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Con Sordina


Jenaro Prieto






ArribaAbajoAlegre historia de un tiempo triste

Debemos suponer en el autor de Con Sordina y en su editor una fe robusta en el triunfo de la revolución contra el Gobierno de Ibáñez. De otra suerte no habrían tenido impreso y pronto para salir a luz este libro que se puso a la venta en los días en que el señor Montero llegaba a la Moneda.

No sabemos si se trata de artículos que la censura prohibió o cuáles de los aquí incluidos fueron objeto de interdicciones gubernativas. Casi todos contienen alusiones políticas y nos cuesta poco creer que todos o la mayor parte fueron objetados. Los gobiernos fuertes carecen del sentido del humor, tienen una pesadez mental incurable y consideran la risa y hasta la sonrisa como un peligro. Esto no sólo en Chile, sino en el mundo.

Sea lo que fuere, el libro de Jenaro Prieto es una historia interesantísima de este período, historia completa, con sus aspectos políticos y sociales. Dentro de algunos años, quien quiera escribir sobre Chile entre 1924 y 1931 y hacer entender la vida nacional en esos años, no necesitará más que acudir al libro de Prieto, que resultará entonces una obra de referencia para eruditos.

Se corre el riesgo de que no le crean una palabra de lo que cuenta, por ejemplo, de la crisis económica, de las contribuciones, de los gastos públicos, de los derroches fantásticos del Fisco y de los particulares, de los presupuestos ordinarios y extraordinarios. Porque, como lo cuenta riendo, y los eruditos suelen tener mentalidad de régimen de fuerza por lo cerrada a la ironía, es de temer que consideren todo eso como chistes y puras invenciones.

Por eso conviene dejar testimonio, y es el objeto de estas líneas, de que el maravilloso viaje al país de Tontilandia, los capítulos más ingeniosos y de más honda sátira del libro de Jenaro Prieto, son una descripción exacta, fotográfica, de la vida de Chile en esos tiempos.

El humorista no ha olvidado cosa alguna. La reforma educacional periódica, el furor legislativo, las elecciones sin elegir, las angustias del mes de mayo, mes de las contribuciones, la tristeza y tedio espantoso de la vida en aquellos días en que el Intendente y otras autoridades moralizaban el biógrafo y prohibían la música a ciertas horas y prescribían la hora de acostarse y cerraban todos los sitios donde habría sido posible olvidar.

Es un regocijado desfile de desaciertos y atropellos, descritos sin amargura, procesión de funcionarios improvisados, de gobernantes inexpertos, de majaderos armados de autoridad, de siniestros amordazadores, de polizones que han tomado como deporte la deportación, de optimistas esforzados y de conscientes explotadores.

Y no es sólo sátira política. El cine parlante nace estridente, detonante, y Jenaro Prieto lo comenta y lo lamenta. La moda literaria de Proust pone latigudos a los snobs, que es como en inglés designan lo que aquí en el Mapocho llaman siúticos, y el autor habla en nombre del buen sentido y hace observaciones de muy buena crítica. Salen las ridículas reformas del Código Penal del señor von Bohlen, y Prieto se ríe y tras de su risa hay toda la amplitud de un denuncio. Aparece el Barrio Cívico y aquí en este libro se asiste a su incubación. Se cubren las paredes del Salón de Bellas Artes de abominables engendros ante los cuales el público se desconcierta, y Prieto recoge este espectáculo en sus notas. «¿Quién te ha dado una filosofía tan alegre? -La costumbre de la desgracia. Me apresuro a reír por miedo de estar obligado a llorar»... Es la filosofía de Fígaro.

Pasan por el lienzo algunos tipos conocidos, personajes que tuvieron su hora y que, cuando el libro de Prieto sea consultado como documento, darán que hacer a los investigadores. Tipos de los cuales ya nadie se acordará y de los que pudo decirse como en una comedia de Giacosa: «Caen de vileza en vileza y un día se disuelven en la vileza universal». Y otros simpáticos, amables, como los que intervienen en unos deliciosos recuerdos de la obra dramática fracasada, dibujos de escritores y de críticos, hechos con burla amistosa de camarada bromista.

No cabe duda: cuando alguien, en veinte o treinta años más, quiera saber lo que fueron ciertas formas de gobierno y las modas de en que las mujeres lo recortaban todo, melenas y faldas, y las ventas a plazo, y las doctrinas políticas de los señores Edwards Matte, y los superávit y los rotarios que declararon miembro de su corporación a Arturo Prat, cuando todo esto parezca fantasía, algún sabio escarbador hallará este libro y en él la revelación de una época. Como los precisos objetos de uso diario acumulados en la tumba de Tut-Ank-Amon han servido para escribir la vida privada de este Faraón, así estos artículos permitirán escribir la historia íntima de Chile.

C. Silva Vildósola.




ArribaAbajoLa vaca

La entrada de los redactores, especialmente los Domingos, es un espectáculo conmovedor. Más que la obligación, la fuerza de la costumbre los arrastra, a las cinco de la tarde, hacia la imprenta. No traen semblante alegre como la gente que a esas mismas horas ha salido a la Alameda a estirar las piernas o a tomar un poco de aire bajo los árboles recién pintados de verde por la primavera. No han visto el sol ni los árboles, ni siquiera la opulenta piel de tigre que los últimos rayos del crepúsculo han tenido el cuidado de extender a lo largo del paseo.

Junto con salir de la casa, les asaltó la obsesión del nuevo artículo del que sin falta habrá de salir mañana y se han venido rumiando el tema del día con la vaga esperanza de extraerle alguna substancia. Tal vez ese rumorear es el que comunica a sus rostros el aire bovino con que atraviesan los umbrales de la imprenta. Su entrada es un espectáculo bucólico. Tiene algo de llegada de las vacas al establo. No es preciso arrearlos. Como los pobres animales, están acostumbrados a que se les ordeñe día a día, ellos mismos meten la cabeza en el estanco.

Hay una profunda tristeza en esa vaca vieja que antes daba un decalitro de editoriales y que ahora, después de mil esfuerzos, logrará dar media columna. Porque en esta extraña lechería periodística, la producción no se pide por litros, sino por columnas.

El público, por su parte, está acostumbrado a este absurdo alimento espiritual que ingiere cada mañana junto con el desayuno. El diario y el café con leche son dos inseparables compañeros que llegan a la misma hora y reciben, como saludo, el mismo bostezo y el mismo gesto de cansancio con que cada hombre se dispone a dar principio a su tarea. Se les toma a ambos maquinalmente, sin acordarse para nada del periodista que escribió el artículo, ni de la vaca que proporcionó la leche. Los dos animales llevan una vida tan semejante que no es raro que corran la misma suerte. Sólo que el primero se da cuenta más exacta de su situación, y, en consecuencia, es mucho más desdichado que su compañera de infortunio. La vaca no mide las consecuencias que podrá tener para ella su sequía. En cambio, el otro sabe que el día que su producción flaquee, no le quedará otro recurso que presentar su renuncia y retirarse del establo. También él es una vaca; pero una vaca con cierta dignidad, que comprende sus deberes y ama el prestigio de la lechería. Tiene una esperanza vaga en la jubilación. Se han visto casos de colegas tan lecheros que han resistido treinta años a la ordeña sin que el público se haya quejado de la leche; pero son muchos, infinitos, los casos en que ha habido reclamos.

La vaca trata de disculparse, claro está: -«Antes había pasto verde -dice-.¡Qué gracia dar leche así, cuando nos hundíamos hasta la barriga en el alfilerillo! Pero ahora, con una insignificante ración de paja, medida, limitada y vuelta a medir para que no se pase ni una brizna más de las establecidas, ¿quién es capaz de llenar media columna?».

Disculpas, simples disculpas de la vaca. Hay que dar leche, sea como sea. El Director del diario espera con el litro extendido, y el público está mal acostumbrado y no puede prescindir del artículo que forma parte de su desayuno. ¡Pobre vaca!




ArribaAbajoImpresiones de un recién nacido

¿Mi primer recuerdo? ¿Por qué no?

Las primeras impresiones son las que más duran y la entrada a la vida no es un hecho tan insignificante como para olvidarlo al otro día.

Si la gente no relata sus emociones de recién nacido, no es porque las haya olvidado, como dice. Esa es una simple disculpa para no referirse a una época desmedrada de la vida. Al hacerlo, proceden de igual modo que el nouveau riche, que dice no recordarse de los modestos empleos que desempeñó en su juventud o que el indultado que por nada de este mundo hace alusión al tiempo en que estuvo preso.

Yo seré más franco que ellos.

