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Cita en el San Roque

Mario Halley Mora



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ArribaAbajoVocabulario

Aguaí: Guaraní. Fruto nativo del Paraguay. Figurado: Victima de un asesinato.

Kuñá macho: Guaraní-Español. Mujer masculinizada, viril, luchadora.

Opareí: Se diluye, se esfuma, se agota por sí solo. Se aplica a conflictos que no terminan.

Pombero: Guaraní. Folklore. Duende maligno de la noche.

Plata Yvygüy: Guaraní-Español. Tesoro escondido de los invasores de la Guerra de 1865-1870.

Pyragüé: Guaraní. Literalmente: pies peludos cuyos pasos no se perciben. Delator, informante de la policía.

Lecayá: Guaraní. Persona mayor en general. Patrón, el que manda o administra.



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ArribaAbajoLa lección de un maestro

A manera de prólogo


De un artículo de Mario Vargas Llosa, en el diario ABC, del domingo 7 de noviembre de 1999, Sección Piedra de Toque y bajo el título de «La Mentira de las Verdades». Fragmento cuya transcripción es ocurrencia exclusiva del autor.


...la historia cuenta (o debería contar) verdades, y la ficción siempre es una mentira (solo puede ser eso), aunque a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que aquello que inventa es verdad («la vida misma»). La palabra «mentira» tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser la vida, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, logra embaucarnos y nos hace creer aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos le piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por no quererla, la inventamos, la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la   —10→   buena lectura.

Las técnicas en que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su «verdad», son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, un personaje limitado por su experiencia en la hora de dar testimonio. En todo caso, del narrador -de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad- depende todo en una ficción: la coherencia o incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.

El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas, se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente, mentir, aunque en su boca se ponga verdades, porque las verdades históricas -los hechos fehacientes y concretos- se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones solo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para   —11→   contar las verdades biográficas como lo ha hecho Edmond Morris1 en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos, la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración. Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador -los narradores- pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido. Es privilegio de los propagadores de mentiras, narradores de irrealidades que, a veces, parecen muy realistas.

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ArribaAbajoCita en El San Roque

1. Cualquier parecido de los hechos y personajes de esta novela con hechos y personajes reales, es solo eso, parecido.

2. ¿Por qué el doble discurso ha ser privilegio exclusivo de los políticos?

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ArribaAbajoCita en el San Roque con la paloma azul


ArribaAbajoUno

Los diarios y los comunicadores de la radio lo llamaban barrio marginal. Marginal, qué palabra doliente, pensaba Manuel. Viene de margen, de lo que está al costado, afuera, empujado de la geografía de la realidad. Su barrio era marginal, él vivía en el barrio marginal y entonces él, Manuel, era un hombre marginal. Pero no había edificado la casa marginal, cartón, plástico, chapas de zinc herrumbradas por gusto de vivir en el barrio marginal, sino porque ese pedazo de terreno era el único que quedó libre cuando la multitud ansiosa avanzó como un raudal humano para ir aposentándose poco a poco, como el agua se aposenta en tierra seca, donde cada uno podía y donde cada uno cabía, delimitando su solar con cuatro estacas y levantando allí la casita que no era casita, sino refugio, casi un campamento instalado en la ruta de la necesidad, simple, provisoria, desarmable y portable, listo a ser desmantelado cuando el río crecía o cuando la autoridad ordenaba. Por eso no podía llamarse casa. La casa es el lugar donde uno se instala, y se vuelve hogar, y hasta se puede poner una maceta frente a la puerta, con algo que florezca. Que florezca, porque las flores frente a la puerta dan una sensación de pertenencia, y de permanencia. Él llegó retrasado. En realidad, llegó después que la carrera terminara, de la que no participó porque solo miraba con curiosidad y vio al final de la estampida el trozo que quedó libre. Por eso su pedazo de terreno no era un pedazo de terreno, sino más bien era un resto de pedazo de terreno, un colgajo de terreno que nadie quiso porque quedaba encerrado entre el murallón y la zanja, una situación nada cómoda, porque el muro no permitía el paso del sol, aunque bien mirado tampoco permitía   —16→   el paso de la lluvia, y la zanja no le permitía el paso a él para salir al sendero, que tampoco era sendero sino el canal por donde fluía al río un hilo verdoso de agua espesa, cloacal y maloliente, pero servía de sendero, y dificultad (de salir al sendero) que superó colocando aquel tablón inclinado, tan inclinado que resultaba un marginal que salía de su casa marginal, patinando sobre una tabla lisa, una manera de salir al sendero que se hizo costumbre y hasta juego, porque aprendió a deslizarse con cierta elegancia y más de un chiquillo aplaudía su airoso porte cuando resbalaba sobre el tablón, con los brazos abiertos, como un alambrista de circo. Claro que la subida era menos garbosa, porque subir un plano inclinado era más difícil que bajarlo.

De la casa, o del refugio, no podía sentirse orgulloso ni avergonzado. Porque era algo provisorio como provisoria su suerte de haber venido a pasar allí, entre la zanja y el muro. No podía hablar de paredes y techo como debe tener una casa, sino de un agujero, de cueva, como para el lobo que se refugia de la tormenta de nieve, como había leído en una novela de Jack London. Claro que allí dentro había instalado un ropero que le costó una enormidad y el esfuerzo solidario de los vecinos subirlo por el tablón, y una mesita de hierro, y un brasero a carbón y un catre de lona, la lámpara de kerosene y la máquina de escribir que había rescatado del hundimiento de la escribanía, pero esas cosas no hacían una casa sino eran apenas bártulos de viajero, de hombre de paso, como el lobo solitario de la novela cuyo instinto apuntaba su hocico siempre al norte, porque en el norte siempre hay algo que se debe alcanzarse. Tampoco hacía casa de la cueva el estante de libros rescatados de la ruina de su casa, que armó cruzando una tabla sobre dos ladrillos, ni el espejo en la puerta del ropero, que no era un sesgo de vanidad que justificara llamar casa a un refugio, sino porque el espejo ya estaba ahí, formando parte del ropero cuando lo consiguió en un depósito abandonado. De modo que el espejo no era un   —17→   lujo sino simplemente un espejo, a veces molesto, porque muchas veces, cuando se miraba en él, no le gustaba lo que veía. Un hombre de treinta años que, lo reconocía, debía estar en otra parte, pero que estaba allí, en el refugio, no porque había venido sino porque lo habían traído. Ortega y Gasset ya había escrito sobre las circunstancias que hacen al hombre, pero se quedó corto y se olvidó de las circunstancias que empujan al hombre. Y fueron las circunstancias las que lo trajeron al refugio. Pero de paso, nada más que de paso, porque analizando bien las cosas, si bien vivía en un andrajoso vecindario marginal, no era un hombre marginal, no entraba en el modelo de hombre marginal. No era analfabeto, el alcohol le daba náuseas, no fumaba marihuana ni olía cola de zapatero ni aspiraba ni se inyectaba polvos mortíferos. No había venido de ningún valle campesino de tierras muertas y arroyos cegados por la deforestación y la erosión. La razón de que a los treinta años se encontrara viviendo en el refugio, era un misterio para él mismo, algo que no debiera suceder, pero sucedió. Su empleo como dactilógrafo «protocolista» en una escribanía desapareció cuando al escribano le quitaron el registro a causa de aquella escritura donde se vendía por tercera vez la propiedad embargada. Bueno, ese fue el argumento para casarle el registro, pero él supo que la verdadera razón era que el escribano se entusiasmó con el candidato equivocado, el que ganó en las urnas y perdió en los tribunales, y las ondas de choque arrasaron con el escribano, con la escribanía y con su empleo. Lo malo es que casi al mismo tiempo perdió también a su madre, que podía estar viva y cobrando los intereses de su dinero si la Financiera no le robara el dinero, los intereses y las ganas de vivir. Así que se apagó por esa mezcla de pena, resignación y furia que son una mezcla demasiado tóxica para los ancianos, dejándole solo en este mundo, sin empleo, sin madre, sin casa (siempre vivieron en alquiler) y sin herencia. Dios sabe que había buscado empleo, y le pedían currículum, y él ponía bachiller contable, dactilógrafo   —18→   veloz, 75 palabras por minuto, soltero. Le decían que «le llamaremos» pero nunca le llamaron. Tal vez porque no ponía Inglés y Computación, que parecían ser los pasaportes al bienestar del trabajo. Como tampoco podía blasonar que había leído mucho y de todo y tenía cierta cultura algo desordenada y poco metódica, cosa irrelevante, porque la exigencia no era cultura, sino especialidad.

Recurrió a algunos amigos, pero descubrió que cuando el hombre está de luto, desempleado o enfermo, los amigos desaparecen. Se mudó a una pensión e intentó trabajar por su cuenta: «Se hacen copias a máquina.» «Se enseña a niños atrasados.» «Se gestiona cobros a morosos.» Nada resultó. Las copias se hacían con computadoras, a los niños atrasados ya no les enseñaban las viejas y sabias maestras jubiladas, ahora los llevaban a los sicólogos como si la taradez infantil fuera de la siquis y no de la mente y de los cobros a morosos se encargaban los abogados. No pudo pagar más la pensión y se mudó a la parroquia, donde el cura le puso un catre en la sacristía, pero tuvo que irse de allí cuando cambiaron al cura por otro más joven y menos caritativo, y quien le dijo que la sacristía era para el sacristán y él no lo era, además él traía su propio sacristán. Y fue así que vino a parar en el caserío marginal, dejando atrás la vida sedentaria del buen pequeño burgués, con empleo, casa alquilada, mamá, comida y cama, y con la vida sedentaria pero conformista, a Claudia, su novia, cuyo amor se fue desvaneciendo en proporción directa a la caída social y financiera del amado, hasta que en un rapto de sinceridad le manifestó que una chica debe tener expectativas, y que él, como expectativa era mas volátil que un espejismo en el desierto. Fue de ese modo que el pequeño burgués conformista cayó un escalón y se convirtió en desolado proletario sin trabajo.

«Cuando el pobre no tiene trabajo, debe recurrir a la imaginación e inventarse un trabajo» le había dicho una vez el cura, el que le acogió en la sacristía, no el que lo echó de allí. Recordando   —19→   el consejo, maquinó muchos proyectos minúsculos, de supervivencia. Hacerse panchero, vendedor de loterías, afilador de cuchillos con un artilugio hecho de ruedas de bicicleta y piedra esmeril, pero no tenía capital y tenía vergüenza, porque caer tan bajo es una cosa y exhibir la caída otra que duele más. Por eso amaba su refugio, que no era refugio, sino escondite.

Hacerse ladrón, descuidista o asaltante eran otras alternativas, pero se reconocía demasiado cobarde para la empresa. Un vecino de cara patibularia le ofreció el trabajo de vender marihuana y cocaína y le dijo que la cosa era tan sencilla como merodear por los alrededores de los colegios, las discotecas y los pubs y que los clientes caían solos, pero rechazó la oferta, no porque estaba contra la Ley sino porque ponía la Ley contra él. Reflexionando sobre la cuestión, concluyó con cierta honestidad intelectual, que no rechazaba esas formas de vida marginal por virtuoso. Los rechazaba por miedo. Le tenía un terror visceral, profundo, a la cárcel, que concebía como un infierno pavoroso donde algún patán asesino lo haría marica a la fuerza y lo tomaría por mujer. Así que de la misma manera que no podía financiarse un trabajo honesto, tampoco tenía el coraje para ninguna acción deshonesta. La impotencia completa. Pudo salirse de ella cuando una vecina que vivía en el caserío y era prostituta en los alrededores de la plaza Uruguaya, le ofreció ayuda a cambio de ayuda. Ella le daría dinero de sus ganancias y él tendría que funcionar como «su respeto». No comprendió mucho del asunto y menos en qué consistía el respeto objeto del intercambio, hasta que entendió que el respeto que busca una mujer sola es la compañía de un hombre, el privilegio de tener una pareja protectora, fuerte. Puta para muchos hombres, pero mujer de uno solo. La oferta le pareció muy complicada, y por añadidura no alcanzaba a entender para qué diablos una prostituta que ya lo había perdido todo necesitaba respeto. Además, Rosa, que así se llamaba la chica, era gorda y fláccida y bien podía ser una bolsa de Sida. Ella, enojada, había insistido   —20→   en su oferta, ofendida por el rechazo, proclamando que muchos hombres querrían ser su respeto, pero ella lo había elegido a él, porque era un churro deseado por las colegas del oficio.

Churro, en el argot orillero significa atractivo. Mirándose en el espejo, se inclinaba a darle la razón. Entre todo lo perdido, le habían quedado el cabello negro y ondulado y todos los dientes. En lejanos momentos felices, Claudia, su novia, le había dicho que tenía los ojos húmedos y tiernos de un galán árabe. Su cuerpo no estaba mal, delgado y esbelto y su madre le solía decir que era el vivo retrato de su abuelo, gallardo capitán en la Guerra del Chaco. Que fuera deseado por las putas, como dijera Rosa, fue para él una novedad y al mismo tiempo una revelación. También podía ser deseado por mujeres menos arrastradas, por chicas estudiantes alocadas en plena efervescencia carnal de la revolución sexual, por solteronas solitarias y hasta por casadas insatisfechas, las que le llevarían ser «gigoló». Pero había dos problemas, el primero, que las herramientas de trabajo eran vestimentas decentes, elegantes y a la moda para concurrir a los centros nocturnos y el segundo que era incurablemente tímido con las mujeres. Proveerse de ropa adecuada era un imposible. Vencer la timidez y adquirir la desenvoltura de Robert Redfort en Propuesta Indecente una hazaña más allá de sus posibilidades.

La prudente distancia que ponía entre él y las mujeres quizás se debiera a la celosa custodia que hasta su muerte ejerció sobre él su difunta madre, que no cesaba de proclamar la santidad del hogar y el hogar, su hogar, como una isla de decencia en el mar de la perdición que se agitaba en las calles de una Asunción que en su juventud era una ciudad inocente y ahora era más pecadora y perversa que Sodoma y Gomorra juntas, capaz de llevar a las peores inclinaciones a su amado hijo único. Pero en medio de esa virtud maximalista, la buena señora no dejaba de comprender que un adolescente tiene necesidades y urgencias sexuales y que una inactividad forzosa podía   —21→   llevar al muchacho a una pasividad vergonzante. Alguna vez, Manuel le escuchó a su madre decirle a una vecina que la adolescencia es el punto crítico en que el muchacho se vuelve hombre o se vuelve puto. De modo que había decidido hacerle hombre, pero dentro de la castidad del hogar. Durante mucho tiempo, Manuel sospechó que la costumbre de su madre de emplear sirvientas jóvenes y sin mucha vocación de castidad, lozanas e insinuantes, tenía la finalidad ulterior de proveerle en casa de los placeres menos prohibidos y peligrosos que los de la calle. Incluso, la excesiva facilidad con que las fámulas incursionaban en sus noches, le llevó a la casi convicción de que había de por medio un acuerdo rentable para las muchachas y placentero para él. Pero -pensaba ahora Manuel- el resultado estaba resultando bastante negativo. Se sentía bien hombre, aplausos para mamá, pero no había aprendido los mecanismos de la conquista sexual. Se había acostumbrado a la mesa servida, por decirlo de alguna manera y si había un sujeto viviente absolutamente inepto para ser «gigoló», era él.

