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110.- Los Normandos y los Eslavos en Rusia

     Estas dos estirpes se encontraron en la Rusia, gran país habitado por los fabulosos Cimerios, por los Sármatas y los Escitas, y donde los Eslavos fabricaron a Novogorod. Kiev (258), segunda ciudad de la Rusia, debió ser fundada en el siglo V.
       Algunos Normandos, con el nombre de Varegos, se habían estacionado en el fondo del golfo de Finlandia; y en atención a que el país era siempre teatro de discordias y derramamiento de sangre, el viejo Gostomuls propuso someterse a aquellos extranjeros valerosos. Rurik, al frente de estos, se estableció en Novogorod, y dio al país el nombre de Rosland; a sus leales les señaló en feudo las tierras conquistadas, y reservó las ciudades a sus lugartenientes. En Kiev fundaron un reino independiente Askold y Dir, compañeros de Rurik, quienes corrieron después a intimidar a Constantinopla.
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Rurik
 
     Lanzados los Eslavos a las empresas guerreras, Oleg ocupó a Smolensko, y haciendo dar alevosamente la muerte a Askold y a Dir, se apoderó de Kiev, que fue declarada metrópoli del imperio; obligó a los, emperadores de Constantinopla a que le pagasen un tributo, y colgó su propio escudo a la puerta de aquella capital.
Néstor      Estos hechos constan en la Crónica de Néstor, monje de Kiev, que vivió hasta el año 1116, y fue seguido de cronistas hasta 1645. Los Libros de las generaciones comprenden las genealogías da los grandes príncipes; toda familia noble conservaba además su propia genealogía, hasta que fueron todas destruidas para acabar con sus interminables pretensiones.
913      Ígor, hijo de Rurik, después de otras victorias contra los Pechinecos (259), armó contra el imperio griego 10000 naves, montadas cada una por 40 hombres; pero el fuego griego, unido a la habilidad de Teófana, destruyeron la escuadra. Pronto estallaron entre los príncipes las discordias fratricidas, que tantos daños causaron al imperio; Vladimiro dio muerte a sus hermanos, y adquiriolo todo cambiando su título de Malvado por el de Grande; conquistó la Rusia Roja (Galitzia), y ocupando la Livonia, llegó al Báltico. Dado a los deleites, feroz en la guerra y muy celoso respecto a la idolatría, hizo mártires a Teodoro y a Iván, que no quisieron tributar sacrificios al dios Perun. Sin embargo, gracias a su madre Olga y a los ritos que en Constantinopla había visto, Vladimiro se casó con Ana, hermana del emperador griego, y se hizo cristiano. Imitáronlo los boyardos, y el pueblo pensó que, puesto que lo habían hecho el rey y los boyardos, debía ser cosa buena; dos arzobispos fueron instituidos en Kiev y Novogorod; pero quedaron, además del cisma griego, muchas supersticiones en aquellas iglesias. La tradición rodeó de prodigios la memoria de aquel verdadero fundador de la grandeza rusa. Hubo guerras entre sus hijos y los sucesores de estos, hasta el buen Vladimiro III, que tomó el título de Zar (260), es decir grande, y se introdujo la costumbre de añadir el nombre del padre al propio nombre.
Vladimiro
 
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     Los boyardos y las asambleas populares, moderaban a los grandes príncipes. Las leyes conservaban vestigios bárbaros, como el de descontar los delitos mediante dinero; la vida de un boyardo estaba evaluada en veinte y cuatro grivnas, y en doce la de un hombre libre o de un artesano; la de una mujer en la mitad de la del hombre de su clase, y en cinco grivnas la de un esclavo. A los Rusos les gustaron siempre los baños, la danza, la gimnasia, el deslizarse por el hielo o desde la pendiente de una montaña; son astutos en el comercio y minuciosos en las cuentas; con el cristianismo fue introducido entre ellos el alfabeto cirílico, y una academia establecida en Novogorod traducía al ruso los Padres de la Iglesia Griega. El cura tiene que estar casado, y cuando pierde a su mujer, se retira a un convento; es necesaria la bendición nupcial, que es negada sin embargo a las terceras nupcias; se imponía el hacer la señal de la cruz con el índice y el dedo del medio, de izquierda a derecha; dirigir en igual sentido las procesiones, según el curso del sol, y emplear siete panes para la eucaristía.




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111.- Los Húngaros

     En la helada y árida Finlandia habita una estirpe diferente de las europeas, llamada Finesa o Uraliana, a la cual pertenecen los Lapones, los Estonios, los Permianos, los Vógulos y otros pueblos no del todo conocidos. Más al Septentrión se halla la más deforme de las razas europeas; el Edda y las Sagas la mencionan con los nombres de mágicos de enanos. Los Fineses no tienen historia, y su país fue siempre disputado por los Rusos y los Suecos.
       De ellos se supuso oriundos a los Húngaros, quienes habitaron por mucho tiempo el país, aunque procedieron del Asia. Su lengua se creía finesa, pero los modernos la colocan entre las indoeuropeas. Tal vez salían de los Urales cuando aparecieron en tiempo de Heraclio; luego se fijaron entre el Dniéper y el Don, siendo los primeros que se encontraron acometidos por los nuevos Bárbaros procedentes del Asia. Los Pechinecos, de raza turca, los empujaron hacia la Rusia, donde, después de haber pasado los Cárpatos, sojuzgaron en la antigua Panonia a los Bosniacos y a los Valacos, resto de las colonias militares establecidas en aquellos confines de los Romanos; el nombre de Húngaros se hizo terrible en Europa. Siempre a caballo, lanzaban dardos y molestaban al enemigo con sus correrías, antes que hacerle frente en regular batalla, y habiéndole vencido, lo perseguían sin descanso.
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       El emperador Arnulfo, cuando hacía la guerra a la Moldavia, les pidió auxilio, y después que hubo sucumbido el imperio moravo, atacaron a los débiles Carlovingios. Lanzáronse sobre Italia por los Alpes del Friul, y devastaron a Pavía; pero los derrotó después el emperador Berenguer. Vueltos al ataque, exterminaron a Padua, Treviso, Brescia, otra vez a Pavía, y a Módena; el emperador no pudo contenerlos más que con ricos dones; penetraron también por el Adriático y saquearon el litoral; recorrieron la Italia meridional hasta Taranto, no dejando en paz a la península sino al cabo de 50 años de guerra. Inmenso fue el espanto que causaron; se introdujeron letanías y rogativas para conjurarlos; la imaginación los pintaba como monstruos impasibles al dolor; al acercarse ellos, la gente abandonaba los campos para refugiarse en las breñas o en las ciudades.
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958      Más terribles se mostraron todavía en la Germania, devastando ciudades y ricos monasterios, hasta que Enrique el Pajarero armó en contra suya a toda la hueste alemana, los venció en Merseburgo, y en la frontera de la Sajonia y la Turingia fundó muchas ciudades de defensa.
     Cuando los Húngaros volvieron a Germania, Ulderico, obispo de Augusta, con los ruegos, y el emperador Otón con el ejército, compuesto de tres cuerpos bávaros, uno de Franconios, otro de Sajones y dos de Suevos, y la retaguardia de Bohemios, desplegada la bandera de San Mauricio, y empuñando el emperador la espada de Carlomagno, los vencieron y mataron. Los Húngaros tuvieron que pagar el tributo que antes exigían, y permanecer quietos durante 10 años. Después se volvieron contra el imperio griego, pero también fueron derrotados en Adrianópolis.
       Contra ellos fue instituido el ducado de Austria, aumentado el de Baviera y edificadas muchas fortalezas. Entre tanto, despojándose de sus feroces costumbres de saqueo y de asesinato, los Húngaros aprendieron a convertir las tiendas en moradas fijas, y a buscar en la fértil tierra de la Panonia el alimento que antes ganaban con sus espadas. Los Bohemios, los Polacos, los Griegos, los Armenios, los Suevos y hasta los Musulmanes, llevaron allí colonias. San Adalberto bautizó al voivoda Geysa, quien contestó, al ser reconvenido por qué servía al mismo tiempo a la Cruz y a los antiguos ídolos: -Soy bastante rico para adorar a todos los dioses juntos. Su hijo Esteban extendió el cristianismo, y al adquirir el título de santo, adquirió también el de patrono de aquella nación. El Papa Silvestre lo elevó a la categoría de rey y apóstol, y le envió una cruz y una corona que debía llevar siempre ante sí. La Hungría se extendía al Norte hasta los Cárpatos, que le sirvieron de barrera contra las hordas asiáticas del Mar Negro; al Oeste confinaba con la Moravia la Baviera y Carintia; al Sur con el Danubio y el Drava; y llegó hasta el Alt cuando Esteban hubo adquirido la Hungría Negra. Posteriormente Ladislao I obtuvo la Croacia, a excepción de las ciudades que quedaron a los Venecianos. Buda y Alba Real fueron el centro de una nueva civilización.
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San Esteban
 
