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ArribaAbajoUn ensayo acerca del cine

Continuación


Enrique Tierno Galván


Catedrático de la Universidad de Salamanca



ArribaAbajo- V -

La supresión de lo reticente


Como hemos insinuado anteriormente, el papel del espectador en el cine es fundamentalmente distinto al del espectador en el teatro. El carácter reticente que el teatro posee obliga al espectador a imaginar para sustituir el hueco que deja la falta de una representación espacio-temporal.

De este modo el espectador no deja de poseer la conciencia de su colaboración, porque ésta se le exige constantemente en lo que es, de verdad, teatro.

Supongamos a Macbeth recitando aquel famoso pasaje que precede al asesinato del Rey Ducan y su hijo:


¿Es un puñal el que delante veo
el mango hacia mi mano? ¿Un puñal eres?
Ven, ven y te asiré... Pero no puedo...
y no obstante, ahí estás... como a la vista.
¿No eres, visión fatal, sensible al tacto?
¿O eres sólo el puñal de la conciencia,
falsa creación de mi febril cerebro?
Mas ahí estás y en tan palpable forma,
como éste que aquí asgo. ¡Ah, sí, tú vienes
a servirme de guía, señalando
camino de instrumento... Y, o mis ojos
de los otros sentidos son juguete,
o todo yo soy ojos... y aun te veo,
y gotas hay de sangre en tu hoja y mango
que antes no había... Pero no hay tal sangre;
es lo sangriento de mi empresa misma
que se infunde en mi vista. Ésta es la hora
que como muerta en la mitad del mundo.
Natura yace, y lúgubres visiones
van a inquietar el sueño entre tapices.


(Macbeth. Acto II, escena 1.ª)                


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Es un trozo que está como la mayor parte de las obras de Shakespeare, lleno de reticencias de imágenes y en eso consiste precisamente su valor literario. Al ver la obra representada estamos imaginando ese puñal inexistente fuera del espíritu de Macbeth, la sangre que mancha el puño y la hoja, también irreal. Al poco el mismo actor exige que olvidemos nuestras figuraciones que nos percatemos de que no hay tal sangre, que es lo sangriento de la empresa misma lo que a su vista se infunde.

Supongamos la misma escena cinematografiada. La falta de reticencia en el cine no es que sea absoluta, esto es imposible pero sí predominante hasta el punto de que los casos de reticencia de imágenes espacio-temporal que en él se dan vienen a ser de segundo orden. Así, en el ejemplo propuesto, ocurre que, cinematográficamente, podemos representar a Macbeth pronunciando el monólogo y dirigiéndose al vacío pero la escena, que ha sido escrita para el teatro, en la inteligencia de que éste es reticente y que crear reticencias es darle más sentido, pierde valor en el «cine», donde habituado el espectador a que no existan aquéllas, la presencia de una tan importante le obliga a un «tránsito» de lo propiamente cinematográfico a lo teatral con la consiguiente inquietud e inadaptación.

Como hemos dicho, la absoluta supresión de lo reticente no es posible. Siempre queda algo susceptible de imaginarse pero es un mínimum, hasta el punto de poderse formular como tendencia-ley que «el cine es tanto más cine cuanto más suprime la reticencia o acusa su posible supresión».

Esta última parte exige un comentario. Puede ocurrir que la reticencia no se suprima del todo, sino «casi» y en este casi, que tiende siempre al mínimum, se apoya precisamente lo cinematográfico para acusar la presencia de lo ausente; en otras palabras, con la «casi reticencia» se agudiza la actualidad tempo-espacial de un personaje o de una cosa no presentes. Es entrar en pormenores que apenas sí tienen importancia para nuestro ensayo, pero en el mismo ejemplo propuesto, la cámara puede fijarse en un lugar vacío del espacio, captar una luminosidad fugitiva o acentuar un claro obscuro, de suerte que el inexistente puñal casi sea por efecto de una poderosa sugestión nacida del contorno que le debía delimitar. Es el caso concreto de la «película» Rebeca, a que también se le podía llamar realización de una casi reticencia.

