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El Parnaso colombiano

A don José Rivas Groot



- I -

13 de agosto de 1888.

Muy distinguido señor mío: Vergüenza me da de no haber contestado aún a la amabilísima carta de usted, fechada en Bogotá el 29 de octubre de 1887. Pido a usted por ello mil perdones y le ruego que crea que en parte mi desidia y en parte mil quehaceres y cuidados han tenido la culpa de mi tardanza.

La carta de usted, que recibí a su debido tiempo, me alegró y lisonjeó mucho. Con ella recibí el estimable presente que me hizo usted de un ejemplar del Parnaso colombiano.

En la carta me pide usted o muestra deseos de saber mi opinión sobre los poetas cuyas composiciones contienen los dos tomos del Parnaso. Y pensando yo en darla, después de reflexivo estudio, y con el mejor tino que pudiese, he dejado hasta hoy correr el tiempo, sin hacer nada de la tarea que me había prescrito.

Pocos meses ha empecé a escribir estas Cartas americanas, y claro está que de uno de los libros de que yo más detenidamente deseaba hablar en ellas era del que usted me había remitido; pero más fáciles asuntos me han salido al paso, y todavía no he satisfecho mi deseo.

Entre tanto, he recibido, sin saber quién me los envía, los números de La Nación, de Bogotá, fechas 18 y 25 del último mayo, donde contesta usted muy discreta y amablemente a mi primera Carta americana, defendiendo con gran calor y habilidad a Víctor Hugo e impugnando mi crítica en lo que a Víctor Hugo es adversa.

En la impugnación se muestra usted tan cortés, tan benigno y tan amable conmigo, que la gratitud me desarma, y casi me siento capaz, a fin de ser a usted grato, de confesar que me he equivocado: que la musa de Víctor Hugo no tiene falta ni mácula, y que, si la tiene, la hermosea en vez de afearla, como velloso lunar a una linda moza, haciendo resaltar más con su negrura lo sonrosado de la mejilla o la limpia candidez de la desnuda espalda, donde el lunar campea y descuella como matita de bambúes en prado de flores.

Los artículos de usted me llevan, además, a hacer escrupuloso examen de conciencia. «Señor -me digo-, ¿habré yo pecado denigrando, o rebajando al menos, el mérito del gran poeta por odio y envidia de español contra lo francés en particular, y en general contra todo lo extranjero? Raro es el español que sintió jamás tal odio ni tal envidia, y no soy yo ese español raro.»

Hasta cuando estábamos muy soberbios y engreídos y no cesábamos de hablar de Pavía, Otumba, San Quintín y Lepanto, y de que el sol no se ponía en nuestros dominios, no nos dio jamás por denigrar a nadie.

Todo nos parecía mejor en tierra extranjera, o porque era mejor, o porque el atractivo de la novedad hacía que así nos pareciese. Hasta los poetas, que por lo común son arrogantes, eran humildes en España al compararse con los extranjeros. Lope de Vega, por ejemplo, que no me parece que era un poeta de tres al cuarto, decía, refiriéndose a los italianos, que no se atrevía a competir con ellos,


que son solos y soles,
él con sus rudos versos españoles.

Lo que es en el día, andamos tan abatidos, que no hay objeto que no nos parezca mejor siendo extranjero que siendo español; y de cuanto admiramos, es lo francés lo que admiramos más, por ser lo que menos mal conocemos. Siguiendo esta regla y esta propensión nuestra, aseguro a usted que mientras más hondamente lo considero, más me persuado de que, lejos de escatimar a Víctor Hugo la alabanza, me he excedido en ella; y llamando a Víctor Hugo rey de los poetas de nuestro siglo, he agraviado a Byron, a Goethe y a no pocos otros, que tal vez tuvieran más derecho que él a esa corona.

¿Qué es, pues, lo que yo puedo y debo replicar a los artículos de usted insertos en La Nación? Lo mejor es dar el punto por suficientemente discutido. Dejemos a Víctor Hugo que descanse en paz sobre sus laureles, y hablemos de los poetas que escriben en mi propio idioma, y cuyas obras usted me envía, como me dice en su carta, desde un rincón de los Andes.

No puede usted imaginar cuánto me agrada y qué gran curiosidad me inspira ese rincón, como usted lo llama.

Cuantas descripciones he leído de su tierra de usted, hechas por Alejandro Humboldt, por García Meróu, por el barón de Japurá, padre de una simpática marquesa, española por adopción, y mujer de un antiguo y excelente amigo mío, y por Miguel Cané, discreto escritor y viajero argentino, hoy ministro de su República en esta Corte, todo me atrae y cautiva; y aseguro a usted que, si yo no fuese ya y no estuviese ya tan viejo, había aún de ir a Bogotá a hacer a usted una visita y a ver el estupendo salto de Tequendama, de tan superior elevación al del Niágara, que he visto.

Lejos de parecerme Bogotá un rincón, se me figura que Bogotá va a ser el centro del mundo en lo venidero, cuando el canal interoceánico acabe de abrirse, y sea en el seno de esa República donde se celebre el gran consorcio de la civilización besándose y abrazándose, dentro de la zona,


que el sol enamorado circunscribe,

las ondas del Atlántico y del Pacífico.

Y no crea usted que lo que más me encantaría ahí, aunque soy muy apasionado a la hermosura y sublimidad de la Naturaleza, serían los fértiles y exuberantes valles y vegas por donde corren el Magdalena y el Cauca; ni la riqueza y variedad de frutos, plantas y flores que hay en la hermosa patria de usted, ni la misma catarata, vencedora del Niágara y una de las maravillas que hay que ver en este planeta, catarata en que se derrumban las aguas del Bogotá desde una altura de ciento ochenta metros, y pasan por el aire, desde la tierra fría, desde un clima como el del centro de España, a la tierra caliente, poblada de naranjales y de palmas, y donde revolotean los loros y guacamayos. Todo esto, con un poco de imaginación, se ve en espíritu, leyendo las descripciones de los viajeros, casi como si se viese materialmente con los ojos del cuerpo y se tocase con las manos. Lo que a mí me encantaría más sería ver trasplantada, en esa meseta de los Andes, con hondas raíces, lozana y llena de savia y de vida, la antigua civilización de la metrópoli; sería ver en Bogotá como un foco de luz propia, como un primer móvil de inteligencia castiza que, sin desechar, sino conociendo y estimando todo el moderno saber de los demás pueblos de Europa, imprime en cuanto hace el sello y el carácter de la raza española, con algo, además, de singular y exclusivo que la determina y distingue como colombiana.

Es lástima que no lleguen por aquí ni leamos nosotros sino poquísimos de los libros en prosa que ustedes escriben. Yo, lo confieso, aún no he leído más que una novela de Bogotá: Tránsito, de Silvestre. Y aseguro a usted que han quedado vivamente impresas en mi mente las escenas que describe, en las fecundas márgenes del Magdalena; las fiestas populares, las alegres cabalgatas, los apasionados amoríos y el poético baile y tonada y canto a la vez que llaman bambuco, y que se me figura que no ha de ser inferior a nuestros fandangos, boleros, jotas y seguidillas. Todo lo que leo de ahí me parece más que español. Tal vez nosotros vamos degenerando, o, por decirlo así, destiñéndonos y como perdiéndonos modestamente en la cola de la cultura europea, mientras que ustedes conservan mejor el individualismo, la autonomía de raza. Ahí puede llamarse aún cachaco un dandy y chachaquería la high life. Ahí siguen los coliches o asaltos, como los había en mi mocedad en nuestras ciudades de provincia cuando improvisábamos un baile en casa de algún amigo, invadida de repente. Y ahí se canta, se baila y se toca el bambuco en coro, por galanes y damas, que comprenden, estiman y ejecutan la música más sabia de Schubert, de Chopin y de Beethoven, y aun compiten con ella, escribiéndola, como nos cuenta el señor Cané de la señorita doña Teresa Tanco.

El mismo señor Cané, en su precioso libro de impresiones titulado En viaje, nos describe con tal entusiasmo la cultura, la hospitalidad y el trato afable y discreto de la sociedad elegante de Bogotá, que pone deseo de ir a gozar de ella y de ver en el riñón de América, en una planicie o extensa nava en el centro de los Andes, a la altura de dos mil setecientos metros sobre el nivel del mar, algo como un paraíso terrestre, de clima apacible, de perenne primavera, donde existen todos los refinamientos que la vida moderna puede dar al espíritu, y no pocos de los regalos, comodidades y conforts, como dicen ahora, de que pueden disfrutar nuestros cuerpos.

Todo lo que el señor Cané cuenta de este paraíso lo creo yo a pie juntillas; y no es exceso de fe, pues está confirmado por las relaciones de otros viajeros, como el señor García Meróu, el barón de Japurá y el mismo Humboldt, a quienes ya he citado, y, sobre todo, por los libros que ustedes escriben, que son la mejor y más irrefragable prueba de dicha cultura.

En lo que yo creo descubrir cierta exageración es en los graves peligros, dificultades enormes y rudas fatigas que hay que arrostrar, superar y sufrir para llegar a esa ciudad, capital de los Estados Unidos de Colombia, donde tan agradablemente se vive. Bien dijo el divino poeta Ludovico Ariosto:


Chi va lontan dalla sua patria, vede
cose da quel, che già credea, lontane,
che narrandole poi, non se gli crede
e stimato bugiardo ne rimane,
ch'il volgo sciocco non gli vuol dar fede
se non le vede e tocca chiare e piane.

Y así, si bien yo no quiero pasar por alguien del volgo sciocco, y menos aún por poner en duda la exactitud de las noticias del señor Cané, y no niego nada de lo que cuenta, todavía me atrevo a disminuir un poco en mi mente de los calores infernales que pasó desde Barranquilla hasta Honda; de la violencia de los chorros o rápidos del Magdalena; de la multitud de caimanes que se ven en el río y por las orillas del río, por manadas a veces de sesenta, y cada uno con cinco o seis metros de longitud; de las feroces picaduras de los mosquitos, de que es víctima quien sube en vapor contra la corriente del Magdalena, navegación que dura doce o catorce días, y de la expedición a caballo o en mulas desde Honda o Bodegas, al borde del río, hasta la nava o planicie de Bogotá, pasando por espantosos desfiladeros, capaces de poner de punta los cabellos del mismo Cid Campeador.

A la verdad que a tanta costa, y exponiéndome a tanto percance, tal vez ni aun cuando yo estuviese ahora en la flor de la juventud, me atrevería a ir a Bogotá. El señor Cané pinta la empresa casi como sobrehumana para un hombre civilizado. Hubo momentos en que dice que se apoderó de su espíritu una desesperación infinita y en que sintió deseos de arrojarse al río, a pesar de los caimanes, o de pegarse un tiro y acabar con aquel martirio sin gloria, sin excitación moral, sin propósito alentador.

Repito que todo esto me parece exagerado. Los argentinos deben de ser más vivos de imaginación y más dados a ponderar que los andaluces. Pero, como quiera que sea, en vista de esos peligros, de ese abrasado país que rodea el paraíso de Bogotá, y que es menester atravesar para penetrar en él, me representaba yo a Bogotá, al leer el libro del señor Cané, como a la hermosa valquiria Brunequilda, a quien el dios, su padre, a fin de que nadie pudiese gozar de su gentil presencia, trato y afecto sin mostrar antes el ánimo más esforzado, circundó de un espantoso círculo de voraces llamas, en cuyo centro ella quedó dormida durante siglos, como puede verse en la bella ópera de Ricardo Wagner.

Asimismo, representándome todo el cúmulo de obstáculos que para llegar a Bogotá deben allanarse, y después lo agradable y ameno de la vida en Bogotá, donde hay tanto músico y tanto poeta, recordaba yo la antiquísima fábula griega del país de los Hiperbóreos, para llegar al cual se necesitaba pasar más allá de las Montañas Rifeas, donde Bóreas vive y donde hay tremendos peligros y todo es inhospitable. Pero, salvadas la espereza y el horror de las referidas montañas, hallábase el viajero en medio de un pueblo excelente, predilecto del dios Apolo, donde casi todos los habitantes cantaban y tocaban deliciosamente la lira, y donde las lindas mujeres eran también cantoras, y bailaban con rara gallardía, y cautivaban los corazones con su ingenio y con su gracia.

En resolución: yo acepto, sin rebajar un ápice y sin borrar una tilde, todo lo bueno que en alabanza de Bogotá dice el señor Cané en su divertido e interesante libro; pero, si no borro, rebajo bastante de los trabajos y de los casos peligrosos de la peregrinación hasta allí desde Barranquilla. ¡Quién sabe si dentro de diez o doce años, o antes, ya desde Barranquilla, ya desde un punto cualquiera de la costa, se subirá por ferrocarril hasta Bogotá con la misma facilidad con que se va ahora desde París a Bruselas!

Por lo pronto, no podemos negar, aunque sí atenuar algo, las penalidades de la ascensión. Y por cierto que lo que apenas puede concebir la fantasía y supone un valor sobrenatural es la hazaña de llegar hasta allí y de descubrir y conquistar aquello, como lo hicieron en 1556 un puñado de españoles, a las órdenes de don Gonzalo Jiménez de Quesada. Cerca de un año duró la peregrinación, y en ella murió la mitad de los aventureros que mandaba don Gonzalo, vencidos por el hambre, los animales ponzoñosos, las fiebres y las inclemencias del cielo; pero, como dice el señor Martín García Meróu en sus Impresiones, «al alcanzar la elevada planicie hallaron la recompensa de sus fatigas. Aquél era el país de los chibchas, el más opulento y el más civilizado que habían encontrado hasta entonces, con sus verdes sementeras, sus poblaciones indígenas, los palacios de sus caciques, la fecundidad de sus campos y la abundancia de sus aguas».

La planicie de Bogotá fue, pues, desde antes que los españoles la descubrieran, centro y foco de civilización. Los chibchas o muiscas de entonces no eran inferiores en cultura a los súbditos de Atahualpa y de Moctezuma, así como los bogotanos de ahora son el pueblo más aficionado a las letras, ciencias y artes de toda la América española.

Desde que el Nuevo Reino de Granada se cristianizó y se españolizó han abundado en él poetas e historiadores, que algo nos han descubierto de su antigua manera de ser, de su mitología, leyendas y vida anterior a la conquista.

De todo esto quisiera yo hablar extensamente, porque todo esto es muy curioso; pero si empiezo tan ab ovo, ¿qué infinidad de cartas no tendré que escribir si he de llegar a decir algo del Parnaso colombiano que usted me ha remitido?

El Parnaso colombiano consta de dos tomos de cerca de 400 páginas cada uno, impresos el tomo primero en 1886 y el tomo segundo en 1887, y que contienen composiciones de más de cien poetas y de quince o dieciséis poetisas, contemporáneos todos, o sea posteriores a la independencia. Pero como usted amplifica e ilustra la colección hecha por Julio Añez con un extenso discurso preliminar, que puede considerarse como compendio de la historia literaria de Colombia, por fuerza, aunque no quiera, tendré que hablar de todo, si he de dar mi opinión a usted, y a los demás que leyeren estas cartas, cierta idea de lo que es ese pueblo y de lo que importa y vale su vida intelectual.

Y ya se entiende que lo que yo diga ha de ser muy somero, por dos razones: porque yo, de mío, soy muy poco profundo, y porque debo ser breve para no cansar.

Aseguro a usted que si no fuese por esta invencible scribendi cacoethes que me aqueja, la tal cuestión de lo profundo y de lo somero me hubiera hecho arrojar la pluma lejos de mí desde hace años. Yo necesito un público mediano en lo tocante a sabidurías; que sepa algo para que no le parezca pesada mi corta erudición; que no sea muy desdeñoso e indiferente para el saber, a fin de que el mío le interese, y que no sepa mucho, a fin de que algo de lo que yo le diga le coja de nuevas, y no lo considere como sabido ni resabido y que ya no se debe ni recordar. Como aquí, o el público es muy sabio, sobrado sabio, o no se le da un comino de todas las sabidurías, yo estoy perdido, y con las cosas que he publicado me han ocurrido mil desengaños.

Pondré ejemplos.

Cuando traduje del alemán la obra de Schack titulada Poesía y arte de los árabes en España, imaginaron muchos que todas aquellas coplas y todos aquellos poetas eran creación mía, y como creación mía, los desdeñaron; pero, en cambio, los profundos orientalistas españoles despreciaron, no sólo la traducción, sino el original que yo había traducido. Los versos todos estaban tomados por Schack, que no sabe árabe, de no sé cuántas traducciones en lenguas modernas de Europa. En suma: mi trabajo era superficialísimo y no enseñaba nada.

Con mis cartas a don Jesús Ceballos Dosamantes me ha pasado algo más gracioso aún, si no fuese tan lamentable. Para muchos yo soy el inventor de don Jesús Ceballos Dosamantes y de su Perfeccionismo absoluto, imaginado adrede por mí para decir algunas burlas, como si mil sistemas filosóficos europeos no se prestasen a más burlas, si está uno de humor para hacerlas; pero, en cambio, el público re-sabio nada halla nuevo ni peregrino en don Jesús Ceballos Dosamantes, ni en su impugnador y expositor tampoco: todo lo han leído y releído, y casi se lo tienen ya olvidado, por saberlo tan bien desde que tomaban papilla.

Así, escribir para mí es como navegar entre dos escollos; pero yo he de escribir sin remedio. No puedo curarme de mi afición a escribir. Lo que procuro inculcar siempre en el ánimo de mis lectores es que no pretendo enseñar, sino entretener un rato, si puedo, y, además, divulgar algunos conocimientos que los sabios están ya hartos y aun tifos de saber, pero que varias personas cándidas y de buena fe ignoran y no desdeñan que lleguen a su noticia.

En estas cartas, pues, nada trato yo de enseñar a los sabios; pero me daré por pagado de que a usted contenten y de que esas varias y pocas personas cándidas sepan por ellas que hay del otro lado del Atlántico, en el corazón de la América meridional, sobre esa elevada meseta o nava de los Andes, cierta agrupación de españoles emancipados, nación nueva, hija de la nuestra, donde nuestro idioma se cultiva y se habla y se escribe con primor, elegancia y pureza, y donde brillan nuestras artes y antigua cultura, transfiguradas y modificadas por otro cielo, por la distancia y por diversas condiciones sociales.

Con tan buen propósito seguiré escribiendo estas cartas, sin arredarme ni desanimarme, si bien procurando que no sean muy largas ni muchas.

Y aquí termino la primera, asegurando a usted que soy su agradecido amigo.




- II -

20 de agosto de 1888.

Muy estimado señor mío: En mi sentir, y ya lo he dicho no pocas veces, sin que crea yo que mi aserto pueda ofender al colombiano más celoso de su nacional autonomía, la literatura de su país de usted es parte de la literatura española, y seguirá siéndolo, mientras Colombia sea lo que es y no otra cosa. No quita esto que se dé diferencia dentro del género; que en la unidad quepa la variedad con holgura; que sobre la condición general de españolismo se note en toda obra del ingenio de Colombia un sello especial y característico, y menos impide que, con el andar del tiempo, pueda llegar lo que Colombia intelectualmente produzca a igualar y aun a superar en mérito y en abundancia la producción literaria de esta península.

Entendidas las cosas así, es doble falta por parte de España el desconocimiento general (y no niego que hay excepciones y personas que saben aquí cuanto de ahí hay que saber) del movimiento intelectual de esa República. Ustedes nos leen, nos conocen, nos estudian; pero en España se sabe poquísimo de los autores colombianos. A remediar esto ha venido la creación de la Academia Colombiana de la Lengua, correspondiente de nuestra Real Academia Española. Así la fraternidad se restablece, y así revive la comunicación entre España y su antigua colonia, hoy emancipada. De esperar es que este elevado comercio, digámoslo así, se extienda y divulgue algo más, para honra y provecho de los que escribimos, y que un libro de Historia, una novela o un poema de ingenio de Colombia halle su público en Madrid, sea objeto de nuestra crítica, llame aquí la atención e interese y se venda en nuestras librerías, con relación a su mérito, como cualquier obra de un escritor peninsular.

Mi deseo es que todo libro colombiano de algún valor deje de ser una curiosidad bibliográfica en España, y, naturalmente, que también los libros españoles lleguen a tener en Colombia más publicidad de la que tienen hoy.

Aún distamos mucho de que se logre esta harto modesta aspiración. Y casi me atrevo a asegurar que en toda nuestra Península e islas adyacentes no hay, no en poder de los libreros, ni en manos de aficionados a versos, más ejemplares del Parnaso colombiano que los que usted y el señor Añez hayan enviado de presente, entre los cuales está el mío.

Al dar yo cuenta aquí del Parnaso colombiano, me parece, pues, que doy cuenta de una rareza literaria.

Toda literatura tiene sus precedentes, y la de ustedes, que puede decirse que empieza con esta centuria, los tiene nobilísimos desde que nació la colonia.

Ya anuncia y augura la vocación literaria de esa nación que el descubridor, conquistador y fundador, don Gonzalo Jiménez de Quesada, fuese letrado a par que guerrero; que tomase ora la espada, ora la pluma, y que dejase escritos un Compendio historial y lo que peor parece que se aviene con su carácter y condición de batallador y aventurero, una obra devota: Colección de sermones con destino a ser predicados en las festividades de Nuestra Señora.

También fue aventurero y soldado el ilustre Juan de Castellanos, que igualmente fue por ahí desde España.

Después de larga vida militar, llena de azares y aventuras, se hizo sacerdote, y retirado en Tunja, empleó los ocios de su sana y robusta vejez en escribir todo cuanto sabía, o por lectura, o de oídas, o por haberlo presenciado, y aun representado en ello su papel, «de la variedad y muchedumbre de cosas acontecidas en las islas y costas del mar del Norte de estas Indias Occidentales, donde -añade él en su dedicatoria a Felipe II- he gastado yo lo más y mejor del discurso de mi vida», etcétera.

No diremos que Juan de Castellanos sea un Virgilio, ni llegue siquiera en pasaje alguno a la alta e inspirada entonación de Ercilla; pero son asombrosos y simpáticos su facilidad, el candor de su estilo, la frase natural y castiza, y a veces la gracia y el primor con que lo va refiriendo todo en octavas reales o de versos endecasílabos. Su obra es inmensa, pues no sólo compuso las Elegías de varones ilustres de Indias, que llenan un tomo de 565 páginas de la compacta edición de Autores Españoles, de Rivadeneyra, y contienen muy cerca de noventa mil versos, sino también una Historia del Nuevo Reino de Granada, que andaba inédita y como perdida, y que ha poco publicó por vez primera don Mariano Catalina en su Colección de escritores castellanos. Todo esto lo hacía el historiador-poeta sin esperar remuneración alguna, sino la de su beneficio, y, como dice con cándida sencillez, «para no comer el pan de balde».

Y no se imagine que la lectura de las obras de Juan de Castellanos sea fatigosa e inútil. Contienen las obras un precioso tesoro de noticias, y no rara vez caen muy en gracia la inocente malicia, el desenfado y la soltura con que refieren algunas cosas cómicas o les ponen comentarios. Así, al hablar de cierta fuente milagrosa que devolvía doncellez y vigor a mujeres y a hombres, pondera Castellanos la multitud de gente que iría en peregrinación allí, si el hecho fuera indudable, para recobrar sus antiguas gallardías, y añade:


   Cierto, no se tomaran pena tanta
por ir a visitar Tierra Santa.

Parece, a la verdad, un cuento de La Fontaine aquel episodio del portugués, enamorado de la india, que no gustaba de él y quería abandonarle. El portugués para gala y como principio de civilización y de púdico decoro, había revestido a la india de una camisa. Era de noche: la india estaba al lado de su amigo, y para alejarse pretextó cierto indispensable negocio. Como la india era ladina, pensó en que la camisa blanqueaba en la oscuridad, y quitándosela a escape, se quedó con el traje que fue de su crianza. Así se escapó de entre las manos del portugués, el cual, contemplando siempre la camisa, que había dejado ella tendida en unas matas, creía que allí estaba la señora de sus pensamientos. Impaciente ya de que tardase tanto, el portugués decía: Ven ya a os brazos do galan que te deseia.


   Viendo no responder, tomó consejo
de levantarse con ardiente brío,
diciendo: ¿Cuidas tú que non te vejo?
¡Vejote muyto ben pelo atavio...!
Echole mano; mas halló el pellejo
de la querida carne ya vacío:
tornose, pues, con sólo la camisa,
y más lleno de lloro que de risa.

A más de Juan de Castellanos, habla usted en su Estudio preliminar de otros muchos escritores que hubo ahí durante el período colonial, descollando entre los poetas Hernando Domínguez Camargo, autor de un poema sobre San Ignacio de Loyola: don Francisco Álvarez de Velasco y una inspirada y mística monja llamada la madre Castillo.

Por lo demás, la historia literaria de ahí sigue un curso paralelo al de la nuestra: idéntico culteranismo o gongorismo en el siglo XVII; idéntica decadencia prosaica hasta mediado el siglo XVIII, y hacia fin del siglo, y en el primer tercio del siglo XIX, cierto renacimiento y gusto más puro y elevado, aunque debido al menoscabo de la originalidad castiza y a la limitación, si no de las composiciones, de los preceptos del seudoclasicismo francés.

El romanticismo penetró ahí, como en España, por medio de la literatura francesa. Y justo es confesar que si durante el imperio seudoclásico seguimos los preceptos franceses, y nuestra poesía estuvo impregnada, así como la política, de la ligera filosofía sensualista, liberalesca y filantrópica o humanitaria de Francia, la poesía era, en la forma, menos imitadora que lo fue después de la francesa. El seudoclasicismo francés no había tenido un Víctor Hugo que darnos por modelo. De aquí que nuestros poetas peninsulares anteriores al romanticismo, aunque estén inspirados por Rousseau o por Voltaire o por otros autores de Francia, son castizos en la forma, y si a alguien imitan es a los clásicos griegos y latinos, a los italianos y a nuestros mismos clásicos del siglo XVI. Lo propio puede decirse de los poetas hispanoamericanos del citado período. Con el romanticismo perdimos, sobre todo en América, en la castiza originalidad de la forma. Y digo sobre todo en América, porque ahí, como en tierra de menos recuerdos, y que mira más al porvenir, prevaleció el romanticismo de las ideas modernas sobre el romanticismo retrospectivo e histórico que nos dio en España al Duque de Rivas y a Zorrilla, y que prestó a Arolas, a Hartzenbusch, a García Gutiérrez y a muchos otros un fondo y un color castizos y populares, los cuales vinieron a extenderse hasta por las obras de los poetas más cosmopolitas, como Espronceda.

Pero pasó de moda el romanticismo, como el seudoclasicismo había pasado, y tanto en España cuanto en Colombia, realizada esta revolución literaria, indispensable y bienhechora, se sintieron sus saludables efectos, y apareció una filosofía del arte y, por tanto, una crítica más comprensiva y trascendente.