 




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112.- Fin de los Carlovingios. Los Capetos

       Los Carlovingios, viéndose atacados por estos Bárbaros, y reducidos a ceder importantes provincias, tuvieron que conceder un poder mayor a los duques y barones y aun a los simples vasallos. Así se rompieron los lazos que unían las diversas partes al centro y quedó establecido por completo el sistema feudal. La Aquitania, la Guyena, la Germania y la Italia se habían separado ya de hecho; la corona imperial pasó a los vencidos de Carlos; la misma Francia fue dividida en trozos, y la Francia propiamente dicha, esto es la antigua Neustria, se hallaba habitada por un pueblo mixto. Los señores eligieron rey fuera de la estirpe de Carlomagno, cuyo rey fue Eudes, conde de París, quien tuvo siempre que combatir contra los reacios que favorecían a Carlos el Simple. Este, en efecto, le sucedió en el trono; inepto y débil, cedió la Normandía, y en la dieta de Soissons fue destituido, sustituyéndole Roberto, sobrino de Eudes; después de éste, pasó el cetro a Rodolfo de Borgoña, su yerno. Su autoridad era tan escasa, que a su muerte nadie ambicionaba aquella corona; los reyes extranjeros se prestaron a sostener ora a un príncipe ora a otro, hasta que Hugo Capeto fue proclamado, no por la nación, sino por sus vasallos.
 
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Hugo Capeto
     Es importantísimo el advenimiento de los Capetos al trono, pues con ellos no solamente cambia la dinastía, sino que cambian también el orden de gobierno y el fundamento de la dominación. Cesa el señorío personal de los Francos sobre los Galos, para dar lugar a la unidad nacional de la monarquía. Hugo era hechura de los barones, que se consideraban como sus iguales; pero en adelante, la misma dinastía reinó, siempre atenta a aumentar la prerrogativa real, y poco a poco los reyes de Francia destruyeron sucesivamente a los barones, a los comunes, a la magistratura, llegando al absolutismo bajo Luis XIV.
     No pertenecía a la Francia la Bretaña, jamás conquistada; ni el Bearne, unido a España; ni el Franco-Condado, la Lorena y la Alsacia, que formaban el reino de Lotaringia. La Provenza y el Delfinado pertenecían al reino de Arlés. Del mismo reino de Francia se separaban los principados de la orilla occidental del Mediterráneo. En los Alpes, los cantones de la Helvecia no reconocían más que la supremacía del Imperio. La Francia se dividía en siete grandes señoríos; la Francia propiamente dicha, es decir la Isla, Orleans y Lyon; los ducados de Borgoña, Normandía y Aquitania; y los condados de Tolosa, Flandes y Vermandois. Atrajeron a sí los obispos el gobierno de otras ciudades, pues el rey los prefería a los barones. Hugo tuvo que respetar y reconocer a muchos señores; pero poseyendo hereditariamente varias baronías, podía tener a raya a las demás; y su París, colocado entre florecientes ciudades, se convertía en Capital, como lo habían sido Chartres y Autun de la Galia druídica; Clermont y Bourges de la Romana; Tours de la Merovingia; y Reims de la Carlovingia. Realzando a la clase de los hombres libres para emancipar la corona de la tutela de los feudatarios, Hugo daba principio a la lucha del gobierno monárquico contra al feudal.