Descartada la alternativa no le quedaba otro camino que seguir cavilando, y entre tanto, sobrevivir, porque al fin de cuentas no todas las circunstancias son negativas y deshacen, y bien podían acontecer circunstancias positivas que hicieran algo para mejorar su suerte. Si desde hasta la energía eléctrica hasta el planeta -pensaba- siempre tienen polos opuestos, por qué no ha de tenerlos la vida, o la suerte, como se quiera.

Cavilando, su vista se detuvo en el estante de libros que le recordaban el viejo bienestar hogareño. Casi todos eran novelas, buenas novelas como los consideraba el escribano, que siempre fue un buen lector, y los buenos lectores se caracterizan por regalar buenos libros, no acumularlos en las bibliotecas para que reúnan polvo, según decía el buen señor cuando terminaba de leer algo bueno que le gustaba tanto que con generosidad, le obsequiaba a él el buen libro, que a él gustaba al principio porque le gustaba al patrón y después empezó a apasionarse en   —22→   la lectura. Aunque «apasionarse» no era la palabra exacta. Leía mucho porque tenía mucho tiempo disponible. Iba poco al cine, o a la cancha de fútbol, porque a su madre no le gustaba quedar sola en la casa, y por lo tanto él disponía de un ocio casero que empleó leyendo y le gustó al final. Fue como aprender a caminar solo. Por añadidura, además de los libros regalados por el escribano, tenía también aquellos que él salvara del desastre de la escribanía, algunos textos de José Ingenieros, Ortega y Gasset, Unamuno, y hasta una colección de Freud y otra de criminalística y sociología. Los había leído todos, sin comprender mucho, pero aprehendiendo lo sustancial, entre el interés de enriquecer sus conocimientos y el aburrimiento de la prosa pesada y académica.

No acertó al principio, a comprender por qué en sus cavilaciones en la búsqueda de soluciones de emergencia, su atención se había fijado en los libros. Y entre los libros en las novelas. Las novelas cuentan historias. Las historias están en todas partes, y bien podía él recoger una y escribirla. La dificultad estaba en que nunca hizo nada parecido en su vida, porque como dactilógrafo «protocolista» escribía siempre la misma cosa a 75 palabras por minuto, las mismas fórmulas de cosas y personas que negociaban en el marco de la Ley y que no exigían imaginación sino memoria. Una memoria tan profesionalizada que a veces le parecía que se había contagiado a la máquina que parecía crepitar sola. Y si bien él estaba seguro de tener buena memoria, no podía garantizar que tuviera imaginación. Pero bien se podía probar. Las historias novelables volaban en bandadas a su alrededor, en ese submundo de miserias que era el caserío miserable, la máquina de escribir no se había enmohecido y no llevaría mucho esfuerzo el cambio de estar sentado y cavilando a estar sentado y escribiendo.

Volvió atrás y comenzó de nuevo lo que estaba pareciendo un proyecto. Elevarse de dactilógrafo a escritor. Buscar una historia. ¿Dónde? Obvio, en el mundo, y el mundo empezaba   —23→   al final del tablón resbaladizo. El caserío marginal era una gran historia que podía contener pequeñas historias, y estaban al alcance de la mano. Todo le pareció más fácil de pronto, hasta que llegó a la cuestión práctica, o mejor dicho, a la pregunta inevitable. ¿Qué compensación material le daría el oficio de escribir historias? Volvió a su método de razonamiento. De la pluma del escritor nacen los libros. Los libros se venden. El escritor cobra. Pero para que el escritor cobre los libros, éstos deben ser buenos y merezcan editarse. Entonces, él debía ser un buen escritor cuyos libros merezcan editarse. ¿Y cómo se consigue eso? Misterio.

Pero no tanto. Había leído en una revista dominical de no recordaba bien qué diario, quizás de la pluma de Vargas Llosa, nada menos, que el escritor hurga en la realidad para fabricar otra realidad, un mundo fantástico que es de mentira porque es inventado, pero que se aproxima a la realidad porque el invento nace de la observación y de la experiencia. Por tanto, el buen escritor es un gran mentiroso, y si llegaba ser grande, ilustre y publicado era porque su mentira resultaba tan perfecta que se parecía a la realidad, o por lo menos, daba un testimonio veraz de la realidad.

En tanto y en cuanto a la realidad, pensaba Manuel, allí, en su refugio, estaba saturado de una realidad cruda, asfixiante, que también podía llamarse pobreza, o miseria. No sabía nada de política ni de economía, y sólo de paso, escuchando en la radio llamadas de gente desesperada o leyendo los diarios artículos en los que los comentaristas decían que la «desigualdad social» creaba multitudes harapientas, o así le parecía, sacaba la conclusión de que el «barrio marginal» que él habitaba, era el producto, o acaso el subproducto, del fracaso político y de la injusticia económica, que indudablemente existen, como lo probaba el hecho de que él mismo, Manuel Arza, había resbalado hasta el refugio, sin oportunidad alguna de asirse a nada que detuviera la caída. O quizás no fuera tanto así, y Manuel Arza   —24→   no fuera sino un incapaz. Pero no, se replicaba él mismo. Un incapaz debe ser un sujeto ignorante y sin preparación. No sabía inglés ni computación, y si bien eso lo hacía casi un analfabeto de estos tiempos, podía desempeñarse en otras actividades menos exigentes si le daban una oportunidad, pero no se la dieron nunca o no supo pedirla. Un incapaz también debería ser un sujeto insensible, y él no lo era. Tenía, por el contrario, un buen corazón, y recordó que en aquella manifestación de estafados bancarios que iban a aullar su indignación frente al Parlamento, estaba la viejecita proletaria de negro, flaca y arrugada, con una cara noble de virgen María anciana, de ojos hundidos, que portaba un cartel que la había puesto en las manos, pidiendo cárcel para los ladrones. Al verla, casi lloró, por la pena que le causaba la anciana, y porque también le recordaba a su madre.

En ese punto, que estaba pareciendo un punto muerto, su memoria evocó el Bar San Roque, donde acostumbraba cenar, pollo con ñoquis, el plato más barato, cuando tenía dinero. Y allí había una mesa donde se reunían los escritores y escritoras y poetas, que él suponía eran los responsables de dar testimonio de lo que estaba pasando para mal o que no estaba pasando para bien. No eran por cierto seres de otro mundo sino personas tan ordinarias como él, bebían mucho y comían poco, hablaban sin pomposidades académicas y discutían de todo de modo algo ruidoso. Gente tan normal, que si él se atrevía y se sentaba en la mesa, podía pasar por un escritor más. Se sintió satisfecho, porque en tratándose de empezar, ya tenía aspecto de escritor. Lo que quedaba por hacer era descubrir qué hay debajo del aspecto de un escritor, cómo piensa, cómo maquina sus historias, cómo urde la trama y de dónde saca sus personajes. Tenía que ir a averiguarlo al bar San Roque.



  —25→  

ArribaAbajoDos

La gente salía del rezo de la tarde cuando se encaminaba al bar San Roque. Envidiaba a esa gente tan elegante que concurría a misa. Pero no envidiaba solamente la vestimenta airosa de la grey, sino la expresión de contento que parecían haber recogido allí dentro, en contacto con Dios, la Virgen y la comunión. Su madre no había sido muy estricta en eso de obligarle a concurrir a la misa, y sostenía que el contacto con Dios se podía hacer en cualquier forma, aun en el recogimiento de la casa. Podía ser una creencia sincera o un método para que el hijo único de la madre enferma no anduviera por las calles y cayera en tentaciones. Él había intentado muchas veces comunicarse con Dios, pero parecía que cada vez que lo hacía Dios estaba ocupado en otra cosa y no conseguía comunicación. No tenía fe, pero envidiaba a las personas que la tenían, no sabía bien si por la expresión de paz que traían al salir de la iglesia o por la buena vida que les permitía lucir elegantes para ir a ella. Es fácil tener fe cuando la vida te trata bien, pensaba.

En el San Roque no había mucha gente a esa hora. Revisó sus bolsillos. El dinero alcanzaba para una empanada con pan y hasta podía darse el lujo de una gaseosa. La concurrencia no era numerosa a esa hora, y la mesa de los escritores estaba vacía, cosa que no le sorprendió, porque solían aparecer más tarde, y porque la verdadera noctambulidad bohemia empieza como a las once de la noche. Sin embargo, podía ya hacerse una idea, o encontrar algunos de los escritores que llegaban en cualquier momento del día, pedían una cerveza, todos fumaban pensativos o escribían notas en las servilletas de papel. No observó a ninguno y ya estaba pensando que su inversión temprana en la empanada y la gaseosa había sido en vano cuando le llamó la atención la llegada de una dama que parecía del gremio, en primer lugar por su falta de maquillaje, sus cabellos desordenados y su vestimenta deliberadamente estrafalaria, con   —26→   aquel vestido de tejido casero que no vestía sino colgaba de su cuerpo hasta los tobillos, sus zapatillas de tenis, y el inmenso bolsón indio que colgaba de sus hombros con una correa, capaz de contener todos los abalorios de una mudanza permanente. La reconoció porque le había visto en fotografías en los diarios y en vivo en televisión, con motivo del lanzamiento de no recordaba bien si de una novela, un libro de historia o de poemas. Era indudablemente una escritora, y le pareció que después de todo había tenido suerte aunque quedaba el delicado asunto de abordar a la dama, que hubiera sido hermosa si no se hubiera decidido a ser profesionalmente fea.

Sin que ella lo pidiera, después de que depositara su deforme bolsón en una silla, y como si fuera un rito de todos los días, apenas se sentó ya apareció el mozo con un alta copa de una bebida misteriosa, verde, donde flotaban pedazos de hielo, y una rodaja de limón se equilibraba en el borde del vaso y del vaso se alzaba un tubito de plástico. Chupó un sorbo, hurgó en las profundidades de la bolsa y sacó un grueso cuaderno con hojas manuscritas que empezó a revisar, encontró algo que debía corregir y buscó obviamente una lapicera, revolviendo el amasijo de cosas que contenía el bolsón. Notó Manuel que no la encontraba y recordó que allí mismo, en el San Roque, un escritor había dicho que lo que menos usan los trabajadores de la pluma es un vulgar bolígrafo. De manera que si la dama era escritora, no tenía pluma, y él sí lo tenía y ese hecho tendía un tenue puente para el contacto. Decidió cruzarlo porque él tenía una Parker, residuo de tiempos mejores. Se levantó, se acercó a la dama y se la ofreció con su mejor sonrisa. Ella agradeció con una mueca amable, pero demasiado pronto se desvaneció cuando su mirada se trasladó de la Parker a su facha, que ya había rendido tributo a la indigencia. Vestía todavía un traje, pero era consciente de que si bien un traje hace respetable a los hombres, un traje viejo y manchado, por más que sea traje, es un irrebatible índice de decadencia y caída. Sintió la acostumbrada   —27→   vergüenza que le había acompañado desde que perdió el empleo, su mamá y su casa. Volvió a su mesa cautamente mientras la dama usaba su lapicera, pensando que en algún momento ella se levantaría, le devolvería la pluma, y si andaban bien las cosas, podía iniciarse una conversación. Así sucedió en efecto, porque al cabo de casi media hora, ella terminó con su bebida y sus correcciones. Metió el cuaderno en el bolsón, pagó la consumición y se acercó a su mesa con la lapicera en la mano. Miró con aire crítico el pequeño plato donde aún quedaba unas migas de pan y alguna carne picada desprendida de la empanada... y no le devolvía la lapicera. Sus enormes ojos pardos debajo de las cejas espesas sin depilar parecían taladros luminosos que le examinaban por dentro.

-Usted no es lo que parece -dijo la mujer sin mucha ceremonia.

-Nadie es lo que parece -respondió Manuel.

-Buena observación, joven. Gracias por la lapicera -y le pasó la Parker.

-Puede quedarse con ella, señorita. No me sirve de mucho.

-Usted no parece en condiciones de regalar nada. Si me regala la lapicera, busca algo a cambio. ¿Ya pagó su cena? -Conservaba la lapicera en la mano

-No, pero puedo pagarla. Gracias.

Aun tenía la lapicera en la mano. Sus ojos como faros inmisericordes tenían ahora un brillo divertido.

-¿Qué quiere de mí? No. No me responda. Digamos que yo quiera algo de usted. Veo en usted a alguien que fue y que ya no es. ¿La bebida? ¿La droga? ¿El juego?

-No, simplemente que no sé inglés y computación.

-Es una manera de decir que es un desocupado.

-Usted es escritora. La conozco.

-Y estoy en funciones. Me interesan los personajes contradictorios. ¿Puedo sentarme?

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-Por favor. ¿Yo soy un personaje contradictorio?

-Por el momento solo un personaje. Es educado y se viste mal. Podía ser un empleado bancario pero luce como un mendigo. Hasta podía ser un caballero pero cena basura.

-Es usted buena observadora, señorita, pero pasemos por alto lo que soy y hablemos de lo que quiero ser.

-¿Y qué quiere ser?

-Escritor, como usted.

-Empieza mal regalando su lapicera.

-Tengo una máquina de escribir 75 palabras por minuto.

-Eso no le hace escritor. Generalmente es al revés. A veces se piensa 75 minutos para encontrar una palabra. A propósito, me llamo Elena.

-Y yo Manuel. ¿Es difícil ser escritor?

-Depende. Primero debe encontrar algo digno de contarse. Después ponerse a escribir. Supongo que el escritor es como un testigo algo irreverente que está dando testimonio. Cuenta lo que está en su cabeza, crea los personajes y los hechos, y cuando nos los crea, recuerda, los sigue, los observa, relata, se compadece, se burla. A veces es cínico, otras poético. Yo suelo soñar que soy una paloma azul volando sobre la gente, mirando todo, anotando todo en mi memoria de pájaro.