En este punto, y guiado usted por esta más alta crítica, habla y juzga a los autores, todos sus contemporáneos y compatricios, que el Parnaso colombiano encierra.

En el fondo de sus ideas, como en el fondo de las nuestras, ¿quién negará que hay mucho elemento filosófico y científico, importado de Francia, de Inglaterra y de Alemania? Vamos detrás de estas naciones, y el abatimiento y la modestia nos inducen a creer que vamos aún más rezagados. Pero el sentimiento y la forma, y el medio ambiente y los recuerdos históricos, salvan y dan realce a la propia originalidad, y producen una poesía que no carece de ser y de índole peculiares.

Aunque ustedes, como nosotros, se dejan influir por poetas extranjeros, siendo los que más han influido últimamente, tanto ahí cuanto aquí, Byron, Víctor Hugo y Enrique Henie, yo noto con mucho gusto que, contra esta corriente de extranjerismo, luchan en Colombia, no sin éxito, la buena tradición española y el ejemplo y el modelo que ofrecen poetas peninsulares del día, conocidos todos en América, y tal vez más queridos, encomiados y estudiados que en España.

Nuestros poetas, de los que veo más huella y sabor en los novísimos colombianos, son Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce.

Los que usted más celebra y los que antes han tenido ahí más influjo son Quintana, el Duque de Rivas, Espronceda, García Gutiérrez, Tassara y Bermúdez de Castro. Y al que usted pone por las nubes, como contradiciéndonos, pero no a mí, que sigo casi su opinión, es a Zorrilla, a quien usted llama la primera figura poética de España en este siglo.

Con lo dicho se empieza a formar idea de la fisonomía general del Parnaso colombiano. Hay que añadir ahora otros rasgos singulares. A pesar de la extraordinaria facilidad con que en Colombia se versifica, y aunque es Colombia una república democrática, su poesía es aristocrática, culta y atildada. Se ve que es producto de algo como una casta superior, dominadora aún, no por las leyes, que a todos hacen iguales, sino por la inteligencia, el saber y la cultura, que importó en el país sobre otra casta inferior, que no se ha extinguido ni ha desaparecido casi, como en las que fueron colonias inglesas, sino que vive en cierta subordinación patriarcal y suave.

Las ideas, los sentimientos, el habla, la religión, las costumbres y tradiciones importados de España por los que vinieron a fundar la colonia persisten, pues, y son tenidos en gran veneración. Son como los dioses penates, que no ahuyentaron ni la revolución, ni la guerra de la independencia contra la metrópoli, ni las ulteriores guerras civiles.

De aquí que el hombre quizá más eminente de Colombia por el pensamiento, en el vigor de su edad aún (nació en 1843), sea un ultraconservador, un tradicionalista, lo que llamábamos pocos años ha en España un neocatólico; pero un neocatólico, un retrógrado, que, como dice el liberal señor Cané, «ha leído cuanto es posible leer en treinta años de vida intelectual. Su alta inteligencia ha entrado a fondo en la literatura moderna, y pocos como él podrían hablar con tal autoridad de lo que en materia de ciencias y letras se ha hecho en el mundo en los últimos cien años».

Este hombre, además, es un sabio filólogo y humanista, muy versado en los autores clásicos, griegos y latinos, como lo demuestra su hermosa traducción de Virgilio.

Ya se entiende que hablo de Miguel Antonio Caro, hijo de José Eusebio, poeta ilustre también, y de cuyas poesías ha hecho linda edición, agotada ya, el señor don Mariano Catalina en su Colección de escritores castellanos.

Miguel Antonio ha escrito mucho en prosa, así de Ciencias Morales y Políticas como de Filología. En pocos escritos modernos resplandece más que en los de este autor lo que podemos llamar el españolismo.

Por ello le censuran no pocos americanos; pero no hemos de ser los españoles los que también le censuremos. Además, que los mismos americanos más liberales empiezan ya a calificar de injusta y de cansada y de falsa tanta y tanta declamación contra los descubridores y conquistadores de América. Sus culpas, si por herencia se transmiten, más pesan sobre los americanos, si no son indios, que sobre nosotros, ya que nuestros padres, salvo el caso de algunas familias históricas, como Colón, Pizarro, Cortés y Orellana, se quedaron por acá y no cometieron las atrocidades feroces que a los conquistadores se atribuyen.

Y aun dando por evidentes todas esas atrocidades, ¿es de presumir que a fines del siglo XV y principios del siglo XVI hubieran sido más humanos, más benignos y más generosos los ingleses o los alemanes, por ejemplo, si les hubiera tocado hacer nuestro papel, descubrir ese continente, y el mar del Sur, y los Andes, y echar por tierra los imperios del Perú y de Méjico? ¿Habría en Colombia tanto indio vivo si en vez del literato y autor de sermones don Gonzalo Jiménez de Quesada, y de los frailes, entre los cuales hubo más Las Casas que Valverdes, hubiera ido por ahí un aventurero tudesco con buen golpe de lansquenetes?

Estas y otras consideraciones por el estilo, que se le ocurren a cualquiera, valen para disculpa, suponiendo que necesite disculpa el retrogradismo o tradicionalismo de don Miguel Antonio Caro, y prueban que no se puede acusar a este señor de que defiende hasta la Inquisición, y de que su prurito de santificar lo pasado es irreconciliable con la clara luz de su elevado entendimiento.

Este entendimiento elevado brilla en todas las obras de don Miguel Antonio, le ha hecho célebre y muy estimado en toda América, y aun entre nosotros, e ilumina singularmente sus poesías, de las que en el Parnaso colombiano hay hermosísimas muestras. No sin motivo califica usted al autor de gran poeta, y considera sus mejores versos La vuelta a la patria. En lo que no estoy conforme con usted es en que no hay nada por el estilo de esta composición en la poesía castellana y en colocarla en el género de poesía inglesa. Ferviente admirador soy yo también de la poesía inglesa, y la creo, por lo general, más concisa que la nuestra y muy hondamente sentida. Para lo de la concisión hay hasta razones materiales. En inglés bien se puede afirmar que la mitad o menos de las sílabas que en castellano basta a expresar las mismas cosas.

Y, sin embargo, yo nada veo de exótico en La vuelta a la patria, del señor Caro. No es menester dejar de ser español para ser sencillo, sentido y profundo. No eran ingleses, ni habían leído poesía inglesa, fray Luis de León y Jorge Manrique. Dejando, no obstante, esta discusión a un lado, convengo en que es preciosa La vuelta a la patria. Aquella dulce y mística melancolía: aquella vaguedad esfumada con que percibimos como verdadera patria la que está más allá de la muerte; y aquella pintura, tan natural y verdadera, de la patria terrenal, de la casa de nuestros padres, del valle tranquilo en que pasó nuestra niñez; y aquella mengua y abatimiento del corazón enfermo, que vuelve a su antigua soledad, que la desea y que ya no la halla, porque ya no existe sino en su mente como ideal divino; todo, en suma, en esta composición, en que hay más sentidos y más ideas que palabras, la hacen, en mi opinión, perfecto dechado de poesía de sentimiento en cualquier idioma. No se puede citar un solo verso sin citarlos todos. Nada huelga en la composición. Todo está primorosamente enlazado y forma el más armonioso conjunto.

Tampoco estoy conforme con usted en calificar de germánica La flecha de oro. Aquello es original, es nuevo; pero ¿por qué no ha de haber nada español que tenga algo de original y de nuevo, que no esté viciado en los antiguos moldes y que no por eso sea germánico o inglés? El asunto de La flecha de oro, el cuento, es tan poco germánico, que está tomado del principio de un cuento de Las mil y una noches. Lo inventado por Caro es el valor simbólico y trascendente que adquiere en su breve poesía la antigua leyenda india, persa o arábiga. El príncipe, en los versos de Caro, no vuelve a encontrar la flecha, como la encuentra en el cuento de Las mil y una noches. No hubo hada Parabanú que, enamorada de él, la extraviase para atraerle. La flecha del antiguo cuento nada significa; la flecha del poemita de Caro tiene alta significación. Y la sobriedad artística con que esta significación queda indeterminada hace aún más poéticos los versos, abriendo la puerta a la fantasía del lector, para que se lance volando por todos los libros, infinitos espacios de las filosofías y de las religiones, en busca de la perdida flecha. Sin envidiar al hermano que, por apuntar más bajo, tocó en el blanco y heredó el reino terrenal de su padre.

De aquí que toda alma soñadora y entusiasta pueda creerse el héroe o la heroína de los versos, y decir:


   Yo busco una flecha de oro
que, niño, de una hada adquirí,
y «Guarda el sagrado tesoro
-me dijo-; tu suerte está ahí.»
Mi padre fue un príncipe; quiere
un día nombrar sucesor,
y a aquél de dos hijos prefiere
que al blanco tirare mejor.
A liza fraterna en el llano
salimos con brío y con fe:
la punta que arroja mi hermano
clavada en el blanco se ve.
En tanto, mi loca saeta,
lanzada con ciega ambición,
por cima pasó de la meta,
cruzando la etérea región.
En vano en el bosque vecino,
en vano la busco doquier;
tomó misterioso camino
que nunca he logrado saber.
El cielo me ha visto horizontes
salvando con ávido afán,
y, mísero, a valles y a montes
pidiendo mi infiel talismán.
Y escucho una voz: «Adelante»,
que me hace, incansable, marchar;
repítela el viento zumbante;
me sigue en la tierra y el mar.
Yo busco la flecha de oro
que, niño, de una hada adquirí,
y «Guarda el sagrado tesoro
-me dijo-; tu suerte está ahí.»

No he sabido resistir a la tentación de poner aquí La flecha de oro, aunque me acuse usted de impertinente y de copiarle lo que de memoria sabe.

Yo soy tardío, pero cierto. Hace cerca de un año que debo contestación a la carta de usted; pero ahora voy a pagar con usura, escribiéndole una serie de ellas, pues no se requieren menos para dar alguna idea de lo que es el Parnaso colombiano.




- III -

27 de agosto de 1888.

Muy estimado señor mío: Entre las varias dificultades con que tropiezo al emitir mi juicio sobre el Parnaso colombiano, cuenta por mucho (y ¿por qué no confesarlo?) mi corto saber de los hombres y las cosas de ese país. En una recopilación de versos escogidos de varios sujetos, que son, además, personajes políticos, y que han escrito, en prosa, en periódicos, y que han compuesto novelas y libros de Derecho, de Filosofía, de Filología y de Historia, que no conozco, es menester que yo adivine mucho, y toda la adivinación está sujeta a graves errores.

La mayoría de los poetas, de quienes el señor Añez pone tres o cuatro composiciones en su Parnaso, han escrito tomos enteros. ¿Quién me asegura que lo que inserta el señor Añez sea lo mejor y lo más característico? ¿Y cómo, por las breves noticias bibliográficas que preceden a las composiciones de cada autor, y por lo que él dice en ellas, averiguar con plena certidumbre sus doctrinas y creencias y tasar su valer en lo justo?

Por todo esto, y porque no me es dable extenderme demasiado, mi crítica tiene que ser incompleta; no será crítica: me limitaré a participar a usted mis impresiones en general, sin detenerme a decir algo en particular sobre tanto poeta.

He empezado por Miguel Antonio Caro, porque es el más conocido entre nosotros. Es fundador de la Academia Colombiana, correspondiente de la Española, director de la Biblioteca Nacional en su país, y ahí y en todas partes muy notable polígrafo y erudito, lo cual no impide que sea también elegante, inspirado y entusiasta poeta. Las dos composiciones suyas, que ya hemos citado, lo demuestran bien, y no lo desmienten otras cuatro que inserta de él el Parnaso: una, A la estatua de Bolívar, obra admirable de Teneranni, que está en la plaza Mayor, de Bogotá, y otra de ellas, A la gloria, donde yo admiro y envidio el fervor amoroso del poeta, que la canta y la desea, exento de aquella mala vergüenza con que por Europa tratamos de encubrir ese entusiasmo, si por acaso lo sentimos. Todos los que componen versos lo sienten aún, pero con más tibieza, y no todos se atreven a decir ni dicen tan bien a la gloria:


A cantar me obligaste con levantado aliento,
y en premio me ofreciste tu divinal favor.
Hoy a buscarme vuelves. Yo conozco tu acento
y sé de tus miradas el mágico fulgor.
................................................................
    ¡Oh! ¡Cumple tus promesas; alza mi nombre al cielo,
lleva los cantos míos al último confín
y dales, incansable en tu radioso vuelo,
la heroica resonancia de tu inmortal clarín!

En casi todos los poetas de que hay obras en el Parnaso colombiano debo decir, en honor de la verdad, que se advierte un sabor castizo, una corrección y una elegancia sencilla, que, no en todos, sino sólo en nuestros mejores y más cultos peninsulares se nota. Claro se ve que en Colombia es cultivado con amor y con atinado ahínco nuestro patrio idioma; que en Colombia ha nacido Rufino Cuervo. Todas las locuciones vulgares, todas las adulteraciones que pueblo tan remoto de España ha introducido en el lenguaje español, quedan tan estudiadas y corregidas en las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, de Cuervo, que no hay rastro de ello en la buena poesía.

De este respeto general al idioma aún da Cuervo otra prueba más brillante, viniendo a constituirse, como usted dice, desde un rincón de los Andes, en maestro excelente y superior del habla de Castilla. Su Diccionario de construcción y régimen es un portento de erudición, de buen gusto, de tenacidad y de paciencia.

Imposible parece que, en medio de las faenas de una fábrica de cerveza, donde Rufino, auxiliado por su hermano Ángel, creó los bienes de fortuna que no tenía, le sobrasen tiempo y medios para leer, conocer a fondo y poder citar todo libro escrito en castellano desde la formación del lenguaje hasta ahora. Así será su obra alto monumento literario, honra de Colombia, de él y de la raza a que pertenece. Al mismo tiempo, da Rufino Cuervo noble ejemplo de vivir, cuando, hijo del que fue presidente de la República, no se avergüenza de emplearse en bajos y mecánicos menesteres para ganarse la vida, y, ya ganada, la consagra por completo a competir con Littré, sino a vencerle, haciendo un Diccionario de autoridades, con tal copia de ejemplos, que pasma y aturde, y donde está la historia de cada palabra y de todas sus acepciones, desde el siglo XII hasta el XIX.

Hablo aquí de Cuervo para consagrarle este testimonio de mi admiración, y para que sea como muestra y garantía de que en su tierra se sabe la lengua castellana, lo cual importa mucho en la alabanza de sus poetas. El crítico circunspecto, digan lo que digan los entusiastas y sublimes, tiene que ir con pies de plomo en eso de conceder o de negar patentes de genio y en disponer de la inmortalidad gloriosa para otorgarla o rehusarla, según su antojo; pero bien puede afirmar, y yo lo afirmo del Parnaso colombiano, que es un dechado de buen decir, y fehaciente documento de la civilización del pueblo donde tales poetas hay, y del arte, magisterio y esmerado tino con que manejan el habla, instrumento de la poesía.

Prestan, además, carácter a la poesía colombiana en general dos condiciones, o, mejor diré, circunstancias, que influyen mucho en que sea buena y original. Es una el espectáculo de la magnífica Naturaleza que rodea al poeta y le inspira, y es otra la sencillez patriarcal de costumbres, que trasciende y da clara y dichosa muestra de sí en el estilo, a pesar de ciertos refinamientos de cultura intelectual, y a pesar de autores grandes, sí, pero enrevesados, ampulosos y gongorinos a su manera, que a veces se toman por modelo, como Víctor Hugo, por ejemplo.

Para citar algo que ponga de manifiesto lo que digo, tengo que ir muy a la ventura, y no respondo de que lo que yo cite sea siempre de lo mejor. Los poetas citados tienen, además, que permanecer para nosotros medio desconocidos. Por unos cuantos versos no es posible apreciar a los que han escrito mucho.

Hay, verbigracia, un doctor Manuel María Madiedo que ha escrito tanto como el Tostado. Ha escrito tragedias, dramas, sainetes, novelas y obras por cuyos títulos, que es lo único que yo conozco, se calcula que han de ser de filosofía, de religión y de política, como La ciencia social, Crítica general, Derecho de gentes, Nuestro siglo XIX, El cáncer de los siglos, La razón del hombre juzgada por sí misma y La divina profundidad de la filosofía del Evangelio.

El señor Madiedo ha escrito muchísimo en los periódicos; es de los que más han hecho por la instrucción pública de su país: ha sido rector y catedrático en varios colegios. En su misma casa ha puesto cátedra y ha dado lecciones gratis. Es jurisconsulto, etcétera, etc. Y, sin embargo, no hay en el Parnaso colombiano más que una sola composición del doctor Madiedo tal vez de su mocedad, tal vez de las más descuidadas. Es, pues, evidente que yo no intento dar a conocer el mérito del doctor Madiedo por un trozo de la susodicha composición. Cito sólo el trozo para muestra del candor natural y sin aliño con que, sin duda, hace versos en Colombia todo hombre de ingenio y de ciencia fijando sus primitivas impresiones por medio de la palabra rítmica y procurando transmitir y perpetuar la idea y el sentimiento que ha despertado en su espíritu la Naturaleza circunstante.

Los versos del doctor son al río Magdalena, al que, entre otras mil cosas que justifican no poco las que yo sospechaba que fuesen ponderaciones de mi amigo el señor Cané, dice lo siguiente:


   No nadan rosas en tus aguas turbias,
sino los brazos de la ceiba anciana,
que desgarró con hórrido estampido
tremendo rayo de feroz borrasca.
Yo veo serpientes que tus aguas surcan,
cuyos matices a la vista encantan,
y oigo el ronquido del hambriento tigre
rodar sobre tu margen solitaria;
mientras, salvaje, el grito de los bogas,
que entre blasfemias sus trabajos cantan,
vuela a perderse en tus sagradas selvas,
que aún no conocen la presencia humana.
¡Oh! ¡Qué serían sátiros y faunos,
bailando al son de femeniles flautas,
sobre la arena que el caimán da vida
en tus ardientes y desiertas playas!
¡Ah! ¡Qué serían cerca de los bogas
que, rebatiendo las callosas palmas,
en el silencio de solemne noche
en derredor de las hogueras danzan!

Debe entenderse que estos bogas son los indios briosos y sufridos, aunque groseros y algo feroces, que se emplean en todas las faenas de la navegación y tráfico por el gran río. Los sátiros y los faunos, el doctor tiene razón, quedan chiquitos al lado de estos bogas, que encienden las hogueras para ahuyentar a las bestias feroces, y que el doctor ha visto


dando a los aires la robusta espalda
sobre la arena que marcado habían
de las tortugas la penosa marcha,
y del caimán la formidable cola,
y de los tigres la temible garra.
Yo los he visto en derredor del fuego
danzar al eco de sonora gaita,
mientras silbaba el huracán del Norte
sobre tus olas con sañuda rabia.

El cuadro es completo en su sencillez, y se ve que está tomado del natural. Allí impera el hombre primitivo, libre, fuerte, luchando con una Naturaleza terriblemente poderosa, bella y rebelde.


En vano busca en tu desierta margen
el hombre que cual leve sombra pasa,
palacios y ciudades de una hora
que derrumban del tiempo las pisadas.

Pero, en cambio, ¡cuánta poesía, cuánta libertad y cuánta hermosura, apacible a veces,


cuando, en un cielo plácido y sin mancha,
mira la luna en tus remansos bellos
su faz rotunda de bruñido nácar!

Entonces, al contemplar el poeta el Magdalena,


en sus riberas vírgenes admira
la creación saliendo de la nada,

y piensa que


el hombre libre, que sus redes seca,
en tu sublime margen solitaria,
como en Edén nuestros primeros padres,
sólo de Dios adora la palabra.
...................................................
Cedros y flores ornan tu ribera
y aves sinfín que con tus ondas hablan,
en sus variados armoniosos cantos,
de tus desiertos la grandeza ensalzan.

Si la pompa y la grandeza de estos desiertos han sido ensalzadas por los poetas colombianos, natural es que lo haya sido más la útil y cómoda beldad de la llanura elevada donde Bogotá se encuentra, y que, por parecerse a Granada, con su Sierra Nevada y con su vega, valió a aquellas regiones el nombre de Nueva Granada.

El prodigioso salto del Tequendama debió de ser y ha sido también asunto adecuado y frecuente de la poesía, compitiendo con el Niágara. Ya los indios habían poetizado el Tequendama en su mitología. Nemterequeteba es uno de los nombres del ser sobrenatural que, como Manco Capac, con relación a los peruanos, trajo la civilización a los chibchas, apareciendo entre ellos, estableciendo religión y vida política y enseñándoles a tejer, a labrar la tierra y a fundir y esculpir el oro, aunque no el hierro, que desconocían.

El río Funca o Bogotá se desbordó y cubrió la llanura toda. Los hombres, para no morir ahogados, tuvieron que encaramarse y refugiarse en lo alto de las montañas. Y entonces fue cuando Nemterequeteba, hiriendo con su báculo una finísima roca, abrió paso al agua, que se precipitó por allí con estruendo y como en un abismo. Tal origen tuvo el salto del Tequendama en la imaginación de los chibchas. Los modernos colombianos lo celebran y describen en hermosos versos.

Uno de los cantores del Tequendama es don José Joaquín Ortiz, de quien tengo que decir lo mismo que de Madiedo y que de casi todos. Es autor de multitud de obras que no hemos visto por aquí; de novelas, de comedias, de Lecciones de Literatura castellana, de muchas poesías y de un libro titulado Testimonio de la Historia y de la Filosofía acerca de la divinidad de Jesucristo.

Sus versos al Tequendama son buenos, pero no los citaré, para citar otros que me parecen mucho mejores. Y no creo que el señor Ortiz se enoje o se aflija de esta preferencia, como dicen que una vez se enojó y afligió mucho Píndaro de que, en los Juegos Olímpicos, Corina le venciese. En tiempo de Píndaro no se usaba la galantería que ahora se usa, y que tanto resplandece en otros versos del señor Ortiz, donde lindamente encomia a sus paisanos. Yo, por otra parte, ya que no cite los versos del señor Ortiz a la catarata, he de citar algo de estos otros de que hablé, no sólo por el encomio de las damas colombianas y porque en ellos se alude también al gigantesco salto, sino porque, escritos para una fiesta nacional y llenos del más ardiente afecto a Colombia, manifiestan profundo amor filial a la antigua metrópoli, amor que nos enorgullece, que procuramos pagar y que muestran y sienten los hispanoamericanos, a pesar de los errores y torpezas en que han incurrido con frecuencia nuestros Gobiernos en sus relaciones con aquellas repúblicas.

El señor Ortiz quiere cantar a su patria, duda de su estro y dice:



   ¡Oh, no! Para cantarte dignamente
poderosa no fuera
del viejo Homero la robusta trompa,
ni de Marón la lira lisonjera.
¿Y yo he de alzar, loándote, mi acento,
de tu gran día en la solemne pompa?

   ¿Qué es la humilde retama
junto al baobad, patriarca de la selva,
que su gigante mole saca al cielo?
¿Qué el menguado arroyuelo
que corre sin rüido,
en la callada soledad perdido,
en medio de los Andes,
con nuestro poderoso Tequendama,
que al arrojarse en el abismo brama,
atronando el desierto en voces grandes?

Toda esta composición está llena de apasionante lírico arrebato. El poeta, ya anciano, es uno de los últimos testigos de la gloriosa Guerra de la Independencia, y lamenta las discordias civiles del día, mientras que las hazañas de Bolívar y de los demás libertadores dan a su ánimo afligido


consuelo celestial con su memoria.

Bolívar es para él tan grande como Colón. Si éste descubre la América, el otro la liberta. Si Colón,


... el inmortal piloto,
ve salir lentamente de la espuma,
como alza el cáliz el fragante loto,
la americana tierra,

y si Colón puede entonces exclamar, ebrio de gozo:

¡Gloria al Señor! ¡He descubierto un mundo!

Bolívar también,


al través de los campos de la muerte,
llega, por fin, de donde el mar recibe
al Orinoco en amoroso abrazo,
a la cima en que eleva al firmamento
su frente de granito el Chimborazo,
y derrama la vista abajo, y mira
cual salidas del báratro profundo,
cinco grandes naciones,
y clamar puede, al fin, ebrio de gozo:
«¡Gloria al Señor! ¡He libertado un mundo!».

Pero este mismo anciano poeta, que vio al libertador y que tanto le ensalza, ama a España y nos asegura que nunca cesó de pensar en ella y de desear la reconciliación.


En esos años de la ausencia fiera,
el recuerdo de España
seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro;
la sangre que circula por sus venas
y el hermoso lenguaje;
sus artes, nuestras artes; la armonía
de sus cantos, la nuestra; sus reveses,
nuestros también, y nuestras
las glorias de Bailén y de Pavía.

Hasta las mujeres de su país traían al poeta, en su mocedad, el recuerdo y el amor de España:


En el porte elegante,
en el puro perfil de su semblante,
en su mirada ardiente y en el dejo
meloso de la voz, eran retrato
de sus nobles abuelas;
copia feliz de gracia soberana
en que agradablemente se veía
el decoro y nobleza castellana
y el donaire y la sal de Andalucía.

Quien a la edad de setenta años echa aún tan bonitos requiebros a sus paisanas, estoy seguro, repito, de que no ha de afligirse de que se dé a una de ellas la preferencia en lo de cantar el Tequendama. Y no es esto decir que el señor Ortiz no sienta y exprese bien la Naturaleza, sino que ante la catarata fue menos feliz que una poetisa. Ortiz, en su composición A una golondrina, prueba que vale mucho en este género. No me atrevo a decidir si es coincidencia o imitación; pero en el corte, en el tono, en la serena melancolía de sus versos A una golondrina, se recuerda a Leopardi, salvo que la fe, que no abandona a Ortiz, quita a sus versos la amarga desesperación que la incredulidad de Leopardi prestaba siempre a cuanto escribía. Hay, además, en Ortiz, no poco de quintanesco y clásico, al ver siempre al hombre y al pensar más en su destino, en su progreso, en su libertad, en su infelicidad o en su dicha, que en todas las magnificencias de la Tierra y de los cielos. Todo esto es para él como el fondo que pinta ligeramente el artista en un cuadro donde campea la figura humana.

En cambio, la ilustre poetisa antioqueña Agripina Montes siente y refleja con gran viveza y vigor la hermosura y sublimidad de los seres inanimados o inferiores al hombre.

El sentimiento de la Naturaleza es en su alma todo lo profundo que puede ser en un alma católica y española; porque la idiosincrasia de nuestra raza pone la propia individualidad por cima de todo, y jamás hubo teósofo español que la disolviese en la inmensidad del Universo, ni místico, y eso que los hemos tenido maravillosos, que la sepultase en el abismo interior del centro del espíritu.