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113.- El feudalismo

     El feudalismo es una estrecha conexión del vasallo con el señor, hasta el punto de identificarse con él; ningún vínculo lo enlaza con el príncipe ni con la nación; solo ve y conoce a su señor inmediato; a él presta sus servicios; de él reclama protección y justicia; únicamente recibe órdenes de su autoridad. No obtiene justicia de sus vecinos, súbditos de otro, sino porque es en cierto modo cosa de su señor, en provecho del cual redundan los honores y las ventajas del súbdito feudal; y el súbdito no es hombre, sino en cuanto se le considera miembro del feudo.
     Esta forma no se encuentra entre los Eslavos, ni entre los Romanos, ni siquiera en la India ni en Escocia; es propia de los Germanos, pero no proviene de las instituciones primitivas, sino de la conquista.
     El jefe de una banda guerrera que a él se había subordinado para realizar una empresa, conquistaba una provincia; las tierras eran consideradas comunes, y repartidas entre los principales, quienes las subdividían para repartirlas a sus compañeros de menor grado. Estos quedaban así agregados a la tierra y al señor de quien la recibían, adquiriendo estabilidad las relaciones con éste; la igualdad, tan querida de los Germanos, cedía el paso a una aristocracia. Otros se dedicaban al cultivo de terrenos abandonados, y para la protección de sus bienes y personas, se ponían bajo la supremacía de un vecino. A menudo hasta los propietarios libres se presentaban a algún jefe poderoso y le recomendaban su alodio a fin de que lo defendiese. De este y otros modos se formaba un feudo.
     El jefe bárbaro tenía por principal obligación la de proveer de guerreros al ejército real; por lo mismo obligaba a sus vasallos a servir en persona o a proporcionar hombres, armándolos y manteniéndolos a sus expensas. Si la persona beneficiada moría a desmerecía, los señores revocaban el feudo, para concederlo a otro; pero los vasallos procuraban hacerlo hereditario, ayudados en esto por la naturaleza de los bienes raíces; de modo que las familias se injertaban en el feudo y concluyeron por identificarse con él.
     A cada cambio, el poseedor renovaba el juramento y el homenaje, y recibía la investidura; lo que se hacía con aparato teatral. El heredero, con la cabeza descubierta, depuesto el bastón y la espada, se postraba ante el señor feudal, quien le entregaba una rama de árbol, un puñado de tierra u otro símbolo.
     Así, no se consideraban miembros del Estado más que aquellos que poseían un terrazgo; y al fin no hubo tierra sin señor, ni señor sin tierra. Esta forma se fue extendiendo, y hubo ciudades y conventos que se sometieron a las obligaciones feudales para tener vasallos. Con el tiempo se hicieron hereditarios los cargos de senescal, palafrenero, copero, porta-estandarte, y hasta los altos mandos militares. Desde que se hizo hereditario el feudo, lo fue también la lealtad.
     A la propiedad estaba aneja la soberanía, y pertenecían al poseedor del feudo, respecto de sus habitantes, los derechos soberanos reservados actualmente al poder público. Así, pues, los vínculos de parentesco se rompían, y la idea abstracta del Estado cesaba. Los barones quedaban interpuestos entre el rey y el pueblo, sin que estos últimos pudiesen ponerse en comunicación sino por medio de aquellos. De este modo el rey fue únicamente soberano de nombre. Y no tenía mayor realeza el emperador, salvo la poca que le daba su carácter religioso. Cesaron las asambleas. Los feudatarios estaban ligados entre sí dentro de un sistema jerárquico. La única fuente del poder era Dios, cuyo vicario era el Papa, el cual, reservándose el gobierno de las cosas eclesiásticas, confería el de las temporales al emperador; y uno y otro confiaban el ejercicio del gobierno a oficiales, investidos de una tierra, que éstos subdividían entre oficiales menores. Un mismo individuo podía ser señor y vasallo; y poseer feudos de naturaleza y países distintos. Muchos reyes se hicieron vasallos de la Santa Sede; los de Inglaterra prestaban homenaje a los de Francia por la Normandía. Los prelados hubieran estado sujetos a iguales obligaciones, pero como por respeto a los cánones, no podían verter sangre en guerra ni en juicio, se hacían suplir por vizcondes o abogados. Estos, en algunos puntos, se hicieron hereditarios, llegando a ser más ricos y poderosos que el prelado.
     En esta cadena, nada le quedaba al rey, quien no podía hacer lejanas expediciones, puesto que los barones estaban únicamente obligados a militar por breve tiempo. Esto detuvo las emigraciones y las conquistas. Los señores de vez en cuando se reunían en cortes plenarias, no para dictar leyes, sino para combatir el lujo.
Derechos      Según las ideas germánicas, nadie estaba obligado a cumplir más que los pactos que hubiese contraído; de modo que la ley no era obligatoria para todo el país, sino únicamente para el territorio del señor que la hacía. Las regalías consistían en la jurisdicción, en la acuñación de moneda, en la explotación de minas y en exigir peajes; los grandes vasallos las usurpaban unas tras otras. La hacienda no constituía un arte, por cuanto al príncipe le bastaban las regalías y los bienes de familia; las Cortes eran sencillas y no costaban nada el ejército ni los empleos, que corrían a cargo de los feudatarios. Estos consiguieron sobreponer, en todas las relaciones sociales, la idea de territorio a la de nación y personalidad. Los códigos de raza fueron sustituidos por usos locales, y la justicia no fue ya una delegación superior, sitió una consecuencia del derecho de propiedad. Un feudatario no podía ser castigado por una injusticia, a no ser de la manera que hoy podría serlo un rey por otro rey; faltaba un tribunal supremo. Si alguna vez se elevaba un litigio o una causa, de tribunales inferiores al rey o al emperador, éste no revisaba la sentencia, sino la causa misma, y solo podía juzgarla diversamente cuando contaba con la fuerza. En suma, todo duque, conde, marqués o barón era un pequeño rey; él mandaba en su país; no pagaba tributos, y vengaba las injurias con la guerra privada (derecho del puño), que podía dirigir hasta contra su soberano.
     Los señores feudales vivían fortificados en breñas y castillos, admirablemente dispuestos para la defensa, y que impidieron las incursiones de nuevos Bárbaros. Allí dentro acumulaban (261) cuanto era necesario para la vida y la guerra. El feudatario concebía una elevada idea de sí mismo, siendo independiente, tirano para con sus súbditos, y altivo como superior al temor y a la opinión; era aficionado a los caballos, a las armas y a la caza; en vez de sueldo, daba a sus oficiales la libertad de la expoliación y el vejamen; y él mismo, desde su castillo, lanzábase sobre los valles para robar provisiones y mujeres. No había más juez que él, y no se oían más voces de censura que las de algunos frailes, que iban sumisamente a recordarles el decálogo.
     El vasallo debía respetar a su señor, impedirle todo daño o deshonra, y rescatarlo si caía prisionero; además, tenía que prestarle el servicio de las armas por un tiempo fijo, reconocer su jurisdicción, y pagar cierta cantidad cuando el feudo cambiase de titular. A esto se añadían otras obligaciones particulares, como la de servirse del molino, de la prensa, del horno del amo, mediante el pago de una cantidad determinada; darle parte de los frutos o prestarle un número dado de jornales. En algunos puntos, el señor era tutor de todos los menores, o heredaba de todas las personas que morían intestadas, o podía ofrecer un marido a toda heredera de feudo. El señor heredaba de todo extranjero que moría en su territorio, y se apropiaba las naves y personas arrojadas por la tempestad, derecho que se abolió muy tarde. El privilegio de la caza resultaba gravosísimo para los súbditos, cuyos campos quedaban devastados después de las cacerías, y cuyas personas eran objeto de muy graves penas, si mataban o cogían a un animal silvestre. Estas eran las obligaciones más comunes, pero sería imposible enunciar todas las particulares impuestas por la arrogancia o el capricho, como regar las plazas, echar una medida de maíz a las aves del corral, dar saltos acompañados de un ruido ignoble, mover el cuerpo haciendo el borracho, tener que llevar ya un huevo, ya un nabo, en un carro tirado por cuatro pares de bueyes, y otras extravagancias indignas, que solían acompañar el acto de la investidura de un feudo. Resto de aquellas costumbres era el bofetón que el príncipe daba al armar a un caballero, y que hoy da todavía el obispo en el acto de la confirmación.
     El derecho más solemne era el de la guerra privada o de los duelos, los cuales fueron sometidos a ciertas formalidades para hacerles menos frecuentes y menos homicidas.
     El derecho feudal se escribió tarde, y tuvieron mucha autoridad los libros de Gerardo y Obesto, jurisconsultos milaneses (1170); libros comentados y ampliados por muchos, y editados definitivamente por Cuyacio.
     El feudalismo se extendió por toda la Europa germánica, modificado según los países; pero principalmente en Francia, donde duró hasta la Revolución, y en Inglaterra donde en parte dura todavía. La España no tenía feudos, en el verdadero sentido de la palabra, pero la Castilla sacó su constitución de una nobleza feudal, poderosa por sus conquistas progresivas sobre los Árabes, donde no solo las tierras, sino aun ciudades enteras se daban en beneficio. Pueden considerarse como feudos eclesiásticos los beneficios que la Iglesia concedía, y es también feudo el patronato, trasmisible a los herederos.
     En este nuevo estadio de la civilización, que tiene tanto de teocrático como de guerrero, se desmenuzaban los poderes públicos, no teniendo valimiento más que sobre los dependientes inmediatos, los cuales, inamovibles también en el territorio y el empleo, obedecían tan solo dentro de los límites precisos de lo pactado. La unidad imperial desapareció, y quedó en pie tan solo la de la Iglesia. La legislación no era ya personal, como bajo los Bárbaros, ni nacional como bajo los Romanos, sino que variaba según la naturaleza del proceso; no era la nación la que exigía la obediencia por medio de sus magistrados; la obediencia era una obligación personal.
Efectos del feudalismo      Entonces se pudo probar la nobleza con el título de propiedad de que tomaba su nombre. Los débiles quedaron abandonados al arbitrio de los fuertes, pues la gente que no poseía se hallaba supeditada a la que poseía; y mientras a ésta le estaba todo permitido, solo había padecimientos para la otra. Cuando cada propiedad era un Estado diferente, las comunicaciones tenían que ser difíciles; cada feudatario establecía un peaje, un impuesto a las personas y a las mercancías que atravesaban su territorio, lo que dificultaba los viajes y el tráfico. Sin embargo, la dependencia feudal tenía una ventaja sobre la esclavitud romana, por cuanto el siervo, el colono no perdía la dignidad de hombre; el señor tenía interés en conservarlo, y no podía venderlo ni cederlo sin consentimiento del monarca. La gente, en vez de afluir a las ciudades, dejando desiertos los campos, poblaba las campiñas que rodeaban a los castillos, y la vida privada prevalecía sobre la pública. El feudatario debía vivir en la familia, y rodear de cuidados al primogénito, destinado a sucederle; la mujer representaba al marido cuando este se hallaba ausente. De aquí el sentimiento de la dignidad personal, que dio origen a la caballería. Todo descansaba sobre pactos, sobre la palabra dada, sobre la lealtad. No podía imponerse nada fuera de lo convenido. Los vasallos velaban porque el rey no les usurpase poder alguno; esto originó la representación señorial, que más tarde sirvió de modelo a la popular. El derecho privado y el apego al señor no obedecían a una baja sumisión como en Asia.
     Nada propendía a constituir un gobierno bien ordenado. El feudalismo hacía fondear en la tierra al bajel de las emigraciones; pero multitud de obstáculos impedían el desarrollo de la civilización. La idea de patria no nacía; las divisiones territoriales eran casi las mismas que existen aún en algunos puntos y que duraron en Francia hasta la Revolución.
     Tampoco se formó una confederación de los Estados feudales; algunos de ellos predominaron y afirmaron un poder superior a los poderes locales; de suerte que hubo un corto número de ducados y principados, con los cuales surgió la necesidad de leyes más amplias, de juicios más regulares, de impuestos, de un ejército y todas las instituciones de los Estados modernos. En la sociedad imperaban los sentimientos del pundonor, la fidelidad a la palabra empeñada y el desprecio a todo acto de felonía.




