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Carta al Señor Don Aureliano J. Pereira sobre su libro «Shakespeare-Calderón»

Emilia Pardo Bazán





Distinguido amigo y compañero de letras: Me pide V. parecer acerca de su última obra, Paralelo entre Shakespeare y Calderón, premiada en el certamen literario que celebró el Instituto de Lugo. Con gusto diré mi opinión a V. y al público, en la forma más sucinta y modesta, que es la epistolar, por no consentirme mis actuales trabajos que los abandone largo tiempo, ni que me engolfe en los estudios indispensables para hablar de autores tan excelsos, y hacer crítica de crítica, empresa laboriosa y ardua, si las hay en el mundo.

Empiezo reconociendo que para desenvolver como es debido el tema propuesto, se requerían condiciones muy distintas de aquellas en que V. se encontró. ¡Apenas hay tela cortada con un tema semejante! Demos de barato que se renuncie a saber algo no más de lo que la infatigable crítica germánica ha desentrañado en el monumento calderoniano y shakespeariano; que se prescinda de los innúmeros comentarios, notas y escolios, de las monografías e investigaciones referentes al origen del teatro inglés y español, que no se pretenda atesorar riquezas bibliográficas, ni rebuscar noticias inéditas en tan espigada heredad; acaso esta labor de erudito y de benedictino, con ser la más ingrata, no sea la más difícil de la crítica; harto más mérito supone, en mi concepto, el emitir un juicio atinado y a la vez original; el pensar bien sin dejar de pensar por cuenta propia; el hablar de un autor con el fuego y energía que presta a la palabra el conocimiento de un asunto y el interés que nos inspira. Y para lograr este resultado, es preciso familiarizarse con los autores; y cuando los autores son Shakespeare y Calderón, ya no es floja tarea sólo leerlos despacio. Un año entero, mientras aprendía la lengua inglesa, fue Shakespeare mi lectura casi exclusiva, un tomo de 1007 páginas, a dos columnas, de apretados y menudísimos caracteres. Pues bien: si es cierto que llegué a aprender de memoria escenas de las obras maestras Otelo, Hamleto, Romeo y Julieta, Ricardo III, también lo es que de otras tragedias y comedias menos conocidas, aun hoy no me he saciado, ni puedo decir que las poseo a fondo. De mi exploración shakespeariana saqué en limpio: 1.º Que para conocer a Shakespeare no basta leerlo una ni dos veces, ni leer una o algunas de sus obras. 2.º Que Shakespeare es tan desproporcionadamente grande, que no le iguala ningún otro dramático, excepto Esquilo (considerado cada cual en su respectiva esfera y tiempo). Más adelante apoyaré este dictamen: ahora sólo quiero insistir en la dificultad que, para el tema que V. desenvolvió, supone la mera lectura de los autores en el plazo inverosímilmente corto que otorgaron las bases del certamen. Pero además, como ni el más diestro marino navega sin brújula, es de rigor consultar unas cuantas obras de crítica, que yo admito que sean las más compendiosas; es necesario repasar la historia, para que cada figura literaria se sitúe en su verdadero puesto, en su ambiente natural, y para que no juzguemos al poeta de Isabel Tudor como juzgaríamos a Byron o a Núñez de Arce. Esto pide espacio y libros; V. no contaba con lo primero, y en cuanto a lo segundo, yo sé por experiencia cuán mancas y deficientes son las bibliotecas provinciales, y cuán ardua cosa es procurarse a veces el libro que se ha menester, aun encargándolo a la corte. No hace mucho que carecí de varias obras referentes a Raimundo Lulio; y cuando dictaba el Estudio crítico de las obras de Feijoo, recuerdo que apenas pude reunir dos o tres de las que más deseaba consultar. Algo se encuentra, buscando mucho; pero si dedicamos a juntar libros las horas necesarias para escribirlos, haremos famoso negocio.