Yo no aclamo, me limito a repetir el grito de admiración con que en su patria saludan a doña Agripina, aclamándola Musa del Tequendama. Añadiré, además, que, por las noticias que me da el colector Añez, doña Agripina es una señora guapa, joven aún, que se casó, en muy temprana edad, con don Miguel del Valle, de quien tuvo numerosa prole y de quien, en 1886, quedó viuda. Vive consagrada a sus hijos, a par que da lecciones en establecimientos de educación y en casas particulares. En 1887 ha sido nombrada directora de la Escuela Normal de Santamarta. El señor Añez la celebra por no menos hábil y activa en labores caseras que con la pluma.

Para muestra de esta última y superior habilidad, quisiera yo poner aquí toda la oda al salto; pero no me atrevo a llenar mucho las columnas de El Imparcial, y me limitaré a trasladar a ellas algunos fragmentos.

Aun así lo dejaré para otro día, porque ya va siendo demasiado extensa esta carta.




- IV -

3 de septiembre de 1888.

Muy estimado señor mío: Yo hago muchos distingos, y no afirmo ni niego por completo sino rarísimas veces. Por esto me acusan de escéptico. Pero, en fin, yo soy así, y no lo puedo remediar. La famosa sentencia ut pictura poesis, que en Alemania y en Inglaterra ha sido fundamento de sendas escuelas de poesía, me parece falsa como no se limite mucho.

Hay, debe de haber, poesía descriptiva, como hay pintura de paisaje; pero la poesía describe de un modo reflejo lo que la pintura pinta de un modo más directo. La poesía vence a la pintura cuando la poesía describe, no el objeto que se ve, sino la impresión, el sentimiento y la idea que el objeto que se ve produce en lo profundo del alma. En cambio, para conocer bien el objeto tal como es, o al menos tal como aparece, la pintura y hasta la fotografía valen más que la poesía más fiel y más pintoresca.

La palabra fría de la prosa, fórmulas aritméticas áridas, nomenclaturas técnicas, dan más cumplido concepto de lo que es cualquier objeto o fenómeno del mundo exterior que los versos más elocuentes y sublimes.

Heredia, poeta de Cuba; Pérez Bonalde, poeta de Venezuela, han compuesto versos hermosísimos al Niágara. Mas para formar idea del Niágara dice más el que dice: «El río se precipita desde una altura de más de cincuenta metros; contando con la isla de la Cabra que está en medio y divide la catarata, la anchura del río, en el lugar que se precipita, vendrá a ser de mil trescientos metros; y el volumen de agua que cae cada hora es de noventa mil millones de pies cúbicos ingleses, según los cálculos de Lyell.»

No hay oda ni himno que haga concebir mejor la grandeza del Niágara. De donde yo infiero que la poesía realista o naturalista vale poco, y que el verdadero valor de la poesía está, no en lo real, sino en lo ideal, en la pasión, en el sentimiento que produce el objeto en el espíritu de quien lo contempla; en lo sobrenatural y en lo infinito, cuyo volumen Lyell no calcula; en Dios o en el diablo, que al poeta se le aparece, o que surge, evocado por él, del seno agitado y estrepitoso de aquellos noventa mil millones de pies cúbicos por hora, que desde hace tantos siglos, sin que disminuyan, se van derrumbando a un lado y a otro de la isla de la Cabra.

Siempre he leído con gusto el precioso libro de Víctor de Laprade sobre El sentimiento de la Naturaleza, y no porque me ha convencido, sino porque ha corroborado, con todo su saber y su discreción, lo mismo que yo pensaba y sentía. La poesía tiene por objeto al hombre, con todo lo que hay en su espíritu. Su pensamiento, su acción es siempre el asunto. Donde no hay acción humana, la poesía descriptiva se diría que está de sobra; acuden a la memoria de Lope:


   En este valle y líquida laguna,
si he de decir verdad como hombre honrado,
jamás me sucedió cosa ninguna.

Así es que Homero, guiado por su instinto divino e infalible, no describe, y si describe, la descripción se vuelve acción. No se para Homero a describir las armas de Aquiles, sino que nos lleva a la fragua, y vemos a Vulcano con el martillo y las tenazas; y vemos el oro y el bronce que se derriten, y los fuelles que soplan, y el fuego que arde; y vemos trabajar al dios, y salir de entre sus manos ágiles y de su maravillosa mente de artista la fuerte coraza, el penachudo morrión y el estupendo escudo, en cuyas cinco zonas el dios va esculpiendo a nuestra vista, llena de grato asombro, cuanto hay de más hermoso en el Cielo y en la Tierra.

Con el Tequendama ocurre lo mismo que con el Niágara. Cualquiera descripción en prosa, la de Humboldt, la del matemático Caldas, la del barón de Japurá dan más cumplida idea que los mejores versos. La masa de agua que se precipita es muy inferior, pero cae de un lugar cerca de cuatro veces más alto. El agua, además, choca primero contra un banco de piedra, y allí revienta; hierve y se lanza de nuevo, en plumas divergentes, hacia el abismo. En el fondo es más terrible el choque, y no puede mirarse sin horror. Las plumas de agua, las puntas de lanzas, que tal parecen, se despeñan con increíble rapidez y se suceden unas a otras. Al llegar al fondo, cuando no antes, en virtud de su vertiginoso descenso, se desmenuza el agua y se pulveriza, y asciende luego en forma de nubes, que el sol dora y adorna con el iris. Se diría que el Bogotá, acostumbrado a correr por las regiones elevadas de los Andes, baja, a pesar suyo, a aquella profundidad y quiere otra vez elevarse, orgulloso, en difusos vapores. Estos vapores asegura Humboldt que se ven desde la ciudad de Bogotá, a cinco leguas de distancia.

Después de esto, ¿qué podrá añadir la poetisa, qué ponderación realzará de sus versos la pintura de la catarata? La impresión propia, el vuelo de su espíritu, su humano pensamiento y su elevada fantasía, que entrevé a Dios en el horrendo arco que forma el agua.

Después prosigue la poetisa:



   ¿Qué buscas en lo ignoto?
¿Cómo, adónde, por quién vas empujado?
Envuelto en los profundos torbellinos
de la hervidora tromba de tu espuma,
e irisado en fantástico espejismo,
con frenesí de ciego terremoto,
entre tu aérea clámide de bruma,
te lanzas despeñado,
gigante volador, sobre el abismo.

    Se yergue a tu paso murallón inmoble,
cual vigilante del Leteo;
mas de tu ritmo bárbaro el redoble
vacila con medroso bamboleo.
Y en tanto, al pie del pavoroso salto,
que desgarra sus senos al basalto,
con tórrida opulencia,
en el sonriente y pintoresco valle,
abren las palmas florecida calle.

    La indiana piña de la ardiente vega,
adorada del sol, de ámbar y de oro,
sus amarillos búcaros despliega.
Sus ánforas de jugo nectarino
te ofrece hospitalaria
la guanábana en traje campesino,
a la par que su rica vainillera
el tamarindo tropical desgrana,
y la silvestre higuera
reviste al alba su lujosa grana.

    Bate del aura al caprichoso giro
sus granadillas de oro mejicano,
con su plumaje de ópalo y zafiro
la pasionaria en el palmar del llano:
y el cámbulo deshoja reverente
sus cálices de fuego en tu corriente.

    Miro a lo alto. En la sien de la montaña
su penacho imperial gozosa baña
la noble águila fiera;
y espejándose en tu arco de topacio,
que adereza la luz de cien colores,
se eleva majestuosa en el espacio,
llevándose un jirón de tus vapores.

    Y las mil ignoradas resonancias
del antro y la floresta,
y místicas estancias
do urden alados silfos blanda orquesta,
como final tributo de reposo,
¡oh émulo del Destino!,
ofrece a tu suicidio de coloso
la tierra engalanada en tu camino.

Todo esto es bello; pero, en el fondo del cuadro, la figura principal es la misma poetisa. El Tequendama es el pedestal ingente sobre el cual se pone su espíritu


a retocar tus desteñidos sueños.

El desaliento que se apodera del espíritu en presencia de tan grande escena hace concebir mejor su magnificencia que la descripción más atinada y exacta.

Manzoni, cantando a Napoleón, que al fin era un hombre como él, y por la elevación del pensamiento, mucho menor que él, puede decir, sin que nos ofenda la jactancia, que va a entonar un cántico que forse non morrà. Simónides, reviviendo en los versos de Leopardi, puede pedir para sus versos la misma inmortalidad que da la gloria a los trescientos héroes que los versos celebran; pero ante el espectáculo solemne de aquella fuerza ciega, fatal y sin término, el ánimo se apoca. Es, además, una mujer que canta, y yo veo algo de amable y de muy delicado en la timidez y desconfianza con que la poetisa predice, engañada por su modestia, que su canto va a morir; que



   Así como se pierde a lo lejos,
blancos al alba y al morir bermejos,
en nívea blonda de la errante nube,
o en chal de la colina,
los velos primorosos
de tu sutil neblina,

    va en tus ondas mi cántico arrollado,
bajo tu insigne mole confundido,
e inermes ante el hado,
canto y cantor sepultará el olvido.

No es de recelar que tal suceda, porque los versos son hermosos y muestran el arte de la poetisa, su viva imaginación y el buen gusto para la dicción poética. Tal vez el bamboleo con que, alucinada ella por un momento, cree que se estremecen y vacilan las inmobles rocas al rudo golpe del agua, parezca a alguien palabra sobrado vulgar, pero es gráfica y está realzada por el epíteto medroso.

La pintura de la vegetación tropical, que se extiende al pie del salto, no es inferior a la de don Andrés Bello, que la poetisa recordó e imitó, y aún se puede afirmar que hace más impresión que la de Bello, porque no habla en general de las plantas y flores de la zona tórrida, sino que describe lo que está viendo allí mismo.

No es Agripina Montes la única poetisa de nota que el Parnaso colombiano nos da a conocer. Hay otras que llaman mucho la atención y se ganan el aprecio y las simpatías de los lectores.

Yo me figuro que en Colombia no deben de ocurrir las varias causas que en España, y sobre todo en Madrid, influyen para que las mujeres no escriban versos. Nuestros padres y abuelos, hartos de discreteos, latines y tiquismiquis de las damas de Calderón, condenaron el saber en las mujeres, denigraron a las mujeres sabias con los apodos de licurgas y marisabidillas, y pusieron el ideal femenino en la más crasa ignorancia. Más tarde, y ya bien entrado este siglo de las luces, volvió la mujer a querer saber y a saber; pero en muchas partes, y sobre todo en Madrid, en las clases elegantes y abastadas, la educación de la mujer fue exótica: en colegios ingleses o franceses, con ayas inglesas o alemanas. De aquí que el castellano fuese en boca de muchas damas la lengua del vulgo, sólo aristocratizada por la pronunciación gangosa de las erres. Si la dama salía aficionada a leer, leía a Musset o a Lamartine, o a los poetas británicos, y lo español le parecía tonto y cursi, aunque no lo dijese ella. Cuando la dama no salía muy aficionada a leer, como esta vida de Madrid, la high life, es un torbellino de fiestas, toros, bailes y paseos, no había para qué leer, ni siquiera por pasatiempo. Al teatro se iba a oír música, y de la dama comme il faut, si por acaso se allanaba a ir a la comedia, se podía decir lo que ya Iriarte decía de las currucatas de su tiempo:


Aplauden, cuando más, al tramoyista;
oyen tal cual chulada del sainete,
y sirve lo demás de sonsonete,
mientras que están haciendo una conquista.

De aquí que, con relación a la gracia, chiste, despejo y portentosa facundia de la mujer española, hayan sido muy pocas las que han escrito y han ganado alta fama escribiendo. Y estas pocas han venido casi siempre a este centro, desde el fondo de alguna apartada ciudad de provincia. Así, la Avellaneda, de Cuba; Carolina Coronado, de una villa de Extremadura; María Mendoza y Josefa Barrientos, de Málaga, y de La Coruña, doña Emilia de Pardo Bazán.

En toda mujer que se lanza en España a ser autora, hay que suponer una valentía superior a la valentía de la Monja Alférez, o a la de la propia Pentesilea. Cada dandy, si por acaso la encuentra, será contra ella un Aquiles, más para matarla que para llorar su hermosura, después de haberla muerto. Quiero decir, dejando mitologías a un lado, que en la literata suelen ver los solteros algo de anormal y de vitando, de desordenado y de incorrecto, por donde crecen las dificultades para una buena boda, etc., etc. De aquí que si una jovencita sale aficionada a literatear o a versificar, ella misma lo oculta como un defecto o impedimento dirimente, cuando no es la propia familia la que procura ocultarlo. Sólo la más ardiente y firme vocación y un extraordinario mérito pueden sobreponerse a tanto cúmulo de inconvenientes.

Una pícara sentencia de Horacio, cuya falsedad e injusticia (perdóneme Horacio) ofenden al recto juicio, viene a hacer más penosa la situación de toda poetisa: la medianía en versos no la sufren ni los postes. De modo que sufrimos la medianía en la cocinera (¡y ojalá que la mía fuese siquiera mediana!), en la planchadora, en la que borda, en la que dibuja, en la que canta, y sólo para versos es menester que los haga una mujer mejor que Safo, o que no los haga. Yo declaro esto absurdo. Yo declaro que sufro mejor, no ya un mediano soneto, sino una oda mala, que una camisa mal planchada, que un caldo mal hecho, que un aria mal cantada, o que una melodía de Chopin chapuceramente tocada en el piano o en el arpa.

Si por el temor de hacer mal una cosa no se ha de hacer, la misma razón hay para que una mujer no haga versos, que para que no cante, o baile, o toque al piano. En verso se pueden decir tonterías, esto es verdad; pero ¿acaso hablando en prosa no pueden también decirse tonterías? ¿Y hemos de anudar o cortar la lengua de las mujeres para que no las digan? No niego yo que una tontería, dicha en verso, adquiere cierta consistencia, compromete más, es más solemne, resonante y repercutiente que en prosa; pero, en cambio, debemos convenir en que, por facilidad que se tenga pará hacer versos y por malos y flojos que los versos sean, no se improvisan tanto, ni salen, ni manan con tanta fluidez y copiosa vena como las tonterías en prosa desatada.

Otro argumento tengo yo en favor de los versos. Reflexiónese bien y no se me tache por sutil; es muy fundado. Todos, hombres y mujeres, tenemos cierta dosis o capital de tonterías, que gastamos o difundimos durante nuestra vida mortal. Ellas han de brotar de nosotros como la flor de la planta. ¿No es mejor, pues, que se digan que no se hagan? Y al decirlas, ¿no es mejor decirlas con rima y con metro? No niego que así subirá más alto, pero también será más delgada la tontería, como cuando en el caño de la fuente que se desborda ponemos un apretado y más angosto cañuto, por donde sube más el surtidor, pero también sale menos líquido.

Es indudable que, en la mujer, el hacer versos presenta otra dificultad más grave; pero yo la allano o salto por cima. La poesía, la lírica sobre todo, siendo sincera, como debe ser para ser buena, es autobiografía del corazón y de la mente; es exhibir el alma al público de su desnudez, y esto parece que lastima algo el pudor y la modestia. ¿Cómo enterar a todo el género humano de tus afectos y pasiones? Pues peor es todavía que le engañes y que suponga lo que no eres. Entonces harás una mala acción, y harás, además, de seguro, muy malos versos. La mentira del sentimiento es adversa a toda estética.

No hay más remedio que decir la verdad. ¿Y por qué ha de ser tan costoso e incómodo decirla? ¿A qué, en este punto, el misterio y el recato? Seamos positivistas, como mi amigo Juan Enrique Lagarrigue, en cuya Religión de la Humanidad es el mandamiento tercero o cuarto, no lo recuerdo bien, vivre au grand jour.

No crea usted que es impertinente esta digresión. La traigo aquí para hablar de la sinceridad, de la noble franqueza, de la verdadera poesía íntima y honda que noto y admiro en algunos versos de sus paisanos de usted, y por cima de todos, en los de Mercedes Flórez. Dicen y afirman cuantos la conocen que es hermosísima mujer; pero a mí, aunque fuese fea, me sería simpática, por la limpia hermosura de su alma y por su candidez generosa. Sus versos sí que son versos íntimos, sentidos y vividos. La palabra casera, que, aplicada a la poesía, fue hasta hoy despreciativa, tiene, por causa de la poesía de Mercedes Flórez, que adquirir un valor encomiástico.

Los versos caseros y la vida casera de Mercedes Flórez se confunden y son un idilio de verdad. El mismo año que ella, el año 1859, nació su novio, Leónidas. Ella y él se amaron mucho. Como eran pobres ambos, los padres se oponían a la boda; pero ellos prescindieron de todo y se casaron.

Leónidas Flórez es también poeta, y compuso entonces unos lindos y graciosos versos, que se titulan Regalos de boda, y que empiezan:


   Nos hemos de casar, pese al demonio.
Ya han agotado todos sus consejos
nuestros padres contra este matrimonio,
así son las chocheces de los viejos.

Como toda la oposición se fundaba en la pobreza del novio, éste prueba que es riquísimo, haciendo brillante enumeración de los espléndidos regalos que trae a Mercedes.

Nada falta allí: estrellas, perlas, diamantes, palacios y jardines, que brotan del tesoro inagotable de su fantasía. Y no contento con probar que él es rico, prueba el novio, además, que es riquísima ella:


   Tú también eres rica y generosa;
tu regalo es el colmo de mi anhelo:
me entregas tu belleza, eres mi esposa;
vale eso más que regalarme un cielo.

El matrimonio ha sido y es dichosísimo, a pesar de esta única riqueza, que no se cotiza en la Bolsa. Y una de sus dichas ha sido la de inspirar las sencillas y tiernas poesías de Mercedes, humilde Victoria Colonna americana.

Después de llamar esclavitud al matrimonio, exclama ella:


   Mas ¡oh bendita esclavitud que adoro,
en que se reina al par que se obedece!
Cadenas tiene, mas cadenas de oro...
¡Déjame en mi entusiasmo que las bese!

Mercedes sólo tiene un pesar: tiene celos de la gloria y de la ambición de su marido.


   La adoras, sí; lo leo en tu mirada;
en tus noches de insomnio lo confiesas,
y quizá mientras duermo confiada,
tú en tus brazos la abrazas y la besas.

Entonces procura ella demostrar la vanidad de la gloria, o bien se queja, diciendo


   Ama a la gloria, pues. Ve hasta la altura;
sube, como el cóndor, hasta los cielos,
en tanto que yo ahogo mi amargura
amándote y muriéndome de celos.

En otra ocasión se afana ella por disuadirle de que sea ambicioso, y le dice:


   No busques oro y seda y pedrería,
ni rico hogar ni deslumbrante coche;
te bastarán tus libros en el día,
te bastarán mis cuentos en la noche.

Pero donde Mercedes Flórez es divina y despierta envidia de su marido y en todo corazón de hombre es en unos versos que compuso en diciembre de 1883, cuando ella sólo tenía veinticuatro años y veinticuatro años él, y cuando acababa su marido de salir de una enfermedad que le tuvo a la muerte. Los versos se titulan En la agonía, y la refieren como si estuviera pasando; son admirables de verdad y de afecto; son la poesía natural del corazón que trae lágrimas a los ojos:


   ¡No, no! ¡Tú me amas mucho para dejarme sola!
¡No, no! ¡Yo te amo mucho para dejarte ir!
Llévame en ese viaje pesado de ultratumba,
o quédate conmigo; aún somos harto jóvenes
para poner, amándonos, a nuestra vida fin.
Estréchame en tus brazos, amado mío, bésame;
mis labios, nueva vida te volverán y ardor.
Lucha contra la muerte; véncela en el combate;
no me abandones, mi ídolo, que hoy te amo más que nunca...
Conmuévante mis lágrimas..., ¡no lances ese adiós!
...............................................................................
...............................................................................
   Aquí hay laureles muchos aún para tus sienes;
yo con mis propias manos las tengo de adornar.
Amante de tu gloria, yo quiero que no trunques
tu espléndida carrera, y de tu vida a lo último
el genio te dé aureolas haciéndote inmortal.
¡Dios mío! Mira tu obra: la flor abre sus pétalos;
el águila ya altiva levanta el vuelo audaz;
¿y tú permitir puedes que el cierzo la marchite
y que cobarde flecha alcance el nido íntimo
y rompa las entrañas del águila real?
¡Dios mío!, tu justicia es grande cual tú mismo,
y mi esperanza toda de hoy más cifraré en ti!
¡No arranques de mi cielo ese lucero fúlgido
que no hace falta al tuyo! Escucha... En delirio
dice que me ama tanto..., ¡que no quiere morir!

Dispense usted y dispense el público, a quien confío estas cartas, a usted dirigidas, que sea yo largo en ésta. Ya abreviaré en adelante.




- V -

17 de septiembre de 1888.

Mi distinguido amigo: Por más que me amonesto y me excito a ser breve, tengo aún tanto por decir, que, sobreponiéndome al temor de cansar, acabaré por decirlo. La floreciente literatura castellana, o en castellano, de esa república, me complace tanto como si yo soñase que a una persona querida a quien antes del sueño le hubiesen cortado o tratasen de cortarle los brazos, le brotasen alas de repente.

Diré a usted, para que se entere de esta mi visión alegórica, que en gran parte de España, por un lado en Cataluña y por otro en Galicia, ha entrado la manía a no pocos valerosos y fecundos ingenios de privar de sus frutos al habla de Castilla y de escribir sus mejores obras, en prosa o en verso, en catalán o en gallego. A mí, que soy muy patriota, en literatura como en todo, me aflige esto bastante; pero me consuela que ustedes, desde tan lejos, no den como rica compensación lo que dentro de la Península nos quitan nuestros compatriotas.

Tengo, además, otras razones para extenderme, aunque peque de prolijo.

Los sabios, está claro, que lo saben todo, y yo no descubro ningún palimpsesto para hablar de ustedes; pero, al fin, no faltan personas poco sabias, entre las cuales nada se sabe de ustedes, y yo puedo contarles cosas tan interesantes y amenas como el crimen de la calle de Fuencarral.

Me remuerde la conciencia de haber elogiado sólo a Mercedes Flórez y a Agripina Montes, y de no mentar siquiera a otras poetisas. En muchas de ellas noto el mismo candor, la misma sencillez y no menor pasión delicada que la que tan simpática me hace a la hermosa Mercedes.

Así, por ejemplo, Bertilda Samper, hija del doctor del mismo nombre y de doña Isabel Acosta, ilustres escritores ambos. Esta poetisa se complace en la solitaria vida del campo, donde se deleita su alma en la contemplación de la Naturaleza y en el devoto y ferviente amor de Dios. Sus versos tienen singular dulzura religiosa. La parábola del sembrador es muy bella, y en las Cartas de una campesina hay trozos que no son inferiores.

Citaré, por último, a otra notable poetisa y escritora colombiana, aunque no lo es por nacimiento, sino por adopción. Hablo de la dama irlandesa María Juana de Christie, que casó con don Juan E. Serrano, a la cual he tenido el gusto y la honra de tratar en Nueva York, y a la cual Núñez de Arce y yo debemos estar y estaremos muy agradecidos. La señora de Serrano ha traducido al inglés, con singular maestría, venciendo a otros traductores y satisfaciendo el gusto difícil de los críticos de la casa de Appleton, mi novela Pepita Jiménez; ha traducido y publicado también mi diálogo Gopa, y ha puesto en hermosos versos ingleses, con general aplauso, no pocos de los que contienen los Gritos del combate.

Esta señora, sobre su llaneza de buen tono y natural modestia, está dotada de muy agudo ingenio y de elevado entendimiento, cuyo cultivo ha sido esmeradísimo. Habla castellano tan bien como el inglés, y posee, además, el alemán, el italiano y las lenguas clásicas griega y latina.

De obras originales no sé que haya publicado más la señora de Serrano que un tomito de versos titulado Desting and other poems, en Nueva York, en 1883; pero este tomito, hasta donde yo soy capaz de comprender el mérito de la poesía inglesa, me parece que no se perderá en el inmenso cúmulo de dicha poesía, y que algo de lo que el tomito encierra figurará como muestra, adorno y gala en las futuras antologías británicas.

La señora de Serrano, a quien estiman y quieren mucho en la sociedad más distinguida de Nueva York y de Washington; que es hermosa y que tiene una hija, ya casadera, en quien ve renovarse su hermosura, no debiera estar muy melancólica, ni tener blue devils; pero los males de su patria, Irlanda; el ejemplo de Byron y de Shelley y la filosofía pesimista alemana, hoy en moda, influyen poderosamente en ella, en lo teórico al menos, o sea cuando toma la lira y canta. De ordinario, no me parece la señora de Serrano ni desesperada ni siquiera cejijunta, sino llena de afabilidad y de agrado.

Sea como sea, no sé si lamentar su sombría tristeza, meramente especulativa, como la supongo, y que produce tan magníficos versos. Algunos, traducidos al español por don Rafael Pombo, vienen insertos en el Parnaso colombiano; pero no bastan estos versos, y sería menester estudiar con atención todo el tomo, en inglés, para penetrar bien en el vacilante espíritu de la poetisa y determinar hasta qué extremo llega su pesimismo, y cómo ella le contradice y vence por virtud de ciertas vagas creencias en palingenesias, en otros astros donde la felicidad no es tan difícil, ya que no imposible, como en éste en que vivimos ahora.

