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  —73→  

ArribaAbajoSeis

Percibió desde el principio que Magdalena había logrado bañarse. Al rasgado pantalón vaquero substituía una bata ancha, larga hasta los pies, floreada, lujosa y con un gran cinturón de seda que simulaba una cuerda. Del ropero de doña Petrona, adivinó. Seguía sentada en el diván. La pierna cubierta con yeso se apoyaba rígida sobre una silla, y la otra pierna se entreveía blanca, con una leve pelusa rojiza, torneada y un poco musculosa. Una pierna capaz de suscitar deseo, se dijo Manuel, si a uno le gustara las mujeres recias. La cara lavada y el cabello tirante, peinado hacia atrás no dejaban de darle cierta nobleza de rasgos. Cuando llegó le recibió una sonrisa de bienvenida, quizás porque pensara que traía el dinero del rosario empeñado. Pero le devolvió la joya.

-¿No le encontraste a don Esteban?

-No hubo necesidad.

Y como había decidido, le relató su encuentro con Elena, las preguntas de Elena y el cheque de Elena que había cobrado antes de venir, y que de la suma total, le correspondía algo. «Algo» fueron diez billetes que depositó sobre la mesa.

-No puedo recibir tu dinero -protestó ella.

-No es mi dinero. Es el dinero de Elena. Y te lo has ganado.

-No veo cómo.

-Es un poco complicado. Elena me paga a mí para reunir material. El material sos vos. Tengo que anotarte en mi cuaderno y llevarte desnuda. A vos y a todo lo que te rodea. El dinero no hubiera aparecido si no aparecías vos. Por tanto, te corresponde la mitad.

-Podías quedarte con todo y empeñar el rosario.

-Me daba pena empeñar el rosario.

-¿Así que yo soy el material? Me parece chistoso. Vos conocés mucho de mí. ¿Le vas a contar todo?

  —74→  

-Sólo le conté una parte.

-¿Qué parte?

-Dejé una parte para mí.

-¡Pero vos no sos escritor!

-Soy tu amigo. ¿O no?

La mujer vaciló un poco. Observó agudamente a aquel joven extraño que había dejado el traje gastado donde correspondía, en el basurero, y parecía más joven con sus pantalones vaqueros y la remera con el logotipo de Marlboro.

-Sí, puedo creer que sos un amigo, pero...

-No piensas acostarte conmigo, ya sé. ¿Por qué las mujeres que conozco se apresuran a aclarar que no se acostarán conmigo? Elena también me dijo lo mismo.

-¿Es linda?

«Son pintorescas las mujeres, pensó Manuel. Elena quiere saber si Magdalena es deseable. Magdalena me pregunta si Elena es linda.»

-No sé. No se viste, se enfunda. No se maquilla, pero es joven y tiene lindos dientes. Si es hermosa, lo disimula muy bien. Cenamos juntos en el San Roque.

-¿Y después de la cena? -en la pregunta había cierta ansiosa picardía.

-Se fue a casa en su BMW.

-¿BMW?

-Es un auto.

-Ya sé. Un auto caro, como el que me atropelló. Debe ser rica.

-O debe tener un amigo rico.

-Hablame un poco de ella.

-Un momento, vamos a entendernos. El negocio es que yo le hable de vos a Elena y no de Elena a vos. Encuentro un poco difícil la cuestión, Magdalena. Elena piensa que tu vida es un drama, y tiene razón. Quiere conocer ese drama para hacer su novela auténtica, dramática, denunciante. Creo que son   —75→   parecidas en cuanto a lo que sienten por los hombres en general. Pero me sucede algo raro, sé mucho de vos pero no puedo decir todo, porque sería como violarte. Elena es una paloma azul a quien debo alimentar con tu carne, pero puedo elegir los pedazos.

-Cuando yo te conté lo que me pasó, sabía para qué era. Conocía ya tu trabajo. No me importa que vos le cuentes todo si es que le sacás plata a esa chica. Y cuanto más le escandalices, mejor. Dale de comer a tu paloma azul hasta que reviente. ¿Te vas a poner delicado ahora?

El sentido práctico de Magdalena, más acostumbrada que él a aprovecharse de todo para sobrevivir, impresionó a Manuel. Tenía razón. Él era un lírico, y al descubrir que era persona, pensaba que todo el mundo era persona. Pero no era así, Elena no era una persona, era una mina. Pero la mina era exigente, requería trabajo y también picardía.

-Entonces, tenés que tener tres hombres en tu vida.

-¡Pero sólo fueron dos, y ya bastan!

-Elena quiere que sean tres. Y que cada uno de ellos te haya dado un hijo.

-¿Eso quiere? Vamos a darle. Te ayudo a inventar al tercero.

-Pero eso es trampa.

-La trampa está de moda. ¿Quién vive hoy sin hacer trampa? Oigo todo en mi radio portátil. La gente no paga sus impuestos, los maestros hacen huelga y los niños se quedan burros, trampa. Las enfermeras del hospital no cobran, hacen huelga y los enfermos se mueren sin remedio, en la calle, y cuando pescan una cama en el hospital no es para curarse, porque no hay remedios ni jeringas ni nada, sino para morir, trampa. Las modelos no muestran su ropa, sino su carne, trampa. Los políticos hablan de las miserias del pobre pueblo y cambian cada año su cuatro por cuatro, trampa, che. ¿No te animás a hacer vos tu trampita? Si no, no sos de este mundo. Mi hombre número   —76→   tres se llama Ernesto.

-¿De modo que hubo otro?

-Sí, pero no mío. Es de mi vecina, la que me trajo el pollo, ña Tarcisia.

Ntilde;a Tarcisia había acompañado, allá en san Pedro, en la invasión de una propiedad, a su concubino, Emeterio Coronel. Una noche, irrumpieron en masa y en la oscuridad plantaron estacas, hitos, mojones para hacer una improvisada mensura de lotes a ocupar. Tenían dos hijos pequeños y se aferraron al pedazo de tierra hasta que un juez se cansó de apresar, los policías de apalear y el propietario de reclamar. Así consiguieron por fin el título de propiedad de 20 hectáreas, que desmontaron primero para vender madera a unos camioneros brasileños que depredaban armados de motosierras impiadosas. Cuando acabó la madera, arrasaron con el matojo bajo para los fabricantes de carbón, y cuando todo el verde desapareció, la gran lluvia se llevó la buena tierra y quedó un arenal inservible. A pesar de todo, Tarcisia, que provenía de una familia de agricultores que alguna vez tuviera un rancho, mandiocal, plantaba un poco de algodón y recogía coco, y siempre había porotos creciendo en los cercados, gallinas poniendo en los matorrales y cerdos gruñendo en los chiqueros, añoraba aquella vida y deseaba cultivar la tierra. Emeterio Coronel, que había quedado sin trabajo cuando terminó Itaipú y ni loco se pondría a plantar nada, se disponía a incorporarse nuevamente a otro grupo de ocupantes en Concepción, cuando le picó una víbora. El Puesto de Salud, que atendía una enfermera que vivía entre el aburrimiento de no poder hacer nada y la desesperación de no conseguir tampoco nada para ayudar a la gente, no tenía el suero antiofídico, y Emeterio Coronel murió. Ña Tarcisia vendió su «derechera» o el derecho de ocupar el lote, a un brasileño, y con el dinero viajó a Asunción. También con ese dinero logró instalar una choza en el bajo. Mujer trabajadora, pronto se adaptó a Asunción, que de hecho, no le ofrecía oportunidad alguna, salvo la   —77→   de sobrevivir como fuera. Y obligadamente aprendió a sobrevivir, incluso, hurgando en los basureros y pagando a un peón de cocina en un hotel, a veces con dinero, a veces con sexo, por el derecho de recoger los restos de comida que deberían comercializarse para el engorde en una chanchería, pero el peón, en la segura clandestinidad de la madrugada, convertía en su propio negocio y regodeo. Negocio rentable y ocio gozoso al mismo tiempo. De esa etapa mendicante, ña Tarcisia pasó a una actividad más seria. Adquirió una parrilla portátil fabricada con medio tambor de kerosene y se especializó en cocinar «asaditos», que eran la versión criolla y un poco más contaminada que el presuntuoso brochette que ofrecían los menúes en los restaurantes de lujo, con la diferencia de que ña Tarcisia los ofrecía, a la sombra de los estadios o en plena calle, acompañados de mandioca. Su negocio progresó, porque el «asadito», trocitos de carne vacuna, de pollo y hasta de cerdo de misteriosa procedencia, ensartados en un palillo y pasados por el fuego del carbón, cundió como costumbre, y era lo más parecido a una comida decente a la que podían acceder los pobres y a los no tan pobres que empezaban a sufrir las carencias de los pobres. A los «asaditos» agregó panchos y hasta gaseosas. Añoraba a Emeterio, o mejor dicho, era lo bastante joven y sufría de urgencias sexuales. Así conoció a Ernesto. Para gozo de ña Tarcisia, Ernesto tenía siempre dinero aunque nunca aclaró en qué trabajaba y ayudó a su nueva concubina a desarrollar más su negocio, proveyéndola de lo necesario para que en su propia vivienda, ña Tarcisia instalara una «pollería» que suministraba pollo asado a todo el bajo. Vivieron juntos cuatro años durante los cuales ña Tarcisia gestó dos hijos y supo soportar filosóficamente las borracheras de Ernesto, que era cosa de hombres, y su propensión de propinar violentas palizas a los dos hijos mayores, que no eran hijos sino hijastros, también cosa de hombres, según ña Tarcisia, que tenían el derecho a corregir a los chicos, antes de que se volvieran patoteros. Lo   —78→   soportó todo porque no siempre las cosas son perfectas en este mundo, hasta que el misterio de la economía floreciente de Ernesto se disipó cuando una comisión policial irrumpió en la vivienda, esposó a Ernesto y se lo llevó para una larga temporada en la cárcel de Tacumbú. Su error fue robar el Mitsubshi Montero flamante de un Senador de la Nación, que se encargaría de que el atrevido no viera la luz del sol por largo tiempo, víctima de algún proceso judicial caído en el folclórico cepo del opareí.

-Mi otro hombre, el papá de Lucía, se llamaba Ernesto, era borracho, pegaba a mis otros hijos, era robacoches y está en la cárcel -finalizó Magdalena.

-Me creás un problemón, Magdalena. Ya informé a Elena lo del tu papá, tu mamá, el colegio, el músico, el maquinista y el capataz. ¿Cómo voy a decir que viniste del campo?

-Sencillo, mi hijo, no vine del campo, encontré a Ernesto cuando ña Petrona se murió.

Manuel reflexionó, y llegó a la conclusión de que Ernesto calzaba en la historia de Magdalena. Ahora Lucía tenía otro papá y Magdalena un tercer concubino. Elena estaría satisfecha. La mentira era perfecta, pero no podía disimular cierta molestia. Magdalena percibió la picazón ética que empezaba a atormentar a su nuevo amigo, o socio.

-Mirá, Manuel. Si vas a vivir dándole pelota a tu conciencia, vas a terminar otra vez como un arruinado.

-¿Vos no tenés conciencia?

-Sí, para mis hijos, no para este mundo podrido. Es un empate, Manuel, el mundo no tiene conciencia y nos abandona en la orilla, y como desquite yo no tengo conciencia para el mundo.

Una variante de la ley de la selva. No la ley del más fuerte, sino la ley del más pícaro. Entre sus libros, tenía, de Darwin, El origen de las especies, y lo había leído, y estaba descubriendo que el sabio, si viviera, debería revisar su teoría, especialmente   —79→   ahora, en que se había puesto de moda la libertad del mercado y el darwinismo se aplicaba tanto a los animales como a la gente. Estaba a la vista de todos. La fuerza era arcaica. La astucia, la manipulación y el pocarë eran los instrumentos de dominación. Y en la tabla de valores de Magdalena, en una sociedad delincuente, el virtuoso se arruinaba. Así de fácil. Y no era cuestión de culpar a Magdalena, porque ella era el subproducto de una corrupción mucho más grande, que abarcaba todo y lo podría todo, hasta la última frontera de la gente, la conciencia.

Rafaelito, el hijo mayor, apareció portando un cesto de comida y Manuel cayó en la cuenta de que ya era mediodía. Se disponía a marcharse.

-Quedate a comer con nosotros -invitó Magdalena.

Manuel aceptó. Rafaelito y su hermanito, Marcos, diligentes y bien entrenados, ágiles en sus astrosos zapatos deportivos productos de alguna kermesse de caridad, tendieron un mantel sobre la mesa, y los cubiertos, como si fuera un deber de todos los días, y allí Manuel tuvo una nueva percepción de la calidad de vida que Magdalena trataba de rescatar en medio de sus grandes carencias. Un mantel, de cretona floreada y barata, pero mantel, en una mesa de un rancho miserable, era la diferencia entre la miseria aceptada mansamente y la rebeldía contra ella. No era al final de cuentas una leona herida con sus crías en la espesura. Las crías tenían las uñas cortadas y sabían usar tenedor y cuchillo. Era una persona, una madre marginal tratando de ser burguesa imponiendo costumbres de «gente». Disimuló una secreta admiración por Magdalena. Compartieron el almuerzo, y Manuel descubrió una novedad inesperada. Por primera vez presidía una mesa familiar. Podía ser un padre de familia rodeado de los suyos y compartiendo el pan y el vino. Cuando tenía casa, y trabajo y madre, ella, enferma siempre, comía en su habitación y él en la cocina, charlando con la sirvienta de turno; no cenaban, ni almorzaban. Se alimentaban con los formalismos familiares desterrados.

  —80→  

-Hay algo que me preocupa -dijo Manuel cuando terminaban de comer y los chicos levantaban la mesa. Y relató a Magdalena su conversación con el mozo, llamándole a tener cuidado con el Lecayá.

-Los mozos no hablan porque sí. Saben mucho y si dice que tengas cuidado, hacele caso. ¿Vos tenés arma?

-¿Arma? Nunca maté ni un pajarito.

-Necesitás un arma, esperá.

Se levantó dificultosamente, arrastrando la pierna rígida. En un rincón había una valija de cuero repujado, con toda seguridad recuerdo de los avíos de la difunta doña Petrona que había heredado Magdalena. Abrió la valija, y de ella extrajo un arma, un revólver, viejo, pesado, reluciente y negro, envuelto en un terciopelo rojo. No era un revólver. Era un recuerdo de viuda. Recuerdo de la virilidad de un marido que alguna vez fue joven y dueño de un cañón temible, macho. El tambor tenía 6 balas doradas, como recién pulidas. Posiblemente, el revólver había salido del mismo escondrijo de las joyas de la anciana dama. Los niños miraban con reverencia la pesada arma.

-No puedo andar con ese mosquetón por la calle, Magdalena, además no sé disparar dijo.

-Se apunta y se aprieta el gatillo -le instruyó Magdalena con sencillez.

-Y sale la bala y me destroza el pie. No, guardalo.

-Por lo menos, debes tenerlo en tu casa -y mientras insistía, con gesto terminante envolvía el revólver y su funda de terciopelo en un papel diario.

No tuvo más remedio que aceptar. Cuando Magdalena quería imponerse, se imponía. «Suerte que tiene una pata rota -pensaba Manuel-, si estuviera entera ya estaría teniéndome de las orejas». La reflexión ligera le llevó a un recuerdo profundo. El de su madre. Ella también era dominante, o él demasiado propenso a someterse a la autoridad femenina. Tenía que profundizar en el tema. No había mucho porvenir en un hombre   —81→   que se deja dominar por mujeres, a pesar de que con su madre era algo placentero, pero era su madre. Magdalena no era su madre y podía poner las cosas en su lugar, pero lo dejó para más adelante, como siempre lo hacía cuando los dilemas existenciales se volvían complicados. Además, tampoco Elena era un dechado de respeto a su condición masculina. Paloma azul, se decía, pero capaz de mimetizarse y volverse halcón, búho o águila. Muchacha ambiciosa, capaz de crear sus propias circunstancias y dominarlas.

Volvió a su refugio portando el pesado paquete que escondió entre los libros y volvió a salir. Se dirigió en línea recta al San Roque, que a las dos de la tarde atendía a poca clientela. Tres mozos bostezaban, pero el servidor viejo que le había alertado sobre el Lecayá no estaba visible. Preguntó por él a otro mozo y le dijeron que su turno empezaba a las 7, pero de todos modos no vendría, porque estaba enfermo. Sentía tal urgencia, o miedo, que averiguó su dirección y se la dieron. Vivía en una pequeña casa, con una hija cariñosa, gorda e irremediablemente soltera, y un hijo que también era mozo, detrás de la cancha de Tembetary, más pista de baile que cancha, en un barrio semanalmente atormentado por una batería de 16 altavoces que multiplicaba los delirios de un disc jockey frenético y posiblemente drogado. Pero era martes y el barrio gozaba de la tregua. El infierno se desataba los sábados y domingos. Fue fácil ubicar la casa donde fue recibido por la hija del mozo, vacuna, sonriente y amable, sorprendida por la apostura de ese joven visitante de ajustados pantalones vaqueros y remera Marlboro, y mirándolo con el mismo deleite anticipado con que miraría un bombón de chocolate relleno con crema.

-Sí, mi papá puede recibirle. ¿Le sirvo un café?

-No, gracias.

Pasó a la coqueta salita donde reposaba el enfermo sentado en un diván, con el pie derecho enfundado en una venda de monstruoso tamaño apoyado sobre una silla, en alto.

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-Tengo gota, mi hijo, y debería estar orgulloso porque el doctor Francia también tenía gota y andaba siempre con un malhumor de miel diablos -explicó el dueño de casa-. Es enfermedad profesional. El mozo que no sufre de los pies a los 55 años, es un mozo falsificado, si no sufre de gota es de los pies planos, reuma, artritis o callos -y rió amargamente.

-Me da pena por usted.

-Miente. Lo que siente es miedo por usted. Por eso vino aquí. Creo que fui demasiado charlatán. No me haga caso.

-Pero usted me habló del Lecayá.

-Sí, en mal momento. No se meta en líos. Hay muchas mujeres. Las mujeres sobran.

-Usted se refiere a la señorita Elena.

-Sí, a ésa. Buena chica, es generosa con las propinas. La paloma azul.

-¿Usted le puso ese nombre?

-No, se puso a sí misma. Le gusta que le llame así.

-No tengo nada con ella, es mi socia, o mi patrona.

-Es mujer de otro. Peligroso. El asunto, digo.

-Es la mujer de Lecayá.

Era visible que el mozo no quería comprometerse. Apenas asintió. Había tenido un arranque de preocupación paternal, pero no iría más adelante. Ya estaba en paz con su conciencia.

-Usted debe informarme más. Yo no quiero líos con nadie. Nunca tuve líos con nadie. Creo que en el fondo soy un hombre de paz. O bastante cobarde.

-Entonces, déjese de joder con esa muchacha.

-No jodo, trabajo.

-A veces es la misma cosa. Y óigame bien. Yo no le dije nada. Yo no le conozco. Usted es el que está tirando piedras al avispero político, no yo. Sólo sirvo su mesa, o la mesa de la chica ésa. Si usted me menciona, niego todo.

-Yo no tiro piedras a nada, ni a los perros que me salen en   —83→   el camino. ¿Qué es eso de avispero, don?

-Toda la política es un avispero, joven. Las abejas defienden su miel y hay picaduras venenosas. Esa chica le puede meter en terreno que no conoce, donde uno no sabe si la gente es gente o si es fiera. Así es la política. Yo le digo a mi hijo que no se meta en política, es terreno falso. No hay amigos, hay compinches. No hay camaradas, hay socios. Un día todos son amigos y otro día los amigos te están cazando. Pero no me hagas caso, me plagueo al pedo. Es la gota. Malhumor, como el doctor Francia.

-¿Quiere saber lo que pienso?

-No. No quiero saber lo que piensa. No me interesa. No es mi asunto ni mi negocio.

-Pienso en Lecayá.

-Hace muy bien. Puede mejorar su salud.

-Pienso que Lecayá le paga para informar sobre la chica.

-Piense en lo que quiera. Puede ser cierto. Pero no estuve informando a Lecayá sobre usted. Le estoy informando a usted sobre Lecayá. Y ya que estamos en eso, por favor, no informe a la señorita sobre mí.

-Porque ella le va a informar a Lecayá, entiendo.

-Me alegra que entienda, porque por lo menos empieza a darse cuenta en qué se está metiendo, y no digo más.

Manuel no dejó de reconocer que si el viejo mozo gotoso era espía, no dejaba de conservar cierta ética. El aviso no era un mensaje, ni una amenaza. Era un tenue resplandor de conciencia virtuosa. Le agradeció, pero el misterio del Lecayá tenía que ser aclarado en otras instancias. Se despidió y la hija gorda y suspirante le acompañó hasta el portón de la casa.

-¿Está seguro que no le gustaría un cafecito? Lo hago espumoso.



  —84→  

ArribaAbajoSiete

Era viernes, día de su cita con Elena, en el San Roque. Estuvo haciendo lo de costumbre hasta el anochecer. Escribía todo para su archivo, y un resumen para Elena. Como siempre, de siete páginas para sí correspondía una para Elena y los detalles del medio ambiente humano que relataba Magdalena era para su archivo. No olvidó la charla con [el] mozo enfermo y su perceptible conflicto moral. Elena quería saber de Magdalena y él le proporcionaba Magdalena en abundancia, esta vez con el agregado del falso tercer hombre en su vida, Ernesto, supuesto padre de Lucía, que estaba en la cárcel de Tacumbú y había llegado a su vida cuando murió doña Petrona y el periodo de vida idílico que le había dado Dina terminó y volvió de nuevo a la calle. Escribió que Magdalena vestía la vieja bata de la difunta doña Petrona y la disciplina de sargento que imponía a su corta familia. Podía ser un dato importante para la novelista que al denunciar la miseria en su novela, podía poner un poco de alivio en el drama haciendo que la protagonista tuviera algunos gestos de rebeldía, como tener en casa cepillos y dentífrico, como realmente los tenía Magdalena. Le hubiera gustado incluir a Gumercindo, pero no calzaba en la historia. Mencionó el mantel en la mesa y los cubiertos, que era un informe verdadero, un rasgo de «gente» para que Elena no tratara tan mal a Magdalena en su novela, que la concibiera castigada, pero no vencida. El mantel era importante, una bandera de la decencia, como lo había descubierto por sí mismo. Las palomas azules también deben percibir decencia. En Magdalena, y en él mismo, Manuel Arza, un espía que informaba con el permiso y hasta con la complicidad de la informada para que Elena escribiera su novela. En este punto, se preguntó si él le suministraba solamente material a la escritora o si él mismo era también material. Alguna vez preguntaría a Elena como lo describía en su novela, si lo estuviera incluyendo en ella. Satisfecho con su   —85→   trabajo, a las siete ya estaba instalado en su mesa del San Roque esperando a Elena y comprobando con alivio que el mozo informante no estaba, todavía víctima de su ataque de gota. Sólo pidió un café. Elena llegó a las ocho, vestida como era su costumbre y Manuel se preguntó si la chica vestía siempre la misma túnica o tenía varias del mismo color. Se decidió por lo segundo. Repitió el ceremonial de ubicar su bolso indio en una silla y se sentó en otra. Y no ocultó cierta sorpresa al observar a un Manuel distinto, sin el viejo traje, y esbelto y garboso con su pantalón y su remera, y la barba afeitada y el cabello bien cortado.

-Caramba, nos hemos vuelto buen mozo -comentó-. Estoy ansiosa de ver tus apuntes. Ya he comenzado mi novela. Adivina que título lleva.

-Magdalena.

-¡Blanco perfecto! Tienes imaginación.

Observó alrededor, buscando al mozo acostumbrado para hacerle el pedido de siempre. Pero había otro mozo, y tuvo que pedir en voz alta su bebida. Tenía un nombre en inglés. Manuel no sabía inglés, de modo que sólo atinó a decir que «para mí lo mismo». Antes de llegar las bebidas, Elena ya estaba leyendo y preparando la pluma, su perdida Parker, para hacer sus propias anotaciones. Saltó.

-¿Viste? Había otro hombre. Así como yo preveía, un hombre para cada hijo. Intuición femenina.

-Tenías razón.

-¿Él no envía cartas o ella no le lleva marihuana?

-¿De quién estás hablando?

-De Ernesto, el presidiario. Estas mujeres son fieles a sus hombres. Una vez leí de una que llevaba drogas en la vagina.

-No creo que Magdalena...

