era el amigo un hombrachón espigado, fuerte, como de treinta años largos, con trazas de marino, por su traje azul y lo curtido del rostro. ¿De qué habíamos de hablar sino de Ortega y de su trágico fin? Como algo dijera yo de la descabellada expedición, el desconocido me informó de que él había venido de Palma con el General rebelde. «¿Es usted marino de guerra?» le pregunté. Y él: «No, señor: lo fui. Cinco años estuve en el servicio. Después me metí en lo mercante; pero   —247→   no me amaño al mucho trabajo con poco provecho, y ahora me vuelvo a los barcos del Rey». Nada más me dijo, ni yo a él, porque nos apremiaba lo que era motivo principal de nuestra reunión, y salimos los tres camino de la explanada de Remolíns, donde nos dijeron que dejaría de vivir el General Ortega. La verdad, no iba yo muy a gusto: desconfiaba de mantenerme entero ante tal espectáculo, y la compasión ocupaba en mi alma más espacio que la curiosidad. Pero don Higinio, en quien la energía y animoso temple contrastaban con la pequeñez del cuerpo, se burló de lo que llamaba mi pusilanimidad. Otro tanto hizo el hombre de mar, declarando que conviene presenciar las desdichas ajenas para que no nos cojan de nuevo las propias, y que cuando sepamos que arden las barbas del vecino debemos ir a verlo, para aprender cómo hemos de poner en remojo las nuestras.

Ya estaba la explanada de Remolíns llena de gente cuando llegamos; pero gracias a los codazos y empujones con que se abrió camino en la masa humana el hombre de mar, nos colocamos en sitio donde podíamos ver cómodamente la función. Hubo un momento en que ésta se presentó en mi mente como función trágica de teatro, que nos da la emoción patética y compasiva. Al influjo del arte, llora uno y se aflige; mas todo ello es como si nos pusiéramos máscara de espanto. Debajo están el rostro sereno y la conciencia de que es mentira lo que vemos   —248→   entre telones. Nos retiramos alabando el arte del dramaturgo y el bello fingir de los cómicos... En esta ilusión de tragedia teatral permanecí mientras estuvimos en espera del acto, y la causa de mi error no fue otra que el aspecto del apretado público, y su bullicio de impaciente curiosidad. Bullía y bufaba como una muchedumbre de parada militar, de teatro, de toros...

A la derecha, y a bastante distancia de lo que puedo llamar nuestro palco, había una puerta de fortificación. Por allí salieron tropas a caballo, después tropas a pie: traían al reo, y en el momento de verle, mi teatral ilusión desapareció, sustituida por un sentimiento congojoso de la realidad. La figura vestida de negro, con botas; el hombre elegante y melancólico que yo me representaba en mi mente por lo que de él me contaran, estaba vivo ante mí; y vivo, conducido entre dos clérigos, fue llevado a un sitio frontero a mi palco. La distancia que de él me separaba no era tal que pudiera escapar a mi vista la figura aristocrática, la cabeza hermosa y descubierta, el rostro pálido, el bigote rubio, la blanca frente, que al sol relucía como espejo...

Sentí aflicción hondísima, terror, vértigo, cual si me viera al borde de un abismo negro y sin fondo. Quise huir, mas ya no era posible: la multitud me enclavijaba en su cuerpo macizo. En mi retina se estampó la imagen del reo, calificado de traidor. Lo sería; mas a mí se apareció revestido de todo   —249→   el esplendor de la dignidad... Cuando vi que se apartaban de él los curas; que le dejaban solo, cruzado de brazos, sin vendar los ojos, y que él miraba impávido los fusiles que pronto apuntarían a su pecho, cerré los ojos... No quería yo ver tal ultraje a la Naturaleza. Mi temblor y el temblor de todos anunciaban un cataclismo del mundo moral... Repentino acceso de curiosidad me hizo abrir los ojos. Fue en el mismo instante del tremendo disparar de los fusiles. El cuerpo de Ortega saltó en rápida voltereta. Vi las suelas de sus botas, como si patearan el espacio...

El murmullo de la multitud acarició el cadáver como una onda con gemidos de responso. ¡Oh iniquidad, baldón de la Naturaleza, bofetada y palos en la propia persona de la Divinidad! ¡A las tres de la tarde, en un espléndido día de Abril, cuando el sol alegra los campos, y la tierra fecunda echa de sí para regalo del hombre toda la magnificencia de flores y frutos, la ley nos ofrece su auto siniestro de la Fe jurídica y militar, remedo de los sacrificios idolátricos! ¡Y se llama ley lo que es contrario al sentimiento y a la razón; ley, la violación salvaje del principio cristiano! ¿En qué te diferencias, ley matadora, de los criminales que matan? En que revistes tu crimen de etiquetas y trámites, y en que has sabido cohonestarlo con fórmulas hipócritas de moral falsa y de religión contrahecha. Tan execrable eres tú, perversa ley, como tus auxiliares,   —250→   los hombres trajeados de negro, cuya misión en el patíbulo es comprometer a Dios a que sancione la barbarie llamada pena de muerte... A mi delirio de furiosa protesta puso fin un triste accidente que a mi lado ocurrió. Fue tan viva la congoja del pobre músico don Higinio ante el terrible espectáculo, que todo el artificio de su presumida entereza se vino al suelo, y lanzando un ¡ay! lastimero cayó al suelo con un síncope. Con no poco trabajo lo sacó de entre los pies de la multitud nuestro acompañante el gigantesco marino, y viéndolo sin sentido se lo echó a la pela. Mujeres hubo a quienes pasó lo mismo; mas no encontraron a un atleta que del oleaje tan gallardamente las sacara.

Poco pesaba el Músico mayor... Véase por dónde vinieron a interrumpir la convulsión trágica risas de sainete. Chiquillos vi, y aun mujeres animosas, que hicieron gran fiesta de ver al don Higinio llevado en brazos por el hombracho. Éste reía también, oyéndose llamar San Cristóbal. Avanzando a paso de procesión, pudimos llegar a donde no nos abrasaban los rayos del sol y se aclaraba la espesa multitud. Recobró su sentido el músico, y tan sorprendido como avergonzado, se limpiaba el sudor de su frente calva. «Es muy raro esto que me ha pasado -nos decía-. No vayan ustedes a creer que fue susto: soy hombre de terrible entereza... ¡Pero tengo el estómago más canalla y más perro que ustedes han visto!... Esta mañana   —251→   comí unos muscles que me trajeron de Ampolla, y sobre ellos bebí aguardiente... Ya lo ven: me han hecho daño... Lo peor es que se me va la vista, y me tiemblan las piernas... Horrible ha sido el fusilamiento, ¿verdad, amigos?... Entiendo yo que la pena de muerte es una brutalidad... es un asesinato... También lo es comer muscles y encima aguardiente... verdadero asesinato».

Con menos trastorno exterior, quizás la impresión mía fue más honda y lacerante que la del buen músico. Dejando a éste en casa, me fui a la Catedral en busca de Donata, a quien vi consternada, en un corrillo de clérigos y devotas, condoliéndose de que no hubiese venido el indulto. Bien claramente echó de ver mi amada que el trágico suplicio me había descompuesto. Más que condolido del triste fin de Ortega, me mostré indignado de la hipocresía de las leyes, que sacrifican a un hombre en el ara de la Disciplina Militar, mil veces violada y escarnecida. La traición resultó más ridícula que tremebunda, sin ocasionar muertes. ¿A qué tanto rigor contra un soldado iluso a quien debíamos acusar principalmente de necedad inofensiva? «Ya ves, ya has visto -dije a Donata- de qué te han valido tus rezos, y cuán indiferente es la Divinidad a nuestras miserias y dolores. El General muerto tenía mujer, tenía hijos, que habrán rezado tanto como tú, y con más afligido corazón... ¡Valiente caso les han hecho! Y es que la proyección de la Divinidad sobre   —252→   nosotros en forma de culto, es tan falsa como la otra proyección de la Divinidad en forma de justicia. Todo es mentiroso, todo compuesto para el servicio exclusivo de un grupo de poderosos, que se han alzado con el mundo moral y con el mundo físico... ¡Ay, Donata, repugnancia y miedo me da esta oligarquía, formada con la triple casta de soldados, legistas y curas!... ¡Y dicen que así ha de ser; que no existe mejor sistema; que en la majestad de Dios se apoya este armadijo!... ¡Paciencia! Cantemos las glorias de los que nos esclavizan y atormentan».

Presumo que Donata no entendió mis ideas, expresadas con vaguedad febril... Agarrándose a lo que afirmé de la ineficacia de sus rezos, me dijo: «La Virgen no ha querido salvarle... bien claro está... no ha querido, porque Dios y la Virgen habrán determinado que la Causa tenga mártires».

¡Ay, con qué pena oí este brutal concepto en boca de la mujer tan tiernamente amada! Quizás debí callarme, respetando un error nacido de la propia sencillez y rusticidad de la guapa moza; pero no lo hice, y movido de un ímpetu sectario y de mi locuacidad discursista, solté un sinfín de acusaciones y diatribas contra la Causa y sus príncipes, contra sus caudillos y tropas. Donata me oía consternada, poniéndose ya lívida, ya roja, y haciendo con su linda boca graciosas muequecitas de ira, de burla, de desdén. Sin duda dije mil simplezas, y arrebatado de   —253→   mi propensión a la vana oratoria, endilgué pedanterías hinchadas, de esas que comúnmente no entran en el cerebro de una mujer. No la convencí, no: en la rudeza de sus ideas macizas, recibidas de la tradición, se estrellaban mis razonamientos como la ola en la peña. Díjele al fin que el vivo ejemplo y símbolo de la Causa lo tenía en el que fue su amo y sultán, de cuyo brutal poder habíala yo librado con ayuda de Dios. La monstruosa Causa se personificaba en el monstruo llamado don Juanondón.

Balbuciente salió Donata a la defensa del Arcipreste, del cual dijo que si estaba cargado de faltas, también poseía virtud y mérito grandes. «No, no, Confusio; no seas injusto. Don Juan es valiente, es piadoso... Piedad y valor tiene, según lo requiere la necesidad. Tú no le conoces bien, y hablas como un papagayo que no sabe lo que dice. Que don Juan peque, no significa que deje de servir a Dios cuando es caso de servirle... Y como talento macho, con luces para entender de cuanto hay, ¿quién se iguala con él? Yo digo que donde está don Juan, que se quiten todos... Hombres así debieran ponerse a gobernar la Nación... ¡Qué derechos andarían los españoles con un tío como el Arcipreste!... ¡Bien les sentaría la mano, bien!... y ellos, los muy cuitadicos, agradeciéndolo, Juan, agradeciéndolo».