Insisto en tales pormenores, a fin de añadir, en elogio de V., que escribiendo un paralelo de Calderón y Shakespeare, sin tiempo, sin libros, con el ahogo y premura que sabemos, ha conseguido, a pesar de lo desfavorable de las circunstancias, realizar un estudio metódico y bien pensado, y adoptar las opiniones generales más rectas. Su obra de V. puede ser consultada con fruto por los que deseen conocer en resumen, pero con acierto, la cuestión que en ella se ventila. Ha leído V. algo de lo mejor que sobre Calderón y Shakespeare se ha escrito, y sobria y atinadamente ha tomado los textos que bastan para dar cuerpo y autoridad a un estudio crítico. Sin la precipitación forzosa con que corrió su pluma, sin los inconvenientes casi invencibles con que hubo de luchar, el libro hubiera sido más personal y vigoroso; pero es usted joven, y no le faltan alientos para aspirar a mayores triunfos.

Digo que el libro hubiera sido más personal y vigoroso, porque creo que sus apreciaciones pecan de templadas, o por mejor decir, de tímidas. Otorga V. a Shakespeare la primacía sobre Calderón, pero con infinitos miramientos, y no sin ceñirse a veces a las apreciaciones, o más bien al panegírico de Revilla y Alcántara García en su Historia de la literatura española. Hay que ser más radical: hay que decir claramente y sin ambages que, en rigor, no cabe paralelo entre Calderón y Shakespeare, porque Shakespeare lleva a Calderón muchos codos de altura. Y basta que esto sea verdad para que debamos declararlo, sin miedo a la nota de tibios amantes de nuestra patria. Yo he pensado siempre lo que ahora escribo; algo indiqué ya, en el mismo sentido, cuando se verificó el Centenario de Calderón, y el ilustrado literato Sr. Vidart me impulsó a emborronar dos artículos, referentes a tan memorable solemnidad, y a la que deseaba el Sr. Vidart que se celebrase a honra de Cervantes, con mayor justicia. Cervantes sí que puede hombrearse con Shakespeare y con cualquiera ingenio de los mayores que hayan producido los siglos; que Calderón, valiendo mucho, tengo para mí que no alcanza ni a Cervantes ni a Shakespeare. El asunto me apasiona de tal modo, que ahora quisiera poder dedicarle, no estos breves párrafos, sino un libro donde sin citar autoridades, con ayuda no más de mi convicción, explicase y probase a demostrar aquello en que tantas veces medité, abierto ante mí el tomo del gran dramático inglés. Voy sólo a apuntar algunas de mis razones, como en cifra.

Siente V., fundadamente, en su libro, que Shakespeare es todo el teatro inglés, no en el sentido de que no hubiera más autores dramáticos que él, que ciertamente los hubo, y muchos, sino en el de que su inmenso genio anuló a los demás, desde Marlowe hasta [...]. Entre nosotros, Calderón no anuló a nadie, ni a Tirso, que le vence en naturalidad y humanidad, ni a Alarcón, más perfecto, ni a Lope, más lozano en su fantasía. Todos pueden medirse con él. Pero esta especialidad de Shakespeare en el teatro inglés es lo de menos. Shakespeare no se ha de juzgar como autor dramático solamente: supongamos que, en vez de dramas, hubiese escrito poemas; figurémonos que ninguna de sus obras fuese representable, y que su nombre desapareciese de la lista de los autores que suministran contingente para las tablas; ¿qué importaría? Tampoco se ponen hoy en escena tragedias de Esquilo, y sin embargo su Prometeo es inmortal. El autor dramático representable es (por mucho que sus obras conmuevan, interesen, deleiten al público) una personalidad literaria inferior al poeta que, al través de los siglos, vive, crece, se agiganta en la difícil prueba de la lectura solitaria, detenida, despojada de los accidentes de la mise en scène, y donde queda sólo el valor intrínseco, la sustancia de su genio creador. Shakespeare no debe, pues, ser juzgado con arreglo a la preceptiva dramática, de suyo estrecha y convencional, ni el vasto océano de su talento puede encerrarse en los límites mezquinos de un género dado.