-No hablo de tu Magdalena. Hablo de mi Magdalena. Tu Magdalena es algo desvaída. Mi Magdalena debe ser fuerte. Una ruina humana, pero una ruina total. Lo de la droga en la   —86→   vagina me gusta. En alguna parte de la novela la van a descubrir y ella va a parar al Buen Pastor. ¡Sos un genio, Manuel! -casi gritó entusiasmada, y Manuel sospechó que la chica había tomado antes de venir, algo más fuerte que su bebida verde.

-Pongámonos de acuerdo, Elena. Tienes derecho a imaginar, pero los hombres en la vida de Magdalena son accidentes. Magdalena y Ernesto no son Romeo y Julieta. Se juntaron para no dormir solos y de paso copular. No he observado ninguna pasión abnegada. El tipo fue a la cárcel y Magdalena siguió su vida, quizás más contenta, porque Ernesto pegaba a los chicos que no eran suyos, hasta que apareció el travestí que apaleó a Ernesto, fijate en el informe -mintió descaradamente, pero culpándose de pintar tan despiadadamente a Magdalena.

-¿Qué dijiste?

-Que no son Romeo y Julieta...

-No, lo otro.

-Que los hombres en la vida de Magdalena...

-¡Son accidentes! Genial, querido. Has tocado una tecla que yo sabía que estaba allí y no lograba encontrar. Los hombres son accidentes en la vida de las mujeres, es la verdad. No existen los príncipes azules que te traen un destino maravilloso y fantástico. Vienen, te usan, se van, y te dejan desencanto, soledad y frustración. O se quedan y convierten tu vida en un largo aburrimiento, a veces en un calvario interminable -mientras decía esto escribía con furia en la hoja que iría a formar el expediente de Magdalena.

-Sale un ruidito de tu bolsón -dijo Manuel.

-¿Qué?

-Que sale un ruidito de tu bolsón.

Elena se apresuró a abrir el bolso y sacó de sus profundidades un teléfono minúsculo, que destellaba con lucecitas rojas y verdes, y chillaba reclamando atención. Dijo «Hola», escuchó, su rostro se puso rojo y bramó «¿Con quién voy a estar?». Pero miraba a Manuel como deseando que no existiera. Se levantó   —87→   y fue a refugiarse en un rincón del restaurante, entre una vitrina de frutas y la pared, donde siguió hablando con talante tenso. Después colgó, volvió a la mesa, metió el teléfono en el bolsón que se colgó del hombro con el aire del soldado que carga la mochila dispuesto a seguir la marcha heroica.

-¡Vamos!

-¿Dónde?

-¡Dije que vamos!

Ya caminaba hacia el automóvil con aire resuelto, con sus pasos largos y su túnica flameando, cuando Manuel se decidió a no seguirla. Si estaba huyendo, que huyera sola, él, como el mozo, no tenía nada que ver. No empezaría a tirar piedras al avispero. Además, demasiadas mujeres dominantes, ya basta. Pero a pesar de su decisión, seguía a Elena y obedecía su perentorio gesto de abordar el BMW, que arrancó con un rugido enojado que parecía responder al temperamento encendido de su dueña. Salieron del centro sin respetar semáforos y entraron en la zona residencial. Una calle estrecha, un alto edificio de departamentos cuyo garaje subterráneo abría su bocaza para devorar el auto y sus ocupantes. Un ascensor que subía y subía, contando alturas con cifras verdes que destellaban y se apagaban. Piso 2, 3, 4, y subía más hasta detenerse en el 9. A Manuel le parecía estar soñando y caminando por un largo pasillo como dicen que sueñan los agónicos cuando se van de esta vida siguiendo a un ángel tenebroso. El ángel tenebroso abrió con llave una de las puertas y entraron a un departamento donde todo era rojo, desde las cortinas hasta las alfombras, evocando en Manuel el recuerdo de una película con un prostíbulo elegante del París de Alejandro Dumas. Sala, piano, un escritorio con una enorme procesadora IBM en cuya pantalla encendida desfilaban serpientes en colores, esperando la continuación de la novela de Magdalena, y más allá un pasillo que conducía al dormitorio donde Elena entró y le invitó, o lo obligó, a entrar. Lo hizo y como esperaba, la cama era enorme, y todo lo demás   —88→   con el carmesí de una sensualidad postiza, fabricada. Obvio -se dijo Manuel-, el nido de amor de alguien que se fabricaba su novelón romántico, poniendo en el centro a Elena, que se ocultaba dentro de una túnica porque pertenecía a uno solo, y uno solo podía mirarla. Pero las cosas parecían estar cambiando, porque Elena le dijo que se desnudara mientras ella entraba al baño, llevándose de paso, apretada contra el pecho, una fotografía enmarcada de la mesa de luz. La del cornudo, pensó, pero no pensó mucho. La orden era desnudarse. Vaciló, comprendió y tuvo vergüenza adivinando lo que vendría, que no era como imaginaba, con un rito previo de besos y de caricias y con un bolero antiguo susurrando desde las cortinas. Estaba en calzoncillos, avergonzado y confundido, cuando ella reapareció como no debía mostrarse a nadie, desnuda como viniera al mundo, esbelta, perfecta, marmórea. Le empujó y cayó de espaldas como en un mar de seda y terciopelo. Ella le arrancó los calzoncillos y se le montó encima. Todo fue rápido y espasmódico. Ella no estaba haciendo el amor con Manuel. Le estaba dando puñaladas al orgullo de otro, al de la fotografía, que le había llamado por teléfono para ofenderla. Cuando se sació de Manuel se dejó caer de espaldas con una sonrisa satisfecha, maligna.

-Ya tiene el infeliz lo que se buscaba -susurraba, con talante feliz-. Ahora puedes irte, Manuel. Aquí no ha pasado nada. No tienes nada que ver en esto.

«Salvo que me usaste, desgraciada.»

-Pero...

-No hay nada que decir, andate.

Se vistió de mala gana. Es degradante sentirse herramienta, arma. Pero las herramientas ni las armas hablan. Así que se puso en silencio su nuevo zapato deportivo, sus pantalones y su remera, y salió. Las serpientes de la pantalla pasaban indiferentes y disciplinadas. Bajó por el ascensor convencido de que no dejaba las alturas de ningún paraíso, sino el purgatorio de alguien   —89→   o de algo. Caminó por calles desconocidas y silenciosas, con grandes mansiones recogidas sobre sí mismas, con autos encerrados entre hierros sólidos y cerraduras infalibles, casas refugiadas tras sus rejas patrulladas por musculosos perros Doberman con cara de diablo. Más que casas de jardines cuidados y fachada elegante, fortalezas defendidas por hierros y espirales de alambres cortantes, y acaso ojos electrónicos y alarmas sensibles listas a ladrar su alarma. Qué país. Qué ciudad. Cuando llegó a su refugio, sintió que solamente la máquina de escribir le daría una salida a su confusión y anonadamiento. Tecleó sin descanso, saliéndose del monotema de Magdalena y recorriendo toda la geografía de lo que estaba ocurriendo. Escribió hasta el amanecer. Lo había anotado, relatado todo. Lo que le sucedió y lo que sospechó detrás de los hechos. El teléfono celular que traía un reproche, una acusación, una amenaza, y la furia de Elena que se calmó con ese orgasmo en el que él funcionó como un vibrador humano. Cuando el sueño lo venció y el día amanecía, ya no se sentía tan plenamente persona.




ArribaAbajoOcho

Los gritos de ña Juana, que le traía el desayuno, le arrancó de su sueño pesado. Salió a recibir el plato con la consabida empanada, el pan y el jarro de mate cocido. Pagó como lo venía haciendo para satisfacción de ña Juana. Pero la anciana no se iba, y su cara arrugada de gnomo viejo y pícaro demostraba que se moría por hablar. Finalmente, entró en materia, mientras él desechaba la empanada y bebía el mate cocido caliente, allí, al pie del tablón resbaladizo.

-¿Vos tenés contrarios, don Manuel?

-No entiendo, ña Juana.

Pero sí entendía. «Contrario», en el habla del pueblo, significaba adversario, enemigo, alguien que acecha, que tiene   —90→   rencor, y para el rencor un puñal o una pistola. Y el hombre no era totalmente hombre si no tenía un contrario, un ofendido que buscaba desquite, un enemigo que buscara su perdición o un agraviado que buscara su sangre. Si existía un personaje así y ña Juana se había enterado, la vieja se encontraba en su salsa, nadando como un pato feliz en una laguna de chismes.

-No, no tengo contrarios.

-Sí, tenés, esta mañana me comentó Maciel.

Maciel. Lo conocía. Pero era sólo Maciel porque no se sabía su nombre. Vivía sin compañía alguna en una casa pequeña, de ladrillos desnudos unidos por tierra roja. Nadie sabía en qué trabajaba, mas nunca le faltaba nada. Era ya viejo, muy flaco, erguido y fibroso, con ojos profundos de enfermo terminal hundido en las cuencas, enfundado en ropas de trabajo, gastadas y limpias. En torno a su persona se forjaban leyendas tenebrosas. Dormía todo el día y despertaba de noche. Y decían que en la noche nunca quedaba quieto. Rondaba por los senderos y las callejas. Conocía de memoria la geografía de los barrancos y de las zanjas y se manejaba en la oscuridad con la comodidad de un gato, cruzando patios, senderos y pasillos con pies de terciopelo. Su extraña conducta provocaba murmuraciones y conjeturas. Pyragüé, decían algunos considerando sus exploraciones nocturnas. Pero el adjetivo se discutía. «Ya no existen pyragüés, ahora te persiguen los jueces porque estamos en democracia», decían los más entendidos. Entonces se entraba en el terreno de lo esotérico. Maciel tenía tratos con el diablo, o guiaba a las almas en pena para que reconocieran la casa que habían dejado. Todo era aplicable al hombre callado, que no tenía amigos, y sólo se comunicaba con ña Juana, que cocinaba bien para él y le cobraba poco, con la secreta esperanza de que le revelara el sitio de un «plata yvygüy» olvidado por sus centinelas fantasmas.

-¿Qué te comentó Maciel?

-Que dos tipos rondaban anoche y miraban tu casa.   —91→  

-Siempre hay tipos rondando de noche. Borrachos que no encuentran su camino o ladrones buscando qué robar.

-Pero no eran tipos del bajo. Estaban trajeados. Eran de arriba. ¿Estás metido en política?

-No.

-Pero pescaban por vos.

Le vigilaban. Dos hombres con traje. Raro. En estos tiempos sólo vestían traje los políticos y sus guardaespaldas. Y choferes de autos oficiales. Y matones. Sintió un escalofrío. Elena no era solamente una escritora ambiciosa. Elena era también sexo, lujo, BMW y dinero. El centro de alguna vorágine oscura, de poder y de abuso, que ahora vienen juntos. Lo malo era que él también estaba en la vorágine, y lo que menos quería eran problemas. Así que se acabó el contrato con Elena. Se acabó Magdalena. Tenía un poco de dinero y el lunes se mudaría arriba, a una pensión modesta, y quizás tuviera mejor suerte en encontrar trabajo. No salió en todo ese día sábado de su refugio. Si era una presa, haría lo que hacen las presas inteligentes. No salen al descubierto. Amaneció el domingo que sería un día demasiado largo para seguir encerrado. Ña María no trabajaba los domingos e ir a almorzar al San Roque no sería peligroso, y quizás los matones también gozaran del derecho al descanso dominical o iban a la iglesia. Esperó el filo del medio día y no sin cierta prevención, se encaminó al centro, saliendo del bajo, cruzando Sebastián Gaboto y las vías. La Avenida España hacía una curva en Tacuary y apenas salía de la curva, divisó a los dos sujetos de traje y corbata, y ellos supieron que él les había visto y si presumían que le temblaban las piernas, estarían acertados. Tipos robustos, como profesores de karate, y uno era blanco y calvo y el otro moreno peloduro y parecía un cacique que eligió la civilización. Se acercaron amablemente, con amabilidad de víboras de reptar suave. Podía correr pero las piernas eran gelatina. Esperó lo inevitable.

-Hola, socio -dijo el cacique-. ¿Adónde vamos?

  —92→  

-Yo voy al San Roque -musitó.

-Qué bien, vamos los tres al San Roque.

Caminó al San Roque, con un matón a babor y otro a estribor, y recordó aquella película del condenado a muerte que con cadenas en los pies, iba rumbo a la silla eléctrica.

Eligieron una mesa aislada. Eran amables, sonrientes. El pelado sacó una pequeña grabadora, presionó botón rojo y colocó el aparato sobre la mesa. No hablaban mucho. El pelado tenía la iniciativa. Extrajo de los bolsillos interiores un gran sobre de papel madera y lo depositó sobre el mantel.

-Lecayá quiere que mires un poco esto -le dijo.

Obediente, Manuel abrió el sobre. Fotografías en colores. Todas de Elena, pero una Elena distinta. Elena posando en traje de baño, perfecta, 90, 60, 90 y blanca, en minúsculo bikini, sin sostén pero ocultando los pechos con las manos, en pícaro gesto de falso pudor. Fotografías profesionales, de estudio. Elena desfilando en una pasarela con vestidos de novia, con ropa interior transparente que hasta dejaba entrever el vello púbico. Elena era una modelo.

-¿Conocés a la señorita?

Decidió decir la verdad, toda la verdad nada más que la verdad, menos la aventura del departamento, si ya no la conocían.

-Es la señorita Elena, la escritora. Ella me contrató.

-Te contrató. ¿Para qué? ¿Para su dactilógrafo? -era nuevamente el cacique.

-No. Yo vivo en el bajo. En el bajo hay mucha miseria. Yo apunto las miserias para Elena y ella las pone en una novela que está escribiendo.

El pelado acomodó mejor la grabadora frente a Manuel.

-¿Ella te paga bien?

-No me quejo, es generosa.

-Generosa con el dinero. ¿Con qué más? -preguntaba el pelado.

  —93→  

-Sólo me da dinero.

-¿Cogiste con ella? -el cacique le clavaba sus ojos achinados.

-No. Eso no. Esas fotos me sorprenden. Es una señorita muy derecha -afirmó con falsa seguridad.

-¿Pero una perra en celo en la cama, no?

-No sé como será en la cama. Ni me interesa. Sólo trabajo para ella.

-¿Sos marica?

Estuvo a punto de confesarse homosexual, que aventaría toda sospecha. Pero un resto de rebeldía y vergüenza le obligó a decir la verdad.

-No, soy normal.

-Y se citan aquí -comentó el pelado.

-Sí, los lunes y viernes. Yo le traigo mis apuntes.

-¿Qué dicen los apuntes? -preguntó el cacique.

-Le cuento cómo vive la gente.

-¿Cómo vive la gente? -era el pelado.

-De donde vengo, como perros.

-No veo para qué se interesa ella en la vida de perros -comentó amistosamente el cacique.

-Ya le dije, escribe una novela. De una paloma azul que vuela sobre la tierra y ve abajo la vida de perros.

-Palomas y perros, mirá un poco, che -le dijo el pelado al cacique.

-Es cosa de artistas, mi cuate. Los artistas son extraños -respondió el amigo.

Manuel sabía que la falsa camaradería de los dos ocultaba algo infinitamente más peligroso que una charla [de] buenos amigos tomando café.

-¿Le informás sobre alguna persona en especial? -el cacique era más insistente en el interrogatorio.

Decidió heroicamente proteger a Magdalena. Para desgracias bastaba su pierna quebrada. No la metería en mayores líos   —94→   y problemas.

-No, sobre todos en general.

-¿Por qué un tipo educado como vos vive en ese agujero?

No le costó mucho relatar el proceso de su caída. Quizás produjera compasión en los dos gorilas y le mataban sin sufrimiento.

-Parece que dice la verdad -dijo el cacique al pelado.

-Eso lo decide el Lecayá -respondió el pelado. Luego, dirigiéndose a Manuel-. Tus documentos.

-¿Qué?

-Prestame tus documentos.

-¿Prestar?

-Seguro que te devolvemos.

Entregó su cédula y su libreta de baja militar de no apto para el servicio, hijo único de madre viuda, y mentalmente se despidió de ellas. Extrañamente, sin sus documentos se sintió desnudo, desaparecido. Uno es cuando tiene documentos. Cuando no los tiene deja de ser. Podía caer muerto y sólo sería un cadáver, no una persona muerta. El pelado se las guardó en los bolsillos. Apagaron la grabadora y se levantaron para irse.

-No se te ocurra mudarte de tu agujero -dijo el cacique.

-Es que yo pensaba...

-No pienses más, que da dolor de cabeza. Y mañana es lunes. ¿Qué tenés que hacer el lunes?

-Nada.

-Mentira. Tenés que traerle los apuntes a la señorita Elena. No faltes.

Se fueron con sus pasos desganados y el corazón de Manuel empezó a normalizarse. Era notorio que no sabían lo del departamento. Y por consiguiente, Lecayá tampoco sabría, a no ser que tuviera un video grabador en el dormitorio, como en las películas. Elena, modelo, vaya novedad. O ex modelo con un departamento y un coche. La historia se estaba volviendo vulgar. Solo que le había costado sus documentos, y posiblemente   —95→   mucho más si se mudaba del agujero. Recordó al mozo, al de la gota que tenía la misma dolencia del doctor Francia. «No tires piedras al avispero». Imbécil, se dijo, las has tirado, y aquí están las avispas, que se llevaron mis documentos y mi identidad.

El día siguiente, lunes, desde que despertó, se debatió en la incertidumbre. No tenía el menor deseo de concurrir por la tarde a su cita con Elena en el San Roque. Pero los gorilas contaban con que acudiera. Es más, le amenazaban acaso porque querían certificar la inocencia de sus relaciones con la mujer. En semejante emergencia, tenía que actuar con inteligencia. O sólo actuar, porque no tenía papel alguno que entregar a Elena, y debía hacerlo para demostrar que su rutina de simple informante era veraz. Tecleó en la máquina de escribir una larga serie de incoherencias sobre la vecindad de su barrio marginal, incluso las misteriosas andanzas nocturnas de Maciel, las murmuraciones sobre sus costumbres nocturnas y sus contactos fantasmales, pero evitó mencionar a Magdalena, por si acaso el papel fuera examinado en otras instancias y Magdalena debería quedar fuera de todo. Logró llenar una carilla, incluyendo a ña Juana y su fábrica de chismes y la madre enloquecida de un bebé robado, y de paso, mencionando de nuevo a Rosa, la prostituta que le pidió fuera su hombre y su respeto, y el episodio de la mujer aquella, la que no quiso el sexto hijo y murió abortando. Esta vez, Elena se quedaría sin Magdalena pero tendría material para conocer mejor el paisaje humano que rodeaba a Magdalena. Cuando llegó la hora de la cita metió el papel mecanografiado entre las hojas del cuaderno de notas y se encaminó al San Roque. Como siempre, Elena aún no había llegado y rogó que no llegara, que hubiera renunciado a su ambición de novelista y se atuviera a sus otros deberes. El mozo gotoso seguía ausente. Pero Elena llegó con el uniforme acostumbrado. Saludó y se sentó en su mesa después de posar su bolsón en la consabida silla. Manuel advirtió un sutil cambio de expresión.   —96→   El entusiasmo por los apuntes había cedido y daba lugar a una tensión facial de persona alerta. Quizás también ella estaba actuando y demostrando que todo se reducía a un contacto comercial. Hasta olvidó pedir su bebida verde.

-¿Trajiste los apuntes? -preguntó.

Manuel le entregó el papel que ella no leyó, pero simuló leer con suma atención.

-Simula que me discutes -susurró ella.

-No entiendo...

-Simula que me discutes -repitió ella trazando rayas y cruces en el papel mecanografiado con la pluma Parker.

Manuel comprendió. Los estaban vigilando, quizás filmando con una mira telescópica y un micrófono de los que se ven en las películas de espías. No, eso era ya demasiado fantástico. Pero alguien estaría mirando y tenían que actuar. Discutió, gesticuló y hasta se puso violento sintiéndose ridículo y grotesco. Sin embargo, en medio de la comedia, se atrevió a mencionar la bondadosa intervención de los dos gorilas.

-Los conozco -dijo Elena.

-¿Fuiste modelo, Elena?

-¿Qué carajo te importa?

-Está bien, no me importa. Pero por lo menos decime si tu arranque de escritora terminó, nuestro contrato también y aquí se acaba todo. Me gustaría que terminara todo. Nos damos un apretón de manos para beneficio del que está mirando y me voy. Fin de la película.

-¿Estás loco? Mi novela continúa y parece que no estás enterado. Tus apuntes de hoy son toda basura. No hay nada de Magdalena.

-No la vi esta semana.

-Espero que el viernes me traigas algo.

-Sí, sí, el viernes. De modo que esto sigue.

-Sigue por dos razones. La primera, que no hay fuerza en el mundo capaz de que yo renuncie a ser algo más que... ya te   —97→   habrás dado cuenta. Y la segunda, que si interrumpimos esto después de la intervención de los dos gorilas, como dices, habrá sospechas. ¿Todavía tienes dinero?

-Sí, algo.

De todos modos, Elena extrajo la chequera, llenó un formulario, ahora por una suma más pequeña que la anterior y se la entregó, no supo Manuel si para beneficio del incógnito observador o por el genuino interés de seguir pagando sus servicios.

-Quiero más de Magdalena -dijo tajante.

-Está bien -contestó, resignado.

Todo continuaría igual. Seguiría clavado en su agujero, seguiría llenando papeles, hurgando en la vida de Magdalena, contando sus verdades y sus mentiras, y debía cuidarse de otro ataque de furia de Elena que terminara en un coito animal. Manuel sintió el desaliento del penado a quien le niegan libertad bajo fianza. Al fin, Elena recogió sus pertenencias y se marchó. Paloma azul, vaya, no era tan libre al fin, temía a los cazadores y no podía ocultarlo. Él iba a marcharse también cuando como de la nada se corporizaron el cacique y el pelado, que se sentaron en la mesa.

-¿De qué hablaron? -quiso saber el pelado.

-Ya lo habrán visto, le entregué mi informe.

-Vimos, pero no oímos. ¿De qué hablaron?

-De un sujeto que se llama Maciel y de una callejera que busca un caficho y todo eso. Para su novela.

-¿Quién es Maciel?

-Un sujeto medio persona y medio pombero.

-No te burles, pendejo. -dijo enojado el pelado.

-No me burlo. Maciel es así. Duerme de día y vagabundea de noche. A Elena le gusta ese tipo de sujetos para su novela.

Los dos lo examinaron atentamente. Por fin, el cacique decidió.

-Ahora nos vamos -dijo.

  —98→  

-Que les vaya bien.

-Nos vamos los tres.

-No, ya basta, señores, me niego a ir donde no sé ni para qué. No cometí ningún delito. Además, quiero mis documentos.

Los dos hombres consultaron entre sí.

-Dice que se niega el hombrecito y que quiere sus documentos -dijo el indio con aire desconsolado.

-Está en su derecho. Estamos en democracia -respondió el pelado con inusitado fervor cívico.

-Claro, él puede decidir lo que quiera -apuntó modosamente el cacique.

-Solo que hacer lo que quiere puede ser perjudicial para la salud -dijo solidariamente el pelado.

-Un brazo quebrado duele bastante. Y ya no podrá escribir por algún tiempo. Sería una lástima. La señorita Elena se quedará sin sus apuntes -se lamentó el cacique.

-Lástima -el pelado parecía a punto de llorar de pena.

-Creo que voy a acompañarlos -se rindió Manuel.

Abordaron un feo y viejo Ford Corcel brasileño. El pelado hablaba de fútbol, el indio quería hablar de mujeres, pero el otro volvía al fútbol. Parecían dos adolescentes despreocupados. Salieron velozmente de la ciudad y enfilaron por la ruta Transchaco, hacia el puente Remanso. Pero antes de llegar al puente, tomaron por un camino vecinal que corría paralelo al río, finamente asfaltado hasta alcanzar un pesado portón que se abrió solo, como si el Ford Corcel fuera un viejo amigo bienvenido. Pasó el coche y el portón volvió a cerrarse sin humana intervención visible. Transitaron por un parque arbolado que para parque era pequeño y para jardín grande, iluminado por amarillas y brillantes luces de mercurio. El coche se detuvo frente a una mansión enorme, de tejas rojas y oculta en medio de un follaje verde, azul y rojo, delirio de un arquitecto paisajista. Y más allá de la casa se veía el río, cruzado por el resplandor   —99→   de la luna.