Necesitaría yo hacer especial estudio del extenso poema Destiny para aquilatar bien el mérito y la originalidad de la señora de Serrano, y hasta qué punto se deja influir por la celebrada y eminente poetisa Isabel Browning, su compatriota. En las obrillas cortas de la señora de Serrano se nota la impresión del momento. En algunas, como en Despondency, Días de otoño e Invocación a la muerte, hay la más negra y completa desesperación; en otras brillan esperanzas vagas ultramundanas, y en otras, por último, hay yo no sé qué enigmático remedio de todos los males, que la poetisa posee y disfruta, aun en esta vida mortal; pero que no sabe, o no debe, o no quiere descubrir en qué consiste. Así es que habla de su panacea como proponiendo un acertijo y ofreciendo premio al que lo declare. Yo, aunque mal y torpemente, he traducido, o mejor diré, he adaptado al español este acertijo, riddle. Allá va: adivínelo quien pueda:


Es mi tesoro una joya
que en áureo cerco no brilla:
me la dio Naturaleza
en su forma primitiva.
Mas quien de joyas entiende,
si llega a mirar la mía,
su inmenso valor pondera
y palidece de envidia.
En clara noche de estío,
del mundo en la edad florida,
cuando la tierra con lágrimas
regado el hombre no había,
pues deslumbraba sus ojos
la luz de fáciles dichas,
cayó mi joya del cielo
sin que su luz fuese vista.
Vino más tarde el dolor,
que sueños calman y alivian,
y quien alivio buscaba
mi joya en sueños veía.
Danzas entonces tejiendo
en una selva, a la tibia
claridad de las estrellas,
y en el césped escondida,
encontró un hada mi joya
y la puso en su varita.
Protectora se hizo el hada
de mucha inocente niña,
y trocó en sedas y encajes
los harapos que vestía,
y se la llevó en volandas
a dar, en fiestas magníficas,
a los príncipes amor
y a las princesas envidia.
Luego empeoró nuestra raza,
y las hadas, afligidas,
huyeron, sin que se sepa
a qué región ni a qué clima.
Antes de huir sepultaron
la joya en profunda sima,
porque no la profanase
ninguna mirada indigna.
Sobre esta piedra preciosa
harto los sabios cavilan,
y filosofal la llaman
y estudian por descubrirla.
Mas, como nunca penetran
bastante en la esencia íntima
de Naturaleza, en balde
ver la joya solicitan.
Así permaneció siempre
blanco oculto a toda mira,
hasta que en una mañana
de primavera yo misma
con mis lisonjas la atraje
por mis conjuros cautiva.
En mi seno desde entonces
la joya está, do mitiga
toda pena, y donde todo
vano deseo amortigua;
que hay en su centro brillante
misteriosa hechicería
y recuerdos de aquel sitio
que abandonó en su caída.
Al contemplarla mi alma,
mi alma a los cielos aspira,
sin que en afanes diarios
la joya no valga y sirva,
pues humildad y pobreza
no la avergüenzan ni humillan
y con rosicler de aurora
baña su luz peregrina
mejor que el alcázar regio
las modestas alquerías.
Al sabio que de esta joya
sepa el nombre, y dé noticias
y explicación del encanto
que en su talismán se cifra,
tendré yo por el más sabio
mortal que en el mundo viva,
también por el más rico,
y aunque nada anhele y pida,
a mi muerte ha de ganar
esta joya por albricias.

Volviendo ahora a los poetas, que por admirar a las poetisas habíamos abandonado, seré breve por varias razones.

Hay tres o cuatro poetas en el Parnaso colombiano de quienes es mejor limitarse a citar los nombres que decir poco sin haber estudiado todas sus obras y sin conocer bien su vida.

Así, por ejemplo, Rafael Núñez, actual presidente de la República. Núñez es autor de un libro titulado Ensayos de crítica social y también de muchas poesías, que no sé si ha publicado en tomo. Las que inserta el Parnaso son originalísimas por su fondo filosófico y por su forma concisa, enérgica y sentenciosa. La primera, que es la más encomiada y que merece serlo, deja pasmado al que la lee, sobre todo al considerar que es el autor un hombre político, Presidente de la República nada menos. Nosotros casi no podemos comprender la franqueza de Núñez. Entre nosotros no diré yo que un jefe de partido, un eminente hombre de Estado, tenga por fuerza que creer en alguna cosa. Bien puede no creer en ninguna; pero se guardará de decirlo. Decirlo sería descarrilar: hacer mal su papel. Tendrá, pues, su Credo o Símbolo, redactado por artículos, artículos de fe, de cada uno de los cuales no renegará aunque le descuarticen. Así serán o aparecerán todos los políticos. Éste creerá en la soberanía del pueblo y en el sufragio universal; aquél, en el derecho divino de los reyes y en la constitución interna; uno será librecambista, proteccionista otro; pero todos se mostrarán muy firmes en sus creencias y harán de las opiniones dogmas, y de la profana política algo como religión ultrasagrada, y llamarán comunión o iglesia a su bandería o pandilla, y correligionarios a sus parciales, y pondrán en su martirologio a cualquiera de estos correligionarios cuyo suelto en los periódicos haya sido denunciado.

Acostumbrados nosotros a esta severidad dogmática, y dichosos poseedores de una ciencia o de una creencia, ¿cómo no maravillarnos de los versos del señor Núñez, que se titulan con la frase de Montaigne Que sais-je?, y donde el autor viene a declarar que no cree en nada y que no sabe nada? El señor Núñez no está seguro de


   Si es la ciencia dudosa que aquí hallamos
escala vacilante en que pasamos
de un error a otro error.

Así es que termina, exclamando:


¡Oh confusión! ¡Oh caos! ¡Quién pudiera
del sol de la verdad la lumbre austera
y pura en este limbo hacer brillar!
De lo cierto y lo incierto, ¡quién un día
y del bien y del mal conseguiría
los límites fijar!

Otros varios poetas figuran en el Parnaso colombiano, de quienes no se debe aquí decir nada. Sería menester escribir un largo artículo sobre cada uno. Hay que hacerse cargo de que el Parnaso colombiano es un muestrario de toda una rica literatura contemporánea.

Tal vez un día, si sigo yo escribiendo estas cartas, hable extensamente, y como ellos merecen, de José María Samper, poeta, novelista, dramaturgo, filósofo, político y el más fecundo escritor de Colombia; de Julio Arboleda, lírico famoso y autor de un poema o leyenda cuyo título es Álvaro de Oyón; de José María Marroquín, sabio filólogo y discreto poeta, lleno a veces de chiste; de Gregorio Gutiérrez González, gran pintor de la Naturaleza de su tierra, y cuyo poema sobre el cultivo del maíz acaso compite con la sublime Destrucción de las florestas, del brasileño Araújo Porto-Alegre; de los Caros, padre e hijo, de quienes he dicho tan poco, y de otros más.

Por lo pronto, aunque no baste esta carta y tenga yo que escribir la sexta para terminar mi trabajo, he de decir algo todavía de varios poetas que me parecen muy originales, y de otros, jóvenes los más, que, sin dejar de ser originales, siguen algo en la forma y en la manera, ya a Campoamor, ya a Bécquer, que son, a par de Núñez de Arce, los poetas españoles del día más populares y celebrados hoy en Colombia.

Justo es decir que, entre estos jóvenes poetas, Bécquer es más seguido e imitado que Campoamor, y que su escuela está también mejor representada. Verdad es que Bécquer tiene a Heine por auxiliar, y el auxiliar de Campoamor no acude o no se ve tan claro.

Como muestra de estos becqueristas citaré, de Emilio Antonio Escobar, las siguientes composiciones, que él llama Rimas, como llama Bécquer a las suyas:



Allá en el fondo de la tumba fría,
del cadáver los átomos inertes
se transforman, se buscan y palpitan
en las auroras de un eterno génesis...
Y aquí en mi pecho un corazón vacila
y el hielo horrible del sepulcro tiene...
Allá se siente palpitar la vida,
aquí se siente palpitar la muerte.

   Cada vez que tu mano, al despedirme
estrecho conmovido entre las mías;
cada vez que me dices: «Hasta luego»,
fijando en mí tus húmedas pupilas,
oigo un eco lejano que repite
dolorosa y eterna despedida,
y siento que una lágrima que oculto
me cae al corazón pesada y fría.

   Ya en la iglesia de los cielos
alguien enciende los cirios,
y el órgano de los vientos
suspira ya sus registros;
largos nubarrones negros
enlutan el infinito...
Se va a cantar el entierro
de nuestro amor muerto niño.

En todo esto hay lo más lastimoso de Bécquer y de Heine: olor de cementerio y cancamurria de gori-gori.

Muy superior me parece otro becquerista de veintitrés años: Joaquín González Camargo, médico, literato. Sus versos Viaje de la luz son becqueristas; pero, ¿yo no sé?, me siento inclinado a decir que me gustan más que los mejores de Bécquer y de Heine. Y dicen los versos:


Empieza el sueño a acariciar mis sienes;
vapor de adormideras en mi estancia;
los informes recuerdos en la sombra
cruzan como fantasmas.
Por la angosta rendija de la puerta
rayo furtivo de la luna avanza,
ilumina los átomos del aire:
se detiene en mis armas.
Se cerraron mis ojos, y la mente,
entre los sueños, a lo ignoto se alza:
meciéndose en los rayos de la luna,
da formas a la nada.
Y ve surgir las ondulantes costas
las eminencias de celeste Atlántida,
donde viven los Genios y se anida
del porvenir el águila.
Allí rima la luz y el canto alumbra,
aire de esterilidad alienta el alma,
y los poetas del futuro templan
las cristalinas arpas.
Auroras boreales de los siglos
allí se encuentran, recogida el ala;
como una antelia vese el pensamiento
que gigantesco se alza.
Allí los Prometeos sin cadenas
y de Jacob la luminosa escala;
allí la fruta del Edén perdida,
la que el saber entraña.
Y el libro apocalíptico, sin sellos,
suelta a la luz sus misteriosas páginas,
y el Tabor del espíritu su cima
de entre la niebla saca.
Y allí el Horeb de donde brota puro
el casto amor que con lo eterno acaba;
allá está lo ideal, allá boguemos...,
dad impulso a la barca.
Desperteme azorado... ¿Y ese mundo?
Para volar a él, ¿en dónde hay alas?
Interrogué a las sombras del pasado,
y las sombras callaban.
Pero el rayo de luna ya subía
del viejo estante a las polvosas tablas,
y lamiendo los lomos de los libros,
en sus títulos de oro se miraba.

Y ahora que acabo de copiar los versos del señor Camargo, comprendiéndolos bien, no vacilo ni dudo. Digo, parodiando al Duque de Rivas, que, en esta ocasión:


no el padre guardián, el lego
tuvo la revelación.

El discípulo Camargo se adelanta aquí a sus dos maestros, al español y al alemán, y hace una linda poesía, sobria de palabras, rica de pensamientos, llena de imágenes y de galanura.

Y baste por hoy. Prometo que la próxima carta será mi última sobre este asunto.




- VI -

8 de octubre de 1888.

Mi distinguido amigo: Ya habrá usted notado que en la rápida y poco ordenada reseña que de los poetas de esa república voy haciendo, hay un espíritu que, por lo mismo que es muy español, propende más a poner de realce lo original que lo limitado. Sin duda que algo lisonjea el amor propio nacional percibir en región tan remota la resonancia o el eco de Quintana, de Bécquer, de Campoamor y de Núñez de Arce, que son hoy los poetas de esta Península más populares ahí; pero si todo es uno, según mi teoría; si ustedes no han proclamado la independencia literaria, ni nosotros la hemos reconocido tampoco; si no conviene además esta independencia, y si toda la riqueza nuestra y de ustedes deba seguir pro indiviso, creo yo que nos trae más cuenta que todo sea diverso dentro de la grande unidad, que no tener doublettes o ejemplares dobles en nuestro tesoro común intelectual o biblioteca castellana.

Por dicha, la realidad viene en Colombia a colmar la medida de mi deseo. Son ustedes todo lo originales que deben ser, sin caer en la extravagancia buscando la originalidad, y sin imitar demasiado a los franceses e ingleses por no imitar a los españoles.

Poco hay que pueda calificarse en Colombia de campoamoresco o de quintanesco. Sólo abunda el becquerismo; pero más bien el remedo es en el corte o traza, que no en el fondo y en la esencia.

Un cubano, Rafael Merchán, que ha ido a vivir y a escribir entre ustedes, ha emitido, en uno de sus más bellos artículos, un juicio de Bécquer, atinadísimo, en mi sentir. Para Merchán, como para nosotros, Bécquer es excelente poeta: de lo mejor que España ha tenido en el siglo XIX. El fondo de su poesía es rico y vario; pero casi siempre están sus composiciones como vaciadas en el mismo molde o cortadas por el mismo patrón. Esto es lo que constituye la manera, que no niego yo que induce a la imitación. Cuando el poeta imitador adquiere, tal vez sin darse cuenta de ello, la habilidad, el arte o procedimiento de la manera, hasta sin querer suele seguirla.

Así es como se nota el sabor becquerista en los ya citados versos de Camargo y Escobar, en otros que no citamos, y (¿por qué no declararlo?) en los que de usted colecciona el señor Añez, aunque la imitación en ellos es más indecisa y vaga.

En los versos de usted se ve que el poeta, ilustrado su entendimiento por no escasa doctrina y por el saber de varias literaturas, no se deja llevar por determinado maestro, y la inspiración sacude todo yugo y se levanta libre de remedo, mostrando su valer propio. Yo, por las pocas muestras que de sus versos de usted da el señor Añez, y en vista de la mocedad de usted, me atrevo a saludarle como buen poeta, augurándole brillantes triunfos en lo futuro. La composición de usted titulada Lo que es un nido suscita el recuerdo de La iglesia perdida, de Uhland, aunque, en la conclusión, la de usted es racionalista y algo panteísta, y la de Uhland fervorosamente cristiana. A veces, en los instantes de mayor rapto lírico-filosófico, va usted más allá de lo justo en los atrevimientos de expresión, influido acaso por Víctor Hugo. Así, por ejemplo:


Y ansiando apocalípticos asombros,
subí de lo infinito las escalas,
y asombrado sentí que en mis dos hombros
se agitaban dos alas,
y volé como fuera de mí mismo...
y crucé los espacios estelares...
y comulgué la luz en el abismo
de incógnitos altares.

La peregrinación de su espíritu de usted por el éter, su comunión de luz en el abismo, etc., nada está de sobra al considerar que usted se propone descubrir dónde se oculta el verbo; pero a la verdad que es triste lo infructuoso de la caminata y lo hondo de la caída, cuando, al volver usted de su éxtasis, ve un nido de golondrinas, que será a lo más uno de los mil millones de efectos del verbo, pero que no es el verbo, ni le explica, ni explica nada.

La composición de usted Idea y forma está muy inspirada por Bécquer. En la otra composición, que se titula Confidencia, hay cierta vaguedad misteriosa que podrá tener hechizos para algunos, pero que a otros los podrá inducir en la creencia de que el poeta no está muy seguro de nada, y de que nada le ha pasado, y de que todo es sueño o dislate, cuando él mismo ignora si se le ha muerto la novia o si se le ha casado con otro. Hay en estos versos anhelo de sencillez y naturalidad de lenguaje, que yo apruebo, porque la sencillez y naturalidad hacen que los versos de amor parezcan más sentidos y vividos; pero, cuando en este estilo sencillo viene a interpolarse alguna palabra o frase, o muy ambiciosa o muy técnica del tecnicismo filosófico, ocurren disonancias de efecto pésimo. Así, por ejemplo, cuando dice usted que ella sepulta la frente en el pañuelo, y peor aún cuando pregunta usted si ella le piensa aún con amor.


¿Y cómo entonces con amor me piensas?

Sin duda que, en lenguaje filosófico, las cosas se piensan o son pensadas; pero, en estilo sencillo y de amores, el amante piensa en su amada y la amada en su amante, y si ambos piensan algún ser, este ser, aunque utilísimo, es muy inferior al ser humano.

Piénselo usted bien y convendrá conmigo en que no debemos desear que las muchachas bonitas nos piensen, sino que piensen en nosotros.

A fin de no hacer interminables estas cartas, voy a prescindir de multitud de poetas de quienes hay obras selectas en el Parnaso y a citar, como remate, a los cuatro o cinco que me parecen más inspirados y más llenos de originalidad.

Empezaré por Rafael Pombo, cuyas obras completas siento no conocer. Mi opinión acerca de Pombo tiene también que ser poco fundada; esto es, tiene que fundarse sobre datos muy insuficientes. Hay mil cosas que despiertan la curiosidad al leer sus poesías, y que yo no podría averiguar a no escribir pidiendo noticias, o a Colombia o a París, donde hay muchos colombianos. La romanza del rey Asuero y el aria de don Rodrigo, en las óperas Ester y Florinda, implican que existen estas óperas, y un compositor colombiano, que se llama el maestro Ponce de León, e implican que Pombo ha escrito enteros ambos libretos. Yo sé, porque lo dice el señor Añez, que Pombo ha publicado Cuentos pintados y Cuentos morales para niños, y que son tan populares y famosos, que se los saben de memoria casi todos los niños de la América española. Y si esto es así, yo me pregunto: ¿Cómo es que en España, donde tan pobre es esta clase de literatura para niños, no han penetrado los tales cuentos y no se ha hecho de ellos alguna edición?

Colócase también a Rafael Pombo entre los mejores traductores de Horacio. Dice Añez que el eminente Menéndez y Pelayo da gran valer a su traducción, pero no nos dice si es o no completa. Yo lo ignoro, y buscando, además, en el Horacio en España, lo que dice Menéndez de Pombo, nada he hallado. Tal vez sea una edición posterior a la que yo tengo. En la que yo tengo, aún no conocía Menéndez sino poquísimo de la poesía hispanoamericana contemporánea, lamentándose de que no exista historia de la literatura de la América española, ni aun colección de poetas americanos medianamente hecha. Se ve que entonces aún no había leído Menéndez sino el tomito, publicado en Leipzig por Brockhaus, que encierra, en su harto severo sentir, «piezas detestables que no pueden pasar por buenas ni en América ni en parte alguna del mundo civilizado».

Volviendo a Pombo, diré que, como otros varios americanos de nuestra raza, ha ejercido muchas profesiones en su vida de acción, y en su vida especulativa ha estudiado y escrito de todo. Pombo es ingeniero civil; ha sido militar, y profesor, y diplomático, y periodista, y como escritor es polígrafo. Contraigámonos aquí a hablar de él sólo como poeta. Su lira posee todas las cuerdas y todos los tonos: es mística, erótica, elegíaca, jocosa, satírica y descriptiva; pero ni siquiera conocemos una muestra de cada género.

En lo que conocemos hay originalidad, naturalidad y gracia. Sus redondillas al bambuco, que llegan a ochenta, muestran cuán fácil y abundante es el autor, sin pecar de pesado ni de rastrero. La música y la danza del bambuco están muy bien calificadas y ponderadas con chiste todas sus excelencias y la desapoderada afición que le tienen los colombianos:



   Porque ha fundido aquel aire
la indiana melancolía
con la africana ardentía
y el guapo andaluz donaire.

    Su ritmo vago y traidor
desespera a los maestros;
pero acá nacemos diestros
y con patente de autor.
.....................................

   Hay en él más poesía,
riqueza, verdad, ternura,
que en mucha docta obertura
y mística sinfonía.

    Y así responde fiel
el corazón donde llega:
con él el alegre juega
y el triste llora con él.

    Mágico el más obediente,
camaleón musical.
Siempre el mismo original,
pero siempre diferente.

    Eterna variación
en que hallamos por instinto
acento propio y distinto
para cada sensación.
.....................................

    Y si ordenase un tirano
la abolición del bambuco,
pronto viera cuán caduco
es todo poder humano.

Aún es más linda en la misma composición la pintura de una fiesta popular al aire libre, en que se baila el bambuco.



   Era una noche de aquellas
noches de la patria mía,
que bien pudiera ser día
donde no hay noches como ellas.

    El terciopelo mejor
al del cielo no igualaba,
ni estrella alguna faltaba
a la gran cita de amor.

   Oíanse los bramidos
del Cauca y sus revenones
como enjambre de leones
celosos y mal dormidos.

    Y el aura circunvolante
embalsamaba el lugar
de albahaca y azahar
y de jazmín embriagante.

    Yapangas, que por modelo
las quisiera un escultor,
giraban al resplandor
de las lámparas del cielo.

    De indianas y de españolas
las perfecciones lucían,
tan lindas que parecían
enamorarse ellas solas.

    Bajo una gran cabellera
un blanco busto imperial,
y una forma amplia y cabal
cuanto elástica y ligera.

    Rica tez, mórbido pecho,
nada de afeite o falsía,
que el arte no enmendaría
lo que hizo Dios tan bien hecho.

Los versos, bien hechos también y sin afeite ni falsía como las yapangas, siguen adelante; pero yo no puedo citarlos todos. Dejemos, pues, bailar a las yapangas, que


   Ya evitan a su mitad
y ya le buscan festivas,
provocadoras o esquivas
como la felicidad.

y cambiemos de escena. Pasemos volando, desde las orillas del Cauca a las del Hudson, y pongámonos en la Broadway o calle Ancha de Nueva York. Nuestro poeta se entusiasma más aún, si cabe, que por las yapangas, por todas las misses yanquis que por allí se pasean. Verdad es que empieza por ensalzar a las españolas bonitas de Ambos Mundos. Ni pueden quejarse las limeñas, en cuyos ojos dan aún los hombres culto al astro de Manco Capaz, ni las sirenas de Maracaibo, ni las sílfides de Cuba, ni las huríes de Chile, de corazón volcánico; ni las argentinas, tremendas en toda lid; ni otras muchas de diversos países, a quienes el poeta, con tino, gala y primor, va calificando. Pero todo esto se olvida, porque el hombre es ingrato, y la sangre española es pólvora, y las yanquis que pasean en la Broadway forman una legión fulminante, que prende fuego a los corazones, y quema todos los títulos de propiedad, memorias y demás documentos y compromisos.


Los que no me creáis, los que entre lágrimas
eterno amor jurasteis al partir
a la que, ondeando el pañolito, cándida
desde la playa os quiso bendecir,
venid, llegad y, bajo el níveo pórtico
del imperial Saint Nicholas Hotel,
donde se alivia el trovador nostálgico
y se llora la ausencia última vez,
ved desfilar el majestuoso ejército
que anida en sus cuarteles de Nueva York...

En la pintura de tal ejército, Pombo se muestra sinceramente inspirado. Allá van algunas estrofas, aunque sea saltando.


Para ataviar a esta legión seráfica,
todo el mundo, Este, Oeste, Norte y Sur,
viene a verter la copa de sus dádivas
que puja el oro en arrogante albur.
Blondas que teje para reinas Bélgica
realzando senos de alabastro van
y nido a cuellos de nevada tórtola
da con sus chales la opulenta Iram.
Ondas de seda de Damasco espléndida,
que el musnud no ajaría en el harén,
barren el polvo..., haciendo aquella música
que suspiran las aguas del Zemzem.
Y para esos cabellos, a sus náyades
robó tan ricas perlas Panamá,
y a sus zafíreas mariposas fúlgidas
sus lechos de esmeraldas Bogotá.
..............................................................
¡Ah! Cada hermosa es un amable autócrata,
ley su sonrisa, sus palabras ley,
y una marcha triunfal entre sus súbditos
cada excursión por la imperial Broadway.
Los fieros amos de la Gran República
son sus siervos humildes: ¡ya se ve!
¿Quién no lo fuera de tan lindos déspotas?
¿Y quién podrá decir «No lo seré?».

Los versos serios de Pombo son aún más bellos que los ligeros y jocosos. En Preludio de primavera, ni imita el poeta a nadie, ni parece que lleva ninguna intención literaria. Se diría que canta sin querer, excitado por sentimientos dulcísimos y por las primeras auras vernales, después de un invierno riguroso en Nueva York.



   ¡Oh, qué brisa tan dulce! Va diciendo:
«Yo traeré miel al cáliz de las flores;
y a su rico festín ya irán viniendo
mis veraneros huéspedes cantores».

   ¡Oh, qué brisa tan dulce! Va diciendo:
larga mirada intensa de cariño;
sacude el cuerpo su letal desmayo,
y el corazón se siente otra vez niño.

   Ésta es la luz que rompe generosa
sus cadenas de hielo a los torrentes
y devuelve su plática armoniosa
y su alba espuma a las dormidas fuentes.

   Ésta es la luz que pinta los jardines
y en ricas tintas la creación retoca;
la que devuelve al rostro los carmines
y las francas sonrisas a la boca.
..............................................................

    Al fin soltó su garra áspera y fría
el concentrado y taciturno invierno,
y entran en comunión de simpatía
nuestro mundo interior y el mundo externo.

    Como ágil prisionero pajarillo
se nos escapa el corazón cantando,
y otro como él, y un verde bosquecillo
en alegre inquietud anda buscando.
..............................................................

   Tú, que aún eres feliz; tú, en cuyo seno
preludia el corazón su abril florido,
vaso edenal sin gota de veneno,
alma que ignoras decepción y olvido;

   deja, ¡oh paloma!, el nido acostumbrado
enfrente de la inútil chimenea;
ven a mirar el sol resucitado
y el milagro de luz que nos rodea.

   Ven a ver cómo entre su blanca y pura
nieve, imagen de ti resplandeciente,
también a par de ti la gran Natura
su dulce abril con júbilo presiente.

    No verás flores. Tus hermanas bellas
luego vendrán, cuando en el campo jueguen
los niños coronándose con ellas,
cuando a beber su miel las aves lleguen.

   Verás un campo azul, limpio, infinito,
y otro a sus pies de tornasol de plata,
donde, como en tu frente, ángel bendito,
la gloria de los cielos se retrata.

En toda esta composición, de que citamos trozos, sería tan fácil cuanto ingrata tarea señalar algunos defectos; pero todo se perdona en gracia de la espontaneidad y del sincero, puro y profundo sentir con que está el asunto comprendido y expresado. Lo que, sobre todo, es de admirar en Pombo es la sencillez, al parecer al menos sin arte, con que dice cosas muy bellas, que, por lo mismo que están dichas tan sencillamente, parecen más bellas y penetran mejor y más hondo en el alma. En París, sin duda, aunque el poeta no lo declara, compuso unos versos a una joven que se suicidó arrojándose en el Sena. La sacan muerta del río y exclama el poeta:



   ¡Ni una burla, ni un agravio,
le hagan mente, o tacto, o labio!
Pensad de ella como hermanos,
como débiles humanos;

    pensad sólo en sus angustias
y sus manchas olvidad.
¿Qué hay en esas formas mustias
que no implore caridad?

    No hagas honda, cruel pesquisa
del conflicto que insumisa
la encontró con el deber:
ya la muerte en su torrente
llevó el fango, y solamente
queda el oro de su ser.

Es singular que otro poeta colombiano, Hermógenes Saravia, haya tratado muy bien, aunque por diverso estilo, un asunto semejante. Es una actriz en su primera juventud, María Herrera, española tal vez, que va a Colombia y allí se envenena. Allí, como le dice el poeta:


   De tu guirnalda destrozando el lazo,
levantas, ¡ay!, la copa del suicida,
y el don horrible de la amarga vida
llorando vas a devolver a Dios.

La composición está llena de bellos sentimientos e ideas, briosamente expresados:


   En el concierto de las leves auras,
en el rumor de la onda estremecida,
¿no hubo un consuelo para tu alma herida?
¿No hubo una nota para ti de amor?
¡Cuando en la alegre y bulliciosa escena
de flores coronada aparecías,
en vano tus sollozos comprimías,
pobre proscrita de un sonado Edén!
Del pecho herido por el vil engaño
se adivinaba la honda pesadumbre
en tu mirada, triste cual la lumbre
que deja el sol al esconder su sien.
.......................................................
   Yo no te execro, niña infortunada,
ya que cercada de siniestras brumas,
cual ave herida, tus deshechas plumas
viniste en los desiertos a dejar.

Están, por último, noble y poéticamente exigidas a las mujeres honradas y felices la piedad y la compasión hacia la pobre suicida:


   No condenéis a la infeliz criatura
que de la muerte en el piadoso lecho,
cruzando ya las manos sobre el pecho,
como final recurso se adurmió.
Jamás quisierais sospechar siquiera
todo el supremo horrible desencanto,
todo el raudal de contenido llanto
que amontonar su corazón debió.