Mi primer recuerdo data de una noche de Agosto de... -en obsequio a mis contemporáneos aún solteros, me abstendré de dar el año- en que impuse a mi padre la primera molestia de mi vida- a mi madre venía molestándola desde tiempo atrás -obligando al pobre caballero a levantarse a espetaperros para despertar y molestar a su vez a una serie de personas: médico, cuidadora, etc., que no tenían nada que ver en el asunto.

Cierto es que yo también sufrí molestias. El aire, así de buenas a primeras, está muy lejos de ser agradable... Es frío, y penetra por los oídos, las narices y los ojos como si uno anduviera en aeroplano. Para colmo el médico, con el pretexto de que el chico está un poco asfixiado comienza a jugar con uno a la pelota, lo que no puede ser más deprimente para la personalidad del recién llegado. Al fin y al cabo se es la visita y debía de tratársele con mayores consideraciones.

Grité con indignación y me resultó un chillido ridículo, mezcla de balido de cabro nuevo o de maullido de gato, absolutamente fuera de tono con la gravedad y el carácter sentimental que revestían los acontecimientos.

En el baño me sentí mucho mejor. Creía estar en mi elemento y no pude disimular mi desagrado cuando con un golpe de autoridad, muy explicable en quien dispone de la fuerza sin temor alguno a la fiscalización, la cuidadora me sacó y me puso sobre una mesa en una absurda actitud de pollo fiambre, afortunadamente sin el detalle ornamental del perejil. Me pareció estúpido ese cambio de medio ambiente. Si en el agua me sentía mejor, ¿por qué me sacaban al aire? ¿Qué motivos tenía esa mujer para considerarme un animal terrestre y no acuático?

¿Un animal? Sí, un animal; porque ya en aquel momento, con la ligera experiencia que tenía de la vida, comenzaba a considerarme un animal... ¡Mire usted, que abandonar su tranquilidad y sus comodidades por venir a un mundo lleno de molestias!

Además era evidente que mi voluntad no pesaba en modo alguno en las resoluciones que se tomaban con respecto a mi persona. Las garantías individuales estaban suspendidas para mí. Era una situación anormal, es decir, completamente intolerable. Yo esperaba que mi padre interviniera, siquiera para decirme que se trataba de algo transitorio y que aquello pasaría; pero mi padre estaba en la otra pieza encantado de recibir las felicitaciones del doctor, de su suegra y de toda la familia.

Según parece, se consideraba una gran suerte que yo fuera un hombre... ¡Como si sirviera de algo ser un hombre cuando no se puede siquiera exteriorizar sus opiniones en contra de la cuidadora que lo mira con sonrisa bonachona, en cueros sobre una mesa, y afirma en tono doctoral: «¡Es muy sanito y está muy contento!».

¡Muy contento! Es bien curiosa la lógica de ciertas personas para apreciar la felicidad de los demás. Ellas opinan, resuelven, se dan tono, y los demás... ¡que se chupen el dedo!

Fue lo que hice yo. Encontré el dedo agradable pero bastante insubstancial. Lo mismo me ha pasado después con muchos libros.

Entre tanto me habían metido una camisa y comenzaban a envolverme como un trompo en una larga venda de franela. Una vuelta, dos vueltas, está bien: pero, ¡veinte! Se ve el ánimo preconcebido de molestar. Para mayor irrisión, la cuidadora con su cara rechoncha como una luna llena, comenzó a empolvarme la sección que creía menos digna del «maquillaje».

Por fortuna, al día siguiente vi que ella hacía lo mismo con su cara y comprendí que se trataba de una equivocación.

La confusión a pesar de ser explicable, no dejaba de molestarme, sin embargo. Temblaba al pensar que una vez producida la primera equivocación, procediera -según lo hacía ella- a dejar en descubierto la parte acicalada, vistiendo pudorosamente el resto.

Me tranquilicé cuando, dando por perdido su trabajo de embellecimiento, comenzó a colocarme los pañales; pero mi alegría duró poco. Con un inmenso cuadrado de franela, la cuidadora me envolvió las piernas.

¡No me quedaba ni el derecho de pataleo!

Grité, me enfurecí. Por último me acordé de los pañales blancos como hojas de periódico aún no mancilladas por la tinta, y pensé que todavía me restaba la libertad de impresión. Fue mi primer ensayo periodístico.

No sé si el público lo encontraría bien; pero puedo asegurar que después de mi protesta sentí como si me hubieran aliviado de un gran peso... Hasta empezó a invadirme cierta somnolencia... Es verdad que desde hacía rato, de los brazos de la cuidadora había pasado a los del ama de cría y ésta me había impreso un vaivén capaz de adormecer a cualquiera que no hubiera tenido el estómago tan vacío como yo lo sentía entonces. Experimentaba la emoción de hallarme suspendido en la barquilla de un globo aerostático. Era un sueño delicioso. El globo descendía poco a poco hasta oprimirme suavemente, y una dulce sensación de placidez y saciedad se iba apoderando de mi cuerpo. Ya no sentía hambre, y no me importaba ni poco ni mucho lo que sucedía a mi alrededor. Es cierto que en ese instante mis ideas eran tan confusas que no habría sido capaz de distinguir una mujer de un restaurant. Ambos conceptos se me confundían de un modo lamentable.

Ahora, naturalmente, no me sucede lo mismo; pero no sé si he ganado o perdido con el cambio.

A pesar de la falta de libertad y de los abusos que solían cometer conmigo, -besuqueos, cosquillitas en la barba, etc.- la vida aquella tenía sus encantos. ¡Cómo voy a olvidarme de esos tiempos!




ArribaAbajo¿El príncipe de Gales?

Carta perdida


«Mi querido papá:

Aprovecho el cierre de la cordillera para darle algunas noticias de la nación en que me encuentro.

Chile es un país lluvioso que produce decretos-leyes y salitre. Sólo el segundo encuentra mercado fuera del país.

La población se divide en dos categorías: los que trabajan y los que jubilan.

Los primeros corresponden a la antigua clase de los siervos, sufren toda especie de contribuciones y tienen por misión alimentar a los demás.

Los ministros se diferencian de los otros ciudadanos en que pueden jubilarse entre ellos mismos.

La inmigración es escasa y se compone de técnicos extranjeros.

Los técnicos tienen por objeto contrarrestar la acción de los decretos-leyes, y arreglar los desperfectos que éstos causan en la administración.

Cada servicio de importancia consta, pues, de dos entidades contrapuestas, que luchan entre sí como Ormuz y Ariman en la mitología de Zoroastro. El principio de la desorganización es el ministro y el de la organización es el técino extranjero. El ministro y el experto combaten entre sí, y a la larga triunfa siempre el inexperto, es decir, vence el ministro.

Esta victoria se explica fácilmente, dadas las armas de los contendores. El experto combate con informes y el inexperto con decretos-leyes.

Y como es mucho más rápido y más fácil lanzar un decreto-ley que preparar un informe, y los primeros son siempre mortíferos, el técnico termina acribillado...

El país es esencialmente belicoso y cada cual lucha con alguien: El gobierno con los contribuyentes, los asalariados con los capitalistas, la autoridad local contra los árboles, y los servidores públicos tanto civiles como militares contra el presupuesto.

Las revoluciones, en cambio, son pacíficas y se efectúan con regularidad.

La tuberculosis, la viruela y otras plagas son endémicas; pero los plebiscitos se presentan en forma esporádica.

Actualmente se ha realizado uno en el sur y hay anunciado otro en el norte.

Los plebiscitos tienen la ventaja de que se costean los unos a los otros. El que va más atrasado proporciona fondos al que va adelante.

Cuando el Presidente resuelve ser emperador, decreta reformas constitucionales que tienden -según dice uno de sus propios artículos- a 'proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar'.

Este objeto se consigue por completo: el bienestar asegurado no puede ser menor.

Por otra parte, el mínimum es la debilidad del Presidente; ya que, hasta las reformas constitucionales, se aprueban por simple minoría.

La última ha contado sólo con los votos del 42% de los electores.

Basta que haya menos de la mitad de los inscritos que deseen cambiar la Carta Fundamental para que las reformas se den por aprobadas.

El voto del Presidente, por sí solo, es suficiente para derogarla.

La Iglesia está separada del Estado; mas la fe no se ha extinguido en el país. Los civiles creen en Dios y los militares en el manifiesto del 11 de Septiembre; aunque lo cumplen algo menos que los civiles el decálogo.

La culpa de todo lo que sucede en el país, se dice que es de los políticos. Realmente debía ser gente muy tacaña porque desde que se retiraron del gobierno, la ley de gastos ha subido al doble. Los quinientos millones en que se ha incrementado el presupuesto, no se sabe exactamente qué se han hecho, porque ya, por fortuna, no hay políticos preguntones e indiscretos que averigüen esas cosas.