Me acometió un reír convulsivo... Hablar quise, y de mi boca no salía más que la risa desbordada y frenética. Donata se asustó al   —254→   verme, y cuanto más carantoñas y mimos me hacía para calmarme, más locamente me disparaba yo en aquella infernal risa. Acudió primero Polonia; después el bondadoso Castrense, que además de administrativo tenía sus puntos de médico: en mí vio un fuerte ataque nervioso, y me ordenó cenar todo lo fuerte que pudiese para combatir la debilidad. Negueme a tomar alimento; me hicieron acostar; trajéronme aguas cocidas, infusiones en las cuales echó don Jesús no sé qué polvillos... Lentamente se me sosegó el mal de risa que me sacudía los hipocondrios y me quebrantaba la cintura.

Solo con mi moza, ésta procuraba con blando arrullo y expresiones suaves incitarme al sueño. Yo quería dormir; mas algo había en la estancia que me despabilaba, tentándome al furor y a la risa. Veréis lo que era. Algunos días sacaba Donata de mi maleta las prendas de clérigo, sotana y bonete, que en mi equipaje con socarrona intención pusisteis, ¡oh insignes Beramendi y Tarfe! Estimaba mi odalisca en mucho aquellos negros atavíos; cuidaba de ventilarlos de tiempo en tiempo para que no se picase la tela, y después de cepillarlos con esmero y quitarles el polvo, y arreglar con la aguja algún deterioro que en ellos notase, los guardaba de nuevo respetuosamente. Pues aquella noche estaban colgadas frente a mí las feas vestiduras que debían servirme de disfraz en la farsa de mi viaje. En ellas clavé mis ojos espantados, y cuando Donata   —255→   me incitaba a dormir, yo le dije: «No me deja, no me deja dormir...».

-¿Qué tienes, Juan, qué miras?

-Eso, Donata; eso no me deja dormir. Quítalo y dormiré. Si no te decides a quemar ese horror, esa funda negra, y el nefando gorro de cuatro picos, guárdalos, vida mía, para que yo pueda coger el sueño. Sacerdote quiero ser; pero nunca pondré sobre mi cuerpo ese traje de ajusticiado o de ajusticiante.

Solícita, me libró Donata de la vista de aquellos lúgubres objetos; y hablando de religión, de la misericordia divina, de la redención de nuestros pecados por el arrepentimiento, del amor a todas las criaturas sin distinción de castas, clase ni estado, de lo bueno que es Dios y de la maternal indulgencia de la Santísima Virgen, me quedé dormido como un ángel.




ArribaAbajo- XXVI -

Desperté sosegado y sin ningunas ganas de reír. Sentada junto al lecho, había Donata recostado en éste su cabeza y parecía dormir profundamente. Las ideas que me asaltaron en aquel rato de sedación suave, fueron desconsoladoras. Pensé que me había dejado llevar de la imaginación al encarecer desmedidamente la hermosura de Donata. Aunque es muy propio de poetas sublimar   —256→   el semblante, el color y las líneas corpóreas de la mujer amada, entiendo que hice un derroche abusivo de comparaciones poniendo el cielo en los ojos de la mía, en su boca todas las gracias y en su cuerpo no sé qué ideales paganos de perfectísima gentileza. La miré bien, dormida, y si en efecto, no puedo menos de reconocer que es una linda hembra, también reconozco que hay no poca distancia desde sus atractivos a la perfección de nuestra madre Eva, o a la de las diosas gentílicas, con quienes en mis arrebatos de amor propio la he comparado. Me propuse rectificar en la primera ocasión oportuna aquel juicio mío inflado de hipérboles optimistas, y así lo hago, manifestando a los señores de Beramendi que rebajen un poquito mi poética descripción de la Erhimo aragonesa.

Pues de las observaciones que aquella noche hice ante Donata dormida, pasé a revolver en mi mente recuerdos de lo que ella me había contado días antes referentes a su niñez y crianza. En Alcoriza, tierra de Teruel, nació la que por especiales motivos románticos llamo mi odalisca, y fue su padre el sacristán de la iglesia principal del pueblo. Con sutil discreción, me dijo que el sujeto que ante el mundo se llamaba su padre le tenía ella por tal en concepto putativo, y que el verdadero progenitor era persona de más categoría. A la muerte del sacristán (acaecida cuando Donata no pasaba de los cinco años), quedó su mujer de sacristana,   —257→   porque así lo dispuso el generoso párroco, hombre de opinión y de buena presencia, y en todo lo que no fuera servicio litúrgico de altar desempeñaba la viuda las mismas faenas del difunto. Ved aquí cómo creció la chiquilla en aquella vida sacristanesca. A su madre ayudaba en el barrido de la iglesia y capillas, en alimentar las lámparas de aceite, en lavar las imágenes, y desnudarlas o vestirlas cuando era menester, en disponer los altares para el diario y las funciones mayores. De aquí que estuviera la odalisca tan versada en las cosas del culto y fábrica, y en los ritos de cada festividad.

Así llegó a ser mocita. Me contó que miraba mucho por ella el buen cura, y que la guiaba paternalmente por los caminos de la virtud y de la honestidad, dándole además la instrucción rudimentaria de leer, escribir, y contar un poquito. Por desgracia, al cumplir Donata los diez y ocho abriles, falleció el bendito señor, dejándola sin más amparo que el de la madre; y menos mal que ambas continuaron en el albergue y oficio sacristanil, por tolerancia del nuevo cura. Era éste un bravo mocetón, furibundo carlista, gran cazador, rumboso, jovial. Sin duda no tuvo a la moza por saco de paja, porque quiso estrecharla más en su servicio y compañía, llevándola a la propia vivienda. Luchó la madre contra este propósito del superior jerárquico, y de la lucha vinieron disgustos, y la intervención de otro curita   —258→   joven, de un próximo pueblo. En resolución, la sacristana hubo de poner en salvo de aquellas disputas a su querida hija, y no halló medio mejor que remesarla al señor Arcipreste don Juan, varón de grandísimo crédito y autoridad en aquel territorio. ¿Fue remitida Donata como alumna o pupila de un colegio, o como criatura torcida que necesita de un maestro y corrector que la enderece? Esto no supo decírmelo mi amada. Ya me lo explicaría mejor al proseguir la historia de su vida... ¡triste vida desarrollada en un medio sombrío, sotanesco!

Las reflexiones que me sugirió el ensayo biográficode Donata, reproducido en mi memoria, las contaré cuando Dios quiera. Hoy tengo que reanudar el cuento de aquella noche, diciendo que Donata despertó cuando yo me hallaba en lo más intrincado de mis reflexiones. La pobrecilla mostró un interés muy vivo por mi descanso. Quería que durmiese más, o que en su compañía, charlando de íntimas y dulces cosas, repusiese mi espíritu del susto de la tragedia. Con buen acuerdo, nada me habló de la monstruosa ficción legal política y religiosa que levantaba en mi alma oleaje de terror y de ira. Lo que me dijo fue para mí de gran alivio; en sus palabras vi la expresión fiel del pensamiento. La esclava Erhimo, redimida por mí, puede tener, y tiene sin duda en su mente, todo el mazorral tenebroso que daba de sí la singular crianza que me contó ella misma; pero es buena, hay en su   —259→   alma un fondo de rectitud y ternura, sobre el cual puede fundarse una regeneración espiritual con auxilio del tiempo.

Reproduzco sus expresiones, que creo interesantes: «Mira,Confusio, mientras tú dormías, yo he llorado... he llorado como San Pedro cuando, al oír cantar el gallo, cayó en la cuenta de que había negado a su Maestro. A ti, que eres mi maestro, te he negado yo diciéndote lo que no debía decirte. ¡Ay!, yo no debí defender al Arcipreste, ni meterme en músicas de si la Causa es mejor o peor que otras Causas... Verás por qué estuve yo tan impertinente y tan fuera de lo que soy. En la Catedral me arrimé a un gran corrillo que formaron en la capilla de San Rufo unos señores sacerdotes y media docena de mujeres, o señoras, que todo podían ser, de las que están allí mañana y tarde engolfadas en la santidad. Sea esto santidad verdadera, o turris burris, como dice don Juanondón, ello es que en mi pobre cabeza metieron todo lo que iban diciendo, y cuando me recogiste venía yo trastornadica...».

-Tu principal defecto -le dije- es que el último que llega te hace suya, Donata.

-Pues tenme siempre en tu influencia -respondió besándome las manos-, y si me quieres como yo a ti, Confusio mío, no me dejes ni un momento de tu poder... Yo te pido perdón de lo que pensé y dije, y no quiero ser sino al modo que a ti te plazca... Esclava soy desde que nací, y   —260→   de unos a otros dueños he pasado; ahora soy esclava tuya. No me has comprado con dinero, sino con tu amor, y en el amor tuyo quiero vivir siempre.

Bastaron estas tiernas declaraciones, que del corazón le salían en hermoso torrente, para que yo me calmase de aquel estado de malquerencia y enojo de todas las cosas. A tal estado llegué por el terror de la ejecución de Ortega, que en mi espíritu se desató el fiero pesimismo. Ver morir a un hombre en aquella forma de glacial justicia sin entrañas, era bastante motivo para que se ajaran ante mis ojos todas las formas del mundo que me rodea, entre ellas la misma Donata, cuya belleza rebajé despiadado con cierto furor iconoclasta. Mas lo que a la madrugada me dijo, y el hechizo de su ternura y arrepentimiento, la repusieron en mi adoración, y si no recobró la ideal hermosura de los días románticos, quedó restaurada lo suficiente para ser una hembra muy distante de la vulgaridad.

Por la mañana subió a mi camaranchón el castrense don Jesús. Mis primeras palabras, contestando a su saludo, fueron para suplicarle que no me hablase de la intentona, ni de ningún tema que con la cosa pública tuviera relación. «¡Pues, hijo, no está usted poco incomunicado con el mundo! -me dijo risueño-. ¿De modo que no quiere saber que se ha encontrado la pista del falso Monarca y del falso Príncipe?... Sí... ya saben hasta los perros que Montemolín y   —261→   su hermano están en Ulldecona, muy agazapaditos en un convento de monjas...». No pude sustraerme al interés de estas noticias. Sintiéndome gradualmente animado, me vestí y arreglé para sacudir la tristeza y volver a la vida normal... Poco después estaba yo en la cocina, donde supe por Polonia que don Higinio había convidado a comer a su amigo, el marino atlético, que en brazos lo sacó de las apreturas del gentío momentos después de la ejecución. Ambos estaban en el comedor con el Capitán, éste leyendo periódicos de Madrid, don Higinio haciendo cigarros de papel en una maquinilla.