Para nuestro objeto la conclusión que debemos obtener es la siguiente: Con relación al «cine» el índice de colaboración del espectador con el espectáculo es mínimo tendiendo a cero.

Este es el momento de aclarar que el cine, en cuanto ha vencido la reticencia, es el mayor realizador de fantasías; pero al mismo tiempo que las realiza en cierto modo las destruye. En puridad habría que repensar la afirmación aristotélica de que la epopeya tiene mayor propensión para lo fantástico que la tragedia porque en aquélla no se ve con los ojos la persona operante (Poética, Cap. IV, 6). El ejemplo de Aristóteles está muy bien elegido, pues se refiere a Aquiles persiguiendo a Héctor, ante un ejército inmóvil, que huye y atraviesa, sin que nadie las abra, las puertas de Troya. Sin embargo, el «cine» no encuentra dificultad en representar todo eso, de modo que no es la reticencia, el que no se vea con los ojos, la capacidad para lo fantástico, sino el que se vea, pues aumenta la fantasía al presentarla como real. No obstante, al atribuir una cierta realidad a lo fantástico suprime fantasía en cuanto lo aproxima a la plena autenticidad facticia. Resulta que el cine es «más» y «menos» fantástico.   —11→   Desde el «más» la fantasía aun es más bella y sorprendente; desde el «menos» el «cine» está matando al ensueño. Apenas sí hay nada que soñar. Todo nos entra por los ojos. Después veremos cómo la muerte de la ensoñación es característica del cine.

María Candelaria
(1943)

E. Fernández. María Candelaria (1943).

No puedo suponer una representación teatral hecha ante hombres a los que se hubiera suprimido en absoluto la capacidad de imaginar. Tal representación no tendría sentido como espectáculo porque ninguno de los espectadores podría serlo auténticamente; verían y oirían sin comprender.

Por el contrario, puedo suponer una masa de espectadores cinematográficos a los que se hubiese quitado la facultad de imaginar. Inteligentes, con riqueza emocional normal ven un «film» cuya compacidad de imágenes es completa, se ha evitado de él toda reticencia; tales espectadores no perderían nada del «film» ni el film nada de su propio estilo.

Ahora bien, la colaboración que se da en el teatro para retornar a nuestro ejemplo, cosupone la conciencia en cada uno de los espectadores de esa colaboración. La entrega al espectáculo no sólo es absoluta, sino que deja un margen bastante amplio a la libertad crítica de cada espectador. A todo contemplador de un espectáculo teatral le acompaña la consciencia de que «es» espectador, en otras palabras, no pierde el sentido de la doble realidad de lo que ve y él como veedor.

En el «cine» uno de los términos de la relación, el espectador, queda virtualmente anulado. Desaparece, en principio, porque no se le exige una colaboración que cosuponga -de un modo u otro- conciencia de la libre actividad del espíritu y, además, por la inexorable absorción que impone al alma la presencia desvelada de un modo inédito y más profundo de   —12→   existir. No es, pues, sólo que el espectador como tal se reduzca al acto puro de contemplar, más acá de toda actividad enjuiciadora, sino que lo contemplado es de tal índole que la totalidad de lo que queda en juego del contemplador -su actividad emocional sobre todo- queda subyugada inequívoca y absolutamente a un cierto poder que se da en lo contemplado.

Quizá el lector me acuse de exagerado, quizá piense que estoy llevando a sus posibilidades últimas fenómenos que se dan con más suaves matices en la realidad. Lo cierto es que dentro de la gama de posibles variantes que están en función de la calidad del «film», las cosas tienden a ser, y en una película perfecta son, tal y como las describo.