Se sabe que ese dinero ha sido sacado a los contribuyentes, y eso basta.

El gobierno tiene la teoría de que las contribuciones hacen la felicidad, si no del pueblo, al menos de los gobiernos que los rigen.

¿Qué más le cuento, mi querido papá?

He andado cuadras y cuadras por un paseo muy bonito, con unos árboles sumamente extraños que constan de un solo palo y que, según parece, sirven a los indígenas para hacer faroles, forrándolos en papel plateado y agregándoles un foco.

Cuando crezcan todos estos faroles vegetales y produzcan en Otoño su correspondiente foco, el paseo presentará un espectáculo feérico, por no decir feísimo.

Tuve el gusto de colocar en esa misma avenida, la primera piedra para el monumento a Canning. Costó mucho hallar un sitio en que no hubiera otra enterrada. Yo no sé si los indígenas se valen de este pretexto para adoquinar el pavimento, valiéndose del trabajo gratuito de sus huéspedes, o si tienen una idea tan exagerada de la feracidad del suelo y la eficacia del salitre, que creen que basta plantar un trozo de granito para que crezca un monumento.

A propósito de obras escultóricas, le diré que las estatuas cambian constantemente de colocación, y me admira que las familias de los próceres que se interesan por la estabilidad de sus antepasados, no consigan del Gobierno que los sujeten con cadena. A alguien le hice esta observación; le pareció muy atinada, y me dijo que con el tiempo habría próceres 'de amarra'.

Yo encargué mucho al Ministro que velara por la suerte de Lord Cochrane, y quedó de ponerle un vigilante para que no se fuera de su sitio.

Pero esta carta ya va larga, y tengo que ir a jugar polo... ¡Adiós papá!

(Hay una firma ilegible y un membrete con una coronita).

27 de septiembre de 1925».




ArribaAbajoUn visitante curioso

Entró a mi escritorio, de repente, como una corriente de aire.

Era alto, flaco y su cara tenía ese color verdoso de las 777 aceitunas que han pasado demasiado tiempo en salmuera. Usaba una melena color cáñamo y entre sus uñas, de riguroso pésame, sostenía un enorme chambergo:

-Disculpe -me dijo enseñándome las manos- que estos subguantes, donde florecen las rosadas cúpulas de los sabañones invernales, hayan tenido la audacia de posarse en el ombligo sonoro de su carátula...

-¿Mi carátula?

-Sí, señor; su carátula domiciliaria -vulgo puerta de calle- que cierra con un prólogo de dos hojas el rascacielo de su felicidad doméstica.

Los escritores no tenemos la dicha, como usted bien lo sabe, de reposar los cojines adiposos en esos amplios quesos Morris, agusanados de resortes, donde ahúman su opulencia, los descontadores de sobresaltos a sesenta días fecha.

Debemos contentarnos con la era en cuatro patas del piso de paja o el cubo en carne de selva del cajón de azúcar. ¡Así es el fluido vital! Ellos succionan la nicotina ponzoñosa en la opulenta víbora de Habana y nosotros narcotizamos nuestras preocupaciones en la lombriz, criolla y mal oliente de un modesto cigarrillo.

-¿Usted está sin empleo? -me atreví a decirle.

-La somnolencia remunerada repugna al motor sanguíneo de mi pecho y a las convicciones de mi subsombrero -me respondió indicándose el cráneo.

Hasta hace cuatro mareas, estornudaba insulseces en el pañuelo diario de la opinión pública; pero he abandonado el periodismo. Al pasar bajo una de esas telarañas constructoras que embalan en la jaula de los andamiajes, la concreción de un préstamo de edificación, me cayó un diccionario terroso y calcinado...

-¿Un ladrillo?

-Un ladrillo, como dicen las momias del lenguaje. Me cayó aquí, medio a medio de la perilla encefálica, caja de fósforos mojada, donde se raspa la cerilla de las elucubraciones. Desde entonces soy poeta de vanguardia; pero el ganado que pasta la negra avena bibliográfica, no me comprende. Mi balance masca el chewinggum incabable de los déficits. En mi casa, un vacuum-cleaner de pecho, victroliza la sinfonía del ayuno. Mi serpentina gástrica aúlla el ensueño prófugo de un beefsteack con huevos. Envidio a los artesanos, obscuro mecanismo que sonríe con las doce teclas de su engranaje de marfil; envidio a los aurigas, pescadores de caña, que atrapan el dolor en la cordillera sudorosa de sus jamelgos.

No sé qué hacer, ¿qué me aconseja?

-Hombre -le dije-, con ese estilo que se gasta; me parece que usted puede irse a «las últimas».

-¡Si ya estoy en las últimas! -me respondió. -¿Qué más quiere que ensaye?

Su voz tenía ese acento desgarrador de los serruchos de los jazz. En realidad era un serrucho que no hallaba qué hacerse con los dientes; pero no quise ahondar en el asunto, temeroso de ponerme «vanguardista».




ArribaAbajoUna noche de Ministro

Fue una pesadilla horrorosa. Soñé que estaba casi tan chico como el Canciller1 y que una vieja escuálida, como el presupuesto, me paseaba de un lado a otro de la pieza tratando de engañarme con un sonajero más gárrulo y vacío que un manifiesto al país.

Oprimido, como una momia en miniatura, entre las mantillas, yo pedía, ¡papa, papa! con las «pupilas abiertas al amanecer».

La señora República, me golpeaba el espinazo con sus manos sarmentosas:

-¡Cállate, chiquillo! ¡Ya te van a entregar la mamadera!

Y seguía agitando el cascabel. En mis oídos de chiquillo hambriento, el tintineo fingía palabras grandilocuentes:

«El país está peor que el año 23. Los hombres nuevos no han correspondido a las expectativas nacionales. El cuerpo de Bomberos, sublevado por las pláticas incendiarias de las sociedades de seguros, ha pretendido apoderarse del Gobierno. Una compañía lírica organizada por Gumucio, con el concurso comunista de seis tenores salitreros y diez coristas de la oligarquía bancaria, fraguan en estos momentos un complot -cuyos hilos tenemos en la mano- para hacer naufragar nuestras instituciones en la piscina del Estadio Policial. Es preciso aplicar el termocauterio arriba, abajo y en el medio y proceder a la organización de un gabinete de 'hombres niños' con la boca abierta a la madrugada y a la tarde, para dar satisfacción a las justas y reiteradas aspiraciones del país».



*  *  *

Sin saber cómo me encontré gateando en el patio principal de la Moneda.

En el último peldaño de la escalera de piedra estaban acurrucados Conrado Ríos y Pablo Ramírez.

Conrado en la «pose» del Pensador de Rodin, y Pablo en traje de baño en actitud de arrojarse a una piscina.

-¡Soy hombre al agua! -me dijo-. La crisis ministerial se ha producido, y Su Excelencia, en uso de sus facultades constitucionales, ha acordado la organización de un Gabinete de «hombres niños». Tú vas a ser uno de nuestros sucesores. El otro es don Guillermo Pérez de Arce...

-El nuevo Gabinete no va a ser nacionalista -gimió Conrado Ríos-. ¡Ni un empleado de La Nación! ¡Y nosotros que habíamos trabajado tanto! Éste va a ser de El Diario y de El Mercurio. Un gabinete mercurial-ilustrado no va a satisfacer las ansias económicas de la nación. Por otra parte, mi política de anexión del Paraguay y Nicaragua -esto último para molestar a los Estados Unidos- no ha alcanzado a dar los frutos esperados...

-No creas -me dijo Pablo-; lo que hay en realidad es que el «indio» -así llama mi amigo al pueblo- quería que arreglara el país en cuatro días, y esto no puede realizarse. Mi plan de imponer contribuciones a las salitreras que no trabajan, era una idea genial en un país en que las que trabajan son las menos. La contribución a las pérdidas era algo que se imponía. Todo el mundo pierde plata y, en consecuencia, el impuesto habría podido dar mucho. Con una contribución a la indigencia y una multa a los que no tengan con qué pagar esa contribución, las finanzas habrían quedado equilibradas. Desgraciadamente el «indio» no tuvo paciencia para esperar más, y el Presidente, en uso de sus facultades constitucionales, resolvió cambiarnos... Pero... yo te llevaré a tu ministerio...

*  *  *

Me encontré sentado en una sillita de ruedas frente al bufete del Ministerio de Agricultura.

-¿De Agricultura? -dije con espanto.

-Sí; a ti te tocó ese, como a mí me tocó el de Hacienda.

-¡Pero no sé una palabra!

-Tanto mejor. Así harás una política más nueva...

-¿Qué voy hacer?

-Sigue mi sistema. Haz declaraciones enérgicas, y pregunta después de qué se trata. Lo primero es resolver y lo segundo aprender.

