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ArribaAbajoAntología de libros de caballerías castellanos. Coordinación de José Manuel Lucía Megías

Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2001. xxviii + 516 pp. ISBN: 84-88333-49-8


Rafael Ramos



Departament de Filologia i Filosofia
Universitat de Girona
Pl. Ferrater i Mora, 1
17071 Girona

rafael.ramos@udg.es

Pesan muchas condenas sobre los libros de caballerías, y una de ellas es la de que tradicionalmente se les ha visto como un mero apéndice de los estudios sobre Don Quijote. No es éste el momento de discutir si se trata de un punto de vista acertado o no, ni de cantar las alabanzas de un género literario que día a día se va perfilando como uno de los más sorprendentes de la literatura del Siglo de Oro, pero que ésa ha sido su función hasta nuestros   —192→   días es algo que no se le oculta a nadie. Es desde ese planteamiento que nos acercaremos ahora a esta reciente antología, capitaneada por uno de los mejores conocedores de estos textos, José Manuel Lucía Megías. En ese sentido, su recopilación supera largamente todos los intentos similares que habían aparecido hasta el momento, desde la de Ramón María Tenreiro (1924) a la de José Amezcua (1973). Valga señalar, únicamente, que en esos trabajos se recogían primordialmente aquellos libros que se salvaban del escrutinio en la biblioteca de don Quijote: Amadís de Gaula, Tirante el blanco y Palmerín de Inglaterra, y no aquellos contra los que se levantó Cervantes. Incluso las grandes colecciones de libros de caballerías, como las de Pascual de Gayangos (1857), Adolfo Bonilla y San Martín (1907–1908) o Felicidad Buendía (1954) se limitaban básicamente a esos textos. Resultaba, pues, una profunda contradicción: Don Quijote nacía como la crítica a los (según Cervantes) malos libros de caballerías, pero quienes se acercaban a estas antologías o colecciones sólo podían acceder a aquellos que no se había querido criticar. El dato, desde luego, no carece de importancia, pues todavía son muchos los investigadores que, a la hora de enjuiciar el peso de los libros de caballerías sobre la obra cervantina, se limitan también a esas obras, traicionando así radicalmente la voluntad del autor. Vino a aliviar esta situación, en parte, la breve selección preparada por María del Carmen Marín Pina para completar la lectura del Quijote del Instituto Cervantes (1998), pero sólo ahora, con esta excelente antología, contamos con una herramienta verdaderamente útil, pues el corpus de libros incluidos es el más amplio y variado recogido hasta el momento.

Efectivamente, aunque los grandes títulos del género están bien representados, los lectores disfrutarán, sobre todo, de las muestras de textos más extraños, como Lepolemo, Platir, Félix Magno, Felixmarte de Hircania u Olivante de Laura, que formaban parte de la biblioteca de don Quijote. Junto a ellos se recogen fragmentos de libros tan raros como Lidamor de Escocia, Filesbián de Candaria, El Caballero de la Luna y muchos más, que sólo ahora tendrán lectores. Con muy buen criterio, los editores (entre los que destaca toda una nueva generación de jovencísimos especialistas) han seleccionado no sólo pasajes guerreros y fantásticos, sino que incluyen también escenas amorosas, descripciones, cartas, poesías, fiestas cortesanas, ejemplos de principio y de final de libro... Todo, en fin, lo que convirtió a este género en el referente obligado para acomodar toda la fantasía del siglo XVI. Es una pena que, en el camino, hayan quedado los pequeños prólogos que escribieron los editores para cada libro. Aunque su inclusión habría aumentado considerablemente el grosor del volumen, no es menos cierto que en ellos se incluía buena cantidad de materiales que ayudaban a la comprensión de estas obras, especialmente de las más extrañas.