Manuel la observó, asombrado de que la definición de la chica coincidiera con sus reflexiones. Un poco mayor que él, o de su misma edad, pero si se maquillara, parecería mucho menor que él. Cara bonita, nariz griega. Cuando sonreía asomaban dientes pequeños y brillantes. No podía saber qué clase de cuerpo ocultaba la túnica. En los dedos no tenía anillos pero no podía colegir que no fuera casada porque de la misma manera que como escritora no tenía pluma como esposa no llevaría anillo, por olvido o por feminismo militante, como esas casadas modernas que no usan el apellido del marido. Ella ya se había sentado y dejado el bolsón sobre una silla. Hizo una seña al mozo con un código secreto que sólo conocían los dos y   —29→   éste apareció poco después con dos vasos de la misma bebida verde. La invitación implicaba la permanencia del contacto. Probó la bebida, fresca, algo de menta, o de anís, o de coco tenuemente alcohólico. No alcanzaría a darle náuseas. Curiosa, la escritora que se consideraba una paloma azul. Raro simbolismo, porque la paloma tiene muchos significados. A veces es la paz y otras la libertad. La paloma azul debía significar para ella la libertad, la libertad de observar, recordar, experimentar y crear volando en los vientos de la imaginación. «Quisiera yo tener esa riqueza interior que vuelve a una chica común una escritora, una testigo, un ojo que hurga y una mente que percibe más allá de la realidad y su superficie prosaica.»

-¿Ya tiene algo escrito? -preguntó Elena.

-No. Solo anoche decidí ser escritor.

-Cuénteme cómo llegó a una vocación tan repentina.

Su mirada no era malsana, ni curiosa. Era una de esas personas que pueden sonreír con la mirada, y sus ojos tenían un brillo amistoso. Invitaban a la confidencia. Además, Manuel cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo no hablaba con nadie, y lo que guardaba dentro pesaba. Así que contó todo, que Ortega y Gasset había quedado corto, el escribano equivocado de bandera y líder, su empleo, su madre. El desplome y el aterrizaje forzoso entre el muro y el sendero que no era sendero del barrio marginal. No supo si atribuir a la bebida o al genuino interés de la mujer la libertad que había adquirido su lengua y la facilidad con que se abrían las puertas de su vergüenza. La mujer le miraba con ojos perspicaces. Un gorrión callejero soñando convertirse en paloma azul. Pero las palomas azules deben tener ojos de halcón. Este individuo tenía los ojos mansos de un conejo perseguido. No interrogaban. Pedían socorro.

-Es obvio que adivinó que yo soy escritora. Es un buen observador. ¿Cómo llegó a esa conclusión?

-La vestimenta, sus maneras desinhibidas, el cuaderno de apuntes, y no tiene lapicera. Además la vi por televisión.

  —30→  

-Hábleme de su barrio marginal.

-Es sucio y miserable. Muchos mosquitos que chupan sangre. Mucha gente que ya no tiene sangre ni para los mosquitos. Los hombres son generalmente borrachos, las chicas se prostituyen, las mamás que ya no pueden prostituirse llevan a sus hijos a las esquinas con semáforo. Conozco una señora que alquila su bebé. Y al bebé le dan un somnífero para que aguante. Y eso apenas es lo que se ve. No se ve la frustración, ni la derrota ni la resignación ni el rencor. Pero se los siente, se los percibe, se los respira.

-¿Cómo se adaptó a todo eso?

-No me adapté. Quedé clavado allí. Y la gente me acepta, porque el único sitio donde no se discrimina es la pobreza, pero eso no es un mérito. Aceptan hasta a los travestís. La comunidad perfecta. Todos son infelices y aprendieron a compartir la infelicidad. Casi se diría que me siento feliz como miembro igualitario de una sociedad de infelices.

-¿Nunca luchó por conseguir algo?

Recordó que había conseguido el empleo en la escribanía porque el escribano era primo lejano de su madre. Y las sirvientas complacientes. No, nunca había luchado por nada. Su madre no le había enseñado a luchar, sino a recibir todo como algo natural. Del cielo caía maná y la miel venía en botellas.

-Pocas veces. Sinceramente, pero como usted dice, soy un buen observador y leí muchas novelas. Además soy bachiller comercial y dactilógrafo.

-Y un buen observador. Puede que nos necesitemos mutuamente.

-¿Vamos a escribir juntos?

-No, por Dios. Le voy a dar un trabajo. Anote todo lo que ve, lo que observa, desnude a la gente, zambulla en la miseria, anote, anote y tráigame sus notas. Creo que le educaron bien, pero le quitaron todo para ser perfecto. Pintorescos los hombres que son perfectos porque no son nada. Pero al menos veo   —31→   que le dejaron sensibilidad. Sea sensible, abra sus ojos, sus oídos y sus poros. Pero escúcheme bien, no use la imaginación si es que la tiene, use los ojos. Mire y apunte. ¿Tiene buena letra?

-Escribo a máquina.

-Muy bien. Escriba a máquina, pero no escriba una novela. Escriba la vida. Y si descubre algo dramático y real, cuénteme a su manera, así como sucede, sin darse aires de literato. Nada de imaginación, la verdad nada más. Ahí tiene su trabajo.

-Se supone...

-Se supone que le debo pagar. Le estoy leyendo la mente. Le daré dinero, que veo que es su necesidad más urgente. Pero le pongo una condición. No use el dinero para mudarse de su barrio. Además, Manuel, no le voy a hacer, rico ni mucho menos. Sólo le ayudaré a sobrevivir, y estoy convencida de que el trato lo dejará contento, porque si me perdona, creo que usted es un destinado a sobrevivir.

-Usted no tiene pelos en la lengua, Elena.

-Tampoco quiero tenerlos en la pluma. Sólo he publicado una novela. Me fue bien. Pero, entre nosotros, es una novela alambicada, postiza, porque no cuenta la vida como es sino mis sueños, y mis sueños no le interesan a nadie. La gente quiere estremecimiento, sobresalto, escalofríos, espanto y burla, desafío y denuncia, y quiero ser una escritora comprometida. ¿Comprometida con qué?... se está preguntando. Comprometida con la denuncia social. Con lo que usted representa, con el olor de derrota que trae, con el mundo que está empezando a conocer. Una paloma azul que lo ve todo, lo asimila, lo sufre y lo escribe.

Con un movimiento casi reflejo, Julio se olió la manga del traje. Olor de derrota para la paloma azul. Era su olor de siempre. No. Era un olor nuevo, o bien mirado, o bien olido, un olor viejo, de cloaca, como el de los vapores de la pobreza, los vahos de la miseria, el aliento del hambre y los miasmas de la enfermedad. El barrio marginal se le había pegado al traje. El   —32→   descubrir que estaba ofendiendo el delicado olfato de la escritora reflotó su vergüenza. Llevar encima la pobreza ya era bastante duro, pero andar por ahí oliendo mal, demasiado.

-¿Hacemos trato? -la voz de Elena le devolvió a la realidad.

-Hecho, Elena.

-Se ha quedado serio de repente.

-No, me he quedado triste de repente, y avergonzado. Usted es bastante cruel. Desnuda al prójimo. No es una paloma, parece un buitre.

La chica rió, divertida.

-Es lo que quiero que haga con los demás, desnude a la gente, Manuel. Y si le ofendí le pido perdón.

Mientras pedía perdón sin ningún sesgo de arrepentimiento en el rostro, hurgaba su bolsón. Extrajo varios billetes, billetes grandes, deslumbrantes, como para un centenar de cenas con menú a elección.

-Esto es para empezar. Nos veremos aquí los lunes y los viernes, a las 7 y media de la tarde. Si tardo, me espera, tráigame sus notas.

Se levantó y se marchó llevándose la lapicera Parker, sin ninguna ceremonia, enfundada en su deforme vestido de tela hasta, con el bolso colgado del hombro y con pasos largos y enérgicos, poco femeninos, dejando sobre la mesa los billetes.

Manuel aún no había asimilado del todo la fulminante velocidad de lo que le estaba ocurriendo. Valía y tenía conciencia de su valor. Paloma azul que no teme a los vientos. Hizo un resumen mental. La mujer se llamaba Elena, podía ser hermosa y trataba de ser fea. Casi masculina, tal vez fuera lesbiana. Tenía dinero, pero podía ser dinero del marido, del amante o del papá, porque un sólo libro publicado, y rechazado por la propia autora, no hace rico a nadie, pero la vuelve persistente y luchadora. Se decía escritora y lo era quizás por vocación, o por vanidad o por la combinación de vocación más vanidad más dinero   —33→   y andaba en busca de verdades amargas de la vida para implantarlas en la imaginería de su narrativa. Era por ello, Elena, inteligente, próspera, y tan rica que podía comprar espacio, tiempo, y ahora su cerebro, el suyo, el de Manuel, para satisfacer su vocación y elaborar sus libros. O para escribir sus novelas. ¿Qué papel tenía él en todo esto? Ordeñar su infortunio, cosechar dolores ácidos que espigaban en su entorno, y proveerlos a Elena. Pensó que no era momento de perder tiempo en reflexiones. Lo importante era el momento, SU momento, bastante satisfactorio, porque le habían dado dinero por un trabajo que no atinaba a saber si sabría hacerlo. Pero bien mirada, no era cosa del otro mundo. No era un explorador que debía internarse en la selva, él vivía en la selva, o, mejor aún, él era parte de la selva. Pagó su consumición en el bar y salió a la calle, dispuesto a empezar su trabajo. Caminó hacia la plaza Uruguaya, y se detuvo en una esquina, tratando de encontrar el motivo de por qué, no su inteligencia, sino su instinto, le indicó la plaza Uruguaya como punto de partida. La respuesta no tardó en presentarse. Las plazas tienen su identidad en Asunción, la plaza Italia fue por mucho tiempo la última estación de los veteranos de la Guerra del Chaco, que se reunían allí a esperanzarse por sus haberes de héroes y para compartir borrosas memorias de batallas ganadas para nada. La plaza Rodríguez de Francia era como un mundo de sosiego sitiado por las casas de empeño, y en sus bancos los ladrones contaban sus billetes mal ganados en sus nocturnas incursiones a casas dormidas y los usureros y cambistas tecleaban en sus maquinitas de calcular. En el centro, los artesanos, improvisados soldados de la batalla entre la economía y la ecología, trabajaban y eran desalojados periódicamente de sus ocupaciones de los «espacios verdes» que no eran verdes, sino grises y pardos como la necesidad. Pero allí estaba también el Panteón Nacional de los Héroes, con su guardia de soldaditos aburridos de uniformes de gala demasiado grandes para su postura de niños soldados, y donde   —34→   algunos turistas, más curiosos que interesados en historia, asomaban las narices con falso recogimiento para contemplar los restos de hombres que habían soñado un país mejor, que ellos, los turistas, y los héroes tampoco, veían por ninguna parte. Frente al Puerto de Asunción, la plazoleta del Puerto, mezcla de plaza, estacionamiento, cargadero de camiones y feria de baratijas y frituras donde habían instalado el busto de Isabel La Católica, acaso más como castigo que como premio, para que contemplara desde el purgatorio del bronce cagado de palomas el estropicio que había causado ayudando a Colón a lo que pomposamente llaman hoy el encuentro de dos culturas. Pero la plaza Uruguaya era distinta, instalada frente a una estación vacía de un ferrocarril de trenes muertos, ceñida por vías de tranvías definitivamente ausentes, abrumada por la oferta desesperada de vendedoras de loterías con bebés en brazos, acalorados en verano o azules de frío en invierno, trajinada por prostitutas que llevaban a los clientes a lóbregos hoteluchos en habitaciones mohosas; dormidero, la plaza, de vagos y reposo de borrachos. Ahí estaba lo que Elena, novelista de denuncia, quería. No le costaba mucho esfuerzo de imaginación adivinar lo que Elena buscaba, la desgracia de los otros para su gratificación de artista, eso, si entendía bien lo que quería significar «denuncia», cosecha de paloma azul. Si por alguna parte debía comenzar su nuevo trabajo, la plaza era el ideal punto de partida, porque en cierto sentido, era el propio ombligo que Asunción contemplaba absorta, como esos Budas que contemplan su barriga desmesurada y sonríen bobamente.

Por añadidura, la plaza Uruguaya era como el centro y la muestra de un acelerado cambio de la ciudad de Asunción, hasta poco antes pacífica y pacata, con sus comercios tradicionales, sus vitrinas iluminadas y sus calles arboladas en el llamado microcentro, la parte más antigua de la ciudad. Las cosas declinaron con celeridad. Los barrios bajos, por siglos contenidos en sus fronteras. apretadas entre el río y la ciudad empezaron a   —35→   crecer al galope de los flacos corceles de la pobreza. Hombres y mujeres «marginales», y más aún, niños, invadieron el otrora elegante microcentro, iluso de alzarse en corazón de ciudad moderna y dinámica, y empezaron a nutrirse de la urbe en decadencia. Lavadores de autos, cuidadores de autos, mendigos, vendedores ambulantes, vendedoras de hierbas medicinales, de frituras saturadas del humo del gasoil, familias enteras organizadas en clan para mendigar, prostitutas que ocultaban su tosquedad rural con exagerado maquillaje, travestís agresivos armados de puñales para repeler la repulsión de los vecindarios ofendidos, como hormigas ansiosas se distribuyeron por calles, plazas, iglesias, galerías, esquinas con semáforos donde los niños pequeños pedían llorando y los más crecidos limpiaban vidrios amenazando. La ciudad se deterioró, se proletarizó por lo más bajo, por lo más mísero, el centro huyó a la periferia elegante de Villa Morra, los grandes comercios se marcharon a municipios vecinos, los supermercados hiperdimensionados acabaron con los almacenes amables y empezaron a amenazar a los mercados donde la pobreza trataba de encontrar una salida comercial; las lujosas tiendas, temerosas del robo y del asalto y hartas de inspecciones fiscales cerraron y se inició la inevitable decadencia. La fealdad de la pobreza destruyó aceras, canceló vitrinas y apagó los faros, devastó arboledas y jardines. La multiplicada gente pobre, que antes vivía en el bajo y del bajo, siguió viviendo en el bajo, pero también aprendió a vivir y a campamentarse en el alto, y la ciudad añosa claudicaba al sitio de la pobreza, y más aún, se empobrecía, porque de pronto, la cultura o incultura del bajo se volvía dominante, y la ciudad iba cediendo. La plaza Uruguaya era la síntesis de esa caída de una ciudad, un país que se sostenía sin mucho decoro en el Tercer Mundo, y caía inevitablemente en el Cuarto, si tal cosa existe.