Aquí pensaba yo terminar esta carta y todo lo que había de decir sobre el Parnaso colombiano. Las tristes poesías sobre mujeres que mueren víctimas de un amor desventurado me recuerdan el admirable y tremendo canto de Olivia, de Oliverio Goldsmith:


   The only art her guilt to cover,
to hide her shame from every eye,
to give repentance to her lover,
and wring his bosom, is to die.

En la poesía colombiana, en la más original, en la más castiza, en la más española, hay un vago perfume, un dejo sabroso de poesía inglesa, que yo celebro, porque le da un gusto verdadera y naturalmente sentimental y le conviene muy bien, refrenando la propensión a lo redundante y a lo hueco.

Pero esta consideración me trae a la mente a un poeta colombiano de origen inglés, a Diego Fallon, del cual, si yo no hablase con elogio, sería la mayor injusticia.

De otros varios poetas pienso lo mismo, y los escrúpulos de mi conciencia se sobreponen al miedo de cansar, y me deciden a escribir a usted otra carta todavía, que será definitivamente la última.




- VII -

15 de octubre de 1888.

Mi distinguido amigo: Vuelvo a leer las dos únicas poesías que de Diego Fallon inserta el Parnaso colombiano, y reconozco más claro todavía cuán indisculpable hubiera sido mi falta si no hubiese yo hablado de ellas. No me atreveré a decir que sean las mejores de la colección; pero son, sin duda, las más originales, y cada una de ellas de muy extraña y distinta originalidad.

En la sangre, en el ser, en la educación de Fallon, hay cierta mezcla de inglés y de hispanoamericano que, a mi ver, se refleja en sus obras. Nació Diego Fallon en el Estado de Tolima, se educó en Bogotá en el Colegio de los Padres Jesuitas, y fue a terminar su educación en Inglaterra, patria de su padre. Es gran matemático, músico e ingeniero. Es profesor en la Escuela Militar de Colombia. Se habla con mucho encomio de un nuevo sistema de notación musical por él inventado.

Sus poesías han sido publicadas en un tomo, con prólogo del sabio don Miguel Antonio Caro, y si todas son como las dos que conocemos, las alabanzas del señor Caro tienen fundamento razonable.

En Las rocas de Suesca vuela con gracia y tino la imaginación alegre y caprichosa del poeta para describir un lugar alpestre, prestando vida, palabra y animación a los peñascos enormes. Lo grotesco, colosal de aquel conjunto de gigantes petrificados, que recobran la vida conjurados por el poeta, se infunde en el espíritu del lector, el cual se siente transportado a un mundo fantástico, donde en lo esquivo y solitario de las montañas, lejos de los hombres, hablan y discurren las piedras, y refieren sus lances de amor y fortuna de hace muchísimos siglos, allá en las edades primeras de este globo que habitamos.

En mi sentir, las ciencias oscuras e informes, en que la conjetura y la hipótesis entran por más que la observación y la experiencia, se prestan aún a la poesía didáctica, si el poeta acierta a cifrar y sintetizar en pocas palabras un sistema y a explicarle con imágenes vivas y verdadera dicción poética. Así es como el ilustre poeta y filósofo Terencio Mamiani compuso su poema De la cosmogonía. Meli, el gran poeta de Sicilia, que escribió en dialecto siciliano, aparece en el poema de Mamiani explicando el origen del mundo a un gracioso


Drappet di garzonetti e di fanciulle
che riserbo si fean d'ogni suo verso
nella tacita mente.

A la vista estaba Catania; enfrente, los mares Jonio y Tirreno, y más lejos, hacia el Sur, se alzaba la cima majestuosa, el Etna, que humeante aquel día, arrojaba de su cráter gran cantidad


   Di roventi faville ed un muggito
di sotterranei tuoni che lunghesso
il mare e per le valli di Simete
con rombo interminabile correa.

La escena y la ocasión no podían ser más a propósito para que explicase el origen de las transformaciones del globo terráqueo aquel vate y sabio profundo.


      che il nome
tolse dai favi iblei, quelli che al grande
pastor di Siracusa avean l'agresti
labbra rigate d'inmortal dolcezzo.

Pero si los versos de Mamiani son elegantísimos y sublimes, los de Fallon, por otro camino, como desate portentoso de fantasía, tienen no muy inferior valer.

Los de Mamiani, más filosóficos y didácticos en el fondo, son más poesía por la forma, por la elegancia de la dicción, mientras que en los de Fallon, donde hay otra facilidad y tal vez cierto desaliño, hay poesía de conceptos y de imágenes, aunque lo grotesco predomine. Y las cosas no podían ser de otra suerte. En los versos del italiano es maestro de Geología un sabio para quien otros más antiguos sabios y el propio ingenio habían levantado gran parte del triple


Vel che nasconde a tutte ciglia umane
d' Iside santa l' ineffabil volto;

y en los versos de Fallon son los peñascos mismos los que hablan y cuentan lo que les ha sucedido. Yo no entraré a discutir aquí si es más verdad lo que dice Meli que lo que dicen los peñascos; pero lo que dice Meli es más bello. El mérito de los versos de Fallon está más en lo descriptivo y en el efecto total de la pintura que su fantasía anima. Es aquello un aquelarre de brujas de pasmosa magnitud. La más anciana y la más ilustre es la que da la lección de Geología, aunque, en mi sentir, la pintura vale más que la lección.



   Y de sus pergaminos no se puede
dudosa hacer la antigüedad presunta,
que al herirlos burlada retrocede
del taladro tenaz la recia punta.

    ¡Mas contempladla! Sobre su ancha frente
en vano el sol sus dardos ha lanzado;
en vano, al par, la lluvia disolvente,
el rayo, el aquilón la han azotado.

    ¡Ved! De sus cejas trazan la figura
sendos cordones de erizadas pencas,
y he visto fulgurar en noche oscura
del cazador la hoguera entre sus cuencas.

    Es de su alta nariz el bloque corvo
atalaya del buitre carnicero,
que desde allí condena, inmóvil, torvo,
su presa a muerte en el lejano otero.

    Su boca, agreste ermita donde vierten
mortal sudor las piedras; do se llaman
a iglesia los conejos cuando advierten
que los hambrientos galgos los reclaman;

    y es sacristán de aquella gruta pía
un armadillo que a la mansa vieja
le ha perforado interna galería
que comunica oreja con oreja.

Los otros versos de Fallon, A la luna son mucho mejores que Las rocas de Suesca, sin que ninguna extravagancia caprichosa contribuya a su originalidad, que es grande, si bien más en la meditación, a que la contemplación induce, que en la misma contemplación. Aun así, en la parte descriptiva hay notables bellezas, y el poeta nos hace sentir la calma magnífica de una noche de entre trópicos a la falda de los Andes.



   ¡Cuán bella, ¡oh luna!, a lo alto del espacio
por el turquí del éter lenta subes,
con ricas tintas de ópalo y topacio
franjando en torno tu dosel de nubes!

    Cubre tu marcha grupo silencioso
de rizos copos, que tu lumbre tiñe;
y de la noche el iris vaporoso
la regia pompa de tu trono ciñe.

   De allí desciende tu callada lumbre
y en argentinas gasas se despliega
de la nevada sierra por la cumbre
y por los senos de la umbrosa vega.

    Con sesgo rayo por la falda oscura
a largos trechos el follaje tocas,
y tu albo resplandor sobre la altura
en mármol trueca las desnudas rocas;

    o al pie del cerro do la roza humea,
con el matiz de la azucena bañas
la blanca torre de vecina aldea
en su nido de sauces y cabañas.

Después, provocado el poeta por el silencio y reposo nocturnos, siente y expresa más alta inspiración: es teósofo primero y luego místico.



El que vistió de nieve la alta sierra,
de oscuridad las selvas seculares,
de hielo el Polo, de verdor la tierra
y de hondo azul los cielos y los mares,

echó también sobre tu faz un velo,
templando tu fulgor para que el hombre
pueda los orbes numerar del cielo,
tiemble ante Dios y su poder le asombre.

Pero este Dios, que entrevé el poeta en el éter infinito, poblado de estrellas, se deja ver mejor en el fondo del alma, hecha a su imagen. El alma es más grande que el Universo todo y más capaz que el Universo de contener a Dios.



   Y si del polvo libre se lanzara
ésta que siento, imagen de Dios mismo,
para tender su vuelo no bastara
del firmamento el infinito abismo;

    porque esos astros, cuya luz desmaya
ante el brillo del alma, hija del Cielo,
no son siquiera arenas de la playa
del mar que se abre a su futuro vuelo.

Sin duda, hay en la colección que voy examinando algunos poetas más de los ya citados que merecerían alabanzas no muy inferiores a las que he dado hasta ahora; pero mi revista va siendo sobrado larga, y conviene terminar.

No es justo callarse que hay también en el Parnaso colombiano bastantes composiciones que sólo demuestran la cultura general de Colombia y la extremada afición que tienen a la poesía los ciudadanos de aquella república. Hay bastantes composiciones correctas, pero insignificantes e incoloras, que todo joven o todo viejo de algunos estudios puede hacer, si en ello se empeña.

Tal vez será prevención mía; pero así como yo creo que el romance octosílabo es propio para la poesía en nuestro idioma, así también, a pesar de El moro expósito y de otros ejemplos brillantes en contra de mi opinión, yo entiendo que el romance endecasílabo se presta mucho al prosaísmo más desmayado. En el Parnaso colombiano hay sobra de estos romances.

Noto, además, que las Musas justicieras se inclinan a ponerse foscas con los poetas de Colombia cuando, por mal entendido patriotismo, ofenden e injurian a la antigua madre patria, España. Sus versos entonces son casi siempre malos. El más patente ejemplo de esta verdad lo dan unas estrofas de don José María Torres Caicedo, A Policarpa Salabarrieta, que fue la Mariana Pineda de por allá.

De lamentar es que, en el primer tercio de este siglo, así porque Fernando VII no era rey muy blando ni muy amoroso como porque la enemistad y el furor entre los liberales y absolutistas eran violentísimos, y la lucha tremenda y despiadada, hubiese tantas y tantas víctimas que nos son simpáticas, y que hoy consideramos, con razón, como héroes o mártires. Mas no por eso está bien decir en pícaros versos:


   Torres, Cabal, Torices y Camacho,
Casa-Valencia, Mutis y Mejía.
Caldas, mil libres más, a muerte impía
condenolos el bárbaro español.

Por desgracia, se podría llenar una hoja con los nombres de los ajusticiados españoles que ajustició el bárbaro español, hacia la misma época, aquí, en la Península, y con mucho menor motivo, pues al cabo no es lo mismo querer cambiar la forma de gobierno de la patria que deshacer y descuartizar la patria. Es indudable que de este descuartizamiento han nacido pueblos y Estados nuevos, por virtud de una ley providencial ineludible; pueblos y Estados nuevos por cuya prosperidad y grandeza todo español peninsular hace hoy fervientes votos, hasta por vanidad y amor propio de casta; pero entonces, cuando se rebelaban ahí, ¿era posible que un rey absoluto y un Gobierno tiránico, de que los mismos peninsulares eran víctimas, no castigase con dureza a los rebeldes?

Todos los horrores, todas las crueldades de la Guerra de la Independencia americana, que no fueron mayores que los de cualquiera otra guerra civil en la Península, no justifican la condenación y la injuria que lanza sobre los españoles el señor Torres Caicedo. El señor Torres Caicedo se ofende a sí mismo y a todo su linaje, pues yo presumo que será tan español como cualquiera de nosotros, y que, si no lo es, lo fue su padre o lo fue su abuelo.

No tiene la menor disculpa que el señor Caicedo califique todo el tiempo que Colombia estuvo unida a España de


   Centurias de baldón y afrenta
en que yació la tierra americana.

Esto estaría sólo bien en boca de los indios triunfantes, si se hubiesen levantado contra el señor Torres Caicedo y contra todos los de origen español y los hubiesen arrojado de la América que invadieron y colonizaron.

Esos improperios contra España quizá parecerían fundados en boca del Zipa, del Zaque y del Pontífice de Iraca, restablecidos, desechadas nuestra lengua y nuestra cultura, y adorando otra vez a Chibchacum y a Chiminigagua.

Por lo demás, no podemos perdonar al señor Torres Caicedo, diplomático ilustre, hombre político, notable escritor en prosa sobre las materias filosóficas, literarias, económicas, etc., que sea tan desaforadamente encomiador de doña Policarpa. El encomio, por merecido que sea, debe tener su medida. Pase que Leónidas y Temístocles no valgan más que Bolívar y Sucre, y pase que Ayacucho y Junín equivalgan a Maratón y a Salamina. ¡Ojalá (y lo digo sin ironía, movido del amor de raza, superior al amor de patria), ojalá, sí, que el porvenir justifique la que es hoy exageración, dando a las batallas de Ayacucho y Junín la trascendencia que Salamina y Maratón tuvieron, siendo como el punto de partida, en el terreno político de la acción, de una cultura y de una fuerza civilizadora más fecundas y más grandes que las conocidas hasta entonces, fuera de Grecia, y que en Salamina y Maratón fueron vencidas! Pase, por último, que doña Policarpa valga tanto o más que Débora, Judit, madame Roland, Juana de Arco y Carlota Corday; pero no se puede tolerar, aun sin ser buen católico, y siguiendo un criterio racionalista, que el señor Torres Caicedo compare también a doña Policarpa con la Virgen María, porque la Virgen María


   La muerte vio del Redentor divino,
del que derechos, libertad, trajera;
del Hombre-Dios que al hombre enalteciera,
donando al mundo la igualdad, la luz.

Precisamente porque Cristo donó al mundo todas esas cosas y otras muchas más, y puso con su doctrina la base de una civilización que ha durado siglos y que comprende a la noble parte del linaje humano. Cristo no puede compararse con ninguno de los insurgentes, revolucionarios y conspiradores, por gloriosos que hayan sido. Y en cuanto a la Virgen María, aun mirado todo ello con impía mirada, negando el ser real de la Virgen y suponiéndola semidiosa simbólica, supremo ideal en quien se cifran todas las excelencias de la mujer, la maternidad, la pureza virgínea y la piedad compasiva, no veo paridad ni buen gusto en que la comparemos ni con Policarpa, ni con Mariana Pineda, ni con Carlota Corday, ni con ninguna otra heroína de armas tomar o de pelo en pecho.

En general, en los versos patrióticos colombianos hay sobrada hipérbole, así en alabar a los héroes de la Independencia como en denigrar a los españoles y a España. No se considera bien que, antes de la Independencia, los que más tiranizaron a la tierra y a la gente americanas fueron los padres o los abuelos de los que se sublevaron contra esa tiranía, y que después ha habido un no corto período de guerras civiles en que se ha derramado más sangre que la derramada por los españoles, y ha habido tiranos en casi todas las repúblicas que nada tienen que envidiar, en punto a crueldad, ni a Fernando VII, ni a ningún otro rey, ni a ninguno de los virreyes o generales y gobernadores que los reyes enviaban. En varios poetas, a pesar del orgullo patriótico, aparecen estas confesiones arrancadas por el dolor y el enojo. Santiago Pérez dice:


   No resta acaso un punto
do la sangre que vierte nuestra mano
no cubra ya la que vertió el hispano.

Y en don Miguel Antonio Caro llegan ya estos sentimientos de disgusto hasta el extremo, que yo no puedo ni quiero aplaudir, de hacer que el propio espíritu de Bolívar vacile entre si debe gloriarse o arrepentirse de haber dado a América su independencia. Bolívar exclama:


      ¿Quién sabe
si aré en la mar y edifiqué en el viento?
........................................................
¿Si caerán sobre mí las maldiciones
       de cien generaciones?

No. Es evidente que no caerán. Las repúblicas que de España nacieron serán grandes también como la que nació de Inglaterra, y la gloria de Bolívar no será inferior a la de Washington. Todo, si Dios quiere, y Dios querrá, habrá de ser, sin que sea necesario para ello que se nos trate mal en malas coplas.

La gloria de Bolívar, por sus hechos, sin consideración a los últimos resultados, y el crecimiento de esta gloria en lo por venir, cuando las repúblicas hispanoamericanas se engrandezcan, están en perfecta consonancia con nuestro interés y con nuestra vanidad patriótica de peninsulares. Mientras más se encomien el tino político, la pericia militar, el valor y la actividad infatigable del Libertador, más cohonestada y ennoblecida quedará nuestra derrota.

No hay español, que sepa de Bolívar, que, movido de estos sentimientos, no levante a Bolívar a la altura de Washington. Y aún le pondría por cima, como lo desea, si no se midiese la magnitud de los héroes por el producto de sus heroicidades. Es tan bella, tan simpática y tan generosa la vida de Bolívar, sobre todo en sus últimos años, que Bolívar, que murió joven aún, infundiéndonos admiración por sus proezas, por su desprendimiento y por su amor sincerísimo a la Libertad, e infundiéndonos piedad sublime por la ingratitud que ulceró su pecho, resplandecería por cima de Washington, si las repúblicas de la América del Sur llegasen, como es probable que lleguen, a ser tan poderosas como la república por Washington fundada.

El liberalismo es hermosa doctrina. Yo soy, he sido y seré siempre muy liberal; pero no desconozco que el liberalismo ha sido tan manoseado y vulgarizado en discursos y peroratas, en brindis de comidas patrióticas y en artículos para rellenar columnas de periódicos, que es difícil ser liberal en verso sin caer en la prosa más plebeya. Y si el poeta liberal escribe en romance endecasílabo, peor que peor.

Fiado en el sonsonete de la continuada asonancia, descuida la dicción, y no sabe o no quiere saber que hay una forma o una construcción propia de la poesía. Lastimosa muestra de esto que digo dan los versos Catón en Utica, de Luis Vargas Tejada.

El pobre Catón larga, antes de matarse, un romance tan pedestre como los de muchas tragedias clásicas españolas del siglo pasado:


   Inútiles han sido mis esfuerzos:
al fin triunfar el despotismo logra,
y delante del César abatida
yace en el polvo la soberbia Rosa.
Un hombre, un hombre solo usurpa el fruto
de tantos sacrificios y victorias.

Y así continúa Catón ensartando cerca de doscientos versos, sin que haya razón para que no ensarte dos o tres mil: para que cese el aguacero y escampe.

Pero baste de censuras.

El Parnaso colombiano prueba que en la tierra de usted hay un rico y hermoso florecimiento literario, y lo probaría muchísimo mejor si el señor Añez hubiera suprimido acaso una tercera parte o más de lo que inserta, y no para que el Parnaso contuviese menos, sino para sustituir lo suprimido con muchísimas composiciones buenas, como yo sé que las hay.

Dispense usted que sea franco y que no todo lo que digo sea lisonjero, y créame su amigo afectísimo.






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Azul...

A don Rubén Darío



- I -

22 de octubre de 1888.

Todo libro que desde América llega a mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad; pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de usted, no bien comencé a leerlo.

Confieso que al principio, a pesar de la amable dedicatoria con que usted me envía un ejemplar, miré el libro con indiferencia..., casi con desvío. El título Azul... tuvo la culpa.

Víctor Hugo dice: L'art c'est l'azur; pero yo no me conformo ni me resigno con que tal dicho sea muy profundo y hermoso. Para mí tanto vale decir que el arte es lo azul como decir que es lo verde, lo amarillo o lo rojo. ¿Por qué, en este caso, lo azul (aunque en francés no sea bleu, sino azur, que es más poético) ha de ser cifra, símbolo y superior predicamento que abarque lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga y sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven los astros? Pero, aunque todo esto y más surja del fondo de nuestro ser y aparezca a los ojos del espíritu evocado por la palabra azul, ¿qué novedad hay en decir que el arte es todo esto? Lo mismo es decir que el arte es imitación de la Naturaleza, como la definió Aristóteles: la percepción de todo lo existente y de todo lo posible y su reaparición o representación por el hombre en signos, letras, sonidos, colores o líneas. En suma: yo, por más vueltas que le doy, no veo en eso de que el arte es lo azul sino una frase enfática y vacía.

Sea, no obstante, el arte azul, o del color que quiera. Como sea bueno, el color es lo que menos importa. Lo que a mí me dio mala espina fue el ser la frase de Víctor Hugo, y el que usted hubiese dado por título a su libro la palabra fundamental de la frase. «¿Si será éste -me dije- uno de tantos y tantos como por todas partes, y sobre todo en Portugal y en la América española, han sido inficionados por Víctor Hugo?». La manía de imitarle ha hecho verdaderos estragos, porque la atrevida juventud exagera sus defectos, y porque eso que se llama genio, y que hace que los defectos se perdonen y tal vez se aplaudan, no se imita cuando no se tiene. En resolución: yo sospeché que era usted un Víctor Huguito, y estuve más de una semana sin leer el libro de usted.

No bien lo he leído, he formado muy diferente concepto. Usted es usted; con gran fondo de originalidad, y de originalidad muy extraña. Si el libro, impreso en Valparaíso en este año de 1888, no estuviese en muy buen castellano, lo mismo pudiera ser de un autor francés, que de un italiano, que de un turco o de un griego. El libro está impregnado de espíritu cosmopolita. Hasta el nombre y apellido del autor, verdaderos o contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico, y persa es Darío; de suerte que, por los nombres, no parece sino que usted quiere ser o es de todos los países, castas y tribus.

El libro Azul... no es, en realidad, un libro: es un folleto de ciento treinta y dos páginas; pero tan lleno de cosas y escrito por estilo tan conciso, que da no poco en qué pensar y tiene bastante que leer. Desde luego, se conoce que el autor es muy joven, que no puede tener más de veinticinco años; pero que los ha aprovechado maravillosamente. Ha aprendido muchísimo, y en todo lo que sabe y expresa muestra singular talento artístico o poético.

Sabe con amor la antigua literatura griega; sabe de todo lo moderno europeo. Se entrevé, aunque no hace gala de ello, que tiene el concepto cabal del mundo visible y del espíritu humano, tal como este concepto ha venido a formarse por el conjunto de observaciones, experiencias, hipótesis y teorías más recientes. Y se entrevé también que todo esto ha penetrado en la mente del autor, no diré exclusivamente, pero sí, principalmente, a través de libros franceses. Es más: en los perfiles, en los refinamientos, en las exquisiteces del pensar y del sentir del autor hay tanto de francés, que yo forjé una historia a mi antojo para explicármelo. Supuse que el autor, nacido en Nicaragua, había ido a París a estudiar para médico o para ingeniero o para otra profesión; que en París había vivido seis o siete años con artistas, literatos, sabios y mujeres alegres de por allá, y que mucho de lo que sabe lo había aprendido de viva voz y empíricamente con el trato y roce de aquellas personas. Imposible me parecía que de tal manera se hubiese impregnado el autor del espíritu parisiense novísimo sin haber vivido en París durante años.

Extraordinaria ha sido mi sorpresa cuando he sabido que usted, según me aseguran sujetos bien informados, no ha salido de Nicaragua sino para ir a Chile, en donde reside desde hace dos años a lo más.

¿Cómo, sin el influjo del medio ambiente, ha podido usted asimilarse todos los elementos del espíritu francés, si bien conservando española la forma que aúna y organiza estos elementos, convirtiéndolos en sustancia propia?

Yo no creo que se ha dado jamás caso parecido con ningún español peninsular. Todos tenemos un fondo de españolismo que nadie nos arranca ni a veinticinco tirones. En el famoso abate Marchena, con haber residido tanto tiempo en Francia, se ve el español; en Cienfuegos es postizo el sentimentalismo empalagoso a lo Rousseau, y el español está por bajo. Burgos y Reinoso son afrancesados y no franceses. La cultura de Francia, buena y mala, no pasa nunca de la superficie. No es más que un barniz transparente, detrás del cual se descubre la condición española.

Ninguno de los hombres de letras de esta Península, que he conocido yo, con más espíritu cosmopolita, y que más largo tiempo han residido en Francia y que han hablado mejor el francés y otras lenguas extranjeras, me ha parecido nunca tan compenetrado del espíritu de Francia como usted me parece; ni Galiano, ni don Eugenio de Ochoa, ni Miguel de los Santos Álvarez. En Galiano había como una mezcla de anglicismo y de filosofismo francés del siglo pasado; pero todo sobrepuesto y no combinado con el ser de su espíritu, que era castizo. Ochoa era, y siguió siendo siempre, archi y ultraespañol, a pesar de sus entusiasmos por las cosas de Francia. Y en Álvarez, en cuya mente bullen las ideas de nuestro siglo, y que ha vivido años en París, está arraigado el ser del hombre de Castilla, y en su prosa recuerda el lector a Cervantes y a Quevedo, y en sus versos a Garcilaso y a León, aunque, así en versos como en prosa, emita él siempre ideas más propias de nuestro siglo que de los que pasaron. Su chiste no es el esprit francés, sino el humor español de las novelas picarescas y de los autores cómicos de nuestra peculiar literatura.

Veo, pues, que no hay autor en castellano más francés que usted. Y lo digo para afirmar un hecho, sin elogio y sin censura. En todo caso, más bien lo digo como elogio. Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional; pero yo no puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque ni hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de usted que sea literariamente español, pues ya no lo es políticamente, y está, además, separado de la madre patria por el Atlántico, y más lejos, en la república donde ha nacido, de la influencia española, que en otras repúblicas hispanoamericanas. Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza dar a usted alabanzas a manos llenas por lo perfecto y profundo de este galicismo; porque el lenguaje persiste español, legítimo y de buena ley, y porque si no tiene un carácter nacional, posee carácter individual.

En mi sentir, hay en usted una poderosa individualidad de escritor, ya bien marcada, y que, si Dios da a usted la salud que yo le deseo y larga vida, ha de desenvolverse y señalarse más con el tiempo en obras que sean gloria de las letras hispanoamericanas.

Leídas las ciento treinta y dos páginas de Azul..., lo primero que se nota es que está usted saturado de toda la más flamante literatura francesa. Hugo, Lamartine, Musset, Baudelaire, Leconte de Lisle, Gautier, Bourget, Sully Proudhomme, Daudet, Zola, Barbey d'Aurevilly, Catulo Mendès, Rollinat, Goncourt, Flaubert y todos los demás poetas y novelistas han sido por usted bien estudiados y mejor comprendidos. Y usted no imita a ninguno: ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo, lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro y ha sacado de ello una rara quintaesencia.

Resulta de aquí un autor nicaragüense, que jamás salió de Nicaragua sino para ir a Chile, y que es autor tan a la moda de París y con tanto chic y distinción, que se adelanta a la moda y pudiera modificarla e imponerla.