-Esperá en el auto -le dijeron y descendieron los dos, que entraron en la casa, saludando a un guardia armado que tenía terciada un arma que parecía como de la Guerra de las Galaxias. No tenía el menor deseo de bajarse del auto, porque así le ordenaron en primer lugar, y luego, porque dos poderosos perros pastores alemanes lo miraban fijamente, como esperando que saliera del coche para comérselo. Había a un costado de la casa un Mercedes estacionado, dos grandes cuatro por cuatro japoneses y una camioneta rural, todos con las chapas oficiales y el mismo número romano. Pero más allá, un estacionamiento de piso empedrado contenía como diez vehículos. Choferes y guardaespaldas tomaban tereré en plena noche y charlaban en voz baja, reunidos bajo una espesa planta de mango, y aunque la casa estaba silenciosa, de alguna parte, tal vez de un quincho, llegaba un olor de asado y el rumor de conversaciones. Una cena de amigos. De grandes amigotes. Aplaudió mentalmente a Elena, que había pescado un pez gordo con cuatro chapas romanas y con aquella antena parabólica sobre una torre que escudriñaba el cielo.

Se moría de aburrimiento y de miedo. Pasaron los minutos, una hora. Los perros se habían marchado, atraídos por el olor de carne asada y nada le impedía descender del coche y marcharse. Pero estaba el portón que reconocía a amigos, enemigos y extraños, y él no tenía relación alguna con el portón, de modo que no se abriría. Estaba prisionero, reconoció con desconsuelo cuando apareció el cacique con un vaso de whisky en la mano.

-Bajate. Te vamos a servir la cena, socio -le dijo y abrió la portezuela.

Siguió mansamente al hombre, pero no fueron al quincho, ni a ningún comedor, sino a la cocina, donde una cocinera canosa y cordial que parecía un hada madrina que envejeciera, le sirvió una cena abundante de tosco arroz con pollo. Cena de   —100→   servidumbre, pero sabrosa. Le ofreció cerveza que rechazó y pidió una gaseosa que apareció como por ensalmo. Terminó de comer. No tenía reloj y calculaba que ya estaba pasando la medianoche. Al rumor de la fiesta se sumó el sonido lleno de soplidos de bronce y tun tun de guitarrones de un mariachi, con un cantor que proclamaba que «con dinero y sin dinero yo soy el Rey». La cocinera se fue y le dejó solo en la inmensa cocina, esperando no sabía qué. Pero sí, de pronto lo supo, no por qué sino para qué. Desde el principio, le estaban humillando. Una humillación programada que incluía espera, miedo, incertidumbre. El Poder mostrando su poder, y él era el ratón en la jaula. Se hubiera sentido más tranquilo si los dos gorilas le trataran a puntapiés y puñetazos, como correspondía. «Pero estos dos son gentiles, me dan de comer, me hacen esperar lo inesperado». Y lo inesperado le parecía más amenazador, oculto detrás de la falsa amabilidad. Tortura sicológica, había leído en alguna parte.

Ya podría estar amaneciendo cuando la música cesó, arrancaron los autos y las luces de los faros barrieron los cristales de la ventanuca de la cocina. Asomó la nariz en una tragaluz con rejas y reconoció fugazmente a los que se marchaban de la fiesta. Llegó a ver al Gran Consejero Político con cara de muñeco, especie de Rasputín nativo. El sabio senador que analizaba todo con voz nasal y era famoso porque nunca se decidía por nada; su colega locuaz que recitaba a Elvio Romero entre sus argumentos oratorios, ubicuo huésped de las carpas más cálidas. El calvo y flaco de mirada de águila, acusadora como la de Fouché, su obvio modelo; el sanguíneo y temperamental diputado que en sesión solemne había amartillado su revólver en la nariz de un despavorido colega, y otros que no alcanzó a reconocer, pero sabía que era la «Nomenklatura», la nueva clase florecida del infierno de la patotería política. El aquelarre del Poder, se dijo. Manuel, abandonando su atalaya, extrañado de no haber visto un General o un Almirante de río de uniformes resplandecientes   —101→   y panza complacida, pero que bien podían haber estado también, pero de civil, como aconseja la prudencia en estos tiempos democráticos. No creía que podría haber visto un obispo, pero podía ser, y un alto Juez de la Corte, de los que zumbaban en torno a las mieles de la política. Un poco después reapareció el cacique, ruboroso y con los ojos vidriosos del borracho bien controlado.

-Lecayá quiere hablar contigo. Vení.

Siguió al hombre. Subió una ancha escalera y entraron en un gran dormitorio, parecido al de Elena, pero el delirio cromático aquí no era rojo, sino azul.

-Esperá -dijo el hombre y se marchó cerrando la puerta.

Esperó. Mas allá del dormitorio había un cuarto de baño, y de allí salía el sonido de la ducha, y vapor. Lecayá se estaba bañando. Él debía esperar. Pero poco, porque pronto salió envuelto en una bata de baño, de suave tejido de toalla, y secándose los escasos cabellos con otra. Gordo y con cara de viejo querubín. Lo reconoció de inmediato. El senador Garelli. Aparecía mucho en la televisión y en los diarios. Era famoso, no por ser brillante sino por ser irremediablemente opaco, pero como era costumbre, su mediocridad se disimulaba en homenaje a su poder financiero. La democracia tenía sus reglas de juego algo insólitas, pero eso no le concernía. Gustaba el senador organizar concursos de belleza y desfiles de modelos, y en un semanario humorístico que tuviera mucha circulación pero dejó de circular cuando hizo un chiste indebido sobre el personaje indebido, había sugerido como de su costumbre cierta forma de masturbación visual, y era inmensamente rico, tan rico, que la política era su deporte y su senaduría el punto culminante, por el momento, no de su carrera política sino de su poder financiero. «Del que tiene dinero, suenan bien hasta los pedos», recordó Manuel una de las muchas sentencias del buen escribano arruinado. Se sentó en la cama y no le invitó a sentarse en ninguna parte. Otra vez la humillación.

  —102→  

-¿Te trataron bien, mi hijo? -su voz era suave, amable.

-Sí, señor. Hasta me dieron de cenar. Le agradezco. Pero no sé qué estoy haciendo aquí.

-Tenemos algo en común, Elena. Dejame que te cuente de Elena. Yo soy su Pigmalión. Pigmalión fue un tipo que recogió una costuretita en la calle y la convirtió en una dama.

Manuel no estaba muy seguro de conocer de esa manera la historia de Pigmalión, pero si el otro le dijera que María Antonieta fue reina de la Patagonia, también lo aceptaría.

-Elena era modelo. La habrás visto en las fotografías. Buena chica, modelaba y estudiaba no sé cuantas estupideces en la Facultad de Filosofía. Leía como loca y soñaba con ser escritora. No podía, no le daba el cuero. Yo le doy la oportunidad. Le financié su primer libro con mucho champaña en el lanzamiento, y cámaras de televisión. Me resulta caro, pero me gusta. Es así de sencillo. ¿Entendés?

-Sí, señor

-No. No entendés. Soy un hombre viejo, un pobre hombre viejo -parecía que iba a echarse a llorar-, Elena es mi consuelo. Para mí vale mucho. Y el que se mete con Elena corre cierto peligro. Vos sos joven y basta ser joven y pijudo para conseguirse todas las chicas que uno quiera. A mí me cuesta.

-Yo no me meto con Elena, señor. Sólo trabajo para ella.

-Así me dijeron los muchachos. Y quiero creerlo. Los muchachos no te creen y hasta quieren castrarte. Qué bárbaro, hijo, imaginate castrado. Gordo y con una de voz de soprano -rió estrepitosamente de su chiste.

-Le aseguro que no hay nada que no sea el trabajo que me dio, pero le juro que desde mañana... no más Elena.

-No. De ninguna manera. Vas a seguir haciendo exactamente lo mismo que venías haciendo. Supongo que ella cree que tus informes son importantes y que está escribiendo su gran novela. Basura. Una ilusión de cabecita hueca, pero la mantiene ocupada y eso para mí es importante. Supongo que nos entendemos.

  —103→  

-No del todo, señor. Usted me habló de peligro. Me aterroriza el peligro. Soy un completo cobarde, y prefiero apartarme del asunto. Hay envidiosos que informan mal... que interpretan mal una relación y...

-Portate bien y no pasa nada. Y no hay discusión al respecto.

-Está bien. Usted manda. Pero con el debido respeto, usted se equivoca. Elena no es una cabecita hueca, tiene talento.

-No me hagas reír. ¡Talento! Tené cuidado. Relación comercial. No te me enamores del talento.

-Los hombres no se enamoran del talento femenino. Le huyen.

-¿Es así?

-Es así.

-Interesante. Y ya estamos de acuerdo. Seguí con los informes a Elena. Y también me vas a informar a mí.

-¿Informar de qué?

-¿De qué va a ser? De Elena. Ya te ganaste su confianza. Quiero conocer lo que piensa, en que anda, si alguien le anda rondando, todo eso. Por escrito. Aquí.

Manuel sintió una pizca de rebelión. Informante de Elena, no estaba mal ni era inmoral, pero espiar a la querida de un gordo baboso... un destello de dignidad herida brillaba en el fondo del oscuro túnel de su miedo.

-Creo que usted abusa de mi sinceridad, señor -dijo «sinceridad» pero debió decir miedo.

-No. No abuso -suspiró con paciencia el senador-, te hago un favor. No podés negarte. ¿Verdad que no podés negarte? -Su tono era casi una súplica. Seda envolviendo la amenaza.

Se levantó de la cama. Llamó «¡Escobar!» y apareció el cacique, que todo el tiempo estaría haciendo de centinela al otro lado de la puerta.

-El señor se va, acompañalo.

  —104→  

-Señor, mis documentos...

-¿Qué documentos?

No le dijo adiós ni hasta luego ni le dio la mano. Los servidores deben ser así, aparecen y se esfuman sin protocolo alguno. El Poder convierten a las personas en cosas. Iba recogiendo experiencias. Elena le había convertido en vibrador, el senador en grabador. Se preguntó en qué pensaba convertirlo Magdalena.

Salieron de la casa, a pleno sol de la mañana. Manuel se encaminó al Ford Corcel.

-¿Adónde vas, socio?

-El jefe te dijo que me lleves.

-No, sólo dijo que te acompañe -y te acompaño.

Le tomó del brazo, con manos como tenazas y se dirigieron caminando al portón, que reconoció al cacique y se abrió con un chirrido. Salió él y el portón volvió a cerrarse, dejándolo en el solitario camino. Humillación. Ésa era la palabra.




ArribaAbajoNueve

Viernes. Llegó a las tres de la tarde al tugurio de Magdalena. Ella estaba sola, y aburrida, hojeaba un arruinado ejemplar de la revista «Hola», sentada en el diván y la pierna rígida apoyada en una silla. El yeso de su pierna se había cubierto de roña, pero ella se daba maña para permanecer limpia y oliendo a jabón de coco. Vestía la lujuriosa vieja bata de la difunta ña Petrona.

-Tenés una cara que te pasó algo -observó agudamente.

-La cara que tengo es de que me pasó mucho -respondió Manuel.

Y le contó su aventura, detalle por detalle, menos la fugaz y tormentosa agresión sexual de Elena. Por alguna oscura razón, presumía que el episodio lastimaría a Magdalena. Aunque   —105→   las mujeres se niegan a acostarse con uno, se ofenden cuando uno se acuesta con otra. Vayan las cosas que iba aprendiendo. Cuando terminó su relato. Magdalena parecía preocupada.

-Te metiste en un lío, parece.

-No parece, es.

-¿Qué vas a hacer?

-Ésa no es la pregunta correcta. La pregunta correcta es cómo me salgo de esto.

-Te metés en un pozo y no salís más de allí. Pero no podés, no sos un sapo. Sos un hombre en una ciudad pequeña de un país chiquito. Y los caciques y los pelados saben encontrar a la gente. Tenés que seguir.

-Claro. Te interesa que siga. Es también tu negocio.

-Te podés ir a la puta que te parió.

Estaba genuinamente ofendida. Su cara se había puesto roja y su boca se apretaba con furia. Había herido sus sentimientos atribuyéndole un interés mercenario. En alguna parte de aquel espíritu castigado había un resto de dignidad. Pidió perdón. La mujer vaciló. Después sonrió. Perdonó y hasta se volvió más femenina.

-Vení. Sentate a mi lado -invitó, palmeando el diván.

Manuel se sentó a su lado, en el diván estrecho. No era la primera vez que había un contacto físico tan directo. Lo había tenido cuando la cargaba desde el taxi a su casa. Pero aquella vez era una mujer herida. Ahora es una mujer tierna, pensó. Percibió la tibieza de su cuerpo y la redondez de su cadera en la suya. Empezó a tener una erección y apretó los muslos para que no se notara.

-Parece que tengo un hijo que se metió en líos -dijo, riendo.

-¿Hijo?

-Tengo la costumbre de sentirme mamá de los desamparados -seguía riendo-. Mirá, Manuel, las cosas no suceden como uno quiere. Suceden y tenés que amoldarte. A veces salen   —106→   mal y a veces salen bien. Hay que reconocer eso y procurar salir bien.

Manuel se sentía incapaz de aceptar el papel de hijo desconsolado que le estaba adjudicando Magdalena para endilgarle sus consejos maternales. En su erección creciente la ternura filial estaba tan lejos como Marte. Debajo de la bata, los entrevistos pechos de Magdalena, rotundos como dos melones pecosos, le hipnotizaban. Perdió el control de sus manos que empezaron a explorar bajo la bata la redondez de los pechos. Magdalena, sorprendida, enrojeció, jadeó con la caricia inesperada, pero aferró la mano de Manuel y la apartó con suavidad.

-Ahora no podemos, Manuel.

No lo rechazaba con un empujón ni con una bofetada. Decía que ahora no se podía. Por el yeso, por delicadeza. Y eso significaba una promesa.

-Mejor que te vayas, Manuel.

-Sí, tenés razón.

Se levantó, y al ponerse de pie, Magdalena notó el poderoso bulto de su erección. Su cara se encendió.

-Acercate, papá -susurró, excitada.

Le atrajo a ella. El miembro agresivo a la altura de su cara. Sus dedos presurosos corrieron el cierre de la bragueta y asomó el miembro duro, casi granate, que se introdujo como en un tibio nido, en la boca de Magdalena.

«La gran flauta, las cosas que me están pasando. No fuimos precisamente Clinton y Mónica Lewinsky en la Casa Blanca, pero ahora ya conozco el vicio de Clinton, es placentero», reflexionaba Manuel, que se encaminaba a su refugio, a recoger sus papeles antes de concurrir a su cita de los viernes con Elena. El camino era largo, y debía cruzar pasadizos y hasta someros patios cercados por zunchos metálicos, desperdicios de algún contenedor de pino y usando para su beneficio un tácito «derecho de paso» que funcionaba porque el aniñamiento   —107→   de las viviendas borraba los senderos. Eran horas de trabajo y arriba, la ciudad se preparaba para sus «viernes de soltero», en el que se desataría la bacanal motorizada y alcohólica de la juventud, promesa del mañana. Por el vecindario apiñado que recorría, había una ausencia casi total de mujeres y niños, que estarían cosechando monedas en la ciudad, y presencia total de hombres, algunos borrachos solitarios que se mecían con la caña y con la hamaca, en armoniosa conjunción hedonista, otros en grupo que jugaban a las cartas, bebían cerveza e iban madurando furias que resultarían en apuñalados sangrantes en la madrugada de los Primeros Auxilios, y más allá otros grupo de hombres que formaban equipos y jugaban voley en una canchita barrosa, con un cajón de cerveza como premio. Se cruzó con la loca de la muñeca en brazos y hasta divisó a lo lejos, en una altura, la casa de ladrillos de Maciel, cerrada y solitaria. Según la costumbre, las mujeres que no se dedicaban a prostituirse volverían cerca de la medianoche a amamantar a sus hijos y a alimentar a sus hombres, y los hombres tomarían la posta, subirían a la ciudad a cuidar coches, a desplumar borrachos y apoderarse con ligereza o brutalidad de todo cuanto estuviera al alcance, una rueda de auxilio o un bolsón descuidado en un supermercado o una parada de taxis. Cuando llegó a su refugio el tablón de entrada estaba ocupado. Un hombre ya maduro, con grandes manos de herrero que interpretaban una danza manual-ritual de borracho que aparta inexistentes moscas de la cara y maldecía en voz baja estaba sentado en el tablón, cerrándole el paso. Pidió paso cortésmente porque el hombre era robusto y por sus venas corría alcohol y odio al mismo tiempo, una combinación frecuente y explosiva en el barrio marginal.

-Odio las máquinas -farfullaba el hombre.

-Sí, las máquinas son malvadas -decidió seguirle el juego, porque no había otro remedio, y quería pasar lo más rápido posible.

-¿Usted también es víctima de las máquinas?

  —108→  

-Me trituraron el pie.

-A mí me trituran la vida, carajo.

Por más de media hora, Manuel tuvo que escuchar el drama del hombre triturado por la máquina. Era un monstruo japonés, la máquina. Los japoneses fabrican cosas que hacen el trabajo de los hombres y los hombres son despedidos. Él había empezado de aprendiz, de niño, y dedicó toda su vida a ser el mejor laminador de chapas. Nunca se equivocó ni por un milímetro. Jamás. Maestro laminador, era él. No había otro mejor que él. Y era tan bueno que el patrón se iba a tomar tereré y él se quedaba a laminar. Convertía el metal en poesía. Pero después el patrón trajo la máquina. Vino embalada en un gran cajón de pino, desde el Japón. Al Japón le tiraron la bomba atómica y el Japón se venga tirando su tecnología sobre la humanidad. Y la maldita máquina laminaba mejor y más rápido que él. Se tragaba por un lado la chapa. Masticaba y escupía la lámina por el otro lado. El patrón no era malo, pero él ya estaba de más. Le pagó indemnización, aguinaldo, aviso previo y todo, y lo echó a la calle, con dinero. Pero él no necesitaba el maldito dinero, que se acabó pronto, necesitaba trabajo porque él también se había convertido en una máquina que si no trabajaba se enmohecía. No podía aprender otra cosa a los cincuenta años. Las últimas palabras de su relato se hundieron en un pesado sueño de ebrio, rodó sobre el tablón y cayó a la zanja, donde siguió durmiendo.

Entró por fin a su refugio y se sentó frente a la máquina de escribir, percibió que no tenía nada que anotar para Elena, aunque sí para su archivo, especialmente la inesperada sexualidad oral de Magdalena, que podía tener muchas razones, la primera que Magdalena era una mujer joven y sana, y nada virtuosa, se sintió excitada y eligió el procedimiento más adecuado, dada su condición de lisiada temporaria. La segunda que Magdalena, por gratitud, se sentía obligada a darle la satisfacción de un orgasmo, y la tercera, una combinación de ambas cosas. Lo   —109→   real era que había descubierto una nueva Magdalena, vital, violenta y muy femenina, que no la diferenciaba mucho de Elena. Ambas eran mujeres jóvenes, y el sexo una manera natural de expresarse.

Para variar, cuando llegó al San Roque, Elena le estaba esperando a él, y el mozo enfermo de los pies ya trabajaba, recuperado, aunque todavía cojeaba un poco. Elena tenía frente a sí su invariable bebida verde, y desde alguna oculta atalaya, dos pares de ojos, del cacique y el pelado, estarían registrando todo. Saludó, se sentó y le entregó a Elena una carilla en blanco.

-¿Esto es un chiste, Manuel?

-No. Te entrego el papel para beneficio del que está mirando desde alguna parte. No pasó nada con Magdalena. El barrio no cambió, con su misma gente chapaleando en el barro. Hay uno que quedó dormido en la zanja. Lo que ocurre, es que me pasó de todo a mí, y no lo puedo poner por escrito.

Y como le había contado todo a Magdalena, contó todo a Elena. Si su madre estuviera viva, también le hubiera contado todo a ella. Definitivamente, las mujeres llevaban el control de su vida y los poderosos el control de sus miedos. Para sí mismo quedaba poco, se dijo con desconsuelo. En la medida en que avanzaba en su relato, sin omitir por un perverso placer lo de Pigmalión ni lo de «cabecita hueca» ni su nueva obligación de informar por escrito al Lecayá las andanzas de su amada, Elena palidecía y se sonrojaba al mismo tiempo, notoriamente iracunda, tanto, que Manuel rogó mentalmente de que se le ocurriera ejercer otra venganza en su departamento.

-¿Qué vamos a hacer, Elena?

-¿Conocés al senador Garelli?

-Por la televisión y los diarios. No se me escapa que es un hombre poderoso.

Hablando en voz queda, controlada, pero llena de malicia y perversidad de mujer herida, Elena descargó su rencor. La   —110→   paloma azul también tenía garras. Le hizo una breve síntesis de la vida y milagros del senador Garelli. Hijo de otro Garelli, industrial que murió riquísimo y con un solo heredero. Sobre el Garelli padre, circulaba la leyenda de que había comenzado como contador y hombre de confianza de un próspero industrial francés, misógino, solitario y excéntrico, solterón y austero, que enfermó de muerte y cuando agonizaba y deliraba, el comedido contador sacó una hermana suya de la galera, trajo un Juez de Paz complaciente y casó a su hermana con el agonizante, que firmó el acta posiblemente creyendo en su delirio que estaba firmando una nota de remisión de una carretada de mercancías. La recién casada heredó, fue a vivir a Suiza y el generoso hermano se quedó con todo. Escribió un libro, tuvo un hijo, el actual senador Garelli, y no hay constancia de que haya plantado un árbol. Al terminar su relato, Elena suspiró con satisfacción y Manuel añadió al torbellino de experiencias que estaba recogiendo, una nueva. «Cuídate de la mujer ofendida. Se vuelven víboras». Por añadidura, ocurría algo insólito. Los papeles habían cambiado. Él no informaba a Elena sobre Magdalena, Elena informaba a Manuel sobre el senador Garelli. Pero quedaba entendido que él debía informar a Garelli sobre Elena. «Esto va pareciendo un laberinto», se dijo Manuel, con la inesperada, secreta alegría de que la historia del Lecayá, pasaría a engrosar ya su grueso archivo personal. Y tenía la impresión de que Elena sabía que él registraba todo. De otra manera no se explicaba que le contara la historia de su amante protector, Mecenas o Pigmalión.

-Todo lo que dijo es cierto -confesó al fin Elena-. Ya no quería ser modelo, ni una presentadora boba de la televisión, quería ser algo más consistente. Pero sola no se puede. Mis padres se divorciaron cuando yo era niña. Pelearon por mí, no para quedarse conmigo, sino para que el otro cargara conmigo, corté por lo sano y fui a vivir con una tía, que me ayudó a ser modelo.

  —111→  

-Y te convertiste en su muñequita de lujo.

-Él es mi recurso para ser lo que quiero. Cuando alcance mis objetivos, le doy una patada en el culo.

-Y vas a parar al Buen Pastor. El hombre tiene poder, vi a sus amigotes políticos que posiblemente sean también sus socios financieros o sus compinches. ¿Te das cuenta, Elena? Tienes dos amarras, como yo. Poder y dinero. Así de simple.

Se cuidaban los dos de hablar en tono informal, profesional. Instinto de conservación. Si estaban vigilando verían dos personas adultas hablando sobre un trabajo. «Lecayá ya nos está condicionando».

-Dijiste «como yo». Te sientes también atrapado.

-¿Qué te parece? Ya no tengo ni documentos. Soy un tipo que no existe metido en un lío que existe.

-Veo que somos socios, Manuel.

Sí, para tu novela.

-Y también para nuestras vidas. Compartimos algo más que a Magdalena y sus padeceres. Nos compartimos a nosotros.

La paloma azul volaba bajo. Estaba pidiendo ayuda. Pero al sujeto inapropiado, yo, se decía Manuel. O acaso fuera otra cosa.

-Si estás pensando en un romance...

-No estoy pensando en un romance. Estoy pensando en una alianza.

-¿Para hacer qué?

-Ya se me ocurrirá. Pero por el momento quiero que aprendas algo, Manuel. Estamos atrapados, dijiste. Cierto. Pero hay dos clases de atrapados. Los que se resignan y los que se rebelan. ¿Qué es lo que nos presiona? El Poder. ¿Qué tenemos nosotros? Inteligencia, mi hijito. Inteligencia.