En Shakespeare los encontramos todos: el drama filosófico (Hamlet), que sólo en el Prometeo clásico tiene digno rival; el psicológico (Otelo, Macbeth, Measure for measure); el poema amoroso (Romeo y Julieta), y la epopeya histórica (desde Richard III hasta King Henry VIII); la leyenda de una raza y el estudio de un pueblo. (Merchant of Venice); la fantasía, el ensueño poético (Tempest, Midsummer nigth's dream). Yo no puedo aceptar el dicho de Vacquerie, que Shakespeare nos da a comer su carne y a beber su sangre; tal imagen me parecería feliz si se aplicase a algún lírico, como Byron, como Tasso, como Bécquer, de los que miran para dentro, se retratan en sus obras, y todo lo sacan de su propia sustancia: la poderosa y soberana objetividad de hombres como Shakespeare y Darte permite afirmar que el alimento que nos ofrecen es la sangre y la carne del universo, la médula de la realidad. Son un espejo donde se refleja el hombre y la creación, no mutilada y vista por una de sus fases no más, sino en toda su grandeza, fuerza y hermosura.

¿Posee Calderón esta regia prerrogativa? No, ciertamente. Sus acendrados admiradores se ven en grave aprieto cuando intentan vindicarlo de la acusación de no haber comunicado soplo vital a un personaje; de no haber engendrado un ser viviente. En vez de individualizar, Calderón generalizó; lo hizo con divino ingenio, con sutileza y habilidad extraordinaria; galvanizó diestramente, remedó la vida, pero no acertó a infundirla. Sus héroes fueron raciocinios, sentimientos, ideas, todo menos hombres; este representa el honor, aquel los celos, el otro el libertinaje, el de más allá la lealtad, y ninguno la humanidad en su complicada organización, en las fibras íntimas de sus tejidos morales. Acaso maliciará V. si opino así sobre Calderón (al cual V. juzga de un modo bastante análogo), porque se le ha clasificado como idealista, mientras Shakespeare figura entre los realistas. Bien sabe Dios que no llevo la cuestión a terreno tan dogmático. Para mí, la cosa es llana y casi sencilla; se reduce a números: es que, con tener Calderón gran cantidad de talento, Shakespeare, lo repito, tiene mucho más. También Shakespeare creó tipos generales; también personificó los celos en Otelo, la hipocresía en Angelo, el remordimiento en Macbeth, la ambición en Ricardo III, la abnegación en Cordelia; pero el caso es que, a la vez que personificaciones, Otelo, y Angelo, y Ricardo III, y todos los moradores del mundo de Shakespeare, son individuos de nuestra especie, alientan, andan, se tienen de pie; son ideas, pero ideas que se hicieron carne para habitar entre nosotros.

Según observa acertadamente, bastan sólo los caracteres femeninos para subir a Shakespeare muy por encima de Calderón. Las mujeres de Calderón son muñecas rígidas, cautivas en los duros pliegues de su brial, tiesas y embutidas en su angosto corpiño y su almidonada gola, como lo están los retratos de la época. ¡Cuánta disertación, cuánto discreteo, cuánta gala postiza habría que quitarles para descubrir, no ya sus músculos y nervios, sino sólo su epidermis femenina! Media humanidad, la hembra, falta en Calderón: en cambio Shakespeare la admitió, no sólo como elemento dramático, sino como individualidad típica, objeto de profundo estudio. Desde Ofelia, coronada de flores silvestres, hasta lady Macbeth, con las manos tintas en sangre, ¡qué galería de mujeres portentosamente retratadas, tan suaves unas, tan terribles otras, tan verdaderas todas!

Llega el arte, o el instinto del artista, a causarnos la sensación física de que oímos y vemos a sus modelos: todos juzgamos a Ofelia rubia, esbelta, oval de rostro, delicada de formas; todos escuchamos la risa retozona y argentina de mistress Page, la alegre comadre; todos sabemos que lady Macbeth era alta, angulosa, de delgados labios y pálidas mejillas; todos conocemos el sereno mirar de Cordelia, los ojos resplandecientes y vivos de Julieta. ¿No es cierto que sí?