Allá me fui tratando de dar a mi espíritu algún esparcimiento, y saludé con afecto al marino, deseando mostrarle mi simpatía. Al verle en pie, para corresponder a mi saludo, admiré su arrogante figura y la ruda belleza del rostro en que habían escrito sus rigores el viento y el sol. «Paréceme usted un gladiador de mar -le dije-, y tan lucida y airosa es su facha, señor mío, que le dan a uno ganas de llamarle Neptuno». A mis galanterías dio esta contestación, que me dejó atónito: «No me llamo Neptuno, sino Diego Ansúrez, para servir a ustedes».

Con ardientes expresiones mías estalló la anagnórisis, que así llaman los retóricos al reconocimiento de personajes. Era de los míos. No pude decirle: «¡oh padre, oh hermano!» como es de cajón en las anagnórisis;   —262→   pero le dije: «Soy muy amigo de su padre de usted, Jerónimo Ansúrez... de su hermana Lucila, que es, mejorando lo presente (por allí andaba Polonia trasteando en el aparador), la mujer más guapa del mundo; de su hermano Leoncio, armero habilísimo; de su hermanoRuy, pensionado en Bélgica por el marqués de Beramendi para perfeccionarse en la música, y por fin, conozco y estimo grandemente a su glorioso hermano Gonzalo, que de España se pasó a Marruecos y de Cristo a Mahoma, y hoy es un caballero poderoso llamado El Nasiry».

No menos asombrado que yo, el Ansúrez de mar me pidió con interés febril noticias de todo el familiaje que nombré. De Lucila sabe que ha enviudado y que posee hacienda pingüe; de su padre recibió carta hallándose en Vinaroz en el mes de diciembre último; con Gonzalo no se cartea; pero sabe por Jerónimo que está bueno y vive en grande, con sinfín de mujeres, y valimiento en la corte del Sultán. Dile yo cuenta de mi amistad con El Nasiry, y de lo que es y supone en aquel Imperio, quedando él y los que nos escuchaban maravillados de tan portentosa metamorfosis. Don Higinio, el Capitán y el Castrense mismo, no ocultaban sus ganas de vestirse a lo moro, de hablar el árabe, de tener provisión de hermosos caballos y un rebaño de lindas mujeres sumisas. Buena cosa es la poligamia, matrimonio múltiple sin suegras... Después de responder a las preguntas del celtíbero de   —263→   mar, tocome preguntar a mí, y lo hice pidiéndole informes de su hermano Gil oEgidius, que vaga por estas tierras. Contestome que, gracias a Dios, no anda ya Gil en trotes de bandolero: de otras granjerías vive, no muy honradas que digamos, pero menos expuestas a dar contra la justicia y a tropezar con el presidio.

«Por estos pueblos de la costa andaba con el compañero valenciano que le ha enseñado esa industria -nos dijo-. En Hospitalet nos encontramos un día, y le eché los tiempos...: '¡Ah, tunante, si no te marchas de esta tierra donde te conocen y puedes ser descubierto, yo te haré salir a puñetazos!'. Pasaron a Falset; de allí al Priorato, donde ganaron mucho dinero, según oí, y ahora están hacia Mequinenza sacando todo el jugo a su negocio... Veo que están ustedes llenos de curiosidad por saber en qué negocio trabajan esos pillos, y van a quedar satisfechos sin demora. Mi hermano Gil es agudo como el hambre, vivo como la pólvora, de rostro muy moreno, el labio un poco grueso, los ojos como endrinas. Con un gorro encarnado, unas bragas azules, chaquetón o balandrán con botones de moneditas y adorno dorado, se hace un empaque como el de esos griegos o turcos que vemos en los muelles de Marsella y de Génova. En los puertos levantinos aprendió el valenciano la industria que luego enseñó a Gil, enseñándole también a mascullar la lengua turquesca o tunecina que habla toda la pillería   —264→   marinera del Mediterráneo. ¡Y qué industria se traen los caballeros! Ello es vender cositas piadosas de Tierra Santa, que llevan en un carro grande como una casa, donde viven y hacen su comida, con lo que, a más de darse mucho tono, ahorran el gasto de posada... En cuanto llegan a un lugar, paran el coche en medio de la plaza, y con grandes voces, en catalán o castellano chapurrado, según los pueblos, llaman a la gente, y mi hermano, que tiene gran despejo para sermonear, larga una plática pregonando la santidad y la virtud de la mercancía. Acuden las mujeres como moscas, oyen aquellos disparates, y ya las tienen ustedes trastornadas. La ignorancia, el poco seso y la beatería caen en el garlito; empieza el compra y vende, y antes se cansarán ellos de coger dinero que ellas de dárselo por las baratijas milagrosas... ¡Y que no es floja la tarifa de precios! Las piedrecitas del Monte Sinaí, donde Dios le dio a Moisés las Tablas, se venden al peso, por adarmes, y valen dos, dos y medio, y tres reales: en relicario con cristal, valen seis y ocho reales. Las botellas de agua del Jordán, para lavar los ojos enfermos, u otra parte del cuerpo en algún caso, varían, según el tamaño, de siete a doce reales, y lo mismo los rosarios de huesos de aceitunas del Getsemaní. Las hierbas del mismo huerto son a precios convencionales, y quien las quiera del propio sitio en que posó sus pies y rodillas Nuestro Señor, ya tendrá que pagar un pico. Las que están   —265→   cogidas en el ruedo de aquel sitio sagrado, van valiendo menos, conforme se alarga la distancia; y las llamadas rosas de Jericó, que son al modo de unas escobitas para rociar agua bendita, se pagan caras, pues es cosa que estiman mucho las embarazadas, y mujeres hay tan ciegas de fanatismo, que no paren a gusto si no les dan la rosa... Para el completo engaño de la gente, llevan esos pillos testimoniales de cada cosa: son papeles escritos en arábigo, y traducidos al español por un monje que acredita la procedencia del género, y luego firman y dan fe priores, abades, y hasta cónsules mismamente. Todo es falso; pero tan bien apañado, que la filfa parece verdad: las mujeres enloquecen, los hombres aflojan los cuartos, los curas bendicen, los alcaldes toleran, y los malditísimos charlatanes se van a otro pueblo cargados de dinero, sin más trabajo que ir recogiendo por el camino las piedrecitas del Monte Sinaí».




ArribaAbajo- XXVII -

«¡Si serán listos esos sinvergüenzas, que me han engañado a mí! -exclamó el Capellán, dando un golpe en la mesa-; a mí mismo, señores, que siendo, como soy, católico ferviente, no creo en milagrerías. Ello fue en Gandesa, cuando servía yo en el Provincial de Teruel. Una patrona que allí   —266→   tuve, y cuyo nombre no hace al caso, se emperró en que le llevara la rosa de Jericó: estaba la pobre en meses mayores. Llegaron por allí esos tunantes. Me acuerdo de verles en el pórtico de la iglesia, donde el cura les hacía el artículo, y a todos recomendaba que se proveyesen de aquellas porquerías. Llegué yo a comprar la rosa, porque la patrona no me dejaba vivir. ¡Maldita casualidad! Las rosas se habían concluido; pero me ofrecieron las hojitas del propio lugar en que estuvo el Señor orando... Yo no quería... O rosas, o nada. Pero los mercachifles y el cura mismo me querían hacer tragar las hojitas, diciéndome que la eficacia era tal, que no había parto desgraciado con semejante droga. Total, que caí en la trampa: ¡veinticuatro reales me sacaron por unas hojuelas arrugadas, con las que no se podría hacer un cigarrillo de papel!... ¡Lástima de dinero! La patrona se murió de sobreparto: Dios la tenga en gloria... Meses después, me encontré al cura que había tenido su parte en aquel timo, y le dije: 'Oiga usted, so farsante: tiene usted que darme un duro y una peseta que con su garantía me sacaron los ladrones aquellos de Tierra Santa'. Y él se echó a reír, y convidándome a refrescar, me dijo que a él le habían sacado mucho más, pues por unas botellas de agua del Jordán para curarle los ojos a su sobrina, las cuales valían tres duros, les arreó media onza, y ellos, al darle la vuelta, le encajaron un doblón de a cuatro... más falso   —267→   que Judas... 'Y la sobrina, ¿curó de los ojos?...'. 'Sí, señor, curó... El agua no era falsa: la tengo por legítima del Jordán. Aún me queda un poco: se la ofrezco a usted para curarse ese grano que tiene en la nariz'. Le mandé a la porra, y no le he visto más».

La graciosa historia de los vendedores de santas bagatelas, y el incidente que contó el capellán, nos divirtieron hasta la hora de comer. Tanta simpatía me inspiró el Ansúrez acuático, que por disfrutar de su grata conversación me fui por la tarde al café con don Higinio y el Capitán. Reunidos en amena tertulia, nos contó Diego lances peregrinos de su vida de navegante; luego nos dijo que posee un buen falucho, en el cual saldrá dentro de unos días con carga para distintos puertos de la costa, rindiendo viaje en Cartagena, donde dejará el barco a un compadre suyo, y pedirá reenganche en la Marina de guerra. De lo mucho que habló el hombre de mar, no he podido colegir que sea casado, aunque sin duda lleva mujer consigo. Como yo le manifestara deseos de hacer un viajecito por la costa para ver mundo y esparcir los pensamientos, me invitó a navegar en su compañía de aquí a Cartagena. Si por el momento decliné muy agradecido la invitación, en el curso de la tarde, por inesperados sucesos, me sentí muy inclinado a no rechazar cualquier proporción de viaje que se nos presentara.