Manuel quedó pensativo. Elena no era una cabecita hueca. Reflexionaba como una intelectual. Una paloma azul cautiva, que sabía que estaba cautiva y creía conocer la vía de escape.   —112→   Una cortesana intelectual, como antes, en las novelas del siglo pasado, en París, donde las prostitutas de lujo tenían salones y los caballeros, antes o después de un revolcón sexual, o en vez, hablaban y discutían de arte o de filosofía con las Madamas y tomaban champaña y fumaban grandes habanos. Elena le descubría algo nuevo. La inteligencia contra el Poder. Palomas contra la tempestad. Vaya novedad. Él creyó siempre que el Poder andaba de la mano con la inteligencia. «Y parece que no es así, Elena, quizás tengas razón. Lo que sostiene el Poder no es la inteligencia. Puede ser la picardía, la inmoralidad o la codicia. Eso es cada vez más evidente, pero más alarmante. El Poder sin el freno de la inteligencia puede llegar a ser una bestia que escapó de la jaula y anda suelta con garras y colmillos listos a atacar, desgarrar».

-Tenemos inteligencia -repetía Elena.

-Y los dos gorilas tienen pistolas. No, gracias. Además no soy inteligente.

-Sos más de lo que crees.

-Prefiero ser obediente y conservar mi integridad física, Elena. Y si es posible, recuperar mis documentos.

-Te engañas, Manuel. Ya has comenzado a rebelarte. Me has contado todo. No sos obediente. Te hubieras callado. Vos comenzaste la alianza, Manuel.

Manuel la observó con admiración. Le conocía más de lo que él se conocía a sí mismo. «Es una luchadora, hermosa, fría, calculadora. Ojalá mamá hubiera sido así. Es fácil enamorarse de ésta. Dios me libre. Ya tengo a Magdalena, un poco demasiado rústica, pero Magdalena no tiene un amante gordo y celoso que amenaza castrar a los rivales».

-¿Te das cuenta, Manuel, de que estamos hablando como si nos vigilaran?

-Ya me di cuenta.

-Te explico por qué. Nos domesticaron, Manuel. Saben que nos vemos los lunes y los viernes aquí, a las 7.30. Y nosotros   —113→   sabemos que ellos saben.

-No llego a entender dónde vas a parar.

-Que los dos gorilas también están domesticados. Nos espían los lunes y los viernes.

-Y sabiéndolo, nos volvemos pícaros y nos vemos en otro sitio los martes y los jueves, y hablamos libremente -concluyó Manuel.

-Ésa es la idea.

-La idea es perfecta, Elena. ¿Pero qué vamos a decirnos los martes y jueves que no podamos decirnos los lunes y viernes?

-¿Qué quieres decir?

-Que no tengo la más mínima intención de salirme de las reglas del Lecayá. Para él, nuestro trato es de la novelista y su cosechero de mugre social. Y así va a seguir.

-¿Y la rebelión, Manuel? -saltó Elena.

-Eso es cosa tuya, Elena. Vos sos mujer, SU mujer. Tenés mil formas femeninas de humillarlo, como tirar un pedo cuando se pone romántico.

-¡No seas grosero! -estuvo a punto de darle un bofetón.

-Soy realista, que es la forma elegante de decir que soy miedoso. Quieras o no, el trato sigue. Lunes y viernes a las 7.30.

-¡Se terminó el trato, querido! -su porte era airado.

-No. No terminó. Estamos prisioneros del trato. Si rompemos la rutina, querrán saber por qué. Y va a ser difícil de explicar.

-Voy a decir que me pediste favores sexuales y te despedí indignada. Y te darán una paliza, cuando menos -los ojos le brillaban triunfantes.

-Y yo puedo describir cómo es tu departamento. Y nos darán una paliza a los dos. Y por favor, tranquilízate. Estamos pareciendo dos enamorados peleando.

-Tienes razón -se calmó la muchacha-, tengo que irme.

  —114→  

Se levantó y como de costumbre recogió su bolsón y se lo puso al hombro. En su cara se notaba el desencanto. Creía haber encontrado un aliado y se encontraba con un sujeto temeroso de salirse de las reglas. «Hay algo especial, hiriente, en la mirada de una mujer que descubre un cobarde», pensó Manuel, y no se sintió nada bien. «Incómodo», es la palabra.

Compadeció a Elena tanto como se despreció a sí mismo. «Pero es una locura, socio. Si la inteligencia podía contra el Poder, no habría tantos idiotas gobernando el país, como dicen los analistas de la televisión».

Quería marcharse también, pero estaba seguro de que desde las sombras se materializarían el pelado y el cacique, y era preferible encontrarlos a la luz del bar y en medio de la gente. No esperó mucho. Pero esta vez sólo era el pelado. Que se sentó en la mesa.

-Parece que tuvimos una peleíta -dijo el pelado.

-No, no le ocurra decirle eso al Lecayá. No fue peleíta. Fue una discusión intelectual. Ella es escritora que escribe de oído. Yo le traigo material de primera y ella interpreta mal. Cree en la decencia de la gente y no alcanzo a hacerle comprender que de donde vengo ya no hay decencia.

Manuel se asombraba de sí mismo, en la capacidad que estaba adquiriendo rápidamente de salirse por la tangente. Lo había inventado todo a la carrera. Palabras. Las palabras tienen un poder mágico, porque el pelado pareció convencido, a pesar de que posiblemente fue entrenado para no creer en nada, o para creer solamente lo que decía algún prójimo con el caño de una pistola apuntándole la nariz.

-Además, voy a informar por escrito el tema de la discusión al Lecayá -agregó con sumisión que le dolió por dentro. «Cobarde» decían los ojos de Elena.

-Hacés bien -dijo el pelado-. Lecayá quiere saber todo y sobre todo.

-Sólo me ordenó que le informe sobre Elena.

  —115→  

-Sí, ya sé. Pero uno anda y anda por ahí, y si sabe escuchar pesca cosas interesantes.

-Yo soy medio sordo.

-¡Simpático!

Le propinó un golpe en el pecho que para cualquiera que mirara parecería un gesto cordial, amistoso, pero dolió como el demonio. Se levantó y se marchó sin despedirse. Manuel miró la hora en el reloj de pared, 11 y media. Podía ir a la casa de Magdalena, pero era viernes, la vecindad más peligrosa y Magdalena estaría durmiendo en la gran cama con los tres hijos. Para ir a su casa, la vecindad era también peligrosa. Y tal vez el laminador frustrado ya hubiera despertado. Caminó sin rumbo por la ciudad, en pleno frenesí de viernes de soltero. Discotecas, luces de colores y el ruido atronador de la música. Pero percibió que otros ruidos se sobreponían al estrépito de los altavoces. Sirenas. Los viernes de soltero se arrastraban con la cadencia de las sirenas. Ambulancias presurosas que destellaban sus luces de aviso y aullaban pidiendo paso a como sea. Iban diligentes a recoger pedazos sangrantes de gente o los llevaban para que los médicos los volvieran a armar. «Las personas se volvieron rompecabezas, caramba». Se desarman entre hierros y hay que separar la carne del hierro y volver a armar una persona, y a veces faltan piezas y se mueren. Más sirenas. Sirenas policiales, camionetas con policías enfurecidos persiguiendo coches veloces y enloquecidos, el coche denunciado como robado o el de papi sacado a hurtadillas o que papi permitía usar porque los papis ya no saben decir no, porque el no es la espoleta del explosivo de los problemas domésticos, y porque la Declaración Universal de los Derechos de los Niños y Adolescentes prohibía a los papis decir no y autorizaba a los chicos a opinar que papi es un viejo de mierda que vive en el siglo pasado. Prohibido prohibir. Jauría policíaca persiguiendo el coche robado, o al conductor adolescente y borracho llevando a bordo la tierna pandilla colegial, carne fresca para el picadillo   —116→   de los viernes de soltero. Sirenas como en una pesadilla que volvería loco de contento a Fellini, ambulancias, camionetas policiales, bomberos que iban a la caza del fuego, compitiendo con otro ruido aún más tenebroso, el rugir de los motores, pistones dementes, 16 válvulas, 5000 centímetros cúbicos de bestialidad, dirección hidráulica que perdía una batalla contra un árbol o una columna, caja 5.ª que impulsaba dos toneladas de hierro al filo de la navaja, allí donde palpitan las 7000 revoluciones marcadas en rojo, que es el color de la muerte.

Manuel sintió como un oscuro consuelo. «Yo sólo he caído entre el muro y el sendero. Estoy más entero de lo que parece. Tengo mis libros, mi máquina, una Magdalena a quien compadecer y una Elena de quien huir. Son personas, no las portadoras de la asfixia o del desencanto. Lecayá es una sombra que amenaza, pero nada es perfecto. Ni yo, pero estoy entero, aunque desnudo y sin documentos. Estos están cayendo en un abismo. El país es un tobogán donde van cayendo irremediablemente todos, y parece que no hay otro escape que el viernes de soltero y los sábados de somnolencia y muerte y tragedia, y los lunes, martes, miércoles y jueves vividos como en vísperas del delirio que ayuda a enloquecer y a olvidar y a no pensar en un mañana que no existe». Elena tenía razón: «Poder sin inteligencia es igual a locura». Su cueva en el barrio marginal se le ocurrió de pronto agradable y acogedor. Un refugio, a pesar de todo.




ArribaAbajoDiez

Durante meses, cumplió puntillosamente la rutina. Elena concurría los lunes y los viernes al San Roque y nunca habló más de rebelarse ni de usar la inteligencia como arma; Manuel siguió proporcionándole historias y dramas que inventaba ayudado por Magdalena. Magdalena aportaba su conocimiento de   —117→   la miserable comunidad en que vivía y él le adjudicaba todo a Magdalena, y así, en el manuscrito de Elena, Magdalena se iría convirtiendo en la síntesis de todas las miserias. Llegaron hasta a inventar un cuarto hombre en la vida de la vendedora de billetes de lotería, tomando como modelo a Nicanor, un «operador político», una especie nueva de la fauna humana y de las oportunidades laborales de la democracia, y cuyo trabajo de expansión ideológica consistía en comprar conciencias, o por lo menos votos, a veces con dinero, a veces con promesas, y más frecuentemente con amenazas o con los tres elementos de convicción a la vez. Eligieron a Nicanor porque era real y evidentemente próspero, disponía de dinero y así se justificaba que Magdalena fuera sobreviviendo a su invalidez temporaria, sin involucrar a Manuel, que si bien era conocido por Elena en su papel de ángel proveedor no debería aparecer muy involucrado con ella, y menos, en su extraña relación con la mujer, una suerte de camaradería con una inevitable connotación sexual, porque la «clintonmanía» se les hizo costumbre. Nicanor era ficticio como concubino, pero real en su oficio de operador político, función a la que había llegado por méritos partidarios, el primero, la potente voz para hacer hurras que llamó la atención de los dirigentes, que asimilaban la virtud del fervor partidario a los decibeles que tronaban desde su garganta privilegiada y su velocidad mental para acuñar frases rotundas como apertura de sus apelaciones a las hurras. «¡Al grande y valiente continuador del pensamiento de nuestros próceres...!», etc. El segundo, que conocía a cada vecino desde su origen, en sus inquietudes, angustias, frustraciones y anhelos, de los que tenía un fichero mental, posiblemente ayudado por Maciel, que se había vuelto su colaborador. De ese modo, sin saberlo, Nicanor fue el cuarto hombre en la vida de Magdalena, le atribuyeron virtudes que no tenía y defectos que tampoco, entre ellos, el de tener un pasado de torturador policíaco en los buenos tiempos de la dictadura, cosa que Magdalena recogió como murmuración pero   —118→   no como informe confirmado, y que podría ser cierto. Pero para la novela de Elena, Nicanor era irremediablemente villano y su aproximación a Magdalena respondía a una morbosa inclinación sexual por las lisiadas, modelo de bestia que tampoco era imaginación pura, sino respondía a Patrocinio Velázquez, en la cárcel de Tacumbú, por violar ancianas, paralíticas y deficientes mentales. Por añadidura, y para dar más consistencia a la figura de Nicanor, le descubrieron amigo inseparable de otros dos individuos del barrio marginal, los hermanos Faustino y Rosalino Gamarra, el primero músico y el segundo poeta, especialistas en producir polkas partidarias de corte electoral que ponderaban las virtudes de macho, patriota, sensible y solidario con la pobreza del candidato, y que Nicanor hacía grabar en cassettes que los fervorosos compraban en gran cantidad.

A propósito de Maciel, había vuelto a alimentar el tesoro de rumores de ña María, con el cuento de que no sólo rondaban su refugio por la noche, sino que había visto un par de veces entrar a un hombre y una mujer cuando él no estaba. No le dio importancia al chisme, porque allí no había nada que robar, salvo los papeles con sus apuntes y los ladrones no se interesan en papeles.

Un día de fiesta fue cuando retiraron el yeso de la pierna de Magdalena, que quedó consternada cuando descubrió que tenía una pierna sana y robusta y otra raquítica y endeble, pero se tranquilizó cuando le dijeron que con un poco de ejercicio las dos piernas quedarían como Dios manda. Manuel comprobó que la nueva Magdalena, vuelta a la integridad física, era más alta de lo que parecía, los pechos grandes, caderas anchas, muslos largos y piernas musculosas, no era un dechado de elegancia, pero esbelta a su manera, erguida como una deportista y caminar resuelto, de hombre, masculinidad que se acentuaba con su costumbre de vestir pantalones vaqueros. Kuñá macho, decían las vecinas murmuradoras.

Manuel pasó un momento de desconcierto cuando Lucía,   —119→   la pequeña hija de Magdalena, sacando conclusiones de sus frecuentes visitas a su madre, le preguntó seriamente si «vos ya sos mi papá ahora». Manuel tuvo que decir que no, que sólo era un buen amigo de mamá, cosa no del todo cierta, porque Magdalena, después de liberarse del yeso, siguió otorgándole espontáneamente placenteros favores, en cuyo menester ponía vigor y experiencia.

La tentación de mudarse a vivir con Magdalena pasó alguna vez por su mente, pero la desechó. Traería muchas complicaciones, sobre todo de parte de Elena, si se enteraba, y en el fondo, resultaría degradante para él.

Magdalena volvió a sus tareas de vendedora de billetes de lotería y él siguió proporcionado informaciones a Elena, que parecía haber perdido algo de su entusiasmo, pero seguía proporcionándole dinero. Ya no le acosaba con preguntas, aceptaba sus informes, charlaban un momento y se separaban. Manuel no sabía a qué atribuir la evidente falta de interés de Elena. Sabía que ella seguía escribiendo su novela por frases sueltas como «estoy ya en el capítulo cuarto» o «esta Magdalena supera mi imaginación», frases que revelaban que su interés en la novela estaba intacto, pero ya no en él, a quien posiblemente se cansó de exprimir, o le desencantó como hombre cobarde, y quizás le estuviera soportando y soportando la rutina de los lunes y viernes, en beneficio de su tranquilidad. «Se resignó o está maquinando algo», pensaba desconfiado Manuel.

Su tarea de proporcionar material a Magdalena se volvió menos complicada. Pero lo sí complicado era proporcionar el informe semanal al Lecayá. Nada tenía que informar, salvo la rutina, y el pelado le susurraba amenazante que Lecayá no estaba muy contento, que no puede ser que no pase nada, qué carajo están ocultando ustedes dos. Parecía que Lecayá anhelaba oscuramente algún sobresalto que aderezara su lineal vida romántica. Pero Elena era rutinaria, disciplinada y atenida a su trato con él y a su cautiverio con el Lecayá. Pero el senador   —120→   parecía desconfiar algo, tanto que le hizo comparecer su mansión ribereña de Mariano Roque Alonso, una noche de jueves.

-¿Qué es esto de que no pasa nada? -requirió nervioso, sacudiendo el papel de su informe, como esperando que cayeran palabras que no había advertido.

-No pasa nada, señor. Nos reunimos los días acostumbrados, le paso los informes y me paga.

-¿La ves nerviosa, inquieta?

-Sí, les tiene miedo a sus dos gorilas. Ella sabe que están cerca. Soy sincero.

-Pero conversan.

-Sí, claro.

-¿De qué?

-De la novela.

-No, de otra cosa. De su vida, por ejemplo.

-Ella no me hace confidencias.

-¿No parece que hay otro tipo?

-No tengo la menor idea.

-Parece que hay otro tipo.

-El cacique y el pelado pueden averiguar.

-Lo están haciendo. Ella me tiene miedo, ¿verdad?

-Yo diría que sí, señor.

-Es saludable que me tenga miedo. A estas tipas se les maneja así, dinero y miedo. Como a los perros entrenados. Lo hacen mal, látigo, lo hacen bien, comen.

-Debe ser así.

-¿No la defiendes?

-No me concierne su vida.

-¿Usted cree que me engaña, pendejo?

-No estoy tratando de engañarlo, señor.

-Tu desapego es fingido. Y cuando alguien finge. Oculta algo. ¿Están enamorados secretamente?

-Usted debería escribir también una novela, señor. Tiene imaginación. Hoy día ya nadie se enamora en secreto y los cornudos   —121→   no pierden su honorabilidad.

-Pero hay romances que tienen sus compinches. ¿No sos un compinche?

Manuel descubrió por fin lo que atormentaba a Lecayá. Las personas se descubren muchas cosas escondidas en la cama. Los hombres descubren que las mujeres fingen orgasmos, que copulan no con las pupilas veladas de las que gozan sino con las pupilas indiferentes, o de las que piensan en otras cosas, con el alma escapada de la cama. Las mujeres olfatean en los hombres un perfume extraño, femenino, que salen de las axilas o de los poros, del pelo o de la ropa interior cuando se la sacan o descubren vicios ocultos. No en vano los antiguos llamaban combate sexual al coito. Hacen el amor pero se exploran, se vigilan, se hurgan unos a otros. Lecayá estaría percibiendo cambios en la conducta de su amante, cambios sutiles, o no tan sutiles, indiferencia, hastío, asco. Y la presunción de que hay otro cae sola, como fruta madura. Agradeció a la Providencia que Lecayá lo descartara como «el otro». Había resuelto ser inofensivo y no sólo lo era sino también lo parecía. Después de ese episodio, la rutina continuó, y posiblemente el cacique y el pelado andarían buscando el tercer hombre en la vida de Elena.

Rutina fatigosa, hastiante, hasta que estalló la bomba. Elena desapareció.

Se enteró por el aparato de radio portátil de Magdalena, un domingo, cuando ella había encendido un fogón y preparaba en una olla de hierro, carne asada en su grasa. Era un domingo casi idílico para él, cuando la noticia inesperada le sacudió. Decía el locutor que la ex modelo Elena Rivas, autora de un libro y retirada de las pasarelas había desaparecido de su departamento dos días antes. Formuló la denuncia un amigo cercano de la muchacha, Niceto Escobar, quien afirmaba que Elena no se ausentaría sin avisar a sus amigos, especialmente a él, que era quien proveía de provisiones a la escritora que vivía prácticamente recluida, escribiendo un nuevo libro. La policía no tiene   —122→   pistas y se espera que la desaparición no tenga implicancias y Elena reaparezca pronto.

Niceto Escobar, el cacique, había denunciado la desaparición. «Desapareció dos días antes». Curioso, dos días antes fue viernes. Y ella había estado con él San Roque con su tranquilidad de siempre. No vio en ella la menor traza de temor, de alarma ni de la tensión que se adivina en una persona que se apresta a saltar al vacío. Era como venía siendo, paloma azul posada en la rama de la resignación. No parecía preparar una fuga. Y si la estaba urdiendo, era una actriz consumada. Podía ser secuestro. ¿Pero quién y para qué?

-Escondete, mi hijo -le sugirió con femenina prevención Magdalena, cuando se enteró de la noticia.

No pensaba esconderse, porque se repetía una y otra vez que tenía la conciencia en paz. Además, si lo buscaran los gorilas y quién sabe cuántos sabuesos más, y por añadidura la policía, no había lugar donde ocultarse. Ni siquiera tenía el recurso de cruzar la frontera en Puerto Falcón y desaparecer en la Argentina, porque sus documentos seguían secuestrados por el Lecayá. De necesitar un escondite, le quedaba la casa de Magdalena, pero rechazó la idea. Si había más líos no complicaría a Magdalena. Además, estaba fantaseando mucho sobre la desaparición de Elena.

Pero Elena no aparecía. Y los diarios se ocupaban cada vez más de su desaparición. Un periodista investigador, agudo, con la complicidad de un policía, había logrado introducirse en el departamento abandonado. Suspiró aliviado. Si era realmente periodista entrenado, habría visto la fotografía del Lecayá sobre la mesa de luz, y parte del misterio empezaría a involucrar al senador, pero no se mencionaba fotografía alguna en la crónica. Además era infantil pensar que Niceto Escobar no la hubiera retirado. Describía el departamento, no faltaban valijas, ni ropa, ni los elementos de tocador que llevan las mujeres cuando se van, peine, cepillos, lociones, todo en su sitio. Finalmente,   —123→   la crónica se refería a la procesadora IBM de Elena, pero nada decía el manuscrito de su novela. «Si lo hubiera visto, lo habría mencionado», se decía Manuel. Se lo llevó ella o se lo llevó la policía, concluyó y empezó a alarmarse. Allí el talento de Elena se pondría a prueba. Del manuscrito dependía que Magdalena fuera para las mentes policiacas demasiado real o ficticia. Y peor aun, si llegaban a Magdalena llegaría a él. Enfermo de miedo, pensaba que el talento de Elena podía condenarlos, si algo malo le sucediera a la escritora.

Como temía, algo malo sucedió. Unos chicos que recogían coco cerca de las vías abandonadas del tren, en Ypacarai, encontraron dos cadáveres «en evidente estado de putrefacción» como expresaba el informe policial. Uno de ellos era Elena, el otro, el de un joven extranjero, francés, antropólogo o lingüista, enviado por un Instituto de Ciencias de su país a estudiar unas curiosas inscripciones rúnicas, posiblemente vikingas, talladas en las piedras de los cerros de Amambay. Los reconocieron pronto, y los relacionaron, porque el joven vivía en la misma casa de departamentos que habitaba Elena. Los dos habían recibido un tiro de «arma de grueso calibre en plena cara», decía el informe policial, que agregaba además que habrían sido asesinados en otro sitio y arrojados allí, entre el viernes 25 y el domingo 27, según las presunciones. Pero como de costumbre, el vecindario no había visto ni oído vehículo alguna que transitara por el paraje con su macabra carga. «Arma de grueso calibre», decía el diario. Revisó el escondite del viejo revólver que le había dado Magdalena. Se le erizó el pelo en la nuca. El arma no estaba. La incursión de aquella oscura pareja a su tugurio no había sido invento de ña María.

Su reacción más elemental le inducía a correr al tugurio de Magdalena, y hablar del asunto en el que se sentía irremediablemente involucrado. Magdalena era en sí misma un refugio, fuerte, experimentada, maternal. Decidió no ir. Magdalena estaba fuera de la cuestión. Pero Magdalena pensaba distinto, pues   —124→   fue ella quien llegó a su refugio, donde lo encontró inquieto y asustado.

-Tenés que tranquilizarte, Manuel. No tenés nada que ver -dijo de entrada Magdalena.

-Eso mismo me repito una y otra vez, pero no consigo tranquilizarme. Y también temo por vos.

-¿Qué tengo que ver yo?

-Su novela se titula Magdalena, y vos sos su novela.

-¡Pero sólo es un cuento!

-Pueden leer el cuento y relacionar con la realidad. Además, Lecayá sabe que existes. Creo que existimos juntos en la novela. O a lo mejor Elena tenía unos apuntes que nos mencionaban, además de mis informes. Y según dicen los diarios, la policía secuestró todos sus papeles del departamento.

-¿Y qué? Nos llaman y decimos la verdad.

-Es que hay otra cosa, Magdalena. Desapareció tu revólver.

-¡Jesús, María y José! -Saltó la mujer. Aspiró hondo, se tranquilizó-. A lo mejor lo robó Maciel -dijo sin mucha convicción.

-Magdalena, andate a tu casa. No deben vernos juntos.

-Pero ahora me necesitás vos. No soy mujer que abandona a sus amigos.

-Te pido. Andate.

-Está bien, pero voy a andar cerca. No me voy a esconder. Metete eso en tu cabeza.

Se marchó con aire enojado. No lo sabía todo. Maciel no era el ladrón que se había llevado el revólver. Eran dos personas, como decía ña María, un hombre y una mujer, no una pareja desesperada del barrio marginal. Gente venida de arriba. Se echó a temblar como si un viento polar se hubiera colado en el refugio.