Sé y admiro las bellezas de Calderón, y no ignoro los lunares que se notan en el poeta inglés; pero considero que los defectos de Shakespeare, a diferencia de los del autor de La vida es sueño, son los que, por nuestro mal, pueden achacarse a la vida misma. Shakespeare es brutal y grosero en ocasiones, como la realidad, y, como la realidad, tiene momentos de delicadeza y poesía incomparables. Convengo en que cabe trazar fábulas escénicas con más elegancia, atildamiento, armonía y proporción que Shakespeare; dramaturgos medianos lo han logrado; admito que no es difícil combinar con mayor maña las piezas del ajedrez cómico: Calderón, en Casa con dos puertas, dio muestra singular de semejante género de habilidad. La ancha y honda corriente de la inspiración shakespeariana salta y rompe esos diques endebles; el enredo es una jaula chica, en que águilas caudales como Shakespeare no aciertan a acomodarse. Comedy of Errors parece la obra en que Shakespeare abusó más del caprichoso juego de la fantasía; pero ya sabemos que esta comedia, de las más flojas de su teatro, toma el inverosímil asunto de los Menecmos del poeta latino. La vida no tenía esas peripecias, esas coincidencias, esos artificiosos mecanismos teatrales que se llaman, en lenguaje escénico, acción y movimiento: corre ancha, fecunda y majestuosa, como Shakespeare la pintó. En la vida no es una puerta, no es un biombo, no es una carta o una cortina quien decide del destino del hombre; son circunstancias muy diversas, es su carácter, sus actos, su espíritu, su individualidad, en suma: Shakespeare así lo comprende, y para él lo secundario fue la intriga, lo esencial la observación y el análisis humano. O por mejor decir, la fuerza y condición de su genio le llevó por ese camino, pues Shakespeare, tan poco avaro de gloria que dejaba perderse sus obras por no tomarse el trabajo de coleccionarlas, no profesaba, según entiendo, principios ni sistema literario alguno.

Por lo que hace a la supremacía atribuida a Calderón en concepto de poeta filosófico, diré que más bien le tengo por poeta teológico (en el sentido restringido de la frase). La filosofía de Calderón es la metafísica de una escuela, filosofía aprendida en el aula, dogmática, retórica y lógica: la de Shakespeare es más amplia y valiente: es la filosofía del ser, de la realidad. En Shakespeare, todo es filosófico, todo convida a meditar, lo mismo sus comedias que sus tragedias y dramas. Hamlet no es menos filosófico que Fausto, y lo es más que Segismundo.

En cuanto a la moralidad respectiva de Calderón y Shakespeare, no sé qué decir. Esta cuestión de moralidad en el arte es muy peliaguda, y yo me inclino a creer que la moralidad de una obra consiste en su mérito literario.

Si Shakespeare, que escribió obras tan varoniles, sanas y bellas, fuese acusado de inmoralidad, sería cosa de reírse, y de no contestar a la acusación. La lectura de Shakespeare (insisto en que para juzgarle es menester que esta lectura sea completa) fortalece el alma, la eleva, la templa con las severas lecciones de la verdad y con la noble contemplación de la hermosura; lo cual vale harto más que las moralejas ad usum Delphinis, que erradamente suelen llamarse moralidad artística. Es justo añadir que Calderón produce una impresión análoga, señaladamente en alguna de sus obras (por ejemplo, El Alcalde de Zalamea); pero no tiene la universalidad de Shakespeare. El mundo especial que suele pintar es duro, triste y feroz; hay en aquellos galanes discreteadores, en aquellos maridos atildados que dicen a sus mujeres tan líricos requiebros, un fondo de barbarie encubierta, una crueldad que castiga culpas no cometidas aún, una fiereza sombría, que pugna con la dulzura del catolicismo. Si Calderón quiso proponer por modelos de conducta a sus héroes, declaro que la moral de Calderón es la que profesarían en sus selvas los bárbaros del Norte. Si quiso solamente, y esto es lo probable, crear personajes que sean trágicos, símbolo de lo que por honor se entendía entonces, acertó, porque supo hacer vibrar la cuerda del terror y dar grandeza a sus tétricas figuras.