Ved lo que ocurría: llegué a mi casa con   —268→   objeto de recoger a Donata para dar un paseo, y a quien primero vi fue a Polonia con una taza en la mano. «Voy a darle a ésa un poco de tila -me dijo-. Se nos ha puesto malucha». Encontré a mi pobre odalisca demudada, llorosa. Con trémula voz me dijo: «¡Ay, mi Confusio, qué ganas tenía de que vinieras! ¿No sabes lo que pasa? Olegaria está en Tortosa: Polonia la ha visto. Ya sabes lo mala que es... Que te cuente Polonia lo que le han dicho... Corre por la plaza el rumor de que el Arcipreste está aquí también, disfrazado de payés... y ha venido... ya puedes suponerlo... A Polonia le han dicho... que te lo cuente... le han dicho que ni tú ni yo nos reiremos de don Juanondón... Yo tengo un miedo horrible... Cuando ésta me dijo que vio a Olegaria en los porches de la plaza, creí morirme... Juanico mío, no me dejes un momento sola... A ti y a mí nos matarán. Lo que te dije: no nos perdonan lo que hemos hecho... ¡Fugarme de su casa!... ¡sacarme tú de su casa!... Polonia, Confusio, escóndanme bien... discurran cómo hemos de escaparnos a lugar más seguro... lejos, lejos...».

Dejando para después el discutir si debíamos o no marcharnos a un lugar más distante de la esfera de acción del Arcipreste, Polonia y yo procuramos expulsar del cerebro de mi aragonesa los pensamientos terroríficos que en él se habían metido. Cuando nos quedamos solos, Donata se estrechó   —269→   más contra mí, oprimiendo mi cuerpo con un abrazo forzudo, y me dijo: «Tuya soy, tuya me hiciste por amor, y a ti me pego, y no habrá quien de ti me separe... ¿Te acuerdas de lo que hablamos en la tartana viniendo de Ulldecona? Tú me preguntabas si el Arcipreste es bueno o es malo, y yo no sabía qué contestarte... Ahora te digo que es malo, o que está en la vena de volverse demonio. ¿No te contó él lo que hizo con el teniente que le quitó a Fabiana? Pues lo mismo querrá hacer contigo... ¡Qué horror! Vámonos, vámonos pronto de aquí... ¿Permitirá la Virgen de la Cinta que ese hombre se vengue de ti por haberme robado y de mí por dejarme robar? No: la Señora no lo permitirá. Yo le diré a la Señora que don Juan no merecía mi constancia... Yo he pecado... él más... él es, como quien dice, monstruo, y su casa... como eso que me contaste de los harenes... ¿no se llaman así?... Te diré una cosa, y también he de decírsela a la Virgen de la Cinta. Don Juan me compró a mí por mil quinientos reales... No te asombres. Es como te lo cuento: mil quinientos reales dio por mí... Mi pobre madre necesitaba la cantidad, porque le habían embargado el huerto de la Diezma, única hacienda que teníamos... Y ello fue porque mi padre dejó una deuda que al principio era de poca cuenta, pero crecía, crecía, año tras año, como una mala hierba que se corta, mas no se arranca. Para librarse de esta trampa empeñó mi madre la Diezma...   —270→   Mi prima Polonia, que vivió con nosotros muchos años en la sacristía de Alcoriza, podrá contarte las fatigas que pasó mi madre. Pidió al rico don Juan que le prestase dinero para el desempeño de la Diezma, y no quiso dárselo. Lo que él decía: 'Estoy harto de hacer beneficios. Saco a estos pobres de la miseria, y en la miseria se vuelven a meter'. Y yo digo: 'No tienen la culpa los pobres, sino la miseria de los pueblos, que es mayor que toda caridad...'. Pues nada: don Juan iba todos los años a Alcoriza, donde tiene tierras muchas... Mi madre le daba matraca, y él que no, que no. Me parece que le oigo... Al fin... el año pasado no, el otro... a poco de salir de allí el Arcipreste para Ulldecona, mi madre, desesperada, discurrió ofrecerme a mí por el dinero. Un arriero, apodadoMañas, fue quien trajo y llevó los recaditos para el arreglo del negocio, y ese Mañas, en el mes de Octubre, no en el último Octubre, sino en el de más atrás, me trajo a mí, y llevó a mi madre los mil quinientos reales...».

La pena y bochorno de estas revelaciones me hicieron enmudecer. Antes que Donata me refiriese su caso, había yo visto que en España tenemos esclavitud mal encubierta de formas legales o de sociales artificios. «¡Y este hombre -prosiguió ella- se atreve a disputar su esclava al que me ha comprado por amor, no por dinero!... También te digo que don Juan no tomaría venganza de ti y de mí si esa perra de Olegaria no le   —271→   pusiera en el disparadero con sus arrumacos... porque él... vuelvo a decírtelo... enteramente malo no es... Tú lo comprendes, Juanico... Dentro de él andan a la greña los ángeles y los demonios».

De esta conversación surgió la idea de aprovechar la oferta de Ansúrez para buscar refugio en pueblo más distante. A la siguiente mañana, anduve en persecución del hombre de mar, sin poder dar con él. Supe al fin, por un posadero de la calle de Tablas Viejas, que había bajado a la villa de Amposta, donde tenía su embarcación. Acompañome el Músico Mayor en las últimas vueltas que di por la ciudad, no cuidando de recatarme, sino de afrontar la presencia del Arcipreste, si acaso con él me topaba. Por cierto que don Higinio, una vez pasada la gran congoja del fusilamiento, se volvió a revestir de falsa entereza, y no hablaba de otra cosa que del suceso trágico. Todo su empeño era presumir de haberlo visto mejor que yo, y poner reparos a la descripción que yo hacía. Según mi amigo, no eran de color lila, sino de color de paja, los guantes que Ortega llevó al cuadro. Me porfiaba que la levita no era negra, sino azul, y la capa, un capote de caballería... Sobre tales pormenores disputamos en la mesa del café, y la intervención y juicios de otros amigos, en vez de aclarar los hechos, más los obscurecían y embrollaban... Y es que estos espectáculos siniestros, iluminados por el relámpago de nuestra curiosidad terrorífica, no   —272→   impresionan con igual forma y colorido la retina de cada espectador. Un soldado del piquete que hizo fuego sobre el General, nos dijo que éste llevaba una casaca roja... ¿Sabéis lo que motivó este error del soldado, haciéndole ver tanto rojo? La cruz de Calatrava que Ortega llevaba en su pecho.

Antes de anochecer, Polonia nos llevó noticias que rectificaban las que habían consternado a la pobre Donata. Muy revuelta estaba Ulldecona con las diligencias que hacía la tropa para encontrar a los Príncipes escondidos. El Brigadier Ballesteros, hombre templado muy atento a su obligación, destituyó al Ayuntamiento, que ha sido el primer amparador de carlistas, y metió mano a todos los cabecillas de aquellos contornos. En el casco de la villa fue registrada la casa del Arcipreste, que escapó antes que entrara la Guardia civil. De las innumerables amas y sobrinas, algunas huyeron con su señor; otras volaron por su cuenta, y alguna se quedó al amparo de los propios guardias, que era lo más seguro. El Arcipreste había ido a parar a la Cenia, según unos; otros creían haberle visto camino de los Alfaques... Tranquilizaron a Donata estas nuevas, pues si eran verídicas, ya no debíamos temer la presencia de don Juan en Tortosa. Mas como ni aun así podíamos estar libres de inquietud, uno y otro, al cabo de mucho charlar de las probables contingencias, resolvimos marcharnos... ¿A dónde? Nuevas dudas. ¿Iríamos a Cartagena en el falucho   —273→   de Ansúrez, o a Tarragona en tartana?... ¿Y por qué no a Madrid? ¿No sería esto lo más seguro? Tan indecisos estábamos, que entres veras y bromas propuse a Donata que lo echáramos a la suerte, y el modo y forma de consultar el Destino fue diferido para la mañana siguiente. Ved ahora, amigos míos y amables lectores, Marqués y Marquesa de Beramendi, la solución que nos dio el Oráculo, bajo la sagrada representación de Virgen de la Cinta.

Levantose Donata muy tempranito, casi al amanecer, y con Polonia se fue a la Catedral. De regreso estaba cuando yo me vestía. Risueña entró en el palomar, y con tiernas caricias me notificó la divina solución de nuestras dudas. Bastaron medias palabras para que yo comprendiera que la Virgen hablado había dentro del corazón de Donata con misterioso lenguaje sólo entendido de la sincera piedad. En resumen: decía la voz del cielo que sin miedo ni vacilación alguna nos embarcáramos en la nave del señor Ansúrez. «Y para que veas,Confusito de mi alma -agregó Donata-, cómo ha correspondido la verdad natural a las voces que hablaron en mi corazón, sabrás que al bajar las gradas de la Catedral, vimos pasar a tres hombres, uno muy alto, vestido de azul. Polonia saltó y dijo: 'Mírale... ése es el amo del falucho. Parece que Dios te le envía'. No me atreví a correr tras él. En cuatro brincos fue Polonia; le paró, hablaron... Le encontrarás toda la mañana en el Astillero...   —274→   Búscale en el tinglado de un calafate nombrado Lleó».

No puedo ocultar que Donata me comunicó su anhelo de huir por mar. También sentía yo en mí la corazonada, las tenues voces íntimas que me aconsejaban lo mismo que la Virgen sugirió a Donata, y esto prueba cuán extenso y variado es el reino de la superstición. Salí en busca del marino; pero no quiso Dios que mis pasos fuesen tan derechos como yo quería, porque al atravesar la Plaza de la Ciudad, sentí tras de mí la voz del Castrense, y antes que me volviera, su mano me cogió del brazo. «Vamos, querido Confusio -me dijo-, vamos a ver con nuestros propios ojos a Carlos VI y a su hermano. ¿Pero qué?... ¿ignora el gran acontecimiento? Anoche les han cogido. Se sabe por un correo que llegó muy temprano. Ya no tardarán en entrar en Tortosa, pues a las dos de la madrugada salieron de Ulldecona. Vamos, amigo, a prisita... no haga el demonio que entren antes de la hora prevista y perdamos esta fiesta. ¡Cuándo veremos otro Rey, aun siendo de papelón y sin ningún derecho a la Corona, digan lo que quieran!...». Me llevó; dejeme llevar hacia la calle del Arsenal, donde está la Comandancia General. A mí, como a don Jesús, se me había despertado la curiosidad vivamente. ¡Carlos VI... un perfil histórico... la encarnación de una idea, tras de la cual corre el caudaloso torrente de la guerra civil! Hay que ver, hay que ver esa cara, dibujada por   —275→   Clío... con un hueso mojado en sangre española.