  —125→  

ArribaAbajoOnce

Los diarios hablaban de expertos que estudiaban el manuscrito de Elena, en un ejemplar impreso de prueba de la IBM, en letra pequeñita y sin correcciones ortográficas, germen una novela escrita en primera persona, y sacaban conclusiones de que el relato contenía personajes que evidentemente eran reales. La protagonista, Magdalena, era una vendedora de loterías accidentada, y la policía ya estaba sobre la pista de una persona de esas características. En la novela, la mujer tenía un amante, que era también su proxeneta, Carlos, que en la ficción dialogaba con la escritora y le vendía los secretos más íntimos de la mujer. Carlos era un joven cínico, vago y vicioso, drogadicto. Carlos y Magdalena eran, en pareja, una síntesis de la miseria de los barrios marginales, que parecía ser el contenido profundo de la novela. Y entre la escritora y el perverso Carlos se estaba produciendo una relación extraña en la que los dos se necesitaban, colaboraban, pero dentro de una soterrada violencia. La escritora necesitaba de su informante, pero «sus maneras frías y su mirada de felino» le aterrorizaban. Elena no estaba escribiendo una novela de amor, sino de denuncia aderezada con terror, y el personaje siniestro, Carlos era él, tal como lo veía o tal como lo inventaba la difunta Elena, y si sospechaban que Magdalena era real, también lo sería Carlos, y ya estarían pisándole los talones. Pensó seriamente fugarse a la Argentina, con documentos o sin ellos, pero no tuvo valor. Los gendarmes lo enviarían de vuelta a puntapiés. Durante dos días juntó valor para trasladarse a Mariano Roque Alonso, a ponerse a disposición de Lecayá, que estaría muy interesado en el esclarecimiento del crimen, y él podía ayudar. Al fin de cuentas había trabajado muy de cerca con la muchacha y si le daban oportunidad de leer el manuscrito, relacionando la ficción con la realidad, encontraría detalles importantes. Llegó en horas de la tarde frente al portón inteligente. Buscó timbre, no había. Explorando en   —126→   busca de un llamador descubrió un ojo de cristal que lo miraba fijamente desde una minúscula cámara de video y para beneficio de la máquina vigilante hizo la mímica de quien bate palmas, sintiéndose, a más de asustado, ridículo. Esperó mucho tiempo, hasta que apareció con andar cansino Niceto Escobar, el cacique. Traía colgada al cuello, de una correa, un grabador portátil cuya lucecita verde parpadeaba, y detrás del cacique, los dos pastores alemanes, escoltas disciplinados y vigilantes. Niceto Escobar clavó su mirada vacía en Manuel.

-¿Qué desea el señor? -preguntó cortésmente, detrás de las rejas del portón.

-Necesito ver al senador.

El cacique consultó seriamente una agenda con forro de cuero.

-Lo siento mucho, señor. No hay ninguna visita agendada. ¿Lo conoce a usted el señor senador? ¿Él le citó a usted, señor?

-Por cierto que lo conozco.

-Posiblemente le habrá citado en su oficina, y usted se confundió. ¿Por qué no prueba mañana en su oficina?

No tardó mucho Manuel en llegar a la conclusión de que el cacique no le hablaba a él, sino para la grabadora, y tal vez para el video que seguía mirando con su ojo espectral y filmando. Imagen y sonido para demostrar si fuere necesario que el visitante era un completo extraño para el senador. Perdió la compostura por primera vez en su vida. El miedo es mal consejero.

-¿Por qué no apaga ese maldito aparato y hablamos como la gente, indio de mierda?

Niceto Escobar no perdía la serenidad.

-Cálmese, señor. Yo sólo soy un servidor de la casa y tengo mis órdenes.

Manuel comprendió que todo era inútil. El portón hermético bien podría ser la puerta de una fortaleza prohibida, donde custodiaban la verdad de su participación inocente en el drama   —127→   de Elena.

Volvió a su refugio, cansado y aterrorizado. Algo mucho más grande de lo que podía imaginar se estaba abatiendo sobre él. Así debe sentirse el zorro perseguido por una jauría de mastines. La extraña compostura de Niceto Escobar era infinitamente más peligrosa que el indio blandiendo una escopeta y apuntándole a los ojos. «Ahora ya no te persiguen los Pyragüé, te persiguen los jueces porque estamos en democracia». Lo había oído y tomado nota en su cuaderno y en su archivo. Su destino parecía marcado. Le aplicarían la ley y la ley le pondría una soga al cuello. «Estoy dramatizando mucho -se dijo-, no tienen forma de relacionarme. Claro que la tienen, carajo, se contradecía enseguida, el desconocimiento del cacique es la señal de que ellos escriben otra novela, y el villano soy yo. ¿Qué puedo hacer? Sentarme a esperar».

Y se sentó a esperar, con una sensación de inevitabilidad alimentando su miedo. Deseaba correr a la casa de Magdalena, pero consideró inútil, y hasta peligroso. Recordó una película que había visto, en la que unos terroristas sujetaban una bomba al cuello de su víctima. Al menor movimiento, la bomba estallaría.

Durante días no salió de su refugio. Ña María le salvó de morir de hambre, porque él olvidó hasta la comida que la diligente anciana traía con regularidad de reloj, desayuno, almuerzo y cena, que él apenas tocaba y devolvía los platos con casi todo su contenido. Ya no tenía nada que hacer. Solamente esperar. Ña María le ofreció traerle diarios, ya que no salía y debía saber lo que ocurría en el mundo, pero él rechazó la oferta. Le tenía terror a lo que dirían los diarios y prefería no saber. Avestruz escondiendo la cabeza en el agujero. Y Magdalena no aparecía. Tal vez ya estuviera detenida, resistiéndose a revelar su identidad. De eso estaba seguro. Magdalena era kuñá macho y estaría feliz de enfrentar a la autoridad.

Hasta que llegaron. Eran tres policías armados hasta los   —128→   dientes, con una orden judicial de allanamiento. «Te persiguen los jueces...».

Rebuscaron todo y para asombro de Manuel, encontraron el tenebroso revólver, que ya no tenía en el tambor seis balas doradas, sino cuatro. Los nocturnos visitantes denunciados por ña María no solamente habían llevado el revólver, sino lo habían devuelto. Secuestraron su archivo, y hallaron escondido en la funda de la máquina de escribir, seis sobrecitos de plástico con un polvo blanco adentro. Montaje perfecto. El arma homicida, cocaína. La fiera en su cubil miserable. Podían fabricar móviles a su antojo, celos enfermizos, pasiones malsanas. Como era un vago solitario, no tendría testigos ni coartadas. Aunque él nunca había manejado un vehículo en su vida, ya encontrarían la forma en que llevó los dos cadáveres a un lugar tan desolado. Ya tenía la soga al cuello más pronto de lo que suponía. Curiosamente se sintió tranquilo, resignado, y hasta le gustó que le dolieran las esposas muy ajustadas que le pusieron. Lo llevaron lo ficharon, le fotografiaron de frente y de perfil y le tiraron en un calabozo.

Desde el día siguiente, los medios de comunicación rivalizaron en dar el toque sensacional a la noticia del apresamiento del asesino de la ex modelo y escritora. «Novela manuscrita de la escritora ayuda a capturar a su asesino», decía un gran titular de primera plana. «Elena Rivas se venga desde la tumba», rezaba otro. «Cae drogadicto asesino de la escritora y su amigo», anunciaba un tercero. La historia era contada desde distintos ángulos, mitad verdad, mitad mentira. El manuscrito examinado por expertos revelaba claramente que Elena tenía modelos reales para sus personajes de ficción, entre ellos, el de su propio asesino. Y siguiendo esa pista el «exhaustivo trabajo de investigación de la policía» condujo a la detención de Manuel Arza, en cuyo poder se encontró el arma asesina con dos balas servidas que coincidían con el arma empleada y con las terribles   —129→   heridas de los jóvenes asesinados. Elena Rivas estaba escribiendo una novela, ayudada por un habitante de barrio marginal que le proporcionaba material extraído del submundo de la delincuencia, de carácter violento e impredecible, porque era drogadicto. La desprevenida y joven escritora no percibía el peligro a que se exponía ni cuando descubrió que su informante sentía por ella una pasión enfermiza y malsana. «La muerte la acechaba y ella la convertía en fantasía para su novela», escribía con tristeza una periodista que gozaba haciendo derramar lágrimas a sus lectores. No dejaron de mencionar a Magdalena, pero como otra víctima, una pobre madre marginal de tres hijos, vendedora de billetes de lotería, que seducida por el cínico y apuesto joven le revelaba todos sus secretos, que a su vez producía dinero al hombre. «Los asesinos no tienen cara de asesino», se titulaba un comentario en recuadro, de un sicólogo que decía que Manuel Arza tenía la cara inocente de un cantante de coro en la Iglesia, pero había cedido a las tentaciones del mundo, abandonó un trabajo decente y fue a vivir en un oscuro agujero del bajo. Decía además que como todos los psicópatas y drogadictos, Manuel Arza revelaba cierta cultura, y una extraña y cínica tranquilidad, como si no tuviera noción de su terrible acto. Otro articulista aficionado a las películas policiales, publicó un largo «perfil sicológico de un asesino», y comparaba a Manuel, en personalidad y en aspecto inocente y normal, con los mayores asesinos en serie de los Estados Unidos. Familia burguesa, buena educación, el muchacho normal del vecindario pacífico. Hasta la televisión se ocupó del caso, convocando a un distinguido médico siquiatra, que habló de combinaciones nefastas que hacen a un asesino despiadado, como una infancia infeliz, abuso sexual del padre o de la madre, y el escape de las frustraciones por medio de las drogas «que sublimaban el deseo subconsciente de venganza latente en la personalidad». Nadie se ocupó de investigar que Manuel Arza tuvo una infancia placentera, con   —130→   un padre que murió muy joven, una madre viuda algo sobreprotectora pero nada viciosa. Manuel era carne arrojada a los lobos de la información y lo estaban haciendo pedazos.

Le presentaron a la prensa, bien afeitado y esposado. Los flashes de las cámaras fotográficas le enceguecieron, las videofilmadoras zumbaban, los micrófonos acosaban su boca como moscas gigantes la boca de un muerto, las preguntas se multiplicaban, pero él sonreía tontamente. Cualquier respuesta sería inútil. La trituradora estaba en marcha. La curiosidad y el deseo de pescar algo fuera de lo común aguzaba como picos de halcones las narices de los periodistas, y las periodistas le parecían brujas ansiosas de chuparle el alma. Podía pedir silencio y sugerir a los periodistas que pidieran su propio archivo a la policía, donde estaba la sencilla verdad y nada del drama sangriento que le achacaban, y una vez se atrevió a hacerlo pero sólo para recibir en respuesta miradas de incredulidad y hasta de burla, hasta el punto de que una periodista radial comentó que «entre los delirios del asesino apareció el de que él también se cree escritor, un rasgo no desconocido en el mundo del crimen, donde el asesino se identifica con la víctima». No volvió a repetir su pequeño gesto de rebeldía, «pidan mi archivo», porque estaba seguro que el policía encargado diría: ¿Qué archivo?

Del joven científico francés se hablaba poco. Sólo teorizaban. Quizás había sostenido una amistad de intelectuales con Elena, y el psicópata lo interpretó mal y se sintió traicionado, engañado en su pasión malsana. Para este tipo de obsesos, la aparición de un supuesto rival dispara los oscuros mecanismos de los celos y el crimen. El senador estaba también absolutamente ausente de las crónicas y comentarios. Manuel se preguntaba, en medio de su resignación, por qué no investigarán de quién era el departamento o quién pagaba el alquiler, pero nadie lo hizo, o lo hizo y consideró prudente callarse, o le ordenaron callarse. Hay que conservar la pureza impoluta de la clase   —131→   política, y más aún, de la clase empresarial, porque los avisos y la publicidad tienen andaduras delicadas. Van y vienen por las vías de las buenas relaciones. Más tarde, le designaron un defensor de oficio, el Defensor de Reos Pobres, un desganado abogado acabado de recibirse en la Facultad, imberbe e indiferente que consideraba que defender a semejante homicida, ya condenado de antemano por los hechos y por la prensa, no prometía nada a su carrera. Sólo amagó una tímida defensa y llegó a la audacia de opinar para la prensa que cabía alegar locura, que los locos son inimputables, pero fue rápidamente callado por el siquiatra judicial que examinó a Manuel y lo encontró suficientemente cuerdo para matar en uso de todas sus facultades, de su voluntad y de su libre albedrío. Después, todo fue muy normal, muy jurídico, muy de acuerdo a las reglas de la Constitución, el Código Penal y el Código de Procedimientos. Le interrogaban con preguntas que, ya sugerían respuestas confusas o que lo echaban en la trampa de las contradicciones, a veces en presencia de la prensa y su defensor callaba o simplemente no aparecía. Y el único consuelo que tuvo fue que si bien lo enviaron a la cárcel de Tacumbú en carácter de procesado, no hubo malandrín alguno que lo violara y lo convirtiera en su mujer. Para su asombro, inspiraba respeto, porque en la escala de valores del penal, un sujeto que había matado a dos, era un tipo de cuidado. Además, el Director del penal supo de sus habilidades y lo tenía como secretario dactilógrafo en su oficina, donde pasaba todo el día, e incluso dormía en un hueco contiguo a la oficina. Sujeto peligroso de dos aguaí y por añadidura, auxiliar del Director, mejor era no meterse con él. Se sintió agradecido que las circunstancias le salvaran de ser uno más en ese infierno que era la cárcel de Tacumbú, que percibía como un universo de maldad, de perversidad y de frustración, una selva amurallada donde regía la ley del más fuerte, del más astuto y del más mentiroso al mismo tiempo. Venganzas sangrientas, rencores que afilaban punzones letales, privilegiados   —132→   que podían mercar con drogas e infelices que las consumían, travestís condenados que se maquillaban y se contoneaban para que los machos ansiosos disputaran sus favores. Allí reinaba la ferocidad de la resignación y el odio de los excluidos y de los derrotados. El sentido práctico del Director, siempre escaso de presupuesto, que tenía un secretario enviado por el Ministro, pero era semianalfabeto, y una extraña simpatía que le brindaba, le colocaba exactamente en el límite exterior de ese universo feroz.

Todo parecía encaminarse a una condena de por lo menos 25 años, aunque se generaron debates sobre la pena de muerte en la televisión y la radio, con sus consabidos fanáticos. Lo de siempre. La pena de muerte es disuasiva, decían unos. En los Estados Unidos se la aplica y no disminuye la delincuencia, replicaban otros. Hasta que apareció el joven y lúcido «analistá», una nueva disciplina empollada por la democracia, que dijo algo de verdad. «Los partidarios de la pena de muerte piden la muerte para el asesino pero cuando llega la hora de aplicarla, piden clemencia para el condenado, dijo, es la cambiante naturaleza humana. De la condena a la lástima sólo hay un pequeño paso». De cualquier modo, conjeturaban los periodistas y los juristas en los diarios que Manuel pasaría, por lo menos, el resto de su vida, entre rejas, y él ya estaba resignado, y también asombrado de haber desencadenado semejante torrente verbal y de tinta. No todo fue tan malo a pesar de todo. No le dieron palizas ni le arrancaron confesiones metiéndoles clavos bajo las uñas ni le ahogaron en bateas de excrementos, y no pudo sino decir esa verdad cuando le visitó un viejo luchador de los derechos humanos a interesarse por el trato que recibía. No supo explicarse ni explicar que no hace falta la tortura cuando toda la maquinaria de la ley es una tortura sutil que lo encaminaba suavemente y sin violencias hacia su perdición. La democracia tiene esas ventajas. No aplasta con guantes de hierro, sino de seda. Todo un avance de la civilización occidental y cristiana. En lo que a   —133→   Manuel concernía, todo estaba terminado.

Pero no para Magdalena.

Entre los privilegios que le concedía el Director a Manuel, tenía el de recibir visitas en las oficinas del mismo, que hasta le había sugerido el uso del hueco para el sexo rápido cuando él no estaba presente. Magdalena le visitó varias veces y sólo conversaban de la situación en general. Contó que ella también fue detenida e interrogada, en la ocasión dijo la verdad y nada más que la verdad, y la consideraron una mujer inteligente y enamorada que trataba de salvar a su hombre con mentiras más o menos creíbles, pero sus argumentos se desmoronaban pronto cuando mencionaba un supuesto archivo personal del asesino y su «confesión» de que el revólver le había proporcionado ella. Una mujer que no tenía donde caerse muerta no podía tener una antigüedad vahosa como aquel Smith Wesson 1914. Fueron amables con ella, y hasta le advirtieran que no volviera a mencionar a ningún supuesto Lecayá, que podía acarrearle problemas, como un juicio de difamación y calumnia que la llevaría a pasar una larga temporada al Buen Pastor. «Cómo van a quedar tus hijos», le dijo paternalmente un policía. Fueron tolerantes con ella y la soltaron. Sólo en su última visita dio a entender que no se había entregado. Con su sentido práctico y tal vez con femenina intuición, se sentía extrañada de que toda la investigación se centraba en las supuestas relaciones enfermizas entre víctima y victimario. ¿Y el joven francés? Los diarios había informado que la Embajada de su país lo empaquetó y lo envió a Francia, y nada más. Magdalena se interesó en el francés y luchó contra su miedo para interesarse también en el senador Garelli. Estaba convencida de que el senador Garelli estaba en el fondo de todo el drama. No podía ser otro. Dinero y Poder. Manipulación de ajenas existencias. Venganza, castigo. El cacique y el pelado. Se lanzó a investigar por su cuenta y para empezar fue al edificio de departamentos donde vivieran Elena y el joven científico francés. Los grandes edificios de   —134→   departamentos también tienen su humanidad proletaria, los iguales de Magdalena. Los que hablaban su mismo idioma, el encargado de los ascensores, el portero, el jardinero, el celador del estacionamiento, las mujeres que trabajaban en la lavandería y las limpiadoras. Eran ojos y oídos curiosos capaces de percibir los misterios de las oscuras relaciones humanas, como los choferes y los guardaespaldas. Trabó amistad con ellos y dio al fin con la mucama del turno de la tarde, Silveria Alarcón, que no tuvo empacho alguno en decir lo que muchos sabían, la relación de Elena con el senador, solo que todos se callaban porque era asunto de política, dinero y justicia, una mala combinación capaz de complicarle la vida a la gente. Además, nadie les preguntó. Silveria había soltado la lengua, porque Magdalena no era policía ni nada parecido, sino una tipa curiosa como ella y era muy conversadora y le pagaba el almuerzo en la cafetería. El siguiente descubrimiento que hizo Magdalena fue que el francés vivía en el mismo piso de Elena, y era un rubio atractivo y divertido, que había comprado un arpa paraguaya y trataba de tocarla, entusiasmado con el instrumento cuando le dijeron que fue introducido por los jesuitas de las reducciones del Paraguay.

Cuando Magdalena relató sus averiguaciones a Manuel, éste se interesó. Se daban todos los elementos para relacionar al francés con Elena. Elena anhelaba un escape, paloma azul buscando su libertad, y el francés se lo daba, en la seguridad del mismo edificio y en el mismo piso, lejos de la vigilancia de los gorilas. Elena ponía en práctica la teoría de la inteligencia contra el Poder, y como no pudo usarlo a él, usaba al francés, al menos para rescatar una parte de su vida y su libertad. O una variante tal vez de la inteligencia contra el Poder. El amor contra el poder, que bien pudo darse. Acaso la aventura de la paloma azul se les escapó de control y se enamoraron y cometieron imprudencias. La pareja perfecta, el científico aficionado a la música y la bella intelectual. El uno lejos de su país, la otra   —135→   lejos de sus sueños. Jóvenes y sanos y con casi todas las noches a su disposición. La paloma azul no necesitaba volar a buscar vientos de liberación. Los tenía en el propio nido.

Magdalena había vendido el rosario de oro que por fin fue a parar en manos del codicioso don Esteban, que con inusitada honradez le pagó bien, por el oro y por la antigüedad, y tomó contacto con una joven abogada, ambiciosa y saturada de ganas de figurar en los diarios, si con escándalo, mejor.

Relató todo a la doctora Julia Quiñonez, la abogada, rubia, delicada y maquilllada como una modelo. La profesional le creyó o creyó encontrar una veta para suscitar escándalo. Trazó una estrategia. Dijo algo así que de una crisis se sale provocando otra crisis más grande y el relato de aquella mujer rústica y altiva contenía elementos «como para revolver la mierda», según las palabras que surgieron de su delicada boca. No se presentó a los tribunales, en primer lugar por estrategia y en segundo lugar porque ya había aprendido en su corta carrera que existen factores y actores de la democracia más poderosos que la Justicia, o casi. En ese tren contactó con un periodista amigo, que se moría por acostarse con ella y consiguió que entrevistara a Magdalena. Magdalena, siguiendo las instrucciones precisas de Julia, contó el origen del revólver, y dejó deslizar como al descuido la relación de dependencia entre Elena y el senador Garelli, algo aprensiva por la perspectiva de la temporada en el Buen Pastor pero decidida a correr el riesgo, ya que tenía una abogada. El periodista cayó en la trampa, y fue el primero que introdujo en la historia la persona del senador Garelli, mérito que le costó caro, porque fue despedido con inexplicable velocidad, pero el escándalo ya se había echado a rodar, generaba ondas expansivas como piedra arrojada a la mansedumbre de una laguna, y otros periódicos rivales se apresuraron a darle con pico y zapa a la nueva veta del escándalo, que por su condimento político aumentaba la circulación, cuestión gerencial que conjuraba la pérdida de alguna publicidad   —136→   porque generaba otras. Y no se quedaron atrás las radios ni la televisión. El portón inteligente empezaba a fallar. Para Manuel, el senador había cometido un error, el Poder no tenía inteligencia, y en vez de hundir con él a Magdalena, la habían menospreciado.

Otro periodista investigador rastreó el origen del revólver, y llegaron hasta Carlos, el hijo de la difunta doña Petrona, quien declaró que recordaba vagamente que su padre tenía una Smith Wesson de gran calibre, que usaba cuando iba a la estancia, pero no podría asegurar que fuera la misma arma que usara el homicida. En cuanto a las joyas, enfatizó que era una fantasía, pues si su madre las conservaba, él se hubiera enterado. En la entrevista de Magdalena se había mencionado también a la locuaz Elvira Alarcón, lo que motivó que una periodista avispada se lanzara a la caza de la servidumbre en la casa de departamentos, y muchos servidores también quisieron salir en la prensa como Elvira y revelaron detalles que hacía cada [vez] más nítida la imagen del senador-amante. Los testigos se multiplicaban y el cacique y el pelado se volverían locos tratando de tapar tantas bocas. Leyendo el artículo, Julia gozaba, porque la duda, aunque pequeña, empezaba a cundir. Creía tener al senador Garelli, a punto de ser lanzado a las fieras.

-La gente cree que el Poder es absoluto -decía la joven abogada a Magdalena, sin esperar mucho que la mujer la comprendiera y hablando más bien para sí misma-, pero no es así. El Poder es vulnerable. ¿Sabes por qué, Magdalena? Porque el Poder siempre es odioso y genera enemigos, y la cuestión es simple, motivar al enemigo, que se vuelve perverso cuando el Poder tambalea. Tu inexpugnable senador Garelli ya tambalea. El poderoso tiembla, y cuando el poderoso tiembla, el compinche pone distancia, el socio se abre, los amigos desaparecen, ya vas a ver. Vamos a la Embajada francesa a dar otro pequeño empujón.



  —137→  

ArribaAbajoDoce

Fueron a la Embajada, y la doctora Julia Quiñonez se presentó como lo que era, abogada. Pidió ver al Embajador. Imposible. No estaba, y fue atendida por un deslumbrado secretario de Embajada recién llegado al país, y que en el suyo había adquirido la idea de que los abogados son torvos caballeros con pelucas empolvadas y las abogadas viejas arrugadas y asexuadas con togas. Julia tuvo que mostrar sus credenciales para convencer al secretario que era una abogada auténtica, a pesar de su carita rubia y su juvenil apostura. En pocos minutos de conversación cortés, Julia tenía a sus pies al diplomático que se ponía y se sacaba los lentes para ver mejor o para no ver semejante tentación.

-Los franceses no tienen término medio -le había dicho Julia a Magdalena-, si no son homosexuales son mujeriegos -y sonreía consciente del atractivo femenino que le estaba abriendo paso en el foro.

