Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Compendio Historial del Descubrimiento y Conquista del Reino de Chile

Seguido de dos discursos: Avisos Prudenciales de Gobierno y Guerra, de Astrología Judiciaria por el Capitán Don Melchor Jufré del Águila.

Melchor Jufré del Águila



portada




ArribaAbajoAdvertencia

Con la presente edición del Compendio Historial de Melchor Jufré del Águila, que por encargo del rector de la Universidad hemos atendido, complétase la serie de los poemas que la larga y porfiada guerra de la conquista de Chile inspiró, y que en los últimos años han sido dados a luz por vez primera, o reimpresos de sus antiguas y agotadas ediciones, obedeciendo al gusto por la exhumación de los documentos primitivos que caracteriza los estudios históricos en este siglo, y al cual, por lo que a nosotros respecta, se ha mantenido fiel desde su primeros pasos aquella docta corporación.

De la Araucana, generadora de todos los poemas sobre la historia del nuevo mundo a la vez que el más alto representante de la épica española, cuéntanse numerosas ediciones hechas en España y en Francia con propósitos puramente mercantiles. La única de estas ediciones que debemos recordar, es la que dio a luz en París en 1840 el conocido traductor de Virgilio don Eugenio de Ochoa, al frente de una reimpresión de los fragmentos de varios poemas que con el título de musa épica española había reunido e ilustrado el poeta Quintana; Ochoa mejoró su edición exornándola con el retrato de Ercilla grabado en acero,   —VI→   aunque no en copia directa del que dio en madera el célebre cincelador Arfe y Villafañe al frente de las ediciones de 1578 y 1590.

A esa edición siguiose la no menos estimable, y quizás más cuidada, que dio don Cayetano Rosell en el tomo de la biblioteca de autores españoles de Rivadeneira consagrado a los poemas épicos. Madrid, 1851. Pero superior a ambas, y ya definitiva en cuanto a la corrección del texto, es la que publicó en 1866 la Academia Española por cuidado y diligencia de don Antonio Ferrer del Río. Es lástima que esta edición no contenga la dedicatoria al Rey, a quien se dirige Ercilla en más de una de sus octavas, las aprobaciones, las licencias para la impresión, y los versos que algunos ingenios del tiempo compusieron en elogio del autor y de su obra: documentos que nos dan la historia del libro en sus primeros pasos, y que reflejan los juicios que mereció de los contemporáneos.

No tenemos para qué detenernos a considerar entre los poemas de la historia nacional, una verdadera leyenda que en octava rima, y como cuarta y quinta parte de la Araucana, publicó en 1598 don Diego de Santisteban y Osorio; de quien sólo sabemos que era natural de León y que aún no había salido de sus montañas, pues era muy joven, cuando escribía. Su estro despertose probablemente, más que al calor de los heroicos hechos cantados por Ercilla, a lo novedoso y romanesco de los nombres de sus personajes, Fresia, Guacolda, Lautaro, Galvarino, etc. El poeta leonés principia describiendo una reunión de las tribus araucanas que se han congregado para elegir un jefe,


No llevando a paciencia el ser vencidos
Con general silencio se juntaron.

Eligen a Caupolicán, el hijo del cacique de este nombre a quien había hecho empalar el capitán Reinoso; y sus empresas ocupan gran parte del poema que concluye con su muerte. Fuera de dos episodios, también al estilo de Ercilla, la toma de Orán y el descubrimiento del Perú, su narración marcha apretada, seca, sin que nada la detenga, ¡triste mérito en una obra de imaginación! Sin que brote de la mente del poeta uno solo de   —VII→   esos pensamientos ora brillantes, ora profundos, que Ercilla con tanta felicidad engasta en los pareados de sus octavas, y que Oña habrá de derramar por doquiera con juvenil desparpajo.

Pedro de Oña, nacido en la ciudad de Angol y criado entre las alarmas de la frontera y el ruido de los combates, es con su Arauco Domado el verdadero continuador de la epopeya de Ercilla, porque el araucano, cuya fama de valor indomable y de constancia sonaba ya en Europa al finalizar el siglo XVI, estaba destinado a tener poetas por cronistas de sus hazañas. Ercilla cierra su narración con el descubrimiento del archipiélago de Chiloé, a cuya isla grande penetró


    El año de cincuenta y ocho entrado
Sobre mil y quinientos, por febrero,
A las dos de la tarde, el postrer día...

Oña avanza cerca de medio siglo en su narración:


    El año es el presente en que esto escribo
De mil que, con quinientos y noventa,
Contando cuatro más, remata cuenta,
A la sazón que sale el tiempo estivo...

Dos años después de esta fecha apareció en Lima el Araucano Domado, y luego en 1605 lo reprodujo la prensa de Madrid, merced a don García Hurtado de Mendoza que, viejo ya y en disfavor en la corte, presentaba como una apología de sus trabajos en los gobiernos de Chile y del Perú, los cantos del joven criollo.

A pesar de esas dos ediciones publicadas en tan corto tiempo, y a pesar de aquel alto patrocinio (aunque con más exactitud pudiera decirse que el poeta había amparado al magnate), el olvido cayó luego sobre el poema. Lope de Vega incluyó a Oña en el Laurel de Apolo, galería poética en que pasó en revista a los ingenios de su tiempo, pero fue como autor de otro poema, el Ignacio de Cantabria, consagrado a referir la vida del fundador de la Compañía de Jesús.

Llegó a hacerse tan raro el Arauco Domado, que el erudito don   —VIII→   Nicolás Antonio, que escribió su Biblioteca hispana nova bajo el reinado de Carlos II, no logró ver ningún ejemplar de las dos ediciones, y sólo pudo citarlas de oídas.

Al cabo de un olvido de más de dos siglos volvió a aparecer el Arauco Domado, dado a luz por don Juan María Gutiérrez en Valparaíso en 1849, quien preparó su edición publicando un elegante estudio del poema (1848). Mas si ser recordado en su patria antes que el autor de la Araucana, era lisonjero para la gloria del poeta que no olvidó mencionar al frente de su obra el oscuro lugar de su cuna, su mérito literario no podía ser aquilatado sino en la península, en concurso con todos los ingenios que entonaron en lengua castellana la trompa épica. Don Cayetano Rosell, el editor de Ercilla ya citado, incluyó el Arauco en la colección Rivadeneira como la obra de las inspiradas por la Araucana que más se acerca a su modelo. Pudo disponer Rosell para su edición de un ejemplar de la rarísima de 1596, y restablecer algunos pasajes viciados de la edición de Valparaíso, que fue hecha sobre la de Sevilla de 1605.

No se apagaba aún el eco del canto del poeta de Angol al ruido de los nuevos combates de la guerra araucana, y ya otro poeta, el capitán don Fernando Álvarez de Toledo, encomendero de Chillán, salía «por el camino de su aldea» para seguir tras de aquel, «aunque en flaco rocín»,


   relatando
En todo la verdad, sin que se vea
Patraña que la vaya deslustrando.

Su narración abrazaba un período de diecisiete años, desde 1583 a 1599, y se dividía en dos partes de las cuales no sabríamos decir si formaban un sólo poema, o si eran dos poemas diversos. Como quiera que fuese, la primera parte titulada Araucana, de cuya existencia no se tiene otra noticia que la que nos da el historiador Ovalle, que la sigue al tratar del gobierno de don Alonso de Sotomayor, parece definitivamente perdida, pues desde mediados del siglo XVII, no se vuelve a encontrar alusión a ella.

La segunda parte, bajo el título de Puren Indómito; cuenta   —IX→   la salida del gobernador Loyola de la ciudad de la Imperial, la dispersión de su campo y su muerte a manos de los indios en el asalto nocturno a Curalaba, los desastres y muertes de españoles que se siguieron, la venida de don Francisco de Quiñones al gobierno de la colonia, y por fin la victoria que éste obtuvo contra los bárbaros en Yumbel, en la cual perecen los dos principales jefes enemigos. El poema se detiene repentinamente en una octava inconclusa, habiendo desaparecido el resto que por lo menos llegaba hasta la conclusión del gobierno de Quiñones.

El Puren Indómito estuvo a punto de ser incluido en la biblioteca de Rivadeneira. De la copia que para este fin tenía preparada Rosell, se aprovechó don Diego Barros Arana para darlo a luz en Leipzig en 1862. Si esta edición adolece de algunas incorrecciones, que son fáciles de salvar con una lectura atenta, han de achacarse al editor alemán, aunque conjeturamos que algunas sean provenientes de defectos de la copia que sirvió de original.

Otro cantor de las guerras de Chile, de dotes poéticas de mayor valía que las del capitán Álvarez de Toledo, fue un soldado, cuyo nombre ignoramos porque nos dejó su obra anónima e inconclusa tal vez por haber perecido trágicamente en algún encuentro. Sabemos por su propio testimonio que empezó a escribirla en 1622, y que se había enrolado en Lima bajo las banderas de Quiñones para venir a pelear en la «larga y envejecida» guerra de Chile, a los dieciocho años de edad, siendo ya veterano por llevar cuatro corridos en expediciones por los territorios del Ecuador y del Nuevo Reino de Granada, donde vio


    animalías infinitas
De tales calidades y figura
Que no pudo dejarlas Plinio escritas
Porque ignoró sus formas y su hechura.

La obra, como decimos, nos ha llegado inconclusa, pues los once cantos de que consta sólo aparecen bosquejados, y por su contenido no se puede inferir qué desarrollo debía alcanzar. En los cinco primeros cantos se describe el país, sin olvidarse de   —X→   tomar a Ercilla esa famosa octava tan vituperada por los críticos, para nosotros tan gráfica,


    Es Chile norte sur de gran longura...

y se resumen los principales hechos de la guerra hasta el momento en que llegan al Perú los emisarios de Chile a pedir al virrey un nuevo gobernador. Los cantos restantes recuerdan el descubrimiento de la ruta que permitió al piloto Juan Fernández hacer en pocos días el viaje del Callao al sur y encontrar las islas que llevan su nombre; y refieren la navegación que hizo Quiñones hasta desembarcar en Talcahuano, y luego los primeros encuentros de la nueva campaña.

Se ha dicho que es una inferioridad del genio de Ercilla y del de sus continuadores el no haber manifestado el sentimiento de la naturaleza. Por mucha que sea la exactitud de esa observación, que no ha de aceptarse sin reservas tratándose de autores educados en las tradiciones del renacimiento, justo es en parte exceptuar de ella al autor del poema anónimo que nos ocupa, porque supo describir con rasgos tan pintorescos que hoy se podría señalar con exactitud en un mapa el camino de sus largas peregrinaciones, a pesar de haber variado los nombres de los lugares que recorrió. Este talento gráfico de las descripciones físicas lo hermana con altas concepciones de fantasía. Así en el canto final introduce un monstruo de «sombras y agua hecho», que es el espanto de los navegantes,


    desde que la imán mostró al acero
A estar fija a los polos soberanos;

imagen hermosa y grande, por más que nos la aminore la reminiscencia del gigante de la epopeya portuguesa.

El original, es decir, los borradores de este poema, consérvanse en la biblioteca de Madrid catalogados bajo el título genérico de Guerras de Chile. Con este mismo título ha sido publicado en Santiago, en 1888, en una edición que para ser completa no necesita sino una fe de erratas que permita restablecer algunas palabras omitidas y nombres propios desfigurados.

  —XI→  

Aunque de paso, observaremos aquí que en esta edición ha dado el bibliófilo don José Toribio Medina por autor del poema a un oscuro capitán llamado don Juan Mendoza Monteagudo, natural de Chile y fallecido en Santiago en 1666. Creemos que su abundancia de noticias ha ofuscado en este caso la crítica del docto bibliófilo. Prescindamos de la fecha de la muerte de ese capitán, la cual le da una edad de 85 años; prescindamos también de que el poema que nos ha llegado inconcluso en todos sus cantos, ha sido compuesto 44 años antes de esa fecha; y fijémonos tan sólo en que para afirmar que un don Juan de Mendoza es autor de este poema, como pudiera serlo de otro escrito cualquiera, se funda el señor Medina en una octava del penúltimo canto del Puren Indómito de Álvarez de Toledo, que dice así:


    No os pido, no, el favor, no de Helicona,
Hermanas nueve del intonso Apolo,
Que don Juan de Mendoza es quien abona
Mi heroica historia, y basta el suyo sólo;
El cual, pues de Clío quiso la corona,
Ya es bien vaya del uno al otro polo
La fama eternizando las hazañas
Del Marte nuevo, honor de las Españas.

¿Hay algo en tal estrofa que autorice a creer que ese Mecenas cuyo favor invoca Álvarez de Toledo para su obra y para el héroe que en ella celebra, sea a su vez autor de un poema o de otro escrito en verso o en prosa? Ese Mecenas así invocado nos parece que no es otro que el virrey del Perú don Juan de Mendoza, Marqués de Montes Claros, amigo y protector de poetas, como que lo era él mismo, el cual dio en 1608 una nueva organización al ejército de la frontera. Al período de este virrey y quizás a este año preciso podemos asignar la composición por lo menos de los cantos postreros del Puren Indómito, lo que hace a este poema anterior de algunos años a las Guerras de Chile, que se empezaron a escribir, como ya lo hemos dicho, en 1622, en tiempo del virrey Marqués de Guadalcázar.

A la lista de esos poemas ha de añadirse otro, cuyo titulo y   —XII→   autor se ignoran, pero de cuya existencia no puede dudarse, por testimonio del mismo héroe del poema, el licenciado Merlo de la Fuente. En la carta que sobre su campaña araucana de 1610 escribió a Melchor Jufré, y que este puso al frente de su libro, leemos lo que sigue: «un hidalgo bien entendido en cosas de poesía, me pidió diversas veces en esta ciudad de Lima le diese relación de las acciones de mi gobierno, porque deseaba cantarlas en sus versos,... y con algunas cosas que debió coger al vuelo por relaciones de algunos soldados o de otras personas, al fin salió con su pretensión; y habiendo formado su libro, me lo dio muchos años ha...» Sin duda es a este poema al que alude el oidor Escalona y Agüero en la aprobación que dio a las Guerras de Chile de Santiago Tesillo, si bien parece que no lo tuvo en sus manos, pues lo supone escrito por el mismo Merlo de la Fuente, cuyos hechos celebraba.