Ya había gente en la calle del Arsenal, gente en la Barana y en la calle de Pont... Aquí nos encontramos a don Higinio con otros amigos de la tertulia del café. «Higinio -le dijo el Castrense-, ¿cómo no te has traído la banda para darle a tu monarca un golpe de Marcha Real?». Y el Músico chiquitín replicó: «Lo que le daría yo es un golpe de Himno de Riego, y mejor del Trágala... Por de contado, que le fusilarán. Y a ese fusilamiento sí que no falto, aunque mi estómago se me ponga de uñas... ¿Que no le fusilan? ¿Pues qué justicia es ésta, ajo? Al otro pobre cuatro tiros, y a éste, chocolate con mojicón». Por acuerdo razonable de todos, fuimos a situarnos en la puerta de la Comandancia, donde forzosamente había de parar lo que don Higinio llamó el cortejo, y en efecto, a los diez minutos de espera vimos que entraban en la calle cuatro guardias civiles a caballo, detrás una tartana... más guardias civiles, otra tartana... y una escolta pequeña de húsares...

¡Ya estaban aquí! ¡Qué interesante es ver a la Historia apearse de un carricoche, con aire mohíno, y codearse con los simples mortales que no salen de los espacios grises de la vida privada!... De la primera tartana vi bajar a Montemolín, un joven alto, de buena presencia, pálido, con una nube en un ojo, barba que renacía tenuemente después de afeitada, como cerquillo obscuro   —276→   en los bordes del ovalado rostro; vi detrás al hermano, más pálido y ojeroso, menos interesante que el primogénito. Ambos, al entrar en la Comandancia, pasaron rozando conmigo: observé sus gabanes largos llenos de polvo; las hilachas de sus pantalones; la chafadura de los hongos negros de seda, blanqueados del polvo; los cuellos de camisa no mudada en luengos días; el deterioro general de sus ropas; los guantes por cuyos descosidos asomaban los dedos; noté las caras soñolientas, mustias, avergonzadas... ¡Oh, qué historia tan triste! Sentí lástima de la Causa y de sus hombres, que parecían conducidos a un patíbulo sin muerte, o a una muerte histórica sin dignidad.




ArribaAbajo- XVIII -

Apeose el Teniente de la Guardia civil, hermano del Castrense don Jesús, y éste, después del abrazo, le asestó las preguntas que resumían la curiosidad ardiente de los que en el portal estábamos. «¿Le cogisteis en la casa que llaman de Gandalla, a la salida del pueblo? ¿Es cierto que tuvisteis que entrar por el tejado?...». Según nos dijo el Teniente, no habían subido los guardias más arriba de una ventana o balcón, pues el dueño de la casa, Cristóbal Raga, que también venía preso, no quiso abrir la puerta,   —277→   pretextando que se le había perdido la llave. En un aposento alto, muy pobre, y con cortinaje de telarañas, encontraron a Montemolín, a su hermano y a un criado. Se vestían a toda prisa cuando entraron los guardias. Montemolín dijo gravemente su nombre, y la frase: «Estamos a disposición de ustedes...». Les llevamos a nuestro cuartel, donde se les ofreció chocolate: lo tomaron con panecillos, y... ¡hala!, en marcha.

El Mayor de plaza, que había venido en la primera tartana, nos contó que don Carlos Luis es hombre de fino trato. El tonillo de persona Real, benévola y cortés con los inferiores, no se le cae de los labios. Elogió mucho a la Guardia civil, calificándola de admirable cuerpo. En el extranjero se le citaba como el mejor de su índole organizado en Europa... y él no cesaba de poner en las nubes su buen porte, policía, y puntualidad en el cumplimiento del deber. Don Fernando hablaba poco, y sólo se permitía repetir como un eco las opiniones de su hermano... El Cristóbal Raga, que les había dado asilo, era un honrado labrador que procedió con noble y franca generosidad, movido de sentimientos humanitarios. El Arcipreste Ruiz le había dicho: «Guarda a estos señores, que corren peligro», y no necesitó más para darles albergue piadoso. Les guardó cuanto pudo; pero, según cuenta, no cesaba de decirles: «Caballeros, váyanse, que me están comprometiendo». Dulce había ofrecido diez mil duros por los Príncipes.   —278→   Cristóbal Raga no los habría entregado ni por un millón.

La página histórica se desvanecía en la insignificancia. Ya no trataban las autoridades tortosinas más que de proporcionar a los primos de Su Majestad alojamiento decoroso. A toda prisa se arregló la casa del Comandante de Ingenieros para que Sus Altezas se aposentaran como personas de sangre Real. Recobrado el equipaje, que les fue cogido en la fuga, pudieron vestirse de limpio. Lo primero que pidió Montemolín fue que se le permitiera poner un telegrama a su esposa, y al punto le fue concedido. La página histórica terminaba con un recadito a la familia: «Estamos buenos. Se nos trata con la debida consideración».

A medida que se enfriaba en mi espíritu el interés de aquel negocio público, recobraba su calor el asunto propio. Dejé a mis amigos para seguir el camino que me había propuesto al salir de casa, y al llegar a la Puerta del Temple tuve la suerte de encontrarme de manos a boca con Diego Ansúrez, que del Astillero venía con una caterva de menadors,filadors y calafats, la plebe más bulliciosa y maleante de esta ciudad, carpinteros de ribera los unos, los otros fabricantes de cuerdas de cáñamo para la marina. ¿Quién no ha visto en los puertos de mar la interesante obra de torcer el cáñamo, al aire libre, obteniendo los cabos de diferentes gruesos, desde las guindalezas y calabrotes hasta las sutiles drizas para izar banderas?   —279→   Menadors son aquí los que dan vueltas a la rueda,filadors los que con el cáñamo liado a la cintura hilan y tuercen andando hacia atrás. Éstos, y los calafates y careneros, y los manipuladores de filástica, constituyen un gremio característico en todo pueblo de costa; gremio que vive en salvaje independencia, con tanto desahogo de costumbres como de lenguaje. Antes de que yo pudiera decir a Diego Ansúrez lo que me proponía, él y los que le acompañaban me preguntaron con viva impaciencia: «¿Llegaremos a tiempo?».

-¿De qué, señores? ¿A dónde van ustedes?

-A ver el fusilamiento... Nos han dicho que han cogido a los Príncipes.

-Es verdad. Acaban de llegar Sus Altezas.

-¿Pero no fusilan? ¿Qué es esto? -me dijo en catalán, echando fuego por los ojos, uno de los menadors más decididos.

Me reí de la bárbara inocencia de aquellos hombres, tan apartados del sentir general y del flujo de la opinión. Y uno de ellos, que era sin duda el más inocente y el más bárbaro, gritó con desaforadas voces: «¿Pues no son ésos los causantes? ¡Vaya una justicia de porra! ¿Y qué significa el ofrecer diez mil duros por esas cabezas? ¿Para qué quieren esas cabezas si no es para pegarles cuatro tiros, o cien tiros, una vez cogidas?».

-Creímos -gritó otro, ávido de exterminio-   —280→   que con sólo identificar las personas... cuatro tiros... y a paseo.

-¿Pero es verdad que no hay fusilamiento? ¡Nosotros, que veníamos tan alegres a verlos caer patas arriba!

Traduzco lo que querían decir, no la viveza y gracia de la dicción catalana expresando tales atrocidades. Que el que esto lea lo adivine... Al fin, desengañados, viendo por tierra sus justicieras y trágicas ilusiones, siguieron con Ansúrez y conmigo hacia el centro de la ciudad, por si faltaba algún acontecimiento que diera efusión a sus almas inquietas, ardorosas. Lo que vimos no fue, en verdad, muy interesante para ellos; para mí sí, pues me siento encariñado con las decadencias históricas, considerándolas como el completo derribo de una época, que nos permite cimentar en el mismo solar otra más fuerte y vividera. Quizás me equivocaré; quizás la vulgaridad e insignificancia del fin de la famosa intentona no remata la brutal epopeya carlista, sino que es un falso desenlace, como los que en las obras de imaginación sirven para preparar mayores enredos y trapatiestas.

Contaré que después de refrescar con Ansúrez y su gente en un figón próximo al Arsenal, vimos un espectáculo que al pueblo sirvió de diversión, y a mí de grave enseñanza por las razones expuestas... De la Comandancia salieron los serenísimos Príncipes, o si se quiere, el augusto Monarca y su hermano, con los mismos trajes que al   —281→   entrar llevaban, revelando ya reciente cepilladura: los pantalones habían sido remediados de cascarrias, no de los flecos que colgaban por abajo; los hongos de seda ya no tenían polvo, pero los agujeros de los guantes seguían ventilando los dedos. Era lástima muy distinta de las otras lástimas la que inspiraban aquellos señores tan mal trajeados, y que ni con su humildad y cortesía, ni con la distinción de sus maneras, lograban inspirar respeto. A su lado iba el Comandante General hablándoles no sé de qué: debía de ser de algo referente al buen tiempo que disfrutamos. ¿De qué se habla a los Reyes? Y a Reyes y a Príncipes como éstos, que sólo parecen tales por el hecho de que hay ilusos que se dejan matar por ellos, ¿qué se les dice? Comprendí lo comprometido que debía verse el Comandante General para dar conversación a tales prisioneros. Al otro lado iba el conde de la Torre del Español, Alcalde de Tortosa; detrás más militares y dos canónigos de la Catedral... Éstos hablaban entre sí... ¿Qué dirían?

Batidores de este cortejo eran los chiquillos que iban delante, haciendo cabriolas. A un lado y otro, mujeres y hombres del pueblo contemplaban el paso de los hijos de don Carlos María Isidro. ¿Qué pensarían? Tal vez en la mente de todos revivía el trágico fin de Ortega, la figura del caballero que sabe morir por una idea o por un error. ¡Cuánto más hermoso y más grande el aventurero castigado que el falso Rey sin majestad   —282→   y sin corona, pues ni aun la del martirio ha sabido conquistar! El pueblo no pensaba sino que aquel pobre señor y su hermano estaban mal de ropa. Peor estaban de entendimiento... Al fin, gracias a Dios, había concluido el oprobio del escondite. ¡Lo que habrían sufrido, teniendo que dormir en pajares, comiendo porquerías, y sin las satisfacciones que da la etiqueta a los que de ella disfrutan por el lado ancho! Pero ya estaban alojados dignamente; ya iban a ocupar la vivienda que se les había preparado conforme a su rango elevadísimo. Poco tuvieron que andar por las calles: la Comandancia de Ingenieros, donde se les instaló, no estaba lejos.