Y así, ciudad enferma, de corazón herido, Asunción entera se fue sumiendo en el miedo y la indiferencia. Miedo al asaltante,   —36→   al ladrón desesperado, al «caballo loco» descalzo y veloz, al violador saturado de pornografía, al mendicante cínico que tocaba los timbres de la casa con una receta falsa para otra falsa enfermedad terminal de una madre que no existía en un hospital que tampoco existía. En las paradas de ómnibus, que parecían refugios de combatientes sitiados dispuestos a defenderse espalda contra espalda, las viejas apretaban el monedero contra el corazón y se despojaban prudentemente de cadenillas y de anillos. Los letreros de «se alquila» o «se vende» eran como resignada aceptación de la pobreza inevitable y maquillaron de tristeza las casas que fueron alegres, iluminadas. Los negocios fueron bajando sus cortinas metálicas sujetas con cadenas y gruesos candados. Las esquinas que fueran de reunión de las «barras» de amigos y de citas juveniles, ahora tenían vigilancia de policías ceñudos acorazados con chalecos antibalas. Las calles vecinales, empedradas, se fueron llenando de basuras. Las pinturas se resecaban y crecía el moho de la humedad en las paredes, las hierbas en la acera y las aguas pútridas en los charcos. Los enflaquecidos perros, otrora mascotas querendonas, se lanzaron a las calles en jaurías bullangueras y hostiles, rasgando con uñas y dientes las bolsas plásticas de basuras. Se retiraron bombillas para ahorrar en energía y se dejaron de regar los jardines para ahorrar en agua. Asunción, que antes respiraba alegría, respiraba pobreza y la pobreza saturaba todo, recluía a la gente mayor que se congregaba frente al aburrimiento del televisor, y al mismo tiempo, cuando llegaba el crepúsculo vespertino, se percibía el silencio tenso de la espera, antesala de una vida nocturna viciosa, alcohólica, desenfrenada, sexual y sensual, motorizada por el auto potente y homicida, y donde humeaba la marihuana, tronaba el rock aturdidor y los polvos mortíferos enardecían las narices o circulaban por las venas, todo un universo de decadencia y desesperación que despertaría cerca de la media noche para convocar a los jóvenes, a la generación de la noche que llegaría al amanecer depositando   —37→   en las aceras la basura humana de adolescente borrachos, de chicos y chicas drogados, de ojos vidrioso que no alcanzaban a distinguir la calle que conducía a casa, y se sentaban en los zaguanes, en los portales, a esperar el regreso de la realidad que había huido al galope la de la fantasía inyectada, o aspirada.

Sólo en la periferia alta de la ciudad, en los barrios residenciales, muchos de ellos ya amurallados y refugiados en fortalezas vigiladas por guardias privadas armadas, crecían en altura y en lujos las comunidades de privilegiados, de los que se hacían rico aumentando la pobreza de los demás, la nueva aristocracia de los políticos verborrágicos enriquecidos, los contrabandistas de élite protagonistas de la noche elegante y de las páginas de Sociales en colores de los diarios, los banqueros milagreros capaces de meterse en los bolsillos todo un banco con ahorristas incluidos. Impunes a un control perverso, y una Justicia caída en la baratura política seccionalera.

«Tiene razón el escribano» se decía Manuel, recordando las ínfulas histórico-sociológicas de su antiguo patrón, ahora arruinado. Condenaba a Asunción, la única ciudad fluvial que daba la espalda al río, su padre secular. Dejó el espacio vacío entre el río y la ciudad, y en esa tierra de nadie, castigada por las crecidas y desolada por las bajantes del río, se instaló el pobrerío, el barrio marginal, similar pero distinto a las favelas, las callampas y las villas miseria de otras ciudades. Similar en la pobreza extrema y la vida subhumana, pero distinta en su ubicación. Las otras ciudades empujaban a la pobreza a la periferia de los cerros, los arenales y los pantanos. Asunción la alberga en su corazón. «Asunción, cuna de la civilización de América y madre de ciudades» como decía su pomposa credencial histórica, nunca fue capaz de asumir su orgullosa condición de urbe portuaria. Se alejó de la costa, la costa se volvió bárbara, se nutrió con la pobreza que crecía, y la pobreza empezó a invadir la ciudad.

  —38→  

Pero en la plaza no encontró nada interesante, las callejeras de siempre, los mendigos dormidos, los chicos harapientos que destrozaban los jardines compitiendo por una lata vacía de cerveza devenida en pelota de fútbol. Una remodelación reciente había repuesto los faroles, y todos permanecían milagrosamente enteros. Pero ése no era tema para Elena, ni para nadie. Decidió volver sobre sus pasos para sentarse de nuevo en la mesa del San Roque para meditar sobre todo lo nuevo y lo inesperado que le estaba sucediendo. Le pareció curioso que cuando pensara en Asunción pensara en la plaza Uruguaya y cuando pensara en el corazón y la conciencia de la ciudad, pensara en el San Roque, bar se hacía decir, pero era algo más, posada, asamblea de amigos, estación de paso, reposo del poeta insolvente que encontraba la amabilidad de una mesa y cena y cerveza «por cuenta de la casa», auditorio del debate de los intelectuales, la polémica de los bohemios y de los fanáticos del fútbol, refugio del funcionario público escapado por media hora de su prisión burocrática, mesa arrinconada para dirigentes políticos que proclamaban en voz alta sonorizada por la cerveza sus excelsos ideales, o susurraban en voz baja sus maquinaciones perversas y sus conspiraciones heroicas. Allí, en el viejo establecimiento vivían los latidos del corazón asunceno, y estaban presentes los fantasmas del pasado, de poetas gentiles que escribieran sonetos en las servilletas de papel, o de aquel historiador pintoresco y genial de prosa bizantina y complicada, el editor lírico que creía negocio la edición de libros y terminaba aceptando el oficio como un calvario de masoquista del que no se salía sino con la muerte, el escultor, el humorista de humor amargo como la caricatura de la derrota; soñadores de libertad y democracia y sindicalistas mercenarios, los dueños de la ilusión y los esclavos de la codicia. El bar San Roque, la inteligencia, la picardía, el talento, la astucia y la cultura que se negaba a morir o claudicar, encontraban su síntesis. Por sobre sus viejas mesas se entrelazaban manos solidarias o amorosas,   —39→   y por debajo de las mesas pasaban de manos los dineros de la corrupción, del soborno y del fraude. Hombres buenos, hombres malos, pillos que vivían de todos los vicios e inocentes que creían aún en la virtud y los principios, ilusos impenitentes, lírico aferrados a la verdad y la belleza y garroteros de profesión y de convicción. Talentosos y mediocres, fanáticos de lo azul, de lo escarlata que dejaban afuera sus banderas y dentro se volvían amigos para la coyuntura y el provecho. Viajeros recién llegados a la ciudad que se detenían en el San Roque porque allí estaba el punto de partida. Pero a esa hora del día el San Roque, aún no tenía su catálogo de humanidad y volvió sus indagaciones inexpertas a la plaza Uruguaya. Podía ser digno de anotarse, la ambulancia que llegó aullando y se llevó a una vendedora de lotería que había caído golpeada por un coche. Lo anotó mentalmente, porque no tenía libreta y la lapicera se la había llevado Elena. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a los bajos cruzando las vías y llegando de paso a un almacén donde adquirió un cuaderno de veinte hojas y un lápiz Fáber número dos. Un buen cuaderno de papel obra primera y un lápiz de lujo. También una resma de papel oficio para la máquina. Ya que empezaba a trabajar, debía hacerlo a lo grande. Eso lo había escuchado alguna vez en una conversación olvidada, cosa que parecía socorrida e irrelevante, pero fue el escribano quien le hizo notar la diferencia de trato que recibe el viajero cuando llega a un hotel. Si su valija es de cartón, no le dan pelota los botones, si de cuero o de marca, o una Samsonite, el trato era para un señor, con mayúsculas. Siempre hay que llegar con una valija de lujo. Y empezar.

Esa noche no podía dormir. Había anotado en el cuaderno lo de la mujer y la ambulancia. Lo pasaría a máquina mañana, aunque no tenía esperanzas de que el episodio se convirtiera en un capítulo dramático en una novela. Claro que Elena podía inventar la desgracia de una madre fracturada inmóvil en un hospital, penando por sus siete hijos que quedaban abandonados   —40→   en casa, y estarían esperando su cena, esperando en vano, porque allí había siete hijos pero ningún papá, porque de hecho, los papás del barrio marginal se podía dividir en categorías, los más numerosos, los papás ausentes, y los presentes, que llegaban borrachos a casa, si llegaban, y nunca portaban la cena para la familia, sino acudían a dormir, o a pedir dinero para más cerveza o a copular para aumentar la familia. Se sobresaltó de pronto, al comprobar que al imaginar lo que imaginaría Elena, estaba imaginando él mismo, y empezó a preguntarse si para ser escritor, bastaba dejar vagar la mente. Le pareció demasiado fácil. En alguna parte habría una trampa. Las palomas azules vuelan alto. Y se durmió.




ArribaAbajoTres

Temprano, doña Juana, a quien podía llamar vecina si el caserío fuera vecindario y no campamento, le trajo el desayuno, y le llamaba a voces, de pie en el comienzo del tablón, como más tarde le proveería del almuerzo y la cena, ésta, si la pedía. Lo de siempre, una empanada de carne, un trozo de pan y una lata donde humeaba el mate cocido con leche. Pagó a la señora, no sólo el desayuno, sino las dos semanas que le adeudaba, lo cual sorprendió a doña Juana que andaba con pocas esperanzas de cobrar a aquel joven extraño, con aspecto de «gente», según pensaba, no venido de otro «abajo» ciudadano o rural sino prácticamente caído de «arriba», es decir, de la ciudad, que solía consumir por sí misma su desperdicio humano, y sólo arrojaba al bajo los desperdicios reales. Cómo está cambiando el mundo, pensaba la buena señora, y bastante apretados estaríamos si el «centro» empezaba a desbordarse sobre el mundo marginal, algo que ella, a sus sesenta años, no había visto en su vida, porque la cosa era al revés. Los habitantes del bajo subían la barranca e incursionaban en la ciudad a la caza de un día más   —41→   de vida y algunos afortunados lograban quedarse allí, porque eran ambiciosos, pícaros, estudiosos o se habían prendido al faldón de un político en la cresta de la ola, pero que este joven de buen aspecto hiciera el camino opuesto era un misterio para ella. Y se marchó contenta, con el tema de conversación para el día como servido en bandeja, porque sin Manuel saberlo, el cotorreo de las viejas era por el enigma de su origen y la razón de su caída entre el muro y el sendero y por esta vez, había una variación: tenía dinero, un grueso rollo de dinero, y pagaba su deuda, algo nuevo. No estaba tan caído.

Cuando se marchó, Manuel revisó las dos líneas manuscritas en su flamante cuaderno de recopilador de miserias. Mujer, vendedora de loterías. Atropellada. Ambulancia. Primeros Auxilios. Se sentó frente a la máquina y copió, poniendo la fecha y la hora. Pulcritud de protocolista de escribanía, se dijo. Pero no era una escritura. Si lo fuera, la máquina debería empezar a crepitar sola mientras sus dedos se movían y su mente divagaba. Sólo pudo poner al final de la breve nota un signo de interrogación, pues la verdad era que allí terminaba su primer trabajo. Tuvo la tentación de hacer algunos apuntes sobre su hipótesis de la noche anterior, los siete hijos, el padre semental ausente, pero recordó la recomendación de Elena, nada de imaginación, escriba la vida. Percibió en ese instante que había atrapado con sus apuntes una hilacha de vida ajena, hilacha de una trama que no conocía, pero era una trama que contenía vida, de modo que la hilacha tenía una importancia mayor que la que le estaba dando, y decidió ir tirando aquel tenue colgajo, es decir, decidió acudir a los Primeros Auxilios. No tardó en llegar al edificio donde la ciudad restañaba sin cesar las heridas de su andadura en el caos del desconcierto en que se había convertido. Los apuñalados manando sangre y expirando vahos de alcohol, los muertos-vivos víctimas de sobredosis, los respiradores de cola de zapatero de boca babosa y expresión espectral, los tiroteados apretando con manos inútiles manantiales de sangre,   —42→   de respiración agitada, los accidentados de huesos rotos y sonrisa boba de los que no comprenden cómo esa pierna que debiera estar recta se doblaba y apuntaba al techo; los intoxicados de mirada vidriosa y las mujeres damnificadas de alguna paliza doméstica, de ojos cerrados por grandes hinchazones moradas, podían llenar en un solo día su cuaderno de apuntes. Tanta gente dolida, tantos médicos impotentes y enfermeras que habían perdido su vieja bondad solidaria arrastrada por el sueldo impago y se volvían agresivas e impertinentes ocuparían más que las cincuenta páginas de un cuaderno de notas donde podía anotar la extraña contradicción del dolor de la carne lastimada y la indiferencia profesional de médicos y enfermeras, que parecían escudarse así para no terminar locos. Pero decidió ser metódico. Se había fijado la meta de encontrar la accidentada del día anterior y después de preguntar a una enfermera, a un policía y a un atareado hombre de guardapolvo sangriento que lo mismo podía ser médico o enfermero, encontró a la mujer, no tendida en una cama, como imaginara, sino en una camilla, depositada en un pasillo, como si su «caso» fuera transitorio, y su dolor, cualquiera fuera el que tuviera, sin mérito para optar al lujo de una cama. La mujer tenía la pierna derecha cubierta de yeso desde el tobillo hasta el nacimiento del muslo, su gastado pantalón vaquero había sido rasgado para dar lugar al yeso, y movía continuamente la cabeza con la mirada de quien espera alguien que sabía en el fondo que no vendría. Se acercó a ella y sus miradas se encontraron. Los ojos de ella interrogaban. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? La mirada resbalaba hacia la ruina de su traje y la decadencia de la camisa manchada, y se volvía hasta burlona cuando decía que «bueno, mi ángel de la guarda no es». Manuel supo pronto que la lastimera víctima del drama que buscaba no era una débil flor de violeta sino una mujer dura, luchadora, acostumbrada a burlarse de la gente, tal vez también de sí misma. Esa mirada no pedía socorro, sólo interrogaba.