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114.- Italia bajo los Carlovingios

     Carlomagno confió la península a su hijo Pepino; luego a Bernardo, hijo de éste. Más tarde, Italia pasó a manos de Lotario, hijo de Luis el Piadoso. Cuando el emperador pasaba los Alpes, ejercía la supremacía sobre estos reyes, cuyo poder era menoscabado por los grandes feudatarios y por los prelados. Luis II, hijo de Lotario, una vez proclamado emperador, hostigó a los Sarracenos y a los Longobardos de Benevento.
     El reino de Italia componíase de los países comprendidos entre los Alpes y el Po, añadiéndoles Parma, Módena, Luca, la Toscana y la Istria. Venecia y Génova se gobernaban por sí mismas. El exarcado de Rávena había sido cedido a los papas, quienes eran también soberanos de Roma. Al Mediodía, los Griegos dominaban a Nápoles, Gaeta y Amalfi poco más que de nombre, mientras los Árabes ocupaban la Sicilia, Malta, Corfú y Cerdeña.
     Los Longobardos habían sido igualados a los Francos y a los viejos naturales, y todos podían obtener feudos y beneficios, que se hacían independientes a medida que se debilitaba el poder real. Ya eran poderosos los ducados del Friul, Espoleto, Susa, Vasto, Monferrato; el marquesado de Ivrea, y los feudos de Trento, Varona y Aquilea; las ciudades de la Alta Italia y del Lacio formaban cantones, a menudo consignados a los obispos; extendían sus dominios los marqueses de Toscana, y el patrimonio de San Pedro lindaba con los marquesados de Guarnerio, Camerino y Téate.
       Más poderosos los príncipes longobardos de Benevento se declararon independientes, defendiéndose de los Sarracenos, de los Griegos y de los Papistas. Los Amalfinos, o Amalfitanos, se sublevaron y constituyeron en república, unidos a los Salernitanos. Los Griegos, que se cuidaban poco de salvar aquel país de los Sarracenos, excitaban a los Longobardos contra los emperadores romanos. Estos iban perdiendo fuerza cada día. Los señores y los prelados se abrogaron el derecho de elegirlos, imponiéndoles pactos. Los papas, en tanto, veían acrecentarse su poderío y su autoridad temporal. Al cesar en el mando la estirpe de Carlomagno, los señores italianos quisieron gobernarse por sí mismos, y elevaron al trono a Berenguer, duque del Friul, a quien hizo la guerra Guido, duque de Espoleto, quien prevaleció y fue coronado en Roma, encendiéndose por tal motivo la guerra civil; guerra que duró hasta que los pretendientes se repartieron el reino. Pero muerto Lamberto hijo de Guido, Berenguer se encontró solo y fue coronado emperador. Sin embargo, los partidos le oponían ora un pretendiente, ora otro, y a sus instigaciones los Húngaros devastaban el país.
 
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       Berenguer fue asesinado, y la Italia se encontró en manos de tres mujeres: Berta, viuda del marqués de Toscana; su hija Hermengarda, marquesa de Ivrea; y su nuera Marozia, viuda del conde de Túsculo. Sus votos se unieron en favor de Hugo de Provenza, hermano de Hermengarda, y éste fue proclamado rey, de acuerdo con los emperadores griegos y germánicos. Hugo se casó con Marozia, que ocupaba el castillo de San Angelo, y disponía a su antojo de Roma y del pontificado. Lo repudiaron los señores, proclamando rey a Berenguer, marqués de Ivrea, con su hijo Adalberto. Estas guerras de partidos eran la ruina del país y favorecían a los perversos.
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     Berenguer quería casar a su hijo Adalberto con Adelaida, hija del rey de Borgoña, y viuda de Lotario II; y porque ésta rehusó, encerrola en el castillo de Garda. Adelaida logró fugarse y se acogió al amparo de Otón el Grande, a quien proporcionó la ocasión de incorporar la Italia a la Germania.




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115.- Reino de Germania. Otón el Grande. Los Italianos

       En la Germania habitaban los Francos, los Sajones, los Turingios, los Suevos, los Frisones, de raza teutónica; y los Boyos y Lotaringios, con quienes se había mezclado la raza céltica. A orillas del Danubio se habían establecido Godos, Hunos, Gépidos, Ávaros, Búlgaros, Húngaros, Pechinecos, Uzos y Cumanos (262), sin contar los colonos romanos que Trajano había trasladado a la Dacia. Eran por consiguiente algo vagos los confines de aquel reino, que bajo los descendientes de Carlomagno se veía agitado por guerras intestinas, por Normandos y por Eslavos. Luis, nombre querido de los Alemanes por haber fundado su independencia, estableció en las provincias más hostilizadas, según el sistema de Carlomagno, condes amovibles, defendió sus pueblos con valor y habilidad; pero las continuas guerras con sus hermanos y con uno de sus hijos le amargaron el poder. A su muerte, dividió el reino en sus tres hijos, según costumbres de raza; pero las diferentes naciones tudescas fueron otra vez reunidas bajo Carlos el Gordo y Arnulfo, cuando la Germania fue agregada a la Francia y perdió la corona imperial.
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Constituciones germánicas
 
       Para oponerse a los enemigos o por no obedecer a un solo jefe, cada raza elegía uno particular; de aquí nacieron los ducados de Francia, Sajonia, Turingia, Baviera, y poco después los de Suabia, Lorena y Carintia, los cuales, después de la muerte del joven Luis, último de los Carlovingios, acordaron ofrecer la corona a Otón, duque de Sajonia, que hasta entonces la había defendido con enérgica entereza; pero propuso en su lugar a Conrado de Franconia, quien eligió (263) por sucesor a Enrique el Pajarero, hijo de Otón, que supo conservar la paz interior y la exterior defensa, derrotó a los Húngaros, y dispuso contra los Eslavos una serie de marquesados y ciudades fortificadas.
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986      En la coronación de Otón aparecieron por primera vez los empleos de Corte, que se convirtieron luego en títulos de los grandes de Germania: el senescal, el mariscal, el gran copero; la corona le fue ceñida por el arzobispo de Maguncia, archicanciller.
     Los reyes no eran hereditarios, aunque se prefería la familia del antecesor; pero la elección se hacía por los magnates, y el pueblo de las diferentes razas la confirmaba en cierto modo con sus aplausos. No tenían residencia fija; gobernaban, no con leyes escritas, sino conforme a las leyes consuetudinarias, con poderes mal definidos, proporcionados a la fuerza y a la habilidad del que los ejercía; los duques les ponían obstáculos, por cuyo motivo los reyes favorecían con preferencia a los obispos y a las ciudades.
     En vez de los antiguos missi dominici, se nombraron condes palatinos, jueces naturales de todo el que no dependía de la jurisdicción de los duques. A las asambleas del pueblo habían sucedido las de los grandes, en las cuales se ventilaban los asuntos de gran trascendencia, especialmente lo que se refería a los crímenes de alta traición; los otros delitos de los señores competían al rey.
     Los grandes feudos se hacían cada vez más independientes; a la par con los duques marchaban los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia. El clero aumentaba su poderío, convirtiendo, regulando, imponiendo penitencias y lanzando excomuniones; y no era raro que los reyes pusieran bajo la jurisdicción de los obispos las ciudades en que residían.
     El número de hombres libres iba disminuyendo, pues éstos preferían colocarse bajo los auspicios de un grande que los defendiese y mantuviese; la Suevia y los Alpes Helvéticos son casi los únicos puntos donde se ven cultivadores libres. Algunos se constituían en comunes, mayormente en las ciudades, y de aquí emanaron el derecho municipal y diferentes industrias. El derecho de la guerra privada abría gran campo a los poderosos; y la espada y el halcón de caza eran la mayor presunción de los señores.
     Los reyes fundaron muchas ciudades, las cuales no se igualaron a las italianas ni en riqueza ni en prosperidad; florecieron sin embargo, por su industria y por los minerales de oro y plata que les suministraban Goslar y el Hartz. Prosperaban por su comercio Magdeburgo, Bremen y Wisby, si bien era ejercido casi exclusivamente por los Hebreos, y tenía por principal base a los esclavos, que se compraban a los Normandos y a los Eslavos para ser nuevamente vendidos a los Árabes.
     Otón sintió la necesidad de reprimir a los grandes señores, concentrando en sí los grandes gobiernos; pero no pudo establecer la monarquía. Esto no le impidió dedicarse a empresas exteriores; hizo la guerra principalmente a los Húngaros, a quienes derrotó a orillas del Lech, y contra ellos fundó el marquesado de Austria.
       Habiéndose casado con Adelaida, se trasladó a Italia, venció al odiado Berenguer, y fue coronado rey en Milán; después fue coronado emperador en Roma por el Papa, a quien confirmó las donaciones de Pepino, de Carlomagno y de Luis el Piadoso. Allí tuvo que ejercer su autoridad contra las turbulencias y los vicios que contaminaban al papado, para impedir los cuales hizo acordar a los emperadores el derecho de nombrar sus sucesores al reino de Italia, instituir al Papa y conferir la investidura a los obispos. De este modo se ligaba la Italia al imperio germánico, y los emperadores se hacían superiores a los papas, a causa de la inmoralidad de la corte pontificia. De este modo también nació la antipatía que desde entonces hubo entre la Germania y la Italia.
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     Otón volvió diferentes veces a reprimir las reyertas; sojuzgó a los príncipes longobardos de Benevento, Salerno y Capua, y trató de rechazar a los Griegos; pero murió en 973.