Nos contaron que nada falta allí de lo que puede hacer grata la existencia de Príncipes trashumantes. Verdad que se tapiaron puertas y se reforzaron ventanas, y se pusieron centinelas en todos los costados del edificio, a fin de garantizar la seguridad de los presos. ¡Escaparse ellos! ¿Para qué? ¿Y a dónde habían de ir que estuvieran mejor? Ya sabían que no se les haría ningún daño, y que la prisión, los cerrojos y guardias, no eran más que aparato regio de comedia para sostenerles en su ilusión de testas coronadas. Cuando vieron la buena casa que tenían, ¡ay!, se llenaron de gozo, y preguntaron si había capilla. ¡Ya lo creo que había capilla! Y si no, ¡ay!, pronto se la habrían improvisado. Pidieron los serenísimos caballeros con gran fervor que se les dijese misa   —283→   todos los días, pues llevaban mucho tiempo privados del consuelo religioso... ¡Pobrecitos! Y como Dios les quiere tanto, por ser Dios primer lema de su bandera, ¿qué menos hacer podía que visitarles a menudo?... El que en pensamiento no les visitaba era Ortega. Oí que ni una sola vez preguntaron por él.

Vista la marcha nada triunfal de los asendereados pretendientes, me bastaron pocas palabras para entenderme con Diego Ansúrez, el cual fue tan expresivo en su alegría por llevarnos, como yo en mi gratitud por favor tan grande. Pero no estaba próximo como yo pensaba el día de la partida, porque la carena del falucho en un playazo de Los Alfaques no había terminado: con esta faena y la de la carga había para una semana. Propúsome luego que nos trasladásemos a Amposta, donde él nos proporcionaría un holgado y no costoso alojamiento... Aún fue más allá su bondad ofreciéndonos una barca bien acondicionada, en la cual podríamos bajar al son de la corriente, paseo delicioso en las noches de luna... Cuando fui a mi casa con estas nuevas y el plan de salida, Donata me conoció en el rostro la alegría que yo llevaba. Poco tardó el contento en pasar de mi corazón al suyo; y en ella se movió y enardeció tanto la voluntad, que toda espera le parecía larga, y se puso a recoger la ropa con idea de partir esta misma noche... En clase de varón prudente, eché frenos a su impaciencia. «¿A qué tanta precipitación?...   —284→   No vamos a apagar ningún fuego... Partiremos mañana».




ArribaAbajo- XXIX -

Amposta, Abril.- Contentos partimos, no sin dejar alguna fibra de nuestros corazones prendida en la bella y hospitalaria Tortosa, en su buena gente, en los leales amigos que allí dejábamos. ¡Qué hermosura de viaje; qué navegación maravillosa por la corriente del ensueño, por un río de plata, bajo un cielo de intenso azul! La luna llena, lámpara rostral, iluminaba y miraba el agua por donde íbamos, y la tierra de una y otra ribera. Su claridad penetraba en nuestras almas, y nuestros ojos requerían los ojos cóncavos del planeta y su boca sin sonrisa. La redonda cara corría ladeada por el cielo, y nosotros, después de mirarla en lo alto, la veíamos abajo, en el cristal sereno y profundo. ¡Oh Ebro, español río, cuán soberano y bello al dejarte caer perezoso con toda la hinchada pompa de tus aguas en los brazos de la mar!

En la primera parte de la expedición íbamos mudos, subyugados de la hermosura que nos rodeaba; luego cada cual empezó a lanzar del alma sus observaciones; cerca ya de Amposta, Donata, más comunicativa que yo, me dijo: «Voy confiada en la protección de la Virgen. Verás cómo no nos pasa nada,   —285→   y salimos tranquilamente de este río para el mar grande, que nos llevará lejos. No me engaño, no, en esta confianza. Aunque mucho he pecado, y pecando estoy siempre, la Virgen me saca de mis tribulaciones. La Virgen no castiga, la Virgen a todos ama, intercede por los pecadores, y perdonándonos nos enseña a ser buenos... La Virgen es la verdadera cristiandad. ¿No lo crees así?».

Respondí afirmativamente, pues no era cosa de ponernos a discutir en medio de las aguas, ni tampoco estoy seguro de que sea un error el giro absolutamente feminista que algunos dan a la idea religiosa. Donata, con más calor de frase, prosiguió así: «He prometido a la Virgen que tú y yo haremos alguna penitencia para ganar méritos que nos alivien del pecado... Yo digo: el que no haya casamiento, porque no puede haberlo, ¿quiere decir que nuestro amor no tenga la indulgencia divina? Éstas son mis dudas».

Y las mías también. Vi que la testarudez de Donata no abandona la idea de que yo me vista las negras ropas. ¡Arcano inmenso de un alma enamorada! Preferí sortear con frases ambiguas este endiablado problema. Y ella: «La Virgen nos dirá lo que debemos hacer... La advocación de la Cinta será siempre para mí, donde quiera que esté, la más venerada, la que más adentro se mete en mi corazón... También adoro la de la Providencia, y aquí en mi pecho llevo en un saquito, como escapulario, las estrellitas milagrosas, que son el juguete de los   —286→   angelicos en el Santuario de Mitan Camí».

Ya conocía yo estas estrellitas de cinco picos, que no son más que fósiles, denominados por la ciencia encrinites. Las tortosinas las veneran como objeto milagroso, y algunas hacen y toman caldo de ellas creyéndolo el más excelente específico tocológico. Millones de estos fósiles diminutos se encuentran en un cerro próximo al santuario de Mitan Camí, llamado también de Cabrera, porque en él tuvo su beneficio, cuando estudiaba para cura, el famosísimo guerrillero. No quise cuestionar con Donata, ni destruir la leyenda del carácter sagrado y milagroso de los encrinites. La dejé seguir en su enumeración de los piadosos objetos que lleva, como preservativos contra el mal, en las aventuras que vamos a correr. «Sabrás también,Confusio mío, que traigo conmigo una rosa de Jericó. Creí que no podría conseguirla; pero Polonia se desvivió por darme gusto, y entre ella y don Jesús convencieron a una señora de las principales de la ciudad para que me cediera la flor... No creas: es legítima, del propio Jericó, que bien probado con escrituras lo traen los vendedores de estas cosas...».

-Sí, sí: no hay duda; legítima será -dije yo lleno de indulgencia ante tales errores, convencido de que es más fácil convencer al Ebro de que se vuelva atrás y se suba hasta Reinosa, que arrancar del cerebro de mi odalisca las nefandas supersticiones que en él se han hecho fósiles. No sé quién dijo que   —287→   nadie entrega sus ideas para que le pongan otras. Lo que llamamos conversión no existe en la realidad; es siempre un engaño del catequizador o del catequizado.

Medianamente instalados en Amposta, aguardábamos tranquilos el día del embarque. Me encantaban, en aquella antesala del delta del Ebro, la amplitud de horizontes, el aire salino, la frescura que enviaba el mar con vigoroso resuello. El terreno bajo, palustre, nos ofrecía por el lado del Naciente la extensa marisma, hibridación pintoresca de la tierra y las aguas... Al ser de día, el paisaje anfibio que en la noche de nuestra llegada apreciamos vagamente a la luz ensoñadora de la luna, se nos reveló en toda su grandeza, no ya iluminado de plata, sino de oro. Al sol, la marisma era más risueña, más rica de color, más hirviente de vidas zoológicas, más reveladora de lo infinito.

Desde el primer día, nos hicimos a una vida placentera, descuidada. Donata encontró amigas sin salir del posadón, y yo, por la amistad de Ansúrez, trabé conocimiento con innumerables personas que vivían del esquilmo de tierra y mar: pescadores, cazadores, explotadores del carrizo y la enea. Se me pasaban los días cazando collverts en los tortuosos canalizos, embarcado en mi chalana con dos o tres amigos, o bien recorriendo a pie descalzo los barrizales, con descanso y merienda en esta o en otra barraca. Alguna vez nos acompañó Donata en la navegación de chalana por los caños salobres,   —288→   o nos íbamos en lancha por el canal grande a comer la sabrosa sopa de raps con los calafates que carenaban el falucho en San Carlos de la Rápita... ¡Qué agradables almuerzos y meriendas, sentados en la arena entre gentes sencillas, oyendo el suave rumor de los besitos que daba el mar a la playa!... Frente por frente veíamos la Punta de la Baña, que resguarda la bahía de Los Alfaques, y detrás la faja azul del Mediterráneo, que nos decía: «Venid a mí, y os llevaré a las partes más bonitas del mundo».

Sorprendionos una mañana la grata visita de don Jesús, el Castrense, que ha venido a pasar un par de días con nosotros. Al punto se agregó a mis expediciones de caza y pesca, pues no hay otro más aficionado a esta clase de ejercicios... Como aquí me siento tan alejado del mundo, no me afectan los cuentos que don Jesús me trae del fin y desenlace de la ortegada. En su cómoda residencia de la Comandancia de Ingenieros, el titulado rey Carlos VI hizo formal declaración de renuncia de sus pretendidos e ilusorios derechos a la Corona. ¿Quién pudo pensar que a la trágica epopeya del Carlismo se le pusiera una escena final de comedia pedestre? Al bajar el telón sobre tal escena, ¿no se oirá la silba en el Polo Norte y en el Polo Sur? ¡Y para esto vinieron al mundo Cabrera y Zumalacárregui, y anduvo en loca peregrinación don Carlos Isidro, llevando a rastras la Generalísima su Patrona! Dijeron el Rey y su hermano en su declaración   —289→   que hacían la renuncia por libre y espontánea voluntad. ¡Pobrecitos, qué buenos son, y cuánto debemos a sus corazones magnánimos!

Más interés tenía para mí lo que de nuestra patrona Polonia nos contó don Jesús. Ya la tiene tan adiestrada en las prácticas de la buena administración, que bien podrá poner una fonda de las grandes y desenvolver en ella su negocio. Polonia es mujer de mucha disposición natural, y don Jesús un hombre muy práctico... Cuando la conoció, el gravísimo defecto de ella era su querencia de las supersticiones más ridículas. Si un huésped era reacio en el pago, encendía velas a San Antonio. Ponía los chorizos en cruz para que no se los robase la cocinera, y tenía repuesto de agua bendita para rociar los garbanzos duros... Y entre tanto, un desbarajuste horrible en la administración, y el más lamentable desarreglo de cuentas. Pues el don Jesús la curó de estos despropósitos con su cariñosa enseñanza. ¿Cómo? ¿Qué medios empleó? «El palo, querido Confusio -me dijo mi amigo-, el palo, y crea usted que no hay otro medio... Materialmente no empleé bastón ni garrote... ha sido con la mano, a bofetada limpia... Convénzase usted de que a estas hembras criadas a lo moro no hay otra manera de enderezarlas y de enseñarles el Catecismo de la vida práctica, para que ellas vivan y hagan llevadera la vida de los demás».