No: no puedo convenir en que Calderón sea poeta católico por oposición a Shakespeare. Asiente V. a ese supuesto: voy a decirle a V. por qué no conformamos. Créese que Shakespeare profesó la religión católica; no está, sin embargo, suficientemente probado; pero yo pongo por caso que haya sido protestante, no le hace; aquí de lo que tratamos es del carácter de sus obras. Shakespeare es el poeta del albedrío, de la responsabilidad humana, que el protestantismo atacó y negó. Si la musa de la tragedia antigua es la Fatalidad, la Libertad es la del cristianismo católico. La colosal creación de Hamlet, tan distinto del antiguo Orestes, tan dueño de sí hasta en los supremos momentos en que su razón naufraga en la borrasca deshecha del dolor, bastaría a probar mi tesis, si Macbeth, Ricardo III, Measure for measure y otras muchas no acabasen de demostrarla. No quiero aprovechar, para robustecerla, el papel que en Hamlet desempeñan los dogmas católicos, la simpática pintura que hizo de los frailes, cuando la Reforma los denigraba. Todos éstos pudieran ser casuales incidentes; pero para mí, repito, el carácter católico de Shakespeare reside en el concepto de su filosofía: la responsabilidad y el albedrío. La moralidad de Shakespeare es la misma del autor de la Divina Comedia. Si Calderón es un gran poeta teológico, sobre todo en sus Autos, y en alguno de sus dramas, Shakespeare es tan católico como él y como Dante.

Esfuerza esta apreciación el considerar cómo, bajo el influjo del catolicismo, las letras inglesas han ido desviándose cada vez más de la tradición shakespeariana. El soplo helado de la mojigatería protestante aniquiló la literatura franca, libre, humana, y la sustituyó con otra sin olor, color ni sabor, anodina, soporífera y mediocre. Hoy las audacias de Shakespeare asustan en su país, y hay toda una legión de pigmeos dedicada a expurgar, corregir y adaptar a Shakespeare, para publicarlo en ediciones inofensivas.

¿Qué le parece a V. de Shakespeare expurgado y corregido? ¡Y qué bien que estaría el Quijote sin la escapatoria nocturna de Maritornes, sin los pormenores de la aventura de los batanes, y sin otras menudencias por el estilo! Pero aquí, los que leen el Quijote tienen el mal gusto de quererlo conforme Cervantes lo escribió. No hay como el protestantismo para concertar diestramente el arte y la moral, la realidad y el pudor más vidrioso, con la misma fortuna con que armonizó el libre examen y la fe. Hablando en serio, me desespero cada vez que tropiezo con una de esas ediciones de Shakespeare mutilado y desjarretado, que hoy abundan tanto en Inglaterra, y creo que la decadencia de las letras; y singularmente del teatro, en el Reino Unido, no proviene sino del espíritu eminentemente antiliterario de la Reforma.

Y ya me parece hora de dar fin, que se acaba el plazo, aunque no la materia, y de resumir la idea general que de su libro de V. he formado. Si esto fuese un juicio crítico, bien acertaría a descubrir en él faltas que sólo se deben a la escasez del tiempo, a la rapidez involuntaria de la ejecución, a la material imposibilidad de corregir, revisar y cincelar el trabajo; pero teniendo todo esto en cuenta, el excelente sentido crítico que campea en sus páginas, el acierto con que (dejada a un lado la timidez de algunos juicios) están delineadas las dos figuras de Shakespeare y Calderón, y el método y facilidad suma para escribir que revela en conjunto el libro, indican cuánto puede V. hacer, si quiere, en el terreno crítico, adonde le llaman sus aptitudes, y por el cual desea verle avanzar su amiga afectísima Q. B. S. M.

EMILIA PARDO BAZÁN.

La Coruña, mayo, 1882.





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