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Merece un comentario detenido el criterio adoptado por el coordinador de la antología a la hora de seleccionar los textos o, lo que es lo mismo, de definir qué es lo que entiende por «libros de caballerías». En ese sentido, se observarán serias discrepancias entre esta antología y la Bibliografía de los libros de caballerías castellanos de Daniel Eisenberg y María del Carmen Marín Pina (2000). Mientras que, para los segundos, la definición «se limita a Amadís de Gaula y a los posteriores libros de caballerías escritos originariamente en castellano» (p. 9), el primero incluye también las reelaboraciones de algunos textos catalanes (Tirante el Blanco, Arderique), portugueses (Palmerín de Inglaterra) e italianos (Guarino Mezquino, Espejo de caballerías, Reinaldos de Montalbán). Sin embargo, esta oposición es más aparente que real. José Manuel Lucía Megías no rebate la postura anterior (pues, en efecto, el trabajo de Eisenberg y Marín Pina es el que se toma como punto de partida y, además, se remite a él constantemente para que el lector amplíe algunos detalles), pero la matiza a partir del «horizonte de expectativas» que se plantearon los editores y los lectores de los libros de caballerías (pp. xviii–xxi de su introducción). Metodológicamente es imprescindible fijar cuál es el corpus de los libros de caballerías castellanos, sí, pero es evidente que ese corpus se relaciona con otras obras y tentativas, por lo que si se desea ofrecer un panorama completo de lo que los lectores del siglo XVI podían asumir como libros de caballerías habrá que ser lo suficientemente flexible como para incorporar, aunque sólo sea como «compañeros de viaje», otros textos que, aunque no cumplan con todos los requisitos necesarios, en algún momento se leyeron como tales. Recordemos, al paso, que cuando Cervantes elogió al Tirante y al Palmerín de Inglaterra los juzgó obras castellanas. Algo parecido se podría decir de muchos otros títulos: Alonso de Salazar publicó su Lepolemo en 1521; la obra se tradujo al italiano en 1544, y fue tanto el éxito que tuvo en esa lengua que en 1560 apareció su continuación, Leandro il Bello, que poco más tarde, en 1563, tradujo Pedro de Luján. ¿Tendrían sus lectores conciencia de que estaban leyendo algo distinto de un libro de caballerías castellano? Seguramente, no. Esta nueva visión, desde luego, merece ser meditada muy cuidadosamente, y sin duda acarreará muchas e interesantes discusiones sobre los límites del término «traducción» en el Siglo de Oro (pienso ahora en los importantes cambios que sufren textos como Espejo de caballerías al reescribirse en castellano), sobre los límites genéricos entre historia y ficción en esa época (sería el caso de falsificaciones tan conspicuas como la de Esteban Barellas, Centuria o historia de los hechos del gran conde de Barcelona don Bernardo Barcino y de don Cinofre, su hijo) y muchas otras.

Lugar aparte merecen los apéndices, claramente separados de los textos seleccionados, y dedicados a los textos artúricos y a los fragmentos conservados del Amadís de Gaula manuscrito. Sin embargo, el editor ya advierte   —194→   que su función es, únicamente, la de completar un panorama caballeresco, permitiendo a los lectores hacerse una idea general de los principales modelos a partir de los cuales nace todo el nuevo género.

Así las cosas, y ya que José Manuel Lucía Megías ha optado por una postura tan renovadora, se echa de menos una ordenación cronológica, y no alfabética, de los textos. Aunque es muy cierto que con los testimonios manuscritos (y algunos impresos, de los que no conservamos la primera edición) podría haber alguna duda, y de que las reimpresiones deberían ser tenidas muy en cuenta, una ordenación cronológica permitiría contemplar mejor cómo el género de los libros de caballerías no es tan uniforme como parece, y que a una primera generación de mera repetición de modelos amadisianos (Sergas, Palmerín de Olivia, Lisuarte de Grecia), le sigue otra de nuevas propuestas (desde Floriseo y Claribalte a Clarián de Landanís), combinadas a su vez con las grandes traducciones del catalán (Tirante el Blanco, Arderique), y el italiano (Reinaldos de Montalbán, Morgante); poco después aparecerían los libros asociados a la cruzada de Carlos V (Lidamor de Escocia, Tristán el Joven) y una nueva etapa de recreación fantástica (Belianís de Grecia, Cristalián de España, Espejo de caballerías)... así hasta llegar a los últimos intentos de renovación del género, cuando se le suman los nuevos modelos novelescos de la época (Polismán, Lidamarte de Armenia), los que se están escribiendo y gestando más cerca de la época en que Cervantes decide lanzar su ataque contra ellos y los que sobrevivirán largamente a la publicación de las dos partes de Don Quijote. Aun así, esta posibilidad en la ordenación en nada desdice del excelente trabajo realizado. Por fin, contamos con una buena y completa antología de los diferentes libros de caballerías que pudo leer don Quijote: los buenos y los malos, los monótonos y los renovadores. Recibamos, pues, con los mayores parabienes este trabajo liderado por José Manuel Lucía Megías y saludémoslo como el mejor y más ambicioso proyecto de esas características que se ha realizado hasta el momento.