-¿Y si hago preguntas demasiado absurdas?

-¡Ahí está la novedad! Demostrar la ignorancia en las respuestas lo puede hacer cualquiera; pero la gracia es demostrar la ignorancia en las preguntas... Mira éstas que hice ayer: «¿Conserva el salitre chileno el monopolio del nitrato natural?», «¿Hay exceso de producción sobre el consumo mundial?», «¿Hay déficit de producción o de consumo?». Pero no quiero «latearte»; toma el formulario y procede en consecuencia.

Y al salir me agregó:

-En previsión de lo que pueda acontecer, consigue con tu colega de Relaciones que te nombre algunos cónsules para que empiecen a aplaudirte.

*  *  *

Me arrellené en la sillita de ruedas, tomé la pluma y escribí:

DECLARACIONES

«El Gobierno declara:

1.º Que en ningún caso el Gobierno aceptará que la producción de trigo, arroz y demás subproductos de la leche sea inferior a la de los años anteriores.

2.º Que por ningún motivo tolerará que los precios de las diversas lanas indicadas en el artículo anterior, dejen de subir este año en un cincuenta por ciento.

3.º Que los agricultores deberán sembrar de preferencia los terrenos de rulo, cauces de río, cerros, etc., que son los que no producen, puesto que los productivos no hay para qué sembrarlos.

4.º Que se gravará con un impuesto especial, a los agricultores que hayan perdido sus cosechas o no hayan tenido lluvia en épocas oportunas».



Pablo me felicitó:

-¡Eso es de hombre! -me dijo-. ¡Ahora a las preguntas!

Escribí:

«El Gobierno invita a los agricultores a la producción y para conocer exactamente sus puntos de vista, formula las siguientes preguntas:

«1.º ¿Es efectivo que se produce trigo en el país?

2.º ¿Cuántos litros de leche descremada se requieren para obtener una fanega de cebada?

3.º ¿Por qué no se ordeña a los bueyes para intensificar la producción de cereales?»



Y así por el estilo.

Al salir del Ministerio los tres cónsules nombrados por mi colega de Relaciones Exteriores, me aplaudían a rabiar.

-¡Ésas sí que son preguntas! ¡Se ve que el señor Ministro sigue una política con rumbo fijo! ¡Viva el salvador del país! ¡Viva el Ministro niño! ¡Viva!

Los aplausos me despertaron.

¡Qué terrible pesadilla!

Febrero de 1927.




ArribaAbajoLa confidencia del oso

Fue hace tiempo, en una plazoleta del barrio ultra-Mapocho.

Aquel oso bailaba tan mal, había en sus movimientos del desgarbo y tristeza que me decidí a interrogarlo.

Esperé para ello que el gitano -un hermoso ejemplar de hombre, duro y curtido como el látigo que llevaba en las manos-, se apartara un poco de la pobre bestia porque noté que su presencia le cohibía casi tanto como el bozal y la cadena que colgaba de su hocico.

A pesar de la indiscreción de la pregunta, el animal no se indignó. Algo los ojos pardos, en que apenas brillaba, como un reflejo lejano, el verde húmero y tierno de la selva perdida, y me miró un momento:

-¿Cree usted que no sé que bailo mal? Yo soy un oso bohemio, un oso con espíritu artístico y comprendo que mi danza es grotesca, grotesca y triste como Chaplin; pero yo no tengo la culpa. En el bosque, en plena libertad, ¡si viera usted cómo saltaba! Los osos más respetables, los tejones, y los mismos topos, a pesar de su miopía, iban a verme y aseguraban que lo hacía bien. Y usted sabe el sentido crítico que tienen algunos animales. Cuanto peor les resultan sus piruetas, tanto más exigentes son con las de los demás. Sin embargo, conmigo eran indulgentes y algunas veces hasta me aplaudían; pero vino el hombre y se empeñó en que yo había de bailar a medias, es decir, sólo en dos pies y de acuerdo con una música de circo. Desde el primer momento comprendí que aquello iba a ser grotesco. Para colmo me amarró estas correas al hocico y me puso esta cadena. ¿Cree usted que un oso bohemio, un oso que se respete, puede bailar así?

No soy vengativo, créamelo usted. A veces trato de olvidarme de los aditamentos que me han puesto y ensayo uno de esos pasos primitivos y libres con que distraía a los topos en el bosque. El hombre, a pesar de su aspecto adusto, tiene buen fondo y no me maltrata; pero yo al bajar los ojos veo la cadena... y -usted acaso me comprenda- me da una pena que no me deja continuar...

Tal vez no sea esto lo normal. Es muy posible.

Un oso viejo, con quien me encontré hace poco en otro campamento de gitanos, me aseguró que yo debía estar enfermo: Pronunció algunas palabras rebuscadas: hipocondría, neurastenia... ¡qué sé yo!

-Usted, colega, no se debe dejar llevar de esas ideas -me agregó-. Yo soy más viejo y tengo experiencia de la vida. Mientras el hombre no lo trate mal y lo tenga bien comido, no tiene por qué preocuparse. Lo primero es el pellejo y lo segundo el estómago. Lo demás son sentimentalismos. Yo he bailado toda mi vida con cadena y con bozal y me siento como pez en el agua. El bozal me sirve para que nadie de diga boquiabierto, y el ruidecito de los eslabones me ayuda a llevar el compás. Sabiendo que en la tarde han de quitarme esos adornos para que pueda comer bien y engordar y mantener brillante el pelo -no como usted que está medio pelado- yo me doy por satisfecho. Colega, déjese de historias; preocúpese del estómago y sobre todo, de conservar bien el pellejo y eche a un lado esas neurastenias...

Todos estos buenos consejos y algunos otros más, me dio el oso viejo; pero, ¡qué diablo! Yo soy un oso bohemio y no puedo acostumbrarme.

Muchas veces siento deseos de hablarle al hombre francamente y decirle:

-Señor, quíteme estas cosas; sáqueme este bozal y esta cadena. ¡Le doy palabra de honor que no lo muerdo! Puede que en el baile se me escape algún gruñido; pero un gruñido amistoso, nada más. Y bailaré mucho mejor que ahora. ¡De eso le respondo!

Mas no sé en qué estado de ánimo estará el hombre y no me atrevo a decírselo. ¿Se explica ahora usted, por qué danzo tan mal? No es falta de voluntad, ni carencia de espíritu crítico, usted sabe bien el motivo y... ¿no me encuentra razón?

Como la pregunta del oso era comprometiente, di media vuelta y me marché.

Mayo de 1929.




ArribaAbajoAl margen del cine parlante

El cine ha aprendido hablar. Todavía sus personajes intangibles no son muy dueños de su voz. En su afán de llegar pronto a hombres de carne y hueso, hablan en un tono un poco enfático, como los individuos que de la noche a la mañana se encuentran de diputados. La voz les queda grande y en su acento hay modulaciones cavernosas que suenan a hueco. Al oírlos se experimenta la sensación de que hablan por cuenta ajena, repiten frases que oyeron a otros y exageran el tono para impresionar al público. Parecen no darse cuenta de que son meras sombras que, tan pronto pasan, como se borran para siempre. No hay que extrañarse; en la vida social y en la política, hemos visto tantas veces el fenómeno, que esas declaraciones contundentes y enfáticas de los que actúan por primera vez, no pueden constituir una sorpresa. La victrola no se ve; pero se adivina: Hay algo de mecánico y de inconsciente en los arranques oratorios de los protagonistas. Si los baúles y las maletas vacías tuvieran el don de la palabra, se expresarían en forma semejante. Quizás en todo ello no hay sino falta de práctica y de dominio escénico: Ya llegará el tiempo en que las siluetas cinematográficas hablen igual a los mortales. Y, si ellos no se acostumbran a expresarse en otra forma, nosotros nos acostumbraremos a escucharlos.

*  *  *

Como triunfo material, como exponente del progreso mecánico, el cine parlante constituye un éxito. Aun se hecha de menos el color, la perspectiva, el aire, para que la ilusión de realidad sea perfecta; pero el cine ha avanzado tan ligero y con paso tan seguro en estos últimos años, que seguramente todo eso se obtendrá. El cine llegará a ser la copia fiel del teatro... ¿y después?

Éste es el punto que no se ve claro y que hace mirar con cierto escepticismo los avances del procedimiento desde el punto de vista netamente artístico.

El cine mudo tenía todos los caracteres de un nuevo arte. Basado exclusivamente en la mímica, se diferenciaba en absoluto de todos los géneros escénicos hasta ahora conocidos y abría la visión hacia horizontes insospechados. Era en los dominios del teatro, lo que el automóvil en el campo de la locomoción.