Detenida la conquista a las orillas del Biobío por la resistencia de los indígenas a someterse a la servidumbre de la encomienda, los fuertes levantados para servir de apoyo al avance de la ocupación, pasaron a ser raya de frontera; y la guerra, no presentándose ya los indígenas en apiñada muchedumbre como en los tiempos de Valdivia y de Hurtado de Mendoza, degeneró en vulgares correrías que de una y otra parte se emprendían todos los años en la buena estación para incendiar sementeras y robar ganado. Los desertores españoles pasaban a azuzar con sus malas artes a los indios, y gruesas partidas de estos venían a servir de auxiliares al campo cristiano. A las batallas campales sucedieron las emboscadas, y la poesía sin hechos de legendaria grandeza que celebrar, bajó de tono y se entregó a referir consejas. Entonces escribió Melchor Jufré su relación histórica, y vertió su experiencia militar y de gobierno y su ciencia astrológica, en metros rastreros y desmayados, pero diciendo con el aplomo de los años,


    Esto del enseñar en sí contiene
Un no sé qué de propia estimativa
En que humildad parece el encogerse.

No poseemos sino una parte, tal vez la más pequeña, de las obras que compuso Jufré del Águila, a pesar de que no poco   —XIII→   envanecido de ellas, él mismo cuidó de tomar precauciones para salvarlas de la fácil destrucción a que quedaban expuestas mientras no llegaban a ser impresas. Hizo sacar de todas ellas tres copias manuscritas (una de estas copias constaba de tres volúmenes, según se lee en su testamento) y las distribuyó entre sus hijos, estableciendo sobre su propiedad una especie de mayorazgo a favor del que primero las diese a luz, «obra, les dice, de cristiano y caballero, que redundará en gloria de Dios, y en honra suya y de sus descendientes.»

Esas obras, de las cuales no han llegado hasta nosotros sino las que él mismo alcanzó a hacer imprimir en Lima, eran las siguientes:

. De las cosas admirables del Perú. Alude a este opúsculo su autor en la nota de la página 49 de la presente edición.

2º. Historia general de la conquista y guerra del Reino de Chile. La cita del oidor Merlo de la Fuente en su carta a Melchor Jufré, en la página 43 de este volumen.

. Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerra del Reino de Chile. Es el que ahora reproducimos.

4º. Avisos prudenciales en las materias de gobierno y guerra. Reproducidos en esta edición.

. De lo que católicamente se debe sentir de la astrología judiciaria. En Lima sólo se publicó una parte de este tratado, y así incompleto lo damos ahora.

Esos cuatro opúsculos, con excepción del tercero, escritos en verso y en forma de diálogo, y que se referían todos más o menos directamente a las cosas de Chile, formaban un conjunto bajo el título de Coloquio sentencioso de provecho y gusto.

6º. Cotejo Racional. El título de esta obra no da ninguna luz que nos permita inferir cual fuera la materia de que trataba. Parece que Jufré del Águila la compuso con posteridad a 1630, es decir, después de haber aparecido en Lima el volumen que comprende los tres últimos opúsculos.

Suerte ha sido para Melchor Jufré que su Compendio historial que, por el tiempo en que fue compuesto y por su escaso valor literario, es la postrera de nuestras crónicas rimadas, haya sido también la postrera en presentarse para ser reimpresa. Se le ha recibido como al hijo pródigo, con festejo, que es esta   —XIV→   edición oficial, honor que no han alcanzado hasta hoy ni Ercilla ni Oña, que se hacen valer por sí solos, ni Álvarez de Toledo ni el anónimo de las Guerras de Chile, que a no haberlos editado los señores Barros Arana y Medina, tal vez seguirían en manuscrito.

En esta edición se ha seguido con fidelidad la excelente copia que nos ha servido de original, y sobre la que da noticias más adelante el señor Barros Arana; así hemos conservado las formas mesmo y mismo, letor y lector, doto y docto, ducientos y doscientos, traya y traía, dél y de él, y otras semejantes. Esto probará que en 1630 todavía no adquirían esas palabras en el castellano del nuevo mundo, su forma definitiva.

En cuanto a la ortografía, no habiendo sido posible conservar la del original, que no obedece a regla ni lógica alguna, pues una misma palabra aparece escrita de dos y de tres maneras, y la puntuación caprichosamente repartida, se ha usado la corriente en Chile, adoptando una regla que querríamos ver seguida en la reproducción de los documentos antiguos que no se destinan a estudios de lingüística, a saber: pintar el sonido antiguo con el signo moderno. Por no haberse seguido esta regla en las reimpresiones de la Araucana, pronunciamos hoy Ercilla en vez de Ercila, que parece haber sido el verdadero apellido del poeta, sino es que se pronunciara de ambos modos.

LUIS MONTT




ArribaAbajoDon Melchor Jufré del Aguila y su libro

El Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerra del reino de Chile por el capitán don Melchor Jufré del Águila, impreso en Lima en 1630, era hasta ahora una de las más peregrinas curiosidades de la literatura histórica sobre las cosas de América. La Bibliotheca Hispana de don Nicolás Antonio (Roma, 1672-1696), sapientísima bibliografía de cuanto habían escrito los hijos de España hasta fines del siglo XVII, no menciona entre ellos a Jufré del Águila ni a su libro, que indudablemente le fueron desconocidos. En 1727, el célebre erudito don Andrés González Barcia reimprimía en Madrid el Epítome de la biblioteca oriental y occidental de don Antonio de León Pinelo, completándolo con tan abundantes adiciones, que lo que había sido materia en la primera edición (Madrid, 1627), de un pequeño volumen de 208 páginas, pasó a formar tres gruesos tomos a dos columnas, con un total de cerca de mil páginas. Allí, en un apéndice del tomo II, se halla esta indicación: «Melchor Jufré, Historia de Chile, imp.4.»El abate don Juan Ignacio Molina, en su Saggio sulla storia civile del Chili (Bolonia, 1787), en un catálogo de escritores sobre las cosas de nuestro país, anotó esta línea: «Águila (don Melchior Jofré), Historia de   —II→   Chile, imp.4.» El abate don Felipe Gómez de Vidaurre, en el último libro de su Historia geográfica, natural y civil del reino de Chile, tratando de la aptitud de los hijos de este país para el cultivo de las ciencias, dice estas palabras: «Don Melchor Jofré del Águila, escribió otra historia de Chile, sobre cuyo asunto hay muchos manuscritos.» Es evidente que ni Barcia, ni Molina, ni Vidaurre vieron jamás un ejemplar del libro que señalan con tanta vaguedad y con tanta inexactitud. Si Vidaurre hubiera visto siquiera la portada del libro de Jufré del Águila, donde éste se llama «natural de la villa de Madrid», no lo habría contado entre los escritores originarios de Chile.

La primera indicación exacta que acerca de ese libro se haya dado, se encuentra en las eruditas «notas y adiciones» que don Pascual de Gayangos y don Enrique de Vedia pusieron a su excelente traducción de la Historia de la literatura española de Ticknor (Madrid, 1851-1856). En las páginas 472-474 del tomo III, se dio una reseña sumaria, pero noticiosa, acerca de Jufré de Águila y de su libro. Aunque de ella aparecía que ésta no era una historia, como se creía, sino un «poema macarrónico» sobre los sucesos de la conquista de Chile y de las guerras subsiguientes contra los araucanos, seguido de otros dos discursos en malos versos sobre asuntos diferentes, esa noticia avivaba la curiosidad por conocer un libro que, escrito en nuestro país por un hombre que había servido largos años en esas campañas y en cargos civiles, podía contener algunos datos útiles para el historiador.

Sin embargo, parecía imposible procurarse un libro que no se hallaba en el comercio, ni tampoco en alguna biblioteca pública. D. Pascual de Gayangos, autor de la nota bibliográfica publicada en la traducción de Ticknor, había tenido a la vista un ejemplar del libro de Jufré del Águila, que era de su propiedad; pero ese ejemplar, el único tal vez que existe, había pasado a manos de un rico negociante de los Estados Unidos, que sin reparar en costos, reunía una preciosa colección de libros rarísimos. Mr. John Carter Brown, éste era su nombre, hijo del magnífico fundador de la universidad de Brown (Providence, Rhode-Island), y él mismo generoso protector de la biblioteca de esa universidad, guardaba aquel libro en su biblioteca particular, una de las más ricas del mundo en materia de curiosidades   —III→   sobre las cosas de América, particularmente en ediciones originales de las primeras relaciones de viajes, descubrimientos y conquistas, y en las primitivas producciones de la imprenta en el nuevo mundo1.

La Universidad de Chile, en la imposibilidad absoluta de procurarse un ejemplar de ese rarísimo libro para su biblioteca o para la Biblioteca Nacional de Santiago, resolvió hacer sacar una copia manuscrita, y confió este encargo a la legación de Chile en Estados Unidos. El libro de Jufré de Águila fue generosamente facilitado por su propietario: el trabajo se ejecutó con todo esmero bajo la inspección del señor don Domingo Gana, nuestro representante en Washington; y la Universidad, en posesión de la copia solicitada, resolvió publicarla para salvar del olvido una obra que, si bien de escaso mérito literario, fue escrita en nuestro propio suelo, y tiene algún valor para nuestra historia.

Las noticias de carácter personal que se hallan esparcidas en el libro de Jufré del Águila, y los documentos de la época, suministran materiales suficientes para trazar una biografía bastante completa de este escritor. En estas páginas vamos a dar sólo una reseña general, para que preceda a la reimpresión del Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerra del reino de Chile.

Don Melchor Jufré del Águila nació en Madrid en setiembre de 1568. Era su padre Cristóbal del Águila, caballero del hábito de Santiago, y tesorero de la orden, y su madre doña   —IV→   Juana Jufré, vástago de una familia noble y de cierta fortuna, que poseía un pequeño mayorazgo en la provincia de Ávila. Conforme a una práctica corriente en esos tiempos, don Melchor tomó por primer apellido el de su madre, como de más lustre, y se firmó Jufré del Águila2. Parece indudable que en su juventud adquirió los conocimientos literarios que podían dar las escuelas españolas de esa época.

A la edad de veinte años sentó plaza en el ejército, y fue puesto bajo las órdenes de don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, que acababa de ser nombrado virrey del Perú. Con éste partió de Cádiz el 15 de marzo de 1589; pero aunque estaba destinado a la guarnición de Lima, su residencia en esta ciudad fue sólo de unos pocos días. Si bien con don García había salido de España un refuerzo de 700 hombres para socorrer el reino de Chile, el virrey los había hecho regresar a la metrópoli desde Nombre de Dios (en la costa de Tierra Firme) para resguardo de la armada que conducía ese año los tesoros de Indias. En reemplazo de ellos, organizó don García en Panamá y en el Perú una columna de doscientos reclutas, que hizo partir del Callao el 25 de diciembre de 1589. Jufré del Águila, enrolado en esa tropa, llegaba a Concepción el 26 de enero del año siguiente.

La situación del reino de Chile era entonces sumamente aflictiva. La guerra contra los araucanos había tomado vastas proporciones, y amenazaba la ruina completa de todos los establecimientos que los españoles habían fundado en el sur del territorio. El gobernador don Alonso de Sotomayor, privado del refuerzo de 700 buenos soldados españoles que había pedido con tanta instancia, no podía tener la misma confianza en una columna de 200 hombres colectados por la fuerza en las colonias de América, donde se contaban con espanto los horrores y sufrimientos de la guerra de Chile. Sin embargo, en la primavera de 1590 reabrió la campaña, obtuvo algunas ventajas sobre   —V→   los indios, y fundó el fuerte de San Ildefonso de Arauco; pero estos pequeños triunfos no bastaban para dominar a aquellos bárbaros, ni para afianzar en esa región el dominio español.

Jufré del Águila sirvió en esas campañas durante seis años consecutivos bajo el mando de don Alonso de Sotomayor, y de don Martín Óñez de Loyola. Se señaló en varios combates, y alcanzó el rango de capitán, pero recibió algunas heridas y sufrió la fractura de una pierna. Por estas causas, se retiró a Santiago, dispuesto tal vez a establecerse aquí, donde esperaba hallar el premio de sus servicios, y la concesión de una estancia de tierras y un regular repartimiento de indios. Sin embargo, más tarde, bajo el gobierno de Alonso García Ramón volvió a salir a campaña contra los indios del sur, y sirvió en ella hasta que se trató de poner en planta el sistema llamado de guerra defensiva.

Entre tanto, Jufré del Águila se había conquistado una ventajosa posición social en la colonia. A poco de haber llegado a Chile, contrajo matrimonio con doña Beatriz Galindo de Guzmán y Jufré, nieta del general Juan Jufré, uno de los más distinguidos capitanes de la conquista. Muerta ésta a los dos años de casada, don Melchor, después de doce de viudez, contrajo segundas nupcias en Concepción, en 1608, con doña Mariana de Vega Sarmiento, señora principal y poseedora de bienes de fortuna. Estos enlaces, el prestigio aristocrático de su nombre, el que le daban sus servicios militares, y probablemente su cultura intelectual, muy superior, sin duda, a la del mayor número de los hombres entre quienes vivía, le granjearon la amistad y la consideración de los personajes más encumbrados de la colonia, gobernadores, oidores, obispos y prelados de las órdenes religiosas, y le abrieron el camino de los puestos honoríficos de la administración. Jufré del Águila fue dos veces alcalde ordinario de Santiago, en 1612 y en 1618; y en el desempeño de este cargo se señaló por varios servicios, entre los cuales se cuenta el haber puesto la ciudad y su distrito en estado de defensa contra un plan de agresión que se atribuía a los indios, ensoberbecidos por sus triunfos en toda la región austral del territorio.

Como todos los militares que habían asistido a la lucha contra   —VI→   los araucanos, y como casi todos los funcionarios civiles de esa época, don Melchor Jufré del Águila, se pronunció franca y resueltamente contra la llamada guerra defensiva. No tenemos para qué exponer aquí aquel utópico proyecto del padre Luis de Valdivia, que se proponía reducir a los indios por medio de misiones; pero sí conviene recordar que los resultados de ese ensayo, el desconcierto general que produjo en la administración de la colonia, y los daños causados por las constantes agresiones de esos bárbaros, a quienes se presentaba como pacificados, vinieron a demostrar antes de mucho tiempo que Jufré del Águila y los que pensaban como él, estaban en la razón cuando dirigían al rey sus repetidos memoriales para anunciarle los males que de la ejecución de ese proyecto se iban a originar. Podrá suponerse con qué satisfacción asistiría a las grandes fiestas públicas que se hicieron en Santiago el 25 de enero de 1626 para celebrar la publicación de una cédula del rey que ponía término a la llamada guerra defensiva. Jufré del Águila que la había condenado de palabra y por escrito, se manifestó siempre, sin embargo, muy diferente a los padres jesuitas en otras materias.