En el libro hay Cuentos en prosa y seis composiciones en verso. En los cuentos y en las poesías todo está cincelado, burilado, hecho para que dure, con primor y esmero, como pudiera haberlo hecho Flaubert o el parnasiano más atildado. Y, sin embargo, no se nota el esfuerzo ni el trabajo de la lima, ni la fatiga del rebuscar; todo parece espontáneo y fácil y escrito al correr de la pluma, sin mengua de la concisión, de la precisión y de la extremada elegancia. Hasta las rarezas extravagantes y las salidas de tono, que a mí me chocan, pero que acaso agraden en general, están hechas adrede. Todo en el librito está meditado y criticado por el autor, sin que ésta, su crítica previa o simultánea de la creación, perjudique al brío apasionado y a la inspiración del que crea.

Si se me preguntase qué enseña su libro de usted y de qué trata, respondería yo sin vacilar: no enseña nada, y trata de nada y de todo. Es obra de artista, obra de pasatiempo, de mera imaginación. ¿Qué enseña o de qué trata un dije, un camafeo, un esmalte, una pintura o una linda copa esculpida?

Hay, sin embargo, notable diferencia entre toda escultura, pintura, dije y hasta música, y cualquier objeto de arte cuya material es la palabra. El mármol, el bronce y el sonido, no diré yo que sutilizando mucho no puedan significar algo de por sí; pero la palabra, no sólo puede significar, sino que forzosamente significa ideas, sentimientos, creencias, doctrinas y todo el pensamiento humano. Nada más factible, a mi ver (acaso porque yo soy poco agudo), que una bella estatua, un lindo dije, un cuadro primoroso, sin trascendencia o sin símbolo; pero ¿cómo escribir un cuento o unas coplas sin que deje ver el autor lo que niega, lo que afirma, lo que piensa o lo que siente? El pensamiento, en todas las artes, pasa con la forma desde la mente del artista a la sustancia o materia del arte; pero en el arte de la palabra, además del pensamiento que pone el artista en la forma, la sustancia o materia del arte, es pensamiento también, y pensamiento del artista. La única materia extraña al artista es el Diccionario, con las reglas gramaticales que siguen las voces en su combinación; pero como ni palabras ni combinación de palabras pueden darse ni deben darse sin sentido, de aquí que materia y forma sean en poesía y en prosa creación del escritor o del poeta; sólo quedan fuera de él, digámoslo así, los signos hueros, o sea abstrayendo lo significado.

De esta suerte se explica cómo, con ser su libro de usted de pasatiempo, y sin propósito de enseñar nada, en él se ven patentes las tendencias y los pensamientos del autor sobre las cuestiones más trascendentales. Y justo es que confesemos que los dichos pensamientos no son ni muy edificantes ni muy consoladores.

La ciencia de experiencia y de observación ha clasificado cuanto hay, y ha hecho de ello hábil inventario. La crítica histórica, la lingüística y el estudio de las capas que forman la corteza del globo han descubierto bastante de los pasados hechos humanos que antes se ignoraban; de los astros que brillan en la extensión del éter se sabe muchísimo; el mundo de lo imperceptiblemente pequeño se nos ha revelado merced al microscopio; hemos averiguado cuántos ojos tiene tal insecto y cuántas patitas tiene tal otro; sabemos ya de qué elementos se componen los tejidos orgánicos, la sangre de los animales y el jugo de las plantas; nos hemos aprovechado de agentes que antes se sustraían al poder humano, como la electricidad; y, gracias a la estadística, llevamos minuciosa cuenta de cuanto se engendra y de cuanto se devora; y si ya no se sabe, es de esperar que pronto se sepa la cifra exacta de los panecillos, del vino y de la carne que se come y se bebe la Humanidad a diario.

No es menester acudir a sabios profundos: cualquier sabio adocenado y medianejo de nuestra edad conoce hoy, clasifica y ordena los fenómenos que hieren los sentidos corporales, auxiliados estos sentidos por instrumentos poderosos que aumentan su capacidad de percepción. Además, se han descubierto, a fuerza de paciencia y de agudeza, y por virtud de la dialéctica y de las matemáticas, gran número de leyes que dichos fenómenos siguen.

Natural es que el linaje humano se haya ensoberbecido con tamaños descubrimientos e invenciones; pero no sólo en torno y fuera de la esfera de lo conocido y circunscribiéndola, sino también llenándola, en lo esencial y sustancial, queda un infinito inexplorado, una densa e impenetrable oscuridad, que parece más tenebrosa por la misma contraposición de la luz con que ha bañado la ciencia la pequeña suma de cosas que conoce. Antes, ya las religiones, con sus dogmas, que aceptaban la fe; ya la especulación metafísica, con la gigantesca máquina de sus brillantes sistemas, encubrían esa inmensidad incognoscible, o la explicaban o la daban a conocer a su modo. Hoy priva el empeño de que no haya ni metafísica ni religión. El abismo de lo incognoscible queda así descubierto y abierto, y nos trae y nos da vértigo, y nos comunica el impulso, a veces irresistible, de arrojarnos en él.

La situación, no obstante, no es incómoda para la gente sensata de cierta ilustración y fuste. Prescinden de lo trascendente y de lo sobrenatural para no calentarse la cabeza ni perder el tiempo en balde. Esta eliminación les quita no pocas aprensiones y cierto miedo, aunque a veces les infunde otro miedo y sobresalto fastidiosos. ¿Cómo contener a la plebe, a los menesterosos, hambrientos e ignorantes, sin ese freno que ellos han desechado con tanto placer? Fuera de este miedo que experimentan algunos sensatos, en todo lo demás no ven sino motivo de satisfacción y parabienes.

Los insensatos, en cambio, no se aquietan con el goce del mundo, hermoseado por la industria e inventiva humanas, ni con lo que se sabe, ni con lo que se fabrica, y anhelan averiguar y gozar más.

El conjunto de los seres, el Universo todo, cuanto alcanzan a percibir la vista y el oído, ha sido como idea coordinada metódicamente en una anaquelería o casillero para que se comprenda mejor; pero ni este orden científico ni el orden natural, tal como los insensatos le ven, lo satisface. La molicie y el regalo de la vida moderna los han hecho muy descontentadizos. Y así, ni del mundo tal como es, ni del mundo tal como le concebimos, se forma idea muy aventajada. Se ven en todo faltas, y no se dice lo que dicen que dijo Dios: que todo era bueno. La gente se lanza con más frecuencia que nunca a decir que todo es malo; y en vez de atribuir la obra a un artífice inteligentísimo y supremo la supone obra de un prurito inconsciente de fabricar cosas que hay ab aeterno en los átomos, los cuales tampoco se sabe a punto fijo lo que sean.

Los dos resultados principales de todo ello en la literatura de última moda son:

Primero. Que se suprima a Dios o que no se le miente sino para insolentarse con Él ya con reniegos y maldiciones ya con burlas y sarcasmos.

Segundo. Que en ese infinito tenebroso e incognoscible perciba la imaginación, así como en el éter, nebulosas o semilleros de astros, fragmentos y escombros de religiones muertas, con los cuales procura formar algo como ensayo de nuevas creencias y de renovadas mitologías.

Estos dos rasgos van impresos en su librito de usted. El pesimismo, como remate de toda descripción de lo que conocemos, y la poderosa y lozana producción de seres fantásticos, evocados o sacados de las tinieblas de lo incognoscible, donde vagan las ruinas de las destrozadas creencias y supersticiones vetustas.

Ahora será bien que yo cite muestras y pruebe que hay en su libro de usted, con notable elegancia, todo lo que afirmo; pero esto requiere segunda carta.




- II -

29 de octubre de 1888.

En la cubierta del libro que me ha enviado usted veo que ha publicado ya, o anuncia, la publicación de otros varios, cuyos títulos son: Epístolas y poemas, Rimas, Abrojos, Estudios críticos, Albumes y abanicos, Mis conocidos y Dos años en Chile. Anuncia igualmente dicha cubierta que prepara usted una novela, cuyo sólo título nos da en las narices del alma (pues si hay ojos del alma o tiene el alma ojos, bien puede tener narices) con un tufillo a pornografía. La novela se titula La carne.

Nada de esto, con todo, me sirve hoy para juzgar a usted, pues yo nada de esto conozco. Tengo que contraerme al libro Azul...

En este libro no sé qué debo preferir; si la prosa o los versos. Casi me inclino a ver mérito igual en ambos modos de expresión del pensamiento de usted. En la prosa hay más riqueza de ideas; pero es más afrancesada la forma. En los versos, la forma es más castiza. Los versos de usted se parecen a los versos españoles de otros autores, y no por eso dejan de ser originales: no recuerdan a ningún poeta español, ni antiguo ni de nuestros días.

El sentimiento de la Naturaleza raya en usted en adoración panteísta. Hay en las cuatro composiciones (a o, más bien, en las cuatro estaciones del año) la más gentílica exuberancia de amor sensual, y en este amor, algo de religioso. Cada composición parece un himno sagrado a Eros; himno que, a veces, en la mayor explosión de entusiasmo, el pesimismo viene a turbar con la disonancia, ya de un «¡ay!» de dolor, ya de una carcajada sarcástica. Aquel sabor amargo, que brota del centro mismo de todo deleite y que tan bien experimentó y expresó el ateo Lucrecio,


medio de fonte leporum
surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat,

acude a menudo a interrumpir lo que usted llama


la música triunfante de mis rimas.

Pero como en usted hay de todo, noto en los versos, además del ansia de deleite y además de la amargura de que habla Lucrecio, la sed de lo eterno, esa aspiración profunda e insaciable de las edades cristianas, que el poeta pagano quizá no hubiera comprendido.

Usted pide siempre más al hada, y...


   El hada entonces me llevó hasta el velo
que nos cubre las ansias infinitas,
la inspiración profunda
y el alma de las liras.
Y lo rasgó. Y allí todo era aurora.

Pero, aun así, no se satisface el poeta, y pide más al hada.

Tiene usted otra composición, la que lleva por título la palabra griega Anagke, donde el cántico de amor acaba en un infortunio y en una blasfemia. Suprimiendo la blasfemia final, que es burla contra Dios, voy a poner aquí el cántico casi completo:



   Y dijo la paloma:
-Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo,
en el árbol en flor, junto a la poma
llena de miel, junto al retoño suave
y húmedo por las gotas del rocío,
tengo mi hogar. Y vuelo,
con mis anhelos de ave,
del amado árbol mío
hasta el bosque lejano,

    cuando al himno jocundo
del despertar de Oriente,
sale el alba desnuda, y muestra al mundo
el pudor de la luz sobre su frente.

    Mi ala es blanca y sedosa;
la luz la dora y baña
y céfiro la peina.
Son mis pies como pétalos de rosa.

    Yo soy la dulce reina
que arrulla a su palomo en la montaña.
En el fondo del bosque pintoresco
está el alerce en que formé mi nido;
y tengo allí, bajo el follaje fresco,
un polluelo sin par, recién nacido.

   Soy la promesa alada,
el juramento vivo;
soy quien lleva el recuerdo de la amada
para el enamorado pensativo.

    Yo soy la mensajera
de los tristes y ardientes soñadores,
que va a revolotear diciendo amores
junto a una perfumada cabellera.

    Soy el lirio del viento.
Bajo el azul del hondo firmamento
muestro de mi tesoro bello y rico
las preseas y galas:
el arrullo en el pico,
la caricia en las alas.

    Yo despierto a los pájaros parleros
y entonan sus melódicos cantares:
me poso en los floridos limoneros
y derramo una lluvia de azahares.

    Yo soy toda inocente, toda pura.
Yo me esponjo en las ansias del deseo,
y me estremezco en la íntima ternura
de un roce, de un rumor, de un aleteo.

    ¡Oh inmenso azul! Yo te amo. Porque a Flora
das la lluvia y el sol siempre encendido;
porque, siendo el palacio de la Aurora,
también eres el techo de mi nido.

   ¡Oh inmenso azul! Yo adoro
tus celajes risueños,
y esa niebla sutil de polvo de oro
donde van los perfumes y los sueños.

    Amo los velos tenues, vagarosos,
de las flotantes brumas,
donde tiendo a los aires cariñosos
el sedeño abanico de mis plumas.

   ¡Soy feliz! ¡Porque es mía la floresta,
donde el misterio de los nidos se halla;
porque el alba es mi fiesta
y el amor mi ejercicio y mi batalla;

   feliz, porque de dulces ansias llena,
calentar mis polluelos es mi orgullo;
porque en las selvas vírgenes resuena
la música celeste de mi arrullo;

    porque no hay una rosa que no me ame,
ni pájaro gentil que no me escuche,
ni garrido cantor que no me llame!...
-¿Sí? -dijo entonces un gavilán infame,
y con furor se la metió en el buche.

Suprimo, como dije ya, los versos que siguen, y que no pasan de ocho, donde se habla de la risa que le dio a Satanás de resultas del lance y de lo pensativo que se quedó el Señor en su trono.

Entre las cuatro composiciones en las estaciones del año, todas bellas y raras, sobresale la del verano: es un cuadro simbólico de los dos polos sobre los que rueda el eje de la vida: el amor y la lucha; el prurito de destrucción y el de reproducción. La tigre virgen en celo está magistralmente pintada, y mejor aún acaso el tigre galán y robusto que llega y la enamora.



   Al caminar se vía
su cuerpo ondear con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
debajo de la piel. Y se diría
ser aquella alimaña
un rudo gladiador de la montaña.

   Los pelos erizados
del labio relamía. Cuando andaba,
con su peso chafaba
la hierba verde y muelle,
y el ruido de su aliento semejaba
el resollar de un fuelle.

Síguense la declaración de amor, el en lenguaje de tigres y los primeros halagos y caricias. Después..., el amor en su plenitud, sin los poco docentes pormenores en que entran Rollinat y otros en casos semejantes.


   Después el misterioso
tacto, las impulsivas
fuerzas que arrastran con poder pasmoso,
y, ¡oh gran Pan!, el idilio monstruoso
bajo las vastas selvas primitivas.

El príncipe de Gales, que andaba de caza por allí con gran séquito de monteros y jauría de perros, viene a poner trágico fin al idilio.

El príncipe mata a la tigre de un escopetazo. El tigre se salva, y luego, en su gruta, tiene un extraño sueño:


que enterraba las garras y los dientes
en vientres sonrosados
y pechos de mujer; y que engullía
por postres delicados
de comidas y cenas,
como tigre goloso entre golosos,
unas cuantas docenas
de niños tiernos, rubios y sabrosos.

No parece sino que, en sentir del poeta, tendría menos culpa el tigre, aunque fuese ser responsable, devorando mujeres y niños, que el príncipe matando tigres. El afecto del poeta se extiende casi por igual sobre tigres y sobre príncipes, a quienes un determinismo fatal mueve a matarse recíprocamente, como el ratón y el gato de la fábula de Álvarez.

Los cuentos en prosa son más singulares aún. Parecen escritos en París, y no en Nicaragua ni en Chile. Todos son brevísimos. Usted hace gala de laconismo. La ninfa es quizá el que más me gusta. La cena en la quinta de la cortesana está bien descrita. El discurso del sabio prepara el ánimo del lector. Los límites, que tal vez no existan, pero que todos imaginamos, trazamos y ponemos entre lo natural y sobrenatural, se esfuman y desaparecen. San Antonio vio en el yermo un hipocentauro y un sátiro. Alberto Magno habla también de sátiros que hubo en su tiempo. ¿Por qué ha de ser esto falso? ¿Por qué no ha de haber sátiros, faunos y ninfas? La cortesana anhela ver un sátiro vivo; el poeta, una ninfa. La aparición de la ninfa desnuda al poeta, en el parque de la quinta, a la mañana siguiente, en la umbría apartada y silenciosa, entre los blancos cisnes del estanque, está pintada con tal arte que parece verdad.

La ninfa huye y queda burlado el poeta; pero, en el almuerzo, dice luego la cortesana:

«-El poeta ha visto ninfas.

Todos la contemplaron asombrados, y ella me miraba como una gata y se reía, se reía como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas.»

El velo de la reina Mab es precioso. Empieza así:

«La reina Mab, en su carro, hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló un día por la ventana de una buhardilla, donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados.»

Eran un pintor, un escultor, un músico y un poeta. Cada cual hace su lastimoso discurso, exponiendo aspiraciones y desengaños. Todos terminan en la desesperación.

«Entonces la reina Mab, del fondo de su carro, hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros o de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza, el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas.»

Hay en el libro otros varios cuentos, delicados y graciosos, donde se notan las mismas calidades. Todos estos cuentos parecen escritos en París.

Voy a terminar hablando de los dos más trascendentales: El rubí y La canción del oro.

El químico Fremy ha descubierto, o se jacta de haber descubierto, la manera de hacer rubíes. Uno de los gnomos roba uno de estos rubíes artificiales del medallón que pende del cuello de cierta cortesana, y le lleva a la extensa y profunda caverna donde los gnomos se reúnen en conciliábulo. Las fuerzas vivas y creadoras de la Naturaleza, la infatigable inexhausta fecundidad de la alma Tierra están simbolizados en aquellos activos y poderosos enanillos, que se burlan del sabio y demuestran la falsedad de su obra. «La piedra es falsa -dicen todos-: obra de hombres o de sabio, que es peor.»

Luego cuenta el gnomo más viejo la creación del verdadero primer rubí. Es un hermoso mito, que redunda en alabanza del Amor y de la madre Tierra, «de cuyo vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y la casta flor de lis: lo puro, lo fuerte, lo infalsificable». Y los gnomos tejen una danza frenética y celebran una orgía sagrada, ensalzando a la mujer, de quien suelen enamorarse, porque es espíritu y carne: toda Amor.

La canción del oro sería el mejor de los cuentos de usted si fuera cuento, y sería el más elocuente de todos si no se emplease en él demasiado una ficelle, de que se usa y de que se abusa muchísimo en el día.

En la calle de los palacios, donde todo es esplendor y opulencia, donde se ven llegar a sus moradas, de vuelta de festines y bailes, a las hermosas mujeres y a los hombres ricos, hay un mendigo extraño, hambriento, tiritando de frío, mal cubierto de harapos. Este mendigo tira un mordisco a un pequeño mendrugo de pan bazo; se inspira y canta la canción del oro.

Todo el sarcasmo, todo el furor, toda la codicia, todo el amor desdeñado, todos los amargos celos, toda la envidia que el oro engendra en los corazones de los hambrientos, de los menesterosos y de los descamisados y perdidos, están expresados en aquel himno en prosa.

Por esto afirmo que sería admirable la canción del oro si se viese menos ficelle, el método o traza de la composición, que tanto siguen ahora los prosistas, los poetas y los oradores.

El método es crear algo por superposición o aglutinación, y no por organismo.

El símil es la base de este método. Sencillo es no mentar nada sin símil: todo es como algo. Luego se ha visto que salen de esta manera muchísimos comos, y en vez de los comos se han empleado los eses y las esas. Ejemplo: la tierra, esa madre fecunda de todos los vivientes; el aire, ese manto azul que envuelve el seno de la tierra, y cuyos flecos son las nubes; el cielo, ese campo sin límites por donde giran las estrellas, etc. De este modo es fácil llenar mucho papel. A veces, los eses y las esas se suprimen, aunque es menos enfático y menos francés, y sólo se dice: el pájaro, flor del aire; la luna, lámpara nocturna, hostia que se eleva en el templo del espacio, etc.

Y, por último, para dar al discurso más animación y movimiento, se ha discurrido hacer enumeración de todo aquello que se asemeja en algo al objeto de que queremos hablar. Y terminada la enumeración, o cansado ya el autor de enumerar, pues no hay otra razón para que termine, dice: «Eso soy yo, eso es la poesía, eso es la crítica, eso es la mujer», etc. Puede también el autor, para prestar mayor variedad y complicación a su obra, decir lo que no es el objeto que describe antes de decir lo que es. Y puede decir lo que no es como quien pregunta. Fórmula: ¿Será esto, será aquello, será lo de más allá? No; no es nada de eso. Luego..., la retahíla de cosas que se ocurran. Y por remate: Eso es.

Este género de retórica es natural y todos le empleamos. No se critica aquí el uso, sino el abuso. En el abuso hay algo parecido al juego infantil de apurar una letra: «Ha venido un barco cargado de...». Y se va diciendo (si, verbigracia, la letra es b) de baños, de buzos, de bolos, de becerros, de bromas...

Las composiciones escritas según este método retórico tienen la ventaja de que se pueden acortar y alargar ad libitum, y de que se pueden leer al revés lo mismo que al derecho, sin que apenas varíe el sentido.

En mis peregrinaciones por países extranjeros, y harto lejos de aquí, conocí yo y traté a una señora muy entendida, cuyo marido era poeta, y ella había descubierto en los versos de su marido que todos se leían y hacían sentido empezando por el último verso y acabando por el primero. Querían decir algunos maldicientes que ella había hecho el descubrimiento para burlarse de los versos de la cosecha de casa; pero yo siempre tuve por seguro que ella, cegada por el amor conyugal, ponía en este sentido indestructible, léanse las composiciones como quiera que se lean, un primor raro que realzaba el mérito de ellas.

Me ha corroborado en esta opinión un reciente escrito de don Adolfo de Castro, quien descubre y aplaude en algunos versos de Santa Teresa, casi como don celeste o gracia divina, esa prenda de que se lean al revés y al derecho, resultando idéntico sentido.

La verdad del caso, considerado y ponderado todo con imparcial circunspección, es que tal modo retórico es ridículo cuando se toma por muletilla o sirve de pauta para escribir; pero si es espontáneo, está muy bien; es el lenguaje propio de la pasión.

Figurémonos a una madre joven, linda y apasionada, con un niño rubito y gordito y sonrosado, de dos años, que está en sus brazos. Mientras ella le brinca y él sonríe, ella le dará, natural y sencillamente, interminable lista de nombres de objetos, algunos de ellos disparatados. Le llamará ángel, diablillo, mono, gatito, chuchumeco, corazón, alma, vida, hechizo, regalo, rey, príncipe y mil cosas más. Y todo estará bien, y nos parecerá encantador, sea el que sea el orden en que se ponga. Pues lo mismo puede ser toda composición, en prosa o en verso, por el estilo, con tal de que no sea buscado ni frecuente este modo de componer.

El modelo más egregio del género, el ejemplar arquetipo, es la letanía. La Virgen es puerta del Cielo, estrella de la mañana, torre de David, Arca de la Alianza, casa de oro y mil cosas más, en el orden que se nos antoje decirlas.

La canción del oro es así: es una letanía, sólo que es infernal en vez de ser célica. Es por el gusto de la letanía que Baudelaire compuso al demonio; pero conviniendo ya en que la canción del oro es letanía, y letanía infernal, yo me complazco en sostener que es de las más poéticas, ricas y enérgicas que he leído. Aquello es un diluvio de imágenes, un desfilar tumultuoso de cuanto hay para que encomie el oro y predique sus excelencias.

Citar algo es destruir el efecto que está en la abundancia de cosas que en desorden se citan y acuden a cantar el oro, «misterioso y callado en las entrañas de la tierra y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida; sonante como coro de tímpanos, feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter; hecho sol, se enamora de la noche, y, al darle el último beso, riega su túnica con estrellas como con gran muchedumbre de libras esterlinas. Despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, es carne de ídolo, dios becerro, tela de que Fidias hace el traje de Minerva. De él son las cuerdas de la lira, las cabelleras de las más tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora».

Me había propuesto no citar nada, y he citado algo, aunque poco. La composición es una letanía inorgánica, y, sin embargo, ni la ironía, ni el amor y el odio, ni el deseo y el desprecio simultáneos, que el oro inspira al poeta en la inopia (achaque crónico y epidémico de los poetas), resaltan bien, sino de la plenitud de cosas que dice del oro, y que se suprimen aquí por amor a la brevedad.

En resolución: su librito de usted, titulado Azul..., nos revela en usted a un prosista y a un poeta de talento.

Con el galicismo mental de usted no he sido sólo indulgente, sino que hasta le he aplaudido por lo perfecto. Con todo, yo aplaudiría muchísimo más, si con esa ilustración francesa que en usted hay, se combinase la inglesa, la alemana, la italiana, y ¿por qué no la española también? Al cabo, el árbol de nuestra ciencia no ha envejecido tanto que aún no pueda prestar jugo, ni sus ramas son tan cortas ni están tan secas que no puedan retoñar como mugrones del otro lado del Atlántico. De todos modos, con la superior riqueza y con la mayor variedad de elementos, saldría de su cerebro de usted algo menos exclusivo y con más altos, puros y serenos ideales; algo más azul que el azul de su libro de usted; algo que tirase menos a lo verde y a lo negro. Y por cima de todo, se mostrarían más claras y más marcadas la originalidad de usted y su individualidad de escritor.






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El teatro en Chile

A don Antonio Alcalá Galiano y Miranda



- I -

5 de noviembre de 1888.

Querido primo: Sin terminar han quedado las cartas que empecé a escribirte sobre la vida de don José Joaquín de Mora, escrita por don Miguel Luis Amunátegui. Yo no desisto, sin embargo, de terminar y completar lo que deseo decir sobre Mora. Entre tanto me has enviado otro libro, obra también póstuma de Amunátegui, cuyo interés más general me atrae. Voy, pues, dejando para más tarde el continuar hablando de Mora, a hablar hoy sobre el nuevo libro. Su modestísimo título no da idea de su grande importancia. Se titula Las primeras representaciones dramáticas en Chile; pero es, en realidad, una historia completa de la literatura y del arte dramáticos en aquel país, desde los primeros tiempos, después del descubrimiento y la conquista, hasta el día de hoy.

Dice el mismo Amunátegui: «Chile es un fragmento de España transportado al Pacífico por ese aluvión llamado la conquista de América.»

La historia literaria de Chile forma, pues, parte de nuestra historia literaria.

El libro de Amunátegui, además, no es de mera literatura; está lleno de anécdotas; pinta las costumbres, la cultura; las diversiones públicas, la vida de los chilenos, y por todo esto debe interesarnos doblemente.

Si yo no logro que interese, extractando aquí algo de su contenido, culpa será de lo desmañado del extracto, y tal vez asimismo de la profunda humildad que abate en el día el espíritu de los españoles, sobre todo de los españoles más elegantes.

Se les ha metido en la cabeza que en España todo es malo ahora. De donde nace la sospecha de que todo fue malo en las edades pasadas. Nada es bueno sino lo de París. Y entre todas las cosas buenas en París y malas en España nada es allí mejor y aquí peor, que el teatro: actores y autores.

Y si actores y autores son malos en España, no es de presumir que en Chile, prolongación de España en esto de literatura y de arte, sean buenos tampoco.

Aunque sea empezar por lo secundario, voy a empezar hablando de los actores. Estos españoles elegantes a que he aludido y que todo lo censuran, rara vez se dignan escribir para el público; pero sus opiniones desdeñosas se propagan en las tertulias, y en un país como el nuestro, donde se lee poquísimo y donde se habla mucho, y se oye más que se lee, las murmuraciones de viva voz tienen acaso más eco que lo que nosotros, los que escribimos para el público, ponemos en letras de molde.