  —43→  

-¿Es usted pariente? -era la voz de una enfermera que se dirigía a él.

-No, no soy pariente. ¿Por qué?

-Alguien le tiene que llevar a su casa. Necesitamos la camilla.

-No es mi pariente, ni le conozco -decía la mujer.

-Te puedo llamar un taxi. ¿Tenés dinero? -ayudaba la enfermera.

-No tengo dinero. Tengo derecho a que me lleven en una ambulancia.

-No solamente dura, sino brava -concluyó Manuel- la mujer tiene derechos, sabe que tiene derechos, y se hace respetar. O por lo menos lo intenta. En vano.

-No hay ambulancia, señora -decía la enfermera y se iba, pero no antes de agregar-: procure buscar una manera de irse, necesitamos el lugar.

-Yo puedo llevarla a casa -arriesgó Manuel.

La mujer lo miró con curiosidad. ¿De dónde salía este astroso buen samaritano? ¿Para qué? ¿Por qué?

-¿Qué quiere de mí?

-Nada. Sólo ayudar.

-Nadie ayuda por nada. Usted quiere algo. Por ahí me resulta un vicioso. No soy mujer para usted y menos con la pata quebrada. ¿Le sacude la bragueta eso?

-No se trata de eso, por Dios. ¿Ya no cree en nada?

-No creo en los vagos que ofrecen ayuda. Pero está bien, ayúdeme, necesito volver a casa. ¿Me va cobrar algo? Le adelanto que no tengo dinero, amigo.

-No, no pienso cobrar nada.

-Eso sí que es bueno.

-Tiene siete hijos ¿verdad?

-¡Jesús, no! Tres. Tengo tres hijos. Y no me pregunte por el papá. Mis hijos no tienen papá, ni lo necesitan. Me basto sola, joven -miró tristemente su pierna quebrada- o me bastaba.   —44→   ¿Es cierto que me lleva a casa?

-Voy a buscar un taxi.

Salió a buscar el taxi sobre la ruidosa avenida General Santos. No le fue difícil encontrar uno. Más de uno. Los taxis, como los tratantes de ataúdes, los abogados a la pesca de una demanda por indemnización, las farmacias y las casas de pompas fúnebres se apiñan alrededor de los dolores ajenos. Los cuervos también huelen la sangre. Curioso, el dolor mueve negocios, reflexionaba Manuel mientras daba instrucciones al taxista de aproximarse lo mejor posible a la puerta de salida de los Primeros Auxilios. Descendió, ayudó a la mujer a apoyarse en su hombro y subieron penosamente al vehículo. Ella dio la dirección, y como imaginaba, era la suya una vivienda del bajo, de modo que lo más que podía hacer el taxi era acercarse a las fronteras del mundo miserable, y el resto tenía que ser a pie. Así lo hicieron cuando descendieron del taxi, que Manuel pagó calculando la seria erosión que producía el costo del viaje en el dinero proporcionado por Elena. Con la mujer cargando todo su peso sobre su hombro, se fueron arrastrando por senderos, pedregales y charcos hasta que por fin, agotados, llegaron a casa. Manuel se sorprendió. Era una casa, con puertas que eran puertas, ventanas que eran ventanas, y hasta cortinas verdaderas en las ventanas. Con un poco de ladrillos, otro poco de chapas, maderos y plásticos, una obvia diligencia femenina había logrado construir, más que un refugio, una casa, o algo que parecía casa, de dos habitaciones pequeñas, y un mínimo portal techado que debiera dar a una calle, si se hubieran trazado calles, pero que por el momento, daba al sendero vecinal, y un poco más lejos, al río que brillaba en las junturas de la pobreza apiñada. Diligentes y ansiosas vecinas se acercaban solícitas, ayudando a la mujer quebrada. Una de ellas le dijo que había acogido a los chicos en su casa. Otra trajo un trozo de pollo asado envuelto en una servilleta de papel. Y todas sencillamente parloteaban sobre el automovilista miserable que había golpeado   —45→   a la mujer. Manuel condujo a la mujer al interior de la casa, que era realmente el interior de una casa, con una gran cama matrimonial que conociera casas mejores, una mesita de luz, una mesa, un mullido diván de forro remendado que acaso compartía con la cama recuerdos de mansiones perdidas en el tiempo, y cuatro sillas. La mujer se sentó en el diván, y las vecinas ansiosas de ayudar -al menos Manuel pensaba eso- se apiñaban en la pieza. Sentada en el diván, la mujer levantó la mano pidiendo una tregua en tanta solicitud.

-Les agradezco mucho -dijo- pero ya es bastante. Gracias por el pollo, ña Tarcisia. Gracias por cuidar de mis hijos, ña Antonia. Pero no nos vamos a joder. Ustedes se mueren de curiosidad por saber quién es éste joven que me trajo a casa. No es mi hombre, ni mi pariente, ni mi caficho, porque puta no soy, gracias a la Virgen. El tipo se ofreció, pagó el taxi y me trajo aquí. Qué quiere de mí, no sé, pero seguro que no va a conseguir nada.

Diez pares de miradas femeninas, escrutadoras, se volvieron a Manuel. Todas las miradas contenían la misma pregunta y Manuel se sintió incómodo. No podía confesar que era algo así como el ayudante de una novelista y que su trabajo era hurgar en las aflicciones ajenas.

-Sólo quise ayudar -susurró tímidamente y los diez pares de ojos curiosos brillaban con incredulidad.

-Bueno, joven, ya ayudó y que Dios se lo pague...

-Tiene tres hijos, me dijo.

-Que son mi responsabilidad -la mujer meditó un momento-. ¿Es usted periodista?

-Algo así.

-No quiero salir en el diario.

-No trabajo para ningún diario.

Un rumor de voces femeninas llenó la habitación, y Manuel percibió frases y palabras sueltas. Mormón. Testigo de Jehová. Catequista. Arruinado. Estafador. Vividor. Alguna vez   —46→   tendría que tener valor, así que reunió coraje y se dirigió a la mujer.

-¿No podemos hablar a solas un momento?

La mujer consultó con la mirada a sus congéneres. Todas dudaban. Presentían que allí se cocinaba un plato sabroso para el chisme y no querían perderse, pero la mujer del diván cortó por lo sano.

-Si quiere hablar conmigo, se ganó su derecho. Déjenme sola con él. Y no tengan miedo. Si quiere violarme, grito.

A Manuel hasta le pareció cómico el intento de alcanzar las profundidades íntimas de una mujer con las piernas cubiertas de yeso hasta el nacimiento del muslo. Las mujeres fueron saliendo como a desgano. Todo un mundo de gelatinosa desconfianza que se desplazaba remiso hacia la puerta de salida.

-En el cajón de esa mesa hay platos y cuchillos -dijo la mujer-, le invito a compartir el pollo.

Era el primer gesto amable de la mujer, y Manuel sintió que iba progresando. Después de todo, un poco de agradecimiento no estaba de más. Abrió el cajón de la mesa, extrajo los platos, puso en ellos un trozo de pollo. Alcanzó su plato a la mujer, olvidándose de los cubiertos. Pero no le importó a ella, que comió con las manos, empezando por un gran mordisco en un muslo dorado, grasiento y frío. Manuel, como si fuera un ritual de armisticio, se sentó en una silla, frente a ella, y comió de la misma manera. Masticaban mirándose a los ojos, como si advirtieran que el compartir comida significaba un lazo más perceptible que la desconfianza por un lado y la timidez por otro. Mientras comía, Manuel hacía un inventario mental de la mujer. Las mujeres pobres que tienen tres hijos, no tienen marido y salen a vender billetes de lotería, no tienen edad. Pero ésta estaba entre los treinta y los treinta y cinco, parecía robusta y saludable, aunque con los pechos muy grandes que ponían tirante la tela de la blusa. La tez curtida, blanca, pecosa y áspera, los cabellos abundantes y casi rojizos, ojos claros. Con tres sesiones   —47→   con un dentista y un día en un instituto de belleza quizás lograría ser hermosa, robusta. Tenía los dientes empastados en oro en los colmillos, pero no eran dientes postizos, sino suyos, bien cuidados y suyos. La mujer, a su vez, escrutaba al escrutador, sin dejar de masticar.

-Usted parece un hombre de clase -dijo por fin.

Manuel comprendió lo que pretendía decir ella. Que era un extraño, un forastero. Que tenía clase, y los que tienen clase viven arriba. Contestó que esperaba contarle alguna vez cómo había venido a parar al barrio marginal. Pero por el momento, le interesaba ella. Y decidió mentir.

-Estoy trabajando para el Comité de Iglesias -dijo-, soy algo así como un investigador que debe tomar nota de los males de la sociedad. Yo no la busqué [a] usted. La vi por casualidad cuando vino la ambulancia.

-¿Yo soy un mal de la sociedad?

-En cierto modo...

-¿De qué modo?

-La sociedad suele ser injusta, y deja muchas víctimas en el camino. Usted no es un mal de la sociedad. Es una víctima.

-¡Yo no soy víctima de nada! Me arreglo sola, mi hijo.

-Y también una rebelde. Tiene un carácter...

-Es que a mí no me lleva nadie por delante. Mirá, mi hijo, te equivocaste. Yo no soy el informe para ningún comité de caridad. Yo trabajo, yo mantengo a mis hijos y les mando a la escuela. No salen a limpiar parabrisas ni a vender pastillas. Así que andá a buscar miserias por otro lado. Conmigo vas a encontrar pobreza, pero con cabeza alta, mi hijo. Si querés miserias, te cuento un montón, está todo aquí, en mi alrededor.

-Contame, me puedes hacer un favor -contestó Manuel, consciente de la obsesión de «denuncias» que padecía Elena.

-¿Le hablo de Gumercindo? Vive hacia allá, más cerca del río. Tiene cinco hijos. Iba a tener seis, pero ña María no quería seis. Con cinco apenas podían y Gumercindo había perdido   —48→   su trabajo de barrendero municipal porque se metió en el sindicato equivocado. Ña María abortó, y salió mal, se desangró y llegó muerta a la Cruz Roja. Gumercindo no sabe qué hacer con los chicos, y cómo no les puede dar comida, se emborracha, les pega y les manda a mendigar. Tienen que traer más de dos mil cada uno. Si no traen dos mil cada uno, les pega y les vuelve a mandar al centro. Roberto, el travestí que quedó rengo desde que las putas le atacaron con palos por competencia desleal, se compadece de los niños, les compra panchos cuando puede, y apalea a Gumercindo cuando la paliza es muy salvaje. Y ahora Gumercindo anda avergonzado porque un travestí le corre a palos y la gente se ríe de Gumercindo. ¿Te hablo de Jacinta? No quería ser callejera. Quería ser la mujer de un hombre. Andaba buscando pareja, y buscando buscando se embarazó, ni ella sabe de quién. Cuando estaba embarazada una señora paquetona se compadeció de ella. Le llevó arriba, le alimentó y le cuidó hasta que tuvo su bebé. Pero ella nunca vio a su bebé. La señora paquetona le dijo que nació muerto. Ella supo que es mentira. Ella sabe que vendieron su bebé y anda medio loca, o toda loca, con una muñeca que dice que es su bebé. Cuéntele todo eso a su Comité de Iglesias. Y si quiere, tengo mucho más.

Un coro de voces infantiles se oía afuera y enseguida, jubilosos, entraron tres chiquillos. El mayor, como de diez años, el siguiente podría tener siete u ocho y el último no era el último, sino la última, una niña como de cuatro años, que parecía una miniatura de su madre. Corrieron al diván a abrazar a su madre. La chiquilla se apoderó del trozo de pollo que Manuel había dejado en su plato y masticó con ansia. La mujer miró a Manuel y la mirada decía que ella retomaba su vida, que había vuelto del hospital y se reunía con sus hijos. Él ya estaba de más.

-Bueno, me voy -atinó a decir.

-No, no se vaya todavía, joven. Usted es un mal investigador.

  —49→  

-¿Cómo dice?

-No apuntó nada. No me preguntó mi nombre. No sabe quién soy, no sabe por qué vine a parar aquí, con tres hijos sin padre. Ni siquiera le preocupa qué voy a hacer para alimentar a mis hijos con una pata rota. Usted miente. No hay comité de Iglesias. No sé si usted es un curioso malsano o qué, pero me ayudó y le agradezco, y si le interesa me llamo Magdalena. Y ahora puede irse.

Manuel se marchó al fin. Parecía haber conseguido poco o nada, pero sintió que había conseguido algo. Una mujer que no se dejaba llevar por delante. Un paisaje de sufrimientos en el que se arrastraban vidas heridas y maltrechas. Tenía material para su cuaderno. Magdalena. Leona con cría. Quedaba bien eso de leona con cría. Impresionaría a Elena.

Cuando llegó a su refugio era la hora del almuerzo, y ña Juana, su proveedora, le esperaba al pie del tablón por el que no subiría ni para salvar su vida, y menos para alimentar a un insolvente. Sostenía un plato cubierto con una servilleta de papel que Manuel aceptó, agradeció y entró a su refugio. No perdió tiempo en tomar nota en el cuaderno y se sentó frente a la máquina, donde tecleó a continuación de lo que ya tenía escrito. Que la mujer de la ambulancia se había fracturado una pierna, que se llamaba Magdalena, no era una analfabeta como las otras rústicas mujeres del caserío marginal, y si lo era se trataba de una analfabeta muy segura de sí misma, de modo que lo de analfabeta podía dejarse en suspenso. Se sorprendió de la velocidad con que estaba escribiendo y se llamó a la cordura. Nada de imaginación, era la regla, pero resultaba cada vez más difícil contar algo sin condimentar con la imaginación. La máquina cesó. Porque Manuel estaba dudando si anotar el episodio de su incursión a los Primeros Auxilios y el rescate de la mujer lesionada. Decidió no contar esa parte de su jornada, porque lo que hizo fue deliberado, calculado, y Elena le había impuesto el papel de observador espontáneo, de alguien que tropieza inesperadamente   —50→   con la desgracia o que vive rodeado de ella y la describe, y no el que va a buscarla. Volvió a teclear. Rellenó el informe con los infortunios de Gumercindo, el humillado por el travestí. Magdalena tenía tres hijos, odiaba evidentemente al padre o los padres de los hijos o a los hombres en general, y cuando quiso agregar lo de la leona con crías, lo pensó mejor. Nada de imaginación, había dicho Elena. Sin embargo, no podía pasar por alto lo que estaba a la vista: Magdalena era valiente, rebelde, no pedía ayuda, y cuando se le daba apenas agradecía. Entonces decidió teclear lo de la leona con crías, y como si al escribir la frase se abriera una válvula, escribió una reflexión sobre el infortunio de la leona incapacitada para salir de caza y alimentar a sus cachorros. Magdalena era orgullosa, obvio, pero el orgullo no alimenta. La máquina cesó. Y Manuel se enfrentó a una nueva realidad. Había asumido un compromiso casi mercenario de suministrar penurias a Elena, pero había conocido a Magdalena y sus penas que estaba en un callejón sin salida. No sólo tenía un compromiso con una escritora ambiciosa, sino también con una persona en desgracia. Dejó la máquina y consumió su almuerzo. Y mientras comía, no atinaba a explicar la razón de que sintiera ese contento extraño, como sienten las personas que descubren que son personas.