Vivía entonces en Santiago gozando de todas las ventajas y consideraciones de vecino principal y de encomendero acaudalado. Además de la casa que habitaba en la ciudad, en las mejores condiciones de bienestar que en ésta se conocían, Jufré del Águila poseía una estancia en la Angostura de Paine, varios lotes de terreno en el distrito de Colchagua, diez y seis esclavos para su servicio, un número considerable de indios de encomienda, y ganados de todas especies. Tenía también una capilla en el convento de Santo Domingo para sepultura de su familia, y era contado por patrono de algunas cofradías religiosas, todo lo cual dejaba ver su ventajosa posición en la sociedad colonial. Su testamento, extendido el 8 de diciembre de 1631, es un testimonio de lo que dejamos dicho, y constituye un documento de cierto valor para la historia social y económica de la colonia. Del testimonio de apertura de sus disposiciones testamentarias, aparece que Jufré del Águila falleció en Santiago en enero de 1637, a la edad de sesenta y nueve años.

  —VII→  

Retirado del servicio militar activo, dedicado a las atenciones administrativas y al cuidado de sus intereses particulares, don Melchor Jufré del Águila halló tiempo en Santiago para consagrarse a la lectura de los pocos libros que podían llegar a sus manos, y para empeñarse en trabajos literarios. En 1614, representando al rey en un memorial los inconvenientes de la guerra defensiva, recordaba que los acontecimientos ocurridos en Chile, los servicios prestados aquí al rey por meritorios vasallos, y los sacrificios que éstos se habían impuesto sin recibir la correspondiente remuneración, «estaban oscurecidos, con perpetuo olvido, a causa, decía, de no haberse mandado hacer historia a quien la escriba aquí, que en España tendrá mil defectos por la distancia grande, aunque el cronista sea más cuidadoso y diligente que los pasados, pues al fin tendrá muchos imposibles; y los que algo ahora aquí y antes han escrito (Ercilla, Oña, Álvarez de Toledo) es todo en verso, el que es poco capaz de historia, pues uno de ellos (seguramente Oña) hizo un gran libro de lo que en historia en dos o tres capítulos se pudiera decir mejor y con más verdad. Para remedio de lo cual, agregaba, suplico a V.M., como uno de ellos (los leales españoles cuyos servicios estaban olvidados), en nombre de todos, se sirva dignarse de mandarse informar de quien en este reino tenga suficiencia para hacer esta historia, y mandarle nombrar por su cronista de él, que aunque sea con poco salario (que se podría pagar del situado sin que falte por eso) se tendrá por merced muy grande; que de mí digo que si me cupiese tan dichosa suerte, y V.M. me lo mandare, me tendría por bien premiado de mis servicios, de que hasta ahora no lo estoy, y pienso podría tanto el deseo de acertar a cumplir con tan gran obligación, que bastaría a suplir cualquiera insuficiencia, demás que por haber trabajado mucho en este pensamiento, tengo algunas disposiciones que facilitarían la empresa para que con toda brevedad se empezase a ver el efecto, y entiendo que dentro de un año podría sacar el primer cuerpo de dos iguales en que hasta hoy se había de dividir toda la historia, que no dudo sería de gran servicio de Dios y de V.M.»

La proposición de Jufré del Águila no fue atendida en el consejo del rey. Se creía, sin duda, que existiendo desde un siglo   —VIII→   atrás el cargo de cronista general de Indias, no era conveniente ni necesario crear cronistas especiales para cada una de las colonias. Por otra parte, entonces mismo (en 1615), se publicaba en Madrid la segunda mitad de la célebre Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano por el cronista Antonio de Herrera, obra monumental por el ordenado caudal de sus noticias sobre la conquista de todos estos países, que entonces debió creerse con algún fundamento, una historia inmejorable y definitiva. Debió pensarse en la corte que no sería posible dar más noticias acerca de la conquista de Chile que las que contiene ese libro.

Privado así del apetecido nombramiento de cronista oficial del reino de Chile, Jufré del Águila no desistió, sin embargo, de su intento de escribir la historia de este país; pero contra lo que decía en su recordada representación sobre los inconvenientes de los poemas históricos, adoptó la forma métrica para la composición de su obra. Lleva ésta por título, como ya dijimos, Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerra del reino de Chile. Escrito en pobrísimos versos, que no admiten comparación ni aún con los pasajes menos cuidados de los otros poetas que escribieron poemas sobre los sucesos de Chile, el de Jufré del Águila está dividido en siete capítulos, en que recorre en forma sumaria, los acontecimientos ocurridos en este país desde la expedición de don Diego de Almagro hasta 1628. Supone para ello un diálogo que tienen en Madrid dos militares españoles que sin recibir el premio a que se creen merecedores, han combatido largo tiempo por el rey, el uno en Flandes y el otro en Chile, y éste último, llamado Provecto, cuenta cuanto sabe o cuanto recuerda sobre la historia de este país, tan desconocido en España. Los hechos están referidos en orden cronológico, muchas veces son fechas de años y hasta de meses y días, pero sin encadenamiento claro, con notables vacíos y con muy deficiente preparación. Para los primeros tiempos de la conquista, el autor parece no haber tenido otra fuente de información que el poema de Ercilla que de ordinario abrevia en sus rasgos generales, y que en ocasiones intenta rectificar; y para los acontecimientos posteriores aprovecha principalmente   —IX→   las noticias tradicionales o sus propios recuerdos. En ese resumen de escaso valor histórico, en que hay tantas deficiencias, no faltan errores que es fácil descubrir y demostrar; pero hay también incidentes que el historiador puede aprovechar, confirmando con ellos la luz que aparece en otros documentos. De todas maneras, la lectura fatigosa de esas páginas de versos laboriosamente medidos, aunque faltos de armonía y de regularidad métrica, y desprovistos de todo colorido poético, apenas está compensada con el poco fruto que de ella puede sacarse.

El libro de Jufré del Águila, publicado con las aprobaciones que era entonces necesario obtener, y con versos en elogio del autor, está además precedido de un prólogo, de la dedicatoria al conde Chinchón, virrey del Perú, y de una carta escrita al autor por el doctor don Luis Merlo de la Fuente, viejo magistrado español que había servido en Chile como oidor de la audiencia de Santiago, y unos cuantos meses, en 1610, como gobernador interino del reino. Esa carta, fechada en Lima el 1º de Mayo de 1630, cuando Merlo de la Fuente contaba setenta y dos años, es una relación histórica de los sucesos de su gobierno, escrita al correr de la pluma y sin pretensiones literarias, según sus recuerdos personales, e inspirada por el deseo de justificar su conducta, y de demostrar que su administración era la más feliz que hubiera tenido Chile desde muchos años atrás. Sin ser precisamente una relación de una grande importancia, esa carta puede ser útil al historiador, por cuanto confirma, y en algunos detalles amplía, las noticias consignadas en otros documentos de la época.

El poema de Jufré del Águila (si este nombre puede darse a aquella modesta crónica en pobres versos), viene seguido de dos discursos métricos sobre asuntos extraños a la historia de Chile. El primero de ellos, titulado Avisos prudenciales en materia de gobierno y guerra, es igualmente un diálogo entre aquellos dos militares, en que recuerdan axiomas sacados de escritores antiguos y modernos sobre esos asuntos. Jufré del Águila, como muchos hombres de su tiempo, debía considerar el colmo de la erudición el poder repetir por escrito o en la conversación,   —X→   axiomas de esa clase, apropiados al asunto de que se tratara. Por más que esta parte de ese libro carezca de verdadera importancia, es sin embargo la que tiene mayor mérito literario. Algunos de esos axiomas están vertidos en versos, no precisamente elegantes, pero sí claros, que encierran concretamente el pensamiento.

Por fin, la última parte, también escrita en forma de diálogo entre los mismos interlocutores, trata de la Astrología judiciaria; y es la de manos valor de las tres. «Ha habido alguna voz en este reino y fuera de él, dice Jufré del Águila en el prólogo, de que soy de los que dan demasiada creencia a los pronósticos de la astrología, y por eso hice este tratado, en que se ve muy claro que no soy de esta secta envanecida, si bien tengo por cordura muy grande el no desestimar los avisos que a veces por impensados medios nos envía la divina providencia.» En este discurso, en que el autor ha querido demostrar sus conocimientos filosóficos y astronómicos, se encuentran algunas referencias a sucesos históricos, y se cuenta con abundancia de detalles la sorpresa de Curalaba, que costó la vida al gobernador de Chile don Martín Óñez de Loyola.

Todo hace creer que el Compendio historial de Jufré del Águila no tuvo en su tiempo una gran circulación. Su escaso mérito literario explicaría en cierto modo el olvido en que cayó desde su origen, a punto de no hallarlo recordado en otros escritos de la época o inmediatamente posteriores, si no viéramos que otros escritos de menos valor todavía, están frecuentemente citados o mencionados por los cronistas. Esta circunstancia, así como la desaparición casi absoluta del Compendio historial, a punto de no conocerse más que un sólo ejemplar, hallado en Madrid, sin duda uno de los que se enviaron de Lima para el consejo de Indias, y él no haberse encontrado uno sólo en estas colonias del rey de España, confirman la creencia de que hubo interés en hacerlo desaparecer. Sólo las opiniones emitidas por Jufré del Águila contra el sistema de guerra defensiva implantado por los jesuitas, explicarían este hecho.

En el libro que ahora se reimprime y en el testamento de Jufré del Águila, se ve que éste había compuesto otro que destinaba igualmente a la publicidad. «Esa obra no ha llegado hasta   —XI→   nosotros; y su pérdida no es muy de sentir, vista la calidad y quilates de la que acabamos de examinar», decía don Pascual de Gayangos al terminar la reseña crítica que dio acerca del Compendio historial. Si éste último se reimprime ahora, débese, no a su valor literario, sino a que contiene algunas noticias utilizables para la historia de Chile.

D. BARROS ARANA.






ArribaAbajoCompendio historial del descubrimiento, conquista, y guerra del reino de Chile, con otros dos discursos.

Uno de Avisos prudenciales en las materias de gobierno y guerra. Y otro de lo que católicamente, se debe sentir de la Astrología Judiciaria


Dirigido al Exmo. S. Conde de Chinchón, Virrey destos Reinos del Pirú Tierra Firme y Chile.

Compuesto por el Capitán D. Melchor Jufré del Águila, natural de la Villa de Madrid.

Dum tua, Gorgonei descendens vertice montis,
Grata Iovi semper stemmate fertur avis;
Lucis Apollineæ radiis circumdata fulget
Dum tibi jam Phoebo, carmina docta litar.
Escudo de armas
del
Conde de Chinchón
Melchor hic resono, cæli tenet alta volatu,
Excelsum nidum stemmatibusque tuis.
Hæc cape, digne Comes, plaudenti carmina fronte:
Sicque æterna suum fama loquetur opus.

Impreso en Lima; Con licencia del Señor Virrey. Por Francisco Gómez Pastrana. Año 1630.

  —2→  

Traducción de los dísticos latinos de la portada


Mientra en tu escudo figurar le place
De la gorgónea cumbre descendida
Al ave grata a Júpiter, y esplende
Por ti los rayos de la luz de Apolo,
Mis doctos versos en su honor yo canto.
Yo Melchor canto aquí, si ella en tu escudo
Su excelso nido al remontarse asienta:
Risueño ¡oh Conde! Acoge aquestos versos,
Y eterna fama alabará su obra.

M.

  —3→  

Suma de la licencia

Tiene licencia del Excmo. señor Conde de Chinchón, Virrey destos Reinos del Pirú y Tierra Firme y Chile, el capitán don Melchor Jufré del Águila, vecino encomendero de la ciudad de Santiago, cabeza de la gobernación de Chile, cabo y capitán a guerra della, para imprimir este libro por él compuesto, intitulado: Compendio Historial del descubrimiento, conquista y guerra de Chile, continuada por término de casi noventa años, hasta el mil y seiscientos y veintiocho; con otros dos discursos a él conjuntos, uno de Avisos prudenciales en las materias de Gobierno y Guerra; y otro De lo que católicamente se debe sentir de la Astrología Judiciaria. Ante Don Jusepe de Cáceres, secretario desta gobernación. Dada en Lima, 27 de diciembre de 1629 años.

Don Jusepe de Cáceres

Privilegio y tasa

Tiene privilegio y merced el capitán don Melchor Jufré del Águila, vecino encomendero y capitán a guerra de la ciudad de Santiago de Chile, concedida por el señor Virrey Conde de Chinchón,   —4→   para que por término de diez años ninguna persona pueda imprimir el libro y discursos por él compuestos, intitulados: Compendio Historial del descubrimiento, conquista y guerra de Chile, y Avisos prudenciales en las materias de Gobierno y Guerra, Y De lo que católicamente se debe sentir de la Astrología Judiciaria. Y también la tiene para que cada uno de los cuarenta y un pliegos que contienen el Compendio Historial y discursos deste libro, se venda a real cada pliego. Despachada en Los Reyes, doce de abril de mil y seiscientos y treinta años, ante Lucas de Capdevilla, secretario de cámara por ausencia y enfermedad de Don Jusepe de Cáceres.

Lucas de Capdevilla

Aprobación

Por mandado de V.E., vi el libro del Compendio historial del descubrimiento y conquista del Reino de Chile; y por lo que me toca de los Dos discursos de Avisos prudenciales de gobierno y De lo que católicamente se debe sentir de la Astrología Judiciaria, hechos por el capitán don Melchor Jufré del Águila, digo que no tienen cosa contra nuestra santa fe católica y buenas costumbres, antes traen ambos discursos muchas dignas de ponderación, y para estimar, cuanto menos asidas a su profesión; donde muestra largo estudio y advertida curiosidad en la junta de su variedad; y así podrá V.E. dar licencia para que se imprima. En este Convento de N.P. San Agustín de Lima, en 27 de noviembre de 1629 años.