El cine parlante, en cambio, parece aspirar como última conquista a la reproducción del drama, la comedia, la ópera, en una palabra del arte teatral contemporáneo de los birlochos, las calesas y los coches.

No todos los descubrimientos significan un paso hacia adelante. ¿Qué se diría de un inventor que, a fuerza de perfeccionar un automóvil, llegara a hacerlo exactamente igual a un coche con caballos? ¿Y no estará sucediendo una cosa semejante con el perfeccionamiento de la escena muda?

*  *  *

Hay otro punto que anotar y es el que se refiere al lenguaje difundido por las películas sonoras. Ese idioma no es, por cierto, el castellano. Las grandes firmas productoras son norteamericanas, y cada protagonista del cine es un incansable profesor de inglés que hace dos cursos diarios, de seis y media a ocho y de nueve y media a doce. Lo suficiente para que el alumno más porro, que casi siempre es también el más aficionado a ver películas, acabe por hablar como un sajón al cabo de algunas semanas.

Los puristas, los gramáticos, los defensores del idioma patrio, pueden rasgar sus vestiduras. El lenguaje, que es la última trinchera de la nacionalidad, está amagado seriamente por ese ejército de sombras que desfila noche a noche con aire inofensivo en la pantalla. Sólo falta que esas figuras, una vez que aprendamos el inglés, nos recuerden que son nuestros banqueros, nos den la cifra de la deuda externa, nos feliciten por los últimos empréstitos y nos aconsejen la puntualidad en los pagos. La penetración pacífica nos habrá llegado, no sólo al cuello, sino hasta la lengua.

Se dirá que es mejor saber inglés para poder entenderse con el acreedor. Es claro que, para éste es lo mejor; pero para los deudores no es una ventaja. ¡Mil veces preferible no entenderles!...

Y lo peor es que, con el justísimo entusiasmo que despierta el cine hablado, no va a quedar un nativo que deje de comprender que se le cobra.




ArribaAbajoAgricultura lírica

Los hipocondríacos, los neurasténicos, los contribuyentes, los quebrados, los comerciantes, los que han sufrido la desaparición de un deudo próximo, y en general todos los ciudadanos que, por una u otra causa, han perdido la alegría de vivir, deberían leer a lo menos una vez por semana el plan de reforma educacional.

Lo tengo sobre mi mesa y, cada vez que el mal humor me asalta, leo algunos párrafos.

Es un documento reconfortante. Una alegría sana fluye de sus páginas. Es difícil leerlo sin sonreírse. Y hay que considerar que el plan apenas comienza a aplicarse. El día que dé sus frutos, una corriente irresistible de alegría correrá por las vértebras de la cordillera.

La tierra será la primera en alegrarse, porque uno de los puntos capitales de la reforma educacional es el que se refiere a la enseñanza agrícola.

Hasta aquí la Escuela Práctica de Agricultura había tenido por objeto preparar hombres de campo: Unos tristes mayordomos, muy aptos, sin duda, para las faenas, pero sin un ápice de sentimiento artístico.

Se emocionaban ante un toro de raza Durham, pero eran incapaces de apreciar una harmonía de Bach. Entre el balido de un piño de terneros y una sinfonía de Beethoven, preferían, resueltamente, los terneros.

Ahora las cosas han cambiado. A las clases de lechería, fruticultura, apicultura, etc., se ha agregado una clase de canto: Ocho horas a la semana.

El propio subdirector de la Escuela, que es ingeniero agrónomo tendrá a su cargo esa clase y las de contabilidad.

Las lecciones de canto serán, pues, de una precisión matemática.

Un mayordomo con mediana aplicación, podrá llegar a ser un buen barítono y, una vez llegado, al campo, organizar un magnífico coro de lecheras.

Además, ¿por qué entre tantos candidatos no ha de resultar una eminencia artística? Sería bien emocionante oír a un tenor de nota, gritando: «¡Ah, yegua... Ah, yegua!», en una trilla.

Naturalmente el canto no puede tener un efecto inmediato en el rendimiento agrícola. El trigo es indiferente a las notas musicales, y falta a las vacas la debida preparación para apreciar las facultades líricas de los capataces. Algo semejante sucede en los dominios de la apicultura. Las abejas, con ser más sensibles a la música que las vacas, apenas logran comprender una especie de jazz-band de tarros con que suele llamarse a los enjambres. Y no hablemos de la fruticultura. Es inútil que frente a un peral, el labriego haga toda clase florituras, cantando con voz angelical: «qué linda en la rama, la fruta se ve» u otras composiciones agrestes parecidas. Es lo mismo que pedir peras al olmo; el árbol no se da por aludido.

Pero, si en cuanto al aumento de la producción, las ocho horas de clase de canto resultan poco eficientes, hay que reconocer que, desde el punto de vista de la alegría campestre, constituyen una innovación digna de aplauso.

La vida del campo es monótona. Faltan entretenimientos, distracciones, música, y de esta carencia de amenidad, proviene en gran parte el éxodo de los campesinos hacia los centros poblados.

La agricultura lírica vendrá a salvar, en cierto modo, la situación, compensando la falta de teatros, con el espectáculo altamente artístico de los mayordomos cantores.

Hasta la literatura criolla experimentará una transformación. Mariano Latorre dejará de mano el cantar de las avecillas, para hablarnos de los dulces trinos de los capataces, los arpegios del administrador y los gorjeos apasionados del sota.

¡Adiós cantos de gallo y ridículos conciertos de diucas! El campo lírico, el campo reorganizado conforme a las lecciones del profesor de canto y contabilidad de la Escuela Práctica de Agricultura ofrecerá cada mañana un espectáculo imponente. Al alzarse el telón rosa de la aurora, surgirá el «solo» del llavero, llamando a los actores a la faena cotidiana; un coro de segadores responderá a lo lejos y la campiña entera se poblará de notas. En lo alto de una colina el mayordomo distribuirá los peones:

-Oye, Leiva: tú que tenís voz de bajo, ándate al plano y éjale los cabros a Machuca que es contralto.

Y en los diarios, de vez en cuando aparecerán avisos como los siguientes:

«Triples para lechería necesito».

«Joven tenor, especialidad en 'Tosca', se ofrece para administrar fundo de rulo».

«Cuarteto de bueyes compro», etc.



Aunque los campos, con el nuevo sistema de reforma educacional no produzcan tanto como ahora, siempre se habrá ganado algo: Hacer de ellos un centro de espectáculos amenos y educativos.

Y si el rendimiento agrícola es demasiado escaso se podrá complementar la reforma educacional, estableciendo en el Conservatorio algunas clases de horticultura y ganadería. ¿Qué inconveniente habría en sembrar algo en los proscenios de los teatros?

Los árboles y la yerba suplirán con ventaja el decorado, y Chile entero, desde Arica a Punta Arenas, podría dedicarse a la Agricultura lírica.

Abril de 1928.




ArribaAbajoUn título de abogado

Detrás de mi escritorio, tengo un diploma de abogado.

Después de un corto período de labor profesional en que me desilusioné de la justicia humana, como después me he ido desilusionando de casi todas las cosas de este mundo, traje el flamante diploma y lo oculté cuidadosamente en un rincón.

Allí, en los primeros días de septiembre de 1924, cuando empezaban los decreto-leyes, lo descubrió un compañero de redacción, también abogado, y, tomando el título con su magnífico marco de roble americano, me lo colgó, «para escarnio», en la pared. Pero el diploma no soportó esa humillación: Las firmas respetables de don Gabriel Palma Guzmán, don Enrique Fóster, don Galvarino Gallardo y don Luis Vial Ugarte pesaban sin duda demasiado para el delgado cáñamo que las sostenía en alto, y una noche de Enero en que yo hacía amargas consideraciones sobre la suerte del país, el diploma cayó al suelo con estruendo y vino a ocupar el sitio que hoy conserva, detrás de mi escritorio.

No he pretendido sacarlo, ¿para qué? Cuando siento deseos de comentar alguna de las innumerables reformas legislativas que las Cámaras aprueban con una velocidad digna de Frégoli, estiro las piernas y mis pies toman contacto con la jurisprudencia.

Todo el saber de los doctos firmantes del diploma, ha quedado reducido a cenizas y sepultado, como ellos, bajo las innumerables leyes nuevas que, como otras tantas paladas, han ido dejando caer encima los dinámicos sepultureros de los viejos códigos. Si los firmantes se levantaran de sus tumbas, no podrían fallar ninguna causa. Las leyes que se sabían al dedillo, no existen ya, o están modificadas. Pero, al afirmar los pies en el diploma, siento una sensación vivificante como si la Constitución del 33, y el Código redactado por don Andrés Bello y los años de mis estudios juveniles me entibiaran la sangre con ese impulso combativo que la edad y la prudencia -leáse cobardía- nos van quitando poco a poco.