ArribaAbajoCuatro

Era ya noche cerrada y le costó orientarse y encontrar la casa de Magdalena. En algunas de las viviendas ardían velas, y otras tenían luz eléctrica, con cables enganchados en tendidos públicos, evidentemente clandestinos, que alimentaban televisores y hasta viejos refrigeradores incongruentes en medio del caótico amontonamiento de enseres que se adivinaba en cada refugio. En medio de la extrema pobreza y de la supervivencia cavernaria, la gente se ingeniaba y plantaba la semilla de la   —51→   calidad de vida que proporcionaba la energía eléctrica. Los refrigeradores zumbaban y los televisores encendidos iluminaban con resplandor fantasmal a las familias apiñadas en torno a una película de los años cuarenta o un partido de fútbol en Madrid. Artefactos de oscuro origen en un asalto o un robo domiciliario, aliviaban el peso de la necesidad y daban un poco de evasión a la gente. Tropezando y desorientado, y eludiendo perros reunidos en pandilla para ser valientes, logró encontrar la casa de Magdalena. Una lámpara de tubos de neón y a pilas brillaba débilmente sobre la mesa, y ésa era la única iluminación. Los tres chicos compartían la gran cama matrimonial, y Magdalena había logrado instalarse en una silla, frente a la mesa, y al parecer revisaba los cuadernos escolares de sus hijos. Lo miró con sorpresa cuando Manuel apareció en la puerta, con la aceitosa envoltura de papel en la mano.

-Hay que ver lo encaprichado que sos. ¿Qué te trae ahora? -inquirió Magdalena.

Por toda respuesta, Manuel penetró en la casa y depositó sobre la mesa el paquete aceitoso, que eran tres milanesas «napolitanas» que había adquirido camino a la casa de Magdalena. Gruesas, gordas, oliendo a aceite quemado. Ella empezaba a tutearlo. Él traía alimentos. Progresaba. Los chicos en la cama percibieron el perfume, y el hambre que corroía las barrigas despertaba alerta. Se levantaron de la cama y rodearon la mesa, chicos bien criados, respetuosos, bien administrados, que no tocarían nada sin el consentimiento de mamá. Sus miradas iban del paquete a Manuel y de Manuel, interrogantes, a la madre. Ésta, vacilando muy poco entre su instintiva, orgullosa decisión de rechazar una ayuda que no pidió y alimentar a su prole, abrió el paquete, el chico mayor colocó modosamente tres platos y cubiertos en la mesa, y empezó el, para ellos, inesperado y bienvenido banquete.

-¿No comés, Magdalena?

No tengo hambre -mintió la mujer porque el trozo de pollo   —52→   del mediodía era una ración demasiado pobre. Manuel sacó del bolsillo la pequeña barra de chocolate, que ya no era barra sino un pegote marrón pegado al papel de aluminio, y se la ofreció a Magdalena. Ésta vaciló, pero se decidió, o su hambre decidió, y pronto estaba lamiendo la envoltura.

-¿Por qué venís a ayudarme?

-Por los chicos, creo. Estuve pensando y... bueno, tengo un poco de dinero.

-No me voy a acostar contigo. No soy de ésas.

-No tengo el menor deseo de acostarme con nadie. Me sucedió algo extraño, me sucedió de repente. Descubrí que soy una persona.

-Todos somos personas.

-A veces nos olvidamos.

-Vos sos un tipo educado, un hombre leído. Hacés cosas que no entiendo. Vivís en este barrio sucio pero te portás como gente. Me traés provistas y no pedís nada. Sos antinatural. ¿Qué sos? ¿Predicador? Después de darme de comer y de dar de comer a mis hijos... ¿Qué viene? ¿Me vas a hablar de la salvación de mi alma? Tiempo perdido, don, porque hace mucho que estoy perdida. Y no me importa, me río de la misericordia de Dios porque no la veo en ninguna parte. Caminá por este barrio y mirá la miseria y después contame dónde está la misericordia de Dios. Ña Duilia, la devota que salía de madrugada para barrer la Catedral, se murió de hambre rezando el rosario. El forense dijo «inanición», y ahí supimos que inanición quiere decir hambre.

Cuando paró el torrente de descreimiento, y junto a él, la desnudez de un alma inconformista y rebelde, Manuel percibió que empezaba a conocer a Magdalena. No una vendedora de lotería accidentada, no una sombra habitante del abismo, sino otra persona, como él. Si Elena escribiera una novela incluyendo a Magdalena y Manuel, no manejaría muñecos de cartón. ¿Cómo había dicho? Una novela postiza. Magdalena no tenía   —53→   nada de postizo. Él tampoco.

-No soy misionero, ni nada parecido -aclaró-, traje el pan porque necesitas pan. Yo no sé si creo en Dios porque cuando quise comunicarme con Él no me dio pelota.

De pronto ocurrió. Y se sintió sorprendido. Siempre había sido discreto, o tímido con todos. Nunca relató a nadie el proceso amargo de su aterrizaje en el bajo, entre el murallón y el sendero. Ni al cura que le diera un catre en la sacristía ni al otro cura que lo echó de allí. Ni cuando pedía trabajo exponía las hilachas del bien perdido, su casa, su empleo y su madre. Pero curiosamente había abierto sus apuros con Elena, que le dio trabajo, y ahora se sentía impelido a abrir su corazón con Magdalena, que no le ofrecía nada, o mucho más de lo que pensaba, como nacer como persona. Curioso, dos mujeres, que serían tres, si viviera su madre. Definitivamente, las mujeres parecían tener la calidez del refugio, merecían la entrega de la confidencia, acaso porque sabían más que los hombres compartir las angustias del prójimo. Fue por eso que esa noche contó todo a Magdalena, hasta su trato con Elena, especialmente su trato con Elena, sus implicancias e inesperados beneficios económicos, y Magdalena entendió, comprendió y participó, y cuando susurró que «parece que somos iguales», Manuel, por fin, comprendió que a pesar de haber caído entre el muro y el sendero, no estaba exiliado del mundo, formaba parte de él, y podía asumir una parte de la lucha de la que sistemáticamente se había apartado.

-Yo te voy a ayudar -decía Magdalena.

-¿Cómo?

-En tu trabajo, digo. Me decís que la señorita ésa, que tiene mucho dinero y ganas de ser una gran escritora y quiere que te revuelques en el barro y le cuentes. Te paga por el trabajo. Me parece bien. Yo te voy a ayudar.

-No veo cómo...

-Porque yo soy de aquí y conozco. Vos todavía mirás desde   —54→   arriba. Hay que estar adentro. ¿Tenés algo para apuntar?

-No traje mi cuaderno.

Por toda respuesta, Magdalena arrancó una hoja del cuaderno escolar y le alcanzó un lápiz.

-Vamos a empezar -sugirió, decidida.

-¿Empezar por dónde, Magdalena?

-Por donde empezaste, por mí. Me dijiste que empezaste por mí.

Y comenzó lo que con los días y semanas sería una rutina. Magdalena, como dijera, empezó por el principio, es decir, por ella misma. Contó que vivía con su familia «allá arriba», aunque en un vecindario pobre de una de las avenidas «proyectadas» que jamás pasaban del proyecto. Una casa pequeña, con un jardín al frente y una calle empedrada que se borraba con cada lluvia. Y estaba su madre, que era modista que cosía para un coreano, pedaleaba una máquina Singer y soñaba con una eléctrica que diera reposo a sus piernas, y nunca lo logró; y su padre, militar retirado porque como el escribano eligió mal al Líder, penando como todos los echados del cuartel y lanzados a la calle sin saber hacer nada, salvo conducir un camión volquete, que al final lo mató en un accidente. Su madre, entristecida y gris, no le sobrevivió mucho tiempo y también murió mansamente. Una noche rezó a su ángel de la guarda, encomendándole su alma «si no despertara» y el ángel le escuchó. Se acostó a dormir y ya no despertó, del sueño al Sueño, con mansedumbre, fiel a su carácter pasivo y conformista, sin dramatismo. Ella, Magdalena, que ya había dejado de asistir al tercer curso básico por el fallecimiento del padre, también abandonó el curso de «estética femenina» que estaba pagando trabajosamente alentando el sueño de ser la maquilladora y peinadora número uno de la televisión. Un abogado amigo le ayudó con la sucesión, y ella se quedó con la casa que debió vender para pagar al abogado. Se mudó a una pensión, buscaba empleo para retomar sus estudios de «estética femenina», y en eso   —55→   estaba cuando conoció a Rafael, un músico. Ella creyó encontrar en Rafael la solución de su vida. Los músicos son artistas, los artistas son nobles y comprensivos, y Rafael tenía una casa decente. La casa decente siempre fue la obsesión de su vida. Además, le susurraba al oído que ella era su «musa inspiradora», produciéndole deleitosos escalofríos y sobresaltos. Fue a vivir con él, y ya estaba embarazada de su primer hijo, Rafaelito, que ya tenía nombre antes de nacer, cuando descubrió que Rafael como artista era un fracaso, se consolaba bebiendo, y borracho, pedía perdón, pero sobrio era agresivo y le pegaba. Tocaba la guitarra y cantaba en un trío «nativo» que nunca alcanzó a superar la etapa de los escenarios de tablones en parriladas pobres. Ganaba poco con el trío, y alternaba su trabajo vistiéndose de charro y tocando un guitarrón en un falso mariachi. Se pasaba noches enteras torturando su guitarra y su imaginación buscando melodías y versos que estaban definitivamente más allá de su inspiración. En Magdalena, la imagen romántica del artista se desvaneció pronto, la ilusión de ser la «musa inspiradora» no pasó de una experiencia pasajera y cruda. No esperó el nacimiento de Rafaelito para marcharse, desilusionada de Rafael y asustada por su propensión de propinarle puntapiés en el vientre abultado, como si allí estuviera el centro de todas sus iras y sus frustraciones. Fue a una pensión oscura y barata, en las vecindades de Varadero y trabajó haciendo empanadas en un barcito con clientela de marineros conscriptos rapados y flacos, y aburridos embarcadizos y navegantes de barcos frecuentemente varados por falta de reparación o por falta de dinero para la reparación. Cuando llegó el momento, fue a dar a luz en la Cruz Roja, y ya con Rafaelito en brazos, volvió a la pensión y a su trabajo. Allí conoció a Modesto, un hombre ya maduro, que era «maquinista» y trabajaba, cuando encontraba trabajo, en las profundidades de las bodegas de los barcos y de los remolcadores. Modesto la invitó a vivir con él y prometió cuidarla. Ella creyó y se fue a vivir con   —56→   él, en una casa de tablas, pero aseada y amplia, cercana a los astilleros. Sus aprensiones iniciales no se confirmaron. Modesto no bebía, bueno, bebía pero gozaba de una borrachera mansa, y hasta era gentil a su manera callada y nada comunicativo. Su idea de hacer el amor era montar a la mujer y sacudirse espasmódicamente hasta alcanzar el orgasmo. Nunca le hizo faltar el pan como tampoco nunca permitía que le preguntara dónde iba, cuándo volvería y para qué se iba en sus largas ausencias. Su relación duró lo suficiente como para que concibiera a Marcos y a Lucía, y Lucía aun lactaba cuando una de las inexplicadas ausencias de Modesto se fue haciendo muy larga, de semanas a meses, y de meses a un año. Ella salió a investigar, una curtida vecina le espetó de mala manera que con Modesto no se jugaba y «suerte que vos duraste mucho», otra le sugirió que buscara nuevos horizontes, porque Modesto estaba trabajando en una fundición en Argentina. Para colmo, la casa de tablas tenía propietario, el capataz del astillero, que le dio a elegir, quedarse allí y ocupar él la casa, la cama y la mujer de Modesto, en ese orden, o se iba. No pensó mucho porque alternativas a la oferta no había en absoluto. Y Julio fue su nueva pareja que a veces se quedaba a dormir y otras no, hasta que descubrió Magdalena que las noches en que el hombre faltaba en casa, es porque pasaba en casa de la esposa. Decidió soportar la situación mientras encontrara donde mudarse con los hijos, pero las cosas se precipitaron cuando también la esposa descubrió que había otra, y en su calidad de «esposa legítima», llegó un anochecer, como un torbellino de furia y celos, y la echó de la casa sin contemplaciones. En la calle, con tres hijos y sin ningún horizonte se lanzó a caminar a la deriva, y durante dos noche la familia durmió en las galerías fantasmales de la parte vieja de la Iglesia de la Encarnación. Dejando a Marcos al cuidado de Rafaelito y con Lucía en brazos, salía a buscar trabajo. En muchas casas encontró que «se necesita muchacha», pero las buenas amas de casa la descartaban con solo ver a una   —57→   mujer con un bebé en brazos, y hubieran cerrado la puerta en sus narices si averiguaban que los chicos eran tres. Pero alguna vez, la suerte le tenía que sonreír entre tanto infortunio, y fue cuando tocó el timbre de una casa y en vez de asomar un ama de casa malhumorada, apareció una enfermera gorda, aburrida y bonachona, que antes de mirar interrogativamente a la mujer, miró con ternura a Lucía. La invitó a pasar y sin preguntarle, dando por sentado que tenía hambre, fue a traerle un grueso emparedado de milanesa y pan. Magdalena agradeció y se guardó el manjar en el bolso. «Para mis otros hijos» confesó. Entonces la mujerona de blanco que se deslizaba silenciosa sobre sus zapatillas de tenis, volvió a entrar y regresó con otro emparedado igual al anterior, que este sí, Magdalena devoró. Encontró trabajo. Y un extraño sentimiento de caridad en aquella mujer cuadrada, hombruna, de maneras bruscas, piernas rollizas de futbolista y tierno corazón. Ella, Dina, era enfermera, pero se había cansado del interminable trajín de los sanatorios de los que volvía agotada a una casa vacía donde no le esperaba marido ni hombre alguno, mujer tampoco, ni hijos y se había decidido a cuidar ancianos, sin horario y sin salidas. Publicó el aviso en un diario, y consiguió, tres años atrás, el empleo de cuidar a doña Petrona, noventa años, inválida y liviana como una muñeca que hacía pis y caca en su pañal desechable, era bañada con cada cambio de pañal, vivía preguntándose por qué no se moría y rezaba a Dios no por su vida sino por su muerte. Vivían las dos mujeres solas en esa gran casa de habitaciones vacías y húmedas, con muebles que languidecían y espejos que se iban cubriendo de humedad y moho, donde sólo había señales de vida en el gran dormitorio de la anciana y en la habitación contigua donde Dina se había instalado. El resto de la casa eran cuartos cerrados en los que las bombillas de luz se habían quemado y un ancho corredor dando a lo que fuera un jardín interior, con un aljibe seco que al atardecer soltaba una nube de mosquitos, rodeado de planteras sin nada verde ni de color alguno   —58→   en su tierra endurecida. Una casa que fuera habitada por personas y ahora parecía reclamar su reparto de fantasmas. Doña Petrona había sido una madre prolífica de una familia próspera, pero todos se fueron marchando. Haber hallado a Dina fue todo un acontecimiento feliz para la familia, porque en la medida de la eficiencia de la mujer como cuidadora de ancianos, las conciencias de los hijos ausentes y sumidos en sus existencias competitivas de empresarios, ingenieros y de un médico, se aplacaban con el pensamiento de «mamá está bien cuidada». Y tenían razón. Dina ponía no solamente eficiencia, sino también ternura. Soltera, sin hijos y con sus tres hermanas, todas enfermeras auxiliares en Buenos Aires, Dina era a veces una niña cuidando su muñeca, una hija cuidando a la madre, o una madre acunando a una hija. Un trabajo placentero para ella, y por añadidura bien pagado, porque le abonaban mensualmente un sueldo que no gastaba en nada, le dotaban de otra suma mensual para gastos que tampoco tocaba, porque semanalmente aparecía una camioneta con provisiones y un médico que examinaba con aire aburrido a la anciana, prescribía medicamentos que él mismo enviaba con una enfermera y las cuentas de luz y agua se pagaba sin que nunca Dina viera llegar un recibo. El dinero no faltaba, y Dina decidió gastarlo en esa joven madre que trajinaba las calles de la desesperación. Su gesto era altruista, pero, reconocía Dina, no del todo, porque simpatizaba con aquella lozana joven, quería a los chicos y compraba un poco de compañía para una soledad que a veces pesaba mucho, especialmente cuando la soledad se volvía silencio de cuartos abandonados, de un jardín oscuro que era como un cementerio de colores y sonidos muertos y la galería en sombras que parecía el escenario de un desfile de fantasmas y de almas en pena. Pero pasaron antes por el rito de consultar con doña Petrona, que era lo mismo que consultar con el Ingeniero Carlos, que era el hijo mayor que se encogería de hombros y diría «hacé lo mejor para el bienestar de mamá» y pasaría a otra   —59→   cosa, porque si aun admitía que el dinero no hace la felicidad sabía que compra por lo menos la paz de la conciencia... La anciana, pequeña para tanto espacio, estaba acostada pero despierta en su gran cama matrimonial donde acaso infinitos años atrás se había revolcado gozosa y joven en brazos de un marido nervudo y ansioso. Sus ojos no estaban apagados. A los noventa años, veía y sabía lo que veía, oía y escuchaba, y comprendía. Dina sencillamente le había dicho que necesitaba una mujer ayudante y la viejecilla asintió vigorosamente, deseosa de complacer a quien tan bien atendía sus necesidades y era consciente de la dependencia que se había forjado con respecto a Dina. Dina mandaba. La única consulta de doña Petrona fue dirigida a Magdalena, a quien preguntó si sabía leer poesía. Magdalena contestó que sabía leer y no le resultaría difícil leer poesía. Doña Petrona dirigió una mirada triunfal a Dina, a quien parecía haber pillado en falta por una vez en la vida, porque era obvio que el adiestramiento de enfermera no habilitaba a leer poesías. Magdalena sólo había recitado poesías en el colegio, pero estaba dispuesta a leer toda la Biblia para merecer la inesperada generosidad de la anciana. Dina decidió pasar por alto lo de los tres niños, de cuya existencia doña Petrona no se enteró hasta su muerte, o se enteró y no le importó. Así fue como Magdalena vivió los años más felices de su vida. Ocupó con sus hijos un cuarto en los fondos de la casa, y los chicos fueron obedientes al mandato de no hacer ruido en esa casa, porque la patrona estaba enferma. La «patrona enferma» condicionó la conducta de los chicos, que aprendieron a hablar en susurros, jugar en silencio y jamás correr ni perseguirse por las galerías de la gran casa, y hasta Lucía había aprendido a llorar sin gritos ni escándalos. Los dos mayores fueron a la escuela, saliendo y entrando de puntillas a la casa, y Dina gozaba ayudándoles en sus deberes escolares. Se había comprado una familia completa. Y así escribió a sus hermanas en Buenos Aires, que no cesaban de pedirle que viajara allá. Magdalena ayudaba en la cocina,   —60→   se encargó voluntariamente de limpiar y airear los cuartos abandonados y se entregaba con gusto al hambre de comunicación que padecía Dina, charlando con ella hasta que el sueño las vencía. Le complacía también a doña Petrona en su gusto por la poesía y hasta aprendió, mediante sabias indicaciones de la propia doña Petrona, que quizás fuera maestra en sus años juveniles, a poner énfasis donde debía poner énfasis. Lo que no agradaba del todo a Magdalena, era la selección de autores de la anciana, muy variada, y de su tema preferido, muy monocorde, la muerte. Bécquer lograba sumergir a la anciana en fúnebre, placentero arrobo cuando Magdalena leía por enésima vez, ya de memoria: «De un reloj se oía/ compasando el péndulo/ y de algunos cirios/ el chisporroteo/ tan medroso y triste/ tan oscuro y yerto/ todo se encontraba/ que pensé un momento ¡Dios mío, qué solos,/ se quedan los muertos!» Misterios del alma, la buena señora que habría vivido una vida plena, en una casa amplia y llena de luz y sonidos, en la vejez solitaria, se había enamorado de la muerte. «Cuando me muera vístanme de novia», recomendaba a Dina, que encontraba el momento para expresar la extrañeza de su alma simple a Magdalena, cuando las charlas se referían a la familia, Dina decía que la anciana jamás abría el grueso álbum de fotografías familiares que tenía sobre la mesa de luz y con cierto tonillo de rencor susurraba que «se fueron todos, y que se queden allí, ya verán cuando me muera quién abandona a quién». La muerte sería su vengadora.