Fray Francisco de la Serna

Aprobación

Por mandado de V.E. he visto el libro intitulado Compendio historial del descubrimiento y conquista del Reino de Chile, del año de mil y quinientos y cuarenta hasta el de mil y seiscientos y veinte y ocho, en que el autor hace un breve discurso   —5→   sentencioso, mencionando el tiempo de los gobernadores y sucesos, en que muestra brevedad conforme al estilo de su historia. No hallo cosa que contradiga al hecho verdadero de lo que he oído y visto; antes, con curiosidad trabajada y estudiosa, trae a la memoria alguna parte de los hechos valerosos de los primeros conquistadores, asunto principal del sujeto de la milicia, pues el fin de semejantes historias es dar emulación para imitarlos y doctrina para entender lo esencial de la guerra. El autor es merecedor por sí y por sus muchas partes de la merced que suplica a V.E., que por notorias están calificadas. En Los Reyes, en siete de diciembre de 1629 años.

Francisco Gil Negrete

Aprobación

Visto he, señor, por mandato de V.E. dos discursos compuestos por el capitán don Melchor Jufré del Águila, uno sobre el Descubrimiento, conquista y guerra de Reino del Chile, y otro en razón de Discursos prudenciales concernientes a la milicia. Por el primero hace una sumaria relación de lo sucedido en tiempo de veinte y seis gobernadores que hasta hoy ha habido, en términos de casi noventa años que ha que se sigue aquella guerra; y por el segundo refiere singulares avisos de graves autores, muy importantes para buenos efectos della, y conveniente todo para los mejores aciertos de quien la gobernare; y también para que se tenga más entera noticia de la causa de su duración. El autor es benemérito por quien es y por los muchos años que ha servido en aquella guerra; y segundo que yo he estado en ella y (por) lo que vi en ellos por largo discurso y oí platicar de los años pasados, no hallo nada en contrario de lo que con notoriedad tengo entendido que ha pasado en ella. Y así siendo V.E. servido, podrá hacerle sin impedimento ninguno la merced que suplica. En el Castillo de San Felipe de Guadalcázar de la Punta del Callao. Doce de diciembre de mil y seis cientos y veinte nueve años.

Andrés Jiménez de Lorca

  —7→  

ArribaAbajoPrólogo al lector

Después que la edad mesma (lector grave o curioso) con impropiedad mucha del nombre de soldado (pues si bien una pierna cuyo tobillo vi a su rodilla junto, estaba sana) otras mil quiebras graves (no soldadas) me retiraron de la continua guerra deste Reino de Chile, habiéndome por pobre y no premiado por la poca sustancia dél, me he acogido al refugio común de lo que a todos los que a bien librar alcanza así quedamos, que no sé si me diga es de pastores, única granjería desta tierra, que obliga y casi fuerza a vivir de ordinario (o casi siempre) en campesina ociosa soledad; y acordándome, dijo San Bernardo:


Puesto ya en la ociosidad
Es donde ha de recelarse
Della el hombre, y ocuparse;

Y por haber leído doctos libros, que en este mismo tiempo salieron a luz, que tratan de los grandes frutos del honesto trabajo y mayores daños de la ociosidad torpe, determiné ocuparme, como por espacio de más de seis años lo hice, en diversa lección de santos, escritura, políticos, filósofos, y de historia; y como tan necesitado de consejos prudentes, viéndome en la vejez y falto dellos, así por la del mío, como por el tiempo que me   —8→   había dado la guerra en tanto ya pasado de mi vida, de atender a este estudio por mí tan deseado, y avarientando las sentencias que hallaba, cual riqueza de minas tan copiosas, junté un tesoro grande; y dél ya mi voluntad enamorada, por el aprecio que dellas hacia el entendimiento, y como el labrador que halló un tesoro de tanta estimación que no conoce su valor ni su grandeza y quilates, anda confuso sin determinarse en el modo de su aprovechamiento, así algún tiempo anduve confuso, hasta que vina ya a atreverme a tanto que me puse a escribir; y animado con tan grande riqueza, hice un poema dilatado, tanto que en escribirle en borrador segundo y en limarle, he gastado tres años. Hele mostrado a doctos que le aprueban por ser el cuerpo dél destas sentencias; y el modo de su engaste, dicen que al gusto que a lo moderno tienen hoy los hombres. Y así lo intitulé Coloquio sentencioso de provecho y gusto. Está acabado ya, y yo no contento de la lima que tiene en todas partes, deseo que vaya a España por su grado, o por lo menos a probar ventura. Espero en Dios la ha de tener mejor que otros mis hijos, porque es sentencia del Espíritu Santo:


Es de los trabajos buenos
El fruto siempre glorioso,
Muy alegre y provechoso.

Y porque la dilación (principalmente si mi vida falta, cosa tan contingente) podría dar un mal logro al libro todo, y deseando ver dél alguna parte bien lograda, he tenido por muy dichoso acierto ofrecer los tres discursos que aquí he juntado a quien querría y deseo ofrecer servicios muy mayores.

El primero del Compendio Historial desta guerra para que S.E., por tenerla a su cargo, como de provincias subordinadas por S.M. al virreinado de su gobierno, vea, por tantos sucesos pasados, la fuerza de la precisa necesidad, para no desestimar más aquella guerra, sino ayudarla con los medios necesarios que, por los trances pasados, se muestran ser convenientes. Y en orden a ellos dice San Agustín:


Por las cosas ya pasadas
Solemos bien colegir
Lo más que está por venir;

  —9→  

Y también dijo el Sabio en los Proverbios:


Discípulo vemos es
De lo pasado y presente,
El día y tiempo siguiente;

Si es bien verdad que dice San Gregorio:


De lo pasado el error
Reprehenderse y notarse
Puede mejor que enmendarse;

A que añadió Plutarco doctamente:


Memoria de lo pasado
A lo presente da asiento,
Y a lo futuro escarmiento.

El segundo discurso de los Avisos prudenciales en las materias de gobierno y guerra, no contiene nada mío, más que sólo el engaste, pues todos son de autores conocidos, y a la margen citados sus lugares, que de otra suerte yo no me atreviera a poner la rudeza de mi pluma en tan difícil cosa, principalmente hablando con personas que tanto mejor que yo lo entenderán, que es sentencia del divino Gregorio:


Caridad es dar consejo
Al necio, más al sapiente
Arrogancia impertinente.

Aunque es cosa muy cierta y muy sabida que los más sabios buscan y tienen en más los consejos de quien los puede dar, por aquel dicho sabio que en su proemio acota Justo Lipsio, que dice:


Que para graves personas
Son los consejos más ciertos
Los que dan renglones muertos;

  —10→  

Y así dijo Casiano como docto:


Digno es de alabanza grande
El que busca con cuidado
Consejo experimentado;

Y también dijo el Sabio en los Proverbios:


En su corazón el sabio
Los preceptos bien concibe,
El necio mal los recibe;

Y Séneca, de Catón así decía:


Tanto era estimado en Roma
Por sus consejos Catón,
Como por armas Cipión.

El tercero y último discurso que trata de Astrología Judiciaria junté a éstos por ser cosa tan ordinaria (y más en los mayores de la militar profesión) el desear oír pronósticos adelantados de su buena fortuna y sucesos, ocasionándose esta común costumbre (no sé si diga abuso) de los muchos que refieren autores graves, antiguos y modernos, que fueron hechos a gravísimos príncipes, los cuales se les cumplieron a la letra, disculpa que lo es deste deseo curioso, pero no a la creencia demasiada que algunos dan a cosas semejantes; pues como dice el divino Gregorio:


Así como nadie hubo
Que su principio ante viese,
Ni quien su fin conociese;

y porque por algunos pronósticos que acaso a mí me han salido acertados, habiéndolos dicho no con afirmativa promesa, sino con algún barrunto de su cumplimiento (que es el modo con que dellos trato), ha habido alguna voz en este Reino y fuera dél, de que soy de los que les dan demasiada creencia, hice este tratado en que se ve muy claro que no soy desta secta envanecida, si bien tengo por cordura muy grande el no desestimar los avisos que a veces por impensados medios nos envía la Divina Providencia.

  —11→  

Todo lo en todos tres por mí tratado lo sujeto no sólo a la corrección de la santa Iglesia Católica Romana, de quien me precio de obediente hijo, pero también humilde a lo que todo docto se dignare darme, que siendo tal la apruebo desde luego; pero suplico a los discretos todos, se acuerden en favor mío de aquella piadosa sentencia de Vejecio que dice:


No culpando la osadía
De un escritor, das aliento
Para escribir a otros ciento.

Y ésta es muy necesaria en este Reino, donde habiendo tan agudos ingenios como doctos sujetos, he sido yo el primero que, tan falto de todos requisitos, me he estrenado de tanto atrevimiento, cosa que bien conozco no me ha de dañar poco, pues viendo que he ganado por la mano a todos los que quisieren tomar este camino (que juzgo desde hoy no serán pocos) procurarán que éste mi libro muera sin aplauso, pretendiendo la palma desta primacía; más para bien mitigar este deseo les ruego que se acuerden de la sentencia de aquel grande maestro Tácito, que dice:


El honor de toda empresa
En que han muchos trabajado,
Siempre al que acaba es dado.

Y éste les quedará a los coronistas, y yo me tendré por contento y bien premiado con sólo haber servido con este cornadillo (a quien le ofrezco) respondiendo a injustas objeciones con la sentencia de Quintiliano, que dice:


Es de ingenios perezosos
Contentarse con notar
Los otros, sin trabajar;

y con que dice el divino Basilio:


Anda siempre la pereza,
Como llena de estulticia,
Muy sobrada de malicia.

  —12→  

Y es de advertir que por haber sido estos tres discursos del libro grande que ha hecho el autor dellos intitulado Coloquio Sentencioso de provecho y gusto, como ya queda dicho, son interlocutores principales dél, Provecto y Gustoquio, nombres en él introducidos de dos capitanes amigos, principales personajes del dicho coloquio, en significación de que su mayor pretensión es traer al lector provecho y gusto. Provecto había militado en Chile mucho tiempo, Gustoquio en Flandes, y hablaban en Madrid de donde eran naturales, y se hallaban allí en sus pretensiones.

  —13→  

Al Exmo. señor Don Luis Jerónimo Fernandes de Cabrera y Bobadilla

Conde de Chinchón, y de los Consejos de Estado y Guerra del Rey N.S., Gentil hombre de su Cámara, Virrey, Lugarteniente, Gobernador y Capitán General destos Reinos del Pirú, Tierra Firme y Chile.

Considerando, Excmo. señor, el peso tan grande de cosas tan diversas y de tan grave importancia, que cada una dellas bastará a causar grandes desvelos a V.E., cuanto más juntas las muchas que cada día se ofrecen en estos reinos del Pirú, y otros a ellos adyacentes, cual el de Chile, que también le está subordinado, y todos ellos a la prudencia y cuidadoso cuidado de la vigilante y ajustada administración del buen gobierno de V.E., deseando, señor Excmo., que en él tengan todas los más felices sucesos que V.E. puede desear, y yo suplico; considerando que los de la guerra de Chile en la era presente los halla V.E. en la entrada de su gobierno en estado y trances tan trabajosos, cuales los avisos que a V.E. se le han dado dellos lo manifiestan por de los más sentibles que en muchos años ha habido, y el presto reparo que requieren y es necesario, y cuan a punto están de perderse si se dilatara el enviárselo, y no con la copiosa abundancia y presteza tan grande con que de presente V.E. lo envía, acudiendo a su protección, que principalmente pende de V.E., y por ella es el más interesado en su bien y en su mal. Y no es justo, señor, dar lugar que en tiempo de V.E. venga nada a menos, sino que todas las cosas medren, conforme al ajustamiento tan grande con que V.E. las rige y gobierna; y más siendo   —14→   tan fácil el conseguir la paz de aquella guerra envejecida por curso de casi noventa años, los cuales ha durado por haberla seguido con menos aprecio que el en que debiera haberse tenido, proveyéndola de los soldados y pertrechos necesarios con que con facilidad se pudiera haber acabado con bien. Y hoy son precisamente forzosos los dos mil infantes con que S.M. la tiene mandado seguir desde el año de 1606; y en los tiempos de atrás hubieran bastado muchos menos, pero por haberla hecho casi siempre con trescientos, cuatro cientos y quinientos soldados, pocos más y menos, han sucedido muchos desastres; y con el curso de tantos años de ella, están ya aquellos enemigos muy soldados y amaestrados en las cosas de guerra.

Y para que V.E., siendo servido, se entere y sea más certificado de los muchos y desgraciados sucesos que ha habido en ella, por haberla seguido con la dicha desestima, y de lo que más conviene proveerse para apaciguarla con brevedad, y relevar a S.M. de la costa tan grande que hoy tiene en ella; y que en tiempo del buen gobierno de V.E., se le asegure a S.M. un reino de los más fértiles y de mejor temple que tiene en su monarquía, me pareció precisamente conveniente para que mejor se consigan tan grandes servicios de ambas majestades, dedicar a V.E. el discurso deste Compendio Historial que he hecho sobre el descubrimiento, conquista y guerra del Reino de Chile.

Suplico a V.E. se sirva recibirlo en servicio, que con la mira en los muchos que espero se han de conseguir en el de ambas majestades, confío será grato a V.E.; y que con tal patrón será el trabajo de mis buenos deseos mejor recibido, y yo quedaré más obligado a servicios más considerables, según la sentencia de Cicerón que dijo era señal de ánimo agradecido desear deber más a quien mucho se debe.

Guarde Dios a V.E. muchos años, y favorezca las acciones de su buen gobierno con la suma felicidad que suplica,

El capitán Don Melchor Jufré del Águila

  —15→  


Soneto


Al Excmo, señor Conde de Chinchón, en recomendación del Autor y su Libro,


El capitán don RODRIGO de CARVAJAL y ROBLES

    Magnánimo señor que en la carrera
Parecéis del gobierno un sol propicio
Que alumbra la virtud y quema el vicio,
En gloria de la casa de Cabrera:
    Al Águila atended que en la frontera
De Arauco hizo tal presa en el bullicio
De Marte, que exaltó con su ejercicio
La sangre de Jufré a la quinta esfera.
    Un hijo que engendró su entendimiento
En este docto libro que os ofrece,
Examinar pretende en vuestra lumbre;
    Dadle la aprobación, que bien merece
Por haber puesto en vos la mira atento,
Alcándara inmortal, en vuestra cumbre.