Puso en funcionamiento el arsenal de sus encantos, y extrajo toda la información que pudo del joven científico francés asesinado. Sí, el Ministerio de Cultura se había interesado en las curiosas escrituras rúnicas al parecer vikingas en una desolada región del Paraguay. Sí, Pierre Dumont era antropólogo y lingüista, medalla de oro en la Sorbona, y su pérdida una pena. No. La Embajada consideraba el crimen una penosa cuestión pasional, natural en un país tropical, con perdón de la señorita abogada. No. La Embajada no había investigado nada, y estaba satisfecha con las conclusiones de la Justicia paraguaya. Una pena, qué tragedia, mademoiselle. Y una lástima. Enamorados y preparados a viajar a París.

-¿Dijo «preparados» Monsieur? -exclamó Julia.

-Sí, el pasaporte está visado.

-El de él.

-No, el de ella. Él no necesita visa para volver a su país, es   —138→   obvio, Mademoiselle.

-¿Retiró el pasaporte?

Toda la pena del mundo ensombreció del rostro del diplomático. ¿Cómo iba a retirarlo si la muerte se interpuso en el camino? Parecía a punto de llorar de pena. «Estos franceses son tan expresivos», pensó Julia. El pasaporte visado estaba allí. Le costó a Julia toda su artillería de seducción y una promesa de «salir a cenar unos de estos días», y un intercambio de tarjetas para que el diplomático cediera y entregara al fin, renuente a pesar de todo, el pasaporte de Elena. Su pasaporte a la libertad. A París, donde se llevaría el manuscrito para terminar de escribir su novela en algún romántico nido de amor, en un altillo idílico, con vista la torre Eiffel y al Sena. Una paloma azul donde las palomas azules son felices, París.

Esa misma tarde, Manuel conoció a Julia, de la mano de la infatigable Magdalena. Julia fue precisa y práctica como una computadora.

-Estoy convencida de su inocencia, Manuel -le dijo-, pero nada de lo que tengo es de valor jurídico. Que haya testigos de que Elena fue amante del senador, no cambia nada. Que se haya enamorado del francés, tampoco. Al contrario, le culpa más a usted como psicótico celoso. La historia del revólver no le salva, sino le complica porque demuestra que usted estaba en posesión del arma. Ningún juez del mundo va a creer la historia del arma que aparece y desaparece de su casa, ni en la verdad de la pareja nocturna que se metía en su casa.

-Entiendo lo que quiere decir. Sigo tan perdido como antes, doctora.

-No dije eso. Lo que dije es que lo que tenemos no tiene valor jurídico.

-Sí, entendí.

-Pero tiene valor político.

-Suena un poco complicado, doctora.

-Yo me entiendo. Magdalena me dio un nombre -abrió   —139→   su pequeño portafolios y extrajo una libreta forrada en cuero de cocodrilo, leyó-: Niceto Escobar.

-El cacique.

-Así lo llama usted -leyó en su libro de apuntes-, nacido en 1952. Intento de homicidio, robo de vehículos, asalto a mano armada, extorsión. Procesado pero nunca condenado. Es su prontuario. El otro, Sebastián Benítez.

-A ése no le conozco.

-Es el pelado -aclaró Magdalena.

-Nacido en 1955. Homicidio en 1981. Cinco años en Tacumbú. Salió en 1985. Asalto a mano armada a una financiera, dos años en Tacumbú. Salió en el 89.

-¿De dónde sacó todo eso, doctora?

-Tengo mis contactos en el archivo judicial y en la policía. Pero tengo algo más -extrajo una gran planilla fotocopiada del portafolios-. Planilla de sueldos de la fábrica de cigarrillos «La Corona» propiedad del senador Andrés Garelli. Aquí está, Niceto Escobar, capataz de planta. Sebastián Benítez, operador de empaque. Y todavía tengo más -sacó dos documentos tamaño oficio fotocopiados, y continuó-: Resoluciones del Ministerio de Desarrollo que nombran a Niceto Escobar, chofer de gabinete y a Sebastián Benítez, jefe de portería. El Ministro de Desarrollo es accionista de «La Corona S. A.» ¿Qué le parece?

-Impresionante, doctora. Pero como usted dice no tiene valor para mi caso.

-En los tribunales no.

-¿Dónde, entonces?

-En la prensa. Ya saben que Elena fue amante de Garelli. Ahora van a saber que Garelli tiene matones, planilleros a su servicio. Van a saber que Elena iba a fugarse con el francés. Les voy a dar pruebas documentales. Y los periodistas se van a agarrar a la historia como perros de presa. La prensa hila más fino y tiene inmunidad de hecho y la Justicia tiene sus limitaciones de derecho, de procedimiento, de ética y de falta de ética,   —140→   y Garelli se vuelve cada vez más vulnerable... a la prensa. Utilizaron la prensa para perderle, Manuel. La vamos a utilizar para salvarle.

Magdalena estuvo a punto de aplaudir. Manuel admiró a aquella muchacha joven y delicada. Muñeca de porcelana con hierro por dentro, abogada capaz de tener el amigo preciso, el informante adecuado, en cada sitio. Una araña rubia y gentil en medio de su red. La otra cara del Poder, o el «otro» Poder, tan frío y calculador como el primero, acaso más terrible porque este sí tenía inteligencia. El Poder bruto contra el Poder inteligente, qué cosa, Señor. Qué mundo éste, pensó Manuel cuando, las dos mujeres se despidieron.

Sin embargo, Julia no fue a la prensa. Nada ganaba con hundir al senador y quizás, sólo quizás, salvar de paso a ese pobre y tímido sujeto incapaz de matar una mosca. Ella era ambiciosa desde niña, durante toda su carrera en la Facultad y en el ejercicio de la profesión, la ambición fue su motor, y el conocimiento de las leyes tan importante como el conocimiento de las debilidades humanas. Se sabía inteligente y con enorme atractivo sexual, combinación que había aprendido a manejar sabiamente. Una apelación ganaba fuerza si le acompañaba una cita oportuna. Pero no era práctico aún ir a la prensa. La prensa es como un arma, que es más útil cuando amenaza que cuando dispara. Más provechoso sería ir a la casa del senador. Y allá fue.

Encontró al senador pálido, tembloroso y vencido de antemano. Nada es más cobarde que el Poder cuando intuye que pierde poder. Sabía que la abogada sabía, y su pavor se acrecentó cuando con deliberada frialdad, Julia puso todas sus cartas sobre la mesa, con la prudente aclaración que todas estaban fotocopiadas y en poder de una escribana que iría a los diarios si a ella le pasaba algo parecido a lo que le sucedió a Elena. Los papeles no servían de nada en los tribunales, pero a él lo hundían moralmente y se adivinaba con facilidad una secuela   —141→   de terremotos políticos, apenas la prensa entrara en posesión de aquellos papeles y del memorándum con una nueva hipótesis del crimen, de puño y letra de Julia. «La prensa es cosa seria, senador, juzga y condena al mismo tiempo, y le gusta denunciar abusos, cuando el abusivo está cayendo y no tiene asidero en la caída». Palidecía el senador. «La verdad es siempre sencilla -martillaba Julia-. Pero inventar una mentira a partir de una verdad es complicado y peligroso pues se vuelve con frecuencia boomerang. Usted, senador, urdió un tejido que parecía simple para adjudicar la culpa a otro, y se enredó en su propia trama».

Llegaron a un acuerdo. Acuerdo total. Julia se sintió feliz. Por fin se libraría del viejo Toyota. Se compraría por lo menos un Mercedes.

Manuel no atinaba a comprender lo que pasaba. Magdalena le traía todos los días los cuatro diarios y ni una palabra de la maquinación de Julia. «Te comió el rosario», le decía con desconsuelo a Magdalena, o «Tu abogada se vendió, es lo que se podía esperar». Pero empezaron a suceder cosas raras, como cuando el Director le dijo que se vistiera porque debía ir a los tribunales, seguramente para oír su sentencia. Pero lo llevaron sin esposas, con amabilidad. Volvieron a interrogarlo y el fiscal tenía su archivo, su desaparecido archivo, sobre su mesa. Las preguntas se referían al contenido de su archivo. Preguntas rutinarias, inocentes, capaces de ser respondidas con la verdad. Perceptiblemente, la maquinaria que lo trituró empezaba a funcionar en reversa y lo estaban reconstruyendo. Manuel reivindicó mentalmente a Julia. La inteligencia de la abogada estaba más allá de su capacidad, pero lo estaba conduciendo hacia la libertad. Informes laboratoriales nuevos concluyeron que el polvillo blanco no era cocaína sino un polvo abrasivo para limpiar dentaduras postizas, y Manuel tenía todos sus dientes naturales. También, resultó que el famoso revólver de gran calibre Smith Wesson 1914 tenía el percutor roto. Y también el   —142→   siquiatra judicial revisó un informe anterior, «a la luz de nuevos elementos» y Manuel Arza no era psicótico, sino ocurrió que en el primer examen el paciente mostraba un «gran stress de angustia» y un «temor anulante del raciocinio» que fueran mal interpretados, pero en el segundo revelaba una «siquis normal, controlada y con una percepción lúcida del entorno y las circunstancias». El asesino cínico y drogadicto desaparecía y aparecía un hombre víctima de una serie de errores de apreciación.

Los mismos expertos que revisaran el manuscrito de Elena revisaron el archivo de Manuel, y concluyeron que eran apuntes lúcidos, inocentes, de una relación curiosa entre la escritora y su informante. Los archivos de Manuel eran la realidad y el manuscrito de Elena la fantasía, la dramatización en la que visiblemente, Elena había realizado una pintura más literaria de su Manuel convertido en Carlos.

Dos meses después, salió en libertad. «Liberan a Manuel Arza por falta de méritos», decía un titular de diario. Se escribieron algunas crónicas sobre el misterio del crimen no aclarado y se tejió la teoría de un paseo romántico a Ypacarai que terminó en tragedia, cuando dos forajidos asaltaron a la pareja. Y después, el tema perdió actualidad e interés. En las siguientes elecciones, el senador Garelli no figuró en la lista ganadora. Un pesado camión transganado embistió en la ruta a un Ford Corcel brasileño, sin luces traseras y murieron los ciudadanos Niceto Escobar y Sebastián Benítez. El senador empezaba a borrar archivos. Sólo los fantasmas lo vieron, pero en el mismo instante en que el Ford Corcel era aplastado, una paloma azul salió volando de la tumba de Elena y se perdió en las alturas.

Cuando Manuel salía de la cárcel de Tacumbú, con su archivo bajo el brazo, le estaban esperando Julia y Magdalena. La resplandeciente Julia hacía perfecto juego con el elegante Mercedes. Magdalena resultaba incongruente. Los condujo hasta   —143→   donde podía llegar el Mercedes, que era el mismo sitio en que pudo llegar aquel taxi que conducía a una mujer quebrada y su improvisado amigo.

Al despedirse, Julia sacó del portaguantes del auto un sobre de papel madera y se lo entregó a Magdalena. Dijo adiós, puso en marcha atrás, maniobró y se fue. Magdalena abrió el sobre. Dinero. Gruesos fajos, dinero en cantidad que ninguno de los dos viera en su vida.

¿Recompensa? ¿Premio? ¿Parte del botín? Imposible descubrir el misterio tras la sonrisa de ángel de Julia. Manuel decidió no pensar, porque si pensaba mucho, llegaría a la conclusión amarga de que ese dinero era el precio de la vida, la ilusión y los sueños de Elena. Muy poco para tanta pérdida. Las alas quebradas de una paloma azul valen más que mil fortunas.

Podían mudarse arriba. Y lo hicieron. Compraron una casa modesta, pero casa, donde Magdalena llevó su cama, su diván y sus hijos, y Manuel su archivo y su máquina de escribir. Podía intentar ser escritor. Tenía su archivo y su máquina de 75 palabras por minuto. Y tenía a Magdalena, que había ido al dentista y al salón de belleza y el resultado daba una vikinga esbelta y demasiado maciza, pero adecuado para la Jefa de Personal Obrero de una fábrica de cigarrillos muy conocida. Formaban una pareja común, aunque a Manuel no podía dominar su costumbre de llamar «mamá» a Magdalena. Una noche, se lanzó a la aventura. Colocó el papel en blanco en la máquina, puso el título que venía imaginando, Cita en el San Roque con la paloma azul, por Manuel Arza, y empezó a teclear, no a 75 palabras por minuto, porque no era una escritura, sino un testimonio. Quizás le publicaran alguna vez y empezó: «Los diarios y los comunicadores de la radio lo llamaban barrio marginal...».



  —144→  

ArribaMagdalena

Apuntes en mi diario para una novela. Cuaderno de notas de Elena Rivas. Estoy comenzando estos apuntes en abril de 1999. Mi primera novela, Rosas para una ausente, no me gustó. Pasatista. No era lo que quería escribir. Creo que tengo condiciones para hacer algo más trascendente. También creo que ya pasé bastantes amarguras para conocer los anhelos y los sobresaltos de la gente. La denuncia es un compromiso, y me acaba de ocurrir algo que me puede ayudar. En la mencionada tesitura estaba trabajando en mi nueva novela cuando conocí a un hombre raro, mezcla de rufián y caballero. El relato que escribo a continuación es tal como las cosas están sucediendo, y lo que valga la pena de él lo transcribo a la novela. Trato en mi novela aplicar el método que me enseñó el Profesor Rodríguez, que es escribir primero el esqueleto, imaginario o real, y después se va rellenando. Ventajas de la IBM que me regaló el Baboso. Un juguete para su bebé o un adorno para el departamento, pero aprendí a manejarla y por cierto que me es útil. La máquina es maravillosa, hasta te corrige, te recuerda fechas, hechos. Inteligencia artificial al servicio de la natural.

Conocí a Carlos Arza, lo llamaré así, el lunes de noche en el San Roque. Siempre voy al San Roque, con la esperanza de encontrar alguna amiga o amigo y charlar. Es una de las pocas libertades que me doy, o que me da el Baboso. Hay que soportarlo. Ya vendrán tiempos mejores. El hombre estaba sentado en una mesa, vestido con un traje andrajoso y sucio, pero me llamó la atención su porte que sería el de un buen mozo si fuera algo más aseado. Me miraba con insistencia y había terminado de comer una cena de mendigo, empanada con pan, me pareció. Un aura de fracaso lo envolvía y si estuviera en un lugar menos ventilado estaría acosado por moscas que vuelan a su alrededor, como alrededor de un cadáver. Su mirada insistente me molestaba. Era una mirada cínica, de sujeto capaz de aferrarse a cualquier oportunidad a mano.

Era un hombre definidamente extraño. Como de 30 años y había en su porte como un resabio de tiempos mejores, como buena dentadura y sus maneras poco toscas como podía esperarse de un pobretón analfabeto. El traje que vestía era de buena   —145→   calidad aunque ya casi convertido en harapos. Suerte que no llevaba corbata, porque un vago con corbata es la imagen más patética del harapiento. Y lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, oscuros, profundos y vivaces como los de un gavilán, saltando de una u otra mesa como las del pájaro que busca una prensa en el matorral.

La idea se me ocurrió de golpe. Si estaba buscando un tema para mi nueva novela que metiera el dedo en las llagas de la injusticia social, ahí tenía un náufrago hecho y derecho, un hombre joven sumido en la indignidad y quien sabe en qué abismos de caída. Un humillado, un aplastado, un vencido. Droga, alcohol. Todo su aspecto sugería eso y mucho más, porque la imagen de la derrota tiene muchos matices extraños, y el hombre que me miraba con insistencia parecía un derrotado que no nació así, en cuna de frazadas viejas, sino que cayó desde alguna altura.

Junté coraje y busqué la manera de establecer contacto con el sujeto. La encontré, simulando estar tomando notas y que no tenía lapicera. Le pregunté gentilmente si tenía una para prestarme y sacó del bolsillo interior del saco una lapicera Parker, extraño en un hombre tan venido a menos, pero que confirmaba mi presunción de una vida anterior distinta.

Conversamos, hablaba arrastrando las palabras, pero se expresaba bien, como un hombre educado, pero tenía la mirada más fría y calculadora que he visto en mi vida. Parecía pesar cada palabra en términos de ventaja o desventaja. Y me confesó (¿?) su mala situación, contándome una historia doliente de la pérdida de un empleo, la muerte de su madre y su caída que lo llevó a habitar una especie de cueva en los bajos. El clásico mentiroso que busca despertar el instinto maternal de la mujer, con los elementos acostumbrados, madre muerta, echado de un buen empleo, y otras consideraciones de las que mueven a lástima. Evidentemente mentía porque no asumía responsabilidad alguna en su desgracia, y culpaba de ella a la sociedad, a todos,   —146→   hasta a Ortega y Gasset.

Contaba su falsa tragedia y no miraba en los ojos sino con la vista en el plato vacío, y cuando me miraba era un relampagueante vistazo de cazador que estudia el efecto que va haciendo en su presa. Me convencí de que el sujeto estaba latente el material -la caída humana- que yo necesitaba para mi nueva novela. Pero empezaba mintiendo, y si mentía, el material resultaría falso, y seguiría siendo falso, en la medida en que yo manifestara interés por sus relatos. Yo no andaba buscando las fantasías de un perdido, sino las verdades de un hombre caído y la naturaleza del mundo elemental en que fuera empujado a vivir, cómo y con quiénes vivía y sobre todo, cómo era la sociedad de almas sin norte que pueblan los bordes miserables de la ciudad, o lo que es lo mismo, en las entrañas, como parásitos, de un país en quiebra social, moral y económica.

Con estos elementos tuve la oportunidad de forjarme una estrategia muy simple. Le conté a mi vez que era escritora, que deseaba escribir una novela y que creía sinceramente que él podía proporcionarme material recogiéndolo en sus experiencias vivenciales en la parte baja de la ciudad. Le dije que le pagaría por el trabajo y la codicia se iluminó en sus ojos oscuros. Pero presumo que su alegría duró poco cuando le dije que había que cumplir requisitos, entre ellos, el de ceñirse estrictamente a la verdad. Se apresuró en jurarme que de su boca no saldrían nada más que verdades, y lo dijo con tanta ansiedad, que dudé razonablemente de su sinceridad. Es que la necesidad nos hace jurar cualquier cosa, y en mayor grado, cuando la necesidad no es satisfacer el hambre sino además satisfacer el vicio como la drogadicción y otros en que caen los espíritus débiles y enfermizos.

En medio de dudas, decidí ponerlo a prueba y se lo dije. Creyó el individuo que me refería a un detector de mentiras o alguna sesión de hipnosis pero le saqué de semejantes creencias. La primera prueba sería, nada más y nada menos, contarme   —147→   la verdad de su caída, por cuanto no creía en absoluto su versión lastimera que en principio quiso hacerme creer. El hombre no era tonto, y a su vez, decidió probarme a mí, o lo que es igual, probar mi intención o capacidad de pagar sus servicios. No tuve otro recurso que demostrarle mis buenas intenciones adelantándole una pequeña suma de dinero, allí mismo. Se convenció de que el trato era correcto y que no estaba tratando con una mujer tonta o ilusa sino con otra persona que conocía tanto como él, o más, de la naturaleza humana.

Así, el hombre llegó a la conclusión que yo esperaba. Lo único de valor que tenía para vender era la verdad y que tenía delante una mente alerta capaz de descubrirle en sus mentiras. No creo que le haya sido difícil gimnasia espinal decir la verdad porque no tenía nada que perder y algo que ganar, y en esas condiciones, el pudor de desnudarse, desnudar su alma o abrir el pozo de su memoria, es muy poco sólido.

En cierto modo -batalla de voluntades, se llama-, lo tenía prisionero, y confieso que eso me produjo una complacencia casi erótica. Una fiera domada no es el resultado de un trabajo fácil, y en mí, germinaba la idea de incluirlo, tal como era, personaje realista, en mi novela.

A manera de rendición, se obligó a decirme la verdad de su caída. Efectivamente, vivió en la parte alta de la holgura y comodidad que le proporcionaba su empleo como «protocolista», una especie de dactilógrafo veloz que se especializa en la prosa estéril y con pocas variables de las escrituras. Perdió el empleo cuando falsificó una escritura de compraventa que el escribano, su patrón, firmó de buena fe, fue descubierto en los registros judiciales, y el anciano caballero de larga carrera, sin tachas en el ejercicio de su honorable profesión fue suspendido de su licencia por dos años, cayendo por esta razón en una depresión que lo llevó a la muerte.

Su participación en el fraude no fue demostrada, o él no tuvo la grandeza de confesar su participación o quizás su culpabilidad   —148→   total, y se salvó de una pena severa, pienso yo, mas quedó sin empleo, con el agravante de que tenía a la madre enferma que vivía gracias a un medicamento caro que ella misma financiaba administrando sus ahorros que alcanzan en lo justo para solventar su caro tratamiento, con una droga que al parecer la salvaba de morir entre convulsiones, por el Mal de Parkinsons, o al menos, así lo entendí.

La pérdida del empleo supuso serias consecuencias en el hogar de la anciana. La primera y más importante fue que con sus escasos ahorros debía solventar su tratamiento médico y al hijo desempleado al mismo tiempo. Y aquí llego a la primera conclusión sobre el carácter depravado de Carlos, cuando colegí sin duda alguna que en aquel trance, una madre en su situación espera o no espera pero resulta lógico, un acto de grandeza del hijo que renuncia a su propia comodidad en beneficio de la salud, o quizás de la vida, de su madre, como salir a buscar trabajo, cualquier trabajo, por humillante que fuera, y liberar así a su madre del compromiso de mantenerlo.

No puedo sino pensar que Carlos dejó morir a su madre, como advertí sin mucho esfuerzo en las entrelíneas de su relato. Trataba de ocultarlo bajo el disfraz de los hechos objetivos, pero como bien se sabe, los hechos objetivos disfrazan pasiones y vilezas y los disfrazan mal. No obstante la transparencia que dejaba entrever su maldad, ni sus maneras, ni sus ojos, ni sus palabras revelaban culpa alguna. Una búsqueda en mis libros de sicología daría por su resultado la palabra «amoral».

No me precio de muy inteligente y perspicaz y no fue una hazaña descubrir que Carlos me proporcionaba verdades a medias porque al fin de cuentas ninguna confesión es completa ni aún en el confesionario donde el pecador sólo muestra una cara de la moneda, pero la otra se puede vislumbrar con un poco de tino.

Caí en esa instancia en la cuenta de que el juego sería siempre de esa manera. Tenía que asimilar todo lo que me enseñaba   —149→   y colegir lo que me ocultaba, por pudor en el que no creo tanto, por vergüenza que parecía imposible en él, o por algún resto de autorrespeto que sobrevive hasta en el ser humano más cínico, que es la explicación más plausible de su doble discurso.

En su relato pasó muy velozmente sobre las circunstancias de la muerte de su madre, y quiso disfrazar el derrumbe del escribano manifestándome que era de esperar en un anciano de setenta años que no sobreviviera a un shock ético como el que sufrió, y del que sobrevivían fácilmente profesionales más jóvenes y sanos. Pasé por alto estas formas de tácita exculpación con que pretendía suavizar sus responsabilidades. Para él, el viejo está condenado a morir por viejo, y los demás sólo tienen que verlo morir, sin gesto alguno de ayuda o de socorro.

Le planté en la cara mi incredulidad absoluta de que viviera con su madre en una casa alquilada. Generalmente, si una viuda hereda bienes que le sirven de ahorro y soporte, también hereda una casa porque en los buenos tiempos antiguos, el hombre que se casaba y formaba una familia, no lo hacía sino después de tener la seguridad de una casa. Más que el matrimonio mismo, la casa era el punto de partida inexcusable de un destino que empezaba a compartirse, rezago de las tradiciones señoriales españolas que lastimosamente vamos perdiendo.

Se arrugó ante mis razonables argumentos y mi amenaza de interrumpir el contrato y confesó que realmente heredó la casa. La puso en venta y cuando la vendió, puso el dinero en una financiera que -¡oh justicia poética!- quebró, y desapareció su sueño de vivir holgando de los intereses, y apareció el fantasma de la miseria que lo llevó a refugiarse en el bajo, por comodidad o por incapaz de asumir algún trabajo aunque fuera humilde y honorable. Argüía que buscaba trabajo afanosamente, y que sus credenciales eran insuficientes porque no sabía inglés ni computación. Toda una tontería, porque existen trabajos en los que tales requisitos no son necesarios, solo que son trabajos más modestos, y al parecer, su meta, al buscar trabajo,   —150→   era encontrarlo, pero cómodo y rutinario como el que había perdido en la escribanía. Y eso sí, en estos tiempos, resulta difícil.