La conclusión de lo expuesto en las páginas anteriores puede resumirse en la afirmación siguiente: El cine supone la anulación de la «facultas imaginandi» por parte del espectador. Se trata de una entrega total, de una alienación tan profunda que quizás no tenga equiparable. Es un resultado a cuya intensidad no se llega en el teatro ni en la literatura. Además todo parece perfectamente ordenado a la consecución de ese fin. Por lo pronto, la obscuridad, que elimina cualquier otro posible estímulo para la atención, concentrándola al máximum sobre el espectáculo, nos ayuda a olvidar nuestra propia personal existencia. En el teatro la percepción de mi contorno diferenciado y sobre todo la presencia distinta de «otros» que son espectadores, como nosotros, limita la entrega al espectáculo por un sentimiento de decoro, porque nos suponemos objeto de la posible observación de los demás, lo que yuxtapone a aquella la distracción a que la presencia del contorno obliga.

Este sentimiento del decoro está adormecido en el espectador cinematográfico, para surgir con una enorme fuerza -con caracteres de vergüenza-   —13→   cuando las circunstancias típicas del cine desaparecen. En el teatro el espectador está «sobre sí», en el «cine» «fuera de sí».

Lenin en 1918
(1939)

Romm. Lenin en 1918 (1939).

Es una vivencia complejísima. En las interrupciones bruscas de la proyección e indefectiblemente cuando la sesión cinematográfica concluye y se retorna a la realidad habitual, hay en la vivencia un elemento de sorpresa de índole fisiológica por la necesidad de adaptarse bruscamente a unas nuevas circunstancias. Hay asombro, que procede, sin duda, del salto desde el mundo revelado por «cine» al habitual. Hay otros muchos elementos pero de ellos sobresale nítidamente, como constitutivo del núcleo vivencial un insondable sentimiento de vergüenza.

La presencia, hasta entonces impersonalizada de los demás turba a cada espectador, que desea resolver cuanto antes esta convivencia enojosa. Es un sentimiento tan importante, y definido para el espectador cinematográfico como pueda serlo el de lo «numínico» en lo Santo.

Ahora bien, ¿de dónde procede esta «vergüenza»?, ¿qué clase de «vergüenza» es?

La segunda parte de la pregunta es un punto de partida para aclarar el substratum común de toda «vergüenza». No hay duda que el avergonzarse no tiene solamente un sentido moral puede tenerlo de varias clases, incluso sociológico, como cuando nos avergonzamos de tener en los vestidos algún roto. Ahora bien, el fondo común de todas ellas es un estar en desacuerdo consigo mismo, y de este desacuerdo consigo fluye todo posible avergonzarse. De manera que la anterior pregunta puede y debe formularse así: ¿,Por qué en las circunstancias descritas, es decir, en aquel momento preciso en que dejamos de ser espectadores cinematográficos sentimos un profundo desacuerdo con nosotros mismos? Este estar desacorde no complica un saberse desacorde, sino simplemente estarlo y de aquí la vergüenza. Pues bien, ¿por qué?

Tenemos a mi juicio que regresar a la «facultas imaginandi» en el espectador cinematográfico. La facultad de imaginar es de todas las facultades humanas la de mayor hondura y primigeneidad. Incluso el pensar no se concibe -psicológicamente al menos- sin el hilo conductor de la imaginación. De la imaginación nace el ensueño, la creación y el descubrimiento. Incluso cuando oponemos a la esclavitud física la irreductible libertad interior, en realidad oponemos la imaginación que puede hacer que nos pensemos como libres. En un estrato más profundo, a todo imaginar va complícita una cierta libertad creadora, apenas analizable por su irreductibilidad a categorías, que desaparece cuando la imaginación se anula, y que se ha relacionado, como es sabido, con la temporalización del yo en cuanto unidad en el cambio.

Sin meternos en tantas honduras, sí es cierto que en el «cine» la facultad de imaginar queda en cierto modo anulada. El espectador sigue lo «imaginado» en el cine -recuérdese, en el cine no hay reticencias-, se sumerge en ello y sustituye su imaginar por la actividad imaginizada contenida en el espectáculo, que no deja resquicio a la actuación de su personal «facultas imaginandi».