  —16→  


Soneto


Del P. Fr. JUAN DE AILLÓ, del Orden de San Francisco

Al viento que la peina el cuerpo eleva
La de las aves reina senecente3,
Por darle, caducando, a la corriente
Que su pérdida juventud renueva.
   Así en las aguas de Aganipe prueba
Tu alado genio su vigor ardiente
Contra el cisne veloz, tiempo labente4,
Águila a su pesar, si eterna, nueva.
   Vuela hasta el Conde, sol de indiano cielo,
Que firme mirarás su luz pujante,
No deshilando tus sonoras plumas;
   Y si temieres en tan alto vuelo
Calzando rayos al fulgor vibrante
El nombre renovar a las espumas,
   Baja, que en breves sumas
De Hipocrene verás tus nuevas alas
De fama trompas y del cielo escalas.




Soneto


De un RELIGIOSO GRAVE en loa del AUTOR Y su LIBRO

Del Águila se sabe que volando
Se encumbra por los aires hasta el cielo,
Sin tener de su vista aquel recelo
Que tiene el que la pone al sol mirando.
   Cual Águila real vas demostrando
A los rayos del sol este polluelo,
Criándole en el monte a tu consuelo
Tal, que puede enseñarnos aún callando.
—17→
   Salga, pues, con su vuelo y firme vista
Ofreciendo a los ojos sus sentencias,
Con que al orbe los labios más endulce;
   Que sentencias tan firmes, de revista
Nos darán todo el punto de las ciencias,
Mezclando lo que es útil con lo dulce,




El autor a su libro


Vive feliz, Libro mío;
Y vuela si al sabio aplaces;
Mas si no le satisfaces,
Para, y muerto en tierra, el brío;
Tu honor de ti mismo fío
Expuesto a lo que viniere,
Porque tu autor siempre quiere
Ponerte esta condición:
Si valiere tu razón,
Vive y vuela; y si no, muere.





  —19→  

ArribaAbajoCarta

Que el Oidor Doctor Luis Merlo de la Fuente, Capitán General que fue de la guerra de Chile, escribió al capitán don Melchor Jufré del Águila, autor deste libro, sobre cosas concernientes a él y por servicio de Dios y S.M.


De mano de Hernando García de Úbeda recibí la que Vm. se sirvió escribirme en 10 de agosto de 1629 años, con aviso del libro que Vm. había compuesto cerca del descubrimiento, conquista y guerra del Reino de Chile, con otros dos discursos a él conjuntos, uno de avisos prudenciales para las materias de gobierno político y de la guerra, y otro de lo que católicamente se debe sentir de la astrología judiciaria, todos hijos del grande talento de que N.S. se sirvió dar a V.M. con tan larga gracia. Para cuya facilidad del mejor despacho de su imprenta, manda Vm. que para conseguir de S.E. el señor Virrey destos reinos del Pirú la licencia para ella, y demás cosas que miraren al mejor y más presto y acomodado despacho, haga por uno de los beneméritos de ese Reino (cual Vm. lo es mucho y yo confieso) lo que generalmente he hecho, y hagio de ordinario, en cuanto me es posible, con cualquiera de todos los moradores dél.

Y para poder mejor cumplir con el gusto y orden de Vm., quisiera que mis flacas fuerzas fueran mayores que las que setenta y dos años de edad y achaques continuos conceden. Sirviéndose N.S. darme algún alivio en ellos, acudiré con   —20→   grande voluntad a todo lo que me fuere posible, de modo que sea Vm. lo más servido que yo pudiere, que si bien a todos los de ese Reino, como Vm. refiere, generalmente he procurado servir en lo que han gustado valerse de mi corto caudal, no todos igualan a los servicios y merecimientos que yo reconozco en Vm., y a esta medida ofrezco que procuraré sean los efectos de mis deseos.

El asunto que Vm. tomó para este su libro intitulado Compendio Historial del descubrimiento, conquista y guerra de Chile, y Avisos prudenciales para el mejor uso della, lo tengo y juzgo por muy esencial y necesario; y espero que tiene de ser muy bien recibido, y que ha de obrar mucho para que entendidas por él tan demostrativamente las causas de que por discurso largo de tantos años haya durado, y se hayan seguido daños tan sensibles, con pérdida de tanta hacienda real y vasallos tan leales, como los de ese Reino, gastada tan sin fruto por la menos estima que de esa guerra se ha hecho, y por otros desmanes, que no son para aquí, y los refiere Vm. en su libro; y juzgo conviniera que hablara Vm. en ellos con mayor claridad, para que mediante ella, se acudiera al más presto y conveniente reparo de todo; pero estando ya el libro en la imprenta, y Vm. muchas leguas desta ciudad, y mar en medio, no tiene reparo, y pasará como lo envía.

Cuanto a los sucesos tan bien afortunados de mi gobierno, por especial favor de N.S. conseguidos, de que refiere Vm. algunos de los más considerables en su libro, me avisa por su carta que el no haber hecho más largo discurso de otros que omitió, fue por no parecer sospechoso a otros interesados en los demás gobiernos, y conocer de mi modestia cuan enemigo soy de adulaciones y glorias vanas. En lo cual, con buena licencia de Vm., agravia y ofende mucho l causa común y pública, cual el asunto de Vm. lo muestra, por el cual procura dar a entender con historia verdadera al Rey N.S. y al mundo los sucesos que ha habido en todos gobiernos de aquesa guerra, para que por ellos se juzgue lo bueno y lo malo que ha habido, y por uno y otro se vea y entienda también lo que más conviene proveer.

Para que el deslucimiento tan grande que esa guerra tan envejecida nos causa, tenga fin; y siendo tan notorias las grandes   —21→   mercedes que N.S. se sirvió hacerme, libres de todos azares que los demás que la gobernaron tuvieron, y mis acciones todas, por merced especial de N.S., irreprensibles y limpias como el sol, para cuya honra y gloria sólo lo refiero; debiera Vm. por honra y gloria de la Divina Majestad y por lo tocante a la causa pública, expresarlas para que sirvieran de espejo y ejemplo, y para que por ellas se persuadiesen todos y tuviesen por muy cierto que a solos los que tratan de servir a Dios comunica sus misericordias, y a los demás que caminan por otros extravíos y caminos torcidos, todo les sucede al revés, llamando pecados a pecados, y unos sucesos adversos a otros, en pena de su no ajustado proceder, hasta que dan al través con todo, cegándoles Dios el entendimiento y depravando sus potencias y esfuerzos para que no consigan cosa buena.

Tuvo el señor gobernador y capitán general Alonso García Ramón, mi predecesor, que esté en el cielo, las dos mil plazas cabales con que desde el año 1606 tiene mandado S.M. se siga esa guerra. Matáronle esos enemigos en desgraciadas facciones de su gobierno 380 soldados españoles y otros muchos indios amigos nuestros y de nuestra paz, con lo cual estaban aquesos enemigos muy soberbios y arrogantes, y los nuestros menos alentados que conviniera, y me es sentible el representarlo. Dejome por su muerte encomendada la guerra y gobierno del Reino, en conformidad y cumplimento de una real cédula de S.M. y como estudiante y nunca cursado en cosas de la guerra, se juzgó, según dieron a entender algunos, que había sido entregar el ganado a los lobos de esa guerra.

Pertrecheme, y proveí en la ciudad de Santiago, (donde me halló la nueva de mi provisión), con toda brevedad las cosas que para mi avío y el mejor servir del nuevo cargo de soldado, me eran convenientes. Llegué a toda ligera a la ciudad de la Concepción, en la cual y por el camino, hallé rumor de palabra pasada en orden a levantamiento de la tierra desde el río de Maule adelante. Recibí alguna información dello, y hallé que se había fraguado la traición en la regua de Lebo, que es una de las nueve de la Aillaregua de Arauco5; y habiendo hecho   —22→   publicar bando general en la Concepción para que todos los militantes se apercibiesen y estuviesen a punto para con el del principio del mes de noviembre, darlo a la campeada y guerra que habíamos de hacer aquel verano a esos enemigos; y considerando que si no hacía castigo en los movedores de la traición fraguada en Arauco, y entraba a hacer guerra dejándolos por detrás, podrían perturbar mis intentos y atrasarlos; por lo cual partí para Arauco con sólo diez soldados, aunque la tierra no estaba segura. Y de Arauco pasé a Lebo, donde habiendo en una y otra parte averiguado la traición, hice justicia de cinco caciques movedores della; y honré a otros por leales que no habían querido recibir la flecha del levantamiento; y dí a cada uno de los leales diez ovejas y un vestido de paño de Quito; y hice quemar las casas de los cinco traidores y sembrarlas de sal. Con lo cual hice de aquellos indios que tan sospechosos y declarados estaban, los amigos que más me ayudaron y acompañaron todo el tiempo de mi gobierno.

Y asentado esto, y prevenido todo lo que más convino para la campeada aplazada en la Concepción, volví a ella a toda ligera, donde hallé otro nuevo rumor, y peor en su tanto que el del levantamiento de los indios, causado por los ministros mayores y capitanes, personas todas por quienes corrían más fuertes obligaciones para ayudar mis buenos intentos, y no dejarse llevar, con tan grande cargo de sus conciencias, de su envejecida y mala costumbre, contraria de los mayores servicios de ambas majestades, que yo tanto procuraba y deseaba hacer; divulgando ellos que o convenía campear porque el enemigo estaba muy orgulloso por tantos buenos sucesos como había tenido con mi predecesor, con haber sido tan gran soldado y haber tenido las 2.000 plazas cabales; y que no teniendo yo 1350 en los dos tercios, y en los presidios y fuertes de nuestras fronteras, no debía entrar en tierras de los enemigos, porque, demás de lo dicho, estaban los nuestros con encogimiento, considerada la mucha pujanza de los enemigos. Y también decían en mi ausencia, que por no ser yo soldado, no se prometían tanto de mí cuanto les manifestaban el recato y aliento de mis acciones.

Respeto de lo cual, luego como volví de Arauco a la Concepción, y tuve aviso dello, los hice llamar a palacio el mismo   —23→   día que llegué, así al vedor general y oficiales reales y del sueldo, como a los ministros mayores y capitanes del ejército y encomenderos de la Concepción, y a todos juntos propuse como había entendido que, con ocasión del bando que mandé publicar antes de mi partida a Arauco, habían todos ellos divulgado que no convenía entraren tierra de los enemigos no habiendo en el Reino más fuerzas que las presentes, por las causas ya referidas, y también porque no podría yo en ninguna manera sustentar el ejército en la campaña desde principio de noviembre, según por mi bando lo había divulgado, hasta haber entrado el año y corrido alguno o algunos meses dél, como mis antecesores lo habían hecho, porque si pudiera hacerse lo que yo pretendía, que también ellos lo hubieran hecho, pues todos fueron cristianos y tuvieron conciencia.

Y también les dije que, sin embargo de que para el acierto de mi resolución, habían precedido todas las premeditaciones, desvelos, y diligencias que juzgué por bastantes, con todo, por ser la importancia tan considerable, e ir tanto en su mejor acierto, oiría en cualquier tiempo, con grande voluntad, cualesquiera avisos que se me diesen, y más por los ministros tan mayores que allí se hallaban; sin embargo que había extrañado su proceder, y que siendo tan grandes sus obligaciones para ayudar todas las acciones del servicio de S.M., como a socapa y espaldas vueltas desdoraban lo que debían ayudar, siendo así que lo acertado fuera haber acudido a mí, dándome parte de cuanto se les ofreciese, y no, dejando de hacerlo, haber caído en una quiebra tan grande, cerca de la cual les encargué y apercibí la enmienda, con promesa que no habiéndola conveniente, proveería lo que más importase a los mayores servicios de S.M.. Y en orden a ellos, les ordenaba que el día siguiente a aquella hora, se volviesen a juntar conmigo, y cada uno me trajese su papel con día, mes y año, jurado y firmado, que lo que por él me decía era lo que a su parecer convenía hacerse, según el estado en que de presente se hallaban nuestras fuerzas y las cosas del Reino, expresando las causas de la conveniencia para hacerse, o las porque no convenía hacerlas.

Y habiendo vuelto el día siguiente con los papeles de sus pareceres, dados en la forma que ordené, sin embargo que el rumor   —24→   que corrió fue general de todos ellos, porque, como es notorio, nunca en la vida los demás gobernadores comenzaron a campear tan temprano como yo, sino después de entrados los años, como dichos ministros lo habían divulgado, y todos teníamos dello entera noticia; y teniendo tan entendida la resolución de mi bando, y algunas de las causas fundamentales dél, y que habían de dar la razón de sus votos y pareceres delante de mí, y que también habían de oírme las del mío, y que eran tan evidentes, como diré, todos por mayor parte se conformaron con la conveniencia de mi bando, excepto muy pocos, y esos, vecinos encomenderos y moradores de la Concepción, que fueron de parecer que, atento las razones dichas, no convenía salir de nuestras fronteras, sino desde ellas acudir al reparo de nuestra paz en cuanto nos fuese posible ampararla.

Y en orden a persuadirlos a la gran conveniencia e importancia que sería el haber prevenido yo el tiempo para con él ser nosotros los primeros que entrásemos en tierra de aquellos enemigos, antes que pasasen a las nuestras, me aproveché de la comparación de los buenos sucesos que Aníbal y los cartagineses tuvieron con los romanos que señoreaban el mundo, y de los mejores que después tuvo Escipión pasándoles la guerra a África a los cartagineses, y la que allí les hizo trocando el asombro tan grande en que Aníbal y los suyos habían puesto antes a Italia, con la destrucción e ruina en que puso Escipión la famosa ciudad de Cartago, arrasándola por los cimientos; y que a aquella semejanza, confiaba yo en N.S. que me había de suceder a mí lo mismo en el tiempo que pretendía pasar a Biobío, el cual, por la grande pujanza de agua que trae por los meses de noviembre y diciembre, sólo él me haría frontera segura a nuestra paz; y que demás dello, dejaría yo en ella la mayor defensa que me fuese posible, como lo hice dejando (como a tan gran soldado y confidente ministro) el comisario Juan de Contreras por cabo de la gente della, demás de que andando yo haciendo la guerra dentro de las tierras de aquellos enemigos, me habían de servir de verdadera frontera los muchos daños que confiaba en Dios tenía de hacerles, mediante los cuales esperaba en la Divina Clemencia que no me había de pasar indio ninguno de guerra a los términos de nuestra paz, como nunca   —25→   pasó en todo el tiempo de mi gobierno; y se gozó en él la más quieta que jamás se ha tenido. Sin embargo, que en este mismo tiempo los vecinos de la ciudad de Santiago, cabeza de la gobernación, con hallarse más de cien leguas de los términos de la guerra, donde yo andaba tan bien ocupado en la guerra tan cruda y continua que andaba haciendo a aquellos enemigos, estuvieron los de Santiago con los grandes miedos de que Vm. tendrá más entera noticia, como quien se halló en ello, porque yo, por oídas y diversas cartas, fui avisado de que fueron muy grandes, con hallarse en el corazón de nuestra paz, cuando los que andábamos con las armas en las manos, estábamos dando mil alegres alabanzas a N.S. por tantas victorias y francas mercedes de los muchos y felices sucesos, cuales fueron los que se sirvió darnos, sin la menor desgracia del mundo.