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116.- Estado de la Italia

     A la llegada de Otón, la Italia era muy distinta de como la había dejado Carlomagno. Al lado de la nobleza franca y longobarda, se habían desarrollado el clero y las ciudades; había menos feudos que posesiones libres; y los habitantes de las ciudades adquirían libres juicios y gozaban de iguales inmunidades que las tierras dependientes del clero.
     Para protegerse de las correrías de los Húngaros o de los Normandos, muchas ciudades y pueblos se habían rodeado de murallas, adquiriendo el sentimiento de su propia fuerza. Los reyes veían gustosos estas libertades, que redundaban en perjuicio del poderío de los condes. A las ciudades mismas se les permitía elegir sus propios magistrados, con lo cual se fue formando poco a poco el gobierno municipal, aunque contrarrestado por el feudal.
     Si es cierto que había cesado el predominio de la estirpe sálica, no puede decirse que se sobrepusiesen los antiguos Italianos, sino la nación longobarda, dueña de los terrenos. Estableciéronse ducados y marquesados en Treviso, Verona, Este, Módena, y principalmente en el Friul y en el Monferrato; y tuvieron derechos excepcionales el patriarca de Aquilea y el arzobispo de Rávena.
     Las tierras romanas estaban repartidas entre señores que ejercían un predominio sobre la misma Roma. En la Italia meridional rivalizaban dos partidos, uno franco y otro griego, los Longobardos los Sarracenos, y las ciudades republicanas. Nápoles tenía un duque elegido por el pueblo, que tan solo prestaba al imperio griego un homenaje aparente; los príncipes de Benevento impedían el incremento de Bari; los duques de Capua crecían en poder con perjuicio de los Sarracenos.
     Por su comercio prosperaban Amalfi, Pisa, Venecia y Génova. En Pisa se habían refugiado los Sardos, al ser invadida su isla por los Árabes, los cuales fueron finalmente arrojados de ella, siendo luego repartida entre Pisanos y Genoveses.
Venecia      Venecia se había constituido una patria, un gobierno y un santo; respetaba a los emperadores de Oriente por conveniencias comerciales y por obtener derechos sobre la Dalmacia; instituía ferias por todas partes, compraba manufacturas a los Árabes, y con largos viajes traía de la India las drogas que luego difundía por toda Europa; tomaba en adjudicación las gabelas de los demás países y utilizaba las salinas; tenía a raya a los piratas de la Istria; se hacía protectora de las ciudades ilíricas y dálmatas, y se encontró señora del Mediterráneo, con buena moneda y pronta justicia; el jefe del Estado tomó el nombre de dux de Venecia y Dalmacia por la gracia de Dios.
     No había en ella señores feudales, por ser una ciudad sin territorio; el alto clero se elogia entre los nobles, y no hubo facciones que alteraran la paz interior.
     Prueba evidente de las riquezas acumuladas por su comercio son los magníficos edificios construidos entonces en Venecia, Pisa y Génova.




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117.- Los Otones. Casa de Franconia

973      El reinado de Otón II fue turbado por discordias domésticas; pensó arrojar a los Griegos de Italia, pero estos, ayudados de los Árabes, lo derrotaron, y murió aquende los Alpes. Otón III fue aceptado por rey y emperador, pero víctima de la venganza de Estefanía, viuda de Crescencio, que había querido fundar la república en Roma, murió a la edad de veintidós años.
1004      Entonces los Italianos eligieron por rey a Arduino, marqués de Ivrea; pero el arzobispo de Milán se pronunció por Enrique de Baviera, que había sido hecho rey de Germania, y se originó una lucha de la cual sacaron provecho los Comunes para obtener inmunidades y avezarse a las armas y al gobierno.
1024      Con Enrique, que fue santo, terminó la casa sajona, y las cinco naciones unidas eligieron por rey a Conrado el Sálico, de Franconia. Domados los enemigos en la Germania, pasó Conrado a Italia, donde fue favorecido por Heriberto, arzobispo de Milán; poderosísimo señor, que quería sujetar a su sede a sus vecinos feudatarios, y quedó vencido en la contienda. Para adiestrar en la guerra a los ciudadanos y a los campesinos, inferiores en táctica a los vasallos de los feudatarios, inventó la carroza, a la cual habían de seguir siempre los soldados en las marchas y en los combates.
Dieta de Roncaglia      Bajó Conrado a Italia, devastó a los países rebeldes, y fue coronado rey y emperador. En la llanura de Roncaglia, cerca de Plasencia, los reyes acostumbraban convocar a los marqueses, condes, vasallos, obispos, abates y capitanes, para resolver en los asuntos feudales y publicar las leyes oportunas. Allí promulgó Conrado una famosa ley acerca de los feudos, que prohibía despojar al vasallo, a no ordenarlo así una sentencia de un tribunal de pares; el hijo o el nieto legítimos sucedían al padre o al abuelo; a falta de prole entraban a heredar los hermanos; y el señor no podía vender su feudo sin consentimiento del investido.
1037      De tal modo reprimía a los grandes feudatarios, elevando a los pequeños; y también en la Germania trató de hacer hereditaria la corona y unir a ésta los mayores feudos.
1039      Su hijo Enrique contuvo robustamente la Germania y la Italia; coronado emperador en Roma, por cuatro veces nombró pontífices tudescos, lo que dio origen a la famosa cuestión de las investiduras




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118.- La Iglesia

     El acuerdo de la Iglesia con Carlomagno acomodaba poco a los Romanos, como si amenazase su independencia; por cuyo motivo querían elegir a los papas antes de que interviniesen en la elección los emperadores. Estos, sin embargo, tuvieron que intervenir a menudo para impedir sublevaciones y tumultos, o apaciguar a las facciones en discordia, cada una de las cuales pretendía elevar a su hechura a la sede pontificia. Los papas acogían en Roma colonias de todos los países, que dieron nombre a muchas calles. Gregorio IV fortificó a Ostia; León hizo lo mismo con la ciudad Leónica (barrio de este nombre) para defenderla de los Árabes y los Húngaros; bajo León III se ofrecieron a la Iglesia más de 800 libras de oro y 21000 de plata; León IV enriqueció la restaurada basílica de los doce apóstoles con ornamentos por valor de 3861 libras de plata y 216 de oro. Nicolás (858) fue el primer Papa coronado en presencia de un emperador. Benedicto III se tituló Vicario de San Pedro, cuyo título sustituyó después con el de Vicario de Cristo. Carlos el Calvo dispensó a los papas y a los Romanos del homenaje que debían al emperador.
       Pasando por encima de la fábula de la papisa (264) Juana, diremos que la cristiandad respetaba los juicios del Papa como más independientes, por lo cual eran invocados en las causas de los gobernantes y contra estos, y para sostener los privilegios del clero y la integridad del matrimonio. Pero a medida que se hacían omnipotentes en el exterior, los papas veían perturbados sus Estados por cismas y facciones. Focio separó la Iglesia griega de la latina. Formoso (¡caso extraordinario!) fue trasladado del obispado de Porto a la sede de Roma; sus adversarios le dieron muerte, y porque había abandonado a su primera mujer por otra, procesaron a su cadáver y lo arrojaron al Tíber. Los señores de Toscana, de Camerino y de Tusculo se esforzaban por excluir a los emperadores tudescos de la elección de los papas, y en tanto elevaban a sus propios amigos, a sus hijos, y hasta a muchachos de 15 y 16 años. Teodora y Marozia dominaron en la sede pontificia durante algún tiempo. Crescencio, hijo de Teodora, mandó estrangular a Benedicto VI; Bonifacio VII, su sucesor, fue expulsado por otra facción para sostener a Doro II; se encendió la guerra civil. A vuelta de algunas elecciones y derrumbamientos, Crescencio dominó hasta que el emperador Otón III lo prendió y le hizo dar muerte.
 