Tal es a mi juicio lo que explica la enajenación absoluta del espectador cinematográfico respecto del espectáculo; la absorción y pérdida del yo que mira ante lo mirado.

Ahora bien, si la imaginación constituye el último reducto de nuestra personalidad, ¿quién no ha de estar en desacuerdo consigo cuando tenga   —14→   conciencia de que durante algún tiempo se ha entregado hasta tal punto que ha dejado de ser «imaginante» y por ende persona? Si la vergüenza moral consiste en un desacuerdo consigo mismo por el incumplimiento del deber, y la social por una anormalidad respecto de las formas de convivencia que creemos respetables, la vergüenza a que aludimos pertenece a una región más profunda, pues enraiza en el supuesto según el cual somos personas y no otra cosa.

Claro es que no seríamos hombres si no nos habituáramos incluso a este circunstancial dejar de ser lo que somos; no obstante la singular vivencia «vergonzosa» nunca se pierde del todo.

De este modo ocurre que, cuando más perfecta es la película y mayor anonadamiento hay en el espíritu del espectador, más «vergonzosa» es la reacción ante el cine. No obstante, es un signo de nuestro tiempo que las masas se contenten con no pensar, arrojándose en brazos de la técnica a una esclavitud irredimible por estar precisamente en ese tercer período de «res facintes secundas res».

Por otra parte, la pérdida de libertad que comentamos va acompañada de la más completa impersonalización, o, exponiéndolo en su sentido inverso, homogeneización.

En la semiobscuridad de la sala, con los contornos físicos difuminados y el espíritu cedido al espectáculo, ¿quién es quién, en ese mundo de sombras? Una impersonalización en la que sólo queda diferenciable el cuantum emocional con que cada uno reacciona ante el espectáculo, pues la calidad de esa emoción viene a ser la misma; terror o alegría para todos. Ésta es la miseria del cine. Su grandeza está en ese asombroso viaje más allá de la realidad habitual.

Viendo las cosas desde otro punto de mira, aunque en verdad nuestras miradas concluirán en el mismo blanco, consideraremos la íntima adecuación del «cine» para la tragedia.

Desde un punto de vista subjetivo, los llamados géneros literarios pueden clasificarse por lo que exigen del espectador. En este sentido la comedia, el drama, la tragedia se pueden distinguir unos de otros por la diferente dejación de libertad que del espectador piden.

La comedia, juego ingenioso, exige la mayor libertad, pues no se da la ingeniosidad allí donde no existe una libre acción intelectual. El drama pide una entrega mucho mayor del espectador al espectáculo y la tragedia una entrega total a las obscuras fuerzas del destino que en ella imperan. Con esto queda dicho en conexión con nuestras conclusiones anteriores, que el «cine» es poco apto para la comedia, más para el drama y totalmente apto para la tragedia. De aquí se desprende sin esfuerzo que el diálogo en el «cine» ha de ser, sino quiere ir en contra de su propio sentido, muy sobrio e intelectualmente muy simple para dejar el mayor margen posible de actividad a la imagen, al puro ruido y al gesto.

Por otra parte, con un criterio objetivo para matizar un poco más, me voy a permitir llamarle ontológico, es indudable que la comedia, el drama, la tragedia remueven en su acción estratos cada vez más profundos del ser. De suerte que la tragedia, que es la que más hondo cala, encuentra su expresión más propicia en esa revelación de la existencia oculta por la habituidad de que hablábamos en el capítulo II. En efecto, si el cine tiene esa virtud de potenciar lo que representa, bien concreto, bien abstracto,   —15→   hasta límites insospechados, como lo que más hondo penetra en nosotros y más nos conmueve y subyuga es el dolor y no la risa, la tragedia y no la comedia, es indiscutible la propincuidad del cine para lo trágico. Conviene tener presente que cuando hablo de lo trágico, incluso de la tragedia, aludo a un campo de posibilidades mucho mayor que el que comprende la definición que los manuales de preceptiva suelen dar de estos conceptos. En realidad, para calificar algo de trágico me atengo solamente a la intensidad con que provoca sumisión y angustia ante el poder irrefrenable de fuerzas que se nos escapan.