Demás de lo cual les dije que si nosotros no pasásemos a castigar a aquellos enemigos en sus tierras, habían de venir ellos a ofendernos en las nuestras, por el mucho orgullo con que se hallaban; y que siendo nuestra frontera tan ancha, de veinte y tres leguas como las que hay desde la angostura y faldas de la grande cordillera nevada hasta las Tetas de la entrada de Biobío en la mar, era muy llano el temor de los grandes daños que debíamos recelar, pues en todas veinte y tres leguas de la amplitud de nuestra frontera, solamente ocupábamos un punto de todas ellas con el tercio de nuestro presidio que asistía en Yumbel, el cual imposiblemente podía cubrir ni acudir al reparo de los daños que en tan ancha frontera nos podía hacer francamente el enemigo; y que todo aquello miraba a recibir notorias afrentas, y a no ganar paz ni honra ninguna de la mucha que esperaba en Dios habíamos de conseguir, previniendo a aquellos enemigos en el hacerles guerra en sus tierras y los mayores daños en ellas que nos fuesen posibles. En orden a los cuales, y para el mayor aliento de los nuestros, se serviría N.S. abrirme camino con que, a gloria y honra suya, lo viesen todo cumplido con muy gloriosos efectos. Cerca de lo cual no les daba por entonces más claridad que ésta, por ser tan convenientes las secretas y recatadas prevenciones en caso de guerra.

Y en cuanto al recelo tan desconfiado que demostraban tener, de que no podría yo sustentar nuestro ejército en la campaña   —26→   dando principio a mi campeada con el mes de noviembre, último de los de la primavera, porque si pudiera hacerse, mis predecesores, como tan soldados y cristianos, lo hubieran hecho, en lo cual los convencí también representándoles las obligaciones que por mí corrían, y por cada uno de todos los que en aquel ejército y guerra servíamos a S.M.; y que habiendo tiempo conveniente y cosas en que servirle, el día que yo fuese moroso y diese lugar a que no sirviésemos a S.M., quedaría precisamente obligado a restituir no sólo el salario que yo recibiese sino el de todos desde el menor soldado al ministro mayor; y que era pobre y no podía restituir tanta hacienda. Y que para excusar daños tan grandes, lo más conveniente era que todos sirviésemos con amor a S.M., que es el que facilita las cosas, y entendiésemos que no nos daba el sueldo de un año para sólo el servicio de una campeada de quince o veinte o treinta días pocos más o menos, como muy de ordinario hicieron mis predecesores, sino para servirle todo el verano habiendo en que ocuparlo. Y que habiendo tanto en que poder servir en él, era forzoso el hacerlo, so pena de la culpa y cargo de todo el tiempo no servido. Y que me admiraba mucho de las conciencias de mis predecesores y de sus ministros, en haberse dejado llevar todos ellos de una costumbre tan mala y contraria de una buena conciencia, en haber atrasado el hacer de sus breves campeadas para algunos meses después de entrados los años, y que yo había visto y conocido uno de los que precedieron a mi gobierno, que comenzó a campear por abril, tiempo en que como a todos nos era notorio, es más para recogerse de la campeada, porque recrudece ya el tiempo y entra el invierno.

Demás que, como muy bien sabían, remitiendo los gobernadores pasados sus campeadas para después de algunos meses, entrados los años, hallaban ya en ellos agostados los campos; y la yerba dellos, como agostada y seca, quemada industriosamente por los enemigos para más dificultarnos su conquista, y los esteros y ríos pequeños muchos dellos sin agua, todo lo cual necesitaba a los nuestros a jornadas descompasadas, de las cuales se seguían muertes de algunos soldados y de muchos caballos; y que también se hallaban en los meses de los años entrados,   —27→   cogidas ya por los enemigos todas las cebadas y la mayor parte de los trigos, y de otras semillas, y a veces todo.

Y comenzando con el principio del mes de noviembre último de los tres de la primavera, es absolutamente el mejor del año, porque se goza en él del tiempo fresco y templado, en el cual todos los campos están abundantísimos de yerba, y en cualquiera quebrada se halla agua y alojamientos a medida del deseo, y las cebadas todas en sazón, y ningunas cogidas; y los trigos todos verdes, y unas y otras mieses muy de sazón para poderlas comer los caballos, bagaje y ganados del ejército; todo lo cual no es así en los meses entrados del año, en los cuales las comidas que se hallan por coger, por la grosedad y dureza de sus cañas, y asperezas de las raspas secas de las espigas, no las pueden comer bien los caballos, bagaje y ganados porque les llagan las bocas.

Y cuanto al no poder sustentar el ejército en la campaña, comenzando la campeada con el principio del mes de noviembre, como divulgaron, los convencí con más evidente demostración presuponiéndoles cuan averiguado y llano era que habíamos de hallar en pie todas las cebadas, y muy de sazón; y también muchos trigos tempranos, granados y de sazón, para poderlos comer soasados al fuego, y las cebadas de la misma manera; y que demás de uno y otro, habíamos de hallar la campaña poblada de muchas papas y frutillas, garbanzos, habas, madí, quínua y otras legumbres y semillas; demás de las comidas y otras cosas que en los silos y rancherías de aquellos enemigos se hallarían. Pero que para apretar más la seguridad del reparo de mi conciencia y de las de todos, por caso imposible y no concedido, les dije que no quería que me diese un espárrago la campaña, sino que cada uno de los que servíamos a S.M., llevase de alguna parte de lo que cada uno había de comer holgando en los presidios y alojamientos de nuestra paz, dos quintales de harina o petacas de bizcocho para servir en la campaña, con las cuales, y con los novillos que habíamos de llevar en pie para el sustento de todos los del ejército, con cantidad de carneros para los enfermos y personas de regalo, no nos moriríamos de hambre; cuanto más que era muy llano que si el intento de nuestra campeada no mirara principalmente a la cruda guerra que debíamos   —28→   hacer a aquellos enemigos hasta ablandar de su endurecida obstinación, y nos divirtiéramos a procurar sacar comidas, que podríamos coger de las de aquellos enemigos muchos millares de hanegas. todo lo cual sucedió y lo vieron cumplido por la obra como se los predije.

Y que en orden al buen avío de lo tocante a mi campeada, sólo sentía que pudiese causar algún cuidado la lleva de la harina o bizcocho de los soldados infantes; porque a los de a caballo, aviados estaban por tantos, como de ordinario tiene cada uno; y que entre los de infantería, el capitán, alférez y sargento, cabos de escuadra, y algunos otros soldados, también los tenía; y que el amparo de los dichos y su avío, pendería del cuidado de su capitán y oficiales, a los cuales lo encargué previniéranlo, y hízose así. Y mediante ello, y la misericordia de Dios, que tiene el primero lugar en todas nuestras acciones, conseguimos las mil fortunas buenas referidas, sin el menor azar ni desastre del mundo, y pudieron todos los que quisieron sacar, como algunos sacaron, costales de trigo.

Presupuesto lo cual y que, como queda referido, aquellos enemigos estaban lozanos por tantas buenas fortunas como tuvieron con mi predecesor, y por el contrario, los nuestros más desanimados que conviniera; considerando muy de sus principios con debida atención lo que más convenía, y en consecuencia dello, habiendo entendido por las confesiones que recibí de los cinco caciques traidores, movedores del levantamiento de la tierra, los cuales dijeron haberlo hecho por causa de haberse persuadido a que nuestras fuerzas iban a menos, por haber visto que habiendo sido la plaza de armas donde asistía nuestro tercio que milita en los estados, la del fuerte de Paicaví, que es el último de aquella frontera, y la más conveniente para el amparo de todos los indios que tenemos de paz en aquellas reducciones, se habían retirado primeramente al fuerte de Lebo, que está siete leguas más a nuestra paz; y de allí dentro de pocos meses, se retiraron al fuerte de Arauco, que está catorce leguas de Paicaví, dejando con ello las reducciones de aquellos naturales por fronteras, y expuestas a los muchos daños que por ello recibieron, por causa de los cuales dieron oído a los tratos amigables de paz que los indios purenes les ofrecieron. Por lo cual,   —29→   gozando yo desta ocasión, que fue pública, para mejor conseguir con el velo della el secreto de mi intento, porque si ésta falta en las facciones de guerra, hay muchas erradas, ordené al maestre de campo Álvaro Núñez de Pineda, que mudase la residencia de su alojamiento y tercio de su cargo a la frontera de Paicaví, y que tuviese allí listas las armas y soldados, y todas las demás cosas necesarias, para salir en campaña el día que tuviese orden mía para lo hacer, y parte por donde hubiese de acometer, para que asaltados los enemigos por dos partes en un tiempo, les causásemos mayor turbación y daños, y les diésemos más en que entender. Y que para los mayores castigos dellos y más seguridad de la conservación de los nuestros, entresacase de noventa hasta cien soldados de los presidios de los tres fuertes de aquellos estados, que habiendo de andar nosotros haciéndoles frontera y señoreando la campaña de los enemigos, no tendría aquello inconveniente ninguno; como si mi gobierno durase algún tiempo, verían, por la experiencia, de cuanto más servicio y provecho eran los soldados en la campaña que no perdidamente reclusos en tantos fuertes, no juzgando por convenientes más que sólo los no excusables, cuales los últimos de nuestras fronteras, pues tantas necesidades de S.M. no daban lugar a gastos tan excusables e infructuosos, y muy contrarios para conseguir la paz de aquella guerra, la cual no podía hacerse con soldados reclusos y encarcelados; y que el sacar de los fuertes cien soldados para fortalecer más aquel tercio de su cargo, lo hiciese en el tiempo más cercano a su marchar, y todo con grande recato, guardando esta orden en su pecho para sí solo.

Y lo hizo así, y yo lo mismo en el tiempo de ir marchando, en el cual entresaqué de los presidios de la Concepción y de Chillán, y de los fuertes de San Pedro, y de N.S. de Buena Esperanza, y de Monterrey, y Talcamávida, y San Jerónimo, y de la Angostura, y de Santa Fe, y del Nacimiento, y de Ongol; y el mismo día que salí de la Concepción dando principio a mi campeada, di dello aviso a Álvaro Núñez para que estuviese alerta cuando llegase mi orden, y de Monterrey le envíe otro segundo aviso, apercibiéndole lo dicho y que luego que pasase a Bio-Bio le enviaría la orden de su marchar; y que lo en ella   —30→   contenido fuese para él sólo, y que ninguno otro entendiese los designios de su partida, porque así convenía a la mayor quietud de aquellos estados.

Y luego como pasé a Bio-Bio, le envié orden para que, con el secreto que le tenía encargado y sin revelar nada dello a persona alguna, marchase por los pinares de Cayocupil, y en tal día y en tal hora fuese bajando de la sierra y marchase a la Retirada de don Alonso de Sotomayor; porque al mismo punto y hora, habiendo partido yo del alojamiento de Ñiñingo, me iría acercando en forma que a un mismo tiempo nos juntásemos en aquella Retirada, lo cual, con favor de N.S., se hizo con la misma puntualidad referida.

Y juntos me pareció aprovechar las horas que restaban de aquel día y trocar el alojamiento que habíamos de tener en aquella Retirada por el de la misma Ciénega de Pidoco. Y así continuamos nuestro marchar; y a la hora de las tres de la tarde estábamos ya alojados a la orilla de la Ciénega de Puren, bebiendo su agua y comiendo de lo que había en ella, de la cual destrozamos todas las tres islas que tiene, sin dejar espiga enhiesta en ellas, sin embargo del seguro y salvo conducto que se solían prometer del sagrado de aquellas defensas e inundación de sus aguas; las cuales son menos inaccesibles e inexpugnables que los asombros con que las ha cantado la antigüedad, porque el buen regimiento y ánimo denonado de los españoles, todo lo suele allanar, como lo manifestó la facilidad y buenos efectos con que por merced de Dios yo las talé, quemé y despojé de cuanto en ellas había, sin el menor azar del mundo, u con castigo y muerte de muchos, hallándome en persona en el destrozo y allanamiento dellas; y acompañando de ordinario mis soldados en todas las escoltas que se hacían en partes belicosas, previniendo y celando siempre el reparo de todos daños y mirando mucho por la conservación de todos los nuestros; y así se sirvió la Divina Majestad que no me sucediese desgracia ninguna.

Y de la isla de Pailamacho, que es la mayor de las tres de aquella Ciénega, hice sacar una pieza de artillería que tenía en ella hincada aquel cacique por trofeo, la cual sirvió en el fuerte que el dicho gobernador Martín García de Loyola pobló sobre el desagüadero de Lumaco, el cual despobló con tan ligera   —31→   y secreta retirada que no le dio lugar a el embarazo de su lleva. La cual puse en el fuerte de Ongol con dos bueyes que para ello llevé prevenidos de nuestra paz, los cuales dieron que hablar a nuestros soldados no sabedores del intento y mira del caso para que yo los previne, hasta que les vieron arrastrar la pieza de artillería puesta sobre los troncos de dos sauces que hice labrar para el propósito, porque para todas facciones de guerra es tanta cosa el secreto y muy dañoso lo contrario. Y tomando muestra de los soldados de ambos tercios, pareció haber en ellos novecientos y cuarenta y seis soldados españoles, y más de ochocientos soldados indios amigos, con más de otros mil y ducientos yanaconas del servicio de todos los del ejército, y en unos y otros hubo más de tres mil combatientes y gastadores.