Estas y otras cosas muy entretenidas me   —290→   contaba don Jesús, divagando por los carrizales, juncales y espadañales, donde viven las innumerables repúblicas de ánsares, cercetas, guardarríos y fúlicas. También se ven por allá parejas de los flamencos de zancas rojizas. Imaginad las aún más populosas repúblicas de moluscos, lombrices y gusarapos, que sirven de alimento a tantísimas aves, así nadadoras como andariegas... El último día que aquí estuvo don Jesús, salimos con varios amigos caberos, que así llaman a los habitantes de aquellos partidos pantanosos, y nos fuimos al de la Enveja, río abajo, por la derecha orilla. Toda la tarde estuvimos en la persecución de los pobres patos: fui yo más afortunado en mis tiros que el Castrense; y éste, picado del amor propio, se corrió con dos caberos muy prácticos hacia la parte más intrincada de la marisma, donde los carrizos y cañas forman un espeso matorral, en muchos sitios inaccesible.

Oímos tiros de nuestros compañeros; pero tan de tarde en tarde, que seguramente no hacían cosa de provecho. De pronto, el lejano tiroteo arreció, y tan repetidos fueron los disparos que nos alarmamos. Ya la curiosidad y el temor nos llevaban hacia allá, cuando vimos venir a don Jesús despavorido, y a los dos caberos detrás gritando como energúmenos... ¿Qué pasaba? Pues que por aquella espesura andaba un grupo de cazadores intrusos que más bien parecían bandidos. Después de insultar a nuestros amigos, les   —291→   habían hecho fuego. Gracias que de milagro no les tocó ninguna bala... Fui de parecer que debíamos escarmentar a los intrusos; mas un cabero me atajó el paso, diciéndome: «No vaya, don Juan, que son gente mala, tiradores de primera...». Vi que a una distancia como de cien pasos se agitaban las cañas... y entre ellas aparecieron hombres, hollando con pisadas de paquidermo la lozana vegetación. Uno, más insolente que sus compañeros, saltó de los cañaverales como furioso jabalí, y en dirección de acá lanzó amenazas o burlas que no entendimos. Cuando yo le apuntaba, el cabero me gritó: «Quieto, quieto, que es el Arcipreste».

-Aunque sea el Obispo -repliqué con la obstinación que me daba la conciencia del peligroso lance. Los caberos se abalanzaron a mí, parándome los movimientos, y don Jesús me dijo: «Si no le hostigamos, no nos embestirá. Así es el león, así el jabalí: como no le hagan fuego, pasa tan tranquilo...». Miré al hombre, que a distancia se mantenía en un claro del ondulante bosque de cañas: sus facciones no pude distinguir; mas por el aire y la estatura me pareció, en efecto, don Juanondón. Le vi alzar y agitar los brazos, que se me figuraban aspas de molino, y claramente llegaron a mi oído estas voces: «¡Eh!... Confusio... aquí estoy. ¿No me conoces?... Yo a ti te conozco... Hasta luego, hijo... Ya nos veremos». Los penachos de las cañas oscilaron de nuevo, y desapareció la figura...



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Arriba- XXX -

Las grandes superficies de agua conducen muy bien el sonido. Prestando atención e imponiéndonos silencio, oíamos salpicar en el espacio sílabas de palabra humana, que se confundían con el lenguaje de las aves de la marisma. Era la conversación del Arcipreste y los suyos alejándose por los fangales de la Enveja, al través de carrizos, charcos, salinas y espesuras de eneas y barrillas. Un cabero, que era como cabo de nuestra partida, apodado El Topo, me dijo: «Van a los altos de Muntciá, donde duermen. Todo el día andan por aquí de caza y pesca... No se puede con ellos: donde quiera que van, se hacen los amos». Como yo le indicara que la Guardia civil podía bajarles los humos, El Topo, con grave acento semejante al que usan los políticos, me contestó: «Nosotros los caberos no nos pondremos nunca de parte de los que dañen a don Juan, porque don Juan es bueno, aunque cabecilla, y socorre a los pobres de la Enveja y de la Caba, de Camarles y Campredó, sin distinguir carlinos de isabelos, ni asolutos de liberalos».

Volví a mi casa, ya cayendo la tarde, sin poder disimular mi inquietud. El Castrense, bien enterado por Polonia de mi situación ante el Arcipreste, me aconsejó que,   —293→   para evitar alguna escena desagradable, nos fuésemos a San Carlos tempranito, y nos metiésemos a bordo del barco en que hemos de partir. Pareciome atinado el consejo, y en cuanto despedimos a nuestro amigo, que tornó a Tortosa en burro, comuniqué a Donata mis inquietudes y el plan de ponernos en salvo por la vía de agua más corta. Menos temerosa que yo, Donata confiaba con cerrada convicción en el amparo de la Virgen... Yo pensé que, sin dejar de fiarnos de la Virgen, debíamos correr todo lo que pudiésemos. Y nuestras prisas coincidieron con las órdenes de Ansúrez, que al partir nos dejó recado de que no nos descuidáramos, pues el barco estaba listo para darse a la vela... Si el enemigo desde tierra nos expulsaba, el amigo nos llamaba con cariñosa voz desde el mar. Dios hablaba por él, y a Dios nos confiábamos en tan críticas horas.

No me fue muy fácil encontrar embarcación que nos llevara cómodamente: la lancha de pescadores que a duras penas conseguí no era nueva ni grande; mas la tuve por suficiente, y en ella nos embarcamos con dos chicos marineros que manejarían los remos o la pértiga, según lo indicara el practicaje por aguas de tan variado fondo. Retrasados por la tardanza en encontrar embarcación, dadas las siete metimos a bordo nuestros equipajes, mi escopeta y cartuchos, luego nuestras personas, y en marcha, aguas abajo.

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Navegamos sin contratiempos unas dos horas; después se nos varó la embarcación por impericia de nuestros pilotos. Fue menester cargar a popa los baúles y el peso de Donata, mientras yo y los marinerillos, metidos en el agua, empujábamos hacia atrás. Cuando logramos coger de nuevo la parte del canal donde hay más fondo, seguimos bogando avante... De improviso sonaron voces por babor: venían de los canalizos que comunican con el estanque de Algady... Donata palideció y me dijo: «Es la voz de Rufulet, es la voz de Gasparó... No podemos escapar. Sería preciso volar, y aun volando nos cogerían...». Apenas dicho esto, vi que tras de nosotros, por un canalizo que desembocaba entre juncos, apareció una chalana. Ya no había duda. En ella venía el Arcipreste, y él movía con vigoroso brazo la pértiga que impulsaba la frágil embarcación. Cuando apareció la nave enemiga, estaría como a sesenta brazas de la nuestra; pero la distancia por momentos se acortaba, y el Arcipreste parecía reducirla más con estos feroces gritos: «¡Cabra loca, detente!... Ya no te me escapas... Y tú, más loco que la cabra, para el remo, si no quieres que yo te le rompa en la cabeza».

Furioso cogí mi escopeta. No soy buen tirador; pero en aquel momento de ceguera y coraje, confiaba en que mi intento pudiera más que mi puntería. Con más presteza que yo, Donata acudió a impedir mi movimiento. «No, no, Juanico mío... Será peor si le   —295→   das... Estamos cogidos. Sálvenos la Virgen nuestra Madre».

No tardé en comprender que toda defensa era inútil. Tras de la primera chalana aparecieron otras... Conté tres, cuatro. El cabezudo Ruiz tenía también su escuadrilla, y suyos eran en la marisma el fango y el agua. ¿Contra una potencia terrestre y marítima, qué podíamos nosotros?... Acortamos remo, y él llegó ávido. Soltando la pértiga, echó la manaza a la borda de nuestra lancha para abarloar las dos embarcaciones. Hecho esto, saltó a la mía, diciendo con horrible sarcasmo: «¿Creyeron mis amigos que les dejaría marchar sin darles mi despedida? ¿Eso creíais, sinvergüenzas, canallas?... Por los cojilondrios de San Rufo, que hubiera sentido no poder echaros mi bendición antes que salierais a la mar. Ya os tengo cogidos... Reíos ahora de mí, cojilondrios; llamad a la Guardia civil marítima para que os defienda... llamad al general Dulce y a la putativa de su madre; llamad a la Isabel con toda su corte, o a O'Donnell con su ejército... ¡Ja, ja!».

Ni Donata ni yo dijimos nada. Aterrados, mudos, sin otra idea que la de nuestra pequeñez ante la grandeza del enemigo que con su poder nos abrumaba; absolutamente convencidos de que nadie había de venir en nuestro socorro en aquella soledad, éramos como condenados a muerte que ya no pueden pensar más que en un morir digno. Conté los tripulantes de la escuadrilla: eran nueve. Apenas entró don Juan en nuestra   —296→   lancha, dio un cosque a cada uno de mis marinerillos, y les mandó que se fueran a la chalana. De ésta pasó a mi embarcación Rufulet, cuya imponente corpulencia vale por media docena de hombres. Estábamos, pues, no sólo vencidos, sino maniatados, y con el filo del cuchillo en la garganta. Rápidamente pensé yo: «¿Qué hará este bruto? ¿Nos degollará? ¿Nos tirará al agua? Puede que me mate a mí solo, y se lleve a Donata...». En momento tan angustioso, miré en derredor y no vi más que algunos patos que al ruido de las embarcaciones tomaban tierra, y graznando se alejaban por entre cañas... Envidié a los patos; envidié a las anguilas que bajo las aguas deslizan sus resbaladizos cuerpos entre el fango; envidié a los pulpos, a las almejas y a los más diminutos bicharracos de la Creación... En este paréntesis de mis envidias estaba yo cuando don Juan, cogiendo mi escopeta como si quisiera desembarazarme de un estorbo, la dio a un mocetón de la chalana más próxima, y a mí me dijo: «¿Para qué quieres tú este chisme, Confusio?... ¿Escopeta un teólogo? ¡Ja, ja!...».