Solo ante el peligro (1951)

Zinneman. Solo ante el peligro (1951).

Con relación a la tragedia y al cine aún nos queda por decir algo que viene a confirmar una vieja afirmación aristotélica.

Desde el renacimiento acá, es decir, desde que se inició un crecimiento desmedido de la técnica, el hombre ha encontrado liberación fácil para una multitud de deseos, que cuando no tenían tan cómoda solución enriquecían la intimidad humana. La imprenta, por ejemplo, permitió la creación y expansión de una novelística cada vez más diferenciada que abrió un magnífico desagüe para la sed de aventuras que inquietaba al hombre sedentario, para la inquietud amorosa, para ese complejo de asesinato que tantos hombres llevan dentro y que se soluciona pacíficamente leyendo novelas policíacas. La técnica ha facilitado la liberación simplificada de las grandes inquietudes que enriquecen y dan complejidad al alma. Así reincidimos con aquel espectador impersonalizado del «cine» y con el «cine» mismo, pues no hay modo técnico más eficiente para soltar nuestras inquietudes represadas que el cinematógrafo. Después de ver un «film» en el que aparezcan refrenados intentos de manomanía homicida, o bien el   —16→   homicidio mismo, nuestra alma se siente más limpia, purificada, como decía Aristóteles, por el espectáculo. Quizás la tragedia clásica produjese la catharsis en el espectador, pero lo que no producía, precisamente por no ser pura técnica, era la socialización que sufre el hombre actual.




ArribaAbajo- VI -

No es el «cine» arte bella. El asombro


Ocurre que por la natural tendencia a seguir la línea de menor esfuerzo intelectual solemos aplicar a las producciones cinematográficas adjetivos inadecuados, como bella, bonita e incluso sublime. Sin embargo, debiéramos de preguntarnos antes de calificar: ¿Despierta en nosotros el cine lo que habitualmente entendemos por vivencia estética? Porque si no es así, parece inmotivado considerar al «cine» como expresador de belleza.

Tenemos, por lo pronto, el dato procedente del análisis de nuestra conciencia según el cual el cine no despierta en nosotros, en general, la «claritas» característica de la vivencia estética. La reflexión a posteriori sobre nuestro estado durante la proyección de una «película» nos dice que en «rapto» cinematográfico no ha aparecido para nada la atracción de lo bello.

Por otra parte disponemos de dos experiencias que, aunque opuestas, son coincidentes.

De un lado, el cine en color de su momento actual, que pone mucha belleza plástica en las imágenes, convirtiendo el «film» en una sucesión de «cuadros» con lo cual crea una pátina de artificio, que oculta, si no destruye, esa potencialidad de los seres esencial para el cinematógrafo. De aquí la trivialidad de las «películas» en color.

Por otro lado, el dato opuesto y coincidente, y por eso de gran fuerza probatoria, que nos brinda la visión cinematográfica de obras pictóricas. Anteriormente hemos descrito el fabuloso enriquecimiento vital que sufre un «cuadro», pero lo que sólo hemos insinuado es su también fabuloso empobrecimiento estético. En verdad, más que empobrecimiento, lo que hay es una destrucción total de sus bellezas, que son sustituidas, como sabemos, por una nueva y extraña vida. Consideremos además, que a mi juicio, para que se dé la percepción estética es necesario que los dos términos de la relación, espectáculo-espectador, permanezcan diferenciados.