Y en diploma es, para mí, una especie de folgo cívico.

Con las plantas bien apoyadas en mi título de doctor en Derecho, recibí ayer la visita de un grupo de estudiantes que tuvieron la paciencia de cursar seis años de humanidades con el malévolo propósito de recibirse de abogados. La limitación de la matrícula universitaria ha venido a echar por tierra sus aspiraciones, y ante el temor de estudiar algo más práctico y llegar con el tiempo a empleados públicos, me han pedido que los secunde en su campaña.

La misión, aunque simpática, es difícil.

Sin duda alguna, el Gobierno ha tenido razones poderosas para tratar de limitar el número de los que se dedican a las carreras liberales.

En el país abundan los profesionales casi tanto como los funcionarios administrativos; pero con una diferencia: El número de estos últimos no puede alarmar a nadie, porque su vida corre de cuenta del Estado; en cambio, los primeros, se hacen competencia unos a otros y como los juicios no alcanzan para todos, corren el riesgo de morirse de hambre.

La intervención de la autoridad, llamada a velar por la vida de sus súbditos, no puede ser más razonable; pero hay un punto de orden estadístico: Hasta aquí la autoridad ha calculado el número de los abogados por el de los pleitos; mas, ¿por qué no calcularlos también por el de las leyes?

En el último período la legislación ha aumentado en forma tan considerable que no guarda relación con la cifra de los jurisconsultos, hay que considerar que es más fácil dictar leyes que aprendérselas, y si antes un abogado alcanzaba apenas a dominar la legislación existente, ahora ni entre cuatro dan abasto.

No hay que tomar tampoco en cuenta a los actuales miembros del foro porque sus conocimientos han quedado de tal modo anticuados, que no saben de la misa la media. Cuando tienes que defender algún asunto, corren a la librería de don Guillermo Miranda, en busca de luces jurídicas.

-Dígame don Guillermo, ¿ha salido el folleto con la ley N.º 50220 que, según me han dicho, deroga la ley N.º 479247?

-Sí, señor, aquí lo tengo; pero le advierto que no le va a servir...

-¡Caramba! ¿Hay otra nueva?

-Cinco más...

-Déme la última...

¡Ah!, es que la última todavía no me la traen de la imprenta. Usted no va a alegar hoy mismo. ¿Verdad? Entonces mejor que espere hasta mañana; así tendrá la reforma más reciente: una verdadera primicia jurídica. Es una ley dictada sólo el viernes; no la conoce ningún ministro de la Corte y modifica todas las demás...

Realmente don Guillermo Miranda es la única autoridad que está al día en materia de Derecho. Cuando en los Tribunales un abogado dice con tono doctoral:

-«Esa disposición está derogada. Me lo dijo don Guillermo» -Todos inclinan la cabeza. Y es que ahora no se estudian códigos, sino folletos.

Los primeros no sirven para nada y, ante la multitud de los segundos, los abogados viejos dejan caer los brazos con desaliento. ¿Por qué entonces no dejar que una nueva generación robusta y fuerte meta el hacha en esta selva inexplorada de folletos? ¿Qué los nuevos abogados van a ser muchos? Ciertamente; pero más son las nuevas leyes, y no es cosa de abandonarlos en pequeños lotes, en el bosque, sin senderos, que se hace cada día más intrincado y más obscuro.

Y si después alguno de esos jóvenes quiere ganarse la vida en otra forma, siempre el título le servirá para algo, aun cuando más no sea para afirmar los pies en él, como en un folgo. Siempre es útil conservar cierto contacto con las leyes.

Julio de 1929.




ArribaAbajoLas delicias de la cárcel

Repelándome de no ser asesino, ni ladrón, ni siquiera cuatrero, me acosté antenoche, obsesionado con la noticia: El diario anunciaba en grandes caracteres la construcción de una Penitenciaría Modelo, de valor de 16 millones de pesos, con 2.500 celdas, 150 hectáreas de terreno, imponentes pabellones, rientes casas en forma de chalet, gimnasio, piscina, biblioteca, salas de conferencia, departamentos especiales para enfermos nerviosos, calefacción central, ascensores y una cantidad de cosas que jamás logrará alcanzar un periodista.

Quería dormirme pronto y descansar de las mil molestias del día, imaginándome que había sido sorprendido en flagrante delito y era conducido por dos carabineros a ese paraíso de delicias; pero hacía un frío de los diablos, y como para desdicha mía, estaba en mi dormitorio y no en la celda, la baja temperatura me impedía conciliar el sueño. Quise leer; mas, como mi biblioteca es bien escasa, no encierra grandes novedades y, por largo rato, esperé con la vista fija en la puerta.

¡Con qué pena veía los blancos y delgados tableros, sin un cerrojo ni una reja que abriera algún horizonte a mis aspiraciones carcelarias!

Menos mal que, tal vez contagiada por el medio ambiente, mi puerta tampoco tiene chapa y comenzó a entreabrirse poco a poco como impulsada por el viento.

Un soplo de aire tibio inundó la habitación y en el umbral apareció un caballero gordo y bonachón, en bata de dormir.

Comprendí inmediatamente que me hallaba en presencia del alcaide y quise incorporarme.

-No se moleste -me dijo-. Usted es nervioso y no debe agitarse. ¿Tiene los pies fríos? Corro a traerle una botella con agua caliente...

-Pero, señor, ¡cómo es posible!...

-No me contradiga. Lea, entre tanto, esta obrita de Romain Rolland... La he mandado encuadernar especialmente para usted; es un pequeño recuerdo.

Con los ojos salidos de las órbitas, miré la hermosa pasta de cuero ruso, y luego la dedicatoria: «A mi querido asesino, con la admiración y el afecto, etc., etc.».

-Señor -exclamé sorprendido- ¡por qué me trata de asesino! Yo no he muerto a nadie...

El alcaide extendió las manos regordetas y temblorosas.

-Por favor, tenga más calma. No vayan a oírle. Mire usted la situación que me crearía. En la calle hay tres mil personas, delincuentes de verdad, llenos de mérito, que esperan sólo una vacante para ser admitidos. Si usted asegura que no es asesino, a pesar de los empeños que se han hecho valer en su favor, me voy a ver en la triste obligación de ponerlo en libertad. Y usted es un hombre nervioso, necesita comodidades, necesita atenciones especiales y... carece de medios de fortuna. Sea razonable. ¿En dónde encontraría las comodidades que aquí se le proporcionan?

Realmente yo estoy bastante neurasténico y no hallaba qué decirle. El alcaide continuó:

-Bien comprendo que usted encuentra desagradable que se le califique de asesino. Usted está acostumbrado a imaginarse al criminal como un ser despreciable, mal vestido, sin cultura huyendo de la justicia o metido en un inmundo calabozo; pero esos son prejuicios. La guerra europea...

-Sí, señor, ya sé la frase: «ha modificado mucho estos conceptos...».

-Exacto, mi amigo. Exacto. Antes la dificultad estaba en traer los reos a la cárcel; ahora está en echarlos. El que, con toda esta comodidad, no quiere entrar a la Penitenciaria es un idiota o un degenerado. Hay que trabajar, es cierto, pero, en cambio, tiene usted buen alimento, piscina, cancha de tenis y calefacción central. Es una oficina pública, mejor provista de entretenimientos y con la ventaja de que no corre el peligro de las reorganizaciones.

El único temor que usted puede abrigar es el de indulto; pero, llevando una conducta algo desordenada, no tiene el menor cuidado. Yo no lo solicitaré en favor suyo; le respondo. El otro día concedieron el indulto a uno y he quedado con los nervios destrozados. ¡Qué escena, amigo mío! ¡Qué tragedia!

El pobre hombre se había acostumbrado al ascensor y a la calefacción y lloraba de pensar que todo eso iba a faltarle en su bohardilla. Cuando llegó el momento de quitarle el smoking y ponerle su antigua ropa de mezclilla, sus ayes conmovieron la prisión y yo mismo no pude contener las lágrimas. Pero, -¿qué estoy haciendo?- por hablarle me había olvidado de traerle la botella de agua caliente... ¡Voy corriendo...!

Nunca lo hubiera hecho. El maldito alcaide, en su precipitación, atropelló la puerta y... desperté sobresaltado. Estaba en mi pobre habitación: Ni ascensor, ni biblioteca, ni estufa... Realmente, el ser más o menos honrado, tiene sus inconvenientes; pero, ya tengo formada mi resolución: En cuanto se abra la Penitenciaría...




ArribaAbajoTurismo

Aunque parezca mentira, yo tengo una verdadera admiración por los puristas. Esos hombres que se dedican a velar por la correcta aplicación de las palabras, mientras todos los demás nos dedicamos a estropearlas, realizan una obra titánica. La desigualdad de la lucha, la certeza de que habrán de ser arrollados por el número, los nimba con una aureola de heroísmo. Y como, casi siempre, a la aureola unen las palmas académicas, parecen verdaderos mártires.