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       El tudesco Gerberto, abad de. Bobbio, tan amante de las letras y de las ciencias que se le llamó el mago, debió a su discípulo Otón III el cargo de arzobispo de Rávena, y luego el de Papa con el nombre de Silvestre II. De pronto se renovaron los desórdenes, y aquel siglo fue verdaderamente el peor de la historia pontifical. Causa primordial de aquellos disturbios era la participación de los príncipes en las elecciones. Los papas tenían extensísimos dominios, necesarios entonces a su alta posición y a su propia seguridad; pero con todo permanecían bajo el vasallaje de aquellos mismos príncipes o emperadores que ellos coronaban o consagraban. Todas las otras iglesias y los obispos también habían adquirido grandes poderes, merced a los cuales se encontraban en el rango de los feudatarios. Estos dominios aumentaron extraordinariamente, cuando se divulgó la creencia de que el año mil había de ser el último del mundo; pues los hombres, appropinquante fine mundi, se apresuraban a hacer méritos dando a la Iglesia lo que de todos modos iban a abandonar.
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       El clero, rico y venerado, extendía su propia jurisdicción; y como daba pruebas de mayor doctrina y equidad, los fieles se sometían gustosos a él, más bien que a la violenta y caprichosa justicia de los barones. Los mismos reyes preferían conferir la autoridad a los obispos que a los señores armados; así, emitían su juicio en todas las causas diferidas al supremo tribunal.
 
Tregua de Dios
Valiéronse de tal poder para enfrenar a los señores y a los reyes, tomar a los débiles bajo su protección, y conservar la paz cuando cada cual pretendía hacerse justicia por sí mismo. A este fin introdujeron la tregua de Dios, por la cual desde el miércoles por la noche hasta el lunes siguiente se suspendían las hostilidades privadas, y se prometían indulgencias al que la observase y la excomunión al que la violara.
     En muchos países, los obispos tomaban parte en las asambleas; estas a veces tomaban el carácter de concilios, y las constituciones que de ellas emanaban, estaban inspiradas en sentimientos equitativos.
Poder de los papas      Con el poderío de los obispos, creció el de los papas. Si estos intervenían antes como jueces o árbitros en los grandes intereses de Oriente, más pudieron intervenir desde el momento en que fueron príncipes, en medio de los muchos príncipes que se habían repartido el imperio de Carlomagno. Consolidose el primado papal mandando legados pontificios con amplios poderes, o nombrando algunos para puestos fijos, como el arzobispo de Pisa por la Córcega, y el de Canterbury por la Inglaterra. Los metropolitanos no se consideraban investidos de la jurisdicción hasta haber recibido de Roma el palio. Las dispensas fueron reservadas a Roma, como las apelaciones de los fallos de los metropolitanos, y la decisión sobre algunos delitos de eclesiásticos. Los conventos procuraban también sustraerse a la autoridad de los obispos, para someterse a la pontificia.
Falsas decretales      Por todos estos medios se había aumentado la autoridad de los papas, y este aumento fue confirmado por las Decretales, código surgido a mediados del siglo IX, y atribuido a Isidoro Mercator, que contenía cincuenta y nueve decretales de los treinta primeros pontífices; después otros treinta y cinco de los papas desde Silvestre hasta Gregorio; y por último, actas de concilios. Más tarde fueron juzgadas como una impostura, encaminada a fortalecer la primacía papal; es de creer que son una compilación mal hecha de actos, unos verdaderos y otros falsos, o alterados y puestos en forma de decretos, y que no querían introducir un derecho nuevo, sino atestiguar el entonces vigente.
       Tanto poderío en los obispos y en los papas, si bien agradaba al pueblo, disgustaba a los reyes, quienes, apelando al derecho feudal, pretendían que los eclesiásticos les prestasen homenaje, y les sometiesen la confirmación de sus bienes y jurisdicciones. Por consiguiente conferían beneficios y dignidades a cortesanos y a parientes, por títulos muy ajenos al mérito y a la virtud. Esto dio origen a una inmensa corrupción del clero, atestiguada por los principales santos de aquella época y por los concilios. Reinaban el lujo, la corrupción y el escándalo en el seno del santuario; se negociaba con los cargos sagrados; y los curas, que excitaban sus apetitos libidinosos con el vino y los alimentos, no querían privarse de mujeres.
Corrupción
 
     Contra la simonía, el concubinato, la corrupción, se alzaban decretos de obispos y de concilios, y se introducían reglas severísimas de vida claustral, como las de los Cluniacenses, de los Camaldulenses y de los Vallumbrosanos, quienes dieron grandes ejemplos de santidad y conversiones.




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119.- Gregorio VII

       Llagas tan gangrenadas, no podían curarse sino con el hierro y el fuego; la reforma para ser eficaz, tenía que venir de arriba; era necesario que la Iglesia fuese arrebatada de manos de los príncipes que hacían de ella un comercio, y reducida de las costumbres seculares a la austeridad religiosa; era preciso vigorizar nuevamente el sacerdocio y la vida monacal, e instituir una censura independiente. A esto se dedicó Hildebrando, monje de Soana, quien después de haberse señalado por su erudición, por su integridad de costumbres y de juicio, y por su firmeza y su prudencia, pasó a ser consejero de los papas, a quienes imbuía en el alto concepto de su dignidad e independencia. Elegido Papa con el nombre de Gregorio VII, declaró la guerra a la simonía y a la incontinencia. Los decretos de sus concilios prohibían expoliar a los náufragos, traficar con los esclavos, y vender las dignidades eclesiásticas. El concubinato de los curas se había extendido principalmente en Lombardía, defendido con grandes esfuerzos y hasta con la guerra civil; sin embargo, Gregorio consiguió extirparlo. Restituida la virtud al clero, quiso asegurar su independencia de los reyes. Esto era tanto más difícil, cuanto que una gran parte de los terrenos estaba en posesión de los eclesiásticos; de modo que al sustraer estos terrenos del dominio de los altos señores, quedaba sometida al Papa nada menos que la tercera parte de los bienes de la cristiandad. Si el clero renunciaba a sus bienes, quedaba al arbitrio de los príncipes, como sucede hoy al protestante. Gregorio VII sostuvo siempre la superioridad de la Iglesia sobre el Estado, del todo sobre la parte, de lo divino sobre lo humano, y trataba a los reyes como hijos o súbditos. Demetrio le rogaba que aceptase la Rusia como feudo de la Santa Sede; Guillermo el Conquistador le pedía la bandera para legitimar la posesión de Inglaterra; Gregorio emancipó a la Polonia del reino teutónico; daba reglas al rey de Dinamarca, y censuras o alabanzas a todos.
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     Desgraciadamente ocupaba entonces el trono de Germania Enrique IV, vicioso en el seno de la familia, prepotente con los súbditos, sobre todo con los Sajones a quienes quería tiranizar. No pudiendo estos lograr que observase los pactos jurídicos, recurrieron a Gregorio, el cual, habiendo probado inútilmente las vías de la persuasión, declaró a Enrique desposeído y excomulgado. La excomunión, en tiempo de fe, era una pena gravísima, puesto que excluía de la participación de la mesa eucarística, de las oraciones y del consorcio de los fieles. Cuando se excomulgaba a todo un país, suspendíanse los sagrados ritos y las solemnidades; todo era luto y fúnebre tristeza.
     El rey Enrique se había granjeado el apoyo de Cencio, prefecto de Roma, quien atacó a Gregorio durante la solemnidad de Nochebuena, y lo encerró en su propio palacio; pero el pueblo lo libertó. Enrique reunió en Worms un Concilio, donde acusó a Gregorio de los más enormes delitos, y hubiera producido un cisma, si los Sajones y los Turingios no se hubiesen levantado contra el déspota y excomulgado a Enrique. Este, que no negaba al Papa la autoridad de quitarle la corona, sobre todo desde que obraba como árbitro elegido por los pueblos, sintió la necesidad de reconciliarse con él.
1077      Gregorio se había acogido a la protección de Matilde, condesa de Toscana, en el castillo de Canosa. Enrique llegó al castillo, a pie, vestido de penitente, y después de haber pasado tres días a la intemperie, fue absuelto. Echáronle en cara su humillación algunos señores; él mismo faltó a los pactos, por cuyo motivo los Tudescos le opusieron para sustituirlo, unos a su hijo Conrado y otros a Rodolfo de Suevia. Gregorio tenía que decidir entre los dos partidos. Pero estalló la guerra; Rodolfo murió a manos de Godofredo de Bouillon (265); Enrique, pomposamente coronado Milán, entró a viva fuerza en Roma, donde se hizo coronar emperador por un antipapa, mientras Gregorio permanecía encerrado en el castillo de Santo Angelo.
1085      Roberto Guiscardo, que sitiaba entonces a Durazzo, corrió a Roma con un puñado de Normandos y libertó a Gregorio. Este excomulgó a Enrique y al antipapa, se dirigió al Mediodía, y murió en Salerno exclamando: -He amado la justicia y he odiado la iniquidad: por eso muero en el destierro.
       Casi un año vacó la sede apostólica. Enrique volvió a Italia, a devastar las posesiones de la poderosísima condesa Matilde, siempre partidaria de los papas; pero se le rebeló su hijo Conrado, quien tuvo un miserable fin. De igual modo acabó su otro hijo; y el mismo Enrique, tras de muchas humillaciones, murió a los 66 años de edad y 50 de un reinado infeliz y desastroso.
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120.- Imperio de Oriente. Cisma griego