Además, los que escribimos para el público, a fuerza de hipérboles encomiásticas, hemos perdido crédito y autoridad, y se nos hace menos caso que a la lluvia quien oye llover. Y, sin embargo, ya es difícil dejar de ser magníficos en el encomio. Cuando queremos ser razonables, ofendemos a los encomiados. Llamar distinguido a un literato equivale hoy a llamarle adocenado o de tres al cuarto, y llamar simpática a una señorita equivale a llamarla fea y tonta.

Para remediar tanto mal importa restablecer el primitivo sentido de los vocablos, y que toda alabanza valga lo que debe valer. Importa asimismo no disimular los defectos, y aun reconocer algunos de los fundamentos y razones en que se apoyan los que denigran.

Convengamos en que los actores de París son excelentes; pero convengamos también en que muchas de sus excelencias nacen de que son ellos de París, y como los de Madrid no son de París, es equitativo perdonarles la falta de esas excelencias que en ser de París estriban.

En España, dicen, y acaso con razón, no hay actores para eso que llaman, creo, la alta comedia, en que figuran personajes de la high-life; pero, por desgracia, todo es exótico en esta high-life. ¿Cómo ha de aprenderlo e imitarlo el actor o la actriz que no ha salido de España? ¿Dónde están los amartelados lores ingleses, los ricos americanos, los rusos tiernos y muníficos que adiestran con su trato a nuestras actrices en todos los primores del buen tono, y que les abran el camino de las joyerías y de los talleres de los modistos inspirados y costosos? La actriz española, hablo en general, sólo conoce todo esto de oídas. No lo ha vivido. Tal vez la actriz española, al pasar de su casa a las tablas, pasa del mundo real a un mundo fantástico, mientras la actriz francesa sigue en su elemento.

Otro defecto de que son acusadas nuestras actrices es más verdadero aún y tiene menos excusa: el del continuo lloriqueo o gimoteo, del sollozo incesante, de lo que, con voz familiar, se llama hipido. Depende esto de gran fuerza de imaginación y de cierta presciencia estética. Figurémonos un drama en cinco actos. Durante los cuatro primeros, la heroína es dichosa en amores, en bienes de fortuna, en todo; pero en el último ocurre la catástrofe, y tiene la heroína que arrojarse por un tajo, o que morir envenenada, o que parar en las Recogidas o en el manicomio.

Como en la realidad la heroína no hubiera presentido ni sabido nada de lo que le iba a suceder, lo natural es que hubiese estado más alegre que unas castañuelas durante los cuatro primeros actos; pero, en la ficción, como la actriz ha leído el drama, y sabe en qué va a parar todo aquello, lo llora sin poderlo remediar, y lo lamenta mucho desde el principio. De esto es menester corregirse, olvidando el actor y la actriz, al salir a la escena, el tremendo fin que les aguarda.

Otro defecto tienen, por lo común, nuestros actores, contra el cual se pone el grito en el cielo: cantan los versos demasiado, y se entusiasman tanto cantándolos, que, según aseguran los detractores, parecen energúmenos, y rompen o descomponen los tímpanos del auditorio.

Además, como no hay garganta, aunque sea de bronce, que resista a tan desaforados aullidos, él o la que los da se enronquece, y se diría que va a ahogarse, fatigándose con la carraspera e infundiendo en el público el cansancio y el dolor que se apoderan de los órganos respiratorios. Únase a este disgusto el de la monotonía, porque la música o melopeya con que el actor o la actriz canta los versos es siempre la misma, y hay quien supone que no se puede aguantar al cabo de un rato.

Muchas de estas observaciones son justas, y no he de negar yo que conviene corregirse de los defectos que delatan. Con lo que no me conformo es con que los actores franceses no tengan semejantes defectos y aun peores. También ellos gastan tonillo para recitar los versos, tonillo mil veces más inaguantable por lo monótono. ¿Cómo comparar el martilleo de los alejandrinos pareados, en una lengua sin prosodia, con la variedad de acentos y cesuras que hay en el endecasílabo español, por ejemplo? Si no fuera porque todo lo de París nos hechiza, ¿qué oídos españoles habrían de sufrir un drama francés, todo en verso? Por fortuna, se dice, los dramas franceses están hoy casi siempre en prosa, contra la cual nada he de decir, a fin de no entrar en la cuestión de si debe o no desecharse el verso, porque en francés sea cansado; sobre todo a la larga. Pero añaden algunos, y yo me pasmo de oírlo, que no importa que haya verso, con tal de que suene como prosa y parezca prosa cuando se recita. La verdad, no entiendo qué propósito ha de tener una dificultad vencida, si no ha de nacer de ella defecto sensible; si al espectador inocente y profano se le podrá decir al salir del teatro: «Pues mire usted, eso que ha oído, y que le ha parecido prosa tan natural y tan llana, es verso todo.»

Lo que sí confieso es que los actores franceses no chillan ni se desgañitan como los nuestros: economizan más el resuello y el empuje de los pulmones; pero, en cambio, tienen el subrayado o la letra bastardilla, que, lo que es a mí, me encocora mucho más. Un actor o una actriz de Francia, de pretensiones y de fuste, no se contenta con aprender bien su papel y declamarle con el sentido y con el accionar, el gesto y la expresión convenientes, realzando así su papel y completándolo. No, señor; ha de crear un papel. Y por culpa de la perversa y soberbia aspiración que denota la frase, tan contraria a la piadosa sentencia de Quevedo, de que el crear es un oficio


que sólo le sabe Dios
con su poder infinito,

apenas queda palabra del papel que el actor no subraye, procurando poner en ella ideas y sentimientos que no se le ocurrieron al poeta al escribir la obra. Yo había entendido siempre que el verdadero productor o inventor de los personajes de un drama es el poeta que lo escribe; y que el actor lo que hace es interpretar fiel y hábilmente la invención o producción del poeta, presentándola de bulto, viva y animada. Hacer esto bien es grande arte y muy rara y laudable habilidad; pero en lo de crear el papel, o hay filfa, o se da ocasión a la más monstruosa discordancia.

Si el actor recita y acciona interpretando bien la mente del poeta, hará algo de sublime, de estupendo, de todo lo que se quiera, pero no creará el papel; y si para crearlo va torciendo las palabras que repite de memoria dándoles distinto valer y significado a fuerza de subrayar, o también con los adornos mímicos que les pone, tal vez resultará que el personaje así representado sea fenómeno inaudito, caso teratológico, ser doble; uno, según el sencillo valor gramatical de lo que dice; y otro, según la sublíneas del actor y sus ademanes y muecas.

Infiero yo de esta larga digresión, o mejor diré preámbulo, que todo el mundo es Popayán, que no es oro todo lo que reluce, y que tanto aquí como en París el arte es difícil, los aciertos son raros, lo malo abunda y lo bueno escasea.

Sobre los autores, o sea sobre la literatura dramática de España, diré menos aún. Me parece tan evidente mi propia opinión y tan infundada la contraria, que ésta no merece que se refute.

No son muchas las naciones del mundo que han tenido o tienen un gran teatro; y entre estas naciones figuran como las primeras: Grecia, en lo antiguo, y en las modernas edades, España e Inglaterra. Concedamos que Francia tiene también un gran teatro, pero no le sobrepongamos al nuestro. No se ha agotado el filón de la dramática española.

Todavía podemos contraponer los dramas de Echegaray a los de Sardou, y los sainetes de Ricardo de la Vega y de otros a los más chistosos vaudevilles.

Con este concepto elevado de nuestro teatro ya se puede prestar atención y mirar sin desdén al teatro de Chile, que es retoño del nuestro.

Como el señor Amunátegui cree también que es retoño del teatro español el teatro chileno, lejos de deprimir, ensalza el árbol de que ha brotado el retoño, y celebra su hermosura, fecundidad, constante florecimiento y lozanía. Para él, Lope y Calderón, «gigantes de inmensa fama, han legado a la posteridad obras maestras, cuya excelencia se ha proclamado por la Humanidad entera sin protesta ni discrepancia alguna. Tirso de Molina, Alarcón, Moreto y otros, son capitanes capaces de igualar y aun de superar a sus jefes, en tal cual ocasión.» «Esta savia poderosa -añade- no se ha agotado con el transcurso del tiempo.» Luego celebra a Martínez de la Rosa, a Bretón, al Duque de Rivas, a López de Ayala, a Gil y Zárate, a García Gutiérrez, a Hartzenbusch y a Zorrilla. De Tamayo dice que «ha compuesto dramas que han dado la vuelta al mundo, que han sido traducidos en todo idioma y que han sido representados en todo país». Y en elogio de Echegaray, le llama obrero poderoso del arte, que en medio de demasiados horrores y de muchas inverosimilitudes, concibe escenas magníficas y pensamientos espléndidos, sin perjuicio de haber dado a luz dos obras muy notables: Locura o santidad y El gran galeoto.

Proclamando así el señor Amunátegui la fecunda y perenne vida del teatro español, lo que extraña y deplora es que aún sea tan pobre el chileno. «¿Cuál es la razón -exclama- de que nosotros no hayamos sido movidos por igual impulso? ¿De qué depende que andemos rezagados en ese camino, a cuyo término se divisa la gloria?».

En mi sentir, es obvia la razón de este atraso. El teatro llega después de otros géneros poéticos: en la plena madurez de la literatura nacional, y Chile, como nación independiente, cuenta pocos años de vida. No debe inferirse, por tanto, que la literatura chilena no será rica en obras dramáticas porque ya no lo ha sido.

El conocimiento de lo que Chile ha hecho hasta ahora, aunque sea poco, es interesante, y voy a dar de ello una idea, recorriendo a largos pasos el extenso campo que el señor Amunátegui recorre.

Apenas había pasado un siglo desde el descubrimiento y la conquista, a mediados del XVI, ya en Chile se representaban comedias. No había teatros, y las representaciones se hacían en los cementerios, en las fiestas religiosas y en los conventos de monjas y frailes. Claro está que tales comedias se procuraba que fuesen a lo divino: de vidas de santos y de otros asuntos devotos.

El obispo de Santiago era a la sazón, por los años de 1657, un varón piadosísimo, aunque tolerante y alegre, de aquella santa alegría que se regula por la eutrapelia cristiana. Don fray Gaspar de Villarroel gustaba muchísimo de las comedias, y hacía sabia y elocuentemente su defensa. Para ello se valía de un medio ingenioso. Suponía que los padres y doctores de la Iglesia han anatematizado el teatro, porque en lo antiguo eran los dramas tan lascivos, tan deshonestos y tan indecentemente representados, «que fue menester que los santos armasen contra ellos todas sus plumas». Pero, en los días del señor obispo, los dramas nada tenían ya de pecaminosos, y, por tanto, no había para qué prohibirlos.

Aducía el señor obispo, como prueba, que Lope escribió comedias a pesar de haber vivido tan reformado en sus postreros años, ordenándose de sacerdote y dado a Dios lo asentado y sesudo de su edad. El señor obispo no podía haber leído el curioso libro del señor Asenjo Barbieri sobre los últimos amores del gran poeta; pues si no, ya hubiera visto con dolor adónde fueron a parar el asiento y el seso de que habla.

Pero, de todos modos, el razonamiento de don fray Gaspar de Villarroel era irrefutable: Lope hizo comedias a vista del arzobispo de Toledo, del nuncio de Su Santidad y el Consejo Supremo de Castilla, y no es de suponer que personas tan santas lo hubieran sufrido si las comedias fuesen pecado. Otro argumento más poderoso aún añade el señor obispo: «Nuestros católicos reyes -dice- tienen en su salón comedias cada martes.» Ergo ni el componer, ni el representar, ni el oír comedias es pecado. «Unos amores honestamente referidos - concluye su señoría ilustrísima- no inducen a pecar juicios cuerdos.»

Sin embargo, el señor obispo, con cierta apariencia de contradicción, gustando mucho de las comedias, aborrecía a los farsantes, y los llamaba canalla y gente perdida. No podía elogiarlos, aunque quisiese, y él mismo cuenta que, en sus mocedades, hallándose en Madrid, predicó en la iglesia de San Sebastián un sermón, en una función que los farsantes costeaban, y que los trató tan mal, que los curas de la parroquia le dieron por baldado para su púlpito y los de la cofradía estuvieron a punto de apedrearle.

Esta ojeriza contra los comediantes inclinaba además al señor obispo a amonestar a los padres y a los maridos para que no llevasen al teatro a sus hijas y mujeres: por donde el espectáculo debía ser para hombres solos. Las mujeres se exponían mucho oyendo comedias. En apoyo de esto contaba el señor obispo un caso ocurrido, a lo que parece, en Lima, y en que él había intervenido: «Una miserable tragedia de cierta doncella principalísima. Criose sin madre, y colgó su padre en ella grandes esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle de dote. Fue a una comedia y aficionose a un farsante. Desatose el listón de una jervilla, y envióselo con su criada. Y díjole de parte de su señora que en la primera comedia que representara se le pusiera en la gorra. Estimó el favor de la dama, pero temió por su vida. Perseguíale ella. Pidiome consejo: di el que debía; pero vencieron la codicia y la hermosura.»

Hazte cargo de lo que sucedería siendo joven y guapo el farsante, y la doncella tan determinada y fogosa que le envió de buenas a primeras la cinta de sus zapatos o botines.

De todos modos, yo hallo cruel que el obispo de Villarroel condenase a las mujeres a no oír comedias, porque oyéndolas había pecado una; pero aun así Villarroel fue el menos severo de los obispos. Otro hubo, don Manuel de Aldai, cuya rigidez impidió que se fundase en Chile teatro permanente, en el año de 1778. El señor Aldai afirmaba que, según la mayoría de los teólogos, era pecado mortal el asistir a las comedias.

Con tan firme oposición, y en una colonia sumisa y obediente a la tutela de la autoridad eclesiástica, no era posible que el teatro floreciese.

Aun así, hubo varias representaciones, con ocasión de grandes fiestas y solemnidades, señalándose entre todas las que tuvieron lugar en 1693 para celebrar el casamiento del nuevo presidente don Tomás Marín de Poveda con la señorita peruana doña Juana Urdánegui, hija del marqués de Villa Fuerte. En esta ocasión se dio en Chile el primer drama escrito allí, titulado El Hércules chileno.

Con todo, la oposición, según hemos dicho, de la autoridad eclesiástica, que hasta por motivos económicos prohibía las representaciones, a fin de evitar gastos de trajes y galas, en un país entonces pobre, no permitió que la afición al teatro creciera y diera fruto. Las representaciones dramáticas siguieron haciéndose muy de tarde en tarde y con lamentable pobreza y falta de medios: sin decoraciones, sin vestuario y con actores improvisados.

En 1778 hubo un empresario que formó compañía de actores para representar autos. Y dice un autor, describiendo estas representaciones, que «algunos mulatos notables por desplante estaban vestidos de casacas, como los oficiales de la guardia del Gobierno, para representar a los Reyes Magos, a Herodes y a Pilatos; y dos o tres mujeres, más recomendables por su locuacidad que por la cultura de sus maneras, se habían cubierto de vistosas sayas para desempeñar los papeles de Santa Ana, de Santa Isabel y de la Virgen María. No es muy de extrañar esta falta de exactitud histórica en la indumentaria. De principios de este siglo he oído yo contar a testigos oculares haber asistido en ciudades de esta Península a la representación de El maestro de Alejandro, y haber visto a Aristóteles de abate, con traje negro, chupa y calzón corto, zapato de hebilla de plata, capita y tricornio.

Todavía se infiere de lo citado un no pequeño progreso en el arte escénico de Chile en 1777. Ya entonces representaron mujeres, cuando era lo común que para los papeles de mujeres sirviesen muchachos.

En suma: durante casi todo el tiempo del régimen colonial, ni floreció ni pudo florecer el teatro en Chile. Para divertir al público y proporcionarle espectáculos había otras tres o cuatro cosas más fáciles de hacer, y que se hacían más a menudo a despecho casi siempre de los obispos, en extremo celosos de la moral de sus ovejas.

Estos otros espectáculos, que agradaban en Chile y a los que la gente acudía con entusiasmo, eran las corridas de toros, que después de la independencia prohibió perpetuamente el Congreso por ley de 1823; las chinganas y los retablos de nacimientos, contra los cuales, a pesar de ser tan religioso el asunto, se estrelló también el obispo Aldai y los prohibió bajo pena de excomunión mayor, porque aseguraba y lamentaba que, merced al agolpamiento y apreturas de los muchos sujetos de uno y otro sexo que acudían a ver los nacimientos, sobrevenían mil desmanes. Las mismas corridas de toros habían dado motivo a quejas semejantes, porque terminada la función y ya de noche, hombres y mujeres, ellos embozados y tapadas ellas, se acogían debajo de los tablados provisorios con el pretexto de tomar dulces, refrescos o licores, de lo que resultaban escenas poco edificantes.

Las corridas de toros tenían, además, otro grave peligro, no habiendo circo a propósito. Era frecuente que los toros bravos se escaparan, causando no pocos males, pues no siempre hacía Dios un milagro para salvar a la gente, como el milagro que se cuenta en la Vida del venerable siervo de Dios fray Pedro Bardesi. Este fray Pedro detuvo un toro que corría furioso por las calles de Santiago, se arrancó una manga del hábito y se la puso al toro en el hocico, y el toro se hincó de rodillas para venerarla y besarla, y entonces acudieron los de la plaza y lo ataron y se lo llevaron sin resistencia, como si fuese cordero.

La otra gran diversión que suplía el teatro y que más tarde compitió con él y pugnó por vencerlo, fue la diversión de las chinganas. Eran reuniones donde se bailaba los preciosos bailes del país, y singularmente la zamacueca; pero el tratar de esto requiere detención, y lo dejo para la carta siguiente.




- II -

3 de diciembre de 1888.

Querido primo: Siguiendo hoy en el ligero extracto del curioso y extenso libro de Amunátegui veo que las chinganas fueron el obstáculo más persistente contra el florecimiento del teatro; florecimiento que, más que nadie, promovieron después de la independencia de Chile los dos famosos literatos don Andrés Bello y don José Joaquín de Mora.

La afición a las chinganas persistió y aun se recrudeció pasado ya el primer tercio del siglo presente. Por esta afición, los teatros quedaban desiertos.

Contribuía poderosamente a tal resultado la malevolencia contra el teatro del clero y del partido clerical, malevolencia no infundada, ya que el teatro de que gustaban y que concebían los doctos de entonces era una escuela de moral, que reemplazaba al púlpito con ventaja, y donde habían de enseñarse, además, virtudes cívicas y patrióticas, y odio y desconfianza a la religión y a los sacerdotes.

Resultaba asimismo de este prurito de doctrinar desde la escena que no se podía dar en el teatro nada divertido, sino tragedias pesadas y filosóficas, traducidas o imitadas del francés, y donde todo se volvía sermonear y despotricarse contra los tiranos sacros y profanos de todas las edades. Era tal la tiranía de desvergüenzas con que los varones libres y virtuosos atarazaban a los tiranos, que casi parecían ellos los tiranos y los tiranos las víctimas, hasta que a lo último perdían los tiranos la paciencia y mandaban degollar a los otros. En suma: había razones, hasta cierto punto plausibles, para justificar o disculpar la preferencia que se daba en general a las chinganas.

Yo creo que éstas habían de ser, o son, si subsisten aún, algo parecido a nuestros cafés, en donde se canta y se baila a lo flamenco, por más que las chinganas, si hemos de no ver exageración en lo que dice don Andrés Bello, eran más frecuentadas por toda clase de gentes, y daban mayor pábulo a la deshonestidad y a la licencia. Yo presumo que Bello, cegado y exaltado por el espíritu de partido, exagera mucho cuando califica a las chinganas de burdeles autorizados, «donde la confusión de todo género de personas afloja los vínculos de la moral y abre la puerta a la corrupción; donde los movimientos voluptuosos, las canciones lascivas y los dicharachos insolentes hieren con vehemencia los sentidos de la tierna joven, a quien los escrúpulos de sus padres o las amonestaciones del confesor han prohibido el teatro».

Bello y Mora siguieron declamando contra las chinganas y en favor del teatro, con poco fruto por lo pronto. Ellos mismos hubieron de entrever que en gran parte tenían la culpa las tragedias seudoclásicas, tan cívicas y filosóficas, y las comedias docentes a la francesa: y ya proponían que se representasen obrillas más alegres y de menos doctrina y comedias del antiguo teatro español.

Mora, calculando que no podía vencer a la Terpsícore chilena, trató de adularla, de educarla y de hacer de ella una poderosa aliada. Para esto, así como había redactado el Código fundamental o Constitución de Chile, quiso reglamentar el baile y convertir a los chilenos en un pueblo de bailarines honestos y morigerados. Propuso que se organizasen por todo Chile comparsas de danzantes de doce o más parejas, de un solo sexo o de los dos, destinadas a bailar en los grandes días festivos, acordándose, sin duda, de David y de los seises. Cada parroquia había de tener su número completo de bailarines que bailasen con trajes airosos y decentes al son del tamboril y de una gaita delante de la iglesia al concluirse los oficios divinos, y luego, por la tarde. Asimismo se les había de permitir ir a bailar en los días de cumpleaños y en los casamientos de las personas más condecoradas del barrio, para de este modo mantener trajes y músicos. Y, por último, en las grandes festividades nacionales debían ir a la plaza Mayor a tejer con arcos, guirnaldas y espadas varias danzas que entretuviesen a la muchedumbre.

Mora se prometía de todo esto mil beneficios que elocuentemente expone. Casi da lástima de que su proyecto no cuajase. Pero dejemos lo coreográfico y volvamos a lo dramático.

Cuando Chile era colonia aun, cabe la honra a España de haber fundado allí un teatro, aunque provisional, menos efímero que los anteriores. El último capitán general y presidente de la Audiencia, superintendente de Hacienda, etc., que allí tuvo España, se llamaba don Casimiro Marcó del Pont, y era vehemente aficionado a comedias. A pesar, pues, de la oposición del clero y de la gente devota, hubo teatro en su tiempo. En él se representaban aún comedias españolas castizas, del gusto antiguo.

Pronto vino la independencia, el ejército patriota triunfó en Maipo, y enseguida empezaron a pedir los periódicos que hubiese un buen teatro para la república donde aprendiesen los ciudadanos a ser libres, a odiar a los tiranos y a combatir por la patria.

El general director don Bernardo O'Higgins comprendió todo lo útil y trascendental del teatro como escuela de costumbres y de virtudes cívicas, y encargó a uno de sus ayudantes, don Domingo Arteaga, para que organizase una compañía de cómicos y construyese un buen coliseo permanente. Se construyó éste y se estrenó en 1820.

En el telón se leía, en letras de oro, el siguiente dístico:


   He aquí el espejo de virtud y vicio;
miraos en él y pronunciad el juicio.

Lo grave y serio del público y de los actores no respondía aún a la gravedad y seriedad del dístico citado. En el teatro, que era de madera, y malo, reinaba chistosa franqueza patriarcal. En cierta ocasión, la Lucía, actriz mimada del público, se enojó porque le silbaron y lanzó a los concurrentes, con ademán desdeñoso, «la palabra más puerca que puede salir de la boca de una irritada verdulera». Otra vez, durante la representación del Otelo, un inglés encendió un puro y se puso a fumar, lo cual estaba prohibido. El soldado que hacía cerca centinela le dijo que apagase, y el inglés se echó sobre él para quitarle el fusil. Se armó brava pendencia entre el inglés y el soldado, y público y actores prescindieron de la tragedia para contemplar la realidad.

Entonces el general O'Higgins sacó el cuerpo fuera del palco y gritó: «Muchacho, cuidado con que te quiten el fusil.» Animado el militar con esta voz de mando y aliento, logró desasir el arma de las garras británicas y aplicó un buen culatazo al inglés, tumbándole en el suelo. Se lo llevaron, y siguió la representación interrumpida.

Visto que este primer teatro era peor que un corral de títeres e infundía poco respeto, don Domingo Arteaga siguió afanándose y logró construir otro teatro, ya bueno y respetable, que se abrió al público en 1827.

Por aquella época llegó a Chile el gran protector del Teatro.

Don José Joaquín de Mora llegó a Chile, llamado por el jefe del Estado, don Francisco Antonio Pinto, para que contribuyera «a derramar el bautismo de la ilustración en una sociedad que acababa de nacer a la vida del entendimiento».

Se renovó en Mora aquello que se cuenta de antiguos sabios de Grecia, que eran llamados por las remotas colonias para darles Constitución de leyes e iluminarlas con su sabiduría.

Uno de los mil medios de que se valió Mora para mostrar su actividad fecunda y cumplir su misión de sabio civilizador fue componer alocuciones en verso que se recitaban en el teatro. Claro está que estas alocuciones, donde los españoles son pintados como tiranos, no se insertaron en las colecciones que Mora hizo más tarde de sus poesías, en Cádiz, en 1836, y en Madrid, en 1853. Por lo demás, así estas alocuciones como otros versos chileno-patrióticos o ultraliberales que hizo Mora en Chile, y que nos da a conocer e inserta Amunátegui, salvo el gusto acendrado y la maestría en la lengua y en la metrificación que revelan, no contienen bellezas por donde puedan ponerse muy por cima de lo mediano.

En lo satírico brilla más Mora en estos versos que sólo publicó en Chile. Hay algunas letrillas, como la titulada En tiempo de los Borbones, que le valieron en Chile el titulo de Béranger español. A Mora, con todo, le ocurría lo que a Arquíloco: la rabia le armaba del jambo: era más poeta cuando se revolvía furioso contra los que personalmente le ofendían; y así, con ser injusto e ingrato cuando insulta a los chilenos, al ver que los del nuevo partido no le protegen ni quieren ya que siga iluminándolos, Mora es entonces mucho más poeta. Admiremos la ironía cruel y el osado denostar de estos tercetos:



   Borrón es de la patria torpe y feo
que a inocularnos venga un perro godo
en exótica charla y devaneo.

    Raciocinemos, pues, a nuestro modo,
o más bien rebuznemos, que es lo mismo:
a uno gusta el almizcle y a otro el lodo.

   Eso sí; guerra eterna al despotismo;
sacudimos el yugo, por supuesto.
¡Viva la Patria! ¡Viva el patriotismo!

    Ya de Castilla el pabellón funesto
no profana esta tierra venturosa.
Vengan de Londres los millones, presto.

    ¡Qué ridícula farsa! ¡Qué afrentosa!
¡Qué engañifa de bobos! ¡Qué miseria
por término de lucha tan gloriosa!

   De reír y llorar larga materia
damos al Universo: aquí está el llanto
y suenan carcajadas en Iberia.

De libertad el nombre sacrosanto
en boca de mi gaznápiro insolente
sólo produce destrucción y espanto.

    Virgen del mundo, América inocente
bien entiende de vírgenes Quintana:
llámela vieja, estólida o demente.