Y prosiguiendo en la tala general que iba haciendo de todas comidas y legumbres, y en la quema de las casas y rancherías de aquellos purenes enemigos, por los cuales comencé, como por los merecedores de mayores castigos, como causadores de mayores daños y cabezas principales de todas inquietudes; y porque en los dos meses de noviembre y diciembre en que, por su mucha agua, me hacía Bio-Bio frontera a nuestra paz, me pareció el tiempo conveniente para aquel castigo; el cual tome tan por el cabo, cuanto juzgué ser merecido por su mucha malicia y granes efectos buenos que dél esperé se habían de conseguir; y prosiguiendo en la tala y quemas de todas mieses y legumbres, casas y rancherías de todos los valles de aquella indómita provincia, según la noticia que llevaba para haber de cortar y quemar las de los valles en que estaban alojados los gobernadores y cabezas principales de aquella guerra; se había de tomar el camino de unas lomas rasas que caían a mano izquierda antes de pasar a Lumaco, río que desagua de la misma Ciénega; hallándome ya en aquel paraje, dije a don Fernando de Lezana, ayudante de sargento mayor, que me lo llamase, a el cual ordené diese orden a el maese de campo Miguel de Silva, que llevaba la vanguardia de aquel día, que nombrase guía y doblase postas, y marcharse para los valles de la habitación y alojamiento de Ainavilo; el cual, conocidamente fue en su tiempo el mayor gobernador y capitán de cuantos han tenido aquellos enemigos;   —32→   y que el sargento mayor tuviese cuidado que marchásemos lo más recogidos y en un cuerpo que fuese posible.

Y habiendo dado mi orden, volvieron el maestre de campo general del Reino y el de los estados de Arauco y Tucapel y el sargento mayor y capitanes del ejército, y entre ellos el buen Juan Ruiz de León que, por serlo tanto, alcanzó con su valor y buen servir, por excelencia entre todos los capitanes de aquella guerra, el ser conocido por sólo el renombre del capitán español, el cual hasta aquel día había militado sesenta y tres años continuos sirviendo a S.M. en aquella guerra. Y de común acuerdo de todos ellos, me dijeron lo que, conformándome con sus razones, las referiré con la misma formalidad que me las representaron, diciendo: suplicamos a U.S. se sirva considerar el tiempo tan calamitoso en que está el Reino, en el cual por desgraciados sucesos que sobrevinieron a los nuestros en el gobierno de su predecesor de V.S., en que le mataron estos enemigos cuatrocientos soldados españoles, no veinte menos, con otro mayor número de indios amigos de nuestra paz, y que con ello están muy arrogantes y soberbios, y que los valles donde V.S. pretende entrar son los de la corte destos enemigos, la cual habitan los gobernadores y cabezas principales desta guerra, y que su tierra es muy doblada, tal que ninguno de cuantos gobernadores había pasado, jamás alojó en ella ejército de S.M.; y que estaban las cosas en término de perderse el Reino con cualquiera desmán que nos sucediese. Y habiendo oído éstas y otras razones, y todas tan desanimadas, como se ve de las referidas, con el justo sentimiento que todas me causaron, les dije: que cuantas afrentas me habían referido, había días que las tenía entendidas; y me había lastimado mucho de haber entendido por ellas que el pecho y valor de los españoles, y con armas tan aventajadas, y contra unos indios bárbaros, hubiesen tenido tan poco coraje y tan licenciosas conciencias que en años tan largos, ninguno de tantos gobernadores, como me precedieron, hubiese estimado la honra y gloria de Dios y el servicio de S.M. en el grado que debieron; y que por ventura, por algunas quiebras propias, no se atrevieron a acometer ni a esperar de la grande clemencia de la Divina Majestad las misericordias que de continuo se sirve usar con los que sólo tratan de su servicio,   —33→   honor y gloria, sin divertirse a otras ningunas cosas a él contrarias, como con muchos menos soldados de los más que traemos en nuestro ejército, las usó la Divina Majestad de Dios N.S. con Jedeón, el cual con solos ducientos soldados, mató y puso en huida cientos de millares de enemigos. Por tanto, los amonestaba que tuviesen buen ánimo, pues yo con ser estudiante, y no soldado como ellos, y cargado de tantos años, agravados con los continuos achaques que vían, tenían tan entendido que lo tenía tan grande que mediante él, les hacía hacer tantos y tan anticipados servicios, como los que andaban haciendo, y tan diferentes de los que bien sabían que hicieron en otros gobiernos; y que estuviesen ciertos que si, como yo lo confiaba de la misericordia de Dios, se serviría S.M. Divina que cortase las cabezas de aquellos gobernadores y caudillos principales de aquella guerra, todos los demás, como miembros faltos dellas, me los había de poner Nuestro Señor en las manos; y que, aunque había entendido y creía que fuese corte de aquellos enemigos y que la habitaban los gobernadores y cabezas principales de aquella guerra, Ainavilo, y Anganamón, y Pelantaro, y Liempichun, y Liguanquipai, y otros, con todo, no me persuadía a creer que fuese tan doblada ni de riesgo, como me la pintaban; ni para ello tenía sus dichos por mayores de toda excepción, pues me confesaban que nunca se había alojado en ella ejército de S.M.; y que yo por diferente discurso que el suyo, y por ventura más ajustado con lo verosímil, sentía lo contrario, y presumía que, pues era corte donde habitaban las cabezas más principales del Reino, que serían sus tierras las mejores dél; pero que, sin embargo de lo dicho, para mejor justificación de mi conveniencia, y ejecución de mi orden y sin perjuicio de la verdad, les quería conceder lo que me decían de que fuese tierra doblada y de acceso dificultoso; porque, si así fuese, cuanto más y más doblada fuese, sería tanto mejor para nosotros que para nuestros enemigos; pues, como les era notorio en la era presente, estaban mudadas de todo punto las cosas del ejercicio de aquella guerra; porque como bien sabían, desde los primeros principios della, nuestro modo de seguirla fue con soldados de a caballo y de lanza y adarga y algunos arcabuceros, que también servían a caballo, y sólo se apeaban en algunas   —34→   angosturas de malos y estrechos pasos hasta franquear el pasaje, y los enemigos usaban de picas, macanas y arcos y flechas y todos a pie. Y con la ruina de las ciudades perdidas y despobladas, y por otros sucesos desgraciados, y muchos dellos por poca prevención y descuidos de los nuestros, y con desastres de otros acontecimientos temerarios, y con infinitos hurtos que de ordinario han hecho de infinitos caballos, tienen muchos, y con ellos es hoy su mayor fuerza la de los de lanza y adarga; y los de a pie son menores en número que los de a caballo, por lo cual nos ha sido lance forzoso mudar el modo de nuestra milicia; y así el día de hoy el casi todo de nuestras fuerzas consiste en los mosquetes y arcabuces de nuestra infantería, para lo cual no puede haber soldado que ignore que la tierra y montuosa es muy mejor para los mosquetes y arcabuces de nuestra infantería, que no para las lanzas y adargas de la mucha caballería contraria; de lo cual queda llano que, siendo cual se ha dicho, será muy buena para nosotros y muy mala para nuestros enemigos; y también es llano que el sambenito que hasta hoy ha corrido con tanto desdoro de los gobernadores pasados, por no haber habido ninguno que arbolase la insignia de nuestra fe ni el real estandarte de S.M. en esta llamada corte destos enemigos, no ha de correr por mi cuenta; antes, en colmo de mis grandes esperanzas en Dios, se ha de servir N.S. que borremos tan mala memoria, y que con nuestro hecho honroso demos a entender a estos enemigos que por servicio de su Divina Majestad y con su gracia, no ha de haber en todos los términos desta su guerra y tierra, parte invencible, sino que todo es llano y conquistable para los que guían las cosas por los caminos de Dios y como ministros suyos. Tales somos por su divina bondad, su causa hacemos, según lo cual ¿qué cristiano habrá de fe tan muerta que no fíe en la Divina Majestad las grandes mercedes que espero ejecute cada uno de todos lo que le toca según su oficio, para la mejor ejecución de lo que tengo ordenado; y vayan con vivas esperanzas en Dios de que en esta corte donde vamos, tenemos de conseguir los más honrosos trofeos de cuantos se ha de servir Dios darnos en toda nuestra campeada para ofrecerlos a su Divina Majestad?

Sea millones de veces loado, pues se sirvió que en los más   —35→   preciosos valles de aquella llamada corte y dentro de la hermosa plaza del bebedero y borrachera de Anganamón y Pelantaro, dos de los principales gobernadores de aquella guerra, se comenzase a cumplir la profecía de mi esperanza al cuarto día de haberla predicho; y no presumo erraré si la désta y otras muchas acciones, según la certeza de su cumplimiento tan breve, las llamaré casi evangelios, pues todas ellas, de la misma manera que las premedité y supliqué a N.S., puestas en ejecución, se sirvió que todas me sucediesen (ex animi sententia) según y como y con los felices sucesos que yo me prometí de su divina bondad.

Y así rompimos y vencimos allí la primera de tres batallas campales que se sirvió (S.M. Divina) ganásemos de aquellos enemigos más afamados de aquella guerra y dentro de su misma indómita provincia de Puren, llamada hasta allí así; con muerte y cautiverio de más de novecientos y cincuenta dellos, y muchos despojos, y todo sin la menor desgracia nuestra del mundo, lo cual con entera evidencia mostraba que el dedo de Dios y su divina gracia lo guiaba todo.

Y en enmienda y castigo de la arrogancia de su soberbia, en conformidad de la cual los dichos Anganamón y Pelantaro tenían puesta en la cumbre de un árbol muy alto desmochado de dicha su borrachera la cabeza del capitán Antón Sánchez de Araya, que cautivaron con otros en uno de los desbarates que tuvieron con mi predecesor en el valle de Tolpar, hice quitar la cabeza del dicho capitán y la llevé y hice enterrar en la ciudad de Santiago, de donde era natural, y por ella puse seis cabezas de los caudillos y personas de mayor estima entre los que cautivamos en aquella primera batalla, las tres dellas en el árbol desmochado donde estuvo la del capitán Araya, que era el sitio más principal de aquella borrachera, y las tres en otro árbol que mandé desmochar al principio de la entrada de la dicha borrachera, y frontero del sitio donde rompimos y vencimos la dicha batalla.

De las cosas referidas en esta carta, y dejadas otras muchas que fuera largo referillas, rastreará Vm. cuáles serían los intentos con que el Doctor Merlo sirvió en esa guerra a ambas majestades, y cuan ajenos fueron de amor propio y de todas vanidades   —36→   e intereses sus pensamientos; pues, como es muy llano y notorio, en todo mi breve gobierno no tuve día ninguno de huelga, y mi mayor holganza consistió siempre en un continuo servir; y tan deseoso de ajustarme en todas acciones con lo más piadoso y justo, que de cuantos despojos se cogieron en la guerra, no reservé para mí, ni dí a persona alguna particular, presea ni joya de las que los generales suelen llevar tan aventajadas, porque todo el pillaje y piezas que cautivamos, fuera de veintitres indios caudillos principales e inquietadores, de quienes hice justicia y dejé colgados en algunos alojamientos, y de otros caciques y principales que reservé para rescates de algunos de nuestros cautivos españoles, todas las demás piezas las repartí entre los soldados del ejército, a razón de tantas por compañía, con más todas las reliquias de cuanto llevé de mi casa y del sueldo que me corrió, sin sacar de todo ello de aquellas fronteras, más de lo que traje vestido, repartiéndolo todo entre muchos soldados pobres, por quienes solía yo decir que gobernador que tal viese y no procurase dar hasta su camisa, no era cristiano, y así sabe Dios cuántas yo repartí con parte de la ropa de mi cama.

Ni en todo el tiempo de mi gobierno me pasó indio ninguno de guerra a nuestra paz, cosa no vista en otro alguno de cuantos me precedieron; ni yo salí un sólo día de los términos de aquella guerra, haciéndola muy cruel a aquellos enemigos por tiempo de cuatro meses continuos, hasta que el sucesor que me envió el señor Marqués De Montes Claros (que Dios tenga en el cielo) me sacó della con crecidos y conocidos daños de la causa común.

Y en el demás tiempo que estuve en ese Reino formando la planta de los dos tribunales, de la real Audiencia y de la Santa Cruzada, y después que salí dél, no son decideros los muchos y grandes trabajos que de continuo he puesto sobre mí con tan grande voluntad, mirando en ellos a sólo el mayor servicio de ambas majestades, y al reparo de la causa pública y bien universal de todos los del Reino.

Ni son de menor interés y estima los muchos ducados que me cuesta el celo tan grande de haber procurado hacer que se revocase el desacierto, de que tantos daños se recrecieron, por   —37→   la introducción de la guerra defensiva perseverando en este intento por espacio de quince años, compadecido de tanta hacienda y reputación perdida, como con aquel intento se abandonaba; y los grandes que a mí se me siguieron del naufragio y muerte de don Juan de Merlo, mi hijo, anegado con toda la hacienda con que lo avié para la corte, para que en ella procurase, a propias expensas mías, la revocación de la guerra defensiva; y también en haber vuelto a enviar para que prosiguiese lo por él comenzado sobre el mismo intento, a don Alonso de Merlo, otro de mis hijos, el cual llegó a términos inmediatos del mismo naufragio, yéndose el galeón Almiranta, en que iba, al fondo, salvando sola la persona con pérdida de la hacienda. Todas las cuales, como dellas parece y de lo que Vm. y otros de ese Reino tienen de mí tan entendido, no miran a cosas vanas del suelo, las cuales, por merced de Dios, las traigo muy a los pies; y mis intentos principales siempre han mirado y miran a que Dios N.S. y S.M. sean más servidos por los caminos justos que deben, y yo he procurado y deseado. Y para dar a entender cuáles sean éstos, y que, en todos tiempos en que los dí, se pudiera haber proveído lo más conveniente, he dado mil avisos con el desempeño cristiano y verdad llana a que me han obligado la fidelidad de vasallo y obligación jurada como ministro de S.M., por tantas mercedes obligado a semejantes servicios; que es lo mismo que Vm. refiere, y procura con la impresión deste su libro, que de presente ahora nuevamente sale a luz, aunque con más temores de los que yo he tenido en todas mis acciones, después que sirvo, contra los cuales nunca me han contrapesado respetos ningunos humanos para impedirme el verdadero cumplimiento de mis obligaciones y fidelidad debida amabas majestades y a la causa pública y bien común.