       Muchas de las veintinueve provincias, de que se componía el imperio griego, se hallaban ocupadas por enemigos. Sin embargo, aquel grandísimo cuerpo, en parangón con los despedazados reinos de Europa, hubiera podido predominar, a no haberse paralizado sus miembros, al mismo tiempo que su cabeza, Constantinopla, era trastornada por motines e intrigas de eclesiásticos, de mujeres, de eunucos, de sofistas y de herejes. A la déspota Irene sucedió Nicéforo, que fue vencido por Arun-al-Raschil, y después por los Búlgaros que lo degollaron. Su hijo Estauracio, para obtener la corona, hizo la indecente promesa de no imitar a su padre; pero el pueblo adverso la ofreció a su cuñado Miguel Rangate Curopalata, quien no tardó en ser suplantado por León, valiente hijo de la Armenia que puso coto a los tumultos interiores y a los Búlgaros, y declaró la guerra a las imágenes sagradas. Los descontentos lo mataron, y coronaron a Miguel el Tartamudo, ignorante en todo menos en el manejo de las armas y de los caballos.
 
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       Después de varios emperadores, empezó con Basilio una dinastía que restauró algún tanto el imperio. Puso en orden la hacienda y el ejército; tuvo que habérselas por vez primera con los Rusos; quiso obtener conversiones por la fuerza y escribió unos Avisos a León su querido hijo y colega. A vuelta de revoluciones palaciegas se sucedían los emperadores, cobrando en títulos y ceremonias lo que perdían en fuerza, y pretendiendo ser émulos de los Árabes en fausto, cuando mal sabían resistirlos en la guerra. Hostigoles Juan Zemisces (266), valeroso general elevado al trono por medio del asesinato de su predecesor Nicéforo Focas, y mantenido largo tiempo en él merced a su afabilidad, a su justicia y a sus victorias. Mantuvo sujeta a Bulgaria; derrotó en sangrienta batalla a los Musulmanes, en Mopsuesta; recuperó la Cilicia (267), Antioquía, Alepo y muchas ciudades de allende el Éufrates; pero apenas hubo regresado de su marcha triunfal, comparable a la de Adriano, cuando los príncipes volvieron a sus sedes, y el nombre de Mahoma fue cantado desde los minaretes.
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       Rusos y Turcos engrandecían sus dominios a expensas del imperio, amenazando la existencia de éste, sostenida apenas por el valor de alguno de sus emperadores. Uno de ellos, Alejo Comneno, hallaba tomado por los Árabes todo cuanto el imperio había poseído en África, en Egipto, en Palestina y en Fenicia, y por los Turcos las principales ciudades de la Siria y del Asia Menor. Desde Constantinopla se veían las banderas musulmanas en las naves del Bósforo y en las torres del opuesto continente. Dálmatas, Húngaros, Pechinecos y Cumanos atravesaban cada año el Danubio para devastar la Tracia y la Macedonia. Roberto Guiscardo no solo ocupaba las tierras meridionales de Italia, sino que ponía sitio a Durazzo. Alejo se dedicó exclusivamente a la tarea de restaurar su postrado país por medio de las armas y de leyes. Sus fastos fueron narrados por su hija Ana, y se mezclaron con las empresas de los Cruzados.
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       Otra plaga del imperio eran las herejías. Como gran adversario de los Iconoclastas, San Ignacio, hijo del emperador Miguel, fue nombrado patriarca de Constantinopla; pero no tardó en ser derrotado y sustituido por Focio, el hombre más docto de su tiempo. El Papa desaprobó desde Roma aquella elección; por cuyo motivo Focio y el emperador renegaron de la superioridad del pontífice, y empezó el cisma griego. Focio atribuía graves errores a la Iglesia latina, como el de no permitir el matrimonio de los curas, el de ayunar el sábado y el de creer que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo. El octavo Concilio ecuménico constantinopolitano excomulgó a Focio; pero éste supo elevarse otra vez al puesto de patriarca, y desde entonces quedó rota la comunión entre las dos Iglesias.
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121.- España. El Cid

     El califato de España se había separado del de Bagdad, y llegó al colmo del poder bajo los Abderrahmanes. El emir Almumenin (268) residía en Córdoba, vastísima ciudad de maravillosos edificios; había gobernadores en Toledo, de 200000 habitantes, en Mérida, Zaragoza, Valencia, Murcia y Granada; y además de otras tantas ciudades de segundo orden, comprendía aquel califato 300 villas de importancia. En todas partes florecían la agricultura, la industria de tejidos y peletería, la ganadería y la navegación. Eran bien recibidos en la corte los doctos, los poetas y los médicos. Abderramán III, uno de los emires más ilustres, se separó completa y definitivamente de los califas de Bagdad, tomando el título de Imán y acuñando moneda distinta; hizo tratados con los emperadores de Oriente y de Occidente. Su hijo Al-Haken coleccionó una gran biblioteca y sus historiadores lo encomian por sus grandes virtudes.
     No se extinguía, sin embargo, el ardor nacional de los Cristianos, que constituyeron un reino en Asturias, tomando por patrono a San Jaime de Compostela, y otros reinos en León, Navarra y Castilla.
     Con frecuencia se alzaba un puñado de jóvenes valientes para llevar a cabo empresas particulares contra los Árabes; pero los verdaderos Estados no sabían unirse para expulsarlos. Fernando el Grande formó un poderoso reino, uniendo a Castilla y a León, recuperando el Portugal y haciendo tributarios a muchos reyes árabes.
     Bajo su reinado y el de Alfonso IV alcanzó fabulosa nombradía Rodrigo Díaz, llamado el Cid Campeador, que vino a personificar todas las empresas contra los infieles. Alfonso reunió los reinos de Castilla, León y Galicia, fijó su residencia en Toledo, con un arzobispo que era primado de España y de la Galia Visigoda, pagando un tributo al Papa y conservando el rito mozárabe. Llegó Alfonso hasta Madrid, y tuvo en obediencia ambas riberas del Tajo. En vista de tantas conquistas, acudieron otros Árabes de África, con los cuales el emir de Sevilla esperó someter a toda la Península. Derrotaron a Alfonso; pero el Cid devolvió la victoria a la cruz y tomó a Valencia. Con la muerte del Campeador se eclipsó la grandeza española. Valencia fue recuperada, y Alfonso disminuyó sus fuerzas distribuyendo a varios su dominio.