No sólo contó en Chile el teatro con un gran promovedor español, como lo fue Mora, sino que los primeros actores de más valía fueron españoles también.

Cuando recibió el encargo de formar compañía don Domingo Arteaga, era comandante del depósito de prisioneros, y tuvo la feliz ocurrencia de sacar de entre dicha gente actores, comparsas y sirvientes para su teatro.

Al coronel Latorre, prisionero en la batalla de Maipo, le nombró director, y de un sargento sevillano, llamado Francisco Cáceres, que se rindió con la guarnición de Valdivia, cuando lord Cochrane se apoderó de aquella plaza, hizo un primer galán celebérrimo y muy encomiado por su arrogante figura, por su voz argentina y briosa y por otras brillantes prendas que le convirtieron, desde luego, y a pesar de su completa carencia de instrucción, en el favorito del público. Como en el depósito no había prisioneras, tampoco pudo haber, por lo pronto, damas españolas en la compañía.

La primera dama fue la chilena Lucía Rodríguez, muy querida del público, y que se desahogaba con él, cuando se consideraba ofendida, con el desenfado que hemos dicho.

No tardó, con todo, en aparecer en Santiago una dama española, que venía precedida de brillante reputación, y tenía las calidades que más agradaban entonces. Se llamaba doña Teresa Samaniego, y era admirable para expresar los sentimientos de heroicidad patriótica. En Barcelona, cuando, con motivo de no sé qué guerra, salió a campaña un cuerpo de ejército, se mostró la Samaniego, en las tablas, vestida de amazona, con otras que con iguales trajes la seguían, e hizo a los militares una alocución que terminaba:


   Nosotras con las manos delicadas
ceñiremos al menos las espadas.
Id, hijos, os diremos; id, esposos:
volved a nuestros brazos amorosos,
si vencéis en la lid;
pero, vencidos, no tornéis: morid.

Se concibe que dicho esto con brío y gracia por una mujer guapa y discreta, había de levantar en masa a un pueblo entusiasta y empeñado en una lucha patriótica, y hacerla romper en aplausos frenéticos. Así es que Teresa Samaniego fue muy aplaudida en Chile.

Llegó allí con ella un gracioso, llamado don Francisco Villalba, que hacía reír mucho y se ganó la voluntad del público. Tenía este gracioso otras varias habilidades, y, entre ellas, la de ser pintor de decoraciones, haciéndose aplaudir tanto o más como pintor que como actor.

Otro forastero, don Francisco Rivas, catalán, se unió con Villalba, y haciendo de galán compitió con Cáceres, y casi venció a este rival.

Entre tanto, como el teatro seguía siendo escuela de liberalismo, las tragedias que más gustaban eran la Jornada de Maratón, Roma libre, la Muerte de César y Catón en Utica.

Un crítico a la moda entonces, Camilo Enríquez, sostenía y divulgaba que el teatro no era mero pasatiempo, sino institución social para difundir máximas patrióticas y formar costumbres cívicas. «La sublime majestad de Melpómene -decía- debe llenar la escena, inspirar odio a la tiranía y desplegar toda la dignidad republicana.»

Aspiraban Enríquez y otros revolucionarios vehementes a que, lograda la independencia de la América española, no siguiese ésta siendo un remedo de España, estancada o retrógrada; y para lanzar a los pueblos emancipados por la vía del progreso, encontrábase que era menester vencer el espíritu clerical. Misión fue, pues, del teatro, a más de infundir heroísmo heroico, propagar el odio a la hipocresía, a la Inquisición y a las creencias fanáticas.

Se reprobaba en el teatro todo lo que era fútil, enervante y afeminado. Camilo Enríquez llegó a calificar de «bufonada inmoral» El sí de las niñas. Cuando así se trataba a Moratín, ya imaginará cualquiera cómo serían tratados nuestros autores dramáticos del siglo XVII: de fanáticos, serviles, inquisitoriales, absurdos, supersticiosos y ultramonárquicos.

Es divertidísimo seguir paso a paso, en el libro de Amunátegui, todas las peripecias de esta lucha entre clericales y anticlericales, o más bien entre librepensadores y católicos, que se dio en Chile en torno de los teatros.

El librepensamiento se había encastillado en los teatros para combatir al clero desde allí. El clero propalaba que iba a caer fuego del cielo y abrasar los teatros. Desde éstos, en cambio, se arrojaban contra el clero tremendas diatribas.

La más ruidosa fue el Aristodemo, no la tragedia de Monti, sino otra compuesta por un poeta, creo que de Buenos Aires, llamado don Miguel Cabrera Nevares. El Aristodemo estaba lleno de feroces declamaciones contra el sacerdocio. Para que a nadie le cupiese duda de que se aludía en la tragedia al clero católico, el Boletín del Monitor interpretaba las fuertes razones del filósofo Polignoto, que era quien llevaba la voz docente en la tragedia, la cual, según dicho Boletín, «difundía principios luminosísimos sobre el carácter de esos hombres viciosos, a quienes la ignorancia ha deificado, ofuscada con sus intrigas tenebrosas. El hombre ilustrado ve en el sumo sacerdote Cleofante al obispo de Roma, y en sus secuaces, al clero fanático, enriqueciéndose a costa de la necia credulidad».

Con el Aristodemo hacía juego, por lo cómico, El abate seductor, donde se pintaba a un clérigo libertino y taimado. Los periodistas liberales excitaban a los padres de familia a llevar a sus muy caras hijas a ver dicha comedia, para que estudiasen las malas artes y supiesen defenderse contra ellas, «pues son las mismas que han usado y usan los presentes abates de nuestro suelo».

No bastando estas representaciones, se hacían también peroratas anticlericales en verso desde la escena. En Santiago, el actor don Luis Ambrosio Morante, que era también poeta, aunque malo, recitó una que empezaba:


¿Por qué será que en la era de las luces
se haya de introducir el fanatismo?

Y en Valparaíso, la joven actriz española doña Emilia Hernández, pronunció, entre salvas de aplausos, otra alocución a los chilenos, que, si bien detestable y pedestre como poesía, hemos de poner aquí, por ser curioso documento:



   El Cielo os conceda ver
la libertad de conciencias.
Y a Chile vendrán las ciencias,
como lo anunció Volter.
Entonces, ¡oh qué placer!,
las artes renacerán;

    todos a Dios amarán,
aunque de diversos modos,
pues siendo un Dios para todos,
todos de un Dios gozarán.

   Mas no quieras, suerte impía,
que esta tierra fortunada,
por el fanatismo hollada,
se encuentre como la mía;

    en tal caso, ¡ay!, gemiría
en llanto y desolación,
presa de la Inquisición,
de ese tribunal horrendo,
el más bárbaro y tremendo
que inventara la opresión.

Mas yo, no estando en España,
nada temo a los tiranos;
y entre ilustres araucanos
me burlaré de la saña
de ese hombre de fiera entraña,

de ese Fernando cruel,
de ese monstruo atroz e infiel
que causa mi mal eterno,
y ha vomitado el Averno,
por ser aún peor que Luzbel.

Entre el tumulto de estas contiendas civiles politicorreligiosas, que Bello y Mora procuraban moderar con más alta crítica, si bien inficionada por las pasiones y el espíritu liberalesco de entonces, nació y empezó a florecer la literatura dramática chilena.

Fuerza es confesar que los primeros frutos y flores no fueron muy sazonados ni hermosos.

Don Juan Egaña, limeño, naturalizado en Chile, y competidor, con mala suerte, de Mora, por querer ser el Solón de la nueva República, era, a par de gran liberal, galante y enamorado caballero. La dama de sus pensamientos, a quien llama Marfisa en sus versos, le inspiró hasta los dramas que tradujo o compuso, figurando entre ellos la Cenobia, de Metastasio, su poeta predilecto.

El notable personaje de la revolución, Camilo Enríquez, de quien ya hemos hablado como crítico, escribió dos dramas, informados ambos, por sus ideas filosóficas, a lo Rousseau. Se titulaban La patria de Sudamérica y La inocencia en el asilo de las virtudes, y eran, a lo que parece, menos que medianejos.

Don Bernardo Vera y Pintado es el tercer autor dramático chileno de que habla nuestro libro. Sus composiciones fueron a modo de loas para celebrar victorias contra los Españoles, como la de Chacabuco.

Naturalmente, los interlocutores de estas loas son araucanos, que describen como funestísima la conquista de Chile y fantasean la independencia como la reconquista que los araucanos hacen de su tierra contra los españoles.

Otro autor, don Manuel Magallanes, fue silbado, a pesar de su fervor patriótico y de su ilustre apellido.

Resulta, pues, que hasta 1829 no se representa en Chile ninguna obra de bastante valer literario escrita allí, y que esta obra es de don José Joaquín de Mora, si bien no toda suya, ya que en parte está tomada de Le mari ambitieux, de Picard, y lleva el mismo título: El marido ambicioso.

Aunque peque de prolijo, he de continuar haciendo este extracto. Hasta otro día.




- III -

17 de diciembre de 1888.

Querido primo: Siguiendo en mi tarea de extractar, diré que, hasta el instante en que aparece en Chile el Romanticismo, se escribieron y representaron allí obras dramáticas.

Además de El marido ambicioso, dio Mora El embrollón.

El poeta colombiano don José Fernández Madrid dio Atala, tragedia en verso.

Don Ventura Blanco Encalada tradujo en verso la Merope, de Voltaire, y en prosa, La marquesa de Seneterre, de Menesville y Duvegrier.

Don Gabriel Alejandro Real de Azúa, argentino, dio al teatro, en Santiago, en 1834, una comedia de índole política y de escaso valer, titulada Los aspirantes.

Mora ejerció sobre esta comedia benignísima crítica.

En el mismo año, el actor argentino Luis Ambrosio Morante, que, según he dicho ya, era también poeta y había compuesto una tragedia, La revolución de Tupac-Amaru, dio a la escena, en la noche de su beneficio, una comedia titulada Adulación y fingimiento, o El intrigante.

Morante no puso su nombre en el cartel; pero se tiene por seguro que la comedia era suya. Su mérito, por otra parte, debió de ser corto, cuando nada se dice de ella.

El primer poeta dramático chileno de alguna fecundidad y de cierto mérito fue don Salvador Sanfuentes. Escribió antes y después del Romanticismo, y sus obras marcan la transición de una escuela a otra.

Tradujo la Ifigenia y el Británico, de Racine; imitó Le cocu imaginaire, bajo el título de Los celos infundados, y compuso los siguientes dramas originales: Caupolicán I, Caupolicán II, El mal pagador, El castillo de Mazini, Carolina o una venganza, Cora o La Virgen del Sol y Don Francisco de Meneses.

A lo que parece, Sanfuentes vino temprano, cuando en Chile había poco público aún. Descorazonado, quemó parte de sus obras; otras quedaron por terminar; otras, inéditas; sólo el drama Juana de Nápoles se representó con éxito creo que menos que mediano.

Don Andrés Bello, que también tradujo dramas y los compuso originales, ejerció durante años el magisterio de la crítica dramática en Chile. Son curiosos y dignos de atención sus juicios sobre algunos de nuestros autores dramáticos contemporáneos. A Bretón de los Herreros, quien juzga con ocasión de la Marcela, le pone desde luego por cima de Moratín, a quien califica de lánguido y descolorido. En Moratín halla, además, falta de «aquel sabor poético que es propio aun de las composiciones escritas en estilo familiar, y que tanto luce en los fragmentos de Menandro y en los buenos pasajes de Terencio»; mientras que en Bretón ve la gracia y el brillo en el estilo, y asimismo una vis cómica que falta algo a Terencio, y «en que tampoco es muy aventajado Moratín».

Ya se entiende que cito para narrar, y no para aprobar ni impugnar.

Yo creo que, al menos, El café tiene más vis cómica y más durable chiste que media docena de las más chistosas comedias de Bretón.

Y esto a pesar de la pedantería grave de don Pedro, que eclipsa un poco el resplandor de la graciosísima pedantería de don Hermógenes.

En cambio de este gran entusiasmo por Bretón, Bello es severo con Hartzenbusch al juzgar Los amantes de Teruel, cuyos defectos señala y pondera y cuyas bellezas no ve o no encomia.

La guerra promovida con ocasión del teatro entre timoratos y desenfadados, librepensadores y clericales, devotos e impíos, se enardeció más en Chile con el advenimiento del Romanticismo.

Aunque había censura previa de teatros, establecida en 1830, ésta no se ejercía con severidad. Sin embargo, mucha parte del público, cristianamente educada, repugnaba las impiedades y se rebelaba contra ellas.

En 1832 se presentó en Santiago el Aristodemo, no ya el de Cabrera Nevares, sino el de Monti, traducido, que es mucho mejor. El pasaje en que Lisandro llama a los dioses


Fútiles sombras del temor humano,

escandalizó a gran número de los espectadores.

Más tarde, en 1835, quiso la compañía dramática representar El fanatismo o Mahoma, tragedia de Voltaire, traducida al castellano por don Dionisio Solís; pero aunque esta obra había sido dedicada por su autor al papa Benedicto XIV, que la aceptó con gusto, el clero de Chile se resistió con tal energía a que se representase, que la compañía desistió de su propósito.

La nueva escuela romántica, con todos sus apasionados atrevimientos de expresión, no apareció triunfante en Chile hasta 1841, con la representación del Macías, de Larra.

Este drama fue aplaudido con entusiasmo; pero los escrupulosos lo hallaron gravemente perjudicial a las buenas costumbres; citaban escenas corruptoras que atropellaban el recato, la moral y las leyes; y entre ellas nada pareció peor que aquello que dice Macías a Elvira, ya casada:


   Ven a ser dichosa.
¿En qué parte del mundo ha de faltarnos
un albergue, mi bien? Rompe, aniquila,
esos que contrajiste horribles lazos.
Los amantes son solos los esposos,
su lazo es el amor: ¿cuál es más santo?
Su templo, el Universo; dondequiera
el Dios los oye que los ha juntado.
........................................................
   Huyamos. ¿Qué otro asilo
pretendes más seguro que mis brazos?
Los tuyos bastáranme; y si en la Tierra
asilo no encontramos, juntos ambos
moriremos de amor.

Todavía, un año después de representado el Macías, se quejaban los escritores clericales de su inmoralidad. «¿Qué impresión -decía uno, indignado- pueden hacer en el corazón de una joven versos tan indecentes?».

Vino a colmar el enojo la representación, pocos días después de la del Macías, de otro drama traducido del francés, titulado La nona sangrienta. Se dejó adrede en el título la palabra nona, en vez de monja, para no alarmar y para engañar a los incautos; pero no valió la artimaña, y el arzobispo de Santiago dirigió al Gobierno un oficio quejándose de la impiedad e inmoralidad de los dramas.

De este oficio no se hizo caso por lo pronto, y siguieron representándose dramas inmorales e impíos.

En 1841 había en Santiago una actriz limeña, idolatrada del público, y que era una revolución andando. Se llamaba Toribia Miranda. Amunátegui la pone por las nubes, y es tal su entusiasmo, que hace recelar que él, allá en su mocedad, fue uno de los muchos admiradores de Toribia.

«Tenía -dice- un instinto artístico admirable. Se introducía maravillosamente bajo la piel de la heroína a quien caracterizaba, y procedía como tal. Sentía lo que hablaba y lo que accionaba. La pasión palpitaba en sus labios. El llanto corría por sus mejillas. La belleza de que estaba adornada contribuía poderosamente a la influencia y fascinación que ejercía en el auditorio. Tenía la tez pálida, los ojos negros, rasgados, incendiarios; el cuerpo, contorneado y voluptuoso; los pies, pequeños, y ese donaire que es la sal del suelo nativo. Los mozos se inflamaban con sus miradas. Los viejos perdían el seso con ellas. Los sujetos más graves y doctos la componían sonetos y decían en prosa: «Esta mujer tiene en su cuerpo todo el fuego de su patria.»

Tal era la actriz destinada a trasplantar en Chile el Romanticismo vehemente, a pesar de las quejas del arzobispo y del escándalo de los timoratos.

La más tremenda batalla que se riñó en esta guerra fue en la representación de Angelo, tirano de Padua, de Víctor Hugo. El drama fue frenéticamente aplaudido, y no fue menos frenética la protesta que se levantó entre los devotos, censurando duramente que la cortesana brillase con mengua de la legítima esposa; que el amor impuro se albergase en el corazón de todos los personajes, y que la mujer casada muriese para el marido y viviese para el amante. El drama fue calificado de inmoral en grado sumo por muy respetable porción de la sociedad.

El Gobierno tuvo, al fin, que ceder a las quejas del arzobispo y dirigir severa amonestación al censor de teatros, que lo era don Andrés Bello.

Los dramas románticos siguieron, no obstante, representándose, pero mutilados o desfigurados por la censura.

El paje, de García Gutiérrez, se representó con no pocas de estas mutilaciones o cambios.

A veces se cambiaban no sólo frases, sino los desenlaces, a fin de que no fuesen tan tétricos.

En el drama Los hijos de Eduardo, de Delavigne, traducción de Bretón de los Herreros, aquellos interesantes niños lograban escapar de la Torre de Londres, a despecho de la Historia.

Poco a poco fue haciéndose en Chile menos asustadizo el público. La censura acabó por consunción; pero hasta más de mediado el siglo presente se opusieron en Chile a las libertades del teatro un ardiente espíritu religioso y lo que llamaba Amunátegui la excesiva gazmoñería en materia de amor.

El Romanticismo tuvo en Chile un eco prodigioso. Los románticos se diferenciaban de los demás hombres hasta en el vestido. Los cuatro poetas de quienes más se admiraban, procurando imitarlos, eran Víctor Hugo, Dumas, Espronceda y Zorrilla. Venía después don Nicomedes Pastor Díaz, cuya Mariposa negra se sabía la juventud de memoria.

Los poetas chilenos, con todo, apenas escribían para el teatro más que arreglos y traducciones.

Don Andrés Bello tradujo Teresa y Antony, de Dumas.

Don José Victorino Lastarria arregló El proscrito, de Federico Soulié.

Don Santiago Urzúa tradujo Pablo, el marino, de Dumas.

Y don Juan García del Río, Pizarro, tragedia en cinco actos, de Sheridam.

El primer drama romántico original que se representó en Chile, con éxito muy lisonjero, fue producción de un hijo de don Andrés Bello, llamado don Carlos. El drama se titulaba Los amores del poeta, y se representó en 1842. Era de lo más poético, exaltado y lleno de lirismo.

Don Carlos Bello, que sin duda tenía notable talento de poeta, dejó por concluir otro drama titulado Inés de Mantua, cuyo principal héroe era César Borgia. Don Carlos Bello murió muy joven y ese segundo drama se ha perdido.

Poco después del estreno de Los amores del poeta empieza a figurar en la no larga lista de los autores dramáticos de Chile un español que, como Mora, emigró a Chile, mal avenido con el Gobierno absoluto de Fernando VII, y contribuyó muchísimo al desenvolvimiento intelectual de aquel país. Tuvo colegio, primero en Buenos Aires, y después, en Santiago, y por él fueron educados no pocos personajes ilustres de aquellas repúblicas.

Este español, aunque hijo de francés, había nacido en San Felipe de Játiva, y se llamaba don Rafael Minvielle.

Era gran matemático, a más de ser literato y poeta, y hablaba con igual perfección el francés, idioma de su padre, y el castellano, lengua de su madre y suya.

Minvielle vivió en Chile hasta principios del año pasado de 1887, en que ocurrió su muerte, siendo tan lamentada cuanto encomiado él por haber sido de los que más cooperaron, durante medio siglo, al progreso intelectual de aquella república, como maestro, como empleado en Administración y de Hacienda y como escritor infatigable, ya componiendo obras originales, ya traduciendo.

Su drama Ernesto, representado en 1842, fue aplaudido y encomiado. En su primera representación, la Toribia Miranda «arrancó muchas lágrimas a las señoritas concurrentes».

Aunque Minvielle era medio francés, se consideraba tan español que durante la última guerra de España con Chile no quiso permanecer en aquella república, y se fue a Buenos Aires, de donde no volvió hasta que se ajustó la tregua, que fue la paz sin el nombre.

Aquí casi puede decirse que termina la historia de la literatura dramática en Chile.

La mojigatería, según el señor Amunátegui, ha sido causa de que el teatro chileno, como fecundo ramo del español, no haya florecido todo lo que debiera.

Tres puntos toca el señor Amunátegui extensamente al terminar su libro, que son como síntomas de que la mojigatería va a pasar y de que el teatro va a florecer en Chile.

Estos tres puntos no son, en realidad, tres puntos, sino tres personas hechas y derechas, que han venido sucesivamente a prestar atractivo casi irresistible a las representaciones teatrales chilenas, a vencer la repugnancia de los timoratos y a dar fuego a la inspiración dramática de los autores.

Fue la primera persona, en el tiempo aún del Romanticismo, una gentil bailarina de Chile, llamada Carmen Pinilla, a quien apellidaban la Terpsícore araucana y la Sílfide de los Andes. Dicen que era el genio alado de la zamacueca.

Tenía otra hermana, notable también, aunque no tanto. Cuando se las mentaba juntas, se las designaba con el nombre de las Petorquinas; pero la Carmen era la que se llevaba la palma.

Dos cosas consiguió esta Carmen: la primera, suscitar aún una tremenda y postrera lucha entre despreocupados y timoratos, horrorizados aquéllos y entusiasmados éstos por la ágil, gallarda y hermosa bailarina, que enviaba su retrato con el anuncio de su beneficio, «para quien vestirse de gasa transparente era casi desnudarse, y que ostentaba su carne juvenil a la luz de la batería escénica ante la vista de dos mil espectadores».

El segundo triunfo fue la sumisión del baile al teatro, y la consiguiente decadencia de las chinganas, visto que el baile chileno formaba estrecha alianza con el histrionismo.

Después, ya en 1885, hay un momento solemne para el teatro de Chile. Amunátegui se entusiasma y dice «que sus jóvenes compatriotas van a sentir bullir en sus cabezas magníficas escenas; que un choque ligero hará saltar la chispa eléctrica; que una frase va a revelar una vocación, o a poner de manifiesto una aptitud; que el teatro va a florecer en Chile, y que una semilla que el viento trae de tierras remotas va a convertirse en árbol majestuoso o en flor espléndida».

Todo este alegre y entusiasta vaticinio lo produjo la llegada a Chile del actor don Rafael Calvo con una compañía dramática, en que se figuraban su hermano don Ricardo, don Donato Jiménez y las señoras Contreras, Revilla, Casa y Tobar.

Fueron extraordinarios los aplausos y la simpatía que ganaron en Chile los cómicos españoles. Amunátegui considera a la compañía como una de las mejores y más completas que por allí habían ido, y a su director, don Rafael Calvo, le llama artista eminente.

Por último, la tercera persona, cuyo advenimiento a su país celebra Amunátegui, como despertadora también del ingenio dramático de los chilenos, fue la célebre actriz francesa Sara Bernhardt.

Estuvo ésta en Chile en 1886 con una compañía de representantes franceses. Las obras que representó fueron Fedora, La Dama de las Camelias, Fedra, Frou-Frou y no sé si otras.

A estas representaciones acudió muchísima gente, a pesar de ser en un idioma extraño que no es razonable exigir que en Chile conozca un numeroso público, hasta el extremo de comprender todos los primores y matices de las palabras y frases. Debe de haber, no obstante, en Chile, muchos sujetos que sepan muy bien el francés, y no pocos tan aficionados a la literatura y arte dramáticos, que para comprender a fondo a la actriz, leerían y estudiarían el drama antes de irse a verlo representado. Lo cierto es que Sara Bernhardt fue muy aplaudida y perfectamente comprendida por el público y por los críticos chilenos.

No se cumplió la profecía del elegante crítico francés Julio Lemaitre, quien, al despedir a la actriz en el Journal des Débats, con la tan acostumbrada outrecuidance parisiense, le dice: «Vais a exhibiros allí ante hombres de poco arte y de poca literatura, que os estimarán mal, que os mirarán con los mismos ojos que a un ternero de cinco patas y que no comprenderán vuestro talento sino porque pagarán caro el veros.»

Sin duda que en Chile pagaron caro, pero comprendieron el talento de Sara Bernhardt, sin apelar a consideraciones crematísticas y sin calentarse demasiado la cabeza, pues al cabo el talento de Sara Bernhardt no es asunto tan embrollado y sublime que requiera cursar los bulevares de París para penetrar bien en todos sus misteriosos abismos y remontar el espíritu a todas sus sobrehumanas elevaciones.

Otro temor manifestó, además, Julio Lemaitre, que por dicha no se ha realizado: que Sara Bernhardt se resabiase e inficionase para agradar a los sudamericanos. Sara Bernhardt ha vuelto a París sana y salva a pesar de la tremenda prueba. Los sudamericanos se la han restituido a Julio Lemaitre artísticamente intacta y sin ningún resabio ni vicio paladino.

Julio Lemaitre, lleno con esto de gratitud, casi elogia a los sudamericanos, allá a su manera; los llama candorosos, sensuales, bulliciosos y buenos; les ruega que no se enojen si los vaudevillistas parisienses los ponen a veces en caricatura. Y para consolarlos de que en París les pinten grotescos, les dice: «Las pobres niñas que, entre nosotros, viven del amor, tienen predilección hacia vosotros, porque sois generosos, y os buscan cuando venís a París». ¿Qué más pueden, pues, desear los sudamericanos que ser buscados por estas pobres niñas, que quieren traspasarles el epíteto de pobres y quedarse sin él?...

La suave longanimidad con que responde el señor Amunátegui a las citadas impertinencias de Julio Lemaitre las pone más de realce y las hace más ridículas.

En resolución: el libro del señor Amunátegui, a más de ser muy ameno y de demostrar, como todos los suyos, gran discreción, mucha diligencia para allegar datos y alta y serena imparcialidad en los juicios, nos da a conocer algo que podemos considerar como parte de nuestra total historia literaria y artística, y nos muestra y describe extensas regiones, de donde pueden venir a esta Península riquezas que acrecienten el tesoro intelectual de nuestra raza y lengua, y adonde pueden ir también nuestros artistas y nuestras obras literarias, y aun nuestros autores, como Mora y Minvielle, a ganar honra y provecho.

El viaje a la América del Sur del actor Rafael Calvo, cuya reciente y temprana muerte deploramos hoy, probó lo que valen para las artes y letras de España aquellas repúblicas. Se cuenta un rasgo de Calvo, que le honra mucho, y que voy a referir para excitar la emulación y para corroborar mis asertos.

Al volver de su excursión por América, y sin ninguna obligación legal que cumplir, Calvo entregó a don José Echegaray una buena cantidad de dinero, como producto de los dramas suyos que en aquel Nuevo Mundo español había representado, fijando para ello el mismo tanto por ciento que cobran en Madrid los autores.




 
 
FIN DE LAS «CARTAS AMERICANAS»
 
 







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