Donata permanecía como estatua. En su palidez marmórea, en la tensión de los músculos de su cara, vi una conformidad de tanta fuerza como el heroísmo. El Arcipreste hablaba por los tres. «Veo que estáis resignados -nos dijo sentándose en el borde de la lancha, mientras Rufulet remaba solo-. Comprendéis que tengo razón, y que el que me la hace, me la paga». Miré a Donata.   —297→   Creí leer en su mirada fija esta terminante admonición: «Callemos... dejémosle que desfogue la barbarie...». En esto, llegamos a un ensanche del canal, formando como una bahía casera para naves de juguete. Con fuerte voz, don Juan mandó echar anclas. La escuadrilla, con admirable maniobra, formó un círculo en derredor de la que llamo mi lancha, que ya no era mía, sino del enemigo, y dio fondo, arrojando al mar, no las anclas, que esto allí no se usa, sino las potalas, una piedra suspendida con una cuerda. Mientras daba fondo la armada vencedora, el Arcipreste mandó que se sirviese la comida, pues eran las doce, según indicó la altura del sol, que allí no había cronómetros, sextantes ni astrolabios.

En una de las chalanas vi una parrilla sobre plancha de hierro, donde ardían palitroques, eneas y cañas secas: era la cocina. El almuerzo consistía en ruedas de saboga asadas, vino y pan. Hiciéronnos los honores que se deben a los reos en capilla; Donata y yo fuimos los primeros a quienes se sirvió el frugal almuerzo, naturalmente sin platos ni servilletas, ni más cuchillos ni tenedores que los santos dedos... Pero Donata y yo, con el pie en el patíbulo, estábamos absolutamente desganados. Quedose mi amada con la saboga y el pan en la mano, sin rechazarlo ni comerlo; yo rechacé mi parte cortésmente... «No tenéis gana -dijo el Cura-; yo sí, que esta vida de mar da mucho apetito». No pude contenerme más tiempo   —298→   dentro del horrible cerco de mi angustia, y con más dignidad que arrogancia dije a mi enemigo: «Señor don Juan, sepamos pronto, pronto, en qué ha de parar esto. Nada puedo contra usted... Usted puede matarnos, arrojarnos al agua, sin que nadie más que Dios le pida cuenta de su crueldad».

-Puedo mataros, echaros al agua con una piedra al pescuezo; puedo hacer lo que me dé la real gana -dijo el Cura flemático, comiendo y saboreando el pan y la saboga.

-Dígalo claramente. Somos cristianos y queremos prepararnos para morir.

-¡Pues no tienes poca prisa! Calma; dejadme comer. Después hablaremos... ¡Estaría bueno que os matara sin atormentaros antes un poquito!... Ea, chicos, traed ese porrón, que tengo sed.

En esto se levantó Donata de la tabla de popa en que había permanecido desde el abordaje, y se llegó a la cuaderna mayor de la nave, donde estábamos el Arcipreste y yo. Noté en ella una lividez extremada, y vibración rápida de los músculos de su boca. Con actitudes y contorsiones que me parecieron epilépticas, se inclinó hasta tocar con sus dedos el agua. Mojados los dedos, se santiguó... Después sacó del pecho un haz de ramas secas, semejante a una escobita, y lo mojó en el agua, diciendo con tartamudez: «¿Es salada ya... ya salada?».

-Salada es -murmuró el Arcipreste, que contemplaba con estupor a mi odalisca.

-Salada -repitió Donata-, y como salada,   —299→   bendita. Todo el mar es agua bendita... ¡Salve, Madre de Dios, estrella del Mar!...

Con la prodigiosa escobita, que hacía veces de hisopo, roció al Cura tres veces, diciendo con voz grave, cavernosa, que yo no había oído nunca en ella: «En nombre de la Reina de los Cielos, de la Tierra y del Mar, te mando que huyas, enemigo de las almas, y dejes en paz a estas infelices criaturas pecadoras, que a Dios darán cuenta; a Dios y a la Virgen, no a ti, que eres malo. Si has tomado forma de diablo para atormentarnos, suelta esa forma vana y mentirosa, o vete con ella a los Infiernos...». Así concluyó el exorcismo; y una vez dicha la última palabra, cayó Donata al fondo de la barca, como si con el esfuerzo de su voz mística quedase rendida y exhausta. Era una epiléptica, una iluminada, que en momento crítico recibía fuerza y voz de los espíritus celestes para combatir a los malignos... Contagiado yo de aquel delirio, también quedé mudo y paralizado de todos mis miembros, y en el Arcipreste advertí, cuando acudió a levantar a Donata, temblor de manos, fruncimiento de cejas y alteración total del fiero rostro.

Rociamos con agua bendita, esto es, agua salada, el rostro de la iluminada mujer, y cuando la tuvimos medio repuesta de su arrebato místico, sentadita en la tabla, con el apoyo y sostén de mis brazos, don Juan, en tono muy distinto del que había usado hasta entonces, habló así: «Ni tú, gran mocosa,   —300→   ni ningún nacido me gana en devoción a Nuestra Señora... Pero esos arrumacos estaban de más. Suprímelos para otra vez. Yo, sin perder la chaveta con supersticiones y tonterías milagreras, digo con toda mi alma, cuando el caso llega: Tú, Señora, -dame agora -la tu gracia -toda hora -que te sirva -toda vía... Si me hubieseis dicho esto cuando entré en vuestra barca, yo os hubiera respondido: -No os haré ningún daño. Vengo no más que a despediros y a daros consejos». Dicho esto, dio la orden de levantar anclas, o sea potalas, y navegando la escuadrilla con rumbo hacia La Rápita, don Juanondón escondió las uñas de su fiereza, aunque no las de su ironía.

«Sois felices, y os queréis mucho, ¿no es verdad? Pues a ti, Confusio, te felicito. No te llevas una mujer, sino una santa. ¿Has visto alguna vez beatería más recargada de supersticiones que la de tu odalisca? Así la llamas: lo sé todo... Pues a ti, Donatilla, también te felicito. Te llevas, no diré un hombre, sino un profeta, un sabio, un padre de la Iglesia. Entre los dos vais a reformar el mundo. ¡Ja, ja!».

Luego moduló suavemente su tono hasta llevarlo a esta humana y más verdadera expresión de lo que sentía: «Eres un gran majadero, Confusio; eres un chiquillo sin conocimiento, esclavo de tu imaginación y de las mil vaciedades románticas que has sacado de los malditos libros... ¿Te acuerdas de lo que hablamos aquella tarde en el bodegón   —301→   de Llopis? ¿Has olvidado lo que te dije? Pues te dije que en la vida, y no en las bibliotecas, debes atracarte de lectura y estudio. En fin, ya estás aprendiendo, y mucho más aprenderás en la compañía de esta visionaria... Ya verás, hijo. No te arriendo la ganancia... Recordarás que te encajé mi teoría de que todo cuanto bueno hay en el mundo es para nuestro goce, y que Dios no hizo a la mujer para que la despreciemos, sino para todo lo contrario... No la hizo de piedra, sino de carne. ¿Por qué no me dijiste entonces que querías a Donata?... Yo te la hubiera cedido... gustoso, sí, gustosísimo. Ya estaba yo pensando en el cómo y cuándo de colocarla...».

Esta declaración del maldito Arcipreste me llenó el alma de turbación, de vergüenza... No había yo conquistado una mujer, sino robado una esclava, como pude haber cogido furtivamente la cabra o el gallo del vecino. Socialmente considerada mi aventura desde el punto de vista del Arcipreste, era el más lamentable desengaño. Callé para evitar discusiones que habrían embrollado las cosas. Se me hacían siglos los minutos que tardábamos en perder de vista al diablo de Ulldecona. Para fastidiarme por completo, me dijo: «Pues tus aficiones te llaman a la Teología y a la vida eclesiástica, persevera en ellas, que por tu talento has de llegar a donde llegan pocos. Con esto, y la guapa sobrina que te llevas, serás dichoso...». Nada contesté... temía encenderme   —302→   en cólera... Miré a Donata, y en su rostro sorprendí la ola de satisfacción que levantaban en su alma las ideas del que fue su señor. Para ella, el cambio de dueño había sido un triunfo, la realización del vago adulterio de amor libre y delirio religioso. Para mí, ¿qué era? No lo sabía entonces, no daría con el quid de mi problema psicológico mientras no pudiese reflexionar y sondearme a gusto en la soledad del mar.

¡El mar! ¡Oh!, ya estábamos en él... La Rápita desplegó ante mis ojos su espléndido panorama. Remando fuerte, llegamos al falucho, en franquía ya, dispuesto para salir. Antes de que transbordáramos, don Juan nos dio los últimos consejos. «Sed buenos y no escandalicéis, o escandalizad lo menos posible... Al acecharos y perseguiros hoy, no ha sido mi objeto haceros daño, sino daros un gran susto, y luego despediros con afectos y con mi bendición. Donata, mira lo que haces: persiste en tu amor a la Virgen, pero sin arrumacos ni requilorios. Tú, Confusio, métete en lo eclesiástico, que ése es tu camino y para eso has nacido. Yo me quedo aquí amparando a los pobres, y mirando por la guerra, que la guerra es la sacudida que damos al pueblo español para que se despabile y aprenda a tomar lo suyo... Porque todo es suyo... y nada es del maldito Gobierno... Con que adiós, hijos míos. Se me olvidaba deciros que si para el viaje necesitáis dinero, a prevención he traído mil reales...».

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Le dimos las gracias, sin aceptar su generosa oferta. Subimos al barco, y el buen Ansúrez mandó levar anclas, pues no esperaba más que por nosotros. Desde la borda miramos a don Juanondón, que con vaga tristeza nos saludaba moviendo cabeza y manos. No sé qué casta de diabólica filosofía se aposentaba en el ánima de aquel hombre malo y bueno, según Donata. ¿Sabréis vosotros, nobles Marqueses de Beramendi, descifrarme este complicadísimo enigma? ¿Y de mi aventura qué decís? ¿Pensáis que voy contento, que voy triste? ¡Ay!... se puede apostar a que tampoco me descifraréis esto. ¿Hallaré junto a Donata el apacible y durable encanto de amor, o tendré que salir un día gritando: Quién me compra una odalisca?

No sé, no sé más sino que ya estoy en la mar, y que la mar me da todos sus alientos. ¡Oh, qué grandeza de horizontes, qué frescura de aires, y en las ideas que aquí surgen de mí, qué amplitud, qué extensión de esperanzas! Algo me ha de traer la vida más allá de estos términos del agua movible... Adiós, hechos pasados que entrego al papel... Hechos futuros, ¿dónde iré a buscaros?...

Nota para concluir. Al comienzo de mi relato de la salida de Amposta, poned fecha de Vinaroz. Aquí lo escribo, y aquí lo firmo con el clarísimo nombre de Confusio.




 
 
FIN DE «CARLOS VI EN LA RÁPITA»
 
 


Madrid, Abril-Mayo de 1905.