En orden al cual son muy de considerar muchos casos y cosas en que, por ocasión destos servicios, he dicho y escrito a graves ministros destas y otras partes, y sea la honra y gloria a Nuestro Señor, por ello. Nunca de ninguno tuve nada que recelar ni sentir que me causase desabrimiento ninguno, porque la Divina Majestad, sabidor de mi celo y ajustado lenguaje de mi razonar, e importancia de los avisos, lo previno todas veces como más convino. Y habiendo Vm. sido sabidor del modo que serví   —38→   en ese Reino y su guerra, y tratando de dar cuenta a S.M. de cosas que tanto convienen a su mayor servicio, obligación tuvo de decir en su libro todo lo más que sintió y tuvo entendido de mi gobierno y de los felices sucesos dél, y causas por que se siguieron las mercedes tan grandes que Dios me hizo que sólo miraron como queda referido, a su mayor gloria y servicio. Y llevando Vm. por delante la mira en este intento, no tenía por qué quedar corto por contemplación ninguna, y tan agraviada, cual la de decirme Vm. por su carta que, porque los demás no tuvieran a Vm. por sospechoso, dejó de decir lo más que pudiera en mi gobierno, pues sabe Vm. en su propia causa, mejor que otro alguno, que entre Vm. y mí, nunca hubo causa de sospecha ninguna, porque queriendo a todos bien, no se hallará que con ninguno tuviese yo amistad ni conversación especial, conformándome en esto con el cumplimiento de la obligación jurada que como ministro de S.M. debí guardar. Demás de lo cual refiere a Vm. en su carta otra razón de mayor agravio, diciendo que por entender de mí que no soy amigo de lisonjas ni glorias vanas, quedó corto; en lo cual condescendiera con Vm. si su intento mirara a adularme a mí; pero no es eso, pobre de mí, el intento expreso del Compendio historial de Vm. sino de avisar a S.M. por medio de su historia verdadera los sucesos de todos los gobiernos, buenos o malos, que cada uno tuvo, y cuál fue el regimiento de uno y cuál el de otro, para que examinadas las causas y sucesos de todos, se tomasen las más acertadas resoluciones, para proveer lo más conveniente para el asiento desa pacificación; en conformidad de lo cual debió Vm. decir lo que, en realidad de verdad, tuvo de mí entendido por lo tocante a lo público, y en que se atraviesa la honra y gloria de Dios, que tantas veces he repetido, como tan conveniente para el mejor acierto de todo. Y en lo que a mí tocante, en todas ocasiones suplico a Vm. me juzgue y tenga cual hombre muerto para estimaciones del mundo, pues no he aspirado ni pretendo dél premio ninguno de cuantos puede darme, en tanto grado que certifico a Vm. con toda verdad que, para el haber de ir a fundar la Real Audiencia y Tribunal de la Santa Cruzada que asenté en la ciudad de Santiago, cabeza principal de la gobernación de ese Reino de Chile, por tres cartas que   —39→   tuve de señores Consejeros me aseguraron una plaza del Consejo si eligiese el querer ser llevado a él, o la primera presidencia que vacase en estas Indias luego como hubiese dado asiento a los dichos dos tribunales; y habiéndolos asentado, la merced que supliqué a S.M. fue que en lugar de la plaza del Consejo o Presidencia destas Indias, se sirviese jubilarme en mi plaza de Oidor de la Real Audiencia de Los Reyes y con el salario della, para con ello estar con quietud en el rincón de mi estudio; y se sirvió concedérmela, y la estimé más que otro cargo ni mando estimables de cuantos me pudiera dar el mundo.

Y en orden al mismo intento, un hidalgo bien entendido en cosas de poesía, me pidió diversas veces en esta ciudad le diese relación de las acciones de mi gobierno, porque deseaba cantarlas en sus versos, a quien rogué no tratase de cosa semejante por no ser conveniente ni de mi gusto; y aunque algunas veces me volvió a hacer instancias sobre ello, lo despedí con el mismo desvío; y él perseverando en su propósito, con algunas cosas que debió coger al vuelo, por relaciones de algunos soldados o de otras personas, al fin salió con su pretensión; y habiendo formado su libro, me lo dio muchos años ha, y certificó con toda verdad que no sólo no lo he leído, sino que dudo si leí en el instante que me le dio de cuatro a seis hojas dél, y que no sé do lo arrojé ni donde está.

Demás de lo cual, y en el mismo propósito, otro deudo mío me ha hecho la misma instancia por diversas cartas, para hacerlo componer en España, a lo cual no ha querido dar lugar.

Según lo cual y todo lo por ésta referido, y más que pudiera decir en el propósito, bien pudo Vm. decirme en su carta que soy enemigo de glorias vanas. Pero en su obra de Vm. que mira a lo público, entre lo cual principalmente reluce el servicio de Dios y de S.M., que es por lo que yo tanto he trabajado, y en que siempre que hallo ocasión en que luzca mi trabajo en algo, y sea para algún efecto bueno, como el que Vm. procura por su libro, dí treinta y siete hojas de mi letra al señor don Francisco Lazo, nuevo gobernador y capitán general de ese Reino y guerra, advirtiéndole muy pormenor todo lo que me pareció más conveniente y conforme para los mejores aciertos de esa guerra, consideradas las necesidades presentes, y lozanía en que se   —40→   hallan esos enemigos, y el no estar enteradas las dos mil plazas con que está mandado y conviene seguirla; lo cual, si como confío lo ejecuta, espero en Dios lucirá mucho su servir; y yendo por otros modos, remito al tiempo lo que será.

Considerando que Vm. no fue de los que me acompañaron en la campeada de mi gobierno, he hecho mención de los sucesos y cosas referidas en esta carta, para que, demás de las que con notoriedad tiene Vm. entendidas de mi proceder y gobierno, y de las que refiere en su libro, se certifique más en todas con la fuerza de la razón, y confesiones públicas aquí referidas que hicieron en la Concepción veinte y tres ministros mayores y capitanes, en consejo de guerra que con ellos tuve. Y por todo entenderá Vm. mejor cuan poco alentadas hallé las cosas, y las trazas y estratagemas de que usé para alentarlos a todos según el coraje de mi alentado corazón.

Y también verá Vm. por las confesiones de los ministros, cómo he sido yo sólo entre todos los gobernadores, el que comenzó a campear desde principio del mes de noviembre, último de los de la primavera; y también cómo él es el tiempo en que más aventajados servicios se pueden hacer, y notoriamente con mejores efectos que en el tiempo que los demás entraron. y también entenderá por la segunda confesión hecha por los mismos ministros y capitanes, estando sobre el río de Lumaco con el ejército que iba marchando, confesaron allí cómo nunca ningún otro gobernador destrozó la llamada corte de la habitación de los caudillos y gobernadores principales de la provincia de Puren, que son los que siempre han gobernado la guerra de aquel Reino. Y también hallará confesado como en ningún otro gobierno, ninguno de mis predecesores alojó en la dicha corte ejército de S.M. hasta que yo lo alojé, y los castigué con el grande rigor de que queda referido, muy semejante al que requería su malicia y excesos, no habiendo querido con industria recibirles la paz que muchas veces me ofrecieron desde los meses primeros de los cuatro de mi continua campeada, hasta tenerlos bien castigados; y muy en especial a los purenes, como a los merecedores de mayores castigos por su mayor soberbia; y así fueron tan grandes los que en ellos hice, que los necesité a que desamparasen su más afamada provincia de Puren;   —41→   y que se desterrasen della a servir en otras, por no morir de hambre, los que fueron servidos y mandadores de todos, no habiéndose dado maña ningún gobernador de cuantos me precedieron para haber hecho que ningún indio puren jamás desamparase su tierra con haber sido muy más largos sus gobiernos, lo cual comprueba y certifica con evidencia la confesión dicha, hecha por dichos ministros y capitanes del ejército, de que ninguno dellos se alojó con ejército de S.M. en dicha llamada corte de dichos enemigos, hasta que yo lo alojé, de que bien se consigue no haber salido ninguno de los dichos indios purenes de su provincia, y que siempre gozaron de haber tenido su corte y provincia en pie, sin jamás haber perdido la habitación della, hasta el tiempo de mi gobierno, en el cual, con tantos crudos castigos, les hice caer del renombre de indómitos purenes y a que desamparasen su antigua tenencia y posesión.

Y para mayor corroboración del casi milagroso suceso desta mi acción del destierro de los purenes de su provincia, para el cual ninguno de los gobernadores que me precedieron se dio maña para hacer que ninguno de aquellos indios desamparase su provincia en tiempo de sus más largos gobiernos, debe Vm. considerar que los dichos gobernadores, como Vm. bien sabe, tuvieron pobladas y en pie y de paz las cinco ciudades de Ongol, Imperial, Rica, Valdivia y Osorno, pobladas todas de muchos vecinos, encomenderos ricos, y de otros soldados españoles; y los términos de cada una de todas ellas, poblados con muchos millares de indios amigos nuestros y de nuestra paz, todos los cuales en el tiempo de mi gobierno, los hallé rebelados y de guerra desde el tiempo de la muerte del gobernador Martín García de Loyola; y con sólo cuatro meses de la guerra continua que les hice, los necesité al destierro de su más afamada provincia de Puren, de la cual los hice salir a todos, mediante los condignos y apretados castigos con que pretendí tomar enmienda y castigar muchas acciones suyas desaforadas.

Y así generalmente me ofrecieron la paz ellos y los demás de aquella guerra, como subordinados a los de la provincia de Puren, que siempre fueron gobernadores principales de todas las acciones de aquella guerra.

Y yendo yo ya amunicionado para sitiarme con el ejército   —42→   en la Vega de la Imperial, que es la más medianera de los contornos de aquella guerra, para tratar desde allí del asiento de la ofrecida paz y de la libertad de nuestros españoles cautivos, me llegó sucesor en aquel gobierno enviado por el Virrey del Pirú, a quien está subordinado aquello por S.M., y con su llegada cortó el hilo de las misericordias tan grandes que usó Dios conmigo, y olvidando las causas que tuvo este daño y por ventura (quia nondum completæ erant iniquitates Amorræorum) y sea lo uno o lo otro, corriendo la consideración por ello, me es forzoso hacer pausa, por afligirme el alma considerar cuan en las manos me tenía puesta Nuestro Señor aquella paz, y mis buenos deseos para asentarla, con los cristianos medios convenientes a su duración, y la conversión de aquellos miserables indios; y también de haber visto y entendido cómo han corrido las cosas después que yo la dejé, y el estado tan trabajoso en que hoy está. Secretos juicios son de Dios, cuyo fondo no alcanza la corta capacidad humana; dejémoslos a su divina misericordia, y según las leyes de justicia, persuadámonos a creer una profecía evangélica, que si no vivimos y hacemos esa guerra como cristianos, que nuestras acciones se tienen de volver en desastres y afrentas. Y llevando a Nuestro Señor por guía en cuanto hiciéramos, en cuatro días se conseguiría esa paz, y la conservará su Divina Majestad tratando a esos naturales con el ajustamiento caritativo y cristiano con que todos querríamos ser tratados; y dándoles el buen ejemplo que debemos con nuestras obras y vida; y de aquí es que, aunque tan malo, se sirvió favorecer tanto los deseos que tuve de servirle, que siendo todo suyo y no pudiendo nada sin Él, haya dado lugar para que se hayan divulgado por divinas y aclamado como tales, las acciones dichosas de las muchas mercedes que fue servido usar conmigo en los seis meses y nueve días a que alcanzó mi breve gobierno, en los cuales otros gobernadores, soldados y aviados desde los principios de sus más largos gobiernos y habituados a las cosas de aquella guerra, según su proceder, hubieran habido menester más que dichos seis meses para sólo haber salido de la ciudad de Santiago y llegar a la frontera de la Concepción; y en solos ellos previne yo en Santiago (donde me halló la   —43→   nueva de mi elección) las cosas necesarias para mejor servir en la guerra, y caminé las más de cien leguas que hay hasta los términos della, y fui a los estados donde hice la averiguación y castigo de los traidores, Y volví a la Concepción, de donde comencé a salir en campaña, y estuve cuatro meses en ella haciendo los grandes castigos referidos en esta carta, y otras cosas que dejo por no ser más largo; y todas con felicísimos sucesos tan favorecidos de Dios, como queda dicho.

Y es muy de notar que habiendo sido mi gobierno más breve que otro ninguno de los veinte y seis que gobernaron aquella guerra hasta el día de la data desta, ninguno de cuantos la siguieron y salieron con ejército a la campaña, dejó de tener desastres, y algunos muy desgraciados; y habiendo andado yo cuatro meses continuos sin salir del corazón de los términos de aquella guerra, haciéndola continua a aquellos enemigos ( la cual no hizo otro gobernador, ni de cuarenta días cabales el que más) y en todos ellos no tuve la menor desgracia ni pérdida del mundo, sino suma felicidad y dichosos sucesos en todas acciones, y sin haber dado despojo de un sólo caballo a aquellos enemigos. Cuya honra y gloria de todo sea a solo Nuestro Señor, cuya es, y para cuyo sólo servicio lo refiero. Y en orden a él, ya que en este Compendio Historial del libro ya impreso quedó Vm. más corto de lo que debió, justo será que en el otro mayor de la Historia General de la Conquista y Guerra de ese Reino, si Vm. la sacare a luz, no permita que se deje de dar a Nuestro Señor toda la honra y gloria que por tantas mercedes recibidas se deben.

Y demás que lo referido en esta es cierto, y así lo certifico a Vm. con toda verdad, la cual es muy notoria en ese Reino, y para ella se citan muchos testigos que hoy viven y están avecindados en él, y lo harán cierto; y para comprobarlo más cada (vez) que conviniere, están presentes y en mi poder los avisos y pareceres que con juramento me dieron todos los ministros y capitanes que actualmente militaron en el tiempo de mi gobierno en el consejo de cosas de guerra que con todos ellos tuve en la ciudad de Concepción, y con los mismos lo ya referido estando a las riberas del río de Lumaco y Ciénega de Puren.

  —44→  

Largo he sido, y pudiera serlo más, refiriendo otras buenas acciones; pero para el intento que escribo ésta, y siendo para Vm., que tan presentes tiene las cosas de esa guerra, bastarán.

Guarde Dios a Vm. muchos años con el sumo bien que suplico.

En Los Reyes, primero de mayo, mil y seiscientos y treinta.

D. Luis Merlo de la Fuente



IndiceSiguiente