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122.- Imperio árabe

     Tres emires al-mumenin, el de Bagdad, el de Córdoba y el de Isfahan se rechazaban simultáneamente, y estas divisiones, el lujo introducido y las irrupciones de los Turcos arruinaron al imperio. Los sucesores del gran Harun-al-Raschid vinieron a las armas, y sus contiendas se unieron a las producidas por las herejías, y principalmente por la separación surgida entre los Alidas y los Sumnitas. Los Turcos, llamados como auxiliares, se hicieron árbitros de la situación, y dieron y quitaron el bastón de Mahoma a quien se les antojó, en tanto que el imperio decaía entre intrigas de serrallo, y sublevaciones de Fatimíes (269), Alidas, Omeyas y Abasíes, perdiendo toda autoridad los sucesores del Profeta y los sentimientos religiosos. Abdalah quiso reformar la fe y la moral, y su discípulo Karmat se manifestó como profeta, aumentó las oraciones, desaprobó el lujo de los Abasíes, y tuvo tantos secuaces, que en número de cien mil hicieron frente al ejército del Califa, corrompieron las aguas de los pozos que había en el camino que conduce a La Meca, teniendo por supersticiosas las peregrinaciones, y devastaron el Iraq, la Siria y el Egipto. Profanada la Caaba, se llevaron consigo la piedra negra. Pero pronto se hicieron la guerra entre sí; se destruyó la secta, y la piedra fue restituida.
     Varias dinastías se repartieron el imperio y dieron extensión al islamismo, principalmente en África, en las costas del Caspio y allende el Oxo.
     En el Corasán (270), la dinastía de Taher (271) duró desde el año 820 al 872, cuando el alfarero Jacub-ben-Leis fundó el nuevo imperio de la Persia y la dinastía de los Sofáridas. El califa lo hizo maldecir en todas las mezquitas, y con la ayuda de los Samánidas fueron vencidos los Sofáridas. Entonces el jefe de la dinastía de los Samánidas asumió en la Transoxania el título de padischá, adoptado después por todos los grandes reyes del Oriente.
     En la Persia, los Bóvidas hicieron lo que los mayordomos en Francia con los Merovingios. Tanto decayeron los Abasíes, que dejaron de oír su nombre en las oraciones públicas; y así, deponiendo la armadura y el caftán de seda, se dedicaron a la oración y al estudio del Corán. Al-Rhadi, trigésimo nono califa después de Mahoma, y vigésimo de los Abasíes, fue el último que dirigió la palabra al pueblo y ostentó magnificencia.
       Crecían en cambio los Fatimíes en la Siria y en África, donde a menudo guerreaban con los califas de España, y se extendieron por la Sicilia, la Calabria y el Egipto. En este último punto el turco Al-Iksit fundó una nueva dinastía, y Moez construyó El Cairo, ciudad cómoda y riquísima con 200000 habitantes y asombrosa mezquita, biblioteca y universidad. Entre los Fatimíes de El Cairo, Al-Hakem-Bamrillah quiso reformar el islamismo, reconociendo una nueva serie de imanes; y restauró la sociedad de la Sabiduría, donde hombres y mujeres se reunían para aprender verdades ocultas.
 
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     Así, pues, en el transcurso de cuatro siglos, la grande unidad religiosa y política que Mahoma había concebido, quedaba hecha jirones entre muchos príncipes e innumerables sectas. No eran ya los califas, sino los ulemas los que resolvían en casos de conciencia y en puntos legales. En fin, después que hubieron llevado cincuenta y siete personas el título de vicarios del Profeta, Mostasem fue arrastrado por las calles, y con él terminó el califato en 1258.




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123.- Los Turcos. La India

     Parece que descendieron los Turcos hacia el Mediodía desde el gran Altai y desde las nevadas cimas del Tang-nu, estableciéndose principalmente al norte de las provincias chinas del Chan-si. Era un pueblo bárbaro que buscaba, siguiendo el curso de los ríos, pastos para sus rebaños; no conocía la escritura, despreciaba a los ancianos, y se adiestraba, desde la infancia, a la caza y a la guerra. Molestó a la China y a los pueblos limítrofes, pero sin consecuencias, hasta que, doce siglos antes de Cristo, un príncipe chino, refugiado entre ellos, fundó un reino, que 200 años antes de nuestra era llegó a ser formidable, e inauguró una larga serie de guerras con la China y con los diferentes pueblos que en ella dominaron. Acosados por los Yung-nu, atacaron a la Persia, y luego al imperio de Constantinopla, con el cual se ligaron después para combatir a los Ávaros. Empujados por otros pueblos hacia poniente, ocuparon el país comprendido entre el Yaxartes y el Oxo, desde donde pasaron al Bósforo Tracio y al Danubio, y se hubieran arrojado sobre el imperio griego, a no haberse vuelto a Persia y a no haberse dividido en tres principados: Ogucios, Selyúcidas y Osmanes (272).
     Los Ogucios hicieron la guerra a la Persia y a los califas árabes; y habiendo abrazado el islamismo, se llamaron Turcomanos (273), es decir Turcos creyentes; obligaron a los demás Turcos a abrazar también el islamismo, y por fin se confundieron con los Selyúcidas.
997      Entre estos últimos sobresalió Alp Tekin, que dio principio al imperio de los Ghaznevíes (274), el cual se extendió rápidamente por una gran parte del Asia, mayormente bajo el reinado de Mahamud (275), ardiente propagador del islamismo. A tal fin, o simplemente ávido de riquezas, llevó la guerra contra la India.
   
       Después de Alejandro Magno, ningún extranjero había violado aquel país; y los reyes de Persia, a pesar de titularse también reyes de la India, no hicieron más que exigir algunos tributos de las provincias fronterizas. No habían conseguido resultado alguno en la India los misioneros musulmanes, ni el islamismo se difundió mucho cuando los Árabes sometieron el Kabul y el Sind. El Decán, o India Meridional, conservaba sobre todo sus antiguas costumbres; los devotos continuaban con sus éxtasis; creíase en la metempsicosis y en el aniquilamiento, y los entusiastas se precipitaban bajo el carro de Brahma y de Siva. Cultivábanse los estudios, se conocía la numeración decimal y el álgebra; y aunque debilitados, aquellos pueblos se sostuvieron largo tiempo contra los invasores.
India
     Mahamud entró con 200000 hombres armados, e hizo prisionero al rey de Kabul, poniéndolo después en libertad mediante un crecidísimo rescate. Los santuarios de Delhi (276), Canoya, y Bimmé ofrecieron con qué satisfacer el avariento celo de los Musulmanes. A medida que estos sometían una porción de la India, retrocedía la cultura brahmánica (277); mal podía introducirse la monarquía árabe donde regía el sistema municipal y se unían las castas indias contra los intrusos; así pues, las insurrecciones y las guerras continuaron hasta que la India fue arrebatada a los Selyúcidas por el mogol Tamerlán (1398).
       Mahamud tuvo mejor fortuna en la Persia, donde derrocó a la dinastía de los Bóvidas; expulsó de allí a los Tártaros, y tomó el título de Sultán, es decir emperador. Malek-Shah, el más célebre de los Selyúcidas, fue llamado Gelaleddin (gloria de la religión), por la nueva forma que dio al año haciéndolo empezar con el equinoccio de la primavera; desde entonces, el primero del año es día de gran solemnidad (Neu-ruz). Dictó preciosas instituciones políticas, y fue asesinado después de medio siglo de un reinado próspero y feliz. Entonces se descompuso su gran imperio, hasta que con Sangiar terminó el poder de los Selyúcidas en la Persia, dividida entre los señores de Iraq, del Carism, de los Gurmos y de los Atabegos.
 
1338
 
     En otra parte hablaremos de la raza Osmana.

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