En realidad lo son. Nadie sufre como ellos cuando un individuo que prefiere hablar mal a trueque de que le entiendan, dice sandwiche en vez de «emparedado» o «carnicero» en lugar de «matarife».

Pero, yo estimo que es mil veces preferible quedarse sin probar bocado a usar un anglicismo o un vocablo inapropiado, y, al efecto, trato de instruirme.

Ayer, por ejemplo, me leí los primeros capítulos del libro Un barrido literario de que es autor el R.P. Morales y llegué a las siguientes conclusiones:

No se debe decir affaire, ataché, beafsteak, chauffer, football, boy-scouts, complot, etc. Cuando se quiera hacer uso de uno de estos términos deberá reemplazárseles por sus equivalentes castellanos.

He aquí algunos de ellos.

Affaire, cosa, negocio, asunto.

Ataché, agregado, adjunto, acompañado.

Ardelión, bullebulle, zarandillo, entrometido, oficioso, metemuertos, metesillas, chiquilicuatro, métome en todo, etc.

Boy-scouts, niños campeadores.

Buffet, repuesto.

Bluff, balandronada, fanfarronada, faramalla, farándula, etc., sin olvidar que bluff en sentido propio equivale a «golpe de viento».

Tampoco hay que olvidar que five o clock significa «las cinco» y equivale literalmente a «las cinco del reloj té»; que no hay que decir getta, sino mala sombra; que a la garçon significa «a lo mozo»; que no se debe hablar de complot, aunque no haya testigos, sino decir mejor «confabulación», «conchabanza» u otra palabra parecida; que chauffer quiere decir «calentador» o a lo sumo «fogonero», «mecánico», «cochero», «motorista» o «piloto»; que en lugar de comme il faut hay que usar las expresiones, «como Dios manda», «de buen tono», «elegante», «de rechupete», «a medida del deseo», etc.; que la palabra football equivale a «juego de pelotón», «a balompié» o a «piebalón»; que a falta de chaisse longue, en castellano, debe decirse lisa y llanamente «silla larga» y en lugar de ex-aequo a «la iguala».

Sin duda alguna la obra del purista es sumamente provechosa.

Resulta ridículo este lenguaje lleno de giros extranjeros que usamos con la mayor naturalidad.

Supongamos, por ejemplo, que un cronista cuenta que varias señoras comme il faut, peinadas a la garçon, han sido invitadas a un five o clock. Mientras los niños juegan al football con algunos boy-scouts ellas conversan, hablan del último complot comentan el afaire de algunos ardeliones o se divierten con el bluff hecha por una de ellas en el bridge, sin acordarse para nada del chauffeur, ni de la getta ni de ninguno de esos barbarismos comentados por el R. P. Morales.

La relación del five o clock resulta una barbaridad. En cambio ¡qué admirable parece dando a cada palabra su equivalencia castellana!

«La escena se desarrolla en un cinco del reloj té. Casi todas las invitadas llevaban melena a lo mozo.

En tanto que los chicos, en el patio, se entretenían en el juego del pelotón se acercaron a mirar los dos niños campeadores, que habían obtenido premios a la iguala en geografía. En el salón, las señoras comentaban la conchabanza del doctor, e iban a pasar al repuesto cuando una de ellas fue llamada por su calentador quien venía a avisarle que el niño había sufrido una caída en el piebalón y se había zafado el pie derecho.

Al oír al fogonero o maquinista la señora dio un grito espantoso y cayó en la silla larga.

-Este quitasol tiene mala sombra -dijo- Cada vez que ando con él se produce una desgracia en el juego de pelotón.

Entre gente como un gerifalte, o si se quiere, de rechupete o a pedir de boca, el mejor medio de tranquilizar a una persona nerviosa, es hablarle del negocio de actualidad.

El acompañado de la legación francesa, que es hombre de mundo, llevó entonces la conversación a la cosa del petróleo. Contó en efecto que un metesillas famoso había injuriado en la Cámara a otro chiquilicuatro, acusándole de ser el organizador de la farándula con que había logrado sorprender al Gobierno.

A la dama se le olvidó la impresión sufrida y se puso a jugar brisca inglesa -supongo que así se dirá bridge entre los puristas. En el juego una de las señoras hizo un golpe de viento que según el acompañado resultó bastante más efectivo que el del diputado metemuertos.

Así se estilan las cosas entre las señoras comme il faut -¡perdonen el galicismo!-. Debí decir de rechupete o a medida del deseo».



Tal vez el lector encuentre que este segundo párrafo, a pesar de contener palabras extranjeras, es mucho menos comprensible que el primero.

No lo dudo; pero es más castizo y «al que quiere celeste, que le cueste».




ArribaAbajoNo es para tanto

Para un hombre que tenga la debilidad de creer en la Dirección de Sanidad y en el método del doctor Asuero, el allanamiento del consultorio del doctor Saavedra por la primera de estas entidades debe resultar un hecho inexplicable.

Afortunadamente no es ese mi caso, porque si creo poco en la Dirección de Sanidad, creo menos aún en el doctor Asuero. Para mí, el método del médico español no pasa de ser una de las formas inferiores del pirograbado. En cambio, la Dirección de Sanidad, si no siempre es útil para los enfermos, es utilísima para los médicos. Sin ella serían innumerables las personas de buena voluntad que se dedicarían al ejercicio de la medicina con tan mala suerte como los titulados.

Hay, pues, un interés social en que no haya más médicos que los necesarios para mantener la actual cuota de mortalidad.

Desde este punto de vista que podríamos llamar de protección gremial, la Dirección de Sanidad ha estado en lo justo, al tratar de impedir que un dentista como el señor Saavedra, subiéndose a pulso por una de las ramificaciones del trigémino, se salga de sus dominios, es decir, la cavidad bucal, y se suba a las narices, coto vedado para él, ya que han sido confiadas a otros especialistas.

Porque hay que observar que desde hace tiempo, las narices, el estómago, los riñones, etc., han dejado de pertenecer en absoluto a sus antiguos propietarios. La medicina se ha encargado de dividir al cliente con anterioridad a la autopsia, entregando cada una de estas secciones a su correspondiente especialista. Nosotros mantenemos la posesión o, si se quiere, la nuda propiedad de nuestros órganos; pero el usufructo de ellas corresponde de derecho a los doctores.

De acuerdo con esta teoría legal, el cliente no está autorizado para decir a un dentista «póngame un poco de yodo en esta espinilla que me ha salido en el pescuezo»; ni para rogar a un pedicuro que le coloque una mota con fenol en una muela; ni mucho menos para pedir a un especialista en enfermedades nerviosas que le dé una pastilla de aspirina, porque se encuentra resfriado. Todas estas cosas podrán ser tan inocuas como las quemaduras del trigémino, pero ni el interesado, ni mucho menos el profesional tienen derecho a hacerlas. Cada especialista tiene su sección perfectamente limitada del cuerpo, como lo están los potreros de una propiedad rural que aspira a una explotación bien entendida y aunque, por este caso, no se vean los cierros ni los alambres de púa, no por eso dejan de ser infranqueables.

Ahora bien, parece que el cargo que se ha hecho al señor Saavedra es el de haberse pasado de potrero. La Dirección de Sanidad ha creído que de la boca se ha ido a las narices. Según esa opinión, se habría producido una «internación», como dicen los mineros cuando uno de ellos, siguiendo una veta, se mete en la pertenencia del vecino. Pero he aquí, que la veta o, mejor dicho, el trigémino, pasa también por la propiedad del dentista y el señor Saavedra, con muy buenas razones y testigos, prueba que no se ha salido de su mina.

Lo malo es que para averiguar si existe o no la internación, la Dirección de Sanidad ha procedido con demasiado ruido. ¿A qué allanar un consultorio e incautarse de unos cuantos gatillos para comprobar un hecho que habría podido investigarse en forma más segura, interrogando a los pacientes?

La declaración de un individuo con el trigémino cauterizado no pierde por eso su valor probatorio. Allanar a un dentista como si fuera un diputado, parece excesivo aún en estos tiempos tan extraños en que un individuo mudo se torna parlanchín, porque le queman el trigémino o un ciudadano hablador se pone mudo porque le dan un puesto público.

Si el dentista Saavedra se ha pasado a las narices, que se le aplique todo el rigor de la ley; pero sí, como parece comprobarlo, no se ha salido de la boca, déjesele en buena hora que le siga cauterizando las encías a todo el que se lo pida. Harto más desagradable es para el cliente que le saquen una muela y, sin embargo, nadie se lo impide.