El contemplador de una tempestad la admira estéticamente mientras no es poseído y dominado por un sentimiento más fuerte, el terror, por ejemplo. En el caso de que un pavor profundo le adueñe, será incapaz de estimar la belleza y si la aprecia es evidente que se ha libertado de la servidumbre del miedo y pospuesto el terror a la admiración. En otras palabras, la apreciación de la belleza, el percatarnos de que algo está ahí como bello, es incompatible con la servidumbre espiritual que el cine impone. Precisamente esta percatación complica el goce estético que es, en proporción muy elevada, un goce intelectual, que se hace asequible por grados según el escalón cultural ocupado por el gozador.

Ahora bien, téngase en cuenta que cuando digo que el cine no expresa belleza, no quiero decir que no contenga belleza. El «cine» puede contener,   —17→   y de hecho contiene, bellezas, pero permanecen inexpresivas para el espectador porque están como apagadas por esa fuerza reveladora que adquieren los seres cinematografiados. De aquí que las bellezas del «cine» no se gocen durante la proyección sino después, revividas ante los ojos del espíritu. El cinematógrafo empuja con una enorme fuerza al recuerdo porque las imágenes quedan firmemente grabadas en nuestra memoria, y es en este recordar cuando hacemos algo así como una recapitulación estética y gozamos de los momentos bellos.

En resumen, que a mi juicio, el «cine» tiene su característica propia muy definida que no es precisamente expresar belleza.

Hasta tal punto no es una bella arte que cuando los afanes del director se dirigen a expresar escenas bellas, si lo consiguen ha sido en detrimento de los propios valores cinematográficos.

*  *  *

Durante la proyección de un «film» el espectador está fuera de sí; es decir cuando junto al sentimiento de «vergüenza» ya descrito, que se apaga lentamente, el recuerdo reaviva un singular estado de ánimo que no es posible designar sino con la expresión «asombro».

Ulises (1954)

Camerini, Ulises (1954).

Ha estado por espacio de unas horas en un mundo desconocido en parte y dotado de una fuerza poderosa que coge y no suelta. Ha realizado un viaje que tiene las condiciones aparentes de lo habitual y que,   —18→   sin embargo, no es lo habitual, sumiéndose en conjunto de cosas muy conocidas y no obstante, renovadas, acuñadas con un cuño nuevo más poderoso. El sentimiento de esta renovación permanece oculto, y tiende a manifestarse como algo mágico promovido por un desconocido taumaturgo al que hubiéramos entregado nuestra alma durante horas. Ahora bien, según el sentido general de nuestra tesis, el espectador cinematográfico ve lo que el mundo ordinario no ve, se ha despertado en él una dormida facultad para percibir los seres en un estrato más profundo. Cuando después de uno de estos raptos cinematográficos el espectador retorna a su mundo normal revive, con una reviviscencia apagada, aquel mundo maravilloso y desea encontrarlo, en vano, en las cosas circundantes. De aquí ese impulso imitativo de que el cine proporciona. Es una búsqueda, casi siempre fallida, para encontrar en la realidad y mostrarse uno mismo con esa pujanza que el «cine» pone en las cosas.

Ahora bien, ese continuo fracaso provoca cada vez con más intensidad, un limitado «asombro»; hace que el choque entre el mundo cinematográfico y el mundo habitual gane en intensidad, y repercute incluso en las actividades vitales de cada uno.

Pero aparte de que, siempre situados en el «asombro» como estrato último de las percusiones provocadas por el cinematógrafo, éste concurra al «cine» por huir a un mundo más grato, aquél por hallar el descanso consecuente a la inhibición intelectual, lo cierto es que a todos promueve hacia una pregunta que si no llega a formularse al menos se precede por una singular inquietud en el alma. ¿Qué son en verdad los entes que aparecen en el «cine» tan extrañamente potenciados? Y así el cine, el recuerdo de su mundo, adquiere un alcance propiamente filosófico que impele a una pregunta, que, sobre todo, sitúa al espíritu reflexivo en una postura filosófica. Una vez más el recuerdo, al remover el olvido, se hace filosofar.