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Con los pies en el aire [Fragmento]

Agustín Fernández Paz






1

Una tarde, mientras trabajaba en la oficina, Daniel levantó la cabeza y miró a su alrededor. Vio a sus compañeros, los papeles que inundaban su mesa, la estantería atestada de carpetas, los edificios que se vislumbraban a través de las ventanas… Sintió que lo invadía una ola de tristeza y, de repente, se encontró con que por fin podía expresar con palabras la molesta sensación que lo embargaba desde hacía algunas semanas: oficio gris, compañeros grises, existencia gris. Sin saber cómo, todas las cosas que lo rodeaban se habían ido vaciando de color. Descubría ahora que el suyo era un mundo tedioso y triste.

Este pensamiento lo asaltó con tal violencia que se levantó a toda prisa de la silla, ante las miradas de extrañeza de los demás, y fue corriendo a encerrarse en los lavabos. Una vez dentro, se mojó la cabeza con agua fría y apoyó la espalda en la pared. Cerró los ojos y se dejó llevar por la idea obsesiva que en ese momento lo dominaba: trabajo, trabajo y trabajo; parecía como si el trabajo ocupase todas las horas de su vida. ¿Cuánto tiempo hacía que no iba al cine, cuánto que no escuchaba música? ¿Acaso podía acordarse de la última vez que había paseado sin rumbo por las calles, solo por el gusto de caminar? ¿Qué había sido de aquel placer de ver pasar las nubes, jugando a adivinar las formas que tomaban? ¿Cuándo había comenzado a teñirse de gris su vida?

«El tiempo se me escapa como arena entre los dedos», pensó con tristeza. Tenía la sensación de que ya no era dueño de sus días, de que algún extraño poder controlaba ahora su existencia. Contempló su traje, también gris, el que se había comprado hacía meses para no desentonar entre sus compañeros, y sintió un súbito deseo de escapar de allí. Pero nunca había faltado al trabajo, ni siquiera cuando había estado enfermo. ¿Qué diría ahora su jefe?

Como las ansias de huir eran irresistibles, decidió dejarse llevar por aquel impulso poderoso. Ante el jefe, pretextó un súbito e insoportable dolor de cabeza, que lo obligaba a irse cuanto antes a su casa. Luego, recogió apresuradamente sus cosas, aguantando las miradas de censura que le dirigían los demás, y huyó escaleras abajo.

Una vez en la calle, echó a andar a grandes zancadas. Solo moderó el paso cuando se vio lejos de la oficina y la opresión que lo ahogaba por dentro se fue desvaneciendo. Caminaba ahora despacio, sin rumbo fijo, gozando de la sensación de libertad que sentía, después de tantas horas de llenar papeles que nada le importaban. Levantó la vista y, por encima de los edificios, vio un intenso cielo azul. Hacía una tarde maravillosa, parecía un regalo de los dioses. ¿Cómo no había reparado antes en aquella luz y aquel aire que daban tantas ganas de vivir?