Septiembre de 1929.




ArribaAbajoPadres de familia

No sé lo que diga al respecto la estadística; pero, desde algún tiempo a esta parte, se nota a la simple vista una recrudescencia de padres de familia.

Tal vez no todos sean auténticos. Más de uno usará el título en forma indebida, con la audacia de esos sudamericanos que, en llegando a París, se inventan un escudo para hacerlo grabar en el anillo y agregar una corona más o menos heráldica a la tarjeta de visitas. Nobles sin ejecutoria y padres de familia sin hogar, parecen formar parte de una misma colectividad de hombres prácticos: el gran partido de la hora actual que vendrá a reemplazar el ingenuo idealismo de los viejos partidos.

Sólo que el título de padre de familia, aunque menos decorativo, es de mayor utilidad que el de conde o marqués.

Es posible que en otras épocas, y bajo otros climas, la condición de jefe de un hogar constituyera un timbre de honor. Ahora es algo muy distinto... ¿Un pretexto? ¿Una excusa? Tal vez eso.

*  *  *

En estos días yo he tenido la desgracia de hallarme con muchos padres de familia. Surgen como hongos de donde menos se piensa y no es fácil evitarlos. Una sonrisa resignada y un aire de adaptación a la derrota permite reconocerlos desde lejos.

A uno de ellos lo encontré el Viernes pasado a la entrada de un bar. Era un antiguo compañero de colegio. Se me acercó tímidamente y auque mi condiscípulo es paisano y la autoridad ha restringido el uso del sable, al verlo aproximarse sentí un escalofrío; pero no se trataba precisamente de eso.

Me habló de su situación, de la carestía de la vida, de los impuestos, de los derechos de aduana prohibitivos y me ofreció en voz baja unos cigarrillos a mitad de precio que le había entregado un marinero:

-¿Te dedicas a esto?

-¡Hombre! ¡Qué quieres tú que le haga!... He quedado cesante y... ¡cuando uno es padre de familia!

Me ruboricé por él, ¡qué diablos! ¿Qué hombre en el fondo de su conciencia puede jactarse de no haber sido alguna vez un poco padre de familia?

Dudaba sobre si, en calidad de obra de beneficencia, le compraría o no los cigarrillos, cuando un caballero enfermo que, para colmo, es congresal, me separó del comerciante improvisado:

-A usted le habrá llamado la atención mi actitud en el último debate -me dijo en tono misterioso.

-No... ¿por qué? De ningún modo, ya estoy acostumbrado...

-No, mi amigo; yo soy un hombre honrado y le debo una explicación: Usted fue uno de mis lectores. No crea que he cambiado de opinión; sigo siendo el mismo que antes, pero... ¡Ud. comprende!... cuando uno es rico puede gastarse ciertas actitudes... Un hombre pobre tiene que contemporizar y al fin, y al cabo, si fuera yo solo, pero... ¡soy padre de familia!

Huí de allí maldiciendo la paternidad. Habría dado cualquiera cosa por hallarme en un país de hombres solteros y de buena gana en ese instante, hubiera llamado a las puertas de un convento; pero a falta de monasterio, me asilé en un diario.

Me encontré allí con un colega con quien, más de una vez, desde distintas posiciones, dirigimos los disparos hacia el mismo objetivo. Ahora él no dispara.

-¿Leíste mi artículo? -me preguntó.

-No he leído nada -le dije- para evitar una posible discusión.

-¿No lo has visto? Mejor, ¡cuánto me alegro! Me quitas un gran peso de encima. No te puedes imaginar nada más deprimente para mí...

-¿Te obligaron a escribirlo?

-Tanto como obligarme, no, precisamente; pero tú sabes que estoy empleado aquí... Ahora yo no soy un periodista... soy un peón de la pluma, y...

-Eres padre de familia.

-Tú lo has dicho; y a propósito, ¿cómo están todos en tu casa?

-¿En mi casa? No me preguntes... ¡Mira que a lo mejor voy a acordarme de que, también, soy padre de familia y tengo que colgar la pluma para siempre!




ArribaAbajoUn cuadro auténtico

No sé si ustedes conozcan a Durán. En fin; poco importa. Pueden ustedes imaginárselo como les plazca, gordo o flaco, bajo o alto. Lo importante es que, al construir la imagen, no olviden de adornarla con sus ojillos perspicaces y sus lentes de oro; porque Durán «es un águila» y, tratándose de cuadros y obras de arte antiguas, no se le escapa detalle, como lo reconocen sus propios adversarios, es decir, sus colegas en el ramo de antigüedades. Nadie como él sabe distinguir en un retablo colonial la polilla respetable de la fraudulenta huella de las municiones; la pátina verdadera, de la mugre nueva; el quebrajado antiguo del craquelé sintético a base de barniz de automóvil y soplete. ¡Una eminencia, como experto!

Pues bien; Durán me llamó ayer por teléfono.

-Venga sin falta -me dijo-, tengo algo gordo que mostrarle: Un Tiziano, auténtico. Va usted a ser testigo de una escena digna del Renacimiento: La revelación de una obra maestra, enterrada por un bárbaro.

Si se hubiera tratado de un hombre menos entendido que Durán, no me habría molestado; pero, ¡caramba!, no todos los días tiene uno ocasión de tropezar con hallazgos de esa especie.

En el hall atiborrado de reliquias, junto a un flamante retrato de Mussolini, Durán estaba de pie, observándome con sonrisa maliciosa.

-¿Y el Tiziano...?

-Ahí lo tiene, mi amigo -me dijo, mientras con mano un poco temblorosa de emoción, me enseñaba el retrato del Duce.

-Pero, ése es Mussolini...

La sonrisa de Durán se hizo más agresiva:

-Artes requiere la guerra. Es un Tiziano auténtico. Lo encontré en Milán en casa de un veterano aficionado a la pintura que, maldito lo que entendía en obras de arte. Me hice el tonto y, con el pretexto de que me interesaba el marco, se lo compré en una insignificancia; pero usted sabe que en Italia no se pueden sacar del territorio las obras maestras de la antigüedad... Apelé, pues, a un ardid de doble efecto aduanero. «Ya le he dicho que el cuadro no me interesa», le dije al veterano. «Sin embargo, si le echa una capa de barniz para que no se siga quebrajando y me pinta sobre él un retrato del Duce, yo le daría unas cuarenta libras».

Hay que ver las reverencias que me hicieron en la aduana cuando, sacando la tela de un cilindro de latón, manifesté a los funcionarios que mi propósito de traer a Chile la vera efigie del premier, era fundar un club fascista en pro de la supresión de las libertades públicas. Mussolini salió de Génova, libre de derechos, como corresponde a un hombre que no cree en ellos, y, también, libre de derechos, entró a Chile en calidad de «muestra sin valor». Lo que nadie ha sospechado es que bajo esa camiseta negra viene una ninfa tizianesca con menos ropa que un contribuyente. ¿Usted no cree? Bueno: bueno, delante de usted le voy a sacar la camiseta.

Y, retirando de un anaquel, un frasco con no sé qué mezcla de alcohol y de bencina2, Durán empezó a limpiar con un algodoncito el retrato sobrepuesto.

-Va a ver usted la ninfa -me decía-. Es una maravilla. Claro que no es un cuadro para menores. ¡Pero tiene unos tonos ambarados...! Ahí van saliendo, ¿lo ve usted?

Realmente, en el algodón se veían algunos tonos amarillos. Durán proseguía su tarea con verdadera furia.

-¡Demonios! -exclamó de pronto-, aquí hay una nota roja que no entiendo.

-¡De veras! ¡Qué cosa más rara! Eso que se trasluce en el extremo izquierdo parece un par de pantalones!

Durán comenzó a ponerse pálido.

-No veo a la ninfa -dijo-. Siguió frotando un poco más. A medida que el cuadro se iba tornando más rojo, la cara de Durán se iba haciendo más amarillenta. En sus pómulos asomaban, por momentos, los tonos ambarados del Tiziano.

Al llegar a la parte alta del cuadro abandonó la tarea y se dejó caer en una silla.

-¡Garibaldi! -grité sin poder contenerme.

-¡Garibaldi! -repitió lúgubremente, como un eco, el anticuario.

En realidad, frente a nosotros estaba el retrato del prócer de la unificación italiana. La ninfa del Tiziano, aprisionada como un sandwich entre Garibaldi y el Duce, había huido junto con éste de la tela. «¡Un verdadero rapto!», y yacía confundida con los restos pictóricos de D. Benito en las innumerables motas del algodón que cubrían el piso.

Sólo Garibaldi permanecía firme en el cuadro, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada y un gesto de desafío entre los labios.

Abandoné a Durán sin despedirme.



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