Una tarde llamó a las dos mujeres y pidió a Dina que le alcanzara un cofrecito guardado en un ropero, en un estante alto, oculto, parte de un mueble antiguo con un compartimiento capaz de guardar objetos secretos. «Los chicos no saben que yo tengo esto», murmuraba mientras abría el cofre de madera labrada y un cierre de plata. Adentro había joyas. Separó una peineta con repujados de oro y piedras verdes y azules que destellaban, un par de anillos en los que orífices que ya no existen, habían trabajado combinando rubíes y zafiros, y una gruesa   —61→   pulsera de oro en forma de cadena, recia como para sostener un ancla. «Esto es para vos», le dijo a Dina, que miraba anonadada aquel tesoro, vacilaba y ña Petrona le repetía en tono de complicidad que «los chicos no lo saben». A Magdalena le tocó un antiguo rosario con cuentas de oro con su pequeño crucifijo de oro macizo. Ante la duda de las dos mujeres, doña Petrona perdió la paciencia, y por primera vez, las mujeres la oyeron alzando la voz y vieron el rubor del enojo cubrir la piel pálida y transparente. «Son mías, regalos de mi marido, y lo último que me queda. Y dárselas a ustedes es también mi última voluntad. No me contradigan, por favor».

Esa noche, Dina y Magdalena discutieron muy poco sobre el aspecto ético de la cuestión. Ellas no habían presionado, ni solicitado, ni siquiera insinuado el regalo. Doña Petrona era inválida [de] cuerpo, no de mente. En el abandono que sufría, reafirmaba su independencia y su voluntad. Dar las joyas a quienes la cuidaban era como castigar a quienes la abandonaban, preludio de su venganza final. No discutieron mucho para decidir aceptar el obsequio sin consultar a la familia. Y aquel valioso rosario antiguo, fue por todo el tiempo, con un trajinado ir y venir a la casa de empeños, la tabla de salvación que mantenía a flote a Magdalena en los sucesivos naufragios de su vida. Por fin, la muerte acudió a llevarse a su vieja enamorada. Un día padeció de fiebre, vino presuroso el médico, auscultó, llamó con su teléfono celular a los hijos y se la llevaron en una ambulancia. Tres días de terapia intensiva bastaron para acabar con la poca vida que alentaba doña Petrona. Antes de velarla en una casa de pompas fúnebres, Dina sugirió tímidamente el deseo de doña Patrona de vestir a modo de mortaja un traje de novia, y los hijos rechazaron de plano semejante disparate. La vistieron con una túnica de monja penitente y la llevaron a enterrar, con solemnidad pero sin grandes demostraciones de dolor. Con las dos mujeres que habían cuidado por tres años a la anciana dama, fueron generosos a su manera. Dina recibió una   —62→   recompensa en dinero, y la autorización de llevarse toda la ropa de la difunta que quedaba en el ropero, privilegio que Dina transfirió a Magdalena que a su vez cargó los viejos vestidos, abrigos, camisones, fina ropa interior y hasta un hermoso rebozo finamente tejido en una valija. «Múdense pronto, porque vamos a cerrar la casa», dijo Carlos. Y así, Magdalena perdió su única amiga, porque ésta decidió vender su casa y marcharse a Buenos Aires, invitando a Magdalena a compartir la aventura, pero ésta se negó, asustada de la magnitud de trasladarse en familia a una ciudad extraña. Al despedirse llorando, Dina depositó en las manos de Magdalena una suma de dinero proveniente de sus ahorros, de su recompensa y la venta de las joyas, y abordó moqueando el ómnibus. Con ese dinero, Magdalena compró de la viuda de un músico exiliado el derecho a ocupar la casa en los bajos, en un sitio privilegiado, casi siempre a salvo de las inundaciones periódicas. Y el día que abandonaron la casa, alquiló un carrito de mulas y se llevó, sin que nadie objetara porque en rigor no estaba presente nadie, la gran cama y un diván del dormitorio de la anciana. Y algunas cosas más. Conservaba además el rosario de oro.




ArribaAbajoCinco

Cuando Magdalena terminó su historia, un firme lazo de confianza ya se había establecido entre los dos. Nada une más a las personas que las confidencias recíprocas. Manuel había llenado como dos páginas arrancadas de un cuaderno con sus anotaciones, agradeció la ayuda y planteó la cuestión de la subsistencia de la familia, que le preocupaba genuinamente, para su propia sorpresa, porque nunca, en sus treinta años, se había preocupado por nadie, y por añadidura, por nada que no fuera la rutina de su trabajo. Una sucesión de imágenes perdidas pasó   —63→   por su mente con el signo negativo de «nunca». Nunca había tenido un mejor amigo, ni un amor desbordado en pasiones y poesía. Nunca se sintió subyugado por una canción, ni aprendo a bailar, ni a coleccionar estampillas ni boletos de ómnibus. Nunca se había detenido a ver florecer una rosa ni a contemplar el correr de un arroyo. Nunca tuvo un perro amistoso que se parara en dos patas y le lamiera la cara. Ni un gato calentando sus pies en invierno. Ni siquiera un canario en su jaula. Nunca llevó una serenata a una chica, ni intentó cantar ni a tocar una guitarra. Nunca salió de la rutina espesa y cómoda. Sintió el sinuoso dolor de la vaciedad y en ese momento empezó a consolidarse el lazo que empezaba a unir sus vidas. Con un supremo gesto de confianza, Magdalena le entregó el valioso rosario de oro, para que lo llevara a empeñar en lo de don Esteban, el prestamista que durante años había visto ir y venir la joya, que recibía en prenda a condición de que jamás lo llevara a otro, con la esperanza de que alguna vez quedara en su poder, que alimentaba ladinamente aumentando sucesivamente los intereses del préstamo al mismo tiempo de lamentarse de la inflación.

-¿No tienes miedo de que me quede con él? -preguntó Manuel.

-No, no tengo miedo. Me dijiste que sos persona. Las personas son personas mientras sean decentes -contestó Magdalena-, además, en esta situación, no tengo otro en quien confiar.

Manuel se marchó a casa, ya cerca de la madrugada. Los chicos se habían dormido y él llevaba el rosario y sus apuntes en el bolsillo. Adivinó en camino el acecho vigilante del vecindario que él suponía dormiría un sueño pesado de hambre insatisfecho pero descubrió que la pobreza era también una vigilia constante, un insomnio alerta, la pesca de un ruido del que sacar provecho, de un fuego, una batalla familiar de los que se prestaban al pillaje, de un hecho del que brotaría el rumor de   —64→   las murmuraciones que inevitablemente encontrarían una explicación sexual al madrugón compartido con Magdalena. No le importó y pensó que tampoco importaría a Magdalena. Llegó a su refugio y no tenía sueño, sino todo lo contrario, lo poseía una extraña exaltación, como de quien descubre un secreto, y el secreto tiene sabor de vida. Se sentó frente a la máquina de escribir, alumbró con la lámpara su manuscrito y se dispuso a enriquecer lo que ya parecía un expediente de Magdalena. Pero se detuvo.

-Anota todo, que para eso te pagan -le decía su propia voz.

-Me pagan para que anote lo que vea, no mis sentimientos -se replicaba.

-Estás jugando con las palabras -se acusaba.

-No es tan simple como eso -razonaba-. Yo tengo que proveer a Elena de las miserias que me rodean. No estoy obligado a alimentarla con mis propias miserias.

-Conocer a Magdalena no es miseria.

-Tienes razón. Es un descubrimiento. No me pagan para descubrir, sino para contar.

-Entonces debes contar lo de Magdalena.

-Magdalena me pertenece. Es mi personaje. O tal vez mi amiga.

Y en ese momento, resolvió su conflicto interior en forma salomónica. Escribió para su propio archivo todo cuanto Magdalena le había dicho, hasta sus reflexiones, y cuando terminó, apartó cuidadosamente la pila de papel y retomó el expediente de Magdalena, donde hizo un resumen frío y objetivo -nada de imaginación, trágate tus reglas, Elena- de las aventuras de la mujer.