A esta altura de las cosas ya tenía el perfil bastante realista de mi informante-personaje. Holgazán, mentiroso, se creía astuto y lo era muy poco, al menos así lo pensé entonces, y no tenía escrúpulo alguno para sobrevivir a cómo fuera, pero sin complicarse la vida. Esta falta de escrúpulos lo hacía peligroso, porque era un hombre inteligente, creo que con la secundaria terminada, bachiller contable, o algo así y su conversación denotaba que era hombre, o lo fue, de alguna lectura.

Consideré al principio poco relevante anotar que en una de las conversaciones que sostuvimos, me confesó que quería ser escritor. Al principio, pensé que lo decía para ganarse mi simpatía, simpatía gremial, se diría, pero con el tiempo me fui convenciendo de que su antojo era más que eso.

Lo real es que nuestra primera entrevista fue provechosa porque tuve por primera vez un personaje de carne y hueso que tenía muchas posibilidades. No un protagonista, porque la protagonista sería yo y mi dolor el argumento, y Carlos un personaje secundario, aunque importante. Si mi pretensión es que mi novela tenga altas vibraciones sociales, tenía delante mío un ejecutante en el ensordecer concierto de la miseria que nos va saturando.

Hicimos el convenio. Él me proporcionaría el material de su vida y de su entorno mísero y lleno de carencias, con verdades y con nada de imaginaciones mentirosas y fantasías, un material que si sabía manejar satisfaría mi sueño de escribir una novela de denuncia social, como bien la hace falta a esta sociedad enferma.

Convinimos que nos veríamos los lunes y viernes -los días que me permite salir el Baboso, con el coche-, allí mismo, en el San Roque.

Después de esa inesperada primera cita con Carlos, volví   —151→   al departamento y me llevó trabajo hasta la madrugada anotar todo de la extraña experiencia, dejando para el día siguiente insertarla en Memorias de una paloma azul, título provisorio de la novela que estaba escribiendo, y después cambiaría a MAGDALENA, el nombre de una extraña mujer, prostituta, que más tarde apareció como enganchada a los relatos de Carlos y con la cual encontré una coincidencia casi metafísica con mi propio drama, habida cuenta de que si de prostitución se trata, yo también la ejercía a mi manera, con diferencia de matices, pero igual en el fondo.

Mi novela era también el relato casi intimista de mi caída, en primera persona, y si el Baboso se enterara de que figura en ella, se moriría de susto, y me costaría mucho explicarle que la realidad es realidad y la novela una fantasía. Sin embargo no había peligro mayor de que el Baboso quisiera leer lo que yo escribía, porque no le daba importancia alguna y creía que mi tarea de escritura era cosa de tipeja loca con ínfulas intelectuales. Por otro lado, yo sabía que lo intimista en una novela es apenas el fondo y si la forma, el relato y los personajes son vigorosos en su maldad o en su generosidad, la novela toma cuerpo y resulta trascendente. Por eso tomo estos apuntes a mano, evalúo cuidadosamente la densidad de esos apuntes, los transcribo a la novela, y la novela está en las profundidades de la memoria de la computadora, a la que instalé una clave personal para abrirla.

El Baboso no podía quedar al margen, si de la historia de mi caída se trata. En rigor, él es mi ascenso y mi caída al mismo tiempo, pero contar solamente eso, sería contar un argumento vulgar, repetido y conocido. No obstante, en líneas generales, se trata de una corriente historia de mutua seducción de los tiempos modernos. El Baboso es un «referente importante» como dicen los periodistas, de la situación política, del poder. Llegó a donde llegó pagando y comprando, hasta alcanzar su curul de senador de la Nación. Conquistó como anhelaba, el   —152→   poder, y bien se sabe que el poder produce dos efectos inmediatos en los hombres, los engorda irremediablemente y los vuelve mujeriegos. La credencial más estimada, en el segundo caso, es tener una amante joven, cosa que hasta socialmente, en estos tiempos, es buen vista, y religiosamente también, si tenemos en cuenta que vi por la televisión cuando el Obispo le daba la comunión a un poderoso tres veces divorciado y cuatro veces casado, cuando que según lo que sé de estos menesteres, debió estar tres veces excomulgado. Pero es mejor no meter en mi novela estas cuestiones de ética, o política, de la Santa Iglesia Católica.

Lo de la «mutua seducción», es una manera de decir. Yo ya estaba alcanzando los 28 años, fatal para una modelo que en estos días son cada vez más jóvenes, y algunas púberes, me llamaban cada vez menos para modelar y apenas podía con los gastos de la Facultad. Hasta que apareció el Baboso dispuesto a comprar su sello de virilidad y yo estaba más que dispuesta a aceptarlo todo, en beneficio de mi carrera. La única condición que puse, y que él aceptó a regañadientes, fue que yo terminara mi licenciatura, de la manera menos pensada. Iba y venía a la Facultad con un coche y chofer. De la Facultad al departamento y del departamento a casa. Yo creía de buena fe que ese cepo permanente sería cosa de los primeros tiempos, pero me equivoqué.

En mi novela inserto deliberadamente mis experiencias. Los críticos inteligentes descubrirán que hay en el contexto general una línea autobiográfica, pero si eso sirve para ensalzarme como buena escritora y hundir al Baboso, en buena hora. Habré conseguido mi objetivo, mi libertad y mi fama.

Está allí todo. Las peleas de mis padres y el hartazgo que me produjeron. El divorcio y las ganas de cada uno de ir por su lado sin llevarme de lastre, cosa que me hizo feliz porque me dio oportunidad a refugiarme en casa de tía Rosario, que fue en sus buenos tiempos Miss Paraguay, y en la noche su coronación   —153→   fue secuestrada por el Edecán del Presidente, un Coronel Ferrera, que la tuvo cautiva y en calidad de esclava sexual durante un mes en la suite matrimonial del Hotel Guaraní, hasta que se cansó de ella. Después tuvo una sucesión algo numerosa de amantes, fue envejeciendo y los amantes escasearon hasta no quedar ninguno. Yo fui el consuelo de su soledad y quiso hacerme su desquite haciéndome modelo y después de modelo una Miss Paraguay que supiera cuidarse de los coroneles libidinosos. Felizmente no vivió para ver dónde y cómo terminó mi carrera de modelo.

Mi vida es la vida común de una amante joven de un viejo celoso y los detalles de mi vida sexual, si así puede llamarse al jugueteo estúpido que hacemos lo dejo para un capítulo especial, nada importante, porque lo que sí interesa a una buena novela, son las causas y los efectos de una servidumbre forzosa y degradante que convierten la vida en un calvario, rentable, pero calvario al fin, incluida la renuncia a la juventud y la vida que está implícita en el compromiso sexual que el Baboso trata de convertir en un romance, y se lo hago creer.

Insertar a Carlos en la novela no va a ser muy difícil. Y si lo fuera vale la pena el esfuerzo. Además, tengo todo el tiempo del mundo con la vida regalada que he alcanzado con los favores del Baboso que me desobliga de todo, e incluso me permite usar el coche los lunes y viernes.

Más tarde, tuve una nueva entrevista con Carlos en el San Roque, y él traía su informe mecanografiado. Me sorprendió porque maneja bien el idioma y su escritura, aunque carente de fuerza, es correcta. En su escrito describía bastante bien el clima social primitivo y bárbaro del barrio bajo donde vive, revelándose como un aceptable observador. Describe a la gente y sus miserias, pero sin lástima ni emociones, y de compasión mucho menos, como un curioso que mira por el microscopio la vida de las bacterias. Quiso hacerme una trampa, como podía esperarse, relatándome un accidente que sufriera una mujer a   —154→   la que calificó de «vendedora de billetes de lotería», que fuera atropellada por un automovilista y llevada a la sanidad de urgencia en una ambulancia. Pretendió convencerme que volvió a encontrar a la mujer en el hospital donde fuera llevada y por donde él pasaba de casualidad. Después, ante mi incredulidad bien manifestada confesó que para cumplir el convenio conmigo, había ido deliberadamente a ver a la mujer en su lecho de dolor, y dijo que la ayudó a volver a su casa con la pierna inmovilizada, porque se había fracturado más arriba de la rodilla.

En principio, supuse que estaba inventando todo para mi beneficio y para el suyo, desde luego. Mas había algo de verdad en su historia porque su descripción de la mujer era bastante vivaz, real, aunque para lo demás tuve dudas, como que sólo entonces conoció a la mujer. En un accidente tan serio donde incluso aparece una ambulancia, necesariamente hay intervención policial, y de eso no hablaba nada. Tampoco mencionaba al automovilista, si huyó o se quedó a auxiliar, como tampoco apareció en su relato ninguno de los abogados que en esos sitios están a la pesca de una demanda por indemnización.

En síntesis, concluí que me informaba substancialmente una verdad, pero manipulada a su conveniencia, en la cual él aparecía como un inesperado buen samaritano dispuesto a ayudar piadosamente a una mujer necesitada de auxilio, y por añadidura desconocida para él. Le hice creer que me tragaba su historia, no porque me interesara la historia en sí, sino el personaje real que surgía de la misma, la tal Magdalena, al parecer, esforzada luchadora y madre de tres hijos, sobreviviendo en un medio hostil y alejado de la mano de Dios.

Sin embargo, como la citada Magdalena me atraía, al día siguiente, después del telefonazo del Baboso, que siempre llama a la misma hora para comprobar que estoy en casa y trabajando (a veces lo hace también en horas inesperadas), hice la escapada y fui en taxi a la plaza Uruguaya, donde se había   —155→   producido el accidente. Averigüé y comprobé charlando con las otras vendedoras de billetes de lotería, que efectivamente sucedió el accidente, pero no apareció ambulancia alguna, sino el mismo automovilista que la atropelló, la llevó a la sanidad de emergencia y por la rapidez de todo lo que pasó no hubo oportunidad de intervención policial. En cuanto a Magdalena, sí, era una mujer a su manera bastante activa, vendedora billetes de lotería durante el día y por la noche prostituta en ese mismo ámbito algo caótico de la plaza Uruguaya. Además, las colegas de Magdalena, en la venta de billetes, digo, confirmaron que sí tenía tres hijos, que tenía costumbre de cambiar con mucha frecuencia de hombres y que en la actualidad, «andaba metida», así dijeron, con un vago buen mozo que, por la descripción, era evidentemente Carlos. Así que Carlos me estaba vendiendo a su mujer, que oportunamente se accidentó para proporcionarle material. Confieso que llegué a pensar que Carlos era muy capaz de haber empujado a la mujer para que fuera atropellada y tener así material para venderme. Pero eso ya es hilar muy fino.

En todo caso, Carlos me contó, o inventó, una crónica de la vida de Magdalena bastante creíble y no tuve más remedio que reconocer que tenía mucha capacidad de observación y mucha imaginación para disfrazar la realidad de lo que veía. Existían elementos que pudieran ser verdad, como la ruina familiar de Magdalena, los sucesivos hombres en su vida, el inesperado refugio hallado en una casa fantasmal habitada por un anciana inválida y su enfermera demasiado generosa para ser real, sus tres hijos, y la recompensa en joyas para la enfermera, y de un rosario de oro para Magdalena, que supongo no fue recompensa, sino fruto del saqueo que perpetraron la enfermera y Magdalena de la casa, cuando la anciana se moría, algo bastante común en la historia trágica de las ancianas abandonadas por su familia y confiadas al cuidado mercenario de las profesionales de ese oficio. El espíritu de rapiña siempre esta vigente en este tipo de servidumbre, y se afila cuando la impotencia   —156→   inmoviliza a la damnificada. Y más aún la muerte, como en este caso, de la desgraciada doña Petrona, abandonada por su familia y presa del rencor, ocultando sus bienes.

La descripción de las relaciones, puramente platónicas, que se estableció entre Carlos y Magdalena, era una fantasía estúpida, como también otros episodios tontos, en que Carlos, el bonachón e inocente, aparece acosado por los esbirros del Baboso, y para calmar su terror, Magdalena le provee de un revólver para defenderse. Esto convencida de que tal revólver, así como la saña de los esbirros, son pura imaginación elaborada para estremecerme. ¿De dónde va a sacar un arma una pobre diabla como Magdalena? Carlos intenta sugerirme que el arma salió del mismo escondrijo de las joyas, pero la mentira cae por su propio peso. Las viejas damas quizás atesoren con amor viejas alhajas, pero le tienen terror a las armas. Si el arma existió, ella la hubiera dado a los hijos, «llévense esta cosa de mi casa, etc.».

Sin embargo, Magdalena, como víctima de la injusticia social y de la discriminación brutal con las mujeres reducidas a objetos de uso placentero por los hombres, era un material sólido que emergía de la hojarasca imaginativa de Carlos. Y el mismo Carlos era real en su descarado papel de informador supuestamente escandalizado de los sufrimientos del prójimo. Carlos no sólo me vendía la imagen de Magdalena, sino también, sin darse cuenta, se vendía a sí mismo sin saberlo, y desde luego, sin saber que yo veía sus mentiras tan transparentes que fácilmente adivinaba la verdad detrás de ellas.

Me regocijaba incorporando estos personajes a mi novela. Jamás la imaginación pura me hubiera proporcionado personajes tan vivaces y tan creíbles. La vida suele ser más rica que la más rica de las imaginaciones, solía decirnos el profesor Rodríguez, y los hechos le estaban dando la razón.

Trabajé mucho incorporando a Carlos y Magdalena a mi novela. Y no fue tan difícil como pensaba, porque estaban formando   —157→   parte de una historia que al fin era la mía, y los dos personajes contribuían a sacarla de un relato lineal para adornarlo con matices inesperados, plenos de vida y de verdad, al menos eso pienso.

Con toda seguridad, Carlos y Magdalena tenían una relación más tempestuosa, cruda y corrupta que la que el hombre quería hacerme digerir, adornando sus informes con datos irrelevantes como que Magdalena usaba en su mísero rancho manteles y cubiertos a la «manera burguesa» y como una rebelión contra sus miserias. Además, sus informes a veces se extendían a la descripción de ese medio miserable en que vivían y a determinados personajes siniestros y viles del pobrerío marginal, que los acepté como ciertos, pero no como testimonio de Carlos, tan indiferente a los infortunios ajenos, sino proporcionados a él por Magdalena, que es mujer, y bien se sabe que la mujer, aunque caída en el abismo moral, conserva siempre una capacidad de percibir y a veces solidarizarse con los sufrimientos ajenos. Estaba segura de no equivocarme, al concebir que Carlos y Magdalena urdían juntos los informes bordeando los límites de la verdad y de la mentira, para conmover a esa chica tonta que se creía escritora y pagaba por los informes.

Y de otra cosa también estaba segura. Que de la misma manera en que yo estaba utilizando a Carlos y Magdalena para enriquecer mi novela, Carlos me estaba utilizando a mí para intentar escribir la suya. En aquella oportunidad que me dijera que quería ser escritor, hablaba en serio y debo reconocer, por la pulcritud de sus informes, que sería capaz de escribir alguna vez algo coherente. Además, cometía el desliz de encabezar todos sus informes con la palabra «síntesis», quizás por costumbre profesional de dactilógrafo veloz. En ese punto, mi conclusión era fácil, pues si los informes eran síntesis, significado que eran el resumen de un texto mayor y más completo, de algún manuscrito que estaba elaborando él, quizás como novela, quizás como informe.

  —158→  

Descubrí también que hacía esa tarea extra, cuando en forma que quería ser sutil, me hacía preguntas personales, tan íntimas que hasta quiso saber si yo era lesbiana. Lo mandé al diablo y se disculpó rápidamente aduciendo que había llegado a tal conclusión a partir de mi manera de vestir, por cierto nada seductor para los hombres. No consideré necesario ni oportuno, a pesar de mi femenino orgullo herido, confesar que semejante forma de vestir era imposición del Baboso. Carlos no era el interlocutor ni el confidente adecuado para tales revelaciones.

No obstante, la observación había revelado una agudeza de la que debía cuidarme, así como me cuidaba mucho de dar el más mínimo aliento a ciertos avances de tipo sexual a que se atrevía con los ojos brillando de lujuria y de codicia. No me atrevía a demostrarle la repulsión que sentía, porque ese tipo de rechazo ofende a los hombres, y en el caso de Carlos, se agudizaría su evidente maldad.

Continuaron nuestras ya difíciles relaciones con aires de guerra soterrada, él tratando de minar mis defensas y yo encerrando detrás de un hermetismo deliberado mi vida y mis emociones. Cuanto más supiera yo de él, mejor. Cuanto menos supiera él de mí, mejor que mejor. Pero a pesar de todo, se enteró de mi modus vivendi y de mi relación con el Baboso. Colijo que se enteró por don Jaime, el mozo del San Roque, el viejo que extrañamente, era el único que servía mi mesa cuando yo iba allí, por instrucciones del Baboso, supongo. Además, resultaba para el mozo en cuestión, fácil deducir las cosas cuando que yo no pagaba en efectivo mis consumiciones, sino firmaba la cuenta, y alguien relacionado con el Baboso concurría a pagarla. De ahí a sacar conclusiones faltaba poco, o nada.

Podría ser también que Carlos se enterara por confidencias de Niceto Escobar y Sebastián Benítez, los dos mercenarios del Baboso que donde quiera que yo fuera, siempre estaban cerca. Los dos individuos habrían tomado nota de mis encuentros   —159→   con Carlos y establecieron contacto con él, supongo. En primer lugar, para informar al Baboso del tipo de relación que me unía a Carlos, y en segundo lugar, para sacar provecho de lo que sabían. Y en eso de sacar provecho, estaba más que seguro que Carlos colaboraba, codicioso e inescrupuloso como era. Un trío capaz de hundir la República.

A mí, el Baboso no me interrogaba para nada al respecto. Creía más en sus esbirros que en su amante. Y al respecto, cuando Carlos me informó que había sido convocado por el Baboso a su casa de Mariano Roque Alonso donde le sometió a un interrogatorio, no supe a qué atenerme. Si la cita fue realmente intención del Baboso o una maniobra de los tres para provocarla y sacar algún tipo de provecho, como un pago extra por una vigilancia más celosa, o algo parecido. En cosas de dinero, el Baboso es bastante ingenuo, cosa corriente en personajes que creen que el dinero lo compra todo, yo lo sé por experiencia, como lo deben saber también por experiencia los dos malandrines bien podía ser ya tres, y que le hacen creer que es un Al Capone. No sé, me confundo. Lo subyacente en mí es la sospecha de una conspiración que tiene por objetivo al Baboso, o mejor dicho su dinero. Veo en Carlos al espíritu retorcido capaz de tramar algo oscuro y rapaz. Con sus mismos argumentos puedo decir que entre los tres, él es el más inteligente y acaso el menos escrupuloso, y bien podía estar arrastrando a los dos brutos a una conspiración, incluyendo en ella a la patética Magdalena, una bruta mujer seducida por la condición superior que indudablemente tiene Carlos, con respecto a ella. En cierto sentido, el Baboso es vulnerable, tan vulnerable como quien cree que el poder lo puede todo y el dinero una herramienta de dominación, sin enterarse sino demasiado tarde que a veces se vuelve contra el que la empuña. Lo riesgoso del caso es que toda conspiración pasa necesariamente por mí, y me atormento pensando mucho y preguntándome si la servidumbre de Carlos al Baboso es de verdad, y si yo soy sino una pieza en   —160→   una maquinaria perversa montada por los tres malandrines, o por Carlos, manipulando a los dos malandrines y a Magdalena. Esto ya va pareciendo una historia de los Borgia.

Lo cierto es que el relato que me hizo Carlos de aquella entrevista, logró el objetivo de que me saliera de mis casillas y perdiera mi serenidad y me arrepiento de semejante arrebato porque sin darme cuenta ya estaba contando a Carlos, con lujo de detalles el origen de la fortuna del Baboso. Que el Baboso hablara de mí como una «costurerita recogida de la calle» y «cabecita hueca» me enfureció de veras y a más de escupir su oscura historia familiar en forma estúpida, decidí en el calor de mi ira enfrentar al Baboso y decirle en la cara lo que pensaba de él. Pero lo pensé mejor. Tenía un objetivo y no podía darme el lujo de desplantes fuera de tiempo y oportunidad. Además, llamaría la atención del Baboso que Carlos me hiciera confidencias, y a partir de allí, se le ocurrirían fantasías que alimentaran sus celos enfermizos.

Advertí también sin mucho esfuerzo que las confidencias de Carlos tenían un propósito artero. Una mujer enfurecida con su amante busca otro para vengarse, y es así de simple. Y lo cierto era que Carlos me deseaba, o mejor dicho, deseaba una amante más joven y mejor provista de fondos que su patética Magdalena. Por tanto, que me hiciera esas confidencias hirientes, era una forma de acoso algo torpe, pero que en el primer momento logró por lo menos enfurecerme de veras.

Esta disparatada ilusión de suscitar mis deseos salía a la luz con mucha claridad. Usando mi dinero, vestía mejor, con estilo juvenil y deportivo, la barba cerrada siempre bien afeitada, y tenía, a su manera, un atractivo sexual que hubiera funcionado si no se adivinara detrás de la fachada, al individuo egoísta, calculador y perverso que era. Por lo demás, me acostaría con Drácula y no con ese proxeneta.

Consideré seriamente cortar la relación que había establecido, por la imposibilidad de que Carlos se atuviera a las normas.   —161→   En una y mil formas, siempre estaba tratando de sobrepasar los límites, con un acoso siempre latente, pero me proporcionaba material importante, y bien valía el esfuerzo de tenerlo a raya. Por otra parte, en el aspecto sexual, Carlos me causaba la misma repugnancia que el Baboso. Los dos y por distintas razones serían repulsivos como compañeros de cama, el Baboso porque es notorio que en la cama hace valer su dinero, y Carlos haría valer su codicia. En el fondo, soy una lírica incurable que piensa que el condimento feliz del sexo es el amor. Además, hacer el amor con el proxeneta de una prostituta, sería degradante moralmente o insalubre y peligroso, tanto, que me reproché de estar pensándolo.

Por si todo eso no fuera poco, los papeles se habían confundido. Yo no tenía recursos para apartar de mi vida a Carlos, y si le dijera que el convenio terminó y que le fuera bien, ya sabía dónde encontrarme y posiblemente hasta dónde vivo, por confidencias de sus compinches, y podía complicarme la vida. No podía tampoco exigirle al Baboso que apartara de mí a ese sujeto que se había vuelto molesto, que para eso tenía a sus dos vigilantes. Pero Carlos era muy capaz de referirse a mi lengua suelta con la historia de la fortuna familiar. En ese punto, el Baboso no transigía, la historia paterna era su talón de Aquiles, y era muy capaz de sacarme a empujones del departamento, si sabía que yo sabía, y peor, que la había contado a un vago, por añadidura, a su servicio.

Una variante del permanente acoso a que me sometía Carlos, era hablarme de la dignidad humana y de la libertad. Decía que éramos prisioneros del poder y del Dinero, y que esa servidumbre nos debería unir para buscar nuestra liberación. Hasta parecía convincente, porque convertía en palabras lo que yo sentía en el fondo, y su argumento de usar nuestra inteligencia para nuestra revolución de dos, me parecía razonable y valiente hasta que le miraba a los ojos, y en ellos no había nada de sinceridad, sino cálculo, una artimaña más, una manera sinuosa   —162→   de meterse bajo las murallas de mi fortaleza.

Su astucia llegaba al extremo de utilizar verdades para saturarme de sus falsedades. Tenía razón en sus juicios sobre la situación en particular que me tenía doblegada al Baboso, y que supuestamente lo tenía alienado a él mismo, pero en lo que falseaba era en su sinceridad. De alguna manera, el enemigo del poder abusivo, había descubierto el poder de la palabra, y confieso que estuvo a punto de llevarme a actitudes extremas, quién sabe con qué consecuencias.

No descarto que Carlos quiera ser realmente escritor, y si lo fuera o intentara serlo, tendría a su disposición la virtud que yo le reconozco sinceramente. Conoce el valor de la palabra, y aunque la utilice para el engaño, bien también podría utilizarla para la novela, que al fin de cuentas, no es sino una gran mentira. Y en orden de cosas estaría como el pez en el agua.

Quiero creer al respecto que Carlos tiene seducida a su Magdalena con el poder de la palabra, el falso gesto de generosidad y la solidaridad interesada. No me resulta extraño, porque si a mí me compran con dinero, a Magdalena, alma extraviada, será fácil comprarla con palabras, con mentiras, hasta su rendición completa.