Era lunes, y a las 7.30 era su cita con Elena en el San Roque. Llegó, ocupó una mesa, y pidió una empanada y una gaseosa, decidido a esperar a Elena. Que por fin llegó a las nueve, vestida exactamente como en la entrevista anterior. No   —65→   era un vestido, era un uniforme, pensó Manuel, mientras ella depositaba su bolsón indio en una silla, se sentaba en otra y pedía al mozo con la mirada, su vaso de bebida verde. Ni se molestó en saludar.

-¿Tienes algo para mí?

En respuesta, Manuel le entregó la hoja que había logrado llenar a máquina, síntesis de las seis que se había guardado para sí. Elena la leyó cuidadosamente.

-¿No inventaste nada? -preguntó desconfiada.

-Juro que no. Magdalena existe. Su pierna quebrada existe, lamento que no tenga siete hijos. Sólo tiene tres.

-Y es vendedora de billetes de lotería. ¿No tiene otra ocupación?

-No sé -aseguró, aun sabiendo que mentía...

-Aquí dice que le ayudaste a volver a su casa desde los Primeros Auxilios. ¿Cómo fue eso?

-Pasaba por ahí.

Los ojos que variaban de color entre azules, verdes y grises, de paloma azul, se clavaban en Manuel, que se sintió un poco cohibido ante el escrutinio.

-Aquí hay muchas casualidades. Por casualidad viste el accidente. Por casualidad viste que la llevaban en ambulancia y por casualidad andabas por los Primeros Auxilios cuando ella necesitó volver a casa. Estás inventando a me ocultas algo. Ha terminado nuestro trato -se levantó con aire determinado para marcharse.

-Por favor, no te vayas -suplicó Manuel.

-¿Entonces?

Manuel confesó, pero no todo. Aquella chica era demasiado aguda para un mentiroso elemental como él. Confesó que como no había encontrado nada interesante había decidido seguirle la pista a la accidentada. Fue deliberadamente a los Primeros Auxilios. Pagó deliberadamente un taxi y deliberadamente la depositó en su casa, donde supo su nombre, su profesión   —66→   y su desgracia. No tenía idea -volvió a mentir- de cómo se arreglaría. No hablaría del rosario de oro, ni de su origen, ni si le torturaran. Ella buscaba miseria, y el oro no forma parte de la miseria. Elena, que se había vuelto a sentar, tomaba notas en el mismo papel que Manuel le había entregado.

-Ahora suena mejor -dijo al final de sus anotaciones-, tiene posibilidades. Dices que tiene tres hijos. ¿Ella tiene un hombre? -Volvía a tomar nota.

-Me pareció oír que tuvo dos. Pero ahora está sola. Eso es seguro, me lo dijo ella.

-¿Dos hombres?

-Supongo que uno por vez. No dos juntos.

-Si fueran dos al mismo tiempo, sería sensacional, pero debemos atenernos a la realidad. Dos hombres y tres hijos, vaya -seguía anotando-, el material empieza a tener valor. ¿Es joven y qué aspecto tiene?

En ese instante, Manuel comprendió que Elena haría valer su dinero. No le interrogaba, le hurgaba, le exprimía. Decidió cooperar. Valía la pena. Valía el dinero.

-Es joven tirando a madura. Es robusta, del tipo atlético. Es la típica mamá de tres hijos.

-¿Típica?

-Típica del bajo. Ruda. Nervuda, manos grandes. Debe tener alguna ascendencia europea, su pelo es rojizo. Y tiene pecas.

-¿No la deseaste sexualmente? -la pregunta le tomó desprevenido.

-¿Quién? ¿Yo?

-¿Con quién estoy hablando?

-Mis obligaciones no incluyen que me pongas en tu novela. No me gustaría ser el baboso seducido por una tigresa. A propósito, ahora que recuerdo, quise poner en el informe algo de imaginación, a pesar de tu prohibición. Quise poner que veía en Magdalena a una leona herida, con crías. Y lo puse. Es que   —67→   es una luchadora.

-La figura literaria es buena, la puedo utilizar.

-Bien, pero la leona herida no me suscita deseo alguno.

-La cuestión no es esa, Manuel. Estoy tratando de hacerme una imagen de la mujer, que puede ser un personaje. Tengo que describirla, y si ella es deseable o no, es importante. Pregunto de otra manera. Supongo que te gustan las mujeres.

-No soy homosexual.

-¿Te gustaría acostarte con ella?

Vaciló antes de responder. No. No le había suscitado ningún deseo. La pierna enfundada en grueso yeso y el temperamento casi masculino de Magdalena, sumados a la sordidez de la situación y de la vivienda, y un olor mohoso de declinación no evocaba ninguna feminidad invitante.

-Por el momento, no.

-¿Por qué dices «por el momento»?

-Porque no sé cómo es ella. No sé cómo camina, ni cómo contonea la cintura y cómo de redondo y duro tiene el trasero ni cómo se cruza de piernas. Sólo veo una pobre mujer abollada, y desearla en ese estado hasta me parecería vicioso.

-Puede ser una crisálida.

-¿Qué?

-Una crisálida. Un gusano vil enfundado en seda que de pronto despierta y se transforma en bella mariposa.

-Vamos a entendemos, Elena. Me has prohibido imaginar. Imaginar es tu derecho exclusivo. Pero Magdalena no es un gusano vil sino una persona, y no está enfundada en seda sino en yeso.

-Estaba imaginando figuras literarias, estúpido. Como dices, es mi derecho, y mi oficio. Pero digamos que tu informe vale, pero debes profundizar más la investigación.

-¿Por ejemplo?

-Los hombres de su vida. Fueron dos, dijiste, pero los hijos son tres. Cabe la posibilidad de que fueran tres hombres.   —68→   Tres padres.

-Podría ser. En forma sucesiva. Sucede mucho.

-Y por qué no tiene hombre ahora. Es muy importante para mí saberlo. Ya sabes, denuncia. La denuncia debe fundarse en la autenticidad. Las mujeres somos las víctimas frecuentes, las protagonistas de la denuncia. Investiga a sus hombres.

-Anoto. ¿Sos feminista?

-En algún sentido, sí.

-¿En qué sentido?

-Comprendo a las mujeres. Quiero que mis novelas las ayude. Es extraño que no tenga hombre, si es joven.

-Estás obsesionada con los hombres, Elena.

-¡Es que los hombres son la fuente de todas las aflicciones femeninas! -La voz permanentemente controlada de Elena había subido de tono, agudizada por un tenue matiz de ira. Las pupilas tricolores se volvieron más oscuras, y dos manchas rojizas alumbraron en las mejillas sin maquillaje.

-Y en tu novela, las víctimas son las mujeres desvalidas y los villanos los hombres. Me parece demasiado simple. La cuestión debe ser más complicada, digo yo, con el debido respeto a tu imaginación.

-¿Cómo lo plantearías vos?, a ver, deslúmbrame.

-El hombre no es bruto porque es hombre. Lo es por ignorante. La mujer no es sumisa por mujer, sino porque es otra ignorante, pero más débil.

-No lo veo yo así, Manuel. La mayoría de los hombres, cuanto más refinados, son más brutales. No con una brutalidad de garrote, sino de Poder. Brutalidad de guante blanco, Manuel. Te acarician, pero no sienten ternura, sino posesión.

-¿Sos lesbiana, Elena?

-Mi vida personal no te atañe. Sos mi empleado. Pero no, no soy lesbiana. Fornico de vez en cuando.

-¿Con quién?

-¡Señor! -la voz sonaba escandalizada.

  —69→  

-Perdón, sólo quería saber si sos casada.

-Soy soltera, y si piensas que terminaremos esto en la cama, estás equivocado. Nuestro trato es estrictamente comercial.

Manuel se encogió, cohibido. Era la segunda vez en pocas horas que una mujer le decía que no tenía intención de acostarse con él. Se preguntó si en su aspecto tenía algo que repelía a las mujeres. O que las atraía y se ponían corazas. Suele suceder, dicen.

-¿Ya cenaste, Manuel?

-Una empanada y un pan.

-Ésa no es cena. Invito yo -llamó al mozo y pidió un bife a la plancha y un tomate crudo. «Oculta su cuerpo con una túnica franciscana pero cuida su silueta», reflexionó Manuel, declarándose incapaz de comprender los secretos de la feminidad, la personalidad de la paloma azul. Por su parte, ante la mirada interrogante del mozo, pidió pollo con ñoquis.

Cenaron en silencio que duró poco, porque fue Elena quien, tras mirar su ropa desvaída, su pelo largo y su camisa lamentable, sentenció.

-Debes vestirte mejor. Si vistes bien hasta podrías ser agradable.

-Es caro.

-Ya sé. Hablemos de dinero.

-Ya me diste...

-El dinero es importante -decía mientras masticaba delicadamente trocitos de carne magra-. No tienes otra manera de llegar a la intimidad de esa mujer... ¿cómo se llama? Magdalena. Tiene el problema de subsistir, aparecés vos como un ángel caído del cielo, y le ayudás con dinero. Por gratitud abre su corazón y te cuenta todo. Capaz que te abra también las piernas.

-Tienes la obsesión malsana...

-Hay mujeres que sólo abren su corazón después de abrir las piernas. De modo que debes mejorar tu aspecto.

  —70→  

-Esperá, no vayas tan rápido. Si entiendo lo que piensas, el dinero ponés vos y el pito pongo yo. Y vencida sus líneas defensivas, investigo.

-Ésa es la idea.

-Los dos hombres y todo eso.

-Que pueden ser tres. Y cómo nacieron sus hijos. Cuáles son sus rencores.

-Todo eso, después de que me abra las piernas. ¿Puedo hacerte una crítica?

-Adelante.

-Sos mujer. Pero menosprecias a la mujer. Y mientes cuando dices que las comprendes.

-No. No es así. Es una cuestión social. Cuando toda una sociedad cae, las mujeres son las que más sufren. Las que más se desmoralizan. Son siempre las primeras víctimas del derrumbe. No menosprecio a tu Magdalena. La coloco donde la sociedad la colocó, sin ninguna oportunidad de levantarse del fango, y a veces, Manuel la única salvación, el único contacto con la realidad, es su sexo. De ahí viene lo de abrir las piernas. Ya las abrió a tres hombres.

-A dos.

-Estoy segura que fueron tres. Y si no te volvés gazmoño, vos podés ser el cuarto.

-No, gracias.

-Por razones prácticas. Trabajas en eso.

-No quiero hacer el amor por razones prácticas. Por ahí no se me para.

-¡Gracioso!

Terminaron la cena. Elena no pidió postre porque contenía azúcar. Manuel no lo pidió porque tenía vergüenza, aunque le hubiera gustado una gruesa porción de dulce de batatas con queso. Pero la mejor culminación de la noche se dio cuando Elena extrajo del bolsón indio una chequera y llenó un cheque al portador. Incrédulo, vio repetirse los ceros detrás de un uno.   —71→   Una suma enorme. Elena cortó el cheque y se lo entregó. «Esta suma incluye ropa nueva, un premio por tus descubrimientos y algo para Magdalena», manifestó.

-Y recuerda que no debes mudarte de tu cueva. Nos vemos el viernes -terminó levantándose para marcharse después de firmar la cuenta que traía el mozo en una bandeja.

Salieron juntos a la acera, las horas habían pasado y se acercaban a la medianoche. Manuel decidió que Elena merecía una gentileza y se ofreció a acompañarla hasta que tomara el ómnibus.

-¿Ómnibus? -rió divertida. Extrajo de su bolsón una llave con la que abrió la portezuela de un BMW rojo, que se la llevó rugiendo.

Iba a marcharse, rumbo opuesto, literalmente y literariamente, al que había tomado Elena, cuando observó que el mozo lo miraba con insistencia, como queriendo decirle algo. Curioso, volvió a entrar. El mozo era viejo, canoso y de aspecto cansado, como todos los mozos a la medianoche.

-Vos me parecés un buen tipo -dijo el mozo.

-Gracias, hermano.

-Cuidate. Yo tengo un hijo de tu edad.

-Ojalá le vaya bien.

-A él sí. Pero vos...

-¿Qué?

-Cuidate.

-¿De qué? ¿De quién?

-Del Lecayá.

Y sin decir más, se metió en el salón y de allí a las profundidades de la cocina. Manuel se encaminó al refugio. Estaban pasando tantas cosas de pronto que le desbordaban. Era muy tarde y en camino a casa estaba entrando en la zona peligrosa de la periferia. Noches antes habían matado a una mujer para robarle la cartera. Y en otra madrugada a un carnicero que volvía de aserrar carne. Recordó los episodios quizás por el críptico   —72→   significado del aviso del mozo, que se cuidara del Lecayá. Se detuvo en un portal y metió el dinero que aún tenía y el cheque en un zapato. Cuidate del Lecayá. ¿Quién podía ser Lecayá? Lecayá es el patrón generoso o explotador. Es el padre de familia severo o el abuelo abandonado en la habitación del fondo. Capataz, comisario, administrador, caudillo, jefe, todos eran Lecayá. Pero la advertencia del mozo implicaba a Elena, y bien sabido es que los mozos, los choferes y las peinadoras son las personas mejor informadas del mundo. Lecayá podría ser también el padre celoso, o el gran burgués amante, capaz de solventar la carrera de una escritora, obsequiarle un departamento y ponerle en la cochera un BMW y en el banco una cuenta corriente. En todo caso, era un Lecayá peligroso, porque si fuera inofensivo no produciría el aviso susurrado del mozo, que bien podría ser un amigo inesperado o el mensajero del patrón. Y por tanto, el aviso no era aviso, sino mensaje, tal vez amenaza. En todo caso, había un Lecayá con poder de amedrentar del que debía cuidarse. No atinaba a concebir por qué debía cuidarse. Su trato con Elena era comercial, y la relación inocente, hasta ahora, por lo menos. Llegó a su refugio y antes de dormirse, trató de entender el significado del absurdo que empezaba a apresarlo como en una telaraña. Tenía el dinero para salirse de allí y vivir allá arriba, en alguna pensión modesta, pero ese dinero le estaban dando para que se quedara allí. Mudarse sería una trampa, una violación del acuerdo. En cierto modo, estaba prisionero de Elena, y de alguna manera, también de Magdalena. Y había un Lecayá. La cuestión se estaba volviendo complicada. No durmió bien.



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