En ese aspecto; Carlos se convirtió en la serpiente de mi tentación. Imagino que la serpiente convenció a Eva de los placeres del amor, y le decía la verdad, porque el amor es placentero. Pero no le dijo que amar sería su perdición. Carlos era mi serpiente, porque tenía razón cuando decía que la única virtud capaz de vencer a la brutalidad es la inteligencia, sólo que no quería que la inteligencia me salvara, sino que me echara en sus brazos repugnantes.

Sin embargo, algo iba prendiendo en mí, una suerte de rebeldía ante fuerzas cargadas de antivalores que condicionaban mi vida y la hacían tan ríspida y falto de sentido. Y no dejo de pensar que una de las experiencias que estoy recogiendo con Carlos, es que lo peor que le puede ocurrir a una prostituta,   —163→   aunque sea de lujo, es ser inteligente y sensible. Yo soy de ese cuño, y duele. Me pregunto si Magdalena será también sensible e inteligente, en cuyo caso su sufrimiento sería doble, porque no gozaba de las comodidades de un departamento, por lo menos, sino se arrastraba en el lodo de la comunidad más miserable.

De alguna manera, aunque será difícil, trataré de establecer en mi novela, el paralelo entre Magdalena, mi personaje, y yo, su creadora, o por lo menos, su cronista. Ambas somos mujer, y eso es lo esencial, y es esencial también que en tanto a mujer, ambas somos víctimas de una sociedad machista. A las dos nos toca un destino servil, de objeto y de provecho masculino. Nuestra prostitución va mucho más allá de entregar nuestros cuerpos para los placeres del macho soberbio, porque anulamos nuestras almas y subordinamos nuestra voluntad a la voluntad del hombre dominante. Cada vez estoy más convencida de que Magdalena y yo somos un solo personaje y también un solo grito de reproche a la sociedad hipócrita.

Un episodio que casi hizo volar todo por los aires como en una explosión de dinamita, fue cuando estando con él, con Carlos, digo, en el San Roque, en uno de nuestros encuentros, sonó mi celular y era el Baboso que me llamaba. Evidentemente estaba borracho, algo muy frecuente, y para demostrarme su poder me dijo que sabía donde estaba, con quién estaba, cómo estaba vestido mi acompañante y en qué mesa estaba. Y que si yo quería más, mañana me diría hasta de qué hablamos. Cuando le sube el alcohol a la cabeza sufre de esos delirios, se vuelve el super amo y tiene que demostrarlo y hacer sufrir humillaciones a la gente. Suelo tomar con filosofía esos desplantes paranoicos, pero para mi mal, aquella vez, antes de venir había tomado una copa fuerte en mi departamento y lo estaba mezclando en el San Roque con el licor de menta que me permitía tomar. De esta suerte resultó que el beodo abusivo llamó a la beoda rebelde. Me enfurecí más de lo necesario y me sentí mal,   —164→   tan mal que fui a vomitar al baño.

Viendo mi estado, y que así debería manejar el coche, Carlos se ofreció a acompañarme, y confieso que acepté agradecida y pensando que alguna vez algo de humano aparecería en la superficie de ese hombre perverso. Otra vez me equivoqué, porque en el departamento intentó violarme. Peleamos y a pesar de que me rasgó toda la ropa, logré tener las piernas bien unidas hasta que renunció a sus propósitos. Le grité que estaba perdido, que lo contaría todo al Baboso y sus dos esbirros lo harían pulpa. Rió descaradamente y me desafió a que contara lo sucedido, que él se defendería contando que yo le seduje y lo traje al departamento, que se supone él no conocía. Era su palabra contra la mía, y el juez un gordo celoso que en el peor de los casos nos hundiría a los dos. Intuí que perdería la batalla y lo eché del departamento, pero no hubo manera de echarlo de mi vida.

Seguimos aquella rutina que era placentera a veces y torturante otras. Me proporcionaba la crónica de Magdalena y la figura de esa pobre diabla crecía en mi mente. Valía la pena soportar a aquel hombre, porque estaba enriqueciendo lo poco que sabía de la naturaleza humana. Además, estaba encontrando en Magdalena el modelo de las mujeres condenadas por la sociedad al servilismo y a la enajenación de su condición humana.

A Magdalena la entiendo como mujer, porque en cierto sentido yo soy otra Magdalena. No me canso en reiterar que somos dos caras de una misma moneda. A las dos nos une una misma servidumbre. Yo la rindo al Baboso y ella a su hombre, Carlos.

Estoy segura que las descripciones que Carlos me proporciona, de los personajes y del entorno, son cosecha de Magdalena. Veo en ella a la mujer aguda y de experiencia, acaso merecedora como yo, de mejor suerte. Pero de la misma manera que yo estoy sujeta al Baboso, ella está sujeta a Carlos, y su   —165→   dependencia de él va hasta ayudarle a urdir sus informes. Enajenación completa, Magdalena y yo. Creo que debo cuidarme de estas reiteraciones cuando transcriba mis apuntes a la novela.

Retomo estos apuntes después de una pausa larga, es el mes de agosto y hace mucho frío. Han ocurrido sucesos importantes. La extrema perversidad de Carlos, que me mintió ilusiones de libertad y de rebeldía, prendió en mí. En el fondo del oscuro pozo de su maldad, yacía la verdad iluminada por la inteligencia y la reflexión, y brillaba tanto que me encandilaba. Mentira en la intención, verdad en las palabras, me fui saturando de las palabras de Carlos en la misma proporción en que me alejaba de él. La consecuencia de todo fue una suerte de frenesí de deseos, de vivir mi vida, más allá de mi rutina de pareja de lujo de un hombre vacío y vicioso.

Estaba ya en los 32 años, vivía rodeado de lujo pero nada era, ni es hoy, mío, ni el departamento, ni el coche, ni la IBM. Sólo es mía la cuenta bancaria que es respetable pero nada generosa, y mi novela, enterrada en la memoria de la computadora.

Con realismo, pensaba que llegaría el día en que el Baboso se cansase de mí, se volviese impotente de viejo o encuentre otra compañera más tierna. Me llevaría una valija, el dinero del banco y mi novela, y ya estaría un poco vieja para ilusionarme en conseguir un hombre bueno que se casara conmigo, me pusiera una casita con jardines al frente y me convierta en un ama de casa hacendosa y en una mamá prolífica. Sueños de doncella, no apta para ex cortesanas.

Carlos fue el detonante de esta nueva situación y el nuevo enfoque que le estaba dando a mi vida.

Y en esta coyuntura, aparece Pierre, el nuevo vecino. Francés, científico y soltero. Lo había entrevisto cuando se mudó al 9B, pero no le di mucho interés. Más tarde, tuvimos oportunidad de hablar cuando coincidimos en el pequeño ascensor, y él   —166→   deshaciéndose en disculpas trataba de acomodar una inmensa arpa paraguaya en el reducido espacio. Tomamos a risa la situación y como quien dice, se rompió el hielo. Ocurrieron las cosas como siempre, yo le dije que me llamaba Elena y él me dijo que su nombre es Pierre, que estaba en misión cultural de su Gobierno y que estaba fascinado por el arpa, especialmente, después de verlo tocar en un festival de la Alianza Francesa. Curioso investigador, había llegado a su conocimiento que el instrumento había sido introducido por los jesuitas de las Reducciones, y fue perfeccionándose hasta llegar a ser el instrumento nacional en el Paraguay. Era inteligente como un sabio y curioso como un niño, y llegó a preguntarme dónde y con quién podría tomar elecciones elementales, ya que tocaba el piano y no le sería difícil aprender ese instrumento al parecer más sencillo.

Al conocer a Pierre, me descubría sensible a sensaciones ya olvidadas, o enmohecidas en mi rutina de amante de lujo. Su entusiasmo juvenil, su placer casi infantil de tener un juguete nuevo, la salud de espíritu que parecía dispararse de cada poro de su cuerpo, me devolvían a los tiempos en que creía que los hombres también tienen inocencia, y franqueza y alegría de vivir. Que el Baboso no era EL hombre, sino UN hombre, y que había hombres diferentes, limpios, capaces de concebir la vida como un sendero de flores y no como un campo de batalla, o como un mercado de esclavos.

Por esas extrañas casualidades que inesperadamente establecen lazos entre las personas, a la tía Rosario se le había ocurrido que una modelo bien podía llegar a ser Miss Paraguay y que una Miss Paraguay deslumbraría al jurado de Miss Mundo si se presentaba tocando en el arpa Pájaro Campana o Recuerdos de Ypacaraí. Con ese pensamiento, me hizo estudiar arpa durante dos años con Santiago Cortesi, el famoso maestro. Aprendí algo, pero no mucho, pero lo suficiente para que a mi vez, le ofreciera a Pierre la oportunidad de aprender, como él   —167→   decía, lo elemental.

Las cosas sucedieron como si un Dios poco imaginativo hubiera escrito un libreto color rosa. De noche, a una hora prudencial en que el Baboso ya no llamaría a verificar que dormía un sueño inocente, cruzaba al departamento de Pierre y llegábamos hasta la madrugada con mis desmañadas lecciones y con su entusiasta deseo de aprender, y aprendió rápidamente, porque a más de mis lecciones, adquirió unos discos de Luis Bordón, escuchaba atentamente y los reproducía bastante bien en el instrumento. Profesor de piano, tenía el oído y los dedos entrenados, y hasta intentaba variaciones que sobrepasaban las conocidas limitaciones del arpa paraguaya.

La agradable rutina se interrumpió cuando viajó por dos semanas a explorar no sé qué inscripciones antiguas en los cerros del Amambay, de las que sacó incontables fotografías que pasaba horas estudiando con una lupa y tomando notas y comparando en un catálogo lleno de símbolos extraños. A veces yo le contemplaba trabajar y me fascinaba la pasión que ponía en todo, en esas investigaciones y en el aprendizaje del arpa.

Entre ambas pasiones, las inscripciones y la música, en la soledad compartida de la noche y en el encuentro de nuestras propias juventudes, sucedió fatalmente lo que tenía que suceder. Apareció la tercera pasión, entre Pierre y yo. No apareció con un estallido de besos y caricias, sino lentamente, como una consecuencia natural de la evidente compatibilidad que nos unía, o tal vez, de los dos desamparos, el de forastero lejos de su tierra y el de la cortesana lejos del amor. De pronto, estábamos besándonos con suavidad y dulzura, y aun en ese instante de felicidad, decidí no ser egoísta. Le dije sinceramente que yo era mujer de otro, y él me contestó sonriente que ya lo sabía, y no le importaba. Muy francés, eso de compartir una mujer no parece tener las connotaciones que tiene aquí, en el Paraguay machista y primitivo. Para él, fue una cuestión admisible, capaz de ser solucionado por los acontecimientos y por el tiempo.   —168→   Sin embargo, nos obligamos a ser prudentes, una obligación que no pesó mucho, habida cuenta que compartíamos el mismo piso, y las mismas noches.

Me convencí que los sentimientos de Pierre eran serios, porque cuando hablaba de SU futuro, lo hacía en plural, como incluyéndome en él. «Vivir en Montmartre NOS será agradable», decía, y al parecer daba por sentado lo que yo dudaba, es decir, que yo formaba parte de sus proyectos de vida.

Llegué a conclusiones más firmes cuando una noche tranquila, en su cama, después de habernos amado con suavidad y a media luz, me dijo que se había preocupado muy poco del amor, del amor trascendente y profundo, y tenía que haber venido a este pequeño país desconocido para encontrarlo. Sus palabras tenían una proyección de futuro, y me sentí feliz. Mi liberación estaba cerca, tan cerca como el final de sus investigaciones, después del cual nos iríamos a Francia.

Semejante perspectiva de amor y de liberación, en cualquier chica normal, se convierte en un florecimiento radiante, fácil de detectar. Una no sube las escaleras ni transita las calles, vuela sobre ellas con expresión arrobada y talante feliz. Las galerías más sórdidas se convierten en jardines y la música más tonta en himno de amor. Cuando una está enamorada, ama a la gente, ama a la vida, al mundo, perdona todo. Los ojos brillan, las mejillas se encienden, cambia todo, hasta la manera de caminar y de sonreír. Pero hasta esa explosión debía ser contenida. Como mi túnica oculta mi cuerpo, mi expresión adusta debería ocultar mi primavera interior, especialmente, a los ojos de ave de presa de Carlos, tunante y procaz, pero agudo como un estilete florentino.

Me esforcé en parecer normal en los encuentros con Carlos, tan normal, que su mirada se volvía desconfiada. Al final de cuentas, tenía que pasar informes al Baboso, y que yo fuera tan lineal no sólo lo molestaba porque nada tenía que informar, sino porque, acostumbrado como era a disfrazar miserias tras   —169→   la verdad, quería percibirlas tras mi sosegada postura. Desconfiaba que yo hubiera aprendido tan bien su método.

Tomamos con Pierre todas las previsiones el caso. Nos cuidábamos hasta de la servidumbre. La única vez que salimos fue cuando fuimos a la Embajada de su país a hacer visar mi pasaporte. Fuimos por separado. Yo tomé un taxi y él ya me estaba esperando allí. Después, nada que llamara la atención. Pierre, hombre de mundo, conocía la solidez, la sordidez y el peligro de mis lazos con el Baboso, y se portaba como un verdadero enamorado, subrepticio y escurridizo si hacía falta. Un paraguayo se sentiría degradado en semejante situación, pero Pierre es francés.

No obstante, los días en que aparecía inesperadamente el Baboso, sin aviso previo y a cualquier hora, menos a la madrugada, Pierre no podía menos que enterarse porque habíamos convenido que cuando el Baboso estaba en el nido de amor, yo pondría de espaldas a la pared, el pequeño gnomo que descansaba a la sombra de la planta artificial que adornaba el pasillo. Así Pierre se enteraba que su amada estaba en brazos de otro, y aunque trataba de disimular como hombre de mundo, sus ojos revelaban mayor tensión, sus mandíbulas se cuadraban y su tez casi rosada se volvía más pálida. Nunca pronunció reproche alguno, y no necesitaba hacerlo, porque toda su postura era un reproche contenido, callado.

En tren de disimular todo, seguí concurriendo a los encuentros de los lunes y viernes en el San Roque, tanto para dar la impresión, especialmente para beneficio del Baboso, de que mi rutina seguía para seguir alimentando mi novela, que también seguía y estaba llegando al Capítulo XIV de los veinte que proyectaba. Notaba que Carlos había percibido algún cambio en mi actitud y su mirada era más vigilante que nunca y sus preguntas más capciosas y afiladas. Pero yo respondía con tranquilidad absoluta y lo notaba desconcertado.

Un solo desliz cometí que me perturbó al principio. Ocurrió   —170→   que se había roto una de las cuerdas del arpa de Pierre, y yo le dije que sabía dónde comprarla, en la Casa Viladesau. La compré un viernes, un poco antes de la hora de mi encuentro con Carlos y la guardé en mi bolsón. Gruesa y larga, la cuerda estaba enrollada en un sobre duro de plástico transparente. Ocurrió en el San Roque, que cuando en presencia de Carlos extraje mi cuaderno del bolsón, salió enganchada la cuerda. Su mirada alerta captó aquel objeto inusual, quiso saber qué era y le dije la verdad, que era una cuerda de arpa. «No sabía que tocas el arpa», me dijo y le contesté que lo hacía de vez en cuando, cuando estaba aburrida. «¿No tienes acaso un piano?» Insistió, y ya no supe qué contestar, pero al parecer él perdió interés.

Varias cosas estaban llamando mi atención, sabía que después de nuestros encuentros, Carlos se encontraba con Benítez y Escobar, tramando Dios sabe qué cosas. Carlos no se molestaba en disimular tales encuentros, porque me había dicho que era su obligación informar todo de lo que hablamos y que él mismo era sometido a espionaje, y yo sabía que eso era en parte cierto, pero de lo que dudo es del carácter de esas reuniones. No me pasa por la cabeza que sean las reuniones de dos torvos inquisidores con su pobre víctima, sino de tres pescadores de río revuelto, como creo que ya lo tengo apuntado.

También, aun en estos mismos momentos, me siento algo desconcertada por un episodio extraño. Fue un lunes, cuando llegué al San Roque más temprano que de costumbre. La hora fijada algo arbitrariamente solía ser a las 7.30 de la tarde, pero yo llegaba generalmente a los 8.30 o a las 9. Aquel lunes, llegué a las 7.30 y él aún no había llegado. Esperé como diez minutos y llegó en un coche crema, algo ruidoso y deteriorado, creo que Toyota, conducido por una chica rubia, bastante bonita, que me pareció vagamente conocida. Y cuando digo «vagamente conocida» quiero decir justamente eso. Estaba segura que la había visto en alguna parte, tal vez en la escuela de modelos, o en la televisión, o en alguna fotografía. Confieso que la   —171→   curiosidad me corroía pero jamás caería en la ordinariez de preguntarle a Carlos con quién andaba. Además, Carlos no parecía muy tranquilo, habiendo sido sorprendido en su llegada e insólita compañía. Por su expresión durante todo nuestro encuentro, noté que esperaba con ansiedad una pregunta sobre la chica rubia, para endilgarme alguna explicación creíble, pero no le di el gusto.

Pero nada cambió a partir de ese episodio, salvo aquel momento en que cerca del mediodía me asomé a la ventana del departamento, miré abajo, y allí estacionado, me pareció ver el mismo Toyota anterior, y que la chica rubia salía del edificio, abordaba el auto y se marchaba. Me pareció extraño, pero me tranquilicé pensando razonablemente que desde arriba, un noveno piso, todos los autos y todas las personas parecen iguales, y bien podía estar metiéndome en el territorio de la paranoia, a causa de los sigilosos preparativos que hacíamos con Pierre.

En uno de sus informes, Carlos describió a Magdalena liberándose de la inmovilización por escayola de su pierna. No admitía para nada que su relación con la mujer era nítidamente sexual y malvada. Amante y proxeneta, pinta de cuerpo entero al sujeto vividor y tenebroso que para mi bien de escritora y mi mal de mujer, se había introducido en mi vida. Sin embargo, en tono que quiso ser jocoso, describió la consternación de Magdalena cuando liberó su pierna y la descubrió raquítica, en comparación con la pierna sana.

Pero nada jocoso me resultó aquel momento en que por sobre la mesa del San Roque, Carlos me sometió al juego del gato y el ratón, y el ratón era yo. No acierto a comprender si aquello fue una burla del momento o una manera de hacerme saber que él, a su vez, sabía de la existencia de Pierre. Con malvado cinismo, y grotescamente, se refería a mi bebida como de color le verdé, y pronunciaba, con los ojos brillantes de crueldad, palabras como le mosé, por el mozo, y le mesé, por la mesa. La caricatura que hacía del idioma francés era lo más   —172→   ordinario y basto, digno del pozo social de donde venía, pero si quiso perturbarme con semejante procedimiento miserable, lo consiguió. Y si quiso inyectarme miedo, también lo consiguió porque el miedo me acompañó desde entonces.

Nuestros proyectos con Pierre iban viento en popa, aunque con mayor prudencia en nuestros encuentros nocturnos, que ya no eran en su departamento, sino en el mío, porque como si existiera alguna sospecha sinuosa, que yo emparentaba con la desmañada burla de Carlos, las llamadas del Baboso se hacían mas nutridas, de día, de noche y de madrugada, a cualquier hora. Llegó a llamar cuando yo estaba con Pierre, en su departamento. Naturalmente, nadie contestó la llamada y apareció a la mañana siguiente hecho una furia. Tuve que recurrir a toda mi imaginación para convencerle que había bajado a la farmacia nocturna de la planta baja a hacerme aplicar una inyección de novalgina y valium para mi jaqueca. No sé si me creyó o me creyó a medias porque a la manera de Carlos, mi jaqueca era de verdad, periódica y terrible y el Baboso conocía este mal, pero el remedio, de mentira. De todos modos, decidimos ser más cautos, y era Pierre quien venía a mi departamento, más allá de la una de la madrugada. Y acertamos, porque más de una vez, estando yo con mi amado, sonó el teléfono, y me di maña para contestar siempre con voz soñolienta. Pero entre tanto, descubrimos con placer muchos gustos compartidos. Yo la literatura, él la música y la ciencia. Nos gustaban los perros y charlábamos de tener una perrita pequinesa en el departamento en París. Teníamos la fecha prevista para el viaje, con todos los detalles cuidados, como si fuera en una película de espías, en la cual iríamos al aeropuerto como fuimos a la Embajada, por separado, y yo con el menor equipaje posible. De mi novela, llevaría sólo el disquete y ningún papel.

Seguía escribiendo con entusiasmo mi novela, y hablé tanto de ella que Pierre quiso leerla. No quise hacerlo y le ofrecí mostrarle estos apuntes que contienen lo substancial de la novela,   —173→   en el cuaderno del que nunca me separo, pero insistió tanto, que no pude más que imprimir lo que ya tenía escrito, hasta el Capítulo XVI, con la intención de destruirlo apenas terminara de leerlo. Lo imprimí reduciendo el texto a un 50%, resultando así un texto de letras pequeñitas y de no muchas páginas. Tales eran mi prevención y mi miedo, que lo imprimí así, uniendo los papeles con un clip, fáciles de destruir. Nunca lo hice porque se perdieron. Pierre juraba que lo había leído en una noche, que las letras minúsculas le habían irritado los ojos y que le gustó, lo dejó en la mesa de luz y se durmió.

Recién a la noche siguiente pudimos hablar de la impresión que le causó mi escrito, me dijo que era muy realista y fuerte, elogió mi talento «lleno de ira», dijo, y que tenía amigos editores en París. Buscamos el manuscrito para comentar algunos pasajes, y no lo encontramos. Me alarmé de veras. Allí estaba todo, desde la real imagen del Baboso hasta el capítulo inicial del proyecto de fuga. Si caía en manos indebidas era una bomba bajo nuestras sillas.

Buscamos en todo el departamento, en vano. Interrogamos a la señora que se ocupa cada mañana de la limpieza, y la sola insinuación de que hubiera tocado algo en el departamento de Pierre, la encendió de santa indignación, hasta que admitió al fin de que si el pequeño manuscrito había caído de la mesa y estaba en el suelo, su obligación era meterlo en la bolsa de desperdicios, como decía la regla de su oficio, de modo que mi manuscrito sobre la mesa, era eso, un manuscrito, y en el piso, basura y la basura iba al quemador del edificio.

Por su parte, Pierre admitió que al terminar la lectura ya estaba obnubilado por las letras tan pequeñas y por el sueño, y que bien podía haber dejado caer el manuscrito sobre la alfombra.

Me sentí algo confortada por esta revelación. Pierre, que se pasaba casi todo el día en un laboratorio donde procesaba los vídeos que había sacado de los jeroglíficos del Amambay,   —174→   dejaba bien cerrado su departamento, y no era posible que intruso alguno irrumpiera en el departamento para llevarse sólo el manuscrito dejando valiosas máquinas fotográficas y otros enseres de su profesión. El edificio es moderno, tiene guardias diurnas y nocturnas, y las cerraduras de cada departamento son a prueba de ladrones.

No obstante, ese mismo día bajé a los pisos subterráneos donde funcionaba el quemador que había mencionado la limpiadora. El encargado me aclaró amablemente que no era quemador, sino compactador, es decir, la basura no se quemaba, sino se compactaba, es decir, se separaba lo que era basura orgánica, restos de cocina y otras cosas, de los papeles y plásticos. El plástico y el papel se convertían en fardos, y la basura orgánica se cargaba en bolsas herméticas. La basura orgánica era retirada diariamente por unos granjeros japoneses, los plásticos, semanalmente, llevados en una camioneta, y los papeles, convertidos en fardos, eran entregados a tres pobres chiquillos que venían a la madrugada con su madre a cargarlos en un carrito de mulas, desde hacía poco tiempo, y suponía el encargado, los llevaba a vender a una fábrica de cartón. Por alguna razón paranoica, la mención de los tres chiquillos y su madre, me hicieron evocar a Magdalena, pero semejante presunción ya era excesivamente fantasiosa.

Hoy, lunes, Pierre olvidó retirar mi pasaporte visado de la Embajada. Iré yo, si puedo darme una escapada, mañana, porque él debe estar temprano en el laboratorio.

Nota del autor. Aquí termina el cuaderno de apuntes de Elena Rivas. Se supone que la tragedia ocurrió unos días después de la extraña desaparición del manuscrito, acaso el mismo que después la policía